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Ya desde principios del año 1923 fueron muy frecuentes los rumores acerca de la posibilidad de que se produjera un golpe militar, sobre todo en la prensa. Se comenzaba a apelar de una manera clara a una solución de tipo autoritario desde muy diversos sectores políticos. Sin duda, el general Valeriano Weyler fue un firme candidato al ejercicio de un régimen dictatorial, aunque luego sin embargo resultaría uno de los escasísimos defensores del régimen constitucional cuando éste estaba en peligro. También el general Aguilera jugó un papel semejante, y además tuvo el apoyo de algunos elementos intelectuales procedentes de la izquierda; pero un sonoro incidente con el político conservador Sánchez Guerra arruinó sus posibilidades, que por otra parte eran bastante limitadas, ya que carecía de la suficiente habilidad e inteligencia para ese propósito. Mientras que la prensa diaria especulaba con la posibilidad de una dictadura, quizá el Rey pudo tener la tentación de una solución autoritaria temporal. En realidad, aunque Alfonso XIII tuvo la tendencia a intervenir con una cierta insistencia en asuntos de política partidista, sin embargo no se vislumbraban tendencias dictatoriales en el monarca, fundamentalmente porque él mismo sabía muy bien lo que se hubiera puesto en juego en caso de que hubiera sido así. En realidad, la situación del régimen parlamentario español era tan grave, que durante el verano del año 1923 el Rey pensó en la posibilidad de nombrar un gobierno militar del Ejército como corporación y que además fuera aceptado por los políticos; esto sería tan sólo un paréntesis para luego volver otra vez a la normalidad constitucional. Incluso Alfonso XIII consultó su proyecto al hijo de Antonio Maura, pero éste aconsejó al monarca que no tomara ninguna iniciativa. Existía también un clima de agitación entre los elementos militares debido a los sucesos de Marruecos y, además, la situación del orden público era grave, sobre todo en la ciudad de Barcelona, en donde se habían producido algunos atentados de diversa procedencia y había tenido lugar una huelga de transportes. La falta de reacción del Gobierno para enfrentarse a estos sucesos era una clara muestra de las limitaciones que tenía el Gobierno de la Concentración Liberal en el poder. Además, en las últimas semanas el Gabinete se había dividido acerca del tema de Marruecos y todo ello vino a agravar aún más la situación; sin duda, el del norte de África era uno de los problemas más agudos que tenía la España de entonces. En los momentos iniciales, después de producirse el golpe de Estado del 13 de septiembre, tan sólo dos o tres ministros, entre ellos Manuel Portela Valladares, se opusieron al mismo. El Presidente del Gobierno, Manuel García Prieto, declaró que el golpe de Estado le liberaba de unas enojosas tareas gubernamentales y Santiago Alba, una de las principales figuras del gabinete, presentó su dimisión. Incluso futuros dirigentes del régimen republicano que se instaurará en 1931 también mostraron su asentimiento ante el golpe de Estado: así lo hizo el futuro presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora. Incluso Manuel Azaña, que nunca estuvo de acuerdo con el régimen de la Dictadura, reconocía que éste había sido bien recibido por el país que estaba "presidido por la impotencia y la imbecilidad". También los intelectuales que leían y colaboraban en el diario El Sol mostraron una actitud de benévola expectativa y se puede afirmar que, desde luego, en un primer momento, no hubo una oposición a Primo de Rivera. La opinión pública respondió al golpe de Estado con un entusiasmo que sólo es comparable al que dos años más tarde mostraría con el advenimiento del régimen republicano. El golpe de Estado no propugnaba la permanencia indefinida del Ejército en el poder, sino que éste debería ser entregado a personalidades civiles que se hubiesen mantenido al margen de la política, buscando con ello la marginación de los llamados políticos profesionales. El general Primo de Rivera hizo público un manifiesto en el que enunciaba su programa sin aportar en él unas soluciones concretas, pero que sí era concordante con la mentalidad regeneracionista del momento. Una sus primeras afirmaciones consistió en advertir que él no tenía experiencia de gobierno y sus medios eran tan sencillos como ingenuos. "La clase política -decía Primo de Rivera- tenía incluso secuestrada la voluntad real y ahora los militares, que habían sido el único aunque débil freno de la corrupción, acabando con sus propias rebeldías mansas, iban a imponer un régimen nuevo". El Dictador se mostraba convencido de que quienes "tuvieran la masculinidad completamente caracterizada" estarían con él. Resulta sorprendente que en su momento esta declaración no mereció críticas ni tan siquiera causó asombro. Primo de Rivera se trasladó desde Barcelona a Madrid dispuesto a formar un Directorio militar bajo su exclusiva presidencia, pero el rey Alfonso XIII le hizo jurar como Ministro único y así, en apariencia, mantenía la normalidad constitucional. El propio general reconoció que "el Rey fue el primer sorprendido (por el golpe) y esto ¿quién mejor que yo puede saberlo?". Los días inmediatamente posteriores al golpe de Estado fue bien perceptible en la prensa madrileña una clara popularidad de Primo de Rivera, excepto en la de tendencia republicana que mostraba ciertas reticencias. De una manera inmediata ningún político que hubiera sido sustituido por la dictadura condenó el nuevo régimen. Los socialistas aparecieron en situación de expectativa frente al golpe y tampoco mostraron su apoyo hacia la clase política que había sido desplazada. En cuanto al resto del movimiento obrero, los comunistas por entonces tenían una fuerza muy escasa y también los anarquistas que, a causa del terrorismo, habían destruido la suya. Al principio entre el mundo intelectual, que con el paso del tiempo se convertiría en la más clara oposición al régimen primorriverista, los opositores fueron pocos, tan sólo Miguel de Unamuno, Manuel Azaña y Ramón Pérez de Ayala se mostraron de forma inequívoca en contra del Dictador. A la vista de la situación descrita cabe pensar que si el rey Alfonso XIII se hubiera opuesto al golpe de Estado del 13 de septiembre hubiera puesto su trono en peligro.
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En la madrugada del 3 de enero de 1874, una vez derrotado el Gobierno Castelar, el general Pavía disolvió por la fuerza la Asamblea. Apenas hubo resistencia al golpe, salvo en contadas localidades. La trascendencia del golpe merece una descripción más detallada del ambiente en que se desarrolló. La sesión parlamentaria del 2 de enero se inició con un discurso de Castelar sobre, su gestión al frente del ejecutivo. El lado positivo que destacó se centró en el restablecimiento del orden público; el lado negativo lo concretó en las dificultades de la guerra carlista: "Nuestra situación, grave bajo varios aspectos, ha mejorado bajo otros. La fuerza pública ha recobrado su disciplina y subordinación. Los motines diarios han cesado por completo... Es necesario cerrar para siempre, definitivamente, así la era de los motines populares, como la era de los pronunciamientos militares... La guerra carlista se ha agravado de una manera terrible. Las provincias Vascongadas y Navarra se hallan poseídas casi por los carlistas... Por la provincia de Burgos amenazan constantemente al corazón de Castilla y por la Rioja pasan el Ebro como acariciando nuestras más feraces comarcas". Suspendida la sesión a las siete de la tarde, se reemprendió a las once con el discurso respuesta de Salmerón, contrario a Castelar. A las cinco de la madrugada del día 3 comenzó a votarse la moción de confianza: por 110 votos contra 101 salió derrotado el Gobierno Castelar. Fue el momento elegido por el general Pavía para iniciar el movimiento de tropas hacia el palacio de las Cortes en la carrera de San Jerónimo: dos compañías de la guardia civil, dos de infantería y una batería de montaña. A las siete de la mañana las Cortes principiaron la elección del nuevo poder ejecutivo de la República, entre los dos candidatos: Emilio Castelar o el republicano intransigente Eduardo Palanca. El escrutinio quedó interrumpido cuando el presidente de la Cámara, Salmerón, anunció: "Señores diputados, hace pocos minutos que he recibido un recado u orden del capitán general (creo que debe ser el ex-capitán general de Madrid), por medio de dos ayudantes, para decir que se desalojase el salón en un término perentorio". Como primera respuesta algunos diputados plantearon conceder un voto de confianza al derrotado Gobierno Castelar, intento rechazado por éste. Otros diputados propusieron un decreto con la inmediata destitución del general Pavía. Propuesta irrealizable porque los guardias civiles ya entraban en el hemiciclo. A partir de ahí la confusión y los gritos testimoniales, recogidos puntual y escrupulosamente, en el Diario de Sesiones: "Un señor diputado: ¡Ha entrado la fuerza armada en el salón! (Penetra en el salón la fuerza armada.) Varios señores diputados: ¡Soldados, viva la República Federal! ¡Viva la Asamblea soberana! (Otros señores diputados apostrofan a los soldados, que se repliegan a la galería y allí se oyen algunos disparos, quedando la sesión terminada en el acto)". Eran las siete y media de la mañana. La ocupación militar de los puntos neurálgicos de la ciudad de Madrid completó el golpe. En palabras del protagonista de La Primera República, de Pérez Galdós: "Cansado de correr en tonto por las calles, donde no veía más que tropas fríamente alineadas e inactivas, sin ver asomar por ninguna parte la cara iracunda del pueblo; asqueado del indigno suceso histórico que llegó al brutal consummatum sin dignidad por la parte ofendida ni arrogancia por parte de los asesinos de la República, me fui a mi casa con la esperanza de que un sueño profundo ahogara mi desaliento tristísimo y dulcificase mi amargura ...Pero mis nervios se opusieron fieramente a que yo durmiera...En las calles no advertí el menor síntoma de inquietud ni emoción y todo el mundo en las ocupaciones habituales de cada día". Mientras tanto, se reunían para decidir el futuro los notables de los partidos políticos: el general Serrano, el almirante Topete, los generales José y Manuel Gutiérrez de la Concha, Manuel Becerra, Cánovas del Castillo, Beranger, Elduayen, Cristino Martos, Rivero y Montero Ríos.
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Pocas horas después del desembarco norteamericano, mientras la guarnición japonesa de Guadalcanal reunía sus dispersas unidades y los marines cavaban trincheras y desembarcaban cientos de toneladas de material bélico y víveres, el vicealmirante Guinichi Mikawa reunió una pequeña flota, compuesta por los cruceros pesados Chokai (buque insignia), Aoba, Furutaka, Kako y Kinugasa; los cruceros ligeros Tenryu y Yubari y el destructor Yunagi. La misión de Mikawa era aniquilar la flota aliada de desembarco, fundamentalmente sus transportes, a fin de aislar a las tropas desembarcadas e impedir su aprovisionamiento. Durante su arriesgado viaje hasta Guadalcanal, la flota japonesa tuvo una gran suerte, puesto que no fue atacada e incluso consiguió que las localizaciones de que fue objeto resultaran imprecisas. Mikawa cambió varias veces de rumbo, tras ser localizado por dos aviones, haciendo que los informes aliados resultaran poco fiables. Así, treinta y seis horas después de su partida, Mikawa enfilaba con la proa de su buque la entrada del estrecho que separa las islas de Guadalcanal y Florida, una abertura de unas 30 millas partida en dos por un islote montañoso y cubierto de vegetación, por cuyo nombre, Savo, se recordaría la batalla que iba a comenzar. Los aliados no habían descuidado la vigilancia de ese estrecho, punto casi obligado de paso japonés hacia Guadalcanal, pero una serie de circunstancias les pondrían en situación claramente desventajosa. Por su lado, el contraalmirante Fletcher comunicó a las fuerzas de desembarco que iba a alejar sus portaaviones de aquellas aguas, en vista de la elevada actividad aérea de los japoneses, que ese segundo día de desembarco se habían empleado a fondo, derribando 10 aparatos norteamericanos, averiando un destructor e incendiando un transporte, a cambio de 17 aviones perdidos. La decisión de Fletcher puso en apuros al contraalmirante Turner, que decidió retirar sus transportes, indefensos sin cobertura aérea frente a los probables ataques aéreos japoneses del día siguiente. Tal medida ponía en problemas al general Vandergrift, que tenía en tierra firme poco más de la mitad de su aprovisionamiento. Todo esto motivó una reunión de los jefes aliados, al filo del anochecer, que trastocó el dispositivo adoptado en el estrecho. En esa zona contaban con seis cruceros pesados y seis destructores, una fuerza notablemente superior a la que conducía Mikawa. Los barcos aliados -en este caso se dirá aliados o norteamericanos, indistintamente, porque parte de la escuadra era australiana-, vigilaban el estrecho según este esquema: la boca sur, esto es, la comprendida entre el cabo Esperanza y Savo, estaba defendida por los cruceros pesados Camberra, Chicago y Australia (muy retrasado en el momento del ataque) y los destructores Bagley, Patterson, Blue y Talbot (estos dos últimos, por fuera del estrecho). La boca norte, entre Savo y Florida, estaba a cargo de los cruceros pesados Astoria, Quincy y Vincennes y de los destructores Helm y Wilson. A medianoche la escuadra japonesa avistó el islote de Savo y, minutos después un serviola del Chokai dio la alarma: barco a estribor. Se trataba del destructor Blue, que se acercaba rápidamente a la formación japonesa. Los barcos de Mikawa apuntaron sus piezas, pero, por si no habían sido descubiertos, viraron levemente a babor. Durante unos minutos, en los puentes de mando se contuvo la respiración. De pronto, el Blue viró en redondo y se perdió en la oscuridad de la noche. Increíblemente, ni sus equipos de radar ni sus serviolas habían localizado a la escuadra japonesa. Minutos después, los serviolas japoneses detectaron otro barco norteamericano, el Talbot, que afortunadamente para Mikawa se alejaba de la flota japonesa, que ya penetraba en la bahía de Guadalcanal protegida por el islote de Savo. A lo lejos, los japoneses podían contemplar los resplandores del mercante norteamericano incendiado por los ataques aéreos del día. En esa posición, Mikawa ordenó al destructor Yunagi que abandonase la formación y persiguiera a los dos destructores norteamericanos antes avistados. En ese momento, los vigías vuelven a dar la alarma: ¡barco a babor.! Estaba de suerte: se trababa del destructor Jarvis, alcanzado por los ataques japoneses de la mañana y que, con la maquinaria intacta, se dirigía a Australia. Bastante tenía el destructor con sus propios problemas como para cuidarse de la presencia japonesa, que después de todo sería nefasta para él, como se verá más adelante. Apenas se había difuminado la silueta del destructor cuando los serviolas volvieron a señalar barcos enemigos; apenas se habían apagado sus voces cuando dos hidroaviones, lanzados al aire por Mikawa horas antes, iluminaron la escena en el punto y momento convenido. Ante la escuadra japonesa se dibujaron con claridad las oscuras moles de los cruceros aliados. En ese momento los japoneses, a 8.000 metros de distancia, lanzaron 17 torpedos contra los buques enemigos. Estos mantenían su rumbo, completamente ajenos a la tragedia que se cernía sobre ellos. Siete minutos después, dos torpedos hicieron explosión contra el Canberra, instante en que todos los cruceros japoneses abrieron fuego con toda su artillería sobre el desgraciado buque que recibió 24 granadas en menos de un minuto y se convirtió todo él en una antorcha. Entretanto, el Chicago, que detectó las estelas de los torpedos que le buscaban, pudo sortearlos y en estas maniobras alcanzó a ver al destructor Yunagi, que había encendido un proyector mientras se alejaba para facilitar aún más la puntería de los cruceros. El Chicago disparó contra el Yunagi y salió en su persecución, confundiéndolo con el grueso de la flota japonesa; en ese momento recibió un torpedo que le destrozó la proa. Bode, comandante del buque, agobiado por las críticas que despertó su error de apreciación, se suicidaría más tarde, aunque poco hubiera podido ya hacer en aquel combate tras haber sido alcanzado. Mikawa, que sobrevivió a la guerra, declaró en numerosas ocasiones que en aquel momento le hubiera tocado cargar contra los barcos de transporte, pero que realmente no tuvo elección: al dirigirse su flota al noreste para atacar al Canberra, sus vigías avistaron a los cruceros norteamericanos que patrullaban el paso del norte de Savo. Efectivamente, debe ser así, porque el segundo choque de la noche se produjo sólo diez minutos después del primero. Increíblemente, el almirante japonés aún logró sorprender a este segundo grupo, que observó de lejos el combate y tocó a zafarrancho, pero que detectó a los japoneses como si vinieran de Guadalcanal y, por tanto, los supuso barcos propios. El colmo de la fortuna para Mikawa fue que, tras una orden de reducción de la velocidad, el Furutaka, para no abordar al buque que le precedía, metió la caña a babor y fue seguido por el Tenryu y el Yubari. De esta forma, los japoneses, formados en dos columnas, cogieron entre dos fuegos a los buques aliados. La confusión fue tal que algunos navíos norteamericanos -el Astoria, por ejemplo- ordenaron interrumpir el fuego de sus piezas por creer que estaba cañoneando con barcos propios y que el comandante del Vincennes, Capitán de navío Riefkohl, incómodo por los proyectores de los buques japoneses, les hizo señales para que los apagasen, creyendo que eran buques de su bandera. De nuevo, el combate fue rápido y demoledor para los aliados. Los buques japoneses les lanzaron 50 torpedos, de los que al menos seis hicieron blanco y, atenazados por el cañoneo que se les hacía por babor y estribor, apenas si pudieron ofrecer una resistencia eficaz. En algunos momentos el combate se desarrolló a menos de 4.000 metros, con lo que entraron en acción hasta las ametralladoras. Al mismo tiempo, en los tres buques se incendiaron los hidroaviones que transportaban, dificultando aún más la defensa y convirtiéndose en blancos perfectos, ya sin necesidad de proyectores. Los tres buques fueron tocados de muerte, pero la mayor tragedia le ocurrió al Quincy, que acribillado por la artillería japonesa y alcanzado por uno o dos torpedos zozobró el primero, quedando por unos minutos con la quilla al aire. En él murieron 370 hombres y resultaron heridos 186. Con los buques norteamericanos convertidos en teas y a punto de hundirse, Mikawa tenía una alternativa: regresar en busca de la presa que hasta allí le había conducido y aniquilarla o tratar de huir de Guadalcanal, olvidándose de los transportes, para que la luz del día no le sorprendiera en aquellas aguas, tremendamente peligrosas por la proximidad de los portaaviones (15). Mikawa no podía saber que los temidos navíos de Fletcher se alejaban desde hacía horas de Guadalcanal y, por otro lado, los informes del Cuartel General concedían escasa importancia al desembarco; por tanto, decidió regresar. Su decisión suscitaría bastantes críticas, pero militarmente su ataque a los transportes hubiera revestido escasa importancia, ya que, de cualquier otra forma, horas después partieron esos buques, dejando a los marines en situación bastante precaria, pues apenas sí se habían desembarcado la mitad de los suministros. Mikawa, pues, abandonó rápidamente aquellas aguas, con el bagaje de cuatro cruceros pesados hundidos, a costa sólo de algunas bajas y el gasto de munición, verdaderamente impresionante para menos de una hora de combate: 67 torpedos y cerca de dos mil proyectiles de 203, 140 y 127 mm. Por la mañana, los norteamericanos aún tendrían otra desgracia: el destructor Jarvis fue localizado por aviones enviados a proteger la retirada de Mikawa, que lo hundieron sin que hubiera ni un sólo superviviente. Pero Mikawa tampoco se fue de vacío: un submarino norteamericano localizó a su escuadra y hundió al crucero Kako. El balance de esta batalla fue netamente favorable a los japoneses: cuatro cruceros y un destructor, a cambio de un crucero; un centenar de bajas en sus tripulaciones contra dos mil de los aliados (1.270 muertos). Sin embargo, el combate de Savo no decidió nada (16). Las tropas en Guadalcanal, no habían sido ni atacadas ni aisladas. Los marines, aunque no muy sobrados de pertrechos, estaban ya bien afianzados en tierra, eran tres veces más numerosos que los japoneses e, incluso, disponían de muchas más armas, municiones y víveres que sus enemigos.
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Mientras iban llegando a un muelle del puerto de Sevilla, especialmente concebido para ese fin, las piedras importadas para la catedral, y también antes de que arribaran artesanos de otras zonas de Europa, en Sevilla también se pintaba. Los pintores que trabajaban para la catedral, hospitales y monasterios a fines del siglo XV y principios del XVI, casi todos se llamaban Sánchez. Es difícil precisar si esta coincidencia se debe a una relación familiar o a pura casualidad. Pese a lo castizo del apellido, todos ellos se inspiraban, casi exclusivamente, en grabados flamencos o alemanes importados, o en la tradición catalano-aragonesa, que por entonces adquiere máximo esplendor. Todos parecen buenos artesanos, cuidadosos con los detalles y, ocasionalmente, creadores de cierta entidad. A través de lo que queda de la obra de uno de ellos, Juan Sánchez de Castro, hay que reconocer que el artista estaba más capacitado técnicamente y más conectado con otras áreas artísticas que cualquiera de sus discípulos y colaboradores. Basta para asegurarlo la observación de la Virgen de la Gracia, de la sede catedralícia de Sevilla, que procede de la iglesia de San Julián. La tabla, muy mutilada y por tanto carente de su primitivo sentido conceptual, permite en su estado actual comprobar que su autor fue un artista fino, en posesión de una calidad virtuosa y conocedor de lo que se hacía en Italia varios años antes. Cierto aire véneto o romañolo nos remite a Carlo Crivelli o a la pintura ferraresa de años anteriores. Algunos de los que son considerados sus discípulos, muchos de ellos anónimos, desarrollaron una obra más aparatosa que innovadora. El retablo de la iglesia de Santa María de las Nieves, en Alanís de la Sierra, es de buena factura, rico en dorados y pobre de invención, donde se mezclan sabiamente composiciones extraídas de grabados flamencos, un poco antiguos para ese momento, e insinuaciones de pintores de finales del siglo XV italiano. Se piensa que pueda rastrearse más de una mano en la factura del bello retablo, cosa que parece lógica. Son talleres a la italiana los que realizan este tipo de retablo. En muy pocas ocasiones, dentro y fuera de Italia, piezas de esta envergadura son obra de una sola mano. Unicamente una obra, de excelente calidad, ha conseguido que un pintor anónimo se convierta en alguien personalizado. Se trata del llamado Maestro de Zafra, autor del magnífico San Miguel que, procedente del hospital de esa advocación y localidad, se encuentra en el Museo del Prado. La gran tabla, en excelente estado de conservación, es de un virtuosismo técnico cercano, sin ángeles rebeldes, convertidos en monstruos de imaginación próxima a El Bosco, se ven aplastados por la imponente presencia del santo que alza su espada con majestuosidad y sin aparente violencia. Iconográficamente es un tema clásico en el norte de Europa que dará sus mejores frutos desde Memling, pasando por El Bosco y posteriormente Pieter Brueghel El Viejo en su producción madura. También en el sur de España la devoción a san Miguel es muy profunda y se mantiene hoy en determinados ritos religiosos. Supongo que los tres arcángeles, Miguel, Gabriel y Rafael, en Andalucía tenían un significado que los acercaba a los ejércitos cristianos arrojando a los árabes de España. Ignoro por qué el cuarto arcángel, Uriel, no se incluye nunca en la iconografía expulsadora de los réprobos. Quizá se debe a que se trata de un ángel más ligado a las tradiciones orientales. La tabla que nos ocupa no me parece obra española y menos sevillana. Puede tratarse de algo importado de Flandes a fines del siglo XV. Pedro Sánchez (I y II) y Antón y Diego Sánchez siguen sin acierto la manera flamenca del Maestro de Zafra. Sólo Pedro Sánchez I consigue una bella pintura en el Entierro de Cristo, del Museo de Bellas Artes de Budapest. Se trata de una composición -firmada- muy compacta, a la manera de otras remotamente parecidas del joven Quentin Metsys. Pero la figura más relevante del tránsito de un siglo a otro y ya abiertamente renacentista es Alejo Fernández. Tratamos -no es un plural mayestático sino que considero al lector parte integrante de lo que se escribe- su faceta como retratista, que es breve pero intensa, en otro Cuaderno de esta misma serie (n.° 36). Conviene, no obstante, insistir en los datos y rasgos fundamentales de este artista, que sirve muy bien como vínculo entre la tradición tardogótica y las novedades renacentistas. Este Maestro Alexos, pintor alemán como figura en los documentos, es efectivamente alemán pese al casticismo de su apellido. Estaba ya en España -en Córdoba, concretamente- en 1496. Así tomó el apellido de su mujer, hija de un pintor de poca monta, Pedro Fernández, e inició una primera etapa de producción que estilísticamente se diferencia de la posterior sevillana. En términos generales parece un artista conocedor de la obra de otros flamencos y alemanes de fines del siglo XV, aunque también evidencia ciertos conocimientos de la última generación de los artistas italianos del mismo siglo, por más que éstos no fuesen directos. Casi todo el mundo coincide en que la etapa cordobesa y sevillana presentan diferencias sustanciales. Yo no lo veo así, como tampoco veo una insistente inspiración en las estampas de Martín Schongauer, que invadió con ellas media Europa. En muchos artistas españoles y extranjeros se advierte su influjo, pero también el de los grabados de Durero, asimismo de enorme difusión, pero ello no debe hacer suponer que casi todas las composiciones de los pintores peninsulares de la primera mitad del siglo XVI proceden de estas fuentes. Sin duda era más fácil que llegaran aquí las estampaciones nórdicas antes que las italianas, como las de Marcantonio Raimondi. Volviendo al caso de Alejo Fernández, no advierto una diferencia clara entre su etapa cordobesa y la sevillana, y tampoco una influencia clara de grabados venidos del norte o del sudeste. Su estilo me parece más la evolución natural de un artista de educación centroeuropea, que quizás pasase por el norte de Italia, y que se encuentra en España con una fuerte y retrógrada tradición gótica. Se insiste en el influjo umbro por sus arquitecturas abiertas a espacios paisajísticos y se suele poner como ejemplo más representativo el Triptico de la Cena de la basílica de El Pilar, de Zaragoza. La tabla central es una Santa Cena, donde se acentúan los efectos de perspectiva con la apoyatura de elementos arquitectónicos libremente albertianos. Al fondo hay un ábside, lo que sugiere la idea de una iglesia, pero a la izquierda se advierte un breve paisaje y un haz de luz que ponen en contacto con la naturaleza y entonces podría ser un nártex. En cualquier caso, la versión de Alejo está tan desvinculada de la literatura bíblica como las de los artistas italianos y nórdicos que tratan el mismo tema. Además no se separa a Judas; como es frecuente lleva el nimbo sagrado como los otros apóstoles y se hace así difícilmente identificable. Se insiste también en la mayor importancia dada al ser humano en detrimento de la escenografía en la etapa sevillana y tampoco lo advierto. Cierto es que la geometría arquitectónica cambia pero no porque deje de tener importancia, sino porque deja de ser axial para ser oblicua y abrirse a paisajes más amplios. Prueba de ello es El abrazo de la Puerta Dorada de la catedral de Sevilla, donde el pintor se asentó en torno a 1508 a demanda del cabildo catedralicio. Allí trabajaría al frente de un laborioso taller hasta su muerte en 1545, con lo que su obra abarca ampliamente todo el primer tercio del siglo XVI. En El abrazo, aunque se insista en que compositivamente se inspira en estampas de Schongauer, a mí me parece que presenta más influjo bruselés y de Amberes, todo ello mezclado con el gusto por el oro que marca la tradición gótica sevillana. Así lo declara el amplio paisaje sobre el que revolotea un ángel de evidente procedencia nórdica, y el soldado que a la izquierda porta el cordero, que recuerda a personajes similares de su contemporáneo Pieter Coecke van Aaelst, ampliamente difundido en España a través de tapices y grabados. En el Nacimiento de la Virgen, perteneciente a la misma serie, la mezcla de estímulos italianos y flamencos se hace más evidente. Rostros femeninos de claro influjo leonardesco probablemente adquirido a través de Quentin Metsys, el potente escorzo de la Santa Ana, que recuerda a Otto van der Goes, y hábiles efectos de luz, nos ponen ante un artista no por ecléctico menos habilidoso. Lo mismo ocurre con la Adoración de los Reyes, también de la misma serie, donde las ruinas de arquitecturas clásicas cobijan la escena, situada ante un paisaje de profundos horizontes. Hacia 1520 realiza el Retablo de la capilla del colegio de Santa María de Jesús, fundación del ya citado canónigo Santaella, comitente de la obra, que se halla in situ, pese a la desaparición del colegio. La estructura arquitectónica es todavía gótica, con una predela de seis tablas, con santos, santas, un Ecce Homo y un icono a la manera bizantina que debe ser un añadido posterior. En la calle central, bajo una Llegada del Espíritu Santo a buen tamaño, está una de las múltiples versiones de la Virgen de la Antigua, tradicionalmente vista con los ojos del gótico internacional italiano, pero enmarcada en este caso en una estructura arquitectónica de marcado carácter clásico, a cuyos lados se sitúan los padres de la Iglesia. En el cuerpo superior, San Pedro y San Pablo flanquean a los arcángeles Gabriel y Miguel en una composición no por arcaizante menos armoniosa. La Virgen de la Rosa, de la iglesia de Santa Ana, se encuentra firmada y ha de considerar por tanto como la base de cualquier eventual atribución a Alejo Fernández. Centra la composición la monumental figura ensimismada de María, ricamente vestida, flanqueada por cuatro ángeles que geometrizan una composición donde saltan a la vista dos pequeños paisajes a cada lado del dosel de fondo que, por su extrema delicadeza, tienen valor por sí mismos. Una personalidad tan laboriosa como la de Alejo Fernández no hubo por menos que provocar discipulaje y colaboraciones. Valdivieso advierte de estas últimas en la conocida Virgen de los Navegantes, de la Casa de Contratación, guardada hoy en el Alcázar. Ya fue tratada la pintura al hablar del retrato y comentada la singularidad iconográfica de la representación de navegantes y descubridores bajo el mando protector de la Virgen. Uno de los pocos colaboradores de Alejo que se conocen documentalmente es Pedro Fernández de Guadalupe, que trabajó junto a él en el Retablo de la Piedad de la catedral, donde es fácilmente detectable la diferencia de calidad entre una y otra mano. Si el San Pedro, también en la catedral, no es de Alejo Fernández como se supone -aunque hay un tema similar documentado, encargado al artista en 1528 para el antiguo Corral de los Olmos- podría ponerse en relación con Pedro Fernández de Guadalupe. Hay además una buena cantidad de artistas anónimos vinculados en mayor o menor medida a Alejo, como el llamado Maestro de Moguer, de temperamento crispado pero personal, autor del Retablo del Nacimiento del Museo de Bellas Artes de Sevilla, o el Maestro de la Mendicidad, autor del tríptico de la Virgen con san Miguel y san Bartolomé del mismo museo. La tabla central que representa a la Virgen entronizada tiene verdadero empaque, a la manera de las Madonas italianas de principios del siglo. Sólo una obra firmada nos desvela la personalidad de Cristóbal de Mayorga, pese a lo que no resulta fácil poner en relación con su estilo otras pinturas, excepto la que ostenta su firma: San Miguel y santa Lucía con donantes. Es pieza de gran prestancia donde se evidencia la monumentalidad de los dos santos frente a la ridiculez de las figurillas de los donantes. Está documentada su labor entre 1501 y 1541. La abundante documentación sobre Juan de Zamora, activo entre 1527 y 1578 va en proporción inversa a la de su obra conocida. Las atribuciones han de hacerse tomando como base los dos retablos que se conservan en la colegiata de Osuna, sobre todo el de la Vida de la Virgen, de pequeño formato y estructura gótica, con cinco tablas de buena factura donde lo flamenco y lo italiano se ven a través de la mirada de Alejo Fernández. Ello, unido a los no pocos y sorprendentes efectos lumínicos, hacen a este Juan de Zamora uno de los epígonos más cualificados del maestro alemán. Cristóbal de Morales y Andrés de Nadales son apenas nombres en un primer tercio de siglo dominado por Alejo Fernández, y las viejas atribuciones de Post basándose en sendas obras firmadas poco nos desvelan la personalidad de estos artistas.
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En el gótico alemán coexiste, durante esta primera etapa, una influencia francesa junto a la experimentación autóctona que es extraordinariamente ambigua. Aunque en el siglo XIII se utilizan bóvedas de crucería, la estructura sobre la que se sitúan sigue siendo románica. En realidad se trata de una superposición de tradiciones que se mantienen absolutamente impermeables entre sí.En Colonia, por el contrario, la opción es clara. Se adopta el modelo francés y se lleva a una de sus más brillantes y audaces materializaciones fuera de Francia.
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El Midi lleva a cabo sus propias experiencias arquitectónicas durante el gótico, ajenas totalmente a las que se han realizado en el norte. La catedral de Albi, comenzada hacia 1282 o la iglesia de los Jacobinos (Predicadores) de Toulouse, iniciada a partir de 1292, son los edificios más paradigmáticos de esta escuela, en la que su distancia respecto a modelos anteriores o coetáneos se manifiesta ya en la elección del material constructivo que confiere al acabado de los edificios un sello muy peculiar: el ladrillo.Sin embargo, los rasgos o en todo caso, aquellas particularidades que distinguen estas construcciones de las del norte, se hacen extensibles a la tipología y a las soluciones estructurales. Por ejemplo, Santa Cecilia de Albi es una fábrica de nave única con presbiterio poligonal y capillas alrededor de todo su perímetro, cubierta con bóveda. Frente a la compleja organización de los contrarrestos de las bóvedas que hallamos en el norte, los contrafuertes están integrados aquí en el muro. La consecución de una estructura diáfana parece no interesar espacialmente y las ventanas no son de dimensiones excesivas, con lo cual la sensación de robustez, especialmente desde el exterior, es muy acusada.En la iglesia de los Jacobinos de Toulouse, que se conserva junto con casi la práctica totalidad del convento, los planteamientos estructurales son distintos, pero el recurso al ladrillo condiciona el resultado final, sobre todo en lo que respecta al exterior. La iglesia, contra lo que se había considerado tradicionalmente, no es el resultado de un proceso de obra continuado. Sin embargo, no puede negarse a sus artífices el mérito de haber sabido dotarla de una gran unidad. Es de dos naves, separadas por pilares circulares, extraordinariamente esbeltos, en los que apoyan los nervios de las bóvedas cuatripartitas. En la zona inmediata a la capilla presbiterial, la cubierta se resuelve con una magnífica bóveda en forma de palmera, imprescindible para salvar el espacio poligonal.Plásticamente, tanto este recurso como el interior del edificio en líneas generales, posee una belleza extraordinaria. Las capillas, entre contrafuertes, se alinean alrededor de toda la iglesia y sobre ellas se sitúa una línea de grandes ventanales que propicia la iluminación óptima del mismo. En este sentido su luminosidad tiene poco que ver con la penumbra que preside muchos otros edificios levantados contemporáneamente en esta zona, además de Santa Cecilia de Albi. A pesar de que la solución adoptada en esta iglesia es magistral y no tiene parangón conocido, no acaba de funcionar como lugar de culto. Parece incluso inadecuada para el convento de una orden que fundaba su razón de ser en la predicación contra la herejía. La iglesia de los Jacobinos de Toulouse no puede encajar de ningún modo en el ambiente de los dominicos, de los que se ha dicho incluso que pudieron ayudar a difundir un modelo de iglesia de nave única que no presentaba impedimento visual alguno, y permitía por ello seguir cómodamente la prédica que se desarrollaba en el púlpito.
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Esta etapa tan brillante de la cultura occidental, sobre todo en la orfebrería, la pintura y la miniatura, se extiende desde finales de los años ochenta y alcanza diversamente y en algunos lugares hasta casi mediados del siglo XV, aunque en la mayor parte no sobrepasa el tercer decenio. En realidad, aunque sea pintura y miniatura donde mejor se ha definido, no es un estilo de perfiles nítidos. Obedece más que otra cosa a un cierto clima, que se respira en ámbitos cortesanos donde algunos de los grandes nobles o los reyes tienen un protagonismo importante, como patronos y promotores. Se trata de personas refinadas, con una sensibilidad que no siempre se ha dado, pero también con afición a un lujo que se pueden permitir debido a la pobreza sobre la que asientan su riqueza. Aunque gustan de lo exquisito, dan la misma importancia a lo exótico, raro o extravagante. En un tiempo en el que la moda, singularmente la masculina, alcanza unas cotas de fantasía, a veces incómoda, sin precedentes. Las fiestas se prodigan con gastos cuantiosos y en ellas se despliega la misma fantasía gratuita y vistosa. La curiosidad lo alcanza todo. Tanto se aprecia un suntuoso Libro de Horas, como un supuesto cuerno de unicornio. Se organizan colecciones donde se admiten hasta las primeras esculturas de madera de Africa Negra traídas por los viajeros que costean el continente.Este clima favorece un arte del color que utiliza éste con brillantez, buscando armonías llamativas o aun estridentes y agrias, si es necesario. El dibujo, y el diseño en general, es delicado y expresivo. Si es posible trazar una curva no se trazará una recta. La dinámica tensa generada muchas veces por ésta se prefiere a la rotundidad de la recta. La mancha tonal que domina la pintura se combina con la existencia de ritmos caligráficos retorcidos y extremadamente móviles. El volumen de los personajes que ocupan un espacio tridimensional se quiebran en busca de una especial expresividad. Se obtiene en contraste un clima en donde convive un mundo amable, alejado de la realidad, con un regusto por lo sangriento, lo truculento, lo cruel. Es un arte de la corte y para los cortesanos. Más que nunca se utiliza como objeto de disfrute visual.Esta dimensión es una de las más importantes. Se tiene la impresión de que nunca hasta entonces había interesado tanto la obra de arte, por el disfrute que proporciona, al margen de su función. Por ello es la época del libro de lujo destinado a uso personal, donde su carácter de devocionario se relativiza ante el hecho de ser algo bello que se hojea y se ve, tanto como se reza en él. No debe sorprender que se utilice como medio de evasión de una realidad que no siempre es satisfactoria. Wenceslao de Bohemia fue un emperador depuesto y un rey de escasa fortuna. En la última parte de su vida, se refugió en sus palacios huyendo de una situación caótica que no podía dominar. Sus actividades se conocen mal, pero incluyen la creación de un gabinete de curiosidades con especial atención a la astrología y la producción de libros de lujo muy ilustrados.Es de destacar, por tanto, la abundancia de manuscritos iluminados. No en todas partes sucedieron las cosas del mismo modo. La burguesa Florencia no fue insensible a esta corriente, pero no existía el tipo de público que encarga manuscritos de devoción lujosos, de modo que lo más destacado es la pintura sobre tabla. Igual sucede en Cataluña, donde la pobreza de la monarquía, pese a su gusto refinado, la incapacita para un patronazgo continuado con encargos a los miniaturistas.Antes se hablaba del interés de Carlos V como gran patrocinador de diversos asuntos culturales. En relación a él hay una obra muy especial, llamada Paramento de Narbona, por lo que es una gran tela pintada a la grisalla, y el lugar del que proviene, aunque hoy esté en el Louvre. Este tipo de telas llamadas "chapelles" eran más frecuentes de lo que pueda pensarse, en ceremonias de cuaresma. En el Paramento se hizo representar el rey, con su esposa Juana de Borbón, hacia 1370-1373, junto a cinco escenas de la Pasión. La firmeza del dibujo y un cierto volumen en las figuras parecen marcar una contracorriente en la pintura francesa. Definen una anónima personalidad que era pintor y miniaturista. En esta otra faceta, las "Muy Bellas Horas de Nuestra Señora" es importante. No prescinde de la monumentalidad, pero cede a una mayor ligereza que está en línea con lo que será el internacional. Otra corriente estaría representada por la Biblia de Juan de Vaudetar iluminada por Juan de Brujas para el mismo rey en 1371.Pero el internacional pleno vendrá un poco después. En pintura, Melchor Broederlam es un artista del que sentimos no conocer más que las alas del políptico tallado por Jacques Baerze, para Dijon. Los temas, Anunciación, Visitación, Presentación y Huida a Egipto. Cada dos se agrupan en una escena contrastada, interior-exterior. Las idealizadas imágenes de la Virgen o el ángel, son sustituidas por otras pesadas y burdas, así en el caso de José. Tanto las arquitecturas como el paisaje revelan a un pintor con grandes recursos. Mejor documentado y relacionado con París está Jean Malouel, procedente de los Países Bajos y tío de los hermanos Limbourg.
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En este período, el grabado gozó de una gran estima, siendo de destacar como rasgo importante el hecho de que en el aspecto técnico se abandonó la xilografía y en su lugar se empleó sobre todo el procedimiento del grabado en plancha de cobre.En la época de Enrique IV y Luis XIII destacaron dos grabadores, Bellange y Callot que, aunque cronológicamente son artistas del siglo XVII, estilísticamente aún están ligados a las formas manieristas.Jacques Bellange (1594-1638) es un artista de reciente descubrimiento, por lo que aún existen numerosas lagunas en su biografía. Su actividad estuvo ligada a la corte ducal de Lorena para la que trabajó como retratista y decorador en el palacio ducal, así como en las representaciones teatrales, en las que también ejerció como tramoyista.Su actividad como grabador se centra sobre todo en obras de tipo religioso y de género y se caracteriza por su relación con la última fase del manierismo italiano y flamenco merced a la presencia de figuras de proporciones alargadas y cabezas pequeñas sobre altos cuellos al estilo de las del Parmigianino.Jacques Callot (1592-1635) nació en Nancy, capital del ducado de Lorena. Siendo joven, acudió a Italia a realizar su formación, quedándose en Roma por algún tiempo y aprendiendo allí la técnica del grabado. Más importante fue, sin embargo, su estancia de diez años, los que van de 1611 a 1621, en Florencia, donde estuvo adscrito a la Corte del duque Cosimo II.Para éste hizo numerosas planchas en las que, con el lenguaje manierista que le caracteriza, plasmó muchas escenas de aquella corte tan particular, en la que se celebraban multitud de fiestas y que estaba dominada por una exquisita etiqueta.Entre algunas de las obras relacionadas con aquella sociedad cabe citar los tan conocidos grabados de Los dos bufones y el de Riulina y Metzetin, en los que el motivo principal es la actuación o ensayo de unos comediantes. Pero éstos a su vez están rodeados por una serie de personajes con actitudes hasta cierto punto también teatrales; estos, sin duda, son miembros de la Corte a los que la obligada y estricta etiqueta les llevaba a una constante actuación.La vuelta a Nancy tras la muerte del duque florentino no señaló un cambio inmediato en su temática, ya que entonces pasó a representar las fiestas y los actos sociales de la corte ducal lorenesa. Sin embargo, comenzó a interesarse por el tema del paisaje, lo que será importante en su posterior producción por el destacado papel que ejercerá en sus composiciones. Hará un tipo de paisaje naturalista cercano a los modelos manieristas de los Países Bajos, situando frecuentemente en un primer término y a un lado de la composición un árbol, con lo que así logra una primera idea de profundidad que refuerza con otros medios, como, por ejemplo, los juegos alternativos de luces y sombras o el tamaño de las figuras, representadas. Con la fama que había ido acumulando y su calidad en el tratamiento del tema del paisaje, en 1625 fue llamado a Bruselas por Isabel Clara Eugenia para que representara el tema del Sitio de Breda. Tras ello, el cardenal Richelieu le encargó los temas de las tomas de La Rochelle y de la isla de Ré, habiendo realizado también durante su estancia en París algunas vistas de la ciudad.En 1631 regresó de nuevo a Nancy, donde la situación se hizo sumamente difícil a causa del conflicto de la Guerra de los Treinta Años. Personalmente se debió sentir muy afectado por los horrores que toda guerra conlleva y que, aunque él ya los había vivido por los encargos anteriores, ahora los sufría en su propia tierra. La exteriorización de esta angustia la patentizó en una de sus obras más geniales, la serie de las Grandes miséres de la guerre que hizo en 1633, en la que técnica y compositivamente siguió sus obras anteriores, pero en la que la verdadera genialidad está en la sublime plasmación de los sentimientos y el dolor.Con un estilo más propio del siglo XVII aparece la figura de Abraham Bosse (1602-1676) que, tras comenzar su actividad como ilustrador de novelas y obras religiosas bajo la órbita del manierismo tardío, luego cambió y hacia 1630 empezó a manifestar un nuevo estilo en el que representa personajes con los rasgos de su época, bien en escenas de historias de la antigüedad y bíblicas, o bien en cuadros de género de aquel siglo XVII.Y es aquí donde se muestra gran parte del valor de la obra de Bosse, por cuanto nos ha legado un retrato muy fidedigno de una parte muy señalada de la sociedad francesa del siglo XVII, la alta burguesía relacionada en general con la noblesse de robe. Por otra parte, sus composiciones por lo general resultan un poco más pesadas que las de Callot, inclinándose con frecuencia hacia el tenebrismo.Finalmente, cabría citar también como grabador a Israël Silvestre (1621-1691), que sobresalió especialmente como paisajista.
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Al hablar del arte francés, ya se hizo notar el papel esencial que juegan los repertorios ornamentales en la difusión de la nueva decoración. La publicación del libro de Meissonnier fue responsable de la internacionalización del estilo casi en mayor medida que la presencia de artistas franceses en el extranjero.A comienzos del siglo XVIII Augsburgo se convierte en un activo centro de edición y sede fundamental para la circulación internacional de modelos de ornamentos grabados. Editores como Jeremias Wolf, muerto en 1724, se especializan en falsificar estampas extranjeras que exportan a toda Europa y América. En algunos países los ornamentistas franceses e incluso algunos tratados de arquitectura italianos son conocidos más que por las ediciones originales por las falsificaciones o traducciones alemanas.Igual que los primeros ornamentos del rococó francés fueron publicados por Huquier y Aveline, los sucesores de Wolf, como Merz, Engelbrecht, etc., continúan copiando estas estampas en sus talleres. Un arte originariamente intelectual y refinado se populariza en manos de los ornamentistas de Augsburgo en repertorios destinados a talleres de estuquistas y escultores en madera. De esta manera el ciclo iniciado por la creación intelectual y refinada de los decoradores parisinos desemboca en la imaginación popular, sirviendo a las exigencias económicas e ideológicas de un mecenazgo religioso que asegura una rápida difusión.Estas estampas invadieron Europa y tras una repercusión en la Península Ibérica se exportaron a América. De esta forma se hicieron bastante populares los grabados de los hermanos Joseph (1710-1768) y Jean Baptista Klauber (hacia 1712-1787), grabadores oficiales del obispo de Augsburgo.