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No hay duda que la labor de los remeros era dura. Trabajaban apiñados, separados apenas un metro del inmediatamente anterior en su mismo nivel, unos pocos centímetros del anterior superior y, en el caso de más de un remero por pala, la distancia mínima para evitar la interferencia con los codos de su compañero de boga. Incluso en los períodos de reposo, el barco no ofrecía ninguna posibilidad de un acomodo medianamente confortable para la tripulación. En el interior de un barco catafracto (cerrado), a la escasez de sitio había que sumar un ambiente agobiante. Por un lado, pese a cubrir las portas de los remos con los askomata debía ser difícil evitar las salpicaduras, sobre todo en el puesto del remero inferior (el thalamites), cuya porta distaba unos 40 ó 50 cm de la superficie del mar en calma. Por otro lado, como consecuencia del bajo rendimiento termodinámico del ser humano, la cantidad de energía liberada en la bodega del buque en forma de calor era unas cuatro veces la proporcionada a los remos. Si no se garantizaba la ventilación, además del calor, el ambiente debía encontrarse viciado debido a la reducción de oxígeno y el aumento de dióxido de carbono como consecuencia de la respiración, así como al aumento de vapor de agua proveniente de la transpiración. Para empeorar las cosas, la época de navegación se desarrollaba en los meses más calurosos. En los primitivos barcos de casco abierto no existía el problema de la ventilación, pero conforme aumentaron su protección pasiva, hasta llegar al catafracto (cerrado), se hizo necesaria la instalación de enrejados laterales y en cubierta para renovar el aire en la bodega. La importancia de la ventilación radicaba en la pérdida de potencia que suponía el aire enrarecido. Se ha comprobado sobre un ergómetro que un hombre pedaleando con el aire en reposo puede suministrar 150 W durante media hora y 400 W durante unos minutos; mientras que si existe una corriente de 12 m/s, consigue 400 W durante una hora. Sobre las galeras medievales se decía que era posible olerlas antes que verlas; eso debía ser, también, aplicable a las remes. Aunque en este caso, al ser hombres libres, es de suponer que las condiciones higiénicas se cuidasen, tanto por propio interés de los tripulantes como por las ordenanzas. Defecar u orinar en el puesto de boga es probable que estuviera penado; y siempre que fuera posible, al fondear se limpiarían los barcos. Aristófanes, en Las ranas, cuenta con cierta ordinariez los efectos de la proximidad de los rostros de los thalamites a los traseros de los zygites.
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El empeño del arte de vanguardia en encontrar formas de expresión constructivas, en las que una racionalidad virginal y objetivista pudiera impugnar en la obra de arte el dominio de la intuición azarosa, casual, rendida a recursos individuales, se produce en la edad tecnológica, arropada por un principio de esperanza revolucionaria. Era un paso más allá en las premisas antiimitativas y antifusionistas de la vanguardia cubista y futurista. En los Países Bajos, en Centroeuropa, en Rusia, lo mismo que en Francia, en torno a 1914 algunos artistas se dejaron atraer por el riesgo de la abstracción pura. Mondrian, Kandinsky, Malevich y Tatlin pertenecen a esa estirpe de visionarios. Ellos serán los iniciadores de diversas corrientes de arte no-objetivo, cuyo desarrollo afectó profundamente a. la cultura europea de los años veinte.Los proyectos utopistas fueron de diverso signo y calado. Común a todos ellos fue la puesta en cuestión del grado de realidad que se hacía manifiesto en el arte figurativo. Esta duda se tradujo en una completa negación de la referencia imitativa del arte hacia el aspecto externo de la realidad sensible, en favor de la autodeterminación de sus medios de creación plástica. Se trataba de objetivar otra realidad. En segundo lugar, se afianzó el compromiso intelectual de contribuir a un nuevo modo de vida, de ligar arte y vida con nuevos fundamentos, y de orientar el trabajo artístico a la transformación de la sociedad y los hábitos humanos en una nueva era. En la Rusia revolucionaria estos ideales cristalizaron rápidamente.
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Adjetivos como villicaria, curtense o dominical se han utilizado para definir la economía rural en tiempos carolingios. Al margen de que su utilización pueda resultar poco adecuada para ciertas regiones de Europa, hay algunos extremos que han de tenerse en consideración. Las fuentes para el estudio del mundo rural altomedieval son relativamente abundantes. En lugar de honor se sitúan las disposiciones promulgadas (tipo capitular) por los soberanos para la buena gestión de sus dominios, y los inventarios (polípticos) de las grandes explotaciones monásticas. El "Capitulare de villis et curtis" redactado posiblemente a instancias del propio Carlomagno, recuerda a los intendentes del patrimonio real qué medidas se deben aplicar para obtener la mejor rentabilidad. Como tal capitular, sus instrucciones debían ser aplicables a todos aquellos lugares en que la realeza franca tenía propiedades fundiarias. Su objetivo primordial: tener bien abastecida la mesa del rey. Importantes también son otros textos como los "Brevium exempla" del fisco real de Annapes que tiene una finalidad normativa similar. Los polípticos, como documentos de gestión dominical, recogen -recuerda P. Toubert- tres clases de precisiones: bienes raíces que integran los dominios; estado contable, e incluso nominativo, de las personas que de ellos dependen; e inventario de las rentas (dinero y especie) y prestaciones a las que estas personas están sometidas. Se trata de documentos que no carecen de precedentes, bien sean los catastros del Bajo Imperio, bien sean las contabilidades llevadas a cabo por establecimientos eclesiásticos en los siglos VI y VII. Entre los polípticos más interesantes están los de Santa Julia de Brescia (entre el 879 y el 906), San Pedro de Gante, San Víctor de Marsella y, sobre todo, el políptico del abad Irminón. Redactado posiblemente entre 311 y 823 este texto nos describe los bienes de la abadía extendidos por la región parisina y la zona de Orleans principalmente: 25 villae, con una extensión total de más de 50.000 hectáreas. Capitulares y polípticos permiten reconstruir con bastante aproximación lo que era la política agraria del momento y qué prácticas eran las más habituales. Podemos conocer, por ejemplo, hasta 72 especies de legumbres y una quincena de árboles frutales que el redactor del "Capitulare de villis" recomienda cuidar. Sabemos, igualmente, de la existencia de una ganadería de mala calidad en la que el cerdo constituye el principal aporte cárnico. A adelantos técnicos no parece fuera propicio el mundo rural carolingio. La expansión del arado pesado con orejera parece lenta y la fuerza de tracción (el "Políptico" de Irminón lo atestigua) sólo se aumentaba a base de una utilización mayor de bueyes. El caballo parece más idóneo para el transporte de hombres y bagajes y como máquina de guerra. Los sistemas de rotación de tres hojas tampoco parecen excesivamente difundidos. La renovación de la fecundidad de la tierra siguió también pautas tradicionales (deyecciones del ganado, estercoladuras...) aunque desde Carlomagno y sobre todo bajo su nieto Carlos el Calvo (edicto de Pitres del 864) se incorporó un adelanto: el margado de la tierra, especialmente en algunas regiones de Francia e Inglaterra. El transporte de marga se encontrará, precisamente, entre las prestaciones que se exigen a los colonos de algunos dominios. Algunas monografías regionales nos permiten reconocer también, a partir del siglo IX, una expansión del molino de agua dominical: se han comprobado hasta trece molinos de agua en las 24 villas que pertenecían a la abadía de Montierender, y hasta 48 para la abadía de Prüm a fines del siglo IX. Con tan limitado bagaje tecnológico, la rentabilidad de la tierra tenía que ser forzosamente escasa. Dentro de un radicalismo minimalista y a través del estudio de los "Brevium exempla", G. Duby llegó a la conclusión que el excedente de cosecha dedicado al consumo era pobrísimo. En efecto, en la fecha en que el texto fue redactado, el excedente de espelta es del 46 por 100, el de trigo candeal del 40 por 100, el de cebada del 38 por 100 y el de centeno es nulo. Los rendimientos no serían, así, superiores al dos por uno. Trabajos como los de Durliat o Grand han revisado muy al alza la tesis de Duby y han pensado en unos rendimientos agrícolas carolingios similares a los de la Europa de los siglos XVI al XVIII. Slicher van Bath, V. Fumagalli y P. Toubert han reconocido a su vez, que las únicas cifras seguras disponibles permitirían tan sólo corregir ligeramente al alza las evaluaciones de Duby sin modificar el alcance general de sus conclusiones. Vid y olivo, al contrario de lo ocurrido con el cereal, alcanzaron una productividad respetable para las condiciones técnicas del momento. No hay que olvidar tampoco que, junto a lo que la sociedad carolingia obtiene de los campos cultivados, se echa mano permanentemente de otra fuente de recursos: la de los paisajes que hoy calificaríamos de marginales. En la Edad Media no lo fueron tanto ya que marismas y bosques facilitan un importante complemento -y a veces más que eso- a la economía rural. De los ríos se obtenía el pescado. El bosque facilitaba caza, madera para la construcción y la calefacción, cuero de los animales salvajes, alimento para las manadas de cerdos, etc. La apicultura, además, constituyó un importante capítulo de la economía medieval: la miel era el edulcorante por excelencia y la cera era un producto de múltiples usos. De la importancia de estos paisajes marginales habla el interés mostrado por algunas disposiciones oficiales. El "Capitulare de villis", por ejemplo, pide a los intendentes que se vele por un equilibrio entre campo y bosque: que los bosques no invadan el campo pero que, a su vez, no se hagan talas excesivas ni se perjudique los árboles. Se pide, igualmente, diligencia en la percepción de censos por la utilización del bosque. Atraso tecnológico, baja productividad de la tierra, indefensión ante las catástrofes naturales, deficiente defensa frente a la agresividad general del momento. Todo ello, junto con otras muchas taras, convierte a la masa de la sociedad carolingia en un conjunto demasiado vulnerable. El fantasma del hambre o, al menos, el de la subalimentación de la inmensa mayoría de la población es algo perfectamente detectable y frente a ello los poderes establecidos trataron de poner en juego algunos paliativos. Pese a los signos de recuperación en algunas zonas, el equilibrio demográfico se ve permanentemente comprometido. Como ha escrito G. Duby: "En este vacío humano, el espacio es sobreabundante. En estas condiciones, la base de la fortuna no es la posesión del suelo, sino el poder sobre los hombres, sin embargo tan míseros, y sobre sus muy pobres útiles de trabajo". ¿En qué marcos y en qué circunstancias actuaban esos hombres sobre el suelo? ¿Cómo ejercían su poder algunos hombres sobre el común de los mortales?
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En lo que se refiere a los marfiles, la producción estuvo también muy diversificada. Se realizaron piezas de carácter religioso y piezas de tipo profano en unos talleres que no sabemos aún realmente cómo funcionaron. La documentación cuando se refiere a estos artesanos, limita su actividad a la confección de peines, espejos, etc. Las realizaciones más ambiciosas parecen no haber estado en sus manos. Es una posibilidad considerar que estas últimas surgieron de escultores comprometidos usualmente en obras más monumentales. Esto explicaría los puntos de coincidencia innegables entre ciertas piezas de marfil y la escultura del siglo XIII francesa. Es el caso puntual del denominado Angel Chalandon del Museo del Louvre de París y de una cabeza de ángel ubicado en la puerta izquierda de la fachada occidental de Reims.Estos puntos en común que permiten aproximar la escultura en uno y otro campo, se diluyen cuando llega el siglo XIV. Salvo casos muy puntuales, las realizaciones en marfil adoptan una vía de expresión propia alejándose de lo anterior. Precisamente esta uniformidad de la producción hace difícil determinar los distintos centros productores. París parece haber sido uno de los más importantes a nivel europeo. Se habla también de la escuela alemana y en este mismo sentido de la inglesa o de la italiana. Evidentemente, todo ello en base a peculiaridades estilísticas perceptibles.Extrañamente nuestra Península, que durante el románico acoge uno de los talleres más importantes en este campo, el de San Millán de la Cogolla parece caer, si nos atenemos a la inexistencia de marfiles catalogados como españoles, durante los siglos bajomedievales en un largo letargo. Esto evidentemente no puede responder a la realidad, pero habrá que esperar, porque lo que sí es cierto es que el aire afrancesado de algunas obras conservadas en nuestros tesoros catedralicios, puede explicarse sin necesidad de recurrir a los talleres parisinos, dado que artistas de esa procedencia trabajaron regularmente entre nosotros.En lo que respecta a la tipología, las piezas más ambiciosas en este campo son las esculturas exentas de la Virgen, santos, etc., que a veces pueden ser de gran tamaño de acuerdo con su función. Este parece ser el caso de la Virgen de la Sainte-Chapelle. En otro orden, también son de destacar los retablos, de distinto formato, pero con ciertas constantes tipológicas comunes a las utilizadas contemporáneamente por los orfebres.En el capítulo de las realizaciones profanas, debieron conformar la producción más usual todos aquellos objetos que podían destinarse a la venta directa (peines, espejos, empuñaduras, etc.). Para obras de mayor envergadura, cajas-joyero sobre todo, es fácil que mediara un contrato. Si la temática en las obras de carácter religioso era la adecuada, es fácil sospechar que aquí ocurrió lo propio. Para adornar estas piezas que formaban parte de la cotidianeidad de las grandes familias se recurrió a los temas de corte caballeresco. El "Asalto al Castillo del Amor" decora numerosas valvas de espejo. La figura del Dios-Amor sentado sobre un árbol desde donde lanza sus dardos a los enamorados otras muchas. Es precisamente este gusto cortés el que va a impregnar el gótico final que se desarrolla con posterioridad a uno de los grandes hitos de la crisis del siglo XIV: la Peste Negra.
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Como ocurre en los sistemas basados en las desigualdades sociales, no existió un desarrollo económico similar en todas las provincias que formaban el Imperio Romano. En la capital encontramos más de 300.000 personas que vivían de la beneficencia estatal en los últimos años de la República y aunque diferentes políticos intentaron reducir el número por diversos métodos -fundación de colonias o distribución de tierras- el número de plebs frumentaria nunca descendió de 200.000. De todas los territorios que constituían el Imperio será Italia quien tenga una situación de absoluto privilegio. La agricultura se especializó gracias a la llegada masiva de grano procedente de Africa, Hispania o Egipto. De las tierras conquistadas también llegarán un amplio número de esclavos que paulatinamente irán ocupando los puestos de trabajo de los campesinos libres, creando un sistema esclavista. Las economías de las diferentes provincias dependerán de la situación momentánea con respecto a la metrópoli. La valoración social del trabajo ha ido cambiando con el paso del tiempo. Inicialmente los textos ensalza al ciudadano campesino debido a que la fuente de riqueza más importante es la tierra, que está repartida entre los pequeños propietarios. Pero la situación varía a partir del siglo III a.C. cuando la mano de obra esclava empiece a sustituir a los campesinos libres. El trabajo rural ya no gozará de tantas simpatías aunque siempre sea de mayor prestigio que el comercio o la artesanía. No en balde, los senadores tendrán prohibido dedicarse a actividades comerciales. Paulatinamente, el trabajo sería considerado como algo negativo, al tratarse de una actividad realizada por esclavos.
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El trabajoso camino que los nuestros pasaron Al día siguiente que partió de allí caminó por buena tierra llana, donde alancearon los de a caballo dieciocho gamos: tantos había. Murieron dos caballos que, como iban flacos, no pudieron resistir la caza. Cogieron a cuatro cazadores que llevaban muerto un león, de lo que se maravillaron los nuestros, pues les pareció gran cosa matar un león cuatro hombrecillos solamente con flechas. Llegaron a un estero de agua, grande y hondo, a la vista del cual estaba el lugar donde pensaban ir; no tenían en qué pasar; capearon a los del pueblo, que andaban muy revueltos por coger su ropilla y meterse en el monte. Vinieron dos hombres en una canoa, con una docena de gallipavos; mas no quisieron acercarse a tierra, hasta que los suyos acabasen de alzar el hato y. esconderse. Estando, pues, así, puso un español las piernas a su caballo, se metió por el agua, y a nado fue tras los indios; ellos, de miedo, se turbaron, y no supieron remar. Acudieron luego otros españoles buenos nadadores, y cogieron la canoa. Aquellos dos indios guiaron el campo por rodeo una legua aproximadamente, con el cual se desechó el estero, y así llegaron al lugar bien cansados, porque habían caminado ocho leguas; no hallaron gente, mas sí mucho de comer. Se llama aquel lugar Tleccan, y el señor, Ainohan. Estuvo allí nuestro campo cuatro días esperando si vendría el señor o los vecinos; como no vinieron, abastecióse para seis días, que, según los guías decían, tantos teñían que caminar por despoblado. Partió, y llegó a dormir a seis leguas de allí a una venta grande, que era de Ainohan, donde hacían jornada los mercaderes. Allí reposaron un día, por ser fiesta de la Madre de Dios; pescaron en el río, atajaron una gran cantidad de sábalos, y los cogieron todos, que, además de ser provechosa, fue hermosa pesquería. Al otro día anduvieron nueve leguas; en lo llano mataron siete venados, en el puerto, que fue malo y duró dos leguas de subida y bajada, se desherraron los caballos, y para herrarlos fue necesario estar allí un día entero. La siguiente jornada que hicieron fue a un caserío de Canec, que se llamaba Axuncapuin, donde estuvieron dos días; de Axuncapuin fueron a dormir a Taxaitetl, que es otro caserío de Ainohan; allí hallaron mucha fruta y maíz verde, y hombres que los encaminaron. A dos leguas que al otro día tenían andadas de buen camino, comenzaron a subir una asperísima sierra, que duró ocho leguas, y tardaron en andarla ocho días, y murieron sesenta y ocho caballos despeñados y desjarretados, y los que escaparon no volvieron en sí aquellos tres meses: tan lastimados quedaron. No cesó de llover noche y día en todo aquel tiempo; fue sorprendente la sed que pasaron, lloviendo tanto. Se rompió la pierna un sobrino de Cortés por tres o cuatro partes, de una caída que dio; fue muy dificultoso sacarlo de aquellas montañas. No se acabaron allí los duelos; que después dieron en un río grande, y con las lluvias pasadas, muy crecido e impetuoso; tanto, que desmayaban los españoles porque no había barcas, y aunque las hubiera, no aprovecharan; hacer un puente era imposible, volver atrás era la muerte. Cortés envió unos españoles río arriba a ver si se estrechaba o se podría vadear, los cuales volvieron muy alegres por haber hallado paso. No os podría contar cuántas lágrimas de placer echaron nuestros españoles con tan buena nueva, abrazándose unos a otros; dieron muchas gracias a Dios nuestro Señor, que los socorría en tal angustia, y cantaron el Te Deum Laudamus y Letanía; y como era Semana Santa, todos se confesaron. Era aquel paso una losa o peña llana, lisa, y larga cuanto el río ancho, con más de veinte grietas por donde caía el agua sin cubrirlas; como que parece fábula o encantamiento como los de Amadís de Gaula, pero que es certísima. Otros lo cuentan como milagro; mas ello es obra de la Naturaleza, que dejó aquellas pasaderas para el agua, o la misma agua con su continuo curso comió la peña de aquella manera. Cortaron, pues, madera, que bien cerca había muchos árboles, y trajeron más de doscientas vigas, y muchos bejucos, que como en otro lugar tengo dicho, sirven de sogas, y nadie entonces haraganeaba; atravesaban los canales con aquellas vigas, las atacaban con bejucos, y así hicieron el puente; tardaron en hacerlo y en pasar dos días. Hacía tanto ruido el agua entre aquellos ojos de la peña, que ensordecía a los hombres. Los caballos y puercos pasaron a nado por debajo de aquel lugar, pues con la profundidad iba el agua mansa. Fueron a dormir aquella noche a Teucix, a una legua de allí, que tiene unos buenos caseríos y granja, donde se cogieron veinte personas o más; pero no se halló comida que bastase para todos, que fue gran desconsuelo, porque iban muy hambrientos, pues no habían comido en ocho días más que palmitos y sus dátiles, y hierbas cocidas sin sal. Aquellos hombres de Teucix dijeron que a una jornada río arriba había un buen pueblo de la provincia de Tauican, que tenía muchas gallinas, cacao, maíz y otros mantenimientos; pero que era menester volver a pasar el río, y ellos no sabían cómo, por venir tan crecido y furioso. Cortés les dijo que bien se podía pasar, que le diesen un guía, y envió treinta españoles y mil indios; los cuales fueron y vinieron muchas veces, y proveyeron el campo, aunque con mucho trabajo. Estando allí en Teucix, envió Cortés algunos españoles con un natural por guía, a descubrir el camino que habían de llevar para Azuzulín, cuyo señor se llamaba Aquiahuilquín; los cuales, a diez leguas, cogieron a siete hombres y una mujer en una casilla, que debía ser venta, y se volvieron diciendo que era muy buen camino en comparación del pasado. Entre aquellos siete venía uno de Acalan, mercader, y que había habitado mucho tiempo en Nito, donde estaban los españoles, y que dijo que hacia un año entraron en aquella ciudad muchos barbudos a pie y a caballo, y que la saquearon, maltratando a los vecinos y mercaderes, y que entonces se salió un hermano de Apoxpalon, que tenía la factoría, y todos los tratantes; muchos de los cuales pidieron licencia a Aquiahuilquín para poblar y contratar en su tierra, y así estaba él contratando; pero que ya las ferias se habían perdido, y los mercaderes destruido, después que aquellos extranjeros vinieron. Cortés le rogó que le guiase allí, y que se lo gratificaría muy bien; y como le prometió, soltó a los presos, pagó a los otros guías que llevaba y los envió con Dios. Despachó luego a cuatro de aquellos siete con dos de Teucix, que fuesen a rogar a Aquiahuilquín que no se ausentase, porque deseaba hablarle y no hacerle mal. Cuando al día siguiente amaneció se había ido el acalanés y los otros tres; y así, quedó sin guías. Al fin partió, y fue a dormir a un monte a cinco leguas de allí. Desjarretóse un caballo en un mal paso del camino; al otro día anduvo el ejército seis leguas; se pasaron dos tíos, uno de ellos con canoas, en el cual se ahogaron dos yeguas. Aquella noche estuvieron en una aldea de unas veinte casas todas nuevas, que era de los mercaderes de Acalan, mas ellos se habían ido; de allí fueron a Azuzulín, que estaba desierta y sin ninguna cosa de comer; que fue doblar la pena. Estuvieron buscando por aquella tierra hombres de donde tomar lengua para ir a Nito, y en ocho días no hallaron más que unas mujercillas, que hicieron poco al propósito; antes bien perjudicaron, porque una de ellas dijo que los llevaría a un pueblo a dos jornadas de distancia, donde les darían nuevas de lo que buscaban; fueron con ella algunos españoles, mas no hallaron a nadie en el lugar; y así, se volvieron muy tristes; y Cortés estaba desesperado, pues no podía atinar por dónde tenía que ir, por más que miraba en la aguja: tan altas montañas había delante y tan sin rastro de hombres. Casualmente atravesó un muchacho por aquellos montes, y fue cogido; el cual los guió a unas haciendas en tierra de Tuniha, que era una provincia de las que para recuerdo llevaban en el dibujo. Llegó en dos días a ellas, y después los guió un viejecico, que no pudo huir, otras dos jornadas hasta un pueblo, donde se cogieron cuatro hombres, pues los demás habían huido de miedo, y éstos dijeron que a dos soles de allí estaba Nito y los españoles; y para que mejor lo creyesen, fue uno y trajo dos mujeres naturales de Nito, las cuales nombraron a los españoles a quienes habían servido, que fue mucho descanso para quien lo oía, según iban, porque temieron, perecer de hambre en aquella tierra de Tuniha, ya que no comían más que palmitos verdes o cocidos con puerco fresco, sin sal, y aun de éstos no se hartaban, y tardaban un día dos hombres en cortar una palma, y media hora en comerse el palmito o pimpollo que tenía encima. Juan de Abalos, primo de Cortés, rodó con su caballo por una sierra abajo, las últimas jornadas, y se rompió un brazo.
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A partir del análisis de los bronces, esculturas en piedra y decoraciones de las cerámicas a que nos hemos referido en apartados anteriores podemos decir que hoy nos es bastante bien conocido el traje utilizado por los iberos, aunque debemos pensar que no era uniforme, debido a las variantes regionales; no obstante en muchos casos es difícil descubrirlo por la falta de representaciones gráficas en relación precisamente con la ausencia de hallazgos de las manifestaciones artísticas anteriormente analizadas (zona turdetana y zona catalana sobre todo). A ello debemos añadir otro problema no menor y es que a menudo las representaciones son figuras de divinidades que probablemente no llevaran el traje cotidiano de los hombres y mujeres ibéricos. Los tejidos utilizados en su confección eran la lana y el lino, habiendo distinguido E. Llobregat en La Albufereta diversos tipos de tejidos, entre los que destacan unos tejidos gruesos de contextura como de lanilla actual y lienzos finos similares al hilo posiblemente para fabricar la ropa interior. Para los colores, si tenemos que hacer caso de la pintura de las estatuas, se utilizaba el rojo púrpura para los mantos masculinos y el azul cobalto y la combinación de varios colores en las mujeres. Para Presedo es probable que el ajedrezado que aparece en algunos mantos como el de la Dama de Baza se deba a que están realizados con fibras previamente teñidas. Hasta el presente las aportaciones de Nicolini son las más completas a la hora de analizar estos extremos, por lo que es una obra de utilización obligatoria para quien quiera acercarse con mayor profundidad al tema. Las damas ibéricas que conocemos por la arqueología llevan unos vestidos y tocados ricos y barrocos, en los que predomina la acumulación de joyas. Cuatro son los elementos a analizar dentro de la estética de las mujeres iberas: el tocado, el traje, los adornos y el calzado. El tocado de la cabeza de las damas iberas es muy complicado, como puede verse por la de Elche o la menos compleja de Baza. También los bronces ofrecen una gran variedad de tipos, aunque con menos complicación que las Damas. Las iberas usaban diademas y mitras, altas o bajas, que, aun pudiendo ser un producto autóctono, estarían inspiradas en modelos greco-orientales. Velo, manto y túnica son los tres elementos del traje femenino ibero. El velo a veces se confunde con el manto, aunque el triangular que cubre la parte posterior de la cabeza y llega hasta los hombros es inconfundible. Hay, además, un velo propio de las "sacerdotisas" que va sobre la mitra y llega hasta los muslos. El manto es la prenda que envuelve toda la figura llegando hasta los pies, que aparece sobre todo en las estatuas de piedra. Nicolini ha distinguido hasta cuatro tipos de túnica, traje de mangas cortas que cubre toda la figura hasta los tobillos, atendiendo a la forma de terminar la prenda. Aunque tienen parecidos con prendas similares de la cuenca del Mediterráneo, su origen parece local. Hay, además, toda una serie de adornos que servían para realzar la belleza de las mujeres iberas, destacando entre ellos los variados collares de las grandes Damas (Elche, Baza y El Cerro de los Santos) y los también abundantes de los bronces y terracotas. También son frecuentes los cinturones, pendientes, brazaletes y pulseras. Por la Dama de Baza podemos deducir que el calzado de estas grandes damas consistía en unos escarpines que parecen de cuero, pintados en su totalidad de color rojo. Tanto en el caso de las mujeres corno en el de los hombres debía usarse también calzado de esparto, tan típico de la zona. También tenemos suficiente información arqueológica para conocer el traje utilizado por los hombres. Se compone de manto o capa, con distintas variedades, túnicas, largas y cortas, adornos y calzado. Los mantos se hacen de una pieza y se sujetan normalmente con una fíbula anular al hombro derecho, dejando casi siempre libre el izquierdo. Nicolini ha descubierto abundantes variedades de este manto (sin vuelta, de vuelta corta, con una punta en la espalda, etc. ). Las túnicas son la prenda que lleva normalmente el ibero debajo del manto, aunque, a veces, se trate de otro tipo de prendas. También entre los hombres hay una serie de adornos, que aparecen sobre todo en los bronces: cordones cruzados sobre el pecho, cinturones que ciñen el vestido al cuerpo y sujetan las armas, que aparecen abundantemente en todas las excavaciones de necrópolis ibéricas. El calzado de los hombres lo tenemos en las pinturas de los vasos de Liria, donde aparecen jinetes calzados con zapatos de media caña. Otras veces aparecen como botos abiertos. Tanto unos como otros debían estar hechos en cuero, aunque los menos ricos usarían, como en el caso de las mujeres, alpargatas de esparto.