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"Yo voy a morir aquí..." , escribió a su esposa en una desengañada carta más tarde difundida profusamente por la radio japonesa oficial el general del Cuerpo de Ejército Tadamichi Kuribayashi, un hombre frío, severo y enérgico, a los pocos días de ser nombrado comandante de la guarnición de la isla-fortaleza de Iwo Jima, en el archipiélago de las Volcano (Kazan). Kuribayashi, que procedía de la caballería, había hecho su carrera en China y alcanzó su máximo grado al ser destinado a la I División de la Guardia Imperial, la célebre "División Konoye", encargada directamente de la escolta y defensa próxima del Emperador. Este puesto, culminación de su carrera, fue precisamente ocasión del sino que le llevó, en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, a Iwo Jima, isla que dependía de la Prefectura de Tokio y a la que siempre eran destinados hombres de la guarnición de la capital. Iwo Jima o Iuoshima, también llamada Sulphur (Azufre), es una minúscula isla del archipiélago de las Volcano, parte meridional del archipiélago de las Bonin que los japoneses llaman Ogasawara. Está situada a mitad de distancia entre Tokio y las Marianas, antiguas islas españolas vendidas a Alemania en 1899 (sus nativos conservan aún apellidos castellanos), donde los norteamericanos habían ya ocupado al asalto Guam (que les pertenecía desde 1898), Tinián y Saipán. Iwo Jima se halla a algo más de un millar de kilómetros de cada uno de esos dos puntos: exactamente a 1.220 Km al sur de Tokio. Una excelente base posible para los bombarderos B-29, las célebres "Superfortalezas volantes", que incendiaban noche tras noche con bombas de fósforo Tokio y las principales ciudades japonesas y, sobre todo, para los cazas de radio de acción medio Mustang P-51, que podrían, partiendo de ella, acompañarlos y protegerlos durante sus mortíferas incursiones al corazón mismo del Japón. Iwo Jima merece bien el nombre de Sulphur que tiene en las cartas marinas españolas. Es una isla desolada de aproximadamente siete por cinco kilómetros en su parte más ancha. Una extensión de apenas 2.000 hectáreas de arenal volcánico, negras cenizas y rocas sulfurosas que se estrechan hacia el sur hasta sólo tener 2.500 metros de anchura y que termina, en esa dirección, en un monte de silueta muy redondeada y aplanada por la erosión, pero de laderas aún abruptas, de 180 m de altitud: el volcán extinguido Suribachi. Una isla "sin agua y sin pájaros", pero llena de emanaciones peligrosas y de fumarolas mefíticas que dificultaron considerablemente los trabajos de fortificación emprendidos por Kuribayashi, Inmediatamente al norte de Suribachi, extremidad meridional de la isla, se extendía cara al este la playa de Futatsun, de un poco más de tres kilómetros de longitud, único punto de Iwo Jima accesible desde el mar y situado en el paraje más estrecho y bajo de la isla. Y en su único llano. Detrás de la playa estaba precisamente la principal instalación aérea de la isla, el aeródromo de Tidori. Más al norte, arrancando de este terreno bajo y llano en su espolón brusco, se alza la meseta de Motoyama, de altitud algo superior a la del Suribachi, pero de relieve muy diverso. En el borde meridional de esa meseta atormentada estaba el segundo terreno de aviación japonés, de construcción muy reciente, en el que se hallaban los radares que preveían al Japón metropolitano de la inminente y temida llegada de los B-29 de las Marianas. En el extremo norte, la meseta de Motoyama terminaba en el cabo Kitano, un dédalo de colinas salvajes, cavernas y rocas volcánicas que acababan abruptamente en el mar.
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La fuerte personalidad artística de Corrado Giaquinto hizo que sus modos de pintar tuvieran desde su llegada a España bastantes seguidores, fundamentalmente entre los jóvenes pintores y alumnos de la Academia de San Fernando en la década de 1750 y primeros años de la de 1760. Una ola de giaquintismo inundó la pintura española que se hacía en el entorno de la Corte y de la Academia, y repercutió también, aunque con menor intensidad, en algunos focos pictóricos provinciales. La marcha de Giaquinto de España en 1762 y la llegada de Mengs el año anterior supondría un giro en la orientación estética, primero hacia un mayor eclecticismo y, a partir de la década de 1770, hacia un decidido clasicismo que abocaría a un neoclasicismo pictórico a finales de la centuria. De todos modos, durante el reinado de Carlos III la sensibilidad rococó todavía se mantuvo con cierta fuerza, si bien en muchos de esos jóvenes pintores, que comenzaron a destacar por entonces, unos modos más clasícistas fueron controlando la espontánea fogosidad de pincelada y el alegre y chispeante cromatismo de su formación rococó. Mengs acabó por vencer a Giaquinto, pero sin eliminarlo del todo. Los dos discípulos españoles que se habían formado con él en Roma, Antonio González Velázquez y José del Castillo, fueron dos de sus más directos seguidores y difusores de su estilo pictórico. A ellos se agregarían, por línea directa o indirecta, Luis y Alejandro González Velázquez, Juan Ramírez de Arellano, y, durante su etapa juvenil, Francisco Bayeu o Mariano Salvador Maella; hasta los más jóvenes Ramón Bayeu o Goya recibieron sugestiones de Giaquinto. El madrileño Antonio González Velázquez (1723-1794) fue el primer gran decorador español que incorporó las formas del rococó romano-napolitano, adaptándolas al ambiente español. A su formación con Giaquinto en Roma y su regreso en 1752 a España para pintar en El Pilar de Zaragoza ya nos referimos con anterioridad. A comienzos de 1754, tras haber resuelto con brillantez el encargo zaragozano, llega a Madrid, donde su maestro Giaquinto pronto le introducirá en el ambiente de la corte. El maestro de Molfetta resalta la habilidad de González Velázquez en un informe solicitado por don Baltasar de Elgueta, pero también señala que sería sin comparación mayor, si se detiene en los trabajos y pierde la viveza y prontitud con que los ejecuta. Desde 1755 trabaja para encargos de Palacio, alcanzando el puesto de Pintor de Cámara en 1757, y en 1765 los honores de Director de Pintura de la Academia de San Fernando, plaza que no se haría efectiva hasta 1785 por no haber vacante. Ciertamente, un artista que prometía llegar muy lejos se quedó estéticamente anclado y, muy posiblemente, subestimado y marginado por Mengs. Su principal labor fue la de fresquista. Con la ayuda de sus hermanos Luis y Alejandro, pintó al fresco en varias iglesias de Madrid: la bóveda de la iglesia de las Descalzas Reales; la cúpula de la iglesia de las Salesas (hacia 1757-58), ésta según modelos de Giaquinto; la cúpula de Santa Isabel y una bóveda en la iglesia de Santa Ana. En general, estos conjuntos resultan más efectistas que brillantes, con desigual calidad debido a las otras manos, las de sus hermanos, que colaboraron. De su intervención decorativa en el Palacio Real destaca el fresco del antiguo Cuarto de la Reina (hoy Comedor de Gala), donde representó a Cristóbal Colón ante los Reyes Católicos después del Descubrimiento de América (hacia 1763-65); en este techo se aprecia cómo el giaquintismo se ha contenido, con un dibujo más acusado y unas formas más acabadas. De entre su producción de caballete merecen destacarse el lienzo de Aristóteles y Alejandro (hacia 1754-55), de colección particular madrileña, en el que no se aparta de Giaquinto, ni en formas ni en frialdad tornasolada de sus colores, y los cuadros alegóricos gemelos: Alegoría de la Orden de Carlos III y Alegoría de ta Orden de Toisón de Oro del Museo Cerralbo de Madrid, ambas de la década de 1770, en las que queda de manifiesto que no se olvidó de sus referentes estéticos giaquintescos. En los últimos años de su vida apenas debió pintar. Su hermano mayor, Luis González Velázquez (1715-1763), se formó en Madrid en el ambiente de los decoradores italianos de quadraturas como Bonavia y Rusca, que decoraban los palacios de La Granja y Aranjuez. Desde muy joven, Luis, junto con su hermano Alejandro, realizó decoraciones religiosas, dentro de un ilusionismo tardobarroco de impronta hispano-italiana, en iglesias de Madrid (Santa Teresa, San Marcos) y Toledo. También se dedicó a la pintura efímera, siendo uno de los pintores encargados de las decoraciones del teatro del Buen Retiro, y cultivó con soltura el retrato, como se advierte en los retratos de miembros de la familia Gonzalo recientemente localizados en Valgañón (La Rioja). A la llegada de Giaquinto y de su hermano Antonio a España colaboró estrechamente con ambos, adscribiéndose a la nueva estética rococó. En 1752 se le hizo académico de mérito de San Fernando, con un cuadro que conserva la Academia, Mercurio y Argos, en el que sobre unas formas de corrección académica aparece una ligereza de toques en la investigación que anuncian su apertura a la nueva estética, y en 1754 fue nombrado Teniente-director de Pintura de la misma. En 1758 Fernando VI le nombraría Pintor de Cámara. Bajo la dirección de Giaquinto y siguiendo modelos suyos pintó los frescos del techo de la nave de iglesia de las Salesas Reales (hacia 1757-8), ayudando a su hermano Antonio en la cúpula; también en el techo de la antecámara del entonces Cuarto de la Reina, en el Palacio de Oriente. Poco antes de su muerte, hacia 1762, pintaría uno de sus mejores conjuntos, los frescos de la iglesia del convento de San Hermenegildo de Madrid (actual parroquia de San José). Su estilo, de figuras y gestos gradilocuentes y paleta brillante, deudor de Giaquinto y de su hermano Antonio, hacen de Luis González Velázquez uno de los destacados decoradores españoles de mediados de siglo. Su pintura religiosa de altar y de caballete de esos años sigue fielmente el dictado de Giaquinto, como se aprecia en su Santa María Magdalena de Pazzi (1757), del antiguo convento de San Hermenegildo. Alejandro González Velázquez (1719-1772), hermano de los anteriores, arquitecto y pintor, colaboró con su hermano Luis en sus encargos murales y después con Antonio, especializándose en los trabajos de perspectiva y decoraciones ornamentales. También trabajó como pintor de escenografías para las óperas que se representaban en el Palacio del Buen Retiro. Fue Teniente-director de Arquitectura (1752), de Pintura (1761) y director de Perspectiva (1766) de la Academia de San Fernando. Entre su producción en solitario destacan los frescos de la iglesia de las Bernardas de Madrid. El otro gran discípulo de Giaquinto fue el madrileño, de ascendencia aragonesa, José del Castillo (1737-1793), artista que merece un mayor reconocimiento del que hasta el presente ha tenido. Alumno del pintor aragonés José Romeo en la Preparatoria, pasó en 1751 a Roma, becado por el ministro Carvajal, para formarse con Giaquinto. Con él regresó a España en 1753 y, tras ganar el primer premio de primera clase en pintura en 1756, ganó en 1758 una pensión real para volver a Roma a continuar su perfeccionamiento en la Academia del Campidoglio y en la Romana. Para entonces su estilo de pintar ya estaba transido de giaquintismo y de gracia rococó, que el estudio de los clasicistas barrocos no suplantaría. A su regreso a España en 1764, su maestro Giaquinto ya había regresado a Nápoles y el ambiente artístico de la Corte comenzaba a cambiar con la presencia de Mengs. Este le colocó en la Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara como cartonista, donde ejecutó más de un centenar. No llegó a alcanzar los honores artísticos que se merecía, pues sólo en 1785 sería elegido Académico de Mérito de San Fernando, y en 1788 recibiría los honores de Teniente-director de Pintura, pero sin el cargo, que se le adjudicó a Gregorio Ferro, por ser más antiguo. Por más que lo solicitó no se le nombró Pintor de Cámara, a pesar de la ingente y brillante labor que había realizado como cartonista. Como pintor religioso hay que destacar su excelente lienzo San Agustín y los menesterosos (hacia 1770) del Real Convento de la Encarnación de Madrid, de barroca composición y bellos cromatismos; y el Abrazo de san Francisco y santo Domingo (1781) para el concurso de San Francisco El Grande, en el que Castillo se mueve en un evidente eclecticismo, percibiéndose el ideal mengsiano en el rompimento celestial y en las bellas tipologías angélicas, sin que por ello quede ahogada la emotividad y gracia rococó que subyace en el cuadro. En el ambiente de giaquintismo de la década de 1750 se mueve el aragonés Juan Ramírez de Arellano (1725-1782), discípulo primero de José Luzán en Zaragoza y después seguidor de Giaquinto en Madrid. En 1753, su versión de la Elección de don Pelayo por Rey de España, a la que no se le pudo conceder el primer premio de primera clase de pintura por haber llegado fuera de plazo desde Zaragoza, mereció los elogios de la Junta de la Academia, que deseosa de recompensarle, tras los ejercicios correspondientes, le nombraría en enero de 1754 Académico Supernumerario. A raíz de este éxito se quedó en Madrid, pintando bajo la dirección de Giaquinto, cuyas maneras de pintar imitó con soltura. Así lo comprobamos en su Santa Ana, la Virgen y el Niño (hacia 1755) del Museo Romántico de Madrid, cuyo boceto, conservado en el Prado, tiene toda la esponjosa factura, de trazos cortos y empastados, y dulzura de colorido aprendidos del maestro. Lamentablemente, la brillante carrera-profesional que prometía no cuajó, porque en vez de dedicarse a pintar se dedicó a la música. Pintores más jóvenes, que luego entrarían en la órbita de Mengs, también se movieron dentro del giaquintismo durante su formación, e incluso durante su madurez su clasicismo no dejaría de mostrar destellos nunca olvidados de la savia nutricia de Giaquinto. Es el caso del valenciano Mariano Salvador Maella (1739-1817), que casaría con una hija de Antonio González Velázquez. Sus Inmaculadas aún presentan algo de gracia y de colorido rococó. También en los primeros frescos de La diosa Palas como vencedora de los vicios (1769), en el despacho de Ayudantes de El Pardo, o la Justicia y la Paz del hall (1769) de dicho palacio, la huella de Giaquinto está presente. Lo mismo se aprecia en el fresco de la Adoración del Nombre de Dios (1781) en la capilla Palafox de la catedral de El Burgo de Osma (Soria). Algo semejante se podría decir del joven Francisco Bayeu, o del joven Goya. Al margen del ambiente creado por Giaquinto, pero también dentro de una estética rococó, se mueven dos pintores franceses, llegados en momentos distintos. El primero, Charles-Joseph Flipart (1721-1797), pintor y grabador que había llegado a España en 1748 acompañando a su maestro Jacopo Amigoni. Fue pintor de cámara en 1753 y encargado del taller de piedras duras de la Real Fábrica del Buen Retiro. Entre su corta producción pictórica hay que destacar algunas de las sobrepuertas con alegorías (1752) de la Sala de la Conversación (hoy Comedor de Gala) del Palacio Real de Aranjuez, y el lienzo de altar representando La rendición de Sevilla a san Fernando (hacia 1756) en la iglesia de las Salesas Reales de Madrid, y en ellas se muestra como un seguidor de Amigoni. El otro pintor francés fue Charles-François de la Traverse (hacia 1726/30-1787), que llegó a Madrid acompañando al embajador de Francia, marqués de Ossun. Al parecer había sido discípulo de Boucher y había residido en Roma como pensionado. Ocupado en asuntos diplomáticos, no pudo conseguir encargos en Palacio, pero hizo pequeños cuadros de gabinete, especialmente paisajes, para sus amigos. Fue maestro de Luis Paret y Alcázar.
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Europa era un mundo y América otro. La guerra dañó tan profundamente a los europeos que las heridas tardaron mucho en cicatrizar y durante años los costurones y las cicatrices, los cuerpos mutilados, reducidos a casi nada, se dejaron ver en el arte europeo. Los artistas -cada uno a su modo- deshacen las figuras, machacan los cuerpos, los descuartizan. Eso es lo que hacen Giacometti, Bacon, Dubuffet, Fautrier, Richter, Millares...Giacometti quita y quita materia a sus esculturas hasta reducir el cuerpo humano al filamento mínimo imprescindible para poder soportar la existencia. Bacon hiere y descuartiza los cuerpos que pinta, dejándolos convertidos en muñones sanguinolentos, encerrados en espacios opresivos, de cárcel o de manicomio. Fautrier, que pintó sus Rehenes durante la guerra para no volverse loco con los gritos de los asesinados, desfigura a sus figuras sobre el barro, reduciéndolos a un estado de desnudez informe. Dubuffet, un bruto, aplasta a sus damas abriéndolas en canal, como los bueyes de Rembrandt, Soutine o Bacon y dejándolas planas, con la superficie maltratada también por la punta del pincel. Saura fabrica monstruos; en sus pinceles -en sus brochas- incluso las mujeres más hermosas se convierten en engendros horribles de mirar. Millares arranca y desgarra los sudarios de las momias en que se han convertido aquellos que, en otro tiempo y bajo otras circunstancias, fueron seres humanos.Pero no les basta con destruir el cuerpo; quieren acabar con cualquier idea de Belleza, Desnudo, Armonía, Forma..., todo lo que lleve mayúsculas. Rechazan los medios tradicionales del arte: la pintura al óleo no es bastante expresiva para sus necesidades y recurren a materiales poco apropiados hasta entonces para el trabajo artístico, como los yesos, las colas, los sacos, etc. "Vale con barro -escribía Dubuffet- barro de un solo color, si se trata simplemente de pintar". En ocasiones ni siquiera pintan con el pincel, lo utilizan para arañar superficies espesas, matéricas, que han creado previamente con esos nuevos materiales y en las que dibujan arañando.No se puede hablar de una escena uniforme europea después de la Segunda Guerra Mundial, pero sí se pueden ver muchos puntos de contacto entre lo que se hace en unos países y otros -muchos aires de familia- y bastantes notas comunes.Por un lado el equivalente al expresionismo abstracto americano es en Europa informalismo, un término acuñado por el crítico Michel Tapié en 1951 para su exposición Signifiants de I'informel, celebrada en París y que tiene vida a lo largo de los años cincuenta. Una práctica romántica, de introspección, ensimismamiento e incomunicación. Pero, al mismo tiempo, y en muchos casos los mismos artistas, sin abandonar técnicas propias del informalismo o cercanas a él, llevan a cabo una recuperación de la figura, planteando una nueva imagen del hombre. Precisamente así, Nuevas Imágenes del Hombre, se tituló otra exposición celebrada en Nueva York el año 1959, que organizó Peter Selz. Y nuevas imágenes del hombre, y del mundo, eran las que fabricaban artistas europeos en pintura o en escultura: Giacometti, Dubuffet, Fautrier, Bacon, Millares, Saura, los miembros del grupo Cobra.No hay homogeneidad en el informalismo que sucede a la Segunda Guerra Mundial en Europa; lo único que comparten todos es la destrucción -o la tortura- de la forma, pero los caminos y los resultados son diferentes.La guerra marcó a sangre y a fuego a toda una generación de artistas. Desconcertados y desengañados de los frutos que había producido la cultura occidental, buscan salidas en el existencialismo, la doctrina filosófica de Sartre, según la cual la existencia del hombre precede a su esencia, y que impregna todas las manifestaciones artísticas y culturales en Europa por estos años. El teatro de Sartre y Genet, la novela de Camus, las canciones -y los trajes negros- de Juliette Greco constituyen el ambiente en el que se desarrolla la vida en Europa. Por otra parte, ejerce una influencia importante la fenomenología de la percepción, de Merleau-Ponty (el libro con el mismo título se publica en Francia, en 1945, el año del "Calígula" de Camus), para quien la descripción de las cosas permite descubrir las estructuras trascendentales de la conciencia; Merleau-Ponty rechaza la dicotomía entre materia y espíritu y defiende el cuerpo como sujeto.La guerra había masacrado los principios más firmes y todos fueron testigos de horrores. El mundo se volvió un lugar que sólo inspiraba desconfianza y repulsa. Muchos pintores rechazaron también el modo de pintar que correspondía a ese mundo que dio lugar a la guerra: la pintura al óleo y la figura. Sin embargo, no se alejaron de la realidad. Por eso me parece muy acertado abordar el arte de estos años desde nuevas perspectivas que rebasan las etiquetas formalistas de los historiadores del arte, como acaba de hacer Frances Morris en la Tate Gallery de Londres con la exposición "Paris Post War. Art and Existentialism 1945-1955" -París Posguerra. Arte y existencialismo (1945-1955)-, donde por encima de criterios habituales, se descubre la relación profunda que existe entre artistas como Giacometti, Dubuffet, Wols, Gruber o Artaud.Casi todos ellos son, además de pintores o escultores de primera línea, escritores lúcidos: Michaux, Giacometti, Dubuffet, Millares... han escrito algunas de las páginas más importantes del arte de nuestro siglo.La lección que la guerra les enseñó a todos estos artistas -y la que nos transmiten en sus obras- es la fragilidad del ser humano, del cuerpo humano, la vulnerabilidad de una carne que ya no es chair (carne humana), sino viande (carne de carnicería, para cortar y comer). Esta es la fragilidad de Giacometti, de Fautrier, de Dubuffet, de Millares o de Bacon. Y la implicación del artista en la obra, la implicación -una vez más- del cuerpo. Las esculturas de Giacometti, de Fautrier o de Germaine Richier, guardan como parte propia la huella de las manos de los que las han esculpido, y han perdido el pulido de las primeras vanguardias. También la vuelta a los orígenes, causada por el desengaño de la cultura occidental y sus consecuencias: la guerra, el genocidio, la destrucción, la muerte; la vuelta a ser -y a trabajar- como primitivos de cualquier tipo. A trabajar como ellos y a ver el mundo como ellos lo veían; con los ojos de los niños (Cobra), de los hombres de las cavernas (Fautrier y sus desnudos hechos como los bisontes de Altamira, Giacometti en su cueva) o de los primitivos urbanos que hacen grafitti, pintadas callejeras (Dubuffet), incluso de los orientales (Michaux).
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Toulouse-Lautrec estaba muy interesado por representar en sus trabajos toda la "fauna nocturna" que habitaba en Montmartre. Esta es la razón por la que no quiso pasar por alto el flirteo entre un señor, inglés para más señas, con una de las numerosas prostitutas de lujo que había en París, mostrando así una escena cotidiana. Como modelo posó William Tom Warremer, actor y empresario teatral nacido en Lincoln que contaba en aquellos momentos unos 32 años de edad, aunque aquí ha sido envejecido por el artista para presentar un prototipo. Una de sus aficiones era la visita a los locales nocturnos para conquistar a las artistas de los cafés concierto, convirtiéndose en el modelo idóneo. Al tratarse del protagonista, el espectador contempla al inglés de frente, elegantemente vestido con su sombrero de copa, sus guantes de piel y su bastón. Tiende la mano a una joven que se sitúa de espaldas mientras una tercera figura mira la escena al fondo. Lautrec está interesado en contarnos todo lo que observa en su vida de crápula, como si se tratara de un cronista dotado de un afilado pincel. Henri utiliza un refinado dibujo aprendido en el taller de Bonnat y heredado de su admirado Degas, que siempre se antepone al color. Quizá por eso, Lautrec deja grandes zonas del cartón sin pintar como apreciamos en la figura de la izquierda donde encontramos el color del soporte. Tomando como base esta imagen realizará Henri una litografía y un estudio de la cabeza del inglés.
obra
Toulouse-Lautrec sintió una especial atracción hacia las litografías, realizando en varias ocasiones copias de cuadros que él consideraba atractivos para el público. Esas reproducciones se elaboraban en papel de buena calidad y se vendían a 20 francos la unidad, obteniendo un dinero extra y extendiendo así su pintura al gran público. De esta manera surgen litografías como ésta que contemplamos inspirada en una obra también titulada El inglés en el Moulin Rouge sin apenas ofrecer el pintor variaciones entre ambas. La novedad de este grabado la encontramos en la aplicación de tintas planas que recuerdan a la estampa japonesa mientras que la utilización de líneas sinuosas supone un adelanto al modernismo.
obra
Archivo fotográfico de la Fundación Rodríguez Acosta. Fotografía de Javier Algarra.
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El anarcosindicalismo había mantenido una posición ambigua en los meses que precedieron al 14 de abril, basculando entre el apoyo a la conspiración antimonárquica y el retraimiento de todo lo que pudiera significar compromiso político. Esta contradicción forzó a la CNT a mantenerse en una expectativa llena de reservas en las primeras semanas de vida de la República. El cambio de régimen colocaba, en realidad, a la Confederación en la tesitura de elegir entre la línea sindicalista que representaban Ángel Pestaña o Juan Peiró, y la anarquista, encarnada principalmente en la minúscula Federación Anarquista Ibérica (FAI), partidaria de una presión continua -"gimnasia revolucionaria", la llamaban algunos- que acelerase el proceso de revolución social. Los "faístas" defendían un modelo de revolución ruralizante y utópico, frente a las tendencias sindicalistas, que preconizaban una adecuación de los programas del movimiento libertario a las realidades de una sociedad en vías de industrialización. Los primeros aparecen como los máximos responsables de la exacerbación de los métodos de "acción directa", que buscaban en la conflictividad laboral y en la insurrección campesina -culminada en la creación de comunas libertarias- la quiebra del orden burgués y la consecución de una sociedad sin clases ni Estado. La oposición de los cenetistas a la República burguesa quedó patente desde el primer momento, y se manifestó a través de formas muy variadas, algunas claramente insurreccionales. Es cierto, sin embargo, que los dirigentes de la conjunción republicano-socialista no hicieron nada para incorporar a la CNT al inicial consenso en torno al régimen naciente, y que la promulgación de la legislación laboral preparada por los socialistas buscaba de forma manifiesta perjudicar a la Confederación. Pero también lo es que los partidarios del enfrentamiento frontal con la República dentro de la CNT aprovecharon esta legislación, y en especial el establecimiento de los Jurados Mixtos en las empresas -contrarios a la práctica de la acción directa y que les recordaban demasiado a los Comités Paritarios de la Dictadura- para incrementar la beligerancia contra el régimen y el enfrentamiento con la UGT, a la que acusaban de traición a la clase obrera. Las federaciones de mayoría anarquista de la CNT se lanzaron enseguida a una movilización social que buscaba impedir la consolidación de la República parlamentaria. Tal fue el caso del oscuro complot del aeródromo de Tablada (Sevilla), de junio de 1931, en el que el aviador militar Ramón Franco y un grupo de suboficiales del Ejército y de anarquistas sevillanos fueron acusados de preparar un levantamiento para el día de las elecciones a Cortes. El 6 de julio, la CNT se embarcaba en su primer gran conflicto sindical al poner en marcha una huelga nacional de empleados de la Compañía Telefónica. Convocada en un ámbito laboral donde la Confederación no era especialmente fuerte, la huelga, resueltamente combatida por el Gobierno, derivó en sabotajes y violencias y dio lugar a sangrientos incidentes en Sevilla, incluida la muerte de treinta personas y el cañoneo del local donde se reunía la dirección de los huelguistas. Condujo además a la CNT a un enfrentamiento abierto con los militantes ugetistas, que actuaron para romper la huelga. Tampoco tuvo mayor éxito la huelga del ramo de la metalurgia de Barcelona, iniciada el 4 de agosto, que movilizó a 42.000 trabajadores. Mientras, en el campo, el proletariado anarquista comenzaba a movilizarse, mediante huelgas y ocupaciones de fincas, en demanda de una reforma agraria que les entregase tierra de forma inmediata. Esta política de huelgas condenadas de antemano al fracaso, y el creciente peso del anarquismo violento en el movimiento libertario eran contemplados con enorme preocupación por los sectores sindicalistas de la CNT. A finales de agosto de 1931 se publicó en Barcelona el Manifiesto de los Treinta, firmado por Pestaña, Peiró, Progreso Alfarache, Juan López, y otros dirigentes sindicalistas, y en el que, junto a un durísimo ataque al Gobierno republicano, al que acusaban de lenidad en la aplicación de las reformas prometidas, criticaban la inutilidad de los procedimientos violentos y la falta de realismo y el elitismo revolucionario de los faístas, en términos que preludiaban la ruptura. Pese a estos avisos, la radicalización de las bases durante la primavera y el verano de 1931 terminó desembocando en una espiral de violencia alentada por la FAI. El sindicalismo "treintista", mayoritario en la CNT al instaurarse la República, perdía terreno ante el sector faísta, favorecido por el impacto de la crisis económica y el incremento de la conflictividad social. Tras las breves huelgas generales convocadas en varias ciudades durante el otoño de 1931, a finales de año concluye lo que A. Bar denomina "política de tanteo frente al fenómeno republicano" y se inicia una etapa plenamente ofensiva, un período insurreccional cuya primera acción es el levantamiento armado de la cuenca del Alto Llobregat, en Cataluña. Acuciados por sus penosas condiciones laborales, el 18 de enero de 1932, mineros y obreros textiles se hicieron con el control de sus centros de trabajo y se adueñaron de Figols, Berga, Cardona y otras poblaciones, donde proclamaron el comunismo libertario. El Gobierno reaccionó con extraordinaria energía y envió unidades del Ejército al mando del general Batet, que restablecieron el orden. En la segunda mitad de 1932, las luchas entre faístas y treintistas se reprodujeron con gran virulencia. A partir del mes de julio, el proceso de expulsión de militantes y de sindicatos enteros se incrementó, sobre todo en Cataluña, Levante y Asturias, confirmando el predominio de los anarquistas. La aprobación de la Ley de Asociaciones Profesionales de Patronos y Obreros, preparada por el equipo socialista del Ministerio de Trabajo, implicó la automarginación de la CNT -ya con más de un millón de afiliados- de la representación sindical en los organismos oficiales de negociación y mediación laboral. La nueva Ley, junto con la de Defensa de la República, contribuyó a alejar aún más al anarcosindicalismo de las tácticas legales de reivindicación obrera. El 8 de enero de 1933, la FAI hizo un llamamiento a la insurrección general, que provocó graves incidentes en Cataluña, Aragón, Levante y Andalucía, expeditivamente reprimidos por las fuerzas gubernativas, que causaron numerosos muertos. Los sucesos más graves ocurrieron en la aldea gaditana de Casas Viejas, donde los guardias de Asalto provocaron una matanza entre los peones agrícolas que, tras proclamar el comunismo libertario, les habían hecho frente. Los policías incendiaron la choza de un campesino, apodado Seisdedos, causando la muerte a varios labriegos que se habían refugiado en ella -y a un guardia que habían tomado como rehén- y luego asesinaron sobre el terreno a catorce detenidos. Gracias a las informaciones de la Prensa, la opinión pública pudo tener conocimiento de lo ocurrido y el asunto tomó estado parlamentario el 1 de febrero con la interpelación de un diputado radicalsocialista. La matanza, de la que era responsable político el director general de Seguridad, pero a la que era ajeno el Gobierno, fue instrumentalizada por la oposición para enfrentar a la coalición gobernante con su electorado. Acusado de complicidad en una represión desmedida -circuló la falsa noticia de una orden de Azaña a los guardias: "ni heridos, ni prisioneros, tiros a la barriga"- el Gabinete pudo superar la investigación de una Comisión parlamentaria y dos mociones de confianza en las Cortes, pero ello no impidió que se viera salpicado por un escándalo que, a medio plazo, le sería enormemente perjudicial. La insurrección de enero de 1933 tuvo, por otra parte, el efecto de acelerar la ruptura entre las fracciones del anarcosindicalismo. Ese mismo mes, los treintistas pusieron en marcha la Federación Sindicalista Libertaria, que se constituyó formalmente el 25 de febrero, con Pestaña como secretario provisional. La Federación mantuvo la adhesión a los principios del sindicalismo revolucionario, pero en su seno resaltaban ahora más las diferencias entre los sindicalistas posibilistas de Pestaña y los anarcosindicalistas de Peiró, quienes no rechazaban el mantener relaciones con la FAI fuera del marco estrictamente sindical.
contexto
Así, durante el primer siglo del arcaísmo, en Atenas crecía la actividad marítima, puesta de relieve principalmente por la existencia de la cerámica exportada. Ello facilitaba los contactos, al menos por parte de algunos sectores de la población, con otras ciudades y centros panhelénicos de donde, junto con las ganancias, procedían también los impulsos paralelos que podían favorecer los intentos de cambio. Es el caso de Cilón, que muy probablemente hacia el año 632 llevó a cabo un intento de instaurar la tiranía en Atenas. Según Tucídides, era vencedor en alguna prueba olímpica, como hombre de origen noble y poderoso dentro de la ciudad. Está, pues, encuadrado en la aristocracia que ejercía su poder a través de los mecanismos que permitía la ciudad del momento y que, a través de su participación en los juegos de Olimpia, obtenía un prestigio dentro de la ciudad que podía proporcionarle el manejo de los mecanismos de control. Además, se había casado con la hija de Teágenes, el tirano de Mégara, con lo que no sólo define su encuadramiento como miembro de la parte de la aristocracia tendente a rivalizar por el poder, aunque para ello hubiera que romper las solidaridades de la clase y apoyarse en fuerzas equivalentes del exterior, sino que, al mismo tiempo, adquiere esos apoyos a través de las solidaridades panhelénicas heredadas de los métodos heroicos de la aristocracia, en que la hospitalidad entre familias podía llegar a estar por encima de los enfrentamientos bélicos. Cilón se apoyaría en Teágenes y en sus propios amigos del interior de Atenas. Sus métodos son, pues, los de la aristocracia, aunque hubiera de controlar grupos marginales para luchar frente a otros de la misma clase. Cilón consultó al oráculo de Delfos, institución que, como la Olimpiada, representa el panhelenismo aristocrático y con la que, en sus primeros momentos, los tiranos sostienen relaciones normales hasta que se vio que los intereses generales de la aristocracia iban por otro camino. La Pitia le aconsejó que ocupara la Acrópolis de Atenas el día de la fiesta mayor de Zeus. Cilón, en su calidad de vencedor olímpico, interpretó que se trataba de las Olimpiadas, fecha en que pudieron acudir de los campos a oponerse a sus intentos, y los nueve arcontes organizaron el asedio que acabó con la huida de Cilón y la muerte de algunos de sus colaboradores, a pesar de haberse refugiado en lugar sagrado. Ello fue motivo de que los Alcmeónidas, que habían organizado la represión, tuvieran sobre sí la mancha del sacrilegio, recordada cada cierto tiempo como arma contra el genos o contra Atenas, pero también de que adquirieran fama de ser los adalides de la oposición a la tiranía. Dicen que Cilón tenía que haber elegido la fecha en que se celebraban las Diasias, la mayor fiesta de Zeus en Atenas, dedicada a Zeus Miliquio, a quien se hacían ofrendas no sangrientas y en el campo, porque de este modo los atenienses se habrían encontrado fuera de la ciudad. Al margen de las rivalidades gentilicias y de las implicaciones panhelénicas, también el campesinado ático desempeñó un papel al oponerse a un intento que posiblemente se apoyaba en las novedades que se producían dentro de la población urbana, sin que el campesinado pudiera percibir las ventajas.
obra
El intercambio de princesas formaba parte de la serie encargada por María de Medicis a Rubens para la decoración del Palacio del Luxemburgo en París. Se trata de una representación alegórica del doble matrimonio entre la infanta Ana de Austria con Luis XIII de Francia y su hermana Isabel de Borbón con el futuro Felipe IV de España. Las dos princesas, con sus dos manos entrelazadas, se encuentran entre las personificaciones de Francia -en cuya vestimenta podemos apreciar la decoración de la flor de lis- y España -reconocible por el león de su casco-. Ana, que a la edad de catorce años es la mayor de las dos princesas, parece volverse a España mientras que la personificación de Francia la coge de su brazo. El dios del río local -el intercambio de princesas tuvo lugar en una barca en el río Bidasoa, la frontera entre España y Francia- aparece en el primer plano, acompañado de una ninfa acuática, que ofrece collares de coral a las princesas, y de un tritón. En el cielo, un círculo de amorcillos rodean una figura en una aureola de luz. Esta figura porta una diadema de hojas de maíz y vierte el contenido dorado de una cornucopia sobre las dos princesas. En su mano izquierda lleva el caduceo, emblema de la paz, con la que pueden ser posibles los beneficios que ella ofrece. Se trata de la figura que simboliza la Felicidad de la Edad de Oro, que llegaría para los dos países cuando finalice la Guerra de los Treinta Años.La Boda de María de Medicis y el rey Enrique IV, el Encuentro de María de Medicis y Enrique IV y La felicidad de la Regencia de María de Medicis también forman parte de la serie.