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Los territorios existentes al norte de México, que integran hoy gran parte de los Estados Unidos, fueron igualmente objetivo de varias expediciones conquistadoras. Fracasaron todas ellas, por lo que comúnmente se consideran simples exploraciones. En realidad, las abandonaron los españoles por no encontrar allí concentraciones notables de indígenas, ni riquezas apreciables. El primer intento de la época imperial (ya mencionamos la expedición de Ponce de León a la Florida), fue el de Lucas Vázquez de Ayllón, quien había recibido informes fantásticos sobre la riqueza perlífera de Chicora (procedían de un indígena capturado por un viaje descubridor realizado en 1521 por Gordillo y Quexos): un territorio existente en lo que hoy es Carolina del Sur. Ayllón, oidor de Santo Domingo, firmó una capitulación en 1523 para realizar descubrimientos -justificó el intento de hallar un estrecho en la costa norteamericana-, pero preparó una verdadera empresa conquistadora, ya que salió de Santo Domingo (1526) con 500 hombres, 80 o 90 caballos y seis naves. Con menores fuerzas Cortés había emprendido la conquista de México. Ayllón desembarcó en Chicora, halló algún aljófar pero nada de perlas y, finalmente, fundó una población llamada San Miguel de Guadalupe, que no tuvo apenas vida. Ayllón murió a poco y sus hombres regresaron a Santo Domingo. Pánfilo de Narváez fue el siguiente. Capituló la conquista de Florida (entre el río de las Palmas y Florida) y zarpó de Sanlúcar de Barrameda, en 1527, con otra gran fuerza: más de 600 hombres y cinco naves. Recaló en Santo Domingo para completar su hueste y se dirigió luego a su objetivo. Un huracán desmanteló su flotilla, llegando a Tampa (Florida) sólo unos 300 hombres. Allí, decidió que los maltrechos navíos que aún le quedaba siguieran por la costa en busca de un puerto, mientras la tropa se internaba hacia un lugar llamado Apalachee (cerca de la actual Tallahasee) donde los indios aseguraban que había oro. Ni los navíos encontraron puerto, por lo que siguieron hasta México, ni la tropa oro, por lo que volvió a la costa. Los 252 supervivientes construyeron cinco rústicos bergantines, con los cuales navegaron hacia la desembocadura del Mississippi. Nuevos temporales hicieron zozobrar las naves, muriendo casi todos sus tripulantes, Narváez entre ellos. Quedaron únicamente 15 hombres, que arribaron a la costa próxima al actual Galvestown. Allí murieron todos a manos de los indios, excepto cinco: Cabeza de Vaca, Maldonado, Alonso del Castillo, Andrés Dorantes y el negro Estebanico. Los cinco emprendieron el viaje a México atravesando Texas y Coahuila. Al cabo de ocho años, encontraron en Sonora a los españoles. Durante este tiempo habían sido esclavos, curanderos y comerciantes. Entraron en San Miguel de Culiacán el 1 de mayo de 1536. Una vez en México, contaron fantasías sobre supuestas riquezas en las tierras que habían atravesado, lo que animó al virrey a enviar a Niza. Fray Marcos de Niza, antiguo capellán de la conquista del Perú y radicado en México, creyó en el mito de las Siete Ciudades de Cibola, creado por el relato un indio mexicano que dijo haber visto de niño siete ciudades con casas de techos de oro y paredes de turquesa en el norte de Nueva España. El virrey Mendoza le confió su descubrimiento, junto con el hallazgo de un estrecho interoceánico que podía estar por allí. Fray Marcos fue acompañado por el hermano Honorato, por varios indios Pimas y por el negro Estebanico, antiguo compañero de Cabeza de Vaca. Los descubridores partieron de San Miguel de Culuacán el 7 de marzo de 1539. Al llegar a Petatean, enfermó el hermano Honorato y hubo que dejarle allí. Luego, fray Marcos decidió quedarse en Vacapa para averiguar con los indios los secretos de la tierra. Mandó seguir adelante a Estebanico con orden de recorrer unas 50 ó 60 leguas y detenerse si encontraba alguna población importante. En tal caso, debía enviar con algún indio una cruz de un palmo si se trataba de un pueblo apreciable, de dos palmos si era grande y de mayor tamaño, si fuese mejor que los de Nueva España. Fray Marcos se quedó asombrado cuando semanas después llegó un indio con una cruz enorme y le dijo que Estebanico estaba en la primera de las siete ciudades de Cibola, que distaba unas 30 jornadas de allí. El franciscano se puso en marcha inmediatamente y por el camino fue recogiendo toda clase de informes fantásticos: que las ciudades de Cibola tenían efectivamente casas con techos de oro, que sus habitantes se vestían con camisas de algodón ceñidas con cintas de turquesas, etc. El franciscano alcanzó el sur de Arizona y entró en Nuevo México, atravesando enormes desiertos. Finalmente, halló uno de los Pimas que acompañaron a Estebanico, que le contó la prisión y ajusticiamiento del negro por el rey de una de las ciudades de Cibola. No se desanimó por ello y siguió adelante hasta llegar a las proximidades de la primera de dichas ciudades. La contempló desde un alto, sin atreverse a entrar en ella por temor a que se perdiese la noticia de tan extraordinario descubrimiento. Según su relato: "son las casas por la manera que los indios me dijeron, todas de piedra, con sus sobrados y azuteas... La población es mayor que la ciudad de México". Se trataba de un espejismo, indudablemente, pues lo que al franciscano le parecía más grande que la capital de México no era sino un pequeño y miserable poblado Zuñi situado al oeste de Nuevo México. Las paredes de adobe amarillento de las casas reflejaban al sol, quizá como si fueran planchas de oro, sobre todo vistas de lejos. Tras bautizar el lugar como Nuevo Reino de San Francisco volvió a México contando maravillas de tales ciudades. Para comprobar sus informes y tomar posesión del territorio, el virrey Mendoza envió una gran expedición bajo el mando del gobernador de Nueva Galicia, Francisco Vázquez de Coronado. La integraban 300 españoles y 800 indios, entre los que se encontraban los guías de Fray Marcos. Coronado partió de Santiago de Compostela en febrero de 1540 y recorrió Arizona y Nuevo México, alcanzando las ciudades de Cibola, donde comprobó que eran pobres poblados de 50 a 200 casas y que "éstas son de dos e tres altos, las paredes de piedra e lodo, y algunas de tapias". Eran las famosas viviendas de los indios Pueblo. Desde allí envió a explorar a Melchor Díaz, que llegó por la costa del golfo hasta el río Colorado y a García López de Cárdenas, que recorrió el oeste durante 80 días, descubriendo el famoso Cañón del Colorado y que describió así Vázquez de Coronado: "Halló una barranca de un río que fue imposible por una parte, ni otra, hallarle bajada para caballa, ni aun para pie, sino por una parte muy trabajosa, por donde tenía casi dos leguas de bajada. Estaba la barranca tan acantilada de peñas, que apenas podían ver el río, el cual, aunque es, según dicen, tanto o mucho mayor que el de Sevilla, desde arriba aparescía un arroyo". En la primavera de 1541, Vázquez de Coronado decidió seguir hacia Quivira, otro lugar mítico lleno de riquezas. Cruzó Texas, el occidente de Oklahoma y llegó a los llanos de Kansas. Allí apareció Quivira, donde según escribió: "lo que en Quivira hay es una gente muy bestial, sin policía ninguna en las casas, ni en otra cosa, las cuales son de paja, a manera de los ranchos tarascos". Coronado estaba sobre el río Arkansas, muy cerca de la actual Wichitta, donde otro español, Hernando de Soto, andaba también localizando una buena conquista. No hallando nada de interés, Coronado regresó a México. Hernando de Soto, el personaje que nos falta, capituló con la Corona, en 1537, la conquista de una gran gobernación que comprendería las anteriormente otorgadas a Ayllón y Narváez: 200 leguas de costa norteamericana y, de ahí hacia el interior, todo lo que pudiera dominar. Soto era un experimentado conquistador de Nicaragua y Perú. En este último lugar obtuvo cien mil ducados, que enterró en la nueva empresa pensando que sería otro nuevo Perú. Reunió una enorme fuerza militar de 950 hombres, 7 navíos grandes y tres pequeños y zarpó de Sanlúcar el 6 de abril de 1538. Al recalar luego en Cuba, se le fugó gran parte de los reclutados. Con los 620 hombres restantes y 223 caballos, arribó a Tampa en 1539. Allí encontró a Juan de Ortíz, un español que había llegado con Narváez y llevaba 12 años viviendo con los indios. Ortiz le aseguró que en aquel lugar no había ninguna riqueza y Soto decidió buscarla en lugares más lejanos. Se dirigió al noroeste, cruzando el estado actual de Georgia, y luego al Oeste, por Alabama y Arkansas. El 8 de mayo de 1541 llegó al río Mississippi, que descubrió cerca de la actual Memphis. Lo bautizó con el nombre de Río del Espíritu Santo. Lo cruzó en unas balsas y continuó por Arkansas con dirección a otro pueblo mítico, Pacaha, que le desilusionó profundamente. Pensó seguir con dirección oeste para llegar a la Mar del Sur -lo que le habría convertido en el descubridor de todo el oeste- pero se perdió en Arkansas y murió el 21 de mayo de 1542. Su lugarteniente, Luis de Moscoso, echó su cadáver en las aguas del Mississippi y trató de llevar a sus hombres hacia México. Viéndose perdido regresó al Mississippi, construyó unos bergantines y navegó en ellos hasta la desembocadura del río. Luego costeó con dirección oeste y sur hasta alcanzar Panuco el 10 de septiembre de 1543. Habían pasado 4 años, 3 meses y 11 días desde que desembarcaron en Tampa. De los 620 hombres sobrevivían sólo 311. La tierra norteamericana al norte de México, donde habían fracasado Ponce de León, Ayllón, Narváez, Coronado y De Soto, fue desde entonces mal afamada y dejó de interesar a los españoles.
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El regreso de la Victoria replanteó la cuestión de las Especiería: organización del comercio con las Molucas y solución del conflicto con Portugal, para lo cual habría que fijar la posición de tales islas respecto al antimeridiano de Tordesillas. Para afrontar dichos problemas se organizaron varias flotas y se creó la Casa de la Contratación de La Coruña, ya que la de Sevilla no servía para el negocio especiero (requería naos de gran porte que no podían remontar la barra del Guadalquivir). La Coruña, además, estaba mejor situada para enviar las especias a los puertos flamencos, ingleses, alemanes, etc., como se pretendía. Esta Casa tuvo una vida efímera, sin embargo, pues duró lo que las aspiraciones españolas a las Molucas. La nueva armada a la Especiería se confió a frey Jofre García de Loaysa, con Juan Sebastián Elcano como segundo y piloto mayor. Se alistaron siete buques y 450 hombres que partieron de La Coruña el 24 de julio de 1525 y repitieron el viaje de Magallanes hasta el Estrecho. Aquí sufrieron dos grandes tormentas que destrozaron la expedición. Alguna deserción y el despiste de otra nave -que fue a parar a México- redujeron la flota a sólo la capitana, que se adentró finalmente en el Pacífico. Murió Frey Jofre y poco después Elcano. La nao, bajo el mando de Salazar, y con el escorbuto diezmando a los tripulantes, alcanzó la isla Guam, donde se encontró un superviviente de la Trinidad. Llegó a Tidore el 1 de enero de 1527. Los españoles construyeron un fuerte y resistieron los ataques portugueses durante muchos años. La tercera flota a la Especiería fue capitaneada por Sebastián Gaboto, el hijo de John Cabot, que estaba radicado en España. Constaba de cuatro naves que zarparon en 1526. Al llegar al Río de la Plata, Gaboto se dedicó a explorarlo en vez de seguir hacia su verdadero objetivo, por lo que no llegó nunca al Pacífico. Alarmado el Emperador por la falta de noticias sobre Loaysa y Gaboto, escribió a Hernán Cortés el 20 de junio de 1526, pidiéndole que enviase unos barcos hacia las Molucas en busca de ellos. Cortés mandó a su primo Alvaro de Saavedra en octubre de 1527 con dos naos y un bergantín. Sólo una de las naos, la Florida, resistió la travesía, arribando a Mindanao y luego a las Molucas en marzo de 1528. Aquí encontraron a los sobrevivientes de la expedición de Loaysa. La Florida intentó dos veces regresar a México, sin lograrlo. Sus tripulantes se unieron a los hombres de Loaysa y estuvieron luchando con los portugueses hasta noviembre de 1530, cuando supieron por tres naves lusitanas que Carlos V había firmado el Tratado de Zaragoza (1529), cediendo las Molucas a los portugueses a cambio de una indemnización de 300.000 ducados. Los últimos españoles abandonaron las islas especieras en 1534 y 1535. Entre ellos figuraba el piloto vasco Andrés de Urdaneta, a quien le estaba reservado el descubrimiento de la ruta para volver de Oceanía a América.
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Hemos de entender esta primera economía neolítica como una economía esencialmente de subsistencia en sus fases iniciales. Desde el punto de vista ecológico y económico, el fenómeno de la domesticación animal y vegetal, y el correspondiente desarrollo de una economía de producción de alimentos, son las cuestiones más significativas e importantes de la neolitización. Respecto a los periodos anteriores, está demostrado que ya desde el Neolítico Inicial se llega a una modificación del patrón de explotación de estos recursos. En conjunto, tanto por lo que se refiere a los animales como a los vegetales, el peso real de la domesticación aparece junto con todo el resto del sistema tecnocultural neolítico. Pero siempre habrá que tener en cuenta que las estrategias de explotación de un territorio concreto dependerán, en última instancia, de muchos factores que escapan a la dinámica general (marco paleoecológico regional-local, patrones de asentamiento, funcionalidad de las ocupaciones), y que será entonces cuando aparecerán las excepciones, explotación complementaria y equilibrada de múltiples recursos, predominio de las actividades de la ganadería en detrimento de las prácticas agrícolas... Así pues, se ha podido observar que en el caso de las especies animales no existen los agriotipos salvajes de la oveja ni de la cabra; del caballo, de domesticación más tardía excepto algún caso problemático (Cova Fosca), tampoco se conoce su agriotipo en la Península. Contrariamente, se documentan el antecedente salvaje del perro (Canis lupus), el del buey (Bos primigenius, uro) y el del cerdo (Sus scrofa, jabalí). No obstante, sobre estas dos últimas especies no se puede, en el estado actual de la documentación, corroborar con certeza su domesticación autóctona in situ. Hemos de considerar que los casos que sirven a algunos investigadores para plantear una domesticación animal en contextos no neolíticos son más bien locales y que difícilmente pueden utilizarse como modelo explicativo general: podríamos pensar que a lo largo del Epipaleolítico Final o Mesolítico Geométrico, en puntos muy concretos, se están desarrollando las condiciones apriorísticas para la domesticación de la fauna salvaje, o bien que se producen experimentaciones y cambios en la explotación de estos recursos y en las mismas actividades cinegéticas (por cuestiones ecológicas o bien por estrategias de subsistencia que desconocemos). Esta situación tendrá su reflejo en la distribución de los yacimientos y en la plasmación de ciertos datos en el registro arqueológico. Así pues, en algunos yacimientos podemos encontrar la caza de ciervos y cabras de pequeño tamaño (Zatoya, en Navarra), la caza especializada del ciervo durante el Asturiense o bien de la cabra en la zona del Macizo Mondúver (Valencia). De la fauna doméstica cabe destacar el predominio de los ovicápridos (por ejemplo, Les Guixeres de Vilobí y La Cova del Frare, en Cataluña; Cueva de Chaves y Espluga de la Puyascada, en Aragón; Cova de la Sarsa, en el País Valenciano; Cueva de la Carigüela, Cueva de Nerja y Cueva de Mármoles, en Andalucía), seguidos del cerdo, los bóvidos y el perro. La caza tendrá una importancia desigual según las zonas y los nichos ecológicos, pero en general sobresale el ciervo (que tiene un papel más importante y que en según qué conjuntos representa la máxima aportación cárnica incluso respecto a las especies domésticas), la cabra montés, el jabalí, el corzo, el uro, el conejo y el caballo. Estos animales no sólo son rentables por la carne: también proporcionan pieles, cueros, cornamentas, etc. También la pesca se ha podido documentar, e incluso con alguna aportación de peso a la dieta alimentaria como sucede en la Cova de les Cendres (País Valenciano) o en el sur de Portugal (área litoral de Sines). Justamente en esta última zona la base económica, sobre todo a partir de pruebas indirectas, englobaría a parte de la pesca, la caza y la recolección de moluscos marinos. De todas maneras es difícil fijar con seguridad algunos aspectos de este sistema de obtención de recursos alimentarios, ya que el tipo de substrato geológico donde se localizan la mayor parte de los yacimientos no permite la conservación de los restos óseos (suelos ácidos). Por último, probablemente existieron formas complementarias aunque elementales de producción de alimentos. En efecto, a la biomasa animal antes examinada hace falta añadir la recolección complementaria de los moluscos marinos, terrestres y de agua dulce: al margen de su aportación alimentaria, en general de baja incidencia (Cova de les Cendres), pero con algunas excepciones significativas (Vale Pincel I y Salema, en el sur de Portugal), su presencia responde mayoritariamente a su uso como materia prima para la fabricación de objetos de adorno. Su importancia rebasa el marco litoral mediterráneo e incluso se introduce por las tierras del interior (yacimientos como la Cueva de Chaves y Abrigo de Costalena, en el Bajo Aragón; Cueva del Agua, en Granada; Abrigo de Verdelpino, en Cuenca; Abrigo del Barranco de los Grajos, en Murcia; etc.), y hasta encontramos algunas de las especies (la Columbella rustica) en contextos cronológicos anteriores (en Navarra -Cueva Zatoya- y en algunos yacimientos de la Cataluña francesa). El caso de la domesticación de las especies vegetales presenta menos controversia dada la coincidencia de los investigadores en considerar que las primeras plantas cultivadas en la Península aparecen como resultado de la introducción de las especies cerealísticas dado que no existen sus antecesores silvestres. En cuanto a las leguminosas, la documentación es aún demasiado reducida para iniciar un debate similar al observado para las regiones del sureste francés, donde se atestigua su consumo por parte de las poblaciones cazadoras-recolectoras. Las prácticas agrícolas se concentran, en estos momentos iniciales del Neolítico, en dos géneros específicos que se complementan de forma equilibrada: trigo y cebada, con una rica variedad de especies como la esprilla, la escanda, el trigo común o la cebada desnuda y cebada vestida, que aparecen documentadas a lo largo del V milenio en yacimientos como, por ejemplo, la Cova de l'Or (Alicante), la Cueva de los Murciélagos de Zuheros y Cueva de Mármoles (Córdoba), y la Cova 120 (Sales de Llierca, Girona). Como complemento de esta dieta vegetal mayoritariamente representada por los cereales no se puede olvidar la presencia, en algunos yacimientos, de leguminosas (Vicia sp., por ejemplo, en Cova 120, Girona), o de frutos silvestres (bellotas en Cova de l'Or y Cueva de los Murciélagos). La progresiva identificación de nuevas especies de leguminosas (habas, lentejas, guisantes) en el registro podría llevar a una mejor comprensión de las prácticas agrícolas y de su comportamiento respecto al cultivo de los cereales, aunque en la actualidad los datos son extremadamente fragmentarios y poco significativos para interpretaciones globales. Debido a la heterogeneidad de los datos paleocarpológicos o paleoecológicos en general e incluso al bajo número de estudios especializados realizados al respecto, a menudo la reconstrucción de las actividades agrícolas que se introducen con la neolitización se sirve de las evidencias indirectas. Ya desde los inicios del Neolítico se localizan diversos instrumentos, materiales y estructuras relacionadas con el cultivo cerealístico: pesos de palo de cavar, azuelas (sobre materiales pétreos duros, también podían ser utilizados para el trabajo de la madera, junto con los cinceles), armaduras de hoz (hojas o fragmentos de hojas de sílex, con o sin truncatura retocada, que presentan lustre de cereal), molinos de mano, hachas (su fabricación combina el piqueteado con el pulimento y se usarían principalmente para la deforestación) y grandes recipientes cerámicos o estructuras en fosa excavadas (silos) en el subsuelo de cavidades o al aire libre, para el almacenaje de grano.
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Hacia el autoabastecimiento se orientaba el trabajo en el oikos, ya que en estas explotaciones se transformaban todos los productos obtenidos en las cosechas: se elaboraba el vino, el aceite o el queso, se molía el grano, se hacían conservas, se hilaba y se tejía la lana, se confeccionaban cestos, se hacían zapatos, etc. Las mujeres realizaban actividades específicas como la confección de tejidos o la elaboración de conservas vegetales. Algunas de las actividades antes mencionadas, como la recolección o la siega, eran efectuadas por cuadrillas de hombres libres que se alquilaban al dueño del oikos. En el oikos se incluían, por lo tanto, una serie de dependencias en las que trabajaban los esclavos, que realizaban todo tipo de actividades, algunas de ellas dirigidas por especialistas. De esta manera, la adquisición de objetos para el oikos era bastante extraña, al tener cubiertas las necesidades, excepto en los objetos de lujo. Los excedentes de las explotaciones se vendían en los mercados locales. De esta manera, el oikos depende de sí mismo para la subsistencia.
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Además de su valor intrínseco, la importancia de la riqueza minera de Hispania para el mundo romano se encuentra positivamente condicionada por la carencia de yacimientos en la península italiana, donde tan sólo son reseñables las explotaciones en la Isla de Elba, conocidas como Mons Argentarius, y las de Victimulae en el territorio de Vercelli. La información que nos proporciona Polibio en texto transmitido por Estrabón sobre las minas de los alrededores de Carthago Nova o las consideraciones de Diodoro de Sicilia sobre las posibilidades de enriquecimiento rápido que ofrecen su explotación a particulares, ponen de manifiesto la importancia económica de este sector desde los momentos iniciales de la conquista. La intensa explotación a la que se someten los yacimientos de la zona conquistada durante el período republicano se interrumpe con las guerras civiles, para reanudarse con la paz augústea. La puesta en explotación en otras provincias como Britania, Dalmacia o Norico de yacimientos ricos en plomo, hierro y estaño, que en ocasiones poseen incluso una mayor rentabilidad que los de la Península Ibérica, no condiciona la continuidad en líneas generales de las explotaciones hispanas. No obstante, el mapa de explotaciones se modifica como consecuencia de la integración territorial del Noroeste, cuya conquista había estado condicionada entre otros factores por la riqueza del subsuelo y por la prioridad que adquieren los yacimientos del Suroeste de la Península Ibérica. En consecuencia, junto con los yacimientos de los alrededores de Carthago Nova y de Sierra Morena, ricos en galena argentífera y objeto de explotación en el período republicano, durante el Alto Imperio se extiende la explotación a los yacimientos existentes en Riotinto (Huelva), al distrito minero portugués de Aljustrel, y a la zona del Noroeste, donde la riqueza aurífera era especialmente relevante en el territorio comprendido entre el Carrión y el bajo Duero. La intensidad de la explotación se documenta en los correspondientes restos arqueológicos; con carácter excepcional, las explotaciones de Aljustrel nos han proporcionado un importantísimo documento sobre su organización -que conocemos como Leyes de Vipasca-, dos tablas de bronce de las que la primera procede del reinado de Adriano y la segunda puede datarse en el 173 d.C. Sobre los sistemas de extracción contamos con la inestimable descripción que nos legó Plinio: "El oro se obtiene en nuestra parte del orbe (..) de tres maneras: en las arenas de los ríos, como en el Tagus de Hispania, en el Po de Italia, en el Hebro de (...)Tracia (...). El tercer procedimiento podría superar los trabajos de los gigantes. Los montes se horadan mediante galerías excavadas a través de grandes distancias a la luz de candiles cuya duración sirve de medida a los turnos y durante muchos meses no se ve la luz del día. Las minas de este tipo se llaman arrugias y en ellas se abren grietas de pronto y los derrumbamientos aplastan a los que trabajan, así que parece ya menos expuesto sacar del fondo del mar las perlas y las ostras. El oro recogido en una arrugia no se funde, sino que es ya oro puro (...). Algunos han dicho que por este procedimiento Asturia, Gallaecia y Lusitania proporcionan al año sendas veinte mil libras; en todo caso Asturia produce muchísimo, y no hay otra región del mundo donde la capacidad de producción se mantenga a través de tantos siglos" (Plinio, Nat. XXXIII, 21, 66 - 78, traducción de V. Bejarano). El sistema de propiedad que posibilita la explotación de estos yacimientos está condicionado por la inexistencia en el mundo romano de una regulación específica de la riqueza del subsuelo. En consecuencia, su propiedad reviste las mismas características que la de la tierra y está condicionado en líneas generales por la especificidad del territorio provincial, cuya propiedad corresponde, según la expresión del jurista Gayo, al pueblo romano o al emperador. Semejante identificación entre el régimen jurídico del subsuelo y el de la tierra da lugar desde los inicios de la conquista a la consideración de los yacimientos mineros como propiedad pública y a su explotación mediante un régimen de concesiones a particulares o a compañías (societates), compuestas en ocasiones por la asociación de varios individuos, mientras que en otras alcanzan cierta complejidad; esto último es observable en la amplia proyección territorial que ocupan estas actividades, como ocurre concretamente con la compañía denominada con las siglas S. C., interpretadas usualmente como Societas Castulonensis en función del importante distrito minero existente en los alrededores de Linares, que proyecta sus actividades en los yacimientos de Sierra Morena y de provincias colindantes como la de Granada.