Para Dilthey, esa historicidad del hombre -que hacía que, como se recordará, éste no tuviese más explicación de sí que su propia historia- obligaba a hacer del hombre mismo, y de la vida, por tanto, el fundamento de toda explicación; se trataba, en sus palabras, de "comprender la vida por sí misma", de hacer de la comprensión de la vida la meta fundamental de la filosofía. Y en efecto, "la filosofía de la vida" -anticipada por el pensamiento de Nietzsche a finales del siglo XIX- fue uno de los temas filosóficos más en boga a principios del siglo XX. En algún caso, como en el del filósofo francés Henri Bergson (1859-1941), autor de extraordinario éxito social, el interés llegó al gran público. Ello tuvo mucho de reacción frente a las corrientes positivistas y deterministas del siglo XIX. Pero respondía a algo mucho más profundo: a la creciente percepción -que hallaría en Heidegger, ya en los años veinte, su exposición más elaborada- de que la esencia misma del hombre era, precisamente, su existencia. Bergson, de origen judío, profesor del ilustre Colegio de Francia desde 1900, contribuyó probablemente más que nadie al resurgimiento que la filosofía experimentó a principios del siglo XX (en razón de ese gran éxito que tanto sus libros como sus cursos y conferencias alcanzaron). Eso se debió posiblemente a dos razones: al estilo claro, mesurado y preciso de su prosa y de su palabra; y a que su filosofía supuso un nuevo espiritualismo, una afirmación de la energía espiritual -intuición, inteligencia, libertad, espontaneidad- y del espíritu creativo del hombre frente a toda interpretación mecanicista de la vida y de la evolución. El pensamiento de Bergson, plasmado en sus libros Ensayos sobre los datos inmediatos de la conciencia (1889), Materia y memoria (1896), La evolución creadora (1907) y Las dos fuentes de la moral y de la religión (1932), se centró en torno a lo que él consideraba como un hecho incontrovertible y verdaderamente definidor de la existencia: la intuición de que la vida es duración ("durée"), esto es, continuidad y cambio en el tiempo, algo nuevo a cada instante, creación continua, y, por tanto, múltiples posibilidades, imprevisibilidad y libertad. Con una consecuencia: que el hombre es un ser a la vez idéntico -por su conciencia y memoria, que hacen que el pasado sea siempre presente- y cambiante. Lejos de ser mera evolución mecánica, la realidad para Bergson era continuidad en el cambio, "evolución creadora", esto es, una evolución que conllevaba la creación de lo nuevo y lo imprevisible; porque un impulso vital ("elán vital"), un espíritu creativo, una energía espiritual, impregnaban y explicaban la naturaleza, la vida y el hombre, y su evolución en el tiempo. La vida, para Bergson -cuya influencia en Proust, Péguy, Sorel y en muchos otros escritores y filósofos fue extraordinaria- era, pues, espiritualidad y creación. Para el también francés Maurice Blondel (1861-1949), era ante todo "acción", según el título de su tesis doctoral y de su principal libro, publicado en 1893: es decir, actuación, dinamismo (desde el momento en que el hombre, lo quiera o no, está condenado a vivir y a actuar, con sentido o sin él). Pero Blondel -a diferencia de las filosofías irracionalistas y por caminos no muy alejados de los de Bergson- tenía que la acción estaba condicionada y determinada por el pensamiento, que equiparaba a la vida espiritual en su conjunto. El hombre, así, sólo se realizaría en la acción, impulsado por su propia espiritualidad hacia fines y objetivos extrapersonales y superiores, movido por un deseo de perfección y salvación, fruto de la conciencia que tiene de su fracaso existencial, que le lleva, en última instancia, hacia la luz y hacia Dios. Tales posiciones aproximaban a Bergson y Blondel con la filosofía alemana de las ciencias del espíritu. A Dilthey -cuyo libro más conocido se titulaba precisamente Introducción a las ciencias del espíritu, 1883-, pero también a George Simmel (1858-1918), profesor en Estrasburgo y Berlín, autor de una obra muy amplia y diversa relacionada con la Filosofía, la Sociología y la Historia, con títulos de gran popularidad y difusión en su día (Filosofía de la moda y Cultura femenina), en la que la vida ocupaba también una posición central, como revelaba el título de su último libro, Intuición de la vida (1918). Y en efecto, Simmel fue un filósofo de la vida y sobre todo, de la vida como vida individual y como voluntad de vivir. La vida era para Simmel un proceso, un vivir en el tiempo, y, como para Bergson, libertad y espontaneidad; pero le parecía, al tiempo, imposible y contradictoria (puesto que la misma muerte es inmanente a la vida), capaz de producir "más vida y más que vida" -formas ideales, valores morales, normas sociales-, lo que limitaba y condicionaba la propia vida y lo vital. Simmel vio, pues, la vida como tensión insoluble (entre lo vital y las formas, entre lo demoníaco y el sentido de la armonía, entre lo individual y lo social); y esa contradicción, esa tensión entre la vida y el mundo ultravital, era para él el conflicto de la cultura moderna (y por extensión, de la condición humana). La preocupación por la vida como tema filosófico fundamental apareció en muchos otros filósofos de la época, como Max Scheler, Rudolf Eucken, Ludwig Klages y más tarde Ortega y Gasset -o como, en Estados Unidos, en la filosofía pragmatista de William James y John Dewey. Común a todos, fue esa centralidad de la vida en la condición humana entendida como acción, experiencia, espontaneidad y libertad, y como temporalidad; y esa definición de la vida como "vida histórica", que anticipó Dilthey. El hombre aparecía, así, como alguien obligado a vivir (y a decidir su vida a cada instante); y la vida no tenía más razón que la propia vida (esto es, la Historia). La filosofía de la vida no suponía una concepción angustiada y pesimista del hombre y de la existencia. En algún caso, como en el de Bergson, era todo lo contrario: una visión optimista de la vitalidad creadora del hombre. Pero latía en ella la idea de que la vida era "confusa y sobreabundante" -en palabras de William James (1842-1910)-, algo que al hombre le acontecía y cuya realidad y sentido últimos se le escapaban, algo que era, pues, un "misterio" (expresión que Dilthey, entre otros, utilizó a veces con insistencia), ante el cual el hombre carecía de verdades únicas y absolutas: "la verdad -escribía William James en Problemas de la Filosofía (1911)- se crea temporalmente día a día".
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En el plano representado por las escuelas filosóficas las corrientes dominantes derivan claramente de las existencias en la ciudad clásica y representan los impactos que en ella se producen como consecuencia de la crisis y de la ampliación de la ecúmene. En todas ellas domina, en cierto modo, la necesidad de representarse el mundo de modo estático, por lo que vienen a ser modos reductivos de enfocar problemas viejos, al prescindir de la capacidad dinámica que dominaba el pensamiento de la polis. La Academia posterior a Platón tiende a reducir a una fórmula la teoría de las ideas, mientras que en el Liceo triunfa exclusivamente el ánimo clasificatorio que definiría posteriormente a la Escuela, fuente de dogmatismos intelectuales. El estoicismo, corriente vinculada por forma y contenido a las nueva concepción ecuménica del mundo, se revelaría como poseedor de una gran ductilidad, por su capacidad de integrar posiciones variadas en torno a diversos problemas teóricos y prácticos. En definitiva, se trata más que nada de una postura ante el mundo representado en su nuevo aspecto, universal y unificado por las conquistas y las nuevas estructuras políticas y administrativas. Las dificultades para comprender el proceso de cambio que ahora se produce se manifiesta de varias maneras, en el escepticismo, que declara la incapacidad para el conocimiento, o en el epicureísmo, escuela que opta por profundizar en el conocimiento científico como modo de resistir a los inconvenientes que lleva consigo el contacto intelectual con la realidad inmediata. Los cínicos optan por el alejamiento de la vida pública, para elaborar teorías intelectuales que posteriormente desempeñarán una función pública, como contrapunto al poder despótico de los reyes, a los que proporcionan una teoría válida para ofrecer la alternativa al despotismo. Así, los cínicos que se oponen al Rey se convierten en los teóricos de una forma de realeza proyectada hacia el mundo helenistico-romano.
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Su justificador teórico será John Locke (1632-1704), considerado el padre del individualismo liberal. Locke es un filósofo coherente, un racionalista y un empirista. Para Locke el hombre es un ser razonable y esa capacidad razonadora le hace ver que el fin de toda política es la búsqueda de la felicidad, una felicidad que, según Locke, reside en la paz, la armonía y la seguridad, de tal forma que no hay felicidad sin garantías políticas que aseguren la libertad. Precisamente, en su "Segundo Tratado sobre el gobierno civil" (1690) trata Locke de garantizar los derechos y libertades del hombre. Para él, el mejor método de conseguirlos es a través de un estado civil. Su estado de la naturaleza no es espantoso, como el de Hobbes, ni perfecto hasta la utopía, como el de Rousseau. Pero en el estado de naturaleza faltan ventajas que pueden ser realizadas bajo el estado civil. Una vez que este estado está establecido, los hombres retienen el derecho limitado de la resistencia. Para Locke, el estado de naturaleza es un estado de perfecta libertad y perfecta igualdad. Dentro de los limites de la ley de la naturaleza, cada hombre puede controlar su vida, sus acciones y sus pasiones. Pero el estado de naturaleza no es un estado de licencia: el hombre no posee el poder de destruirse a sí mismo o a una criatura de su propiedad. La libertad natural significa que cada hombre no está sometido a ningún poder o voluntad, sólo debe adherirse a la ley de la naturaleza. Esta ley, que obliga a todos y gobierna el estado de naturaleza, establece que, siendo todos los hombres iguales e independientes, ninguno debe dañar a otro en lo que atañe a su vida, a su salud, a su libertad o a sus posesiones. Cada hombre puede castigar a aquellos que violan la ley en la medida en que ésta es violada. Por último, la ley preserva la paz porque los hombres son iguales en este estado; y, según esto, si un hombre no puede hacer algo, tampoco puede hacerlo otro hombre. También el estado de naturaleza es un estado de igualdad, en que todo poder o jurisdicción son recíprocos y donde nadie los disfruta en mayor medida que los demás. Pero esta igualdad no es absoluta. Las virtudes o la inteligencia pueden variar. De aquí se siguen los derechos naturales. Primero, cada hombre tiene el derecho de ejecutar la ley de la naturaleza. Segundo, cada hombre tiene el derecho de castigar y de impedir que un hombre la infrinja. Tercero, la gran ley de la naturaleza dice que "quien derrama la sangre de un hombre está sujeto a que otro hombre derrame la suya". El estado de guerra tiene en Locke una causalidad distinta a la descrita por Hobbes; para aquél, ese estado nace cuando alguien trata de someter a alguien para ponerle bajo su poder absoluto. En este caso, surge el estado de guerra porque la persona dañada en su derecho natural de libertad luchará por recuperarla, pues no en vano la libertad es el fundamento de todas las cosas. Si el hombre no está liberado del poder absoluto, vive en un estado de esclavitud, que no es más que un estado de guerra prolongada. Los hombres, por ello, quieren evitar el estado de guerra para proteger sus propiedades. Para lograrlo, los hombres se unen y forman un estado de sociedad y abandonan el estado de la naturaleza. En esta sociedad civil hay una autoridad, y cuando hay autoridad no existe el estado de guerra. En cambio, la libertad en este nuevo estado es más limitada y consiste, además, en una norma establecida por un poder legislativo. El placer de vivir en una sociedad es, por tanto, seguir una norma común, válida para todos, y no estar sujetos a "la inconstante, incierta, desconocida y arbitraria voluntad de otro hombre". Locke defiende la propiedad privada, el comercio y el dinero. Para Locke la propiedad existe en la naturaleza. La propiedad es el resultado del trabajo de un hombre, algo que él ha modificado por sí mismo. De ese principio se deriva su defensa del comercio y de las desigualdades de la riqueza. Estas diferencias sociales y económicas entre los hombres no es el resultado de la opresión, sino de la diferencia en el trabajo: "... así como los diferentes grados de laboriosidad permitían que los hombres adquiriesen posesiones a proporciones diferentes, así también la invención del dinero les dio la, oportunidad de seguir conservando dichas posesiones y aumentarlas". Pero, por otro lado, él no exculpa a aquellos que con avidez esconden más de lo que les es necesario para satisfacer sus necesidades. Aún no satisfechos los intereses de la burguesía con estos argumentos, Locke concluye y culmina afirmando que para proteger sus bienes, sus vidas y sus libertades y para evitar el estado de guerra los hombres se unen en un Estado, abandonando el estado de naturaleza. El Estado no tiene más fin, por tanto, que la conservación de la propiedad. Por eso los gobernantes son meros administradores al servicio de la comunidad; su misión consiste en asegurar el bienestar y la prosperidad. El Estado tiene también el poder de hacer leyes y de castigar los delitos e infracciones de la ley. Para ser miembro de ese Estado cada individuo renuncia a su estado de naturaleza, esto es, al poder de hacer leyes y de castigar, en favor del Estado. Es decir, que los juicios ejecutados por el Estado son ciertamente juicios suyos. Así pues, la sociedad civil es un estado de paz en el cual la gente ha cedido su poder legislativo.
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La primera mitad del siglo XVII inglés está colmada de polémicas sobre el absolutismo, reivindicado por Jacobo I y Carlos I y contestado por el Parlamento. En este ambiente se publican las obras de sir Thomas Smith, "De republica anglorum", y de sir Edward Coke. El primero defiende una concepción constitucional centrada en otorgar el principal papel al Parlamento, mientras que el rey sigue desempeñando la jefatura del sistema político. Coke, por su parte, fue el principal adversario de la política de Jacobo I. Sus ideas políticas proceden del "Common Law" (Derecho común), ley fundamental del Reino y encarnación de la razón. Los poderes del rey, la misión del Parlamento y los derechos y privilegios de los ingleses derivan, para Coke, del "Common Law", de forma que no se declara partidario ni del absolutismo ni del parlamentarismo, sino de la Ley, suprema e inalterable. Así pues, con anterioridad a la revolución inglesa y a la caída de Carlos I no existía en Inglaterra ninguna teoría revolucionaria que indujese los cambios. En este caso, la doctrina seguiría a la revolución. En efecto, el pensamiento de Thomas Hobbes (1588-1679) constituye la más firme reacción a la revolución y la más encendida justificación del absolutismo, sea éste monárquico o de otro signo. Hobbes vivió durante uno de los períodos más críticos de la historia moderna inglesa. Su infancia conoció los momentos cumbre del absolutismo isabelino, su juventud una época de creciente conflictividad social y política, y su madurez un período marcado por la ruptura del equilibrio entre la Corona, la "gentry" y la burguesía. Entre 1640, año de la convocatoria del Parlamento Corto y de los primeros enfrentamientos institucionales de éste con la Corona, y 1660, fecha de la restauración monárquica de Carlos II, tuvieron lugar las guerras civiles y el caos político, de los que T. Hobbes será no sólo testigo de excepción, sino un observador atento. Problemas tales como la lucha entre los poderes del Estado por la titularidad de la soberanía, los intereses económicos y políticos de la burguesía mercantil y la naturaleza de las relaciones entre religión y poder político, fueron los elementos de aquella realidad que sirvieron de fuente de investigación y de análisis. Por eso su pensamiento está vinculado e influenciado estrechamente por los hechos políticos y sociales que él mismo conoció. Sus obras, "De corpore", "De homine" y "De cive", compendiadas en una versión denominada el Leviatán, hicieron de él uno de los fundadores de la ciencia política moderna. Después de que Maquiavelo divorciara la política de toda consideración moral y le proporcionara una total autonomía respecto de la teología, Hobbes intentó fundamentar el estudio de la filosofía política en el nuevo método mecanicista de las ciencias naturales, que tanto éxito estaba teniendo en esos años. Como resultado de ello, la teoría política de Hobbes planteaba las siguientes reflexiones: el análisis político debe comenzar por el hombre y por los principios (pasiones y razón) que lo gobiernan. En segundo lugar, la descripción de la naturaleza humana debe conducir a la enseñanza de las consecuencias destructivas que produce el estado de naturaleza. Es decir, como resultado de ese estado, no existe ninguna seguridad sobre el sometimiento de los hombres a las simples leyes naturales. Por ello, el Estado o "Leviatán", como autoridad efectiva investida con todos los poderes, se presenta como la institución necesaria para asegurar la convivencia y el orden social. Sin embargo, la aparición del hombre social no implica por sí mismo la anulación del hombre natural, ni la transformación de su naturaleza, pues los atributos básicos del hombre permanecen; aunque su connatural potencial de conflicto puede ser atemperado mediante un proceso social más o menos disciplinador o educador, no es menos cierto que la experiencia demuestra cómo un gobierno pacífico o civilizado ha degenerado en guerra civil. Aunque el estado de naturaleza no existe ya, eso no quiere decir que no pueda volver a reaparecer. Se evitará sólo cuando los hombres se sometan a determinadas formas de organización social y política. Hobbes justifica, de esa manera, la necesidad racional de la obediencia a una determinada instancia efectiva de poder acordada por todos. Antes de que exista ese poder soberano capaz de mantener a los hombres atemorizados, existe entre ellos una voluntad de confrontación violenta declarada, esto es, un estado de guerra generalizado. Las causas del proceso que conduce al hombre desde el estado de naturaleza al estado de guerra están, para Hobbes, relacionados con las pasiones humanas: el egoísmo, su impulso por dar prioridad a la satisfacción de la autoconservación, de la seguridad y de la vida confortable. El hombre egoísta no posee, además, inclinaciones asociativas ni simpatía natural hacia sus semejantes, de tal manera que si acepta establecer vínculos sociales será más por los beneficios que esto le reporta que por imperativo natural. Por otra parte, dadas las carestías y dificultades propias de la vida, la escasez de medios para solucionarlos y la igualdad de los hombres en dotes naturales y facultades mentales, nadie puede escapar a una situación de competencia y de hostilidad permanente. En ese estado de guerra generalizada aun el más débil tiene fuerza suficiente para matar al más fuerte, todos los hombres son potenciales enemigos entre sí, todos están expuestos al riesgo de perder la vida, todos desconfían de todos, de tal manera que "la vida de cada hombre es solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta" (Leviatán, cap. XIII). La descripción que Hobbes hace del estado de naturaleza es lo suficientemente aterradora como para despertar entre los hombres un espíritu de renuncia a toda violencia que derive en el abandono de las armas. El instrumento para conseguirlo es la aplicación de la ley natural, cuyo precepto máximo establecido por la razón obliga al hombre a evitar o prohibirse aquello que sea destructivo para su vida o le arrebate los recursos y medios que la facilitan y la preservan. En otras palabras, la razón y la ley natural le empujan a hacer la paz y conservarla. Por reducción, Hobbes proclama la regla: no hagas a otro lo que no quieras que te hagan a ti. Para que este fin principal pueda ser llevado a cabo, los demás preceptos naturales se derivan de éste y obligan al hombre a renunciar al derecho natural que en el estado de naturaleza tiene el hombre a todo y a contentarse con tanta libertad en su relación con los demás hombres como la que él permitiría a los otros en su trato con él. Este intercambio mutuo de derechos es lo que los hombres llaman contrato. Cuando los hombres se obligan por este instrumento a guardar lo convenido es cuando nace la tercera ley de la naturaleza: los hombres han de cumplir los convenios que han hecho o firmado. Sin esta ley los contratos se harían en vano. Pero para que la ley sea efectiva, para que los pactos no sean sólo palabras, para que se garantice el cumplimiento del contrato en todos sus extremos, tiene que haber un poder coercitivo que obligue a todos los hombres por igual al cumplimiento de sus convenios; que les obligue por terror a algún castigo que sea superior a los beneficios que esperarían obtener del quebrantamiento de su acuerdo. La lógica empleada de esa manera conduce a Hobbes a establecer que esa instancia coactiva, política y de poder que hará cumplir las leyes de la naturaleza será el Estado, un Estado absoluto. La creación del Estado obedece a la voluntad de cada uno de los individuos de acordar un pacto cuya formulación aparece desarrollada por Hobbes en el "Leviatán" (cap. XVII). La originalidad de la teoría hobbesiana no reside ya en la clásica doctrina pactista según la cual se establece el contrato bilateral entre la comunidad o cuerpo político con el soberano sobre el contenido y los límites de su sometimiento. En cambio, para Hobbes son las personas que forman la comunidad las que contratan entre sí para hacerlo después a favor de un tercero. Una vez legitimado, el soberano posee un poder irrevocable capaz de protegerse frente a posibles intentos por parte de los contratantes de recuperar los derechos que enajenaron. Según Hobbes, idéntica legitimación posee aquel soberano que adquirió el poder por medios violentos. En este supuesto, la autorización es igualmente válida si el soberano atiende a los intereses hipotéticamente pactados: es decir, que los hombres no caigan en el estado de guerra. Para caracterizar ese Estado, Hobbes utilizó un símil bíblico, una criatura monstruosa llamada Leviatán, una máquina construida racionalmente por el hombre y cuya finalidad era obligar mediante el terror de su poder y de su fuerza a mantener la paz. Leviatán debe poseer derechos o atributos que correspondan a sus fines: conservar la paz evitando el fraccionamiento del poder e impidiendo la ruina del principio indivisible de la soberanía. Ése es, a su vez, su primer derecho, la inalienabilidad e indivisibilidad de su soberanía. El segundo es su facultad para establecer las reglas básicas de la convivencia; todo el orden jurídico será, de esa manera, monopolio de Leviatán, para imponer la paz civil, para evitar la disgregación del poder, para que nadie, ni personas, ni corporaciones, ni élites económicas o militares, puedan eludir su sometimiento a la ley; para que, en definitiva, sólo Leviatán posea el monopolio de la violencia. El poder de Leviatán debe ser ejercido, según Hobbes, en beneficio de la generalidad de los ciudadanos, aunque eso no deba constituir en sí mismo una condición al ejercicio arbitrario de su poder. Ése es el primer deber de Leviatán. Los otros deberes derivan de ese primero: promulgar leyes rectas, dictar una fiscalidad proporcional a la riqueza, procurar una justicia imparcial que aplique equitativamente penas y premios. En cualquier caso, no existe en el Estado hobbesiano ninguna instancia de poder que obligue a actuar al Leviatán siguiendo esos deberes, aunque por conveniencia es aconsejable que lo haga para evitar sublevaciones populares y guerras civiles. Se desprende de ello la duda acerca de los derechos de los súbditos de ese Estado, aunque, siguiendo la misma lógica que inspira los argumentos anteriores, Hobbes detalla las libertades de los ciudadanos: derecho a la autodefensa, a oponerse a aquellas órdenes del soberano que lesionen su vida y su seguridad y a desobedecer cuando el soberano sea incapaz de protegerlos. Y, por último, la mayor libertad de los súbditos proviene del silencio de la ley, lo que hace de la teoría hobbesiana, aunque paradójicamente, un precedente del liberalismo. Tras la ejecución de Carlos I cobró un gran desarrollo la idea hobbesiana de que las instituciones políticas y sociales sólo se justifican en la medida que protegen y garantizan los intereses y los derechos individuales. Esta tendencia dominante condujo tanto a la Restauración en 1660 como a la Revolución de 1688. Consiste en un utilitarismo manifiesto, que arraiga tanto en la burguesía de negocios como en la aristocracia terrateniente, quienes se oponen, por la misma razón, a las posiciones radicales de "niveladores" (levellers) y "cavadores" (diggers) y a ciertas tesis republicanas. El movimiento de los "niveladores" (levellers) se propaga durante la época revolucionaria, sobre todo en el ejército de Cromwell, constituyendo un auténtico partido entre 1647 y 1650. Reivindican la igualdad civil y política, aunque ni preconizan la igualdad económica ni ponen en duda el derecho a la propiedad, de forma que la doctrina expresa los intereses de los artesanos y los pequeños propietarios. Políticamente invocan los derechos del pueblo, del cual el Parlamento es tan sólo un delegado, y afirman que todo hombre tiene derecho a aprobar las leyes por medio de sus representantes. Los soldados que también formaban parte de los "niveladores" discrepan, sin embargo, en este punto y defienden una representación de los hombres, en tanto que los pequeños burgueses preconizan una representación de los intereses. La nación es para los "niveladores" un conglomerado de individuos libres que cooperan por motivos de interés personal y que se dan una legislación conforme a su libertad individual, doctrina que estará presente en Locke. Aunque difieren en sus aplicaciones prácticas, las doctrinas de Hobbes y Locke proceden de un mismo individualismo, de un semejante utilitarismo, de una idéntica preocupación por la seguridad y la paz y de un mismo método, el empirismo. En cambio, la coyuntura política que vivieron era radicalmente distinta. Durante la revolución política de 1688 se sustituyó pacíficamente el derecho divino de los reyes por el de la "gentry".
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En Filosofía y Letras las 111 alumnas del comienzo de la década de los 20, se habían convertido en 441 durante el curso académico 1927-1928. Esto suponía el 9,6% del total del alumnado, y el 25,7% de la matrícula femenina. Licenciadas, doctoras, mujeres profesionales y estudiantes de Filosofía y Letras durante los años 20, o incluso con anterioridad, fueron María de Maeztu o Encarnación Aragoneses, más conocida como Elena Fortún, la autora de los libros de Celia. Teresa Andrade fue otra estudiante de Filosofía y Letras, sobrina del pintor Sorolla, dedicada más tarde al activismo comunista en la línea de Trotsky. Capitulo especial merece María Vicenta Amalia Goyri, doctora en Filosofía y Letras y colaboradora excepcional de su esposo, Ramón Menéndez Pidal, hasta el punto de que nunca sabrá nadie dónde llegó la labor de uno y empezó la del otro. Desarrolló a la par otra carrera profesional como docente del Instituto-Escuela, donde se ocupó de la enseñanza de la Lengua en el curso preparatorio. María Moliner es otra mujer que trabajó en los años 20. Se licenció en la rama de Historia en 1921, en la Universidad de Zaragoza. En 1922, ganó la oposición para el cuerpo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos, desarrollando su labor en el Archivo de Simancas primero y en el de Murcia más tarde. Su inmensa labor en lexicografía quedaría manifiesta años después, en el Diccionario de usos del español. María Sánchez Arbós fue otra Licenciada en filosofía y Letras, pedagoga de renombre, esposa del institucionista Manuel Ontañón. Otra figura fue Benita Asas Manterola, que llegó a los estudios universitarios de Filosofía y Letras a los 37 años. Antes había cursado Magisterio. Nacida en 1873, su vida estuvo dedicada a promover la mejora de la condición social, política, jurídica y económica de la mujer. Militó activamente como sufragista. Era católica. Entre 1924 y 1932 presidió la Asociación Nacional de Mujeres Españolas (ANME), que buscaba la unión de las mujeres en un espacio común, un frente que las defendiera de las discriminación a la que estaban sometidas. El franquismo la depuró del cuerpo de maestras. Gráfico Otras, menos conocidas, lograron realizar también cierta carrera profesional en distintos ámbitos. Entre ellas podemos citar a Luisa Cuesta Gutierrez, que entre 1918 y 1921 fue auxiliar interino y luego profesor ayudante de la Facultad de Filosofía y Letras de Valladolid, y entre 1924 y 1927 auxiliar de la Facultad del mismo nombre en la Universidad de Santiago de Compostela. Otra licenciada en Filosofía y Letras que alcanzó metas profesionales fue María Luisa García Dorado, que en 1923 ingresó en el escalafón de Catedráticos de Instituto, siendo una de las primeras mujeres en conseguirlo; o Aurea Javierre, Doctora con Premio Extraordinario, una competente archivera e investigadora que ganó en 1930 el premio de Historia de la Sociedad Económica Barcelonesa de Amigos del País.
obra
Los especialistas identifican, con ciertas reservas, este filósofo como Platón, basándose en la descripción que hace de él Diógenes Laercio, al identificarle como un hombre que nunca había reído, "ceñudo, con cejas levantadas como un caracol". Al igual que Diógenes y Anaxágoras forma parte de un conjunto de filósofos realizado por Ribera para el príncipe Carlos Eusebio de Liechtenstein, siendo posiblemente el más tenebrista del conjunto. Una vez más, la figura está tomada de modelos naturalistas, representado como un hombre popular en el que destaca el gesto y la expresión, especialmente por la intensidad de su mirada. Un potente foco de luz resalta al filósofo ante un fondo neutro, en el que se manifiesta cierta referencia espacial. El supuesto Platón dirige su mirada hacia arriba y sostiene en sus manos sus escritos, vistiendo a la moda napolitana del XVII. La novedad que aporta Ribera en este trabajo es la manera de aplicar el óleo, más pastoso como podemos apreciar en los cabellos o la barba.
obra
En sus frecuentes visitas al Louvre, Manet sintió admiración por uno de los genios de la pintura universal, Velázquez, a quien consideraba el pintor de los pintores. Durante su estancia en España pudo contemplar in situ las obras del sevillano que se guardaban en el Museo del Prado, realizando a su regreso una serie de figuras en las que se aprecian los ecos del Esopo y el Menipo. Se trata de figuras aisladas, recortadas sobre un fondo neutro e iluminadas con un potente foco de luz que resalta su rostro, totalmente expresivo como si se tratara de un auténtico retrato, lo que ha llevado a plantear que este filósofo sea el hermano menor de Manet, Eugène. El hombre se oculta tras una pesada y raída capa oscura, apreciándose sus pantalones y sus gastados zapatos. Las tonalidades oscuras se adueñan de la composición, recordando también en ese aspecto al Barroco español. Otro Filósofo y el Trapero acompañan a este hombre en la serie, tratados todos como mendigos enlazando con la tradición barroca.
obra
Resulta muy común en la pintura barroca representar a los filósofos como mendigos. Así lo hicieron Rubens, Ribera y Velázquez, entre otros. La admiración de Manet por esta época y concretamente por Velázquez le llevan a realizar algunos cuadros con la misma temática, de los que éste es el mejor. Precisamente, en el verano de 1865 Manet había estado en España y admirado el Museo del Prado, donde se conservan algunos de los filósofos antes mencionados. Como viene siendo habitual en la obra de este pintor, la figura se recorta sobre un fondo muy oscuro, iluminada con un fuerte haz de luz procedente de la derecha que provoca un brusco contraste entre luces y sombras, como hacía el naturalismo tenebrista. La atención del espectador se centra en el rostro del hombre y en la mano que sale hacia adelante, en actitud de solicitar una ayuda. La escala, a tamaño natural, lo hace más impresionante, como ocurría en el Actor trágico y en el Pífano. Para la información sobre la ropa del mendigo, Manet buscó referencias en la literatura de su tiempo. Respecto al color, aquí desaparece el contraste entre claros y oscuros ya que recurre a un negro azulado.