A pesar de la dificultad de estructurar el arte románico en etapas, en general se acepta la existencia de un tercer momento, tardío y de diversa duración e importancia según el área geográfica de que se trate. Será a partir del último tercio del siglo XII y buena parte del siguiente cuando en la Europa occidental, o más concretamente en los territorios cristianos de la Península Ibérica, una serie de monumentos refleje cambios de distinto alcance, alejándose del llamado románico pleno y acercándose, en algunos casos, al gótico. En Cataluña, las catedrales de Tarragona y Lleida constituyen dos de los ejemplos más representativos de esta fase, aunque cuentan con precedentes muy significativos. Sobre ambos conjuntos centraremos la atención en estas páginas, no sin acercarnos previamente al contexto general catalán y sin olvidar los problemas que ha planteado a los historiadores del arte el definir estos momentos de cambio. Así, cabe relativizar el uso del término fin del románico. Sirve para acomodarse a una periodización ampliamente asimilada, sin que ello conduzca a la idea de que nos encontremos ante manifestaciones de una fase terminal. Está muy claro que, aparte de los que vamos a tratar, conjuntos arquitectónicos y escultóricos como los de la catedral vieja de Salamanca, Santo Domingo de Soria o el Pórtico de la Gloria de Santiago de Compostela, obedecen a un estadio artístico distinto del que observamos en buena parte del claustro de Silos (primer taller), en San Martín de Frómista o en la portada de Santa María de Ripoll, que nadie duda en calificar de románicos. Los investigadores han intentado bautizar esta etapa a fin de reflejar las novedades que conlleva y los caminos que abre hacia el gótico, hasta el punto de que, en algunos casos, se ha dicho que ciertas manifestaciones pueden pertenecer a un arte con entidad propia. Un claro síntoma de las dificultades que conlleva la definición del arte catalán -e hispánico- desarrollado entre las fechas marcadas es la diversidad de términos que se han intentado aplicar: románico tardío, disolución del románico, protogótico y arte o estilo 1200, entre otros, sin olvidar el calificativo de transición, todavía utilizado. A su vez, es elocuente el hecho de que numerosos conjuntos de la época, incluidas ambas seos catalanas, se encuentran analizados en obras dedicadas tanto al románico como al gótico. En cualquier caso, será el conocimiento de cada obra lo que pueda avalar la adecuación de los términos citados. De esta manera, y de ahora en adelante, la referencia cronológica puede ser la base para situar este periodo de transformaciones, cuyo núcleo es el cambio de siglo, al que pertenecen la Seu Vella de Lleida y la catedral de Tarragona. Estos dos conjuntos catedralicios son, sin duda, las dos empresas constructivas más ambiciosas llevadas a cabo en Cataluña durante el siglo XIII. Empresas que no podemos desligar de lo sucedido artísticamente durante el último tercio de la centuria anterior, y que parecen encabezar la complejidad que caracteriza el Doscientos. Además, desde mediados del XII se desarrollaban los grandes conjuntos cistercienses, Poblet y Santes Creus, así como el de Vallbona de les Monges, sin olvidar que en Sant Cugat del Vallés y en Barcelona se estaban realizando importantes obras, para citar sólo algunos de los casos más significativos.
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El almirante Nimitz, que había ocupado las Aleutianas, deseaba seguir aproximándose al archipiélago japonés pero Mac Arthur convenció a Roosevelt de que era primordial conquistar las Filipinas, a las que el Senado prometió la independencia tan pronto como pisaran su suelo los soldados americanos. El primer desembarco tuvo lugar en octubre de 1944 en la isla de Leyte y la escuadra japonesa aprovechó la ocasión para intentar una batalla decisiva contra la americana. La batalla del golfo de Leyte constituyó la mayor batalla naval de la Historia, enfrentándose 282 buques de guerra que desplazaban más de dos millones de toneladas. Las fuerzas japonesas, mandadas por los almirantes Aca, Kurita y Nashimura, se enfrentaron a la VII (Kindaid) y III (Halsey) Flotas. Se resolvió en choques aislados y demostró que la flota japonesa había quedado anticuada, con radares primitivos y sus enormes cañones ineficaces. Allí jugó su última baza y perdió numerosos buques, entre ellos el acorazado Musashi de 70.000 toneladas, que se hundió con 1.023 tripulantes. Los americanos pagaron cara su victoria, en parte por la acción de los kamikaze, pilotos suicidas que, aunque habían aparecido anteriormente, aquí actuaron de forma organizada. La conquista de Filipinas se prolongó hasta febrero de 1945 y constituyó la batalla más larga y sangrienta del Pacífico. Costó 20.000 muertos, 10 buques de guerra y 2.000 aviones americanos y 230.000 muertos, 30 buques de guerra y 5.000 aviones japoneses. Mac Arthur ocupó Leyte y Mindoro a fin de dividir el archipiélago en dos partes e impedir que Yamashita pudiera mover sus reservas. Después, inició una conquista que requirió 38 grandes operaciones anfibias y otras menores. La guarnición de Manila presentó una durísima resistencia casa por casa durante un mes, mientras los kamikaze y los hombres-rana atacaban a los barcos americanos. Como años atrás los americanos, ahora los japoneses se defendieron en Corregidor, que fue machacada por 3.128 toneladas de bombas, además de los cañones navales. Después del primer ataque testimonial de 1942, no se había vuelto a bombardear el Japón hasta junio de 1944, cuando 50 aviones B-29 atacaron Yawata, sede de la industria del acero. A finales de agosto se terminó una pista en Saipan (Marianas), donde se instalaron doce B-29 que, un mes más tarde, comenzaron sus ataques. En marzo de 1945 los aviones de Saipan eran ya 300 y abandonaron los bombardeos diurnos para atacar de noche y a poca altura. Dada la escasa presencia de cazas, el Estado Mayor americano calculaba que los bombardeos bastarían para colapsar la industria japonesa; sin embargo, se prefirió desembarcar en las islas. Los B-29 realizaron unas 20.000 salidas y lanzaron 104.000 toneladas de bombas sobre las 66 ciudades principales y otras 29.400 sobre instalaciones industriales. Desde marzo de 1945 el bombardeo empleó artefactos incendiarios, mucho más dañinos sobre las inflamables ciudades japonesas. Un sólo bombardeo, el 9 de marzo, arrasó la cuarta parte de Tokio y, en los siguientes días, fueron atacadas Osaka, Kobe y Nagoya, hasta agotar todas las bombas incendiarias del arsenal de las Marianas. En julio se triplicó el número de bombas de marzo y se lanzaron minas náuticas contra el tráfico costero. Más de 8.500.000 japoneses huyeron al campo, la industria se resintió seriamente y la última ofensiva aérea y submarina hundió 1.250.000 toneladas de barcos.
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Zaragoza va a ser el segundo centro artístico en importancia de España, después de Madrid, en la difusión de la sensibilidad rococó en la pintura. La labor de difusión de las formas y colores del rococó romano-napolitano emprendida por José Luzán tras su regreso de Nápoles (1735), así como la ejecución por Antonio González Velázquez de los frescos de la cúpula de la Santa Capilla de El Pilar (1752-53), que suponía el definitivo triunfo de esa estética, reforzada por las aportaciones de Giaquinto, explican el triunfo de la pintura rococó a orillas del Ebro y su trascendencia. Los frescos de González Velázquez y las obras de Luzán se convirtieron en referente obligado para los importantes discípulos aragoneses del maestro zaragozano. José Luzán Martínez (1710-85), aparte de su actividad docente en la Academia de la Primera (1754) y Segunda (1771) Juntas Preparatorias, en las que enseñó a los mejores pintores aragoneses, que alcanzarían cargos y honores en la Corte (Francisco Bayeu, Goya, Beratón, el platero Antonio Martínez), desarrolló una intensa actividad como pintor. Su personal estilo, inconfundible, de formas blandas y tintas cálidas y luminosas, de procedencia napolitana, refleja las referencias de su maestro Mastroleo y de Sebastiano Conca, sobre todo, reforzadas luego, aunque sin tanto peso, por Giaquinto y González Velázquez. En 1750, los dos grandes cuadros murales de la capilla de Nuestra Señora de Zaragoza la Vieja, en la iglesia de San Miguel de los Navarros, así como las hermosas pechinas con Las cuatro mujeres fuertes de la Biblia, constituyen un hito de su producción. Luego vendrían las pinturas de las Puertas del Armario del Tesoro (1757) de La Seo; los grandes cuadros de la capilla de San Jerónimo (1762-64) de la catedral de Huesca; varias versiones de la Venida de la Virgen del Pilar, en Zaragoza y en el Palacio Real de Madrid, entre otras obras destacables. La culminación de su producción es, sin duda, el gran cuadro del retablo de la iglesia del Hospital de Convalecientes de Zaragoza (actual Hospital Provincial), donde representó a Nuestra Señora con la advocación de Salus Infirmorum (hacia 1770-75), obra pletórica de dinamismo y frescura de colorido, inspirada en composiciones de Conca, que le hacen merecedor de ocupar un lugar destacado en el panorama de la pintura rococó en España. Entre sus discípulos prendió con fuerza la sensibilidad rococó. Ya nos hemos referido a Juan Ramírez entre el círculo madrileño de seguidores de Giaquinto. El más destacado de los giaquintescos en Zaragoza fue, sin duda, Francisco Bayeu y Subías (1734-1795), que estaba llamado a convertirse en el mejor pintor español del siglo XVIII después de su cuñado Goya. La primera etapa zaragozana de Francisco Bayeu refleja con rotundidad el dictado estético de Giaquinto, a quien Bayeu conocería ya en 1753, cuando ayudaba a Antonio González Velázquez en la cúpula de la Santa Capilla. Aunque no esté documentada hasta el momento, creemos que debió existir una estancia madrileña de Bayeu anterior al concurso de la Academia de 1757. Posiblemente estuviese una temporada en Madrid, reclamado por Antonio González Velázquez, o por el mismo Giaquinto como ayudante, lo que le permitiría hacer las copias de modellini de Giaquinto que se conservan en la Real Sociedad Económica Aragonesa de Zaragoza y en otros lugares. Así se explicaría la total admiración por Giaquinto que se aprecia en La tiranía de Gerión (1757), obra que enviada desde Zaragoza para un Premio Extraordinario convocado por la Academia de San Fernando mereció el premio por unanimidad, al retirarse los demás concursantes ante la superioridad manifiesta de la versión de Bayeu. La Academia, consciente de su indudable valía artística, concedió a Francisco Bayeu una pensión en septiembre de 1758, para que completase su formación en Madrid, bajo las orientaciones de Antonio González Velázquez. Dos meses escasos la disfrutó, pues las desavenencias con el maestro y su inasistencia a clase por motivos económico-familiares hicieron que la Academia le forzase a renunciar a la pensión a mediados de diciembre de ese año. Con cuatro hermanos dependiendo económicamente de su trabajo, pues habían quedado en total orfandad, regresó Bayeu a Zaragoza, donde, entre 1759 y 1763, se convirtieron él y su maestro Luzán en los pintores más acreditados y con más encargos pictóricos. Para el arzobispo de Zaragoza, Añoa y Busto, con destino a la capilla del palacio arzobispal, había pintado en Madrid una hermosísima Inmaculada (1758), de composición y factura claramente tomadas de Giaquinto. Pintó series de cuadros sobre la Pasión de Cristo y el Vía Crucis para la iglesia dominicana de San Ildefonso de Zaragoza -seis de esta última se guardan en el Museo de Zaragoza-; también frescos y lienzos para las cartujas de La Concepción y de Aula-Dei, próximas a la ciudad; o para el monasterio de Santa Engracia, entre otras. Precisamente, de la decoración de la iglesia de este monasterio conserva el Prado un modellino que representa a La Virgen y la Santísima Trinidad en la Gloria y era el del luneto al fresco que hubo sobre el altar mayor, pleno de fuerza compositiva y cálido colorido romano-napolitano. En esa etapa juvenil zaragozana demostró ser Francisco Bayeu el mejor y más útil seguidor de Giaquinto en España y, si bien pronto renovaría su léxico formal en clave clasicista, siguiendo a Mengs, nunca olvidó su admiración por el maestro de Molfetta. Si sus frescos primeros en el Palacio Real, como La Rendición de Granada (1763), o La Caída de los Gigantes (1764), todavía deben mucho a Giaquinto, los bocetos preparatorios de sus frescos y otros lienzos de altar, y sus retratos familiares mostrarán esa pincelada corta, nerviosa y empastada, que aprendiera de Giaquinto. La razón no eliminó totalmente esos recuerdos de juventud rococós. Francisco Goya (1746-1828) también tuvo sus inicios pictóricos en contacto con lo rococó, de la mano de Luzán y de Francisco Bayeu, como se comprueba en obras juveniles como la Aparición de la Virgen del Pilar a Santiago (hacia 1766-69, colección particular, Zaragoza), o su gemela La Sagrada Familia o Triple Generación (colección marqueses de La Patina, Jerez). El influjo de Giaquinto se detecta también en las series de Los Padres de la Iglesia Occidental de Muel y de Remolinos, y con unos planteamientos más clasicistas en los frescos de la cartuja de Aula-Dei (1774). Por otra parte, Goya sería el único pintor español que apreciase la obra pictórica de Tiépolo, y asumiese sugestiones suyas, tanto compositivas como cromáticas, en sus grandes decoraciones al fresco. Pero la sensibilidad rococó también impregnó la obra de pintores zaragozanos y aragoneses como Braulio González, Ramón Almor, Diego Gutiérrez, José de Liñán, Juan Andrés Merclein o Fr. Manuel Bayeu, entre otros.
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Centro singular de gravitación e irradiación de lo plateresco es Salamanca, cuya nueva Catedral, punto de referencia para toda la arquitectura religiosa, se acomete en 1512 con trazas enteramente góticas. Los nuevos aires se dejan sentir primero en construcciones de carácter civil, pasando de inmediato a contaminar todas las creaciones artísticas. Tímidas y dispersas son aún las aplicaciones decorativas de la Casa de las Conchas -obra de tipología y apariencia medieval-, con motivos laureados en las ventanas y en las enjutas de su muy gótico patio, cuyas columnas se trajeron al parecer de Italia. Pero es en la portada de la Universidad, obra capital de nuestro Plateresco, donde se aprecia un espíritu de renovación que refleja la emergente cultura humanística. El planteamiento estructural obedece todavía a modelos tradicionales, en una disposición colgada sobre dos puertas escarzanas y rematada con una adornada crestería de flameros y pináculos, y viene a configurar un notable tapiz, cuajado de grutescos y formas a candelieri, de interesante valor iconográfico y en el que la trama y la orla son góticas y la labor renaciente. Son muchas e irreconciliables las lecturas que se han hecho de esta fachada parlante, supuestamente concebida por el erudito Fernán Pérez de Oliva, cuyos bustos, escudos, efigies y figuras mitológicas expresan cuando menos la tutela real (Los reyes a la Universidad y ésta a sus reyes, reza la leyenda griega del clípeo de los monarcas) y la noción de la Universidad como casa de la virtud, de la armonía y de la ciencia. Interesantes son también la ornamentación de la escalera, con relieves que reproducen motivos clásicos o estampas flamencas, y los antepechos de la galería alta del patio, con inconexos jeroglíficos del amor, de la templanza o el triunfo del tiempo, tomados de la "Hypnerotomacchia Poliphilii". De carácter colgante es también la decoración de la portada de las Escuelas Menores (1533), sobre un doble arco de perfil gótico y análoga en motivos y plasticidad al cuerpo alto de la fachada universitaria. La solución surge en el devenir de los enmarcamientos con alfiz a entablamentos sostenidos por adornadas pilastras mensuladas (casas Solís, Maldonado Morillo, etc.), que en ocasiones mantienen una molduración gótica (convento de las Dueñas). Ejemplo excepcional es la portada de la iglesia de Sancti Spiritus (1541), desprovista ya de resonancias goticistas -excepto en pequeños doseletes- y pródiga en imaginativos grutescos y relieves. Artista destacado es Juan de Alava, discípulo y continuador de Juan Gil en la catedral nueva y primer arquitecto de don Alonso de Fonseca III, cuyo mecenazgo acoge a muchos de los más importantes arquitectos del momento (Rodrigo Gil, Covarrubias, Silóe, Luis de la Vega). Alava, en realidad Juan de Ibarra, se mantuvo como siempre en el más acrisolado goticismo (catedral de Plasencia, iglesia de San Esteban y capilla del colegio del arzobispo Fonseca, en Salamanca) pero nos ha dejado excelentes muestras de una utilización fluida de formas renacentistas en fachadas y portadas: en su salmantina Casa de las Muertes, ajustándose a los principios compositivos y formales de la tradición local, con cierta profusión, usando de las pilastras como bandas; y en la portada de la sacristía compostelana, con mayor sentido italianizante, bajo una inspiración cuatrocentista. Muy distinta es la ordenada y sobria fachada del Colegio compostelano de Fonseca (1532), cuya definición plástica y estructural permite pensar en Diego de Silóe, lo mismo que el llamado Colegio de los Irlandeses salmantino, excepto la capilla. Pero es en el convento de San Esteban, de Salamanca, donde el artista -a quien sucedió fray Martín de Santiago- da rienda suelta a su particular retablística y adornada concepción de las portadas, con una monumental estructura compartimentada en cuerpos y calles, bajo un poderoso arco casetonado, delimitando una superposición de arcos en la calle central (puertas y relives) y de repisas y doseletes con imágenes en las laterales, prolongadas por los contrafuertes, con notorio espíritu gótico y cierto abigarramiento. La labor, malograda luego en el tercer cuerpo, no quedó concluida hasta el siglo mi. El mismo Alava resolvió con mejor acierto y variedad este esquema en la portada norte de la catedral de Plasencia (1522-1558), entre también adornados contrafuertes, que es soporte de un dilatado y algo confuso programa iconográfico de carácter cristiano, entre grutescos e interpolaciones históricas y mitológicas. Por su variedad de elementos y profusión decorativa no difiere gran cosa de la salmantina, pero su equilibrio estructural -al margen de la hontañonesca adición del cuerpo alto- se aproxima ya a las formulaciones del estilo ornamentado. No ocurre así en la portada de la sacristía (h. 1513), donde los elementos vegetales, figurativos y agrutescados no dejan tregua, en una plana composición de articulación afín a la burgalesa puerta de la Pellejería. Obra excepcional de espíritu plateresco es el claustro irregular del convento de Las Dueñas, en el que se desarrolla un extenso ciclo de medallones con bustos cristianos, que lo significan como vía veritatis, y cuya doble galería de henchidos capiteles incluye en el cuerpo alto zapatas de inflamada y abisal decoración grutesca. La calidad de las formas tiene que ver con la decoración del inconcluso palacio de Monterrey, obra de Rodrigo Gil de Hontañón, acometida en 1539 por encargo del tercer conde de este título, en la que el prolífico arquitecto se remonta a modelos torreados de la tradición castellana y despliega en el cuerpo alto una galería de arcos escarzanos, que retomará en otras obras de carácter civil. Las formas agrutescadas, bullentes y carnosas se enseñorean de la adornada crestería, de los frisos, de los vanos y de chimeneas de inspiración francesa- Y hay aspectos dignos de consideración, como la simetría angular de los vanos, el desarrollo de éstos y la definición de pilares y columnillas. Con tales ingredientes, resulta difícil hablar de criterio manierista en un arquitecto que, por lo demás, es el último y mejor exponente de la vitalidad del Gótico. Muy distinta es la no menos adornada y más armónica fachada de la Universidad de Alcalá de Henares (1539-1553), cuyo equilibrio estructural y adecuación a la propia conformación general del edificio ha movido a pensar últimamente en una mayor contribución de Luis de la Vega, y entra ya -como las portadas de Santiago de los Caballeros (Medina del Campo -y de las Bernardas (Salamanca)- en el capítulo del estilo adornado. En el aspecto figurativo, con participación de numerosos entalladores (Jamete, Claudio Arciniega, Juan Guerra), se sigue un programa cristiano con impostaciones mitológicas en el que se ha querido ver un tono erasmista acorde con la personalidad de Fonseca. Alejada de los centros de significación artística, y aunque orientada en cierta medida hacia Toledo, Extremadura aparece en el siglo XVI en lo arquitectónico como una prolongación de lo salmantino, que se concreta incluso en obras de marcado carácter gótico, como la cacereña iglesia de Santiago. A la presencia de Enrique de Egas como arquitecto de la catedral de Plasencia, y la poco determinante de Francisco de Colonia, hay que unir las de Juan de Alava y Rodrigo Gil de Hontañón, en parte en el mismo templo, y la ya más estable. de Pedro de Ybarra, hijo de Alava, que sería Maestro mayor de la catedral de Coria y de la Orden de Alcántara. Por lo que se refiere a la presencia de las formas renacentistas, lo más destacable es lo realizado por Alava en la catedral placentina, y de no menor sentido plateresco es la puerta meridional, asignada a Silóe y realizada también para don Gutierre de Vargas Carvajal, con un imaginativo segundo cuerpo de anticlásica articulación, cuajado de grotescos y doseletes y con una ventana-hornacina colgada. Su verticalidad parece señalar que su razón es ante todo servir de decorativo nexo entre la siloesca portada inferior y la ventana. Esto mismo ocurre aún en la extraña solución que concibió Ibarra para la portada de la, catedral de Coria, en la que sucedió a los Solórzano y Bartolomé Pelayos ya en la segunda mitad de siglo. Acomodado en tierras extremeñas, Ibarra mantuvo siempre el hacer paterno, dotando de elementos platerescos a algunas de sus muchas construcciones goticistas (capilla del Comendador Piedrabuena, San Benito de Alcántara). Otras obras platescas significativas hay en la iglesia de la Consolación de Azuaga, con resonancias manuelinas, más frecuentes en Badajoz, o en las parroquiales de Almendralejo y Los Santos de Maimona. Mas la influencia temprana de lo salmantino se deja ver ya en la portada del palacio de los Golfines (Cáceres), con su alfiz escalonado enmarcando los vanos centrales y crestería con flamencos. Con él comienza la transformación facial de la arquitectura civil extremeña, que termina por adquirir gran unidad y desarrollo (Trujillo, Cáceres, Plasencia), en una sobria reordenación de los elementos tradicionales -el material pétreo empleado dificulta la labra menuda-, con portada de amplio dovelaje plano, a la que se añaden ciertos elementos renacentistas, cabezas simbólicas y motivos heráldicos, enfatizando su valor emblemático. Lo singular de lo extremeño es que estas fachadas palaciegas, dotadas con frecuencia de vanos esquinados, continuaron desarrollándose sin otra modificación que una creciente aparatosidad hasta entrado el siglo XVII, por razones endogámicas y el afán de emulación de la pequeña nobleza rural y urbana.
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En Venecia, por los mismos años que Miguel Angel y Rafael daban norma y color al Clasicismo romano impulsado por Julio II, tenía lugar el surgimiento de otro gran polo del Renacimiento clásico. Aunque la ciudad no tuvo el mecenazgo papal ni la prosperidad y significación política de la república mantuvo todos los resortes económicos tras la caída de Constantinopla, sí contó con el eficaz gobierno del Dux, bajo cuyo celo las tradiciones medievales del bizantinismo de su catedral de San Marcos y del gótico internacional dieron paso al Renacimiento. Ayudaron a fortalecerlo muchos cuatrocentistas forasteros, tanto florentinos, como Donatello y Andrea del Castagno, el paduano Mantegna o el siciliano Antonello, más los arquitectos venidos de Lombardía. La renovación del lenguaje había sido catalizada por la dinastía de los Bellini, desde el feraz dibujante Jacopo hasta sus dos hijos pintores Gentile y especialmente Giambellino, cuyo arte se prolonga los tres primeros lustros del XVI hasta 1516, junto con el pintoresco Vittore Carpaccio, cronista de la peregrinación de Santa Ursula o de escenas de burdel, cuyos escenarios urbanos, lo mismo que las procesiones de Gentile, abrieron camino a las pobladas multitudes de Veronés. En las Madonnas e historias sacras o alegóricas de Giovanni Bellini se había ido desarrollando, tras las rigideces dibujísticas de su cuñado Mantegna, una particular visión del paisaje donde, en desventaja del diseño tan cultivado de los florentinos, se impuso un colorido gayo y luminoso, reflejo de sus canales, bajo una clara luz matinal descendida de cielos azul intenso. Quien recogió de su maestro Giambellino esa tonalidad diáfana hasta convertirla en mensaje clásico, de equilibrio comparable al de Rafael y Leonardo, de quien seguramente recibió influjos a su paso por Venecia desde Milán, fue Giorgio de Castelfranco, localidad véneta de su nacimiento hacia 1478, más conocido por Giorgione. La huella de Bellini es sensible en la luz, el paisaje y la composición triangular que adopta en una de sus primeras obras seguras, la Pala de Castelfranco Véneto, conservada en su catedral, que puede fecharse h. 1505. Su escalonamiento triangular es comparable al Rafael de esos mismos días florentinos y a Fra Bartolommeo. Es una Sacra Conversación no entre la Virgen, San Liberal y San Francisco, sino de éstos con el espectador. Parecido clima presenta la Adoración de los Reyes de Londres (Galería Nacional), aunque se aparte de la estricta simetría en la composición. La novedad técnica de mayor trascendencia que aportó Giorgione al arte de pintar veneciano fue la de prescindir de bocetos y dibujos previos y aplicar directamente el color sobre tabla o lienzo. Este cambio radical sobre el comportamiento florentino lo data Vasari exactamente en 1507, por mano de Giorgione. El toque inmediato del pincel podría acarrear incorrecciones y arrepentimientos que era necesario cubrir, pero a la vez que se ganaba tiempo fundiendo la etapa inventiva y su ejecución en una sola, se lograba mayor espontaneidad, colorido y frescura. Se sabe que ya lo empleaba Giorgione en los incompletos murales del Fondaco dei Tedeschi, el centro mercantil de los alemanes frente al Gran Canal de Venecia, en los que también tomó parte su discípulo Tiziano, quien lo adoptó de inmediato. En el enigmático y sugestivo lienzo de La Tempestad, obra de las pocas documentadas del maestro hacia 1508, los exámenes radiológicos han encontrado varios pentimenti que confirman la técnica. El argumento de este cuadro ha suscitado constantes comentarios, por el especial atractivo de su paisaje a la vez tranquilo y herido por el rayo, donde un curioso lancero parece sostener un diálogo mudo con la joven madre que desnuda amamanta a su bebé. Parecido secreto encierra otro de sus cuadros indiscutibles, Los tres filósofos (Museo de Viena), de coetánea datación, donde, sin embargo, se discute quiénes son los personajes, si magos, las tres edades o tres pensadores ocasionalmente encontrados ante una caverna alusiva a Platón. El que lleva turbante se ha querido identificar con Averroes, y el geómetra sentado con Euclides, mientras el barbado escriba recuerda al Zacarías de Bellini en su iglesia veneciana. Algunas de las obras consideradas de Giorgione fueron concluidas por su discípulo Tiziano, como el Concierto campestre (Louvre), los Músicos (Pitti) o la Virgen con San Roque y San Antonio de Padua del Prado. También completó el paisaje y la sedosa sábana en que reposa la Venus dormida de Giorgione en Dresde (h. 1509-1510), inicio de la rutilante y sensual galería de la diosa del amor que produciría la escuela veneciana. Aficionado a la música y a la poesía, murió a poco de cumplir los treinta años en 1510, pero en su corta obra quedará proclamado un fértil manifiesto clasicista que Tiziano y los que le siguieron sólo tuvieron que desarrollarlo.
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Desde un punto de vista histórico, existen evidencias de vida en la región desde el 20.000 a.C., a juzgar por los descubrimientos realizados en Turrialba, Costa Rica, los cuales se continúan por los hallazgos localizados en el sur de la Baja Centroamérica, en el Lago Madden, Panamá. En cada uno de estos sitios se han descubierto, respectivamente, puntas de proyectil de tipo Clovis y cola de pescado, señalando con claridad que entre estas dos repúblicas se puede establecer la máxima difusión de dos tradiciones que proceden, la primera de Norteamérica, y la segunda de América del Sur. También existen, aunque muy escasos, datos acerca de la recolección característica del Arcaico y de los primeros procesos de domesticación agrícola. Junto a ellos, se ha detectado otro tipo de adaptaciones más orientadas hacia la vida en las costas; es el caso de Cerro Mangote (Panamá) donde existen concheros fechados hacia el 4.858 a.C., siguiendo una tradición de vida sedentaria que está identificada en ambas costas del continente americano. Por el contrario, en el interior, piedras de moler, morteros y machacadores identifican un sistema de vida más emparentado con la recolección de frutos y semillas en sitios como Copán (Honduras) y La Rama (El Salvador). La agricultura se ha fechado en algunos sitios desde fases muy tempranas; por ejemplo, en Monagrillo (Panamá) la cerámica se asoció con recolectores de moluscos establecidos en concheros hacia el 3.000 a.C. La evidencia de que disponemos señala que estuvo relacionada con el cultivo de la mandioca amarga, un producto originario de las sabanas de Venezuela y Colombia, y con una amplia distribución por las las tierras bajas tropicales de América del Sur. También el conchero Parita en la Bahía de Panamá manifiesta esta economía mixta. Por el contrario, en el norte de la región -Honduras, El Salvador y Nicaragua- se introducen productos básicos mesoamericanos (maíz, calabaza y frijol), siguiendo una pauta cultural que se venía formalizando desde tiempos paleoindios. En Chaparrón y las llanuras de San Carlos, Costa Rica, y en la Isla de Ometepe, Nicaragua, se inicia la tradición cerámica en coincidencia con esta dedicación al cultivo de plantas, apareciendo en forma de tecomates o grandes vasijas sin cuello decoradas con incisiones y bicromía zonal, que emparentan culturalmente la región con la Llanura Costera del Pacífico y Chiapas. Las cerámicas de la región de Ulúa y Los Naranjos en Honduras representan una respuesta propia en el área a la introducción de la agricultura. Sin embargo, en La Montaña, hacia el sur son más característicos los budares, grandes platos planos asociados con el proceso de transformación de la mandioca. Durante el Formativo Medio y Tardío se produce un cambio en la orientación económica de las poblaciones centroamericanas desde el mar al interior. En la región del Pacífico aumenta la complejidad cultural originada por la influencia de la cultura olmeca, que se distribuye por regiones occidentales de Honduras y El Salvador. Esta especial relación con el área metropolitana olmeca se condensa en aquellos sitios bien emplazados en relación con productos y materias primas estratégicas; tal es el caso de Chalchuapa con respecto a la obsidiana y al cacao. Chalchuapa surge entonces como un centro complejo en el que aparecen estelas, esculturas en bulto redondo, tallas hechas en cantos rodados con petroglifos y grandes guijarros que fueron decorados con individuos olmecas. Este centro y Quelepa se colocan entonces en la cima de la jerarquía territorial y política en el área. La presencia de arquitectura y escultura monumental y objetos portátiles confeccionados en materiales preciosos como el jade, y otros de naturaleza ritual como los yugos para el juego de la pelota encontrados en Quelepa, se consideran claros indicios de que el oeste de Honduras y El Salvador fórman parte de la frontera sur de Mesoamérica en estos momentos. La influencia olmeca se extiende también más al sur, hasta zonas de Guanacaste-Nicoya en Costa Rica, pero esta vez limitada a objetos de arte portátil; relacionados especialmente con instrumentos de jade confeccionados en forma de hacha y que están decorados con relieves de figuras humanas y animales adscritos a la iconografia olmeca. En la vertiente pacífica de El Salvador tiene su origen una tradición indígena de singular importancia a partir del 600 a.C., fundamentada en la manufactura de la cerámica Usulután. Se trata de la primera tradición de pintura negativa al norte de América del Sur, que deja el fondo crema y tiene diseños decorativos geométricos y abstractos en naranja. Su centro de manufactura pudo ser Chalchuapa, que la expandió por el territorio maya a finales del Formativo. Chalchuapa es uno de los centros más importantes del sur de Mesoamérica al término de esta etapa, incluyendo diversos complejos de pirámides y largas estructuras, y desarrollando un estilo cerámico que será de singular importancia para definir el período Protoclásico en el territorio maya. Fundamentado en el control de fértiles tierras y de fuentes de materias primas de importancia estratégica, en particular la obsidiana de la cantera de Ixtepeque, debió ser bruscamente abandonado hacia el 250 d.C. como consecuencia de la erupción del volcán Ilopango, que cubrió gran parte del valle de Zapotitlán. En Honduras, algunos centros como Los Naranjos manifiestan también la influencia olmeca, mientras que otros sitios como Playa de los Muertos, Yarumela y Lo de Vaca desarrollan una arquitectura monumental independiente, sin que resulte evidente la influencia de esta gran civilización del Golfo de México. A lo largo del Formativo Tardío (300 a.C. a 300 d.C.) surge en la costa Pacífica de Costa Rica cierta estratificación social que parece identificar la existencia de jefaturas muy simples, las cuales han sido detectadas en el ajuar funerario. Estas jefaturas se concentran en la región de Guanacaste y Nicoya, mientras que en el resto del área se instalan poblaciones de agricultura extensiva definidas por aldeas de carácter tribal. Estos sistemas políticos están sostenidos por un claro aumento de la población y por el afianzamiento de una agricultura con técnicas más evolucionadas que durante el periodo anterior. A lo largo de esta etapa, denominada El Bosque, los sitios son numerosos y grandes (Las Marías, Vidor, Chahuite) y, aunque apenas si hay evidencia de estructuras de carácter monumental, sí existe cierta ordenación en torno a plazas. Debajo de las estructuras se han encontrado verdaderos cementerios, cuyas ofrendas señalan la existencia de sociedades jerarquizadas. En Guanacaste-Nicoya se desarrolla un estilo artístico que se basa en la escultura por medio de objetos de carácter funcional: metates -piedras de moler- trípodes y mazas o machacadores. Las piedras de moler están decoradas con representaciones de hombres, monos, cocodrilos y grupos humanos que componen escenas figurativas. Su contexto funerario, y la ausencia de sus correspondientes manos de moler empleadas en la transformación cotidiana de alimentos, nos remite a una posible función ritual. El metate fue un símbolo vital para las poblaciones de Mesoamérica y América Central, que tal vez se relacionó con la fertilidad y la renovación de la vida. Las mazas o machacadores se consideran emblemas de poder en la guerra y del rango social que ocupan sus portadores, y en ellas se realizaron representaciones de cabezas. La definición de este estilo se complementa con la confección de pendientes de jade en forma de hacha, que están trabajados mediante incisión y frotación hasta conseguir diseños de animales: pájaros, saurios, felinos y jaguares y perros, algunos de los cuales derivan de las tradiciones olmecas del Formativo Medio.
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Este periodo, 1.200 al 400 a.C., se caracteriza por un mayor control de los recursos agrícolas, algunos de los cuales están acompañados por técnicas intensivas de producción, y por la formación de grandes centros ceremoniales que integran jefaturas complejas. En estos grandes asentamientos vive una sociedad cada vez más estratificada, sancionada por la obtención, por parte de algunos individuos, de bienes exóticos y de alto rango. Para ello se hace necesaria la existencia de especialistas alejados de la producción agrícola, que elaboran productos de elite y un complicado estilo artístico dirigido a la sanción de una sociedad desigual. En la medida en que este sistema social tiene éxito, es exportado a otras regiones mesoamericanas donde se ha instalado la vida compleja, dando lugar a un horizonte de uniformidad cultural en el cual se fundamentan las formas básicas de las civilizaciones mesoamericanas. Estos acontecimientos alcanzan mayor grado de expresión en una región que abarca 18.000 km2 del sur de Veracruz y oeste de Tabasco. Es un área que no supera los 100 m sobre el nivel del mar, a excepción de las Montañas Tuxtlas, y que está afectada por un alto régimen anual de precipitaciones, por lo que el paisaje resultante es un alto y húmedo bosque tropical alternando con sabanas que en época de lluvias se transforman en pantanos. En la actualidad, se discute si los orígenes de la cultura olmeca se encuentran en esta zona o corresponden a la tradición del Itsmo de Tehuantepec, que se ha formulado durante las fases Locona y Ocós. En cualquier caso, está identificada en algunos sitios de la fase Bari (1.400-1.150 a.C.) en torno La Venta y en Ojochí (1.500-1.350 a. C.), Bajío (1.350-1.250 a. C.) y Chicharras (1.250-1.150 a.C.) de San Lorenzo, a lo largo de las cuales se pasa desde los característicos poblados Ocós a la planificación de un gran centro ceremonial, en cuyos registros aparecen objetos ceremoniales y de status: figurillas huecas con engobe blanco, cerámica confeccionada con caolín y objetos de piedra verde, que se pueden considerar antecedentes directos de las formas olmecas; de ahí que se haya denominado a esta fase como Proto-olmeca o, también, Olmeca I. La gran civilización olmeca tuvo lugar a lo largo de Olmeca II (1.150-400 a.C.), que incluye el florecimiento y decadencia de San Lorenzo (1.150 a 900 a.C.) y de La Venta (900-400 a.C..). Algunos investigadores han interpretado la existencia de dos amplios horizontes de uniformidad cultural en Mesoamérica sobre la base de estos dos desarrollos, lo que implicaría la valoración de la cultura olmeca como la cultura madre de las civilizaciones mesoamericanas; sin embargo, las posturas actuales sobre este particular están muy enfrentadas, y hoy se duda de la existencia de estos dos horizontes.
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La variedad adaptativa que se formula durante el Arcaico y se profundiza desde inicios del Formativo alcanza, tras la decadencia de los grandes núcleos olmecas, una naturaleza hasta entonces insospechada. Es una época ésta (400 a.C.-1 d.C.) de gran vigor cultural en Mesoamérica, donde se inician tradiciones que ya anuncian los grandes desarrollos del periodo Clásico, hasta el punto de que, en lo referente a algunas culturas, se hacen patentes sus patrones básicos a lo largo de estos 400 años.
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Los inicios del Formativo están definidos por cambios cualitativos en la economía de subsistencia, que ahora se basa en la agricultura de maíz, calabaza y frijol, junto con otra amplia gama de cultivos regionales, y se complementa por la caza, la pesca y la recolección. Esta nueva base alimenticia es contemporánea a la formación de aldeas y poblados sedentarios ocupados por familias nucleares y extendidas. Estas sociedades del 2.500 al 1.500 a.C. son igualitarias y mantienen unas relaciones sociales basadas en la solidaridad en relación con el control de los recursos. Paralelamente a la agricultura y a la aparición de poblados, surge la alfarería, aunque su uso no se generaliza hasta varias centurias más tarde. La cerámica mesoamericana más antigua se ha detectado en Puerto Marqués en la costa del Pacífico (2.440 a.C.), y fue confeccionada con arcilla y desgrasante de fibra, por lo que se supone que sus antecedentes se encuentran en las cestas de fibra del Arcaico. Otra tradición cerámica muy temprana pertenece a la fase Purrón de Tehuacan (2.300 a 1.500 a.C.), que presenta grandes semejanzas con la extraida en El Caballo Pintado de Izúcar, Puebla. Los antecedentes de esta alfarería del centro de México son los cuencos de piedra utilizados para moler semillas durante el Arcaico. En ambos casos, las formas básicas son grandes jarras sin cuello y base plana, cuencos sencillos, tecomates, y amplios platos planos, constituyendo un ajuar básico que tuvo una amplia distribución. Recientemente Rust y Sharer han datado el yacimiento de San Andrés, cerca de La Venta, entre el 1.750 y el 1.150 a. C., el cual estuvo dedicado a la recolección de moluscos y a la agricultura, según se ha inferido por su ajuar cerámico. Otra tradición temprana está definida por la fase Barra (1.650 a.C.) del sitio de Altamira, Chiapas, caracterizada por la construcción de pequeños montículos habitacionales y por el cultivo de la mandioca. Tanto su especialización en este tubérculo, como una producción cerámica más sofisticada en cuanto a las técnicas decorativas que la encontrada en Puerto Marqués y Purrón, han hecho pensar a algunos investigadores en la existencia de conexiones con poblaciones tempranas de América del Sur, con quienes estos ajuares guardan cierta relación. La fase Locona del 1.600 a.C. detectada en El Salvador, pero seguramente también existente en el corredor de la llanura costera del Pacífico de Guatemala y Chiapas y del Istmo de Tehuantepec hasta las regiones costeras de Veracruz y Tabasco, parece significar la primera etapa de uniformidad cultural, al menos para el sur-sureste de Mesoamérica. De suma importancia es el Horizonte Ocós, tal vez de raíces sudamericanas y de amplia distribución por todas aquellas regiones en las que se instaló la fase Locona. La mayor parte de los asentamientos Ocós son costeros, próximos a estuarios y ríos; de ahí que desarrollaran una subsistencia orientada hacia la pesca y la recolección de moluscos y a la agricultura de las fértiles tierras cercanas a las fuentes de agua. Las cerámicas Ocós, tales como las encontradas en La Victoria y Ocós (Guatemala) y en San Lorenzo (México), son jarras globulares -tecomates-, platos y cuencos planos de paredes abiertas y decorados con estampado de mecedora, diseños dentados e impresiones de concha. Este sistema de vida y esta alfarería más sofisticada que cualquiera de las existentes en otras regiones de Mesoamérica durante esta etapa, han sido claramente identificadas en las costas de América del Sur. El principal elemento a tener en cuenta es que una cerámica tan compleja sólo pudo ser manufacturada por artesanos especializados, manifestando una incipiente jerarquización de la sociedad; la cual se trasluce en la aparición de figurillas emparentadas con cultos a la fertilidad de la tierra que fueron encontradas en algunos suelos de las casas de La Victoria, y que señalan la existencia de especialistas religiosos, tal vez shamanes dedicados a la curación y al ritual a tiempo parcial. A finales del Formativo Temprano varias zonas de Mesoamérica evolucionan hacia formas de vida más complejas, incluyendo la construcción de montículos públicos y la confección de bienes de status, reflejados por formas no utilitarias de cerámica. Disponemos de evidencias en las fases Ocós de Chiapas (1.500-1.300 a.C.) y Ojochí de San Lorenzo (1.350 a.C.); también existe arquitectura pública en Chalcatzingo, Morelos (1.250 a.C.) y plataformas de adobe en la fase Tlalpan de Cuicuilco, datadas hacia el 1.400 a.C.
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El centro de las ciudades donde se ubican los monumentos de mayor importancia para la organización de la vida de los ciudadanos de las colonias y municipios está constituido por el foro, cuya monumentalidad está en clara relación con la función y estatuto jurídico de la ciudad a la que pertenece. En su conformación definitiva en las ciudades hispanorromanas del Alto Imperio, el foro es producto de transformaciones que pueden rastrearse concretamente en Emporiae; la antigua colonia focense fue objeto tras la conquista romana de una importante remodelación que puede datarse en torno al 100 a.C., cuando se produce la fundación de la nueva ciudad romana; su elemento central estuvo constituido por el nuevo foro con una superficie de 63 x 38 m. que a su vez se encontraba dominado por la existencia en su lado norte del templo a la tríada capitolina enmarcado con un pórtico de dos plantas; en el lado opuesto se encontraban ubicados los establecimientos comerciales (tabernae), que permiten los intercambios entre el centro urbano y su territorio. Esta organización se completa en época augústea mediante la inserción de dos nuevos elementos constituidos por la basílica y la curia, cuya construcción implica la destrucción del ala este del pórtico. Semejante transformación ejemplifican las modificaciones que se producen en un urbanismo afín como el de la colonias griegas; el contraste resulta aún mayor en los heterogéneos centros indígenas o en las colonias fenicias. No obstante, con posterioridad al principado de Augusto la proyección que tiene el culto al emperador da lugar a una conformación definitiva del foro de las ciudades hispanas en los que predominan las construcciones de carácter religioso-administrativo. Con esta funcionalidad, la articulación monumental del foro se encuentra relacionada con la función de la ciudad dentro de la organización provincial hasta el punto de poder diferenciar dos tipos de foros, de los que unos tienen un marcado carácter local vinculado a la organización autónoma de los distintos municipios y colonias, mientras que otros se localizan en las capitales de las provincias y se vinculan a la administración de los correspondientes territorios. Conocemos la organización concreta del foro provincial de Tarraco construido en época flavia según un ordenamiento urbanístico en terrazas, que se encuentra, de otro lado, presente en un gran número de ciudades hispanorromanas; en su conjunto se individualizan tres espacios diferenciados, de los que el inferior está constituido por el circo, el central por una gran plaza rectangular y porticada de acceso restringido a los representantes provinciales por las llamadas actualmente Torre de la Audiencia y Torre de Pilatos, y el superior, ocupando la parte más alta de la colina aterrazada, por el templo dedicado a Roma y Augusto. El área ocupada por el foro provincial de Tarraco alcanza las 11 ha. y contrasta en sus dimensiones y monumentalidad con el foro local de la colonia y con los que se documentan en diversas ciudades hispanorromanas. Entre éstos uno de los mejor conocidos es el del municipio de Baelo; su conformación se realiza entre el reinado de Claudio y el de Trajano; concretamente, al período de su promoción al estatuto municipal corresponde la construcción de los tres templos dedicados a la tríada capitolina que, elevados con respecto al resto de los monumentos, dominan por su lado septentrional la totalidad de conjunto; con posterioridad, en época de Nerón e inicios de los flavios se construye la plaza con una fuente ubicada junto al podium sobre el que se eleva el templo, la basílica en el lado meridional, las tabernae para el comercio en el lado oriental y la curia en el occidental; finalmente, en época de Domiciano y durante el reinado de Trajano se transforma el conjunto monumental mediante la erección en su ángulo nororiental del templo a Isis y en el opuesto suroccidental del macellum, que acoge las actividades comerciales.