Utilizó uno de los títulos de Gabriel Martínez Gros en su Ideología omeya, dedicado a los Anales de Isa b. Ahmad al-Razi, el primer auténtico historiador de la España musulmana a los ojos de Levi-Provençal. Hemos conservado de esta obra, que escribió el biógrafo de al-Hakam II en época del califa, largos extractos reproducidos por Ibn Hayyan en el siglo XI, traducidas por Emilio García Gómez bajo el título de Anales palatinos. Este texto voluminoso sólo corresponde a una parte de los anales del reino del segundo califa cordobés, al-Hakam II (961976), la correspondiente a los cinco años que iban del 360 al 364 (971-975). Relata los fastos del califato en su apogeo, justo antes de que los Amiríes se apoderaran del gobierno durante el reinado de Hisham II, hijo y sucesor de al-Hakam II. "La soberanía omeya se inmovilizó en el centro del espacio y del tiempo que ella había creado, por las armas y la escritura, a imagen de la tierra, inmóvil en el centro del Universo medieval" (Martínez Gros). La fórmula es afortunada pero también algo engañosa porque, bajo esta inmovilidad aparente, se presagiaban luchas por el poder, que muy pronto escapará de las manos de la dinastía. Sin embargo, acierta en reflejar la impresión de grandeza que daba el califato, tal como lo habían organizado los dos primeros califas, Abd al-Rahman III y su hijo al-Hakam, gracias al hieratismo de las ceremonias oficiales minuciosamente descritas. Tres temas acaparan de hecho estos Anales: las ceremonias que se desarrollaban en Madinat al-Zahra en torno al califa, los nombramientos y destituciones del personal gubernamental y administrativo, las relaciones diplomáticas y las campañas militares en la frontera cristiana por una parte y en el Magreb occidental por otra. En el lugar de honor figuran las interminables descripciones de fiestas, recepciones, revistas de tropas, que eran la ocasión de manifestar con brillo la majestuosidad y la potencia del califa a los ojos de sus súbditos y los visitantes extranjeros. La sede principal de todas estas manifestaciones era la ciudad palatina de Madinat al-Zahra, que Abd al-Rahman III mandó edificar en el año 936 y donde se trasladó con su gobierno y la corte desde antes del 945, fecha en la que organizó una fastuosa recepción registrada en las paredes de la nueva residencia que se siguió ampliando y embelleciendo a lo largo de los años. Las excavaciones y los trabajos que se han emprendido en la zona arqueológica permiten hacerse una idea muy precisa de lo que era esta nueva ciudad principesca, edificada a unos kilómetros al oeste de la capital, sobre las primeras colinas que limitan el valle del Guadalquivir en la orilla derecha. Los límites de la ciudad y las ondulaciones del terreno que señalan la presencia de edificios destruidos, hoy en día invisibles a ras de suelo, se ven claramente en las fotografías aéreas, mientras que la zona de los palacios está casi enteramente excavada. El plano es perfectamente geométrico, y corresponde a un amplio rectángulo cuyos lados sur, este y oeste son rectilíneos, mientras que el lado norte, que limita con las sinuosidades de las colinas circundantes, tiene trazos menos regulares. Los grandes lados del rectángulo miden 1.500 metros y los pequeños alrededor de 750 metros, lo que da una superficie total de más de 100 hectáreas. Nos haremos una idea de la importancia urbanística del conjunto comparando esta cifra con la superficie intramuros de las capitales provinciales de al-Andalus en su trazado de los siglos XI al XII: Toledo medía 80 hectáreas, Valencia, Málaga y Zaragoza entre 40 y 50. La única ciudad que rebasaba la dimensión de Madinat al-Zahra era Sevilla (250 hectáreas), en la época de su mayor extensión, cuando era, a su vez, una especie de capital andalusí del imperio almohade y en ella se volcaron todos los cuidados y las ampliaciones de los soberanos. En el siglo X, Madinat al-Zahra, que no era sino el Versalles de los califas omeyas, rebasaba en sus dimensiones todas las grandes urbes de provincias, mientras que, a su lado, se extendía la aglomeración cordobesa propiamente dicha que constituía, por sí sola, una inmensa capital. La parte palatina ocupaba una decena de hectáreas, lo que equivalía a las dimensiones de una importante urbe provincial como Lisboa, Guadix o Ronda. Se edificó en la parte más elevada del conjunto que se desarrolló en tres niveles. En el nivel inferior, que se extendía por el valle, se encontraba la ciudad y en el nivel intermedio las construcciones oficiales y jardines. La construcción de este gran complejo oficial costó enormes sumas y muchos medios, la tercera parte de los ingresos del Estado. En la zona de edificación, donde trabajaron diez mil albañiles, obreros para nivelar el suelo, mulateros, se transportaban cada día seis mil bloques de piedra tallada, además de las tejas y el morrillo. Tuvieron que traer de África más de cuatro mil columnas antiguas. Se utilizaron también grandes cantidades de mármol blanco, de la región de Málaga y de onyx veteado de las canteras de la sierra de Filabres, cerca de Almería. Hasta se mandó traer de Constantinopla y Siria un pilón y una fuente esculpidos con relieves que representaban figuras humanas. Se puede uno hacer una idea de la suntuosidad del conjunto por la gran cantidad de mármol y de los lujosos decorados en relieve que se han encontrado entre las ruinas, a pesar de que la zona sirvió de cantera durante un largo período de tiempo. Los inmensos palacios de Madinat al-Zahra son sólo el centro de la zona palatina de una enorme capital cuya importancia demográfica es muy difícil de precisar. Como para otras grandes megalópolis del mundo musulmán medieval, se han propuesto cifras contradictorias, desde algunas decenas de miles hasta cientos de miles. El único testimonio ocular de un observador extranjero que poseemos es el de Ibn Hawqal, que visitó Córdoba en la época de al-Hakam II y dijo que la ciudad tal vez no sea tan grande como una de las mitades de Bagdad, pero no está lejos de alcanzarlo, por poco que se desarrolle. Por tanto, con arrabales importantes, era una ciudad considerable, la única en el mundo musulmán comparable en su importancia con la capital abasí antes del crecimiento de El Cairo con los fatimíes. La superficie total urbanizada más o menos densamente la evalúa Levi-Provençal en unas 5.000 hectáreas, lo que significa que el conjunto edificado a final del siglo X, es decir tras la fundación de Madinat al-Zahra por al-Mansur, podía extenderse a lo largo de más de diez kilómetros. Este fenómeno urbano recuerda el enorme crecimiento del Bagdad abasí y tenía la misma naturaleza, aunque a menor escala. Más que Qairawan y anticipándose de alguna forma a El Cairo, Córdoba se puede considerar como una de las grandes megalópolis del Islam medieval, organizadas en torno a un califato, y concentrando una enorme cantidad de hombres, monedas, bienes muebles e inmuebles y de saber, que son algunos de los aspectos más específicos de la civilización islámica de los primeros siglos. En este marco se desarrollaron ceremonias cuidadosamente ordenadas para hacer resaltar la majestuosidad del soberano y su potencia. Cuando tuvo lugar la fiesta del rompimiento del ayuno que se celebró en julio del 973, por ejemplo, el Emir de los Creyentes se sentó en el trono, en el salón que daba sobre los jardines del palacio de al-Zahra (que los arqueólogos reconstituyeron con el nombre del Salón rico) para celebrar una recepción de mayor solemnidad, con una organización perfecta y un esplendor fulgurante. Una vez que se hubo dado la orden de entrar en el salón, entraron los hermanos del califa quienes, tras los saludos y las felicitaciones tradicionales, se sentaron a su lado; luego los visires se colocaron según su rango jerárquico y un jefe magrebí aliado a quien se quería rendir honores especiales. De pie y a los lados, estaban los sirvientes de origen servil como el gran halconero, el guardián de joyas, el jefe de correo y el encargado de los talleres de tejidos oficiales o tiraz, donde se fabricaban las prendas de lujo que el califa llevaba y ofrecía a los dignatarios y a los que quería agasajar. Luego y siempre según un orden protocolario estricto -cuyo importancia resalta Miquel Barceló en un artículo sobre el ceremonial de la corte- se situaban dos prefectos de la policía, seguidos por Yahya b. Idris, un príncipe idrisí del Magreb aliado y un jefe de la aristocracia árabe tuyibí de la frontera, Abd al-Rahman b. Hashim al-Tuyibí; luego los distintos funcionarios, los qurayshíes miembros de la tribu del soberano, los clientes omeyas de origen oriental y así sucesivamente hasta llegar a los cadíes de provincias, a los fuqaha', a los representantes de las tribus beréberes del Magreb aliadas y a los del yund tradicional, es decir, la aristocracia militar árabe y beréber andalusí. Se celebraban también festejos menos grandiosos con ocasión de la recepción de los embajadores extranjeros. Se ha conservado el relato pintoresco de la recepción que tuvo lugar para recibir al abad Juan de Gorze, enviado a Córdoba por el emperador germánico Otón I, a mediados del siglo X: "En el día fijado para la presentación, se desplegó todo un ceremonial capaz de traducir la pompa real. En todos los caminos que iban de la residencia de Juan hasta la ciudad, y de la ciudad hasta el palacio, los soldados formaban una valla (...) Moros con aspecto extraño, aterrador para los nuestros, los condujeron hasta el palacio, y sus increíbles ejercicios, que parecían de ensueño, levantaban una polvareda intensa a causa de la sequedad de la estación (...) Los dignatarios se adelantaron a su encuentro; desde el umbral del palacio, el suelo estaba recubierto por alfombras de alto precio. Finalmente, en la sala del trono, estaba el soberano; solitario como una divinidad inaccesible, recostado en un magnífico diván". En los Anales Palatinos se conserva el recuerdo de buen número de estos embajadores llegados principalmente de Marruecos y de los países cristianos. Así, en noviembre de 973, "se sentó el califa al-Mustansir bi-Llah en el trono, en el Alcazar de al-Zahra, para celebrar, con la mayor solemnidad y pompa, una audiencia a la que asistieron los visires y las jerarquías de funcionarios palatinos (...) Recibió primeramente a los Hasaníes Abd al-Rahman b. Muhammad b. Abi I-Aysh, Husayn b. Yahya b. Hasan b. Ibrahim y Hasan b. Guenun, con sus hombres. A continuación recibió a los jeques de la ciudad de al-Basra y a sus hombres (...) Por último, recibió a los embajadores de Elvira, tía paterna y tutora del tirano emir de Galicia (...)".
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En el Reino de Aragón es posible asistir al desarrollo de un proceso similar al portugués en el llamado Pleito del Lugarteniente o Virrey Extranjero que desembocará en las alteraciones aragonesas de 1591, en las que se entremezcla el célebre caso de Antonio Pérez y la Inquisición. También aquí con protestas iniciales por el nombramiento como virrey de Juan de Lanuza (1520-1535) en sustitución del arzobispo don Alonso de Aragón, que era hijo natural de Fernando el Católico, la pretensión real de poder designar a no naturales para ocuparse del virreinato fue considerada por la Diputación de Aragón un ataque a las libertades aragonesas. En su argumentación sale a relucir idéntica intención de convertir al "alter ego" del rey en un testigo del cumplimiento de los privilegios regnícolas. El resultado final será el conocido: la entrada del ejército real al mando de Alonso de Vargas en Aragón en 1591 y la ejecución en Zaragoza del Justicia Mayor Juan de Lanuza, el Joven, que se había puesto al frente de los que se oponían a la invasión. Sin embargo, aunque Felipe II acabase imponiéndose mediante el recurso a la fuerza, es importante recordar que el Pleito del Virrey Extranjero fue, en su origen, precisamente eso, un pleito abierto en la Corte del Justicia a instancia real en 1587 para que "por justicia se declare no molestarme por los fueros y leyes de ese reino restringida la facultad que como rey y señor natural de él me pertenece de poner por mi lugarteniente general la persona que me pareciere más a propósito". Se presentaba, pues, en principio como una disputa judicial sobre la interpretación de los fueros privativos, no sobre si Aragón tenía fueros o no. Sin embargo, en la España de los Austrias un conflicto jurisdiccional no era otra cosa que la más natural de las expresiones de un conflicto político, y en el Pleito aragonés una parte de las elites locales -con nobles tan importantes como el Duque de Villahermosa, Conde de Ribagorza- hizo suya la defensa de que no estaba entre las facultades del rey la de imponerle al reino un "alter ego" no natural. La colaboración entre el Rey Católico y las elites de Aragón para el gobierno en ausencia del reino se había demostrado imposible y sus términos habían ido deteriorándose desde mediados del siglo. Como encontramos en un juicio general que se hizo del gobierno de Felipe II poco antes de su muerte en 1598: "Al reino de Aragón le deja reformadas sus leyes con yugo de guarnición en Zaragoza y otras partes, habiendo degollado a los que perturbaban la paz pública y la buena administración de la justicia y ha incorporado en su Corona Real el Maestrazgo de Montesa y el Condado de Ribagorza". En las Cortes de Tarazona de 1592, inmediatamente después de las alteraciones, Felipe II no suprimió ni las instituciones privativas ni los fueros aragoneses, pero, en la práctica, creó un nuevo equilibrio entre rey y reino que, sin duda, le era mucho más favorable al Rey Católico que a los "meliores terrae" que, hasta entonces, habían hablado por el Reino de Aragón. Los sucesos aragoneses no invalidan el principio general de que la colaboración con las elites territoriales era clave para arbitrar el gobierno práctico de los reinos que constituían la Monarquía Hispánica. Pero, sin embargo, habrá que tenerlos muy presentes porque prueban la capacidad de la Corona para adelantar posiciones en la tradicional relación rey-reino, cosa que, por otra parte, vino intentando a lo largo de todo el siglo. La evolución política de la Monarquía Hispánica a lo largo del XVI tenderá a ir robusteciendo el poder monárquico, aunque sin romper el marco general de estructura particularista de reinos distintos y estados diferenciados. Podría decirse que la relación rey-reino sigue siendo dualista, pero que el papel real es cada vez más determinante mediante la redefinición de los términos que fijan su equilibrio con las elites territoriales y sociales. Por la Corona pasarán desde la fundación de mayorazgos o la posibilidad de hipotecar una parte de los bienes vinculados, que tan importantes resultan para las estrategias familiares, a la provisión de encomiendas y de oficios cortesanos, que vendrán a aliviar la crisis que atraviesan las haciendas nobiliarias, pasando por el efectivo reforzamiento de las oligarquías locales mediante el sistema seguido para la recaudación de servicios o la sanción de los estatutos de limpieza de sangre en algunos regimientos. En términos generales, conseguirá que sus intereses sean compartidos por las elites, cuyo futuro y fortuna dependen cada vez más del crédito que consiga mantener la Monarquía. Hay, y habrá, privilegios y señores, pero, paradójicamente, su preservación empezará a pasar por el incremento del poder regio.
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El relevo de Floridablanca y su sustitución por Aranda no era esperado y, como señala Richard Herr, cogió a los observadores coetáneos por sorpresa. El cambio no suponía sólo un giro en relación a Francia, sino el triunfo largamente esperado del partido aristocrático frente a los manteístas y la puesta en práctica de las ideas sobre la organización de la monarquía que el conde de Aranda había presentado en 1781 a Carlos IV cuando éste era Príncipe de Asturias. En Francia, los revolucionarios recibieron con alegría el ascenso del aristócrata aragonés, aunque en algunos casos, el júbilo y las expectativas creadas eran, o bien infundadas o bien claramente desproporcionadas, como la carta de felicitación que Condorcet remitió al conde, al que denominaba "defensor de la libertad contra la superstición y el despotismo". En las páginas del Diario de Aranda se comprueba que, antes de aceptar la Secretaría de Estado, el noble aragonés puso como condición al rey el fin de la Junta Suprema de Estado que su antecesor había creado en 1787 y su sustitución por un remozado Consejo de Estado. Aceptada la condición, ese fue el motivo por el que el 28 de febrero se dieron dos Reales Decretos: uno designaba a Aranda para la Secretaría de Estado; otro, restablecía el Consejo de Estado en sustitución de la Junta, con Aranda como decano. La simultaneidad de ambos decretos le convertía, de hecho, en primer ministro. El nuevo Consejo de Estado ofrecía algunas importantes novedades respecto al viejo Consejo, que durante el siglo XVIII no había tenido actividad alguna, arrastrando una existencia meramente nominal. Según Feliciano Barrios, todos los titulares de las Secretarías del Despacho -los verdaderos ministros-, pasaban automáticamente a ser miembros ordinarios del mismo; se instituía el cargo de decano; y se fijaba el palacio real como su sede para hacer más fácil la asistencia del rey a las sesiones, la primera de las cuales tuvo lugar el 10 de abril, y estuvo dedicada a la cuestión prioritaria para la monarquía: las relaciones con Francia y la situación europea. Aranda no introdujo ninguna remodelación en las Secretarías, y su gabinete estuvo compuesto por quienes habían colaborado hasta entonces con su antecesor al frente de la Secretaría de Estado, salvo la sustitución al poco tiempo de Porlier, titular de Gracia y Justicia, por Pedro de Acuña. El político aragonés dio pruebas de su disposición a relajar la presión inquisitorial, interviniendo personalmente en favor de Urquijo, perseguido por el Santo Oficio. Sin embargo, Floridablanca fue objeto de una lamentable persecución por quien había sido su contrincante político en los últimos quince años. Obligado a trasladarse a Murcia el mismo día en que le fue comunicado su cese, se dedicó a redactar un Testamento político, estudiado por Antonio Rumeu, donde reflexionaba sobre sus años de gobernante y los problemas que España tenía pendientes, pero en la madrugada del 11 de julio fue detenido en Hellín y trasladado preso a la ciudadela de Pamplona acusado de abuso de autoridad y de irregularidades en la administración de las obras del Canal Imperial de Aragón, permaneciendo en prisión hasta 1794, y siendo definitivamente rehabilitado en 1795. Con él cayeron en desgracia sus colaboradores más próximos: Mariano Colón de Larreátegui, superintendente general de la policía de Madrid; Pedro Antonio Burriel, gobernador de la Sala de Alcaldes de Casa y Corte; y Francisco Soria, cesado como fiscal del Consejo. Por el contrario, el Alcalde de Casa y Corte que llevó a cabo la detención de Floridablanca cuando éste se encontraba ya en su casa de Hellín, Domingo Codina, fue ascendido a Consejero de Castilla.
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En el mes de febrero de 1910, José Canalejas sustituyó a Moret en la jefatura del gobierno. Era un regeneracionista a la manera de Maura: si éste quería atraerse a la masa neutra, Canalejas había representado durante años la propaganda popular desde el liberalismo monárquico. Poseía dotes de mando y gracias a él por primera vez desde la Restauración los liberales encontraron un verdadero jefe. Como prueba de las esperanzas que despertó su nombramiento algunos intelectuales republicanos ingresaron en el partido liberal. Rápidamente supo imponerse en la jefatura de su partido e incluso los propios partidarios de Moret aceptaron su dirección aunque les pesara. En los círculos palatinos fue recibido con temor, recelosos por el tono izquierdista con que siempre se había expresado. Por otro lado, si Maura no había experimentado dificultades en su gestión hasta casi el final de su mandato, Canalejas tuvo frecuentes problemas relacionados sobre todo con el orden público. Pero supo hacerles frente con autoridad, lo que tranquilizó a las clases conservadoras. En ocasiones fueron simples conflictos laborales aunque a veces complicados por afectar a los servicios públicos como, por ejemplo, la huelga de ferroviarios del verano del año 1912, en la que Canalejas hubo de recurrir a su militarización. Otras veces fueron súbitas explosiones de violencia sin que tuvieran un propósito revolucionario concreto. La labor legislativa de Canalejas, comparada con la de Maura, resulta mucho más discreta pero también muy efectiva. Presentó un proyecto para sustituir el Impuesto de Consumos por uno progresivo sobre las rentas urbanas, que causó las iras de los medios acomodados. Para pedir su aprobación, Canalejas hubo de recurrir a la llamada a la disciplina y aun así 30 liberales votaron en contra. Otra medida popular fue la reforma de la ley de Reclutamiento, por la que en tiempo de guerra el enrolamiento sería obligatorio y en tiempo de paz, sin embargo, sólo duraría cinco meses si se procedía al pago de una suma de dinero. Hasta entonces existía la redención en metálico, que permitía eludir la obligación de incorporarse a filas a los jóvenes burgueses. Sin duda las dos grandes cuestiones del gobierno de José Canalejas fueron la de las mancomunidades provinciales y la religiosa. En diciembre de 1911 los catalanes le entregaron un proyecto de mancomunidades provinciales que suponía ciertas concesiones al regionalismo. En mayo de 1912 el gobierno presentó un proyecto menos amplio que éste pero que motivó las iras de centralistas y anticanalejistas. Hubo de recurrir el Presidente a uno de sus mejores discursos para lograr su apoyo y así consiguió que la medida fuera aprobada por el Congreso y estaba pendiente de su paso por el Senado cuando el jefe liberal fue asesinado. Con respecto a la cuestión religiosa, Canalejas consideraba que el atraso cultural del clero español se debía al concordato a través del cual se financiaba la Iglesia y, en consecuencia, pensaba que lo mejor era la separación entre la Iglesia y el Estado, a la que quería llegar a través de negociaciones. Roma no lo aceptó y las relaciones prácticamente se interrumpieron. En diciembre de 1910 se aprobó la Ley del Candado, que impedía durante dos años el establecimiento de nuevas órdenes religiosas sin autorización previa. Pero esta ley no tuvo eficacia al aceptarse una enmienda según la cual la ley perdería su vigencia si al término de esos dos años no se hubiera aprobado una nueva ley de Asociaciones y, aunque dicha ley fue presentada al Congreso en mayo del año siguiente, sin duda era un plazo demasiado corto para el parlamentarismo de la época. La labor de gobierno de Canalejas concluyó de manera trágica cuando fue asesinado el día 12 de noviembre de 1912 en la Puerta del Sol a manos de un anarquista que no pretendía acabar con él sino con el monarca. A pesar de lo corto de su obra, Canalejas fue una esperanza del que podía esperarse mucho más y, desde luego, el único gran gobernante del partido liberal durante todo el reinado de Alfonso XIII. Sus sucesores, el primero de los cuales fue el Conde de Romanones, estuvieron sin duda muy por debajo de su talla política.
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La historiografía antigua prosenatorial presenta una imagen deformada de Cómodo en la que se resaltan, entre otros elementos negativos, sus amistades con los gladiadores, su freno a la política fronteriza de Marco Aurelio y sus extravagancias religiosas. Ahora bien, cada día contamos con más datos que confirman la falsedad o deformación intencionada de la imagen del emperador en este tipo de relatos antiguos. Ciertamente, Cómodo solo tenía 19 años cuando se hizo cargo del poder imperial y fue asesinado al alcanzar la edad de 31 años. Pero no puede valorarse la obra de Cómodo como un simple resultado de su juventud, inexperiencia e inmadurez política. Hacía tiempo que el consejo privado imperial tenía un peso decisivo en toda la actividad política y administrativa. Y ese mismo consejo fue corresponsable en la elección de los prefectos del pretorio, brazo ejecutor principal de las decisiones colegiadas. El Senado de la época de Cómodo, compuesto mayoritariamente por orientales, debía mantener intereses encontrados con los de los caballeros. La elección de Perenne como prefecto del pretorio contribuyó a reforzar la posición de los caballeros en el gobierno. El incidente de la conjura para asesinar al emperador, en la que se encontraba implicada su propia hermana Lucilla, parece reflejar la decidida oposición senatorial a la política de apoyo a los caballeros. Descubierta la conjura (año 182), muchos senadores fueron condenados a muerte, hecho que determinó el odio irreconciliable entre el emperador y un amplio sector del Senado. Hasta el año 185, Perenne fue el auténtico hombre fuerte del gobierno. Su proyecto de encargar el mando de las legiones a caballeros provocó descontentos entre varios jefes militares y la acusación -probablemente falsa- de que pretendía hacerse con el gobierno. M. Aurelio Cleandro, el acusador de Perenne, fue su sucesor al frente del pretorio hasta el año 85 y el auténtico dirigente del Imperio. En ese marco de hegemonía de los caballeros, hay que entender la línea pacifista con la que se inicia y continúa el régimen de Cómodo. La guerra resultaba muy costosa y los beneficios de una hipotética victoria no muy grandes. Cómodo firmó la paz con los bárbaros danubianos, abriendo una nueva era de tranquilidad en las fronteras. Para las tradiciones orientales, no resultaba extraña la consideración del emperador como personaje divino y/o protegido especialmente por los dioses. Y el mundo occidental se estaba progresivamente orientalizando. El propio emperador se había hecho iniciar en los misterios del dios iranio Mithra, que contaba con muchas comunidades de seguidores en el Imperio, sobre todo en los medios militares del Danubio. Un paso más fue la vinculación del emperador con Hércules; muchos autores definen esta identificación de modo que el emperador resultaba ser también un dios. Pero en tales decisiones, hay muchas ambigüedades -sin duda buscadas-: Hércules era tanto un héroe como un dios, uno de los primeros del panteón. El Hércules del siglo II d.C. estaba asumiendo la mística de los dioses orientales; era un modelo de vida para el creyente: pecó, purgó su culpa con los Trabajos y se redimió. Esas y otras circunstancias permiten ofrecer una interpretación más matizada: Cómodo -sin duda bajo la inspiración de su consejo privado- se presentaba como si fuese Hércules, dios capaz de neutralizar la rápida expansión de los cultos orientales a la vez que de recibir una interpretación orientalizada. Ciertamente, las fuentes nos dicen que Cómodo fue llamado Heracles Romanus y que se creó en Roma un flamen Herculaneus Commodianus; contamos con representaciones en las que figura con los atributos de Hércules. Pero todo ello se explica dentro de la ideología orientalizante que se pretende dar como justificación del poder imperial y no es un reflejo de locuras o caprichos del emperador, como la historiografía prosenatorial quiere hacer creer. La tensas relaciones mantenidas entre el emperador y el Senado le valieron una damnatio memoriae, de cuya aplicación nos quedan testimonios en la epigrafía; su sucesor, Septimio Severo, rehabilito la figura de Cómodo.
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La historiografía viene utilizando la expresión Monarquía Hispánica para referirse al conjunto de reinos y provincias que estaban bajo la soberanía de los monarcas españoles. Pero este entramado político, que abarcaba territorios diseminados en cuatro continentes, no formaba una unidad compacta: cada reino tenía sus propias leyes y tradiciones, sus instituciones de gobierno, sus tribunales de justicia, su sistema fiscal y su moneda. Y dentro de cada uno de ellos existían, además, elementos peculiares que diferenciaban regiones y ciudades entre sí, sin olvidar los privilegios relacionados con la pertenencia de los súbditos a uno u otro estamento. Lo único que daba cohesión a este conjunto era el monarca, que estaba por encima de todo y de toda norma de derecho positivo, que no conoce superior en lo temporal, que puede dar leyes y derogarlas, mover guerra o tratar paz, instituir, nombrar o deponer ministros y oficiales, conceder gracias, acuñar moneda e imponer tributos. La suprema potestad del soberano se manifiesta, sin embargo, más en mandar que en ejecutar, y así el oficio de reinar consiste, como advierte Saavedra Fajardo, en valerse de los ministros y en dejarlos obrar, pero atendiendo a lo que obran con una dirección superior, más o menos inmediata o asistente en razón de la importancia de los negocios. De aquí, por tanto, que la Monarquía Hispánica, resultado de un pacto sellado de común acuerdo entre el rey y los reinos, requiera para ser gobernada de unas instituciones de gobierno centralizadas, unipersonales o colegiadas, que ejecuten las órdenes del soberano y que al mismo tiempo puedan asesorarlo en la toma de decisiones.
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La Monarquía Hispánica era la suma de distintas sociedades de estados que, reunidas en torno a una única figura real, el Rey Católico, hubo de enfrentar el problema de la imposibilidad de que el monarca residiese en persona en todos esos dominios que teóricamente exigían su presencia. Las formas a través de las que cada uno de estos reinos mantuvo viva y abierta su relación con el monarca fueron variadas. Las consideradas de mayor eminencia fueron las celebraciones de Cortes, en las que el rey se reunía con el reino; en ellas, tanto podía conocer los problemas y necesidades que había que resolver como solicitar del reino consejo y auxilio. Pero ciertos virreinatos y gobernaciones territoriales o algunos consejos residentes en la corte pueden ser considerados expresión de esa misma voluntad de relacionar particularmente al rey con cada uno de los reinos. Sin embargo, también es cierto que la incorporación de tantos dominios bajo un único cetro -súmense a los ibéricos, los europeos y los ultramarinos- se tradujo en el nacimiento de un nuevo ámbito que era o podía ser más que la mera suma de los territorios particulares de que se componía. Aunque si la consideramos desde la escala de los reinos, la Monarquía del Rey Católico era un mosaico de partes individualizadas y no centralizadas; vista desde la perspectiva del Rey Católico era mucho más, en relación, ante todo, con la escena internacional en la que se pugnaba por una hegemonía de apariencia continental o, incluso, universal. En la corte se aunaban ambas dimensiones, la del particularismo que llegaba hasta ella para mantener viva la memoria de la existencia de los reinos, pero también la del conjunto que de alguna manera había que regir desde ese polo en el que se encontraba el monarca, quien, además, no se conformó siempre con ser nada más que el rey de muchos dominios distintos y que aunó recursos, diseñó estrategias y creó un sistema más globalizado, tanto para servir a los objetivos de su política internacional como para romper los límites que a su acción se le ponían en cada reino.
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Hacia 1580 el Marqués de Aguilar describió la relajación en que se sumía el despacho de los negocios en la corte cuando Felipe II se alejaba de ella por sólo salir su Majestad de aquí al Pardo. "Entonces -escribe el Marqués- los ministros de todos consejos y estados dan larga a los negocios y no vienen a las horas ni a las juntas como deberían". Cuando el rey estaba en Madrid, aunque estuviera retirado, su sombra servía para que todo volviese a ponerse en marcha. Sin embargo, Aguilar temía que el caos más horrible se apoderase del gobierno si Felipe II partía hacia Portugal, como se decía que iba a hacer de inmediato, porque, entonces, "qué será faltando la sombra, que no solamente será sombra, sino la persona de Su Majestad". Que el rey se desplazara a una distancia que, sin mediar el mar, podía ser cubierta por un correo en apenas tres días no le tranquilizaba porque "en menos de éstos (tres días) suele haber alteraciones y revoluciones". Ante tal panorama, el Marqués de Aguilar no parecía tranquilizarse ni siquiera con la solución propuesta de dejar como Gobernadora a la reina Ana de Austria y de nombrar una especie de consejo de personas de sustancia para que la ayudasen en sus nuevas tareas. Felipe II acabó viajando a Portugal, no nombró a la reina Gobernadora -Ana de Austria moriría en Badajoz acompañando al rey- y no se produjeron ni alteraciones ni revoluciones durante su ausencia, que se prolongó durante tres años. Sin embargo, las disquisiciones del preocupado Aguilar nos sirven para ver algunos mecanismos que la Monarquía Hispánica ponía en marcha para solventar la ausencia del Rey Católico, así como algunos de los inconvenientes que se sabía, o se temía, que de ella podían resultar. Si Castilla se iba a convertir -ella también podía serlo- en el reino de un monarca ausente, como ya eran los demás territorios de la Monarquía, para reemplazar a la figura real se recurriría a la designación de un Gobernador, que, en este caso, sería de sangre real. Por otra parte, se confiaba a la correspondencia que el monarca pudiera seguir siendo informado para poder resolver directamente allí donde estuviera. Continuando con el testimonio de nuestro intranquilo Aguilar, podría decirse que Ana de Austria pasaba a convertirse en la "sombra" que supliría a la persona del monarca en Castilla como Gobernadora durante su ausencia, aunque al Marqués le parecía que una reina en días de parir por ejemplo, a la infanta María (1580-1583) era "de poca autoridad". La cortísima edad del por entonces heredero de la Monarquía, Diego Félix de Austria (1575-1582), determinaba que, caso de continuarse el proceso, la persona elegida para ocupar esa dignidad fuera la cuarta esposa de Felipe II. Del establecimiento de una Gobernación se esperaban varias cosas. Primero, que permitiese continuar con el despacho general de los negocios, presidido ahora por la Gobernadora y su consejo; segundo, que despejase el continuo temor a las revueltas que se creía llevaba aparejada la ausencia de toda figura gubernativa y que, añadamos, en la conflictiva década de 1570 parecían poder surgir incluso estando Felipe II en el reino. Este esquema tan simple, que consiste, en primer lugar, en el nombramiento de una o varias personas que representaran al rey en el dominio del que "faltaba" y, en segundo, en el seguimiento continuo de su gobierno pese a la distancia, lo que mantenía tanto al alter ego real como al correspondiente territorio bajo el directo control monárquico, fue utilizado una y otra vez por los Austrias para gobernar "en ausencia" su múltiple Monarquía hasta convertir el envío de virreyes y gobernadores en un signo distintivo de dicho período. En la práctica, podía adoptar diversas formas, pues cabía que se tratase de un gobierno personal o colectivo, reservado a los connaturales o abierto a extranjeros, así como las resultantes de la combinación de estas posibilidades. En términos generales, el gobierno unipersonal suele identificarse con el virreinato y el colectivo con el establecimiento de un cuerpo de gobernadores, aunque hay dominios en los que la Gobernación era unipersonal, como sucede en los Países Bajos o en Milán, donde, al no ser reinos, nunca se hablaba de virreinato. Hubo virreyes en todos los territorios de la Corona de Aragón -Valencia, Cataluña, Aragón (1516) y Mallorca (1575)-, así como en Nápoles, Sicilia y Cerdeña. Como se ha dicho, Milán y los Países Bajos, con el Franco Condado, cuentan con una gobernación unipersonal. En la Corona de Castilla, la incorporación de Navarra lleva aparejada la creación de un virrey y se recurre a idéntico sistema en las Indias, con la implantación de sendos virreinatos en Nueva España (1535) y Perú (1543). En Galicia también hubo un Gobernador, que estuvo dotado de amplios poderes similares a los de un virrey, aunque no parece habérsele concedido el rango de gobierno plenamente separado. En el Portugal de los Austrias, desde 1583, hubo tanto virreyes como gobernaciones colectivas de cinco o tres miembros; por su parte, existía, ya mucho antes de 1580, un virreinato de la India. En la institución se observa claramente la huella de las antiguas lugartenencias con las que la Monarquía aragonesa tardomedieval intentó resolver el problema de la articulación en su seno de Aragón, Cataluña y Valencia. También es posible ponerla en relación con las regencias durante una minoría de edad que, aunque constitucionalmente sean bien distintas, también venían a enfrentarse con el problema de una temporal falta monárquica plena. Por útimo, no se ha de olvidar la práctica de dejar al frente del gobierno en Castilla a una persona de sangre real durante las largas ausencias de Carlos I (emperatriz Isabel de Portugal, Felipe II como Príncipe o María y Maximiliano de Austria) y los primeros años de Felipe II (Juana de Austria, Princesa de Portugal). Las funciones encomendadas a los virreyes y gobernadores nacen de su condición de "alter nos" del rey en un territorio, es decir, "como representando nuestra propia persona", siguiendo la fórmula empleada por Carlos I en algunas ordenanzas para la gobernación de los Países Bajos. Dependiendo directamente del monarca y por un período cronológico no prefijado -el Duque de Calabria, solo o en compañía de Germana de Foix, ocupó el virreinato valenciano nada menos que entre 1526 y 1550-, se colocan teóricamente al frente de la administración de justicia y de las múltiples labores de gobierno, añadiendo, por lo general, la capitanía general militar a sus cometidos. Los virreyes debían obrar conforme a las instrucciones o regimientos que se les entregaban y eran los máximos veladores del cumplimiento de las regias prerrogativas en los respectivos territorios (rentas, fiscalidad, jurisdicción, etc.). En suma, habrían sido una de las columnas en que se basó la práctica de la Monarquía Hispánica porque hacían posible que, de alguna manera, ésta funcionase coordinada al servir como nexo principal de unión para la ejecución de las órdenes reales en los distintos territorios. Su impronta administrativista es evidente en los virreinatos americanos y en la gobernación de Galicia, donde los respectivos territorios no estaban dotados de la máxima caracterización eminente que mantendrán Portugal, Cataluña, Aragón o Navarra con, por ejemplo, sus correspondientes asambleas de cortes y tres estados. Pero, incluso en éstos, la figura del virrey ha de considerarse el instrumento básico de la acción monárquica, en especial si la Corona deseaba incrementar su capacidad ejecutiva. No obstante, virreinatos y gobernaciones fueron algo más que meros instrumentos de una alta administración periférica, de la misma forma que los territorios en que se encontraban podían ser mucho más que provincias. Dejando a un lado los casos indianos y gallego, el sistema resultaba ser un trasunto de la estructura politerritorial de la Monarquía Hispánica y los virreyes -"como representando nuestra propia persona"- eran, de por sí, una prueba del mantenimiento del particularismo de los dominios heredados de los Austrias. Sucedería algo parecido a lo que se señaló para los órganos de la polisinodia residentes en la corte, pues virreinatos y gobernaciones no fueron simple y exclusivamente el instrumento de un poder central ejercido sobre la periferia. No dudando de su condición útil dentro del aparato real de gobierno, si algunos consejos existían como memoria de los reinos junto al rey, los virreinatos podían constituir la memoria del rey en sus reinos.
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Tanto los historiadores de lo social, como los historiadores de las instituciones, han puesto de relieve la situación política de las ciudades de la Corona de Castilla al comienzo del reinado de los Reyes Católicos. Lejos ya de la democracia interna en la organización vecinal, y de la autonomía política respecto del poder real, que se supone en los orígenes y primer desarrollo del municipio castellano, las ciudades y villas se nos presentan sujetas a una doble tensión: por un lado, la tensión interna que se generó en su propio gobierno al existir una oligarquía cuya composición social es plural; en la actualidad, la monolítica presentación de una oligarquía perteneciente en exclusiva a la pequeña nobleza local es insostenible. Junto a esta nobleza, agrupada en linajes de sangre que en la mayor parte de los núcleos urbanos se distribuyeron en bandos rivales, otros grupos sociales de procedencia plebeya, dándole a esta palabra el simple valor que remite a su condición de no titulados, lograron penetrar en los órganos de decisión municipal por los más variados medios: desde la concertación de matrimonios convenientes hasta la obtención de una recompensa por servicios prestados a la monarquía, y en el futuro inmediato bien observable en los siglos XVI y XVII, por compra. Desde mediados del siglo XV ya es perfectamente visible una conformación de los gobiernos municipales sujeta a esta realidad; la oligarquía titulada, fragmentada en bandos, compartió parcelas de poder efectivo con otros grupos sociales en los que destaca la presencia de conversos, de personajes vinculados a actividades productivas relacionadas con el comercio, la artesanía o la administración. Estos plebeyos, que aspiraban a fundar linaje mediante la obtención de una titulación nobiliar, usaron de los ayuntamientos como de un trampolín que facilitase su ascenso social y político. Sólo la riqueza patrimonial y el deseo de engrandecerla no bastan para explicar la formación de las clases dirigentes urbanas; otros factores, como el alcance de relieve social y la capacidad de maniobra que hacían posibles el nombramiento y control de los cargos menores y de la gestión económica directa, influyeron en una carrera que originó múltiples violencias. Por otro lado, existió una tensión externa al poder municipal que se originó desde el momento mismo en que la monarquía también deseó atribuirse funciones de dirección y control sobre las ciudades. Desde antiguo la historiografía especializada ha insistido en presentar a la monarquía de Alfonso XI como la que realizó la intervención más lesiva contra una pretendida autonomía local; las asambleas, prematuramente oligarquizadas, se convertían en regimientos cuyos representantes eran elegidos directamente por el rey. Los regidores, "caballeros veinticuatros", conocidos por este nombre por la composición numérica de los municipios, nacieron en medios sociales cuya conformación oligárquica era conocida; la monarquía sólo reconoció la realidad política preexistente. La tensión comenzó a producirse cuando el poder monárquico comenzó a arrogarse funciones superiores, y de otro signo, a las iniciales de designar; pronto se unieron las de inspeccionar, juzgar y dirigir. Es decir, gobernar. Los deseos intervencionistas de la Corona produjeron gran número de conflictos; durante el reinado de Enrique IV las tensiones se concretaron en un rechazo social al envío fiscalizador de corregidores poco aptos y, las más de las veces, corruptos. La oposición al intervencionismo regio hizo que ciudades como Burgos, Murcia y Sevilla cuestionasen la autoridad delegada del rey alegando abusos en el cumplimiento de sus funciones. En esta oposición quedaban dañadas casi todas las instituciones; la monarquía por su intervencionismo acordado con las oligarquías preexistentes, sus representantes acusados de inutilidad y de corrupción; la propia oligarquía dividida por sus tensiones internas, que solicitó y obtuvo de la realeza medidas discriminatorias para apartar los estorbos conversos y los linajes no probados, y por la presión que sobre algunos municipios ejercieron los miembros más notables de la aristocracia. Algunas oligarquías, como las de Toledo, Ciudad Real y Ávila, consiguieron vetar en el reinado de Enrique IV algunas designaciones reales, y se preocuparon de restringir el acceso a los cargos de aquellos que no podían probar la limpieza de su linaje. Cuando los Reyes Católicos accedieron al trono se encontraron con ciudades cerradas en apariencia; la institucionalización duradera de los corregimientos que pusieron en marcha sobre la vieja idea antecedente, la revisión y aprobación de ordenanzas municipales, el consentimiento otorgado a la pequeña nobleza, la patrimonialización de los cargos y la permisividad en la autorización de la integración de representantes populares, son actuaciones concretas que revelan un dinamismo urbano poco conforme con la simple explicación de un sometimiento incondicional de los municipios castellanos al poder real. Los corregidores actuaron como representantes del poder real allí donde pudieron hacerlo, es decir, en unas ciudades dependientes de la jurisdicción real, que se hallaban con la vecindad diferenciada de unas demarcaciones señoriales en las que sus titulares habían suplantado desde hacía mucho tiempo al poder real. Hacia 1494 el número de corregimientos existente en Castilla componía una red de 54 demarcaciones, cuya tutela principal correspondía al Consejo Real. Las funciones confiadas a los corregidores abarcaron un amplio campo de actividades judiciales en lo civil y en lo criminal, administrativas en relación con la realización de obras públicas, vigilancia de la sanidad, funcionamiento de los mercados, etc.; políticas y militares. Su carácter no electivo impidió el traslado de esta institución a la Corona de Aragón, donde el gobierno municipal se había instaurado sobre bases electivas y contractuales, protegidas por el régimen foral, que garantizaban gobiernos colegiados en los que el intervencionismo real era muy difícil. En el realengo castellano la situación de los municipios fue bien distinta; la decadencia y degradación de los procedimientos electivos ponía de manifiesto que los intereses personales primaban sobre los colectivos, y ello sería bien visible en los nombramientos anuales de los pequeños cargos durante los siglos XVI y XVII, y en la escasa asistencia de los regidores a los consistorios, que puede correlacionarse con los asuntos fijados de antemano en un orden del día elaborado por el corregidor. Mucho se ha insistido sobre la procedencia social, la formación académica de los corregidores y los resultados de los juicios de residencia. El avance de los titulados en universidades parece innegable; en Soria, Trujillo, Ávila y en el Señorío de Vizcaya, durante los últimos veinte años del siglo XV, todos los corregidores nombrados ostentaron el título de bachiller o de licenciado. En Galicia los cargos recayeron en personajes de la nobleza como el conde de Alba de Liste, o el conde de Ribadeo, y en corregidores que habían servido cargos anteriores relacionados con la administración militar. Ocurrió también en Sevilla, donde fue corregidor durante cerca de veinte años don Juan de Silva, conde de Cifuentes; o en Granada, donde la acumulación de funciones conseguida por el conde de Tendilla, virrey, capitán general, le convirtió en la práctica en la única autoridad municipal hasta 1516. Estos cargos eran remunerados por las vecindades donde ejercían sus funciones, reservándose los distintos ayuntamientos una parte del salario como depósito y garantía para hacer frente a los resultados de las residencias cuando éstas no se celebrasen, o las pesquisas denunciasen la existencia de corrupciones punibles. Los salarios variaron mucho en función de las disponibilidades de las comunidades gobernadas; en la ciudad de Sevilla, en 1482, el representante real percibía cerca de medio millón de maravedís anuales, en Cáceres apenas si sobrepasaba los cien mil, en Toledo, Burgos y Córdoba los corregidores percibían un salario anual próximo a los doscientos mil maravedís. La presencia de los representantes reales en las organizaciones municipales castellanas se afirmó durante el reinado de los Reyes Católicos, aunque su desarrollo más importante se logró durante el siglo XVI, en el que el número de corregimientos castellanos se elevó a 68 y se multiplicaron en los territorios del Nuevo Mundo.
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Totalmente volcado hacia sus empresas imperiales y dinásticas, encarnando además el prototipo del rey guerrero y viajero, Carlos residió muy poco tiempo en sus reinos españoles, depositando su confianza en el hábil secretario real Francisco de los Cobos, quien poco a poco pasó a controlar la mayor parte de los asuntos de Estado, apoyándose a su vez en una burocracia cada vez más numerosa y profesionalizada y en un sistema administrativo, judicial y de gobierno que paulatinamente se fue implantando, desarrollándose sobre la base de la estructura estatal dejada por los Reyes Católicos, adaptada y perfeccionada según lo requería la evolución del creciente poder de la Monarquía hispana. La estancia más larga en España del ya nombrado emperador transcurrió desde 1522 a 1529, sobresaliendo durante ella como principales consejeros para el gobierno de estos reinos tanto el que era canciller imperial, Mercurino Gattinara, como el anteriormente citado Francisco de los Cobos, dualidad que se rompió con la muerte del primero, ocurrida en 1530, quedando desde entonces el segundo en una destacada posición para dirigir en la práctica la política hispana, privilegio que mantuvo hasta su fallecimiento en 1547. Otra figura que también asumió un cierto protagonismo al frente del Estado fue la emperatriz Isabel, casada con el rey Carlos, su primo, en 1526. Ella asumió la regencia durante las ausencias del monarca, cargo que hubiera podido seguir desempeñando con gran responsabilidad de no haberse producido su prematura muerte en 1539. La sucesión en la cúspide del poder monárquico se efectuó a mediados de siglo con una fórmula no muy usual. En 1556 el emperador Carlos, cansado, enfermo y un tanto desilusionado por el balance final de su política imperial, se retiraba a Yuste, dejando el gobierno de los territorios alemanes y austriacos a su hermano Fernando y al frente de los extensos dominios de la Monarquía hispana a su hijo Felipe. Dos años después moría Carlos, quedando Felipe II (1556-1598) como rey de las Españas. Al contrario que su padre, el nuevo monarca no saldría apenas de su Reino castellano, practicando un mandato de tipo personalista y asumiendo totalmente las responsabilidades gubernativas, siendo ayudado en su tarea por la influyente élite de poder que se fue formando a su alrededor, en la que sobresalían determinados secretarios reales y destacados miembros de la nobleza, llegándose a constituir incluso varios grupos de presión en los ambientes cortesanos con ánimo de influir en las decisiones regias y en los planteamientos políticos de la Corona. El grueso del aparato del poder estatal lo constituían, sin embargo, los Consejos, las Audiencias y otros organismos burocráticos encargados de asesorar al soberano, de organizar las finanzas reales, de impartir justicia en su nombre, de hacer que las leyes se cumplieran; en suma, venían a constituir la maquinaria administrativa y de gobierno necesaria para una eficaz realización de las tareas que el moderno Estado exigía. Teniendo en cuenta, primero, la forma en que la Monarquía hispana se organizaba (reinos independientes que mantenían sus propias instituciones, sus leyes y fueros, sólo unidos por la figura del soberano); segundo, la ampliación territorial lograda por los descubrimientos o las conquistas y la obtenida por línea hereditaria; tercero, la complejidad cada vez mayor de los asuntos públicos, que demandaba la formación de organismos operativos y especializados; se fue desarrollando en el transcurso del siglo XVI el sistema de consejos, partiendo del Consejo Real existente en reinados anteriores y de la división en salas que de éste habían hecho los Reyes Católicos. Los Consejos fueron de dos tipos: de asuntos o ministeriales y territoriales. Al primer grupo pertenecían los que siguen: - De la Suprema y General Inquisición, creado en 1483 con autorización papal, encargado de todo lo concerniente al Santo Tribunal y del nombramiento de su amplio personal; su jurisdicción abarcaba durante la primera mitad del Quinientos los reinos peninsulares, ampliándose en la época de Felipe II a varias zonas americanas (Perú, México), aunque no llegó a implantarse en la totalidad de los dominios coloniales, al igual que tampoco pudieron prosperar los intentos de extenderlo a las posesiones italianas y mucho menos a los Países Bajos. - De Ordenes militares, fundado en 1495, destinado a la gobernación y administración de justicia en las tierras de dichas órdenes; proponía al monarca las personas que debían ocupar los altos puestos de estas asociaciones y recibir sus beneficios, pudiendo proveer el Consejo los cargos menos importantes. - De Cruzada, establecido en 1509 con la finalidad de intervenir y juzgar en lo relativo a la concesión, predicación, distribución y cobro de la bula de Cruzada otorgada por el Papa a la Corona española; logró inmiscuirse además en las causas generadas por el pago del subsidio eclesiástico; tenía un amplio campo de actuación ya que su jurisdicción se extendía por las Coronas de Castilla y Aragón y por Cerdeña, Sicilia e Indias. - De Hacienda, surgido en 1523 de la reorganización efectuada en dicho año de las Contadurías castellanas, organismos responsables hasta entonces del fisco; nacido con pretensiones centralizadoras de las finanzas reales, se ocupó de la Hacienda Pública y, en general, de los asuntos económicos, teniendo también funciones judiciales. - De Estado, con entidad propia desde 1522, sus funciones no estuvieron casi nunca bien delimitadas; en teoría estaba encargado de asesorar al monarca en las cuestiones de política exterior y de proponer a los altos cargos de representación real en los distintos reinos y posesiones extrapeninsulares. - Muy vinculado, incluso mezclado con el de Estado en sus inicios, se encontraba el Consejo de Guerra, esbozado hacia 1517 pero con mayor presencia desde 1522, que se ocupó de la organización militar y de defensa del territorio, del armamento del ejército y de proponer a sus jefes. El segundo grupo lo integraban los Consejos que se definían por su responsabilidad en la dirección de los distintos territorios que englobaba la Monarquía, a saber: - De Castilla, órgano fundamental del Gobierno real y el de mayor autoridad, evolución del Consejo Real de los Reyes Católicos, sobre todo desde la reorganización de éste en 1480. En su interior fue desarrollándose paulatinamente el germen de otro futuro organismo, la Cámara de Castilla, gabinete reducido respecto al anterior que no sería tenido como Consejo hasta 1588, año en que se definirían mejor sus funciones, centradas principalmente en los nombramientos de los cargos judiciales y administrativos del Reino y en lo relativo al Real Patronato sobre la Iglesia. - De Indias, creado en 1524 para el gobierno de los territorios americanos y para el control administrativo, judicial y eclesiástico de aquellas tierras. - De Aragón, que contaba con una larga tradición como Consejo Real de la Corona aragonesa, el cual fue reorganizado en 1494. Dada la mayor autonomía de los reinos de esta Corona, este Consejo tuvo siempre menos poderes que el de Castilla, que se vieron aún más disminuidos cuando de él quedó segregado en 1555 el Consejo de Italia. - Más tarde, en la década de los ochenta, se crearían otros dos Consejos: el de Portugal y el de Flandes, completándose así el sistema polisinodial, pilar básico del Gobierno de los Austrias. Casi todos los Consejos llegaron a tener un número relativamente fijo de miembros, los cuales se reunían regularmente para tratar los asuntos que les eran consultados, emitiendo a continuación sus pareceres sobre ellos. Los contactos entre los Consejos y el rey se establecían a través de los secretarios reales, personajes que alcanzaron bastante poder e influencia dentro de la burocracia estatal por su proximidad al soberano y por el conocimiento que tenían de los problemas fundamentales debatidos. En ocasiones y para tratar sobre temas especiales o cuestiones determinadas se formaban juntas ad hoc al margen de los Consejos, integradas por algunos miembros de éstos y por otras personas especializadas, aunque no fueran consejeros, llamadas para tal fin. Desde el reinado de Felipe II estas juntas se reunieron cada vez más frecuentemente, adquiriendo por ello una importancia creciente en detrimento de los Consejos. La delegación del poder judicial de la Corona recaía en las Audiencias, altos tribunales de justicia pero sin funciones legislativas ni administrativas (que sí tuvieron las que se crearon en tierras americanas). En los inicios del Quinientos existían varias en Castilla: las dos de rango superior o chancillerías, que eran las de Valladolid y Granada (ésta antes había estado en Ciudad Real, que se refundaría más tarde), y la de La Coruña; traspasada la mitad del siglo se creó la de Sevilla en 1556, seguida de la de Canarias en 1566. Por encima de todas ellas se encontraba el Consejo de Castilla, que actuaba como tribunal supremo de justicia o de última instancia y cuyo presidente nombraba a los miembros de los cinco altos tribunales. De la jurisdicción de las Audiencias escapaban bastantes pleitos que eran vistos en algunos Consejos (de Ordenes, Inquisición, Hacienda, Castilla) al tener éstos capacidad para atender causas de su incumbencia. En la Corona de Aragón las Audiencias se localizaban en Barcelona, Zaragoza y Valencia, respectivamente, gozando también de amplias competencias judiciales. El conglomerado de reinos y provincias que estaban bajo el poder de la Monarquía española hacía necesaria, dada la imposibilidad de que el rey residiera o estuviera presente en cada una de estas unidades políticas, la presencia de delegados regios al más alto nivel que suplieran las ausencias del monarca en dichos ámbitos. Virreyes y gobernadores se encararon de esta difícil función, haciéndose la distinción de unos y otros según las zonas a que fueran destinados. Hubo virreyes en Barcelona (Cataluña), Valencia (Reino de Valencia), Zaragoza (Aragón), Pamplona (Navarra), Granada (Reino de Granada), Palermo (Sicilia), Nápoles (Reino de Nápoles), México (Nueva España) y Lima (Perú), mientras que gobernadores se establecieron en Milán (Milanesado), Bruselas o Malinas (Países Bajos) y en diversas provincias americanas. De menor categoría, pero de eran utilidad vara la política centralizadora de la Monarquía, fueron los corregidores, funcionarios reales destinados a controlar a las autoridades locales y servir de correa de transmisión de las decisiones del Gobierno central. Revitalizada su misión durante el reinado de los Reyes Católicos, a comienzos del siglo XVI se definieron mejor sus funciones, quedando desde entonces dotados con extensas atribuciones que abarcaban labores administrativas, judiciales, financieras y de policía, que intentaron desarrollar en sus núcleos de actuación siempre al servicio del poder real. A lo largo del Quinientos aumentó su número a medida que se consolidaba la autoridad monárquica, detectándose su presencia en muchas circunscripciones territoriales: para finales de la centuria se contabilizaban 68 corregidores por ciudades, villas y lugares de realengo de Castilla, y hacia 1575 unos 22 en las tierras de las órdenes militares, donde recibían el nombre de gobernadores o alcaldes mayores; por contra, en tierras de señorío no aparecían, pues los señores eran considerados en sus feudos como corregidores perpetuos, aunque no solían ocuparse personalmente de realizar las funciones correspondientes, delegando a su vez en otros oficiales señoriales para que lo hicieran. En la Corona de Aragón los "battles" y "vegueres" podían ser equiparados sólo en parte a los corregidores castellanos, teniendo en la práctica menos significación su papel político, tanto por la menor autoridad de la Monarquía en esta Corona como por el mayor poder que en ella supieron mantener los concejos municipales. De todas formas, también en Castilla los ayuntamientos retuvieron importantes parcelas de poder, no teniendo más remedio el Gobierno central que transigir con esta relativa autonomía de las autoridades locales, que venían a suplir aquellas tareas que la todavía no muy numerosa y limitada burocracia estatal era incapaz de asumir. Así pues, se siguió dando una cierta descentralización del poder, que se hacía aún más evidente si tenemos en cuenta la enorme extensión del régimen señorial en suelo hispano, pues no hace falta insistir en el inmenso poder que los señores tuvieron durante todo el Antiguo Régimen en sus propios dominios y fuera de ellos como integrantes de la clase dominante. La que sí vio coartada su significación política desde fecha muy temprana fue la representación del Reino, es decir, las Cortes, mucho más en Castilla que en los reinos de la Corona de Aragón, donde el absolutismo regio chocaba con muchas dificultades por la defensa que allí se hacía de los fueros y libertades de cada uno de los reinos que integraban la Corona, puesta de manifiesto en los continuos roces y enfrentamientos que se produjeron entre dichas instituciones representativas y la Monarquía. Las Cortes eran convocadas por el soberano cuando éste estimaba oportuno, señalando lugar y fecha de la reunión, no estando sujeto a una obligada periodización. Las de Aragón, Cataluña y Valencia presentaban una representación estamental dividida en tres o cuatro brazos (nobleza, clero, burguesía, artesanado), mientras que las de Castilla sólo mostraban desde 1538 a las oligarquías de las 18 ciudades que tenían este derecho, a saber: León, Toro, Zamora, Salamanca, Burgos, Valladolid, Soria, Segovia, Ávila, Madrid, Toledo, Cuenca, Guadalajara, Murcia, Córdoba, Jaén, Sevilla y Granada. Dos procuradores por ciudad participaban en las reuniones de Cortes cuando éstas eran convocadas por el monarca, bajo la presidencia del presidente del Consejo de Castilla, quien se encargaba de dar a conocer los deseos reales, normalmente orientados a la obtención de recursos económicos, para lo cual se aprobaba el servicio correspondiente. Por su parte, los procuradores presentaban sus quejas y peticiones, que eran escuchadas aunque no necesariamente tenidas en cuenta. En Castilla la representación del Reino no tenía capacidad legislativa por sí misma, estando sometida totalmente a la voluntad del soberano, situación que variaba algo respecto a las Cortes de los reinos de la Corona de Aragón, al mostrarse allí un mayor equilibrio v reparto de poderes entre rey y Reino. Es por ello, junto a otras causas, por lo que se suele comentar que el absolutismo monárquico se dio con más intensidad en la Corona de Castilla que en la de Aragón.