En la escala de las magistraturas romanas, a los cónsules seguían los pretores. Ambos estaban dotados de imperium, que recibían a través de ritos precisos. En virtud del imperium, un magistrado adquiría un carácter semisagrado y estaba capacitado para hacer levas y mandar tropas regulares. El pretor o gobernador provincial era el representante del Estado romano, del Senatus populusque Romanus, para el mando del ejército, la administración de las finanzas, la administración de la justicia y de todos los asuntos relacionados con la religión. Superaba, pues, con creces las competencias de los pretores de Roma, que se limitaban a ejercer de jueces y sólo excepcionalmente mandaban tropas. Entre los varios cambios introducidos bajo el régimen aristocrático de Sila, uno de ellos afectaba al rango y título de los gobernadores provinciales, que eran elegidos entre antiguos cónsules o pretores, recibiendo el título de procónsules o propretores. Desde la década del 60 a.C., cuando el poder del mundo romano comienza a estar en manos de unos pocos hombres fuertes que se reparten el gobierno de las provincias, éstas reciben como gobernadores a legados, legati; así vemos a los legados de César, de Pompeyo o de los segundos triunviros con el título de legatus provinciae, modalidad que pasará a la época imperial. Para ser elegido pretor de una provincia se necesitaba ser persona de rango senatorial y haber cumplido funciones en algunas comisiones, así como haber desempeñado la edilidad y la cuestura; bajo Sila, se les exige un rango superior. Aunque estamos en una época en que no había partidos políticos, el senado romano tampoco era uniforme: en torno a un senador prestigioso se agrupaban otros por razones de familia, de amistad o de clientela, quienes, a su vez, representaban los intereses de otras capas sociales. En la práctica, las decisiones del Senado dependían de quién fuera el grupo dominante en el mismo. Por ello, los gobernadores de las provincias hispanas estaban vinculados a los Escipiones en los comienzos o a Catón en las primeras décadas del siglo II a.C. o bien a los populares o a los optimates en la época de la crisis de la República. En todo caso, los gobernadores enviados a Hispania no eran siempre grandes expertos en el conocimiento de la provincia ni de todos los asuntos con los que tenían que enfrentarse. Para orientar la acción del gobernador provincial y, a la vez, para controlarlo, el Senado nombraba un consilium, un consejo compuesto por un conjunto variable de senadores que le acompañaban durante todo su mandato. Es habitual encontrarnos con documentos en los que el gobernador dice que tomó una decisión después de someterla a la deliberación de su consejo. Distinto de ese consejo, por más que confundido en muchas obras modernas, era el equipo que el gobernador elegía libremente entre sus amigos, familiares libertos y esclavos de su propia casa. Entre éstos se encontraban algunos jóvenes, hijos de senadores amigos, que acompañaban al gobernador para ir adquiriendo un aprendizaje en las tareas de gobierno. Uno de esos ilustres acompañantes fue el historiador griego Polibio, quien vino con Escipión a Hispania y pudo presenciar el cerco de Numancia. La existencia de este equipo de amigos, cohors amicorum, y del otro grupo de representantes del Senado, del consilium, era vital para orientar y colaborar en el ejercicio de las amplias competencias del gobernador. Al lado de cada gobernador provincial y para actuar bajo sus órdenes era enviado otro magistrado de rango inferior, un cuestor, quaestor, sobre quien recaían todas las competencias financieras de la provincia: administración de las finanzas del ejército, venta de esclavos, percepción de impuestos, etc. En caso de muerte del gobernador, el cuestor pasaba a ejercer sus funciones. Y, para la administración de justicia, el cuestor ejercía con frecuencia en algunos distritos por delegación del gobernador. El gobernador provincial con título de pretor mandaba sobre una legión y las tropas auxiliares de la misma. Si se consideraba necesario incrementar el número de tropas se enviaba a un cónsul, además de los dos pretores, ya que el cónsul tenía capacidad de mando sobre dos legiones. Y siempre estaba la posibilidad de que los componentes de cada legión variaran de número, bien reduciendo los efectivos de una legión o bien disponiendo de una legión plena de 6.000 hombres e incrementando el número de los componentes de las tropas auxiliares. En la época de la crisis de la República, no siempre se respetaron estas normas de las instituciones tradicionales; un momento bien significativo fue el de las luchas entre César y Pompeyo en su escenario hispano. El gobernador no sólo tenía la autoridad militar sobre las tropas. En el centro de los campamentos militares, además de la residencia del pretor, praetorium, y de la sala de los estandartes, aedes signorum, se situaba el tribunal donde el gobernador administraba justicia y el auguratorium para la consulta augural de la voluntad de los dioses, que era realizada por el propio gobernador sirviéndose de manuales al uso. El campamento militar organizado siempre de la misma manera era un reducto que imitaba la ciudad de Roma, un espacio romano asentado en medios provinciales. A medida que se fue ampliando la anexión de nuevos territorios, resultaba difícil que el gobernador estuviera presente en tantos sitios para administrar justicia. Sin haberse creado aún unas circunscripciones judiciales estables, el gobernador viajaba por la provincia para impartir justicia en las ciudades más importantes de la misma. Y el cuestor colaboraba con poderes delegados en estas actividades. En todo caso, los magistrados de las ciudades o comisiones judiciales de las mismas tenían competencias ordinarias sobre asuntos menores. Los usos jurídicos locales tardaron mucho en desaparecer. Más aún, ante conflictos que superaban el estricto marco local, los gobernadores se sirvieron a veces de procedimientos especiales consistentes en delegar poderes jurisdiccionales a los magistrados de una comunidad local ajena de aquellas que estuvieran en conflicto. Es bien conocido el caso presentado en el Bronce de Botorrita II, dado a conocer por Fatás. La responsabilidad religiosa del gobernador provincial no se limitaba a tener que ejercer de intermediario entre los creyentes y los dioses. Tenía además la supervisión sobre todos los asuntos religiosos del ámbito provincial. Roma respetó las creencias y prácticas religiosas de las comunidades locales mientras no sirvieran de refugio para la organización de revueltas políticas o no entraran en contradicción abierta con los modos y creencias culturales romanos. Así, se explica tanto la pervivencia de las religiones prerromanas mucho después de la conquista como la supresión de los sacrificios humanos que se practicaban en algunas comunidades; nos ha llegado la mención expresa a la prohibición de tales sacrificios que se realizaban en la población de Bletisa (área de Ledesma, provincia de Salamanca). Los impuestos directos sobre el uso de la tierra que pagaban las comunidades de Hispania que no eran libres, federadas o colonias inmunes, es decir, la mayoría de ellas, no eran muy elevados: ascendían al 5 por ciento anual. Los impuestos indirectos tardaron más en regularizarse, además de que no se habían implantado todos los que conocemos de época imperial, tampoco muy numerosos. Sicilia pagaba un 10 por ciento de impuestos directos. Parecería que Hispania resultaba privilegiada y lo era ciertamente si la comparación se reduce al capítulo de esos impuestos. Ahora bien, el Senado romano o el gobernador provincial se reservaban el derecho de aplicar impuestos extraordinarios siempre que lo considerasen necesario. Más importantes aún eran los ingresos que Roma estuvo obteniendo durante muchos años como botín de guerra y, sobre todo, los regulares que proporcionaba el control de algunos monopolios como el de las minas, el de la sal y las salazones así como el de algunos distritos agrarios entre los que sobresale el del campo espartario cercano a Cartagena.
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En las primeras décadas del gobierno romano de Hispania, la gestión financiera resultó difícil para el gobernador y sus colaboradores. En el año 171 a.C., su tarea se aligeró al comenzar a aparecer en Hispania las compañías o sociedades de publicanos. Una sociedad de publicanos, societas publicanorum, era muy semejante a muchas sociedades modernas. Se constituían con la aportación de capitales de particulares y tenían su sede en Roma. El Estado sacaba a concurso público la subasta del cobro de impuestos, de la explotación de las minas, de cualquier otro monopolio estatal o bien de determinadas obras públicas. La sociedad de publicanos que recibía la asignación contrataba con el Estado por un plazo de cinco años con la modalidad de contrato conocido como locatio conductio, pagaba al Estado la cantidad comprometida y enviaba a sus representantes, administradores y esclavos a la provincia correspondiente, donde esta sociedad creaba tantas oficinas como se exigieran para llevar a cabo su gestión. La función del gobernador era la de ofrecer protección a los publicani para que ejercieran su tarea sin obstáculos así como la de supervisar para que no se extralimitasen en sus funciones. El Estado no alquilaba el montante global de tareas de una provincia a una sola compañía de publicanos: había sociedades especializadas en la explotación y comercialización de los productos mineros, otras en el cobro de impuestos, etc.; más aún, con frecuencia, ni siquiera un distrito minero completo se alquilaba a una sola sociedad. La libertad del gobernador provincial y de los publicanos era muy grande y, si estaban coordinados, podían explotar a las poblaciones indígenas mucho más allá de lo convenido. Por lo mismo, no fueron excepcionales las protestas de los indígenas contra los abusos de los gobernadores. Aunque alguno de ellos fue llevado a juicio bajo la acusación de corrupción, salía libre de cargos ya que quienes controlaban los tribunales pertenecían generalmente a los mismos grupos que aquellos que dominaban en el Senado. La primera protesta pacífica de los indígenas tuvo lugar el año 171 a.C.: nos dice Livio que algunos pueblos de Hispania enviaron legados a Roma que se quejaban de ser expoliados y vejados con mayor ignominia que los enemigos del pueblo romano. El Senado creó una comisión que no condenó a nadie, pero, además, aconsejó a los hispanos que eligieran a sus patronos. Los de la Hispania Citerior eligieron como patronos a M. Porcio Catón y a P. Cornelio Escipión, hijo de Cneo; los de la Ulterior a L. Emilio Paulo y a Galo Sulpicio (Livio, XLIII, 2). A partir de este momento, los hispanos tenían en Roma a patronos que miraban por sus intereses y los defendían en los juicios. Esta decisión tendría una trascendencia histórica considerable. Las relaciones de patronato tendían a ser hereditarias y, cuando los vínculos se debilitaban, una comunidad podía buscar nuevos patronos. En la fase final de la crisis de la República, César y Pompeyo fortalecieron su poder gracias a las relaciones de patronato convenidas con las comunidades hispanas. Bajo César, se inicia una modalidad de patronato que va a estar más difundida en época posterior: el patronato sobre ciudades particulares, ya que el emperador se presentará como padre y patrono de toda la población del Imperio. Un ejemplo ilustrativo de esa nueva modalidad de patronato, que implicaba con frecuencia serios compromisos económicos para los patronos, es el de Balbo, patrono de Cádiz a fines de la República; nos dice el geógrafo Estrabón que el gaditano Balbo construyó para los gaditanos una nueva ciudad para ampliar la capacidad de la pequeña ciudad antigua (III, 5, 3).
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La composición y funciones del Gobierno o Consejo de Ministros quedaban reguladas en el Título VI de la Constitución, que le asignaba la alta dirección y gestión de los servicios públicos. Pero no era un mero organismo administrativo. Como en las restantes democracias parlamentarias, el Gobierno reflejaba en la España republicana las tendencias del electorado y el equilibrio cambiante de los grupos políticos que integraban el Congreso. En definitiva, reproducía en su composición la proporcionalidad y los intereses específicos de los partidos que constituían la mayoría parlamentaria. Buena parte de los gobiernos de la República fueron sumamente débiles y dependientes de otras instituciones, lo que acarreó hondas perturbaciones al sistema político. Aunque el ordenamiento constitucional garantizaba la independencia del Ejecutivo, esto era más cierto en lo tocante a la Presidencia de la República que al Gobierno. En un sistema de partidos muy fragmentado, de coaliciones inestables y de elecciones parlamentarias frecuentes, la dependencia del Gabinete del apoyo y control del Parlamento o de la confianza del jefe del Estado llegó a ser asfixiante. En los sesenta y dos meses transcurridos entre el 14 de abril de 1931 y el 18 de julio de 1936, se sucedieron diecinueve gobiernos, con un promedio de duración de tres meses y medio, pero alguno de ellos sólo se mantuvo cuatro o cinco semanas. Dos cayeron por acción directa del Congreso de los Diputados (moción de censura o de desconfianza); cuatro por la retirada de confianza del Presidente de la República; otros cuatro cesaron como consecuencia de la apertura de nuevas Cortes o del cambio de titular de la Jefatura del Estado, ocho lo hicieron por disensiones internas entre los ministros o las coaliciones que les apoyaban, y el último cayó víctima del estallido de la guerra civil. En tales condiciones de precariedad, era muy difícil realizar una labor de gobierno sostenida. Componían el Consejo de Ministros un presidente o jefe del Gobierno, nombrado por el presidente de la República -la práctica política requería que éste lo designase tras consultar con los líderes políticos y de acuerdo con la mayoría parlamentaria, pero no siempre se cumplió esta segunda condición- y un número variable de ministros, ratificados por este último a propuesta del primero. Los candidatos a la presidencia del Consejo estaban sometidos a las mismas incompatibilidades que los de la jefatura del Estado -ni militares, ni clérigos, ni infantes reales- y durante el ejercicio del cargo debían mantenerse apartados, igual que los ministros, de toda actividad económica privada. Todos ellos eran solidarios de las decisiones adoptadas en Consejo y cada uno contraía responsabilidad individual ante las Cortes por su actuación. Las funciones básicas del Gobierno eran: elaborar proyectos de ley para su debate y aprobación en las Cortes y dictar decretos, refrendados por el jefe el Estado; ejercitar la potestad reglamentaria y proponer la reforma de la Constitución; gestionar los asuntos de interés público al frente de la Administración central del Estado; garantizar el ejercicio de los derechos individuales y colectivos de los ciudadanos españoles y acordar la suspensión temporal de garantías constitucionales en caso de peligro para la seguridad de la nación; convocar las elecciones a Cortes y a la Presidencia de la República; elaborar el Presupuesto, etc. En la práctica, el margen de aplicación de estas competencias se veía limitado por la actuación de otras instituciones, como las Cortes, la Presidencia de la República o la Generalidad catalana, y hubiera sido aún más restringido de haberse podido llevar a la práctica el régimen autonómico previsto por la Constitución. La Constitución establecía también la creación de Consejos Técnicos, a modo de órganos asesores y de ordenación económica, al servicio de las Cortes y del Gobierno. Los ministros debían consultar a estos Consejos toda medida de importancia que "afecte a las materias de su competencia, así como todo proyecto de Ley, y ellos mismos podían asumir la redacción de los proyectos". Como organismo supremo consultivo se encontraba el Consejo de Estado, institución que procedía de la Monarquía y a la que apenas se dotó de una normativa más acorde con la democracia republicana. De la etapa dictatorial procedía el Consejo de Trabajo, que asesoraba al Gobierno y a las organizaciones patronales y sindicales en materia de legislación social y que fue reorganizado por Decreto de 3 de noviembre de 1931, aunque se mantuvo su composición corporativa. Organismos nuevos fueron el Consejo Asesor de Economía y el Consejo Ordenador de la Economía Nacional, creados en julio de 1931 y abril de 1932, respectivamente, y el Gobierno dispuso desde noviembre de 1933 de un organismo asesor en materia de política exterior, la Junta Permanente de Estado, que presidía el presidente de la República y de la que formaban parte, entre otros, los presidentes del Gobierno, de las Cortes y del Consejo de Estado y el alto Comisario de España en Marruecos.
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En los comienzos del verano de 1976 estaba claro que la ruptura era imposible, pero la ruptura pactada lo era todavía más y la reforma parecía casi irrealizable si dependía de un presidente de Gobierno como Arias. Existían otros dos aspectos de la situación que permiten explicar el posterior desarrollo de los acontecimientos. Por un lado, habían descendido de manera considerable las posibilidades de los reformistas de la generación mayor pero, al mismo tiempo, se había producido una mejora importante de la imagen pública del Rey. En el momento de su proclamación, don Juan Carlos no tenía una imagen muy positiva para la mayor parte de los españoles y la oposición le solía tratar con ironía. En cambio, durante el período de gobierno de Arias creció su popularidad debido en parte a sus viajes oficiales a algunas regiones difíciles como Cataluña o Asturias. Además, se mostraba dialogante con la oposición, mientras el presidente se negaba a oírla. La presencia del Rey en Estados Unidos, en los meses de mayo y junio, le había dotado de una dimensión internacional y le había permitido ratificar el propósito que le guiaba: quería llegar a una democracia plena como las del mundo occidental con un régimen de sufragio universal. A su regreso de Estados Unidos, el Rey estaba en condiciones de llevar a cabo aquello que le hubiera resultado imposible seis meses antes. Por el contrario, las posibilidades de los reformistas de la generación mayor habían decrecido. Aunque nunca había tenido apoyo en el régimen, Areilza no había sacado nada positivo de su permanencia en el gabinete en términos políticos personales y lo mismo puede decirse de Garrigues. Todavía resultaba más patético el caso de Fraga. Él tenía un propósito reformista, aunque más limitado que el resultado final del proceso, pero, aun así, lo había visto detenerse ante el Consejo Nacional. El hecho de haber sido el ministro encargado del orden público y su carácter intemperante habían desbaratado gran parte de los apoyos con que contaba entre los sectores reformistas del régimen, sin satisfacer tampoco a los más reacios a la modificación del franquismo. En los meses venideros estaría condenado a ver cómo muchos de sus seguidores se incorporaban al centrismo suarista. Si, por su inteligencia, era consciente de la necesidad de tener contactos con la oposición, sus ataques de cólera le incapacitaban para ello. En los altercados de orden público sólo veía intentos de volcar el barco ante los que era necesario actuar con autoritarismo. Su carácter no era el más apropiado para una operación tan delicada como una transición política pero, además, resultó autodestructivo para él. Por otro lado, las relaciones entre el monarca y el presidente Arias Navarro siempre fueron invariablemente malas, y poco a poco se habían ido deteriorando cada vez más. "Me pasa como con los niños; no lo soporto más de diez minutos", parece haber dicho el presidente a un colaborador íntimo. En el mes de abril Arias realizó unas declaraciones por televisión en las que mostró una agresividad innecesaria respecto a la oposición, a la vez que anunció la celebración de un referéndum en otoño y elecciones en la primavera siguiente. También se mostró irritado en contra de alguno de los ministros más reformistas de su Gobierno; en el mes de junio se indignó cuando supo la afirmación de Manuel Fraga en el sentido de que el PCE finalmente sería legalizado. Pero aún debió sentirse más aislado al conocer las declaraciones que había hecho el monarca a un periodista norteamericano en la revista Newsweek. Para Juan Carlos I su presidente era "un desastre sin paliativos": estaba polarizando a los españoles y ello sólo podía tener como consecuencia dificultar la transición. A pesar de ello el Rey todavía esperó unas semanas. Areilza cuenta en sus memorias que a comienzos de julio el monarca le había dicho: "Esto no puede seguir, so pena de perderlo todo... Yo tenía que tomar una decisión, pero la he tomado... Ya estás advertido y te callas y esperas". Inmediatamente después se produjo y Arias Navarro no ofreció resistencia al deseo del monarca. La versión oficial de su abandono de la Presidencia fue que se había producido a petición propia, oído el Consejo del Reino y previa aceptación por el Rey; pero, como apunta Areilza, fue exactamente al revés. Desde el momento inicial el reformismo de Arias se había demostrado imposible. Sin embargo, no sólo los historiadores sino también los protagonistas mismos del momento coinciden en señalar que la etapa Arias jugó un importante papel en el proceso de transición democrática. Osorio ha descrito a este primer Gobierno de la Monarquía como "un Gobierno colchón entre dos períodos" y Manuel Fraga señala en sus memorias que el Gobierno "estuvo en el poder para romper monte". Preston, el historiador británico, utiliza la expresión "mal necesario" para el período en el que incluye la fase final del franquismo. Sin ninguna duda lo más relevante de este período fue que deterioró de manera definitiva las posibilidades de pervivencia del franquismo y contribuyó a presentar la reforma como inevitable, incluso para la mayor parte de la clase política del franquismo. Pero fue todavía más importante el cambio experimentado en el seno de la propia sociedad española. Durante estos meses se hizo patente la necesidad de llevar a cabo una reforma política que no fuera sólo cosmética, como hasta ahora se había venido pensando en los círculos gubernamentales. La opinión pública iba experimentando una incipiente politización y lentamente comenzaba a alinearse en torno a posturas semejantes a las existentes en países de Europa occidental. Según las encuestas realizadas en esos momentos, la mayor parte de los electores españoles estaba situada en una posición de centro. Desde el punto de vista reformista puede afirmarse que el semestre del Gobierno Arias no sólo avanzó poco sino que con toda probabilidad partió de una premisa equivocada (la de que la reforma se podía hacer sin contar con la oposición) y habría acabado en una especie de democracia controlada o incompleta que hubiera supuesto un grado mayor de conflictividad política y social. Por tanto, Fraga no tiene razón cuando asegura que la reforma proyectada por él se hubiera asentado en bases más sólidas. En los comienzos del verano de 1976 se daban ya las circunstancias más favorables para que el Rey pudiera influir de manera suficiente en el Consejo del Reino a fin de lograr que fuera promovido su propio candidato para sustituir a Arias. El procedimiento seguido por su presidente, Fernández Miranda, tendía a facilitar el proceso. Mediante agrupación en las diferentes familias del régimen franquista y un posterior proceso de eliminaciones sucesivas se formó una terna entre la que el Rey debía elegir al Presidente. Así se facilitaba la promoción de alguna persona que no fuera muy conflictiva y sin enemigos, como era Suárez en esa época. Pero ese mismo sistema dificultaba la selección en dicha terna de los reformistas que estaban en el poder, bien porque no tenían la suficiente fuerza entre la clase política del régimen como era el caso de Areilza o bien porque eran demasiado controvertidos, como Fraga. Este último tenía razón en una afirmación que hizo sobre el resultado de la crisis: "Han jubilado anticipadamente a nuestra generación". Y en realidad así fue, al menos, para esta fase de la operación política de la transición. Los políticos más jóvenes del gabinete saliente eran quienes tenían mayores posibilidades de realizar una operación reformadora en profundidad. Tres de ellos, un poco antes de la crisis, Suárez, Osorio y Calvo Sotelo llegaron a la conclusión de que uno de ellos sería el que en un futuro inmediato llegaría a la Presidencia. No cabe la menor duda de que una decisión de este tipo tenía su coherencia. La generación reformista más joven no tenía adversarios pero, además, contaba con suficiente experiencia e influencia dentro del Estado franquista y conectaba más fácilmente con los cambios que se habían producido en el seno de la sociedad española en los últimos tiempos. Todo esto no fue entendido en un principio por los medios de comunicación ni por la opinión pública. Lo sucedido fue una enorme sorpresa para todos los observadores políticos, teniendo en cuenta que el elegido era un hombre procedente del Movimiento. En esos momentos se hicieron unas críticas durísimas a la solución adoptada. Hubo quien calificó la crisis de "oriental", en alusión a la tendencia de Alfonso XIII a apoyarse en figuras de muy segunda fila. Otro comentarista, que se limitó a indicar que aquello era un inmenso error acabaría siendo ministro con Adolfo Suárez. Don Juan Carlos fue consciente de la sorpresa que causó su decisión pero también estaba convencido de que era oportuna. En cuanto a la actitud de los reformistas de la vieja generación, la interpretación de lo sucedido que parece más correcta es la que aparece en las memorias de Garrigues. Según éste, cometieron un error al no colaborar con Adolfo Suárez, pero en parte lo hicieron por desconocer sus propósitos y el grado de determinación del Rey. Como también él mismo dice, "al menos nuestra salida contribuyó a acelerar el proceso de reforma precisamente para paliar ante la opinión pública ese falso prejuicio".
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Ante una crisis política de difícil solución, el Almirante Aznar formó un Gobierno de concentración monárquica con la colaboración de los regionalistas, prometió convocar elecciones, empezando por las municipales, y dar a las nuevas Cortes el carácter de Constituyentes. También incluía en su programa de gobierno la revisión de la Constitución y la autonomía de Cataluña. Pero, si el Gobierno Berenguer había sido homogéneo y disciplinado, el presidido por Aznar fue radicalmente contrario. En él estaban representados todos los monárquicos y, dada su heterogeneidad y falta de dirección, ni siquiera parecía un gobierno. No calmó a la opinión pública y los disturbios universitarios continuaron. La convocatoria de elecciones municipales la llevó a cabo rápidamente. Se celebraron el 12 de abril y la jornada electoral fue concebida por los republicanos como un plebiscito a favor o en contra de la Monarquía. Los últimos datos que tuvo el Marqués de los Hoyos antes de la proclamación del nuevo régimen señalaban un total de 22.150 concejales monárquicos y 5.875 antimonárquicos. En ocho provincias, entre ellas las cuatro catalanas, el número de concejales republicanos era superior al de los monárquicos. Las capitales de provincia habían proporcionado una clara victoria a las izquierdas. Las diferencias en votos a favor de los antimonárquicos eran todavía mayores que en concejales. El sistema caciquil había colapsado y por primera vez en España el Gobierno era derrotado en unas elecciones. Habían votado aquellas zonas en las que existía opinión pública y se habían pronunciado en contra de una Monarquía que sólo estaba representada a nivel local por los caciques. En el medio rural no se había votado por la Monarquía, se había continuado sin votar, como demuestra el hecho de que se aceptó de manera pasiva el cambio de régimen.
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Tras el abandono del poder de Primo de Rivera sucedió uno de los procesos políticos más complicados que cabe imaginar: el tránsito de una dictadura a la normalidad constitucional de 1876. Primo de Rivera no sólo no fue capaz de imaginar un nuevo sistema político sino que deterioró a la Monarquía y al limitado sistema liberal existente. Pero el colapso de la Monarquía, que sorprendió tanto a sus partidarios como a sus adversarios, no fue consecuencia tan sólo de la dictadura precedente sino también de la forma que tuvo Berenguer de enfocar el proceso transicional. El error fundamental que cometió consistió en no haber comprendido que la misma existencia de la Dictadura probaba, sin lugar a dudas, que no podía restablecerse la situación previa al golpe de Estado. El general Berenguer, que se había significado por su moderada oposición a la Dictadura, era el más liberal de los tres candidatos que Primo de Rivera le había presentado al Rey para sucederle. Cuando anunció sus propósitos de una vuelta a la normalidad constitucional fueron muy bien recibidas sus medidas liberalizadoras por la opinión pública, pero desde un primer momento fue posible detectar graves deficiencias en su gobierno. Él no era un político y eso hacía prever que la inquina contra el Rey de la vieja política perseguida no iba a desaparecer y que el general carecía de la habilidad estratégica necesaria. El propio Berenguer se quejó en sus Memorias de la reserva y apartamiento de una buena parte de los políticos monárquicos, sobre todo de los liberales. Pero la vuelta a la legalidad constitucional se hacía de forma tan lenta que hasta se llegó a dudar de que ese fuera su propósito. Los comentaristas calificaron al sistema de Gobierno como una "dictablanda". Esta lentitud hizo que cada mes que pasaba supusiera un deterioro de su popularidad, hasta tal punto que es muy posible que una mayor decisión y rapidez hubiera evitado el abandono de la Monarquía por parte de algunos políticos. A la hora de formar gobierno, Berenguer sólo tuvo el ofrecimiento franco y desinteresado del sector más caduco del caciquismo conservador, el de Bugallal. Por tanto, su Gobierno se apoyaba en la corrupción política que era tradicional en el mundo rural. También su política económica era anacrónica, como lo demuestra el hecho de que, deseoso el gabinete de mantener una estricta política presupuestaria, uno de sus ministros se vanagloriaba de que durante su mandato no se había subastado ni una sola obra pública más, con lo que se contribuía al aumento del paro. Pero, ¿era inevitable una vuelta a la legalidad constitucional? Dentro del marco de la Monarquía, había otras soluciones que hubieran sido más renovadoras y que quizá el Rey las hubiera aceptado. Fueron éstos los momentos de la vida de Alfonso XIII en que la decisión resultó más difícil. Es posible que, de haber podido, hubiera abandonado el trono, pero la enfermedad del Príncipe de Asturias se lo impedía. Incluso llegó a sugerir a Santiago Alba la realización de un plebiscito sobre su persona y la reforma constitucional. Ortega y Gasset denunció esta situación política anacrónica en un artículo titulado El error Berenguer. Decía el filósofo que no es que Berenguer hubiera cometido errores, sino que otros los habían cometido con él al hacerle Presidente del Consejo de Ministros. El error Berenguer consistía en tratar de "hacer como si aquí no hubiera nada radicalmente nuevo y desde Sagunto, la Monarquía no ha hecho sino especular con los vicios nacionales, arrellanarse en la indecencia nacional". Ortega decía que ahora el pueblo español había cambiado. En este momento la opinión pública jugó un papel activo en la vida política. La agitación la produjo tanto la extrema derecha como la izquierda. La Unión Patriótica, convertida en Unión Monárquica Nacional, perdió parte de sus efectivos y criticó el régimen constitucional y parlamentario así como los proyectos de Berenguer. Sin embargo, el protagonismo de la oposición al Gobierno corrió del lado de la izquierda y, dentro de ella, de la moderada y no de la extrema. Por estas fechas, en la UGT y en el Partido Socialista predominaba la tendencia antimonárquica que representaba Indalecio Prieto, y la CNT comenzó su reconstrucción cuando a nivel provincial se autorizó su legalidad. Pero lo más grave para el régimen era que las clases medias comenzaban a mostrar un claro distanciamiento hacia la figura del Rey, a lo que contribuía la decepción sufrida por un buen número de antiguos personajes del régimen monárquico. Sánchez Guerra declaró que no deseaba servir a señor "que en gusanos se convierta" y que en la Dictadura "el impulso fue soberano"; Ossorio y Gallardo se declaró monárquico sin rey. Únicamente dos personajes políticos monárquicos pasaron al campo republicano. El primero de ellos fue Miguel Maura, que recogió así la herencia antialfonsina de su padre. El otro, menos impetuoso que el anterior y que tardó mucho más en decidirse a dar el paso, fue Niceto Alcalá Zamora. En abril de 1930 solicitaba para España un régimen político republicano, pero esencialmente conservador desde el punto de vista político, social y religioso. En estos momentos, el republicanismo histórico apenas tenía un verdadero protagonismo y lo verdaderamente decisivo fue que la idea republicana adoptó una imagen externa mucho más moderada con el apoyo de las clases medias y de una movilización política como nunca había existido en España. En agosto de 1930 se firmó el Pacto de San Sebastián, que supuso una alianza entre el republicanismo nuevo y el viejo, así como el inicio de una etapa de dirección coordinada. A partir de entonces hubo un Gobierno Provisional republicano, presidido por Alcalá Zamora, y que celebraba sus reuniones en el Ateneo de Madrid. La totalidad de los intelectuales y una buena parte del Ejército fueron los nuevos sectores que apoyaron al republicanismo. Los primeros acudieron a la llamada de una Agrupación al Servicio de la República surgida tras un manifiesto de José Ortega y Gasset, Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala y que había sido inspirada por el filósofo. En cuanto al Ejército, los republicanos se vieron favorecidos por la existencia de una protesta generalizada en algunos de sus estamentos. En diciembre de 1930 se produjo el intento de sublevación de Jaca, al frente de la cual estaban Galán y García Hernández, que se adelantaron a las previsiones de los dirigentes republicanos y fracasaron. Pero lo que había sido una derrota jugó un papel decisivo en el colapso del régimen que, capaz de resistir una conspiración militar, se derrumbó en unas elecciones municipales. El fusilamiento de los dirigentes de la sublevación de Jaca proporcionó al republicanismo unos héroes capaces de movilizar en su favor a la opinión pública. Por el problema de las elecciones el Gobierno Berenguer entró en crisis. El general pensó convocarlas a diputados para evitar librar tres batallas sucesivas en lugar de que primero fueran las municipales y las provinciales, como era lo habitual. Ante el anuncio de elecciones generales hubo una oleada de declaraciones abstencionistas desde finales de enero de 1931 que precipitaron la crisis ante la manifiesta incapacidad de Berenguer para hallar solución a tan difícil coyuntura.
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En el Manifiesto que Primo de Rivera publicó el día mismo del golpe de Estado del 13 de septiembre comunicaba que el gobierno sería encomendado a los militares o a algunos civiles que estarían colocados bajo su patrocinio. En un primer momento, el general juró el cargo ministerial como responsable único de un gobierno integrado únicamente por militares. El Directorio militar estaba compuesto por un general de brigada por cada región militar y un contralmirante, en total nueve personas. En diciembre de 1925, cuando el tema de Marruecos parecía en vías de pronta solución, Primo de Rivera nombró un gobierno formado por personas que no pertenecían a la carrera militar, en un intento de volver a un régimen de normalidad. En una carta a José Calvo Sotelo le expuso sus propósitos: se trataba de formar un nuevo gobierno a base de hombres civiles que durante un plazo de un año sería radical y expedito en el procedimiento, no convocaría elecciones y mantendría la censura. Pero las dificultades del general para llegar a elaborar un programa de retorno a la legalidad constitucional eran ya patentes en estos momentos y algo común en todas las dictaduras. En el nuevo gobierno figuraba como Ministro de la Gobernación el general Martínez Anido, antiguo amigo del Dictador, pero la mayor parte de los nuevos ministros fueron civiles. Primo de Rivera para elegir a los miembros de su Gobierno hubo de acudir a los partidos del turno, que era la única cantera de la España de entonces. José Calvo Sotelo, que procedía del maurismo y el catolicismo políticos, había ocupado un gobierno civil antes de la llegada de la Dictadura, pero, sobre todo, se había destacado en ésta por su labor en la Dirección General de Administración Local; también ocuparon puestos en este directorio civil Eduardo Aunós, que procedía del catalanismo y José Yanguas Messía, que fue diputado por Jaén de significación conservadora. Con ello afirmaba su voluntad de permanecer en el poder y no marcaba ningún camino preciso para salir del régimen dictatorial. Un año después de la constitución del Directorio civil, el Dictador intentó una vuelta a la normalidad que alteraba la legalidad constitucional. En 1926 hizo un plebiscito informal para demostrar el apoyo popular que tenía y para presionar al monarca en el sentido de que aceptara la convocatoria de una Asamblea Consultiva, no elegida, cuyo cometido sería propiciar el camino hacia la legalidad. Pero la cuestión quedó aplazada debido a la resistencia de Alfonso XIII. En septiembre de 1927, un año después del plebiscito, Primo de Rivera volvió a convocar la Asamblea Nacional Consultiva, presentándola como un procedimiento para la vuelta a la normalidad y dando un plazo para llegar a la misma. Así, la Asamblea debería preparar y presentar escalonadamente al gobierno en un plazo de tres años y con carácter de anteproyecto, una legislación general y completa que a su hora ha de someterse a un sincero contraste de opinión pública y, en la parte que proceda, a la real sanción. El Rey hubo de plegarse a ello y, finalmente, la Asamblea se reunió a partir de febrero de 1928. Estaba integrada por casi cuatrocientos miembros, de los que entre cincuenta y sesenta eran asambleístas por derecho propio o representantes del Estado. El resto lo componían representantes de las provincias y de distintas actividades de la vida nacional como la enseñanza, actividades sindicales, etc. El Gobierno nombró directamente a la mayoría de los miembros y tan sólo unos sesenta habían sido antes parlamentarios o ministros. La Asamblea tenía encomendadas dos tareas: por un lado, producir unas nuevas instituciones y, por otro, ejercer una labor fiscalizadora del gobierno. Sus trabajos se desarrollaban a través de secciones y no en plenarios. La sección que tuvo un trabajo más continuado fue la de Leyes Constituyentes a fin de elaborar un nuevo texto constitucional, pero en ningún momento existió un criterio común entre sus miembros respecto al futuro régimen constitucional que habría de tener el país. Finalmente se redactó un anteproyecto que contenía claras limitaciones al ejercicio de los derechos, como corresponde a una Constitución de carácter autoritario. La representación nacional se realizaba a través de una cámara única en la que la mitad de los diputados eran de elección corporativa o nombramiento real y el resto sería elegido por sufragio universal. Pero esta fórmula constitucional poco tenía que ver con los deseos del mismo Primo de Rivera, que no aspiraba a un aumento del poder real en perjuicio del propio. Tampoco el proyecto coincidía con el fascismo: Primo de Rivera envió el texto a Mussolini, quien le respondió afectuosamente pero, en realidad, pensaba que poco tenía que ver esa fórmula con lo que él había intentado en Italia. En resumen, lo que acabó por arruinar a la Dictadura como fórmula política fue su propia incapacidad para encontrar una fórmula institucional diferente a la del pasado.
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Las condiciones del acceso al poder en la Península Ibérica de un descendiente de los omeyas de Damasco son enormemente conocidas y apenas es necesario recordarlas. La revolución abasí en Oriente había llevado a la masacre de la mayor parte de la dinastía o clan omeya. Sin embargo, cierto número de los miembros de esta familia logró huir, especialmente hacia Occidente. Entre ellos un joven de unos veinte años, Abd al-Rahman b. Muawiya b. Hisham b. Abd al-Malik (Abderramán) que era, como indica su nasab (cadena genealógica), el nieto del califa Hisham b. Abd al-Malik, décimo califa de Damasco que había reinado del 724 al 743. Su madre era una de aquellas mujeres beréberes tan apreciadas por la aristocracia árabe oriental y era lógico que buscara refugio en este Magreb que, en plena disidencia jariyi, estaba en trance de escapar de la autoridad del califato oriental. Acompañado por Badr, un fiel liberto, pasó algún tiempo en Qairawan, gobernado entonces por Abd al-Rahman b. Habib al-Fihri. Temiendo éste los posibles disturbios provocados por la presencia del prestigioso omeya, abandonó la capital para refugiarse entre las tribus beréberes y finalmente, según parece, en el norte del Marruecos actual, entre los nafza a los que pertenecía su madre, luego en un territorio llamado Mughila, nombre de otra tribu beréber. Según parece, al no conseguir resultados concretos en el Magreb, pensó orientar sus ambiciones hacia al-Andalus. De hecho, en al-Andalus residía un pequeño núcleo de unos quinientos clientes (mawoli) omeyas integrados en el yund árabe establecido en ella. Badr había venido para establecer contactos y se negoció primero la llegada del príncipe omeya con al-Sumayl, el jefe de los árabes qaysíes que ostentaba el poder en el país como se ha visto más arriba, y que entonces era gobernador de Zaragoza. Pero éste, después de alguna vacilación, no aceptó. Habría dicho entonces del pretendiente omeya la frase tan frecuentemente repetida: "pertenece a un clan (qawm) de tal importancia que si cualquiera de éstos orinara en la Península, tanto yo como vosotros nos ahogaríamos en la meada". Los clientes omeyas buscaron entonces a los yemeníes, que sólo aspiraban a vengarse de los qaysíes cuyo liderazgo difícilmente soportaban y prepararon el paso de Abd al-Rahman a la Península. Este paso se habría efectuado a bordo de un bote de pesca, en el otoño del año 755, hacia el puerto de Almuñécar. Establecido entre sus clientes que residían en la región de Elvira (Granada), el príncipe omeya, a la vez que mantenía con los enviados del gobernador Yusuf al-Fihri vanas negociaciones, reunió alrededor de él a numerosos yemeníes y beréberes llegados de todo al-Andalus, se hizo proclamar emir en Rayyo (provincia de Málaga) tras lo cual se encaminó hacia Córdoba después de haber recibido refuerzos de los numerosos contingentes llegados de Sevilla y de al-Gharb. La victoria de al-Musara sobre las fuerzas qaysíes de Yusuf y de al-Sumayl le abrió la capital, donde se instaló en mayo del 756. Desde ese momento comenzó una larga lucha del nuevo emir para mantenerse en el poder. Al día siguiente de la batalla de al-Musara, su indulgencia hacia la familia de Yusuf había provocado el descontento de los yemeníes, que le habían acusado de parcialidad proqaysí y habían pensado eliminarle. Se debió organizar con toda prisa una guardia omeya y beréber capaz de protegerle contra un eventual golpe. El retorno de Yusuf y al-Sumayl con refuerzos -habían reorganizado un ejército qaysí en Toledo- le devolvió temporalmente el apoyo de los yemeníes, pero se negoció una paz en julio de 756, antes de que los dos ejércitos llegaran a la batalla decisiva que se presagiaba. Un tratado por escrito consagró la unión formal de Yusuf y al-Sumayl con la autoridad omeya. Se les autorizó a residir en Córdoba e inscribirse en el diwan para percibir pensiones militares seguramente importantes, mientras que los hijos de Yusuf se quedaron como rehenes en palacio. El emir Abd al-Rahman al-Dajil (el inmigrado) obtenía así un equilibrio precario entre los dos grupos o partidos tribales que se habían enfrentado desde hacía diez años en la Península. No se podía fiar ni de uno ni de otro, pero podía contar con el apoyo constante de sus fieles clientes omeyas reforzados, si fuera necesario, con otros partidarios de su causa, en la que los beréberes parecen haber tenido un notable papel.
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Uno de los mayores acontecimientos de la historia del mundo musulmán medieval se produjo a comienzos del año 929 (final del año 316 de la hégira): la proclamación del califato de Córdoba por el emir Abd al-Rahman III, séptimo sucesor de su homónimo y fundador de la dinastía establecida desde el año 756 en al-Andalus. Este mismo año se reanudó la acuñación de dirhams, interrumpida durante unos treinta años, y se inauguró la de los dinares, nueva en al-Andalus. Ambas monedas designaban al soberano como Amir ai-Mu'minin. Este reconocimiento o restauración del título califal por los omeyas de Occidente no era una simple peripecia política en la historia de la dinastía ni en la cuenca occidental del Mediterráneo. Se podría considerar esta restauración como puramente simbólica o como un asunto de política interna y desde este punto de vista sería la consagración de la victoria definitiva que el poder cordobés había logrado unos meses antes sobre la interminable revuelta de Ibn Hafsun (la toma de Bobastro tuvo lugar en 21 dhu 1-qa,da 315/enero del 928 y la visita de Abd al-Rahman III al lugar de los hechos y la exhumación de los restos del gran rebelde se hicieron en muharram 316/marzo 928). Marcaría también el restablecimiento de la autoridad del poder central de Córdoba sobre la mayor parte del territorio y anunciaría la rendición de las últimas disidencias como la de Badajoz y de Toledo, que ya eran previsibles. Pero es preciso resaltar que este acontecimiento tuvo, además, otra dimensión. Por una parte, sólo se le encuentra explicación en el contexto general, especialmente perturbado, del mundo musulmán de los primeros decenios del siglo X y podríamos pensar que no hubiera sido posible al margen de estos aspectos político-religiosos de alcance internacional. Por otra parte, la naturaleza misma del poder dinástico cambió a causa de este acontecimiento, y el alcance histórico y cultural de la baya o reconocimiento y adhesión del pueblo a los califas de al-Andalus fue inmenso. Sin aceptar las tesis ni el método que ha desarrollado Gabriel Martínez Gros en su obra sobre la "Ideología omeya", me parece que este libro muestra bastante bien la ambición implícita o explícita del califato de Córdoba -en tanto en cuanto era un poder teóricamente universalista- de emprender en el espacio que le rodeaba una verdadera reconstrucción del mundo, en el orden geopolítico y cultural, parecida a la que emprendieron, en la misma época, los fatimíes y sobre todo a la que había caracterizado a los abasíes siendo esta última, en gran parte, fundamento de la civilización musulmana. Estas pretensiones, aparentemente desmesuradas en relación con el alcance político real de un poder cordobés que sólo logró imponerse en el Magreb occidental representaron, en el orden intelectual y artístico, los fundamentos de la cultura andalusí, considerada como una de las dimensiones esenciales de la civilización arabo-musulmana. Podemos pensar que sin el califato de Córdoba ni Ibn Hazm ni Ibn Rushd (Averroes), ni la transmisión del saber árabe al Occidente cristiano habrían existido. Tampoco habrían existido, con toda probabilidad, el arte almohade, extraordinaria síntesis de las tendencias artísticas beréberes y andalusíes en el espacio geográfico que los omeyas habían empezado a unificar y del cual se derivaron tanto el arte de la Alhambra como cualquier arte posterior del Magreb. En la carta que mandó el soberano a los gobernadores de provincias para anunciarles la restauración del califato, invocaba el derecho del soberano omeya al título de Amir al-Mu'minin (Príncipe de los Creyentes) que otros habían usurpado. Abd al-Rahman III, por primera vez entre los omeyas de Córdoba, tomó un sobrenombre o laqab, el de al-Nasir li-Dini Allah (el defensor de la religión de Dios). Se situaba así al nivel de los otros dos califatos existentes entonces en el mundo musulmán. En primer lugar, por supuesto, se refería al califato abasí de Bagdad, cuyos título y legitimidad no habían sido contestados abiertamente por los emires de Córdoba hasta entonces. En segundo lugar al de los fatimíes de Qairawan, proclamado en el 910, que fue sin duda la justificación implícita de la instauración del título califal en al-Andalus. El fuerte poder shií, instalado desde hacía una veintena de años en el Magreb, representaba indiscutiblemente un peligro para el Islam ortodoxo -sunní- en Occidente. Una propaganda mahdí, en la que sin embargo es difícil ver una influencia propiamente fatímí, secundó la revuelta de Ibn al-Qitt en el año 901. Ibn Hafsun había reconocido también formalmente el califato fatimí y, después de la toma de Bobastro, el soberano omeya hizo destruir la mezquita que había edificado allí al comienzo de su revuelta "de modo que fue arrasado y quemado el mimbar desde donde se había bendecido al apóstata y perversa estirpe, y mencionado a su aliado, el shií Ubayd Allah, a cuya cuerda había querido asirse, haciéndose de su partido (Muqtabis)". Sin embargo, no hay que exagerar la amenaza ideológica ni siquiera la social que representaba el movimiento fatimí para la Península. No se perciben tales influencias en el movimiento masarí, que se desarrolla en esta época en las zonas berberizadas situadas al norte de Córdoba. Tal vez fuera en el aspecto militar y probablemente en el económico en los que el califato fatimí parecía más peligroso a corto plazo. En el año 917 sus ejércitos se habían apoderado temporalmente de la ciudad de Nakur, puerto activo en la costa mediterránea de Marruecos actual donde desembocaba parte del comercio de África occidental y cuyos emires fueron siempre fieles aliados de Córdoba. Después del 922-923, las fuerzas leales a Qairawan invadieron el Magreb occidental, partiendo desde la ciudad de Tahart que habían conquistado nada más formarse la dinastía y se apoderaron de Fez, de donde expulsaron a los idrisíes. Las relaciones humanas y comerciales eran constantes a ambos lados del estrecho, y el poder cordobés, cuyos súbditos visitaban asiduamente las costas del Magreb, no podía permanecer indiferente a esta progresión. Desde antes de la proclamación del califato, en el 924, Abd al-Rahman había intentado aliarse con los jefes zanatas Banu Jazar -establecidos en los actuales confines argelino-marroquíes- que luchaban contra los fatimíes y luego mandó que se ocupara Melilla. En el año 931, las tropas andalusíes entraron en Ceuta, donde se levantaron fortificaciones importantes. Desde entonces se establecieron en las dos ciudades guarniciones andalusíes con carácter permanente y el califato omeya desplegó grandes esfuerzos para contener lo mejor posible el avance fatimí, siguiendo en su política de alianzas con las tribus Magrawa-Zanata del Magreb occidental, hostiles a los Sanhaya del centro que sostenían el poder fatimí.
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P. Aelio Adriano, también originario de Italica, fue el segundo emperador promovido por el clan de senadores hispanos. Casado con Sabina, sobrina de Trajano, hizo una brillante carrera política durante el gobierno de éste: fue tribuno de la plebe (105), pretor (106), legado de la legión I Minervia en la guerra dácica (106), legado provincial en Panonia inferior (107), cónsul sufecto (108) y legado de Siria (117). La historiografía antigua atribuye a la mujer de Trajano, Plotina, el conseguir del emperador, que no tenía hijos, la adopción de Adriano. No es posible conocer el alcance del rumor sobre la desaprobación de tal adopción por un sector de los senadores; en todo caso, el supuesto o real descontento no se reflejó en actos públicos y la sucesión se realizó sin traumas. Todas las noticias de los autores antiguos reflejan cierta hostilidad de un sector de los senadores hacia Adriano. Sería simplificador atribuirlo a un acontecimiento o a una causa única. El cuerpo senatorial se encontró con muchas novedades introducidas por este emperador, unas incomprendidas y otras negativas a los intereses de algunos senadores. Desde Augusto había existido un consejo privado del emperador, inicialmente compuesto por senadores. Con los Flavios se advierte la participación en el mismo también de caballeros. Adriano da un carácter institucional a este consilium Principis al asignar a sus componentes un sueldo regular, obligarles a reuniones periódicas y atribuirles amplias competencias en la preparación y toma de decisiones con valor de leyes, constituciones. Desde este momento las decisiones del emperador y las de su consejo se confunden. El Senado sigue siendo formalmente consultado, pero la profesionalidad y preparación técnica de los componentes del consejo privado imperial no encuentran condiciones equivalentes entre el conjunto de los senadores, pues los mejores de éstos forman parte del consejo imperial.