El rey Felipe IV falleció en 1665, amargado, con complejo de culpa por la situación en que dejaba a España y preocupado por el futuro del Gobierno, dada la inexistencia al frente del Estado de una persona capacitada que pudiera afrontar con éxito los graves problemas que quedaban planteados. Su inquietud iba a verse plenamente confirmada. Su hijo Carlos, el sucesor, tenía tan sólo cuatro años de edad, presentando además notorias deficiencias físicas, y la junta de Gobierno instituida para que compartiera el poder con la que quedó como reina gobernadora (su viuda, Mariana de Austria), no pudo asumir plenamente la tarea encomendada, pasando a un primer plano la actuación de la reina, poco apta para tal menester, quien para colmo depositó toda su confianza en su confesor, el jesuita austriaco Everardo Nithard, nuevo valido que muy pronto iba a ganarse la oposición de los sectores políticos dominantes y de amplios grupos sociales por su origen, su adscripción estamental y su incapacidad para llevar las riendas del Estado. El rechazo de la nobleza al eclesiástico extranjero y la expedición militar desde Cataluña a Madrid protagonizada por uno de los personajes clave en aquellos momentos, don Juan José de Austria, hijo bastardo de Felipe IV, muy deseoso de ocupar el poder y que contaba con bastante apoyo social, propiciaron la caída de Nithard. No obstante, don Juan José de Austria no ocupó el puesto de éste, alejándose de la Corte tras recibir el nombramiento de virrey de Aragón. La reina buscó un nuevo favorito y lo halló en un modesto hidalgo que había sabido introducirse en los círculos palaciegos, Fernando de Valenzuela, que pasó de esta manera a ocupar el lugar dejado por Nithard, pero que al igual que le había ocurrido a éste se vio rechazado por la nobleza de abolengo, que no aceptaba la posición privilegiada que el favorito de la reina había logrado alcanzar. En 1675 se produjo la mayoría de edad de Carlos II, que por entonces contaba catorce años, acontecimiento que no generó de inmediato cambios importantes en la cúspide del poder, ya que Mariana de Austria siguió en su destacada posición, al igual que Valenzuela, experimentando éste incluso un incremento de su influencia al recibir el título de primer ministro y ser nombrado Grande de España, medida que desató las iras de la alta nobleza, provocando además una segunda intervención de don Juan José de Austria con una marcha desde Zaragoza a Madrid que, esta vez sí, iba a culminar con su ascensión al poder. Valenzuela fue detenido, siendo luego desterrado a Filipinas; parecida suerte tuvo la reina madre, aunque su destierro era a un lugar cercano, Toledo; don Juan quedó como nuevo hombre fuerte, siendo nombrado por el rey en 1677 su primer ministro. El gobierno del príncipe apenas pudo concretarse ni dejarse notar debido a su prematura muerte, ocurrida en 1679. Muchas esperanzas se habían puesto en su gestión, pero la difícil coyuntura que le tocó vivir como gobernante y su breve mandato impidieron la realización de sus proyectos y de los planes de quienes le apoyaban. La interrogante sobre sus posibilidades reales de actuación quedó así sin resolver. Sí aparece claro, por contra, que tras su desaparición el peso político de la nobleza, que hasta entonces se había dejado sentir indirectamente y en forma de grupo de presión, se manifestó de manera rotunda, ocupando el puesto de primer ministro dos destacados miembros nobiliarios: el duque de Medinaceli, desde 1680 a 1685, y el conde de Oropesa, desde 1685 hasta 1691, dos buenos representantes de los sectores aristocráticos que se venían disputando el poder. Ambos, en la medida de sus posibilidades y teniendo en cuenta la postración en que se hallaba España, intentaron aplicar una política reformista y de regeneración, mejorando la actuación de los anteriores validos pero sin que los logros se hicieran sentir a corto plazo. La última década del reinado de Carlos II, que desde pequeño tuvo que arrastrar graves problemas físicos y padecer la tutela de la regencia, los validos y demás gobernantes que mandaron en su nombre, estuvo dominada por la espinosa cuestión de la sucesión del débil monarca que se sabía iba a morir sin descendencia. No hubo ningún personaje que destacara por encima del resto, quedando todo en función de las presiones extranjeras y de las intrigas cortesanas ejercidas cerca del monarca intentando inclinar su voluntad hacia alguno de los varios candidatos que se disputaban la herencia, tan apetecible, de la Monarquía hispana.
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De inmediato, la agotada población de Italia identifica la caída del dictador con la paz, y se lanza a la calle para celebrarlo alborozadamente. En muchas zonas son asaltados y saqueados los locales del partido, mientras los sorprendidos jerarcas se ven obligados a esconderse ante unos hechos totalmente inesperados.Ni siquiera será preciso reducir a la Milizia, teórica fuerza de defensa del régimen. Su comandante entrega pacíficamente el mando al Ejército, que la va a emplear como fuerza de represión contra posibles alteraciones del orden público.Quedaba demostrada la fragilidad de un régimen que había sojuzgado al país durante más de dos decenios. Caída su figura mítica, el prepotente partido se deshacía en silenciosa desbandada.En lo relativo a la nueva ordenación del Estado, los conservadores se limitarían en días sucesivos a destruir las formas externas de la dictadura -partido, corporaciones, etcétera-, pero manteniendo los instrumentos de represión preexistentes.Un régimen autoritario ultraconservador, privado de los posibles apoyos de las clases medias liberales y de los sectores obreros, sustituía de esta forma al fascismo. Las viejas clases dominantes recobraban así su abierto predominio e impedían de forma más cruda la necesaria regeneración del país.Menos de un año después, con el territorio nacional invadido y desgarrado por la lucha, estas clases habían de retirarse del primer plano político visible y ceder el paso a la coalición antifascista, que por el momento sigue en la clandestinidad.Mostrando el verdadero rostro de las nuevas autoridades, el Ejército abre fuego sobre las manifestaciones que se producen en algunos lugares, y en Milán se declara el estado de sitio. Todos los poderes son asumidos por el Ejército, que, al tiempo que utiliza como fuerza de choque a las antiguas formaciones fascistas, impone una larga serie de prohibiciones y suspensiones de derechos que superan incluso a las establecidas por la dictadura caída.El temor a un desbordamiento por la izquierda se une a la espera temerosa de la reacción germana. El general Roatta, antiguo comandante expedicionario en España, ordena a todas las fuerzas armadas del país: "En caso de manifestaciones, es preciso proceder ante la población como contra el enemigo: con morteros, artillería. Que no se tire nunca al aire, sino a dar, como en el combate".La consecuencia más grave de esta actitud produce en la ciudad de Bari. Veintitrés muertos y casi cien heridos será el balance ofrecido por la acción de las tropas enviadas a reprimir una manifestación que pacífica e ignorante de la realidad celebraba la recuperación de la libertad.En la mañana del lunes 26 de julio, fuertes contingentes alemanes atraviesan el paso fronterizo del Brennero. En muy pocos días se harán con el control de todos los puntos claves y las instalaciones vitales del país.Al mismo tiempo, desde el sur, los aliados lanzan su potencial bélico contra una Wehrmacht que se defenderá durante meses con toda firmeza. Italia quedará dividida en dos partes enfrentadas, y vivirá de la forma más trágica sobre su mismo suelo el derrumbamiento de los fascismos.En aquel verano de 1943, la caída de Mussolini, en vez de abrir una era de paz y reconstrucción arrojaba a Italia a la mayor tragedia de su prolongada historia.
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El Estado de la Iglesia fue el encargado de perturbar el equilibrio reinante desde 1454. Los papas utilizaron indiscriminadamente la práctica del nepotismo como medio para consolidar la autoridad pontificia en sus dominios, no dudando en conceder beneficios y títulos a parientes y hombres de confianza. Con Francisco della Rovere, elegido pontífice con el nombre de Sixto IV (1471-1484), el procedimiento fue llevado a sus últimas consecuencias, traspasando incluso las fronteras de los Estados Pontificios con el fin de adquirir nuevos territorios. La "Santa Lega" se disolvió y Florencia, Milán y Venecia formaron un frente común contra el Papa. Sixto IV trató de debilitar internamente a sus rivales y, así, no dudó en apoyar al partido antimediceo, dirigido por los Pazzi, importantes banqueros florentinos. En 1478 una conjura segó la vida de Julián de Médici, pero la rebelión no prosperó al salir indemne del atentado su hermano, Lorenzo el Magnífico (1469-1492), y fracasar el asalto al Palacio de la Señoría, capitaneado por el arzobispo de Pisa, Francisco Salviati. Las injerencias del Papa en los asuntos florentinos se saldaron con el estallido de una nueva guerra entre Florencia y Roma, que finalizó en 1480 sin ventajas territoriales para ninguno de los dos contendientes. Lorenzo de Médici, discípulo del filósofo Marsilio Ficino, había participado en las tareas de gobierno desde su adolescencia. Una vez alcanzado el poder en 1469, se dedicó a reforzar el estado florentino, potenciando el papel de Pisa como puerto comercial y reestructurando la banca Médici, instrumento económico al servicio de la política florentina. Máximo valedor del equilibrio de Lodi, Lorenzo emprendió una serie de campañas militares con el fin de limitar el peso político del resto de los estados. Con tal propósito participó en la guerra por el control de Volterra (1472) e impidió la tome de Imola por parte de Jerónimo Riario, señor de Forli y aliado del Pontífice (1473). Pese a ser contestado por algunos sectores de la oligarquía florentina -conjuras en 1478 y 1481- consiguió mantenerse en el poder sin demasiados problemas gracias al control de diversos factores. En primer lugar, supo rodearse de señorías aliadas como Luca, Siena, Perusa o Bolonia y apoderarse de enclaves estratégicos en Toscana como Pietrasanta (1484), Sarzana (1487) y Piancaldoli (1488). En segundo término, logró granjearse la amistad de antiguos enemigos como los Riario de Forli o el Estado Pontificio. Fruto de su labor diplomática en el entorno de la curia romana fue el nombramiento como cardenal de su hijo Juan -futuro León X- a la temprana edad de trece años. En Nápoles, durante el reinado de Ferrante, estalló una revuelta feudal, conocida como la conjura de los barones, quienes se rebelaron en 1485 al no tolerar el protagonismo adquirido por los municipios durante el mandato del monarca. La rebelión contó también en esta ocasión con el beneplácito del Papa, Inocencio VIII (1484-1492), quien envió parte de sus tropas a Campania. Finalmente, Ferrante consiguió controlar en 1487 a los conjurados, gracias a la ayuda militar de Milán y Florencia. Pese a la victoria del aragonés, la revuelta vino a demostrar que el reino de Nápoles era el punto mas débil del sistema de equilibrios, al coincidir en el la anarquía feudal, los intereses de Aragón y las tradicionales reivindicaciones de Francia. El equilibrio de la balanza política se vino definitivamente abajo cuando la última de las condiciones del mismo, la alianza entre Milán y Nápoles, se hundió. Tras el asesinato de Galeazzo María Sforza, el Ducado de Milán pasó a manos de su hijo Juan Galeazzo (1469-1494), que contaba con 7 años. La regencia fue ejercida por su madre, Bona de Saboya, y por su secretario Cicco Simonetta, mientras que la tutela del príncipe recayó en su tío Ludovico el Moro (1452-1508). Nombrado duque de Bari en 1479, consiguió alejar del poder a los regentes e impuso su voz en los asuntos de gobierno desde 1480. Durante algunos años mantuvo una acertada política de alianzas con el reino de Nápoles, que reforzó el papel del ducado como potencia regional. Pero Ludovico Sforza ambicionaba dejar su rol de simple regente y convertirse en duque de Milán y para ello no dudó en quebrantar la alianza entre Milán y Nápoles, sellada con el matrimonio entre Juan Galeazzo e Isabel, nieta del rey de Nápoles. El titular del ducado, confinado junto a su mujer en el castillo de Pavía, moriría envenenado por su tío algunos años más tarde. En 1492, al no encontrar aliados en Italia que respaldaran sus proyectos, pidió ayuda al rey de Francia, Carlos VIII (1483-1498), reclamado a su vez por los barones napolitanos a la muerte de Ferrante (1494). Entre tanto, dos acontecimientos darían el toque de gracia al equilibrio de Lodi en 1492: la muerte de Lorenzo el Magnifico, principal defensor del sistema como garantía de estabilidad política en el seno de las señorías, y el acceso al pontificado de Alejandro VI (1492-1503), máximo exponente del nepotismo como arma política. Rodrigo de Borja y Doms, elegido gracias a las presiones de Ascanio y Ludovico Sforza, concedió a sus hijos Juan y Jufré diversos feudos y ordenó como cardenal a otro de sus vástagos, Cesar, de tan sólo 16 años. Cesar Borgia (1475-1507), duque de Valentinois, renunció al capelo cardenalicio para afrontar el proyecto de constituir un vasto estado en el centro de Italia bajo su gobierno. Entre 1499 y 1502 consiguió mantener una serie de posesiones en Romaña, pero un año más tarde una serie de circunstancias, apuntadas por Nicolás Maquiavelo en "El príncipe", acabaron con sus sueños de grandeza.
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Finalidad de la obra Una y sólo una es la intención de Hernando al escribir esta obra: enaltecer la persona y los hechos de don Cristóbal Colón, varón digno de eterna memoria. Para ello, descontento como estaba de lo que otros historiadores escribían, determiné tomar a mi cargo el empeño y fatiga de esta obra, creyendo será mejor para mí tolerar lo que quisiere decirse contra mi estilo y atrevimiento, que dejar sepultada la verdad de lo que pertenece a varón tan ilustre. No será precisamente el estilo de Hernando lo que llevará a los historiadores a dedicarle miles de páginas, sino más bien la necesidad de esclarecer y constatar esa verdad pregonada, esa su verdad que con tanta generosidad y desvelo derrochó en cada momento. Es claro que no se puede hacer aquí, en tan breves páginas, una exposición pormenorizada de todos y cada uno de los puntos conflictivos que ofrece esta obra. Por ello hemos preferido una visión de conjunto, remitiendo al lector a algunas notas aclaratorias que acompañan a pie de página la Historia del Almirante. No debe olvidarse nunca que Hernando escribe, sobre todo, entre 1537 y 1539, y menos aún que lo que se ha propuesto hacer es un alegato en favor de su padre convirtiéndolo en eje y centro de todos sus empeños. Con esto muy presente, los méritos ajenos o se difuminan o se soslayan, para centrarse casi exclusivamente en los del descubridor; por el contrario, con los defectos sucede a la inversa: se acrecentarán los de los demás, minimizando u olvidando los colombinos. A lo largo de toda la Historia, ¡qué poco canta a aquellos que siempre apoyaron al Almirante, al grupo de leales castellanos, cabales, honrados, obedientes y buenos servidores! Y, sin embargo, ¡cómo se ensaña con los revoltosos, desobedientes, deslenguados y hombres sin vergüenza! Lo de menos es comprender las razones por las que sucedió así. Eso apenas importa, o mejor dicho, no importa nada. Para la pluma hernandina se trata de una pandilla de vagos, lujuriosos, traidores, ladrones y alguna lindeza más. Los actos de tan desvergonzados personajes, así cantados, contrastarán con la pobre víctima: el sufrido y resignado Colón. Los Margarit y Aguado, Roldán y los roldanistas, al discrepar de la persona elegida por Dios --Cristoferens--, al sentir y defender un poblamiento diferente al colombino fueron cavando la fosa del navegante metido a gobernar gente castellana. Hernando conocía los hechos, pero no los podía disociar de las consecuencias negativas que tuvieron para el apellido Colón. En el caso de la marinería, si hubo algunos que en ciertos momentos podían hacer sombra al navegante genial éstos fueron los Pinzones. Contra ellos, más que con nadie, se ensañará Hernando; cuando él escribía su Historia aún estaba reciente aquella manipulación parcial y sensacionalista, hecha en 1535 por el fiscal Villalobos, del nombre de tan excelentes navegantes. Esta fea jugada permite comprender mejor --jamás justificar-- el furor hernandino32. Tampoco anduvo recatado con las autoridades que intervinieron en la caída y pérdida de los privilegios colombinos. Del rey a los gobernantes que ejercerán en Indias para desgracia del descubridor y de sus intereses, pasando por el obispo Fonseca, adversario contumaz del más contumaz de los navegantes, nadie se salvará de la pluma hernandina. A los Reyes Católicos les culpó de haber elegido para aquel cargo a un hombre malo y de tan poco saber (Bobadilla), de estar mal informados ... contra el Almirante. Con más pasión de hijo que predicador de verdades puede entenderse el suspicaz retrato que nos brinda del rey Fernando el Católico: algo seco y contrario a sus negocios (del Almirante). Esto se vio más claro en la acogida que le hizo (en 1505), pues aunque en la apariencia le recibió con buen semblante y fingió volver a ponerle en su estado, tenía voluntad de quitárselo totalmente si no lo hubiese impedido la vergüenza (cap. CVIII). Cuando escribe no puede olvidar que Fernando el Católico fue el monarca que aplicó hasta el final de su vida los mayores recortes a los privilegios colombinos. De don Juan Rodríguez de Fonseca, eclesiástico mundano y director de las armadas y negocios indianos, Hernando, con toda claridad, resumirá así el sentir familiar y casi público: abrigó continuamente mortal odio al Almirante y a sus empresas, y estuvo a la cabeza de quienes lo malquistaron con el Rey (cap. LXV). En consecuencia, muchos criados o protegidos suyos andan sembrados por las páginas de su Historia poniendo trabas al Almirante. Hasta el más santo varón --piensa Hernando-- perdería la calma entre tanta infamia. De las autoridades con mando en Santo Domingo, implicadas directamente en la caída y mal tratamiento que en adelante tendría todo lo colombino, qué iba a decir don Hernando sino destapar todos sus recursos verbales contra ellos. Bobadilla truncó sañudamente la carrera del Virrey y ningún Colón se lo perdonó jamás. Acaso por ello, desencantado de la justicia de los hombres, a Hernando le brotó como nunca la vena providencialista al narrar la muerte de su enemigo: Yo tengo por cierto que esto fue providencia divina, porque, si arribaran estos a Castilla, jamás serían castigados según merecían sus delitos, antes bien, porque eran protegidos del Obispo (Fonseca), hubiesen recibido muchos favores y gracias (cap. LXXXVIII). Nicolás de Ovando, sustituto de Bobadilla, no recibe mejor tratamiento. Cuanto queda referido de ataque al oponente para elevar a don Cristóbal no era suficiente. ¿Qué hacer con tantos puntos oscuros como tenía la vida del descubridor? Algunos eran secretos celosamente guardados por la familia, que por nada del mundo debían ser descubiertos. Sin embargo, inquietaba el atrevimiento de algunos escritores (Oviedo, sobre todo) que empezaban a publicar ciertos relatos que podían ser muy dañinos. Para salir airoso de esta prueba Hernando hará gala de su extraordinaria inteligencia y saber; y como lo que está en juego es la memoria de su padre, apenas le preocupará la objetividad de los hechos. El procedimiento seguido fue variado. Por una parte utiliza la ambigüedad, decir que dicen, mezclar lo que muchos manifiestan a veces de forma contradictoria o discrepante; hecho esto, evitará manifestarse oponiéndose o aclarando rotundamente tales fábulas o leyendas o habladurías; donde si que se detiene y llama la atención del lector es en las contradicciones o errores del autor de turno, haciendo gala de una fina dialéctica; en este caso sale a relucir el hombre meticuloso que era, el detallista y pormenorizado; una vez que ha logrado poner al descubierto los puntos débiles, aunque sean nimios, maneja con soltura la ironía y desprecio al adversario y conduce al lector a no tomar en cuenta opiniones de quien no es de fiar pues tanto erraba33. Por otra parte, hay que registrar en el haber de Hernando una serie de olvidos intencionados tocantes a errores imputables al héroe. Unas veces se silencian sin más, como en el caso de los amores irregulares de Colón con Beatriz Enríquez de Arana y nacimiento de Hernando; o como el secreto de algunos descubrimientos34; o el de los cargamentos de esclavos indios enviados a Castilla poco antes de ser depuesto. En otras ocasiones, si el silencio es demasiado ostensible, mezclará momentos históricos y confundirá35. También es digna de ser resaltada la labor de retoque hernandino de algunas ideas cosmográficas del infalible Colón; ideas que en 1537, en que Hernando escribe, la realidad había demostrado que eran equivocadas36.
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Finalidad de la obra Ixtlilxochitl no pensaba solicitar ninguna prebenda cuando redactó las páginas de la Historia. ¿Qué finalidad perseguía? Fundamentalmente, dos: la reivindicación de la historia antigua del virreinato como un capítulo más del proceso histórico universal; y, segundo, dejar constancia de las glorias de los señores de Tetzcoco, sus lejanos antepasados. Para demostrar el primer punto, D. Fernando recurrió a varios métodos, que van desde la identificación total de los sistemas políticos Y económicos de europeos y nahuas, hasta la similitud etnográfica, pasando por efemérides cronológicas86. La cronología prehispánica, dicho sea de paso, presenta rasgos caóticos en la Historia de la nación chichimeca. Respecto al deseo de conservar en la memoria de los hombres las glorias de Tetzcoco, la Atenas del Nuevo Mundo, estimo que hay en ello algo más que chauvinismo familiar. La apología del señorío acolhua surge de la fusión de tres factores. Uno de índole personal --los fastos de los acolhua engrandecían al escritor--, otro tipo de renacentista --la búsqueda de la fama-- y, por último, un tercero marcadamente político. Nezahualcoyotl, encarnación de Tetzcoco, se nos presenta como el modelo de gobernantes. Este Harum Al Raschid mesoamericano, que recorría las calles disfrazado a reconocer las faltas y necesidades que había en la república para remediarías87, hizo del Estado acolhua una especie de paraíso donde no se encontraba ninguna de las grandes lacras del virreinato. Mediante multitud de anécdotas. Ixtlilxochitl transmite un mensaje al gobierno colonial: el gobernante, el buen gobernante, debe obtener el amor de sus súbditos. Así pues, un nacionalismo --incipiente si se quiere, mas no por ello menos crítico-- guía la pluma de Alva Ixtlilxochitl. Frente a la conducta altiva de los funcionarios peninsulares, este castizo, criollo o español de Indias, pues todos los términos son aplicables a D. Fernando, opone las virtudes mexicanas, fruto de una historia construida sobre los cadáveres de mexicanos y castellanos.
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El aporte del capital extranjero fue de gran importancia para la expansión de las economías latinoamericanas. Este se captaba fundamentalmente a través de la contratación de empréstitos negociados por los gobiernos en los principales mercados europeos de capitales, siendo Londres el más importante, aunque París y Berlín jugaron un papel destacado. Desde finales del siglo XIX Nueva York vería acrecentada su importancia. El endeudamiento externo, aunque muy importante y de una gran eficacia, fue sólo una vía de financiación más, que sería complementada eficazmente por las inversiones internas. Sin embargo, estas últimas han merecido una atención menor por parte de los investigadores y nuestro conocimiento al respecto es bastante débil. En este terreno destaca el endeudamiento interno de los Estados (más el de las provincias y ayuntamientos) y también el papel de los inversionistas privados que canalizaban sus fondos a actividades productivas. Y si bien estas últimas fueron menos cuantiosas que las primeras, también cumplieron un papel muy activo en el proceso de crecimiento económico. El destino que se le daba a los préstamos recibidos del exterior es una cuestión de bastante importancia y que tenía que ver directamente con decisiones políticas de los propios gobernantes latinoamericanos. Mientras algunos países los destinaban a financiar la construcción de obras de infraestructura, como ferrocarriles, puertos o caminos, otros los dedicaban a refinanciar las deudas contraídas anteriormente. En el primer caso se puede mencionar a la Argentina de la década de 1880; en el segundo hay varios ejemplos significativos. Brasil contrató en 1889 un empréstito de 20 millones de libras esterlinas que sólo sirvió para convertir los bonos de las emisiones de 1865, 1871, 1875 y 1885. Lo mismo ocurrió con el empréstito de 10 millones de libras contratado ese mismo año por el gobierno mexicano. La importante participación de las inversiones extranjeras en un medio caracterizado por una aguda falta de capitales, ayudó de forma considerable a que los inversionistas europeos y norteamericanos ocuparan posiciones predominantes en algunos sectores económicos claves en los países latinoamericanos, especialmente los vinculados con el transporte y la comercialización de los productos exportables, que pasaron a controlar muy rápidamente.