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Al presentar el período que se abrió en 1973 como un tiempo de tormentas no quiere decirse que su aparición en el horizonte fuera súbita y que el panorama anterior fuera idílico. En absoluto merece ese calificativo, si se tiene en cuenta la polarización existente en gran parte de las sociedades occidentales. 1968 pudo no ser una revolución pero supuso la aparición de una nueva mentalidad en gran medida antagónica con respecto a la anterior. Además, de 1968 derivaron consecuencias de importancia en lo que respecta a la eclosión de unos movimientos terroristas que pudieron suponer una amenaza, al menos temporal, para el mundo desarrollado y democrático. También del 68 surgieron otros movimientos sociales -el ecologismo, el feminismo...- que actuaron como un reto frente a la sociedad establecida. Pero las verdaderas tormentas llegaron cuando de forma sucesiva se planteó la crisis económica y entró en crisis la política mundial de la distensión. Producida de forma inmediata como resultado de la Guerra del Yom Kippur, la crisis económica, de amplitud y de efectos desconocidos hasta el momento, dominó el escenario mundial hasta mediada la década de los ochenta. Aunque afectara de manera especial a los países industrializados, lo cierto es que también -y más gravemente- pesó sobre los subdesarrollados e incluso, al final, sobre aquellos que fueron iniciales beneficiarios de la misma. La situación económica, por su novedad y su profundidad, afectó a la política interna y también a la evolución internacional. Pero esta última siguió una evolución dialéctica propia con un ritmo diferente. La distensión se prolongó durante los años finales de la década de los setenta, facilitada por la pasividad creada, las dificultades entre el legislativo y el ejecutivo norteamericanos y las aparentes ventajas logradas por los soviéticos. Pero la URSS, quizá acosada por la necesidad de lograr las ventajas en el exterior que no lograba en su política económica interna, acabó por arruinarla iniciando una reedición de la guerra fría que pudo presenciarse en todos los escenarios del mundo. Súbitamente, en 1973 un proceso que parecía progresivo y lineal se vio interrumpido con estrépito. El mundo desarrollado parecía instalado, en efecto, a fines de los años sesenta en un desarrollo constante. Desde 1830 a 1930, las tasas de crecimiento anual en los países más desarrollados no habían pasado del 2%; en el caso de Gran Bretaña y de Francia se mantuvieron en el 1%, mientras que en Alemania fueron del 1.4% y en Estados Unidos del 1.6%. En cambio, entre 1950 y 1970, Gran Bretaña, una economía con problemas e incluso declinante, se mantuvo en un 3% de crecimiento, mientras que Estados Unidos llegó al 4%, Francia, Alemania e Italia superaron el 5% y Japón alcanzó el 11%. Como ya se ha señalado, existía, además, la sensación de que resultaba posible controlar las crisis económicas gracias a la manera de analizarlas y darles la respuesta que proporcionaba la ciencia económica. Pero ese panorama optimista se disipó, abriendo el paso a una situación difícil de diagnosticar y, más aún, de resolver.
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Al llegar el otoño, la iniciativa militar seguía en manos aliadas, pero sus ofensivas no habían logrado éxitos decisivos, pues los alemanes seguían en territorio francés, belga y luxemburgués. Sin embargo, sus ataques desintegraron internamente Alemania: la retaguardia ya no encajaba los retrocesos, ni las sobrecogedoras cifras de bajas, ni los inmensos sacrificios que llevaba cuatro años haciendo. Aquellos reveses, más los éxitos italianos en el Piave contra los austriacos, los anglo-árabes contra los turcos en el Próximo Oriente, los greco-británicos contra los búlgaros, llevarían al colapso a los imperios Centrales: el 30 de septiembre capitulaba Bulgaria; un mes más tarde, Turquía y Austria. Para entonces, tratando de frenar la descomposición interna, el Káiser había nombrado un Gobierno parlamentario de concentración, presidido por el príncipe Max de Baden y constituido por liberales, católicos y socialistas. El nuevo gabinete solicitó el armisticio, sobre la base de los 14 puntos de Wilson. Eso era inaceptable para París y Londres, que observaban el organizado retroceso alemán y si, por un lado, temían que simplemente trataran de ganar tiempo, por otro, en plena marcha triunfal, rechazaban unas bases de paz tan generosas como las propugnadas por el presidente norteamericano. Por tanto, prosiguieron las operaciones militares, mientras la descomposición interna de Alemania se convertía en desbandada. La flota se amotinaba en Kiel, Bremen y Lübeck y rechazaba las órdenes de hacerse a la mar (3 de noviembre de 1918); Baviera y Berlín se proclamaban repúblicas socialistas (7 y 9 de noviembre). Ante aquel cataclismo, que se estaba contagiando rápidamente al ejército, el gabinete de Max de Baden no tuvo otro remedio que solicitar el armisticio, medida facilitada por la abdicación de Guillermo II y su partida hacia el exilio (9 de noviembre). Los militaristas germanos comenzaron a justificar la derrota desde aquel mismo instante. Justo entonces se acuñó una frase que haría fortuna: "La puñalada por la espalda"; según esto, el II Reich no había sido derrotado por los aliados en los campos de batalla, sino en la retaguardia, carcomida por socialdemócratas, comunistas y judíos... La idea complacía a los belicistas y nacionalistas y, sobre todo, al Ejército, que de esa forma salvaba sus responsabilidades en la derrota. Y, además, contó con la aquiescencia involuntaria de los vencedores, que aceptaron en la firma del armisticio de Rethondes, del 8 al 11 de noviembre de 1918, a una delegación civil, presidida por el diputado centrista Matthias Erzberger y acompañada por dos militares de segundo rango. El militarismo prusiano salvaba la cara. En Rethondes -y como anticipo de lo que pedirían después- los vencedores exigieron el inmediato cumplimiento de nueve puntos que comprendían el repliegue alemán de todos los territorios ocupados en Francia; el abandono de los territorios ocupados en la orilla izquierda del Rin; la retirada de las zonas ocupadas durante la guerra en el Este europeo; el paso libre para los aliados desde el Báltico a Polonia a través de la ciudad de Danzig y acceso al río Vístula; la devolución de los prisioneros de guerra; el mantenimiento del bloqueo económico; el desmantelamiento de la flota alemana; la entrega de 5.000 cañones, 25.000 ametralladoras, 1.700 aviones, 5.000 camiones, 5.000 locomotoras y 150.000 vagones de ferrocarril... Asumidas tales exigencias, a mediodía del 11 de noviembre, el Ejército alemán emitió su último parte militar: "Como consecuencia de la firma del armisticio, a partir del medio día de hoy quedan suspendidas las hostilidades en todos los frentes". Tras 51 meses de lucha, la Gran Guerra había terminado.
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La última ofensiva china y norcoreana se produjo entre el final del mes de abril y mayo de 1951. Pudieron participar en ella 700.000 hombres, que tuvieron unas 200.000 bajas. Luego, finalmente, el frente se estabilizó. En junio de 1951, casi un año exacto después de la agresión norcoreana, el embajador soviético ante las Naciones Unidas propuso un armisticio militar, pero sólo en noviembre se detuvieron los combates de una forma definitiva. En julio de 1953 se llegó a la determinación de la frontera siguiendo una línea que venía a ser, de forma aproximada, el paralelo 38. La cuestión más discutida en las conversaciones posteriores a 1951 fue la de los prisioneros. Una parte de los norcoreanos en poder del adversario no quiso volver a su país de procedencia. Rhee se negó a firmar un acuerdo para su entrega y les integró en la vida civil de Corea del Sur. Como en tantas otras ocasiones durante la guerra fría, no se puede decir que se hubiera llegado a una solución final sino tan sólo a un arreglo momentáneo. A finales de los años ochenta, Corea del Norte tenía todavía 850.000 hombres en armas para una población de veinte millones de habitantes, mientras que Corea del Sur tenía 650.000 para 42 millones. El balance de la guerra supuso pérdidas humanas y materiales muy importantes. Aproximadamente, 1.400.000 norteamericanos sirvieron en aquel conflicto y de ellos 33.600 murieron en combate, pero hubo otros veinte mil que perdieron la vida por enfermedades o accidentes. Aunque popular en un principio, la guerra dejó un cierto sentimiento de insatisfacción como el primer conflicto que los Estados Unidos no habían ganado de forma clara. El general Bradley, uno de los héroes de la Segunda Guerra Mundial, afirmó en el verano de 1950 que se debía "trazar una línea" frente a la expansión comunista y que Corea daba la oportunidad de hacerlo, pero el resultado proporcionó pocas satisfacciones. El Ejército surcoreano tuvo algo más de 400.000 muertos. Los norteamericanos calcularon también que podían haber muerto, entre norcoreanos y chinos, un millón y medio de personas más. Las enseñanzas militares del conflicto fueron importantes, aunque no siempre fueron comprendidas de forma inmediata. Fracasaron rotundamente las operaciones de inteligencia y de información occidentales. Por el contrario, la Aviación norteamericana testimonió su absoluta superioridad: perdió sólo 78 aviones frente a los muchos millares del enemigo. Pero quizá no se sacó de ello todo el partido posible, debido a la demostración de que un Ejército cuyo nivel de armamento era muy inferior podía enfrentarse a otro muy superior con posibilidades reales de éxito. Los chinos y norcoreanos aprendieron que no debían hacer la guerra combatiendo a un Ejército moderno de la misma manera que lo habían hecho hasta el momento. De ahí que, años después, la estrategia aplicada en Vietnam fuera muy distinta.
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A partir de enero de 1951, la guerra vivía una fase de marasmo y agotamiento. Los soldados estaban cansados de combatir. La actividad bélica consistía en una serie ininterrumpida de agotadoras escaramuzas. Al llegar la primavera, y por extraño que parezca, los primeros que perdieron la paciencia fueron los chinos, que intentaron progresar por un procedimiento de golpes y retiradas que ya utilizaban los iberos en los albores de la Historia de España. Más sorprendente fue aún que los norteamericanos copiaran ese sistema en la que fue denominada Operación Punch. El punch (puñetazo, choque, empujón, patada...) consistía en una viva acción de penetración en territorio enemigo, causando los mayores daños posibles, para retirarse luego al cabo de unas horas dejando al adversario la tarea de reconquistar lo perdido, aunque para ello no tuviera que realizar un gran esfuerzo. El éxito de esta operación, que se multiplicó a lo largo de diversas colinas, estaba en los daños producidos durante el ataque. No se trataba de ganar territorio. "La acción se desarrolló -cuenta el general Marshall- en una extensa serie de colinas que se denominaban cota 440. En cinco días de combate se conquistaron todos los objetivos. El 8° Ejército sólo sufrió 237 bajas entre muertos y heridos, mientras que en el campo de batalla quedaron más de 5.000 soldados enemigos. Los chinos caían sobre Seúl por el río Han y emprendían desde allí avances sobre la orilla meridional. No se libró ninguna batalla general con el avance coordinado de muchas Divisiones. El ejército progresaba dando cortos saltos". Seúl, que había sido conquistada por los chinos y norcoreanos, fue recuperada y ya no volvería a cambiar de manos. Y, en mayo, los chinos volvieron a perder la paciencia. Pretendieron una gran ofensiva basada en una gran masa humana atacante, y las tropas de los aliados, firmemente asentadas, ocasionaron una matanza formidable. La guerra volvió al marasmo y todo se producía en torno al Paralelo 38. El 1 junio el secretario general de Naciones Unidas -Trygve Lie- anunció que propondría un armisticio para mantener la antigua línea de demarcación formada por el Paralelo 38. Cuatro semanas después -el 29 de junio de 1951- el presidente de Estados Unidos ordenó al general Ridgway que "mañana sábado a las 8.00 horas de Tokio, transmita el siguiente mensaje sin cifrar, al comandante en jefe de las fuerzas comunistas de Corea, y que al propio tiempo lo comunique a la prensa para su difusión: Como jefe supremo de las tropas de las Naciones Unidas hago saber lo que sigue por conducto reglamentario: Según he manifestado en otra ocasión, podemos celebrar una entrevista para poner fin a las hostilidades en Corea, con la garantía de una vigilancia del armisticio. Tan pronto como reciba noticias de que se halla dispuesto a negociar, designaré a mi negociador y, al propio tiempo, se fijará la fecha de la reunión. Propongo como lugar de la misma el barco-hospital danés que se halla anclado en el puerto de Wonsan. General M.B. Ridgway, comandante en jefe de las fuerzas armadas de las Naciones Unidas". La propuesta fue aceptada inmediatamente, pero no el lugar. Este fue fijado por el Comandante en Jefe de los comunistas, en las proximidades de Kaesong, en una aldea llamada Panmunjon, sobre el paralelo 38. El 10 de julio de 1951 se iniciaron las negociaciones, prolongadas durante muchísimo tiempo, mientras la guerra continuaba a bajo nivel. El 10 de julio de 1953, justamente dos años después del comienzo de la negociación y tres más tarde de la invasión norcoreana, se llegó a un acuerdo, pero éste no se firmo hasta el 27 de julio a las 10 horas, para que entrase en vigor a las doce horas siguientes. No fue una paz, sino un armisticio, que devolvió -como en un rebobinado de la Historia- a la misma situación del 25 de junio de 1950. Hoy las cosas siguen igual. El Norte, en las brumas del comunismo, empobrecido, con una renta familiar equivalente a unas 800.000 pesetas; el Sur, abierto a la industria y al comercio, con una renta familiar de nueve millones de pesetas. La Guerra de Corea, a los 50 años de haberse producido, quizá pueda entenderse -y muy parcialmente- por lo que escribieron dos hombres. El primero es el propio general Matthew B. Ridgway, quien inicia el prólogo de su libro Korean War, diciendo: "El conflicto de Corea marca el final de la era de fortaleza americana y el principio de una edad en que no será posible para nuestra nación asegurar la paz simplemente con eludir los problemas extranjeros. Cuando se declaró la Guerra de Corea nos encontramos, por primera vez en nuestra historia, sumergidos de cabeza en una guerra imprevista una semana antes de comenzar y que complicó a medio mundo en una lucha que nuestro pueblo jamás comprenderá y en la que no quiso participar". La segunda opinión es de un gran periodista español, Víctor de la Serna -padre y abuelo de buenos periodistas-, quien escribió, hace casi 50 años una tercera de ABC cuyo final creo que recuerdo exactamente, a pesar del tiempo transcurrido: "Saludamos la entrada de un nuevo pueblo en la Historia -naturalmente, se refiere a los nuevos Estados Unidos, a pie, con sus muertos al hombro y sus heridos en parihuelas".
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Para muchos de los españoles afectos al Frente Popular la caída de Cataluña significaba simplemente el final de la guerra civil y el ya inmediato reconocimiento de Franco por parte de Francia y Gran Bretaña parecía ratificar esta impresión. En realidad, la conciencia de que se había llegado a esa situación estuvo ya totalmente generalizada aunque la reacción de las autoridades militares y políticas respecto de ella fuera muy diferente. A veces se ha interpretado este final de la guerra como el resultado de un entrecruzamiento de conspiraciones con mayor o menor intervención de los servicios secretos de Franco, pero sería mucho más oportuno juzgar lo sucedido como un testimonio de desintegración, un fenómeno que afectó a todos los sectores y protagonistas, pero que les llevó a actuar de una manera sensiblemente distinta. El primer testimonio de esta desintegración del Frente Popular se aprecia en la rendición de Menorca, durante los primeros días de febrero de 1939. Ni esta isla ni la base naval de Mahón habían desempeñado ningún papel de importancia en la guerra. La iniciativa de la rendición surgió del simple espectáculo de la descomposición del Estado republicano y un barco de guerra británico participó en los preliminares de la negociación. Siendo todo ello muy característico no lo es menos el hecho de que, después de haber lanzado la aviación franquista propaganda pidiendo la rendición, se produjera una sublevación en Ciudadela entre las tropas que hasta el momento se habían mantenido fieles a la República. Se apuntaba así una tendencia que se generalizaría en el inmediato futuro. Quienes más se indignaron como consecuencia del acuerdo final de rendición fueron los alemanes y, sobre todo, los italianos que fueron marginados de cualquier tipo de participación en las negociaciones. Aproximadamente al mismo tiempo que esto sucedía las máximas autoridades de la República abandonaban el territorio nacional. Azaña lo hizo para no volver más y a fines del mes de febrero, cuando los británicos consideraban que la guerra en realidad ya había concluido con la derrota de la República, presentó su dimisión ante Martínez Barrio como presidente de las Cortes. Quizá nadie mejor que este último ha interpretado los sentimientos de Azaña. Su postrer intento de enfrentarse a Negrín se había producido en el verano de 1938 y desde entonces le había invadido un deseo "indomable" de dejar a un lado la guerra. Como argumento empleó ahora el hecho de que el jefe del Estado Mayor, Rojo, le hubiera expresado su opinión de que nada tenían que hacer ya los republicanos. Rojo lo desmintió, pero él mismo desde finales de 1938 parece haber estado dispuesto a tomar el poder con otros elementos militares marginando a los políticos para acabar la guerra. Ni Rojo, ni Azaña, ni Martínez Barrio volvieron a la zona central; este último comunicó a Negrín que sólo estaba dispuesto a asumir la Presidencia republicana en el caso de que el Gobierno optara por liquidar la guerra. La postura del jefe de Gobierno es más difícil de interpretar. Es muy posible que no se diera cuenta de su propia impopularidad que hacía que a las lentejas, casi único alimento que se encontraba, se las denominara como "píldoras del doctor Negrín"; también sus principales colaboradores, los comunistas, "acaparaban todas las maldiciones" (Zugazagoitia), tanto por su deseo de concentrar el poder en su manos como por su política de resistencia a ultranza. De todos modos, es también muy posible que su política, aun teniendo en cuenta esta ceguera, tuviera una cierta coherencia. Negrín había dicho que "o todos nos salvamos o todos nos hundimos en la exterminación y el oprobio"; parece posible que, sin admitirlo públicamente, estuviera dispuesto a una rendición que permitiera el exilio de los principales dirigentes del Frente Popular, o un retroceso lento hacia los puertos levantinos que permitiera una evacuación de quienes corrieran peligro. No era probablemente la persona capaz de presidir un proceso como el indicado, pero sus propósitos tenían lógica y patriotismo. En cualquier caso una situación como la descrita explica que hubiera una práctica acefalia en el bando del Frente Popular no sólo en este momento sino incluso hasta el final de la segunda guerra mundial. Vuelto Negrín a la zona Centro a mediados de febrero mantuvo una reunión con los principales mandos militares en Los Llanos. La tesis de Negrín fue que "como el enemigo no quiere pactar la única solución es resistir" y parece haber sido aceptada por Miaja, aunque no por el almirante Buiza, jefe de la flota, y menos aún por el coronel Casado, principal responsable de la defensa de Madrid. Casado, en sus Memorias, admite la inteligencia y la valentía de Negrín, pero lo califica de "desequilibrado"; después de la caída de Cataluña pensaba que prolongar la resistencia era "un crimen de lesa humanidad" y no duda en calificar la situación política existente en la España de la época como "una dictadura al servicio de una potencia extranjera", Rusia. Desde finales de 1938 había pensado en sustituir al Gobierno y había entablado contacto con la "quinta columna" franquista para una posterior negociación de la rendición. Otros importantes cargos militares del Ejército Popular, conscientes de que el final de la lucha se aproximaba, no tuvieron inconveniente en entregar planos del despliegue propio al adversario. Así las cosas, Negrín decidió un cambio en los mandos militares y una convocatoria de quienes los habían ejercido (y que en su mayor parte no asistieron), acontecimientos ambos que inmediatamente produjeron la descomposición del Ejército Popular. Es verdad que algunos militares no comunistas, como Casado o Matallana, eran retirados del directo mando de tropas y que los nombrados (Modesto, ascendido a general, Cordón, Galán, Líster...) en un porcentaje elevado estaban adscritos al comunismo, pero eso no deja de tener su lógica, ya que se trataba del único partido que parecía dispuesto a la resistencia a ultranza; por otro lado, Negrín se daba cuenta de que necesitaba que en este momento se le obedeciera fielmente. No parece que existiera ni por su parte ni por la del PCE un intento de golpe de Estado, porque, de haber sido así, sin duda el presidente hubiera detenido a sus posibles adversarios a mediados de febrero y los comunistas hubieran actuado más unánime y coordinadamente. No fue así e incluso Dolores Ibárruri y Togliatti juzgaron los nombramientos como innecesariamente provocativos; quizá cualquier otra decisión de Negrín hubiera sido tan controvertida como lo fue ésta. Lo que interesa es que en la noche del 4 de marzo se empezaron a producir acontecimientos en Cartagena. Allí, Buiza había dado tan sólo tres días a Negrín para que se rindiera y abandonara el Gobierno. La conspiración contra el Gobierno fue iniciada por elementos republicanos, pero su divisa ("Por España y la paz") pronto fue sustituida por gritos a favor de Franco de quienes querían aprovechar la ocasión para cambiar de bando. Hubo un momento en que las baterías de la costa eran franquistas, la flota republicana y había tomado el mando de la base Galán, un comunista. Al día siguiente la flota abandonó Cartagena a la que, después de dudar, no volvería, dirigiéndose al Norte de África. Entre los días 5 y 7 la sublevación fue aplastada por unidades que, en teoría, obedecían al Gobierno de Negrín, pero su jefe al final descubrió que el jefe de Gobierno ya había abandonado España y entonces se adhirió al Consejo Nacional de Defensa formado en Madrid por Casado. Para acabar de complicar la situación, en cuanto se tuvo noticias de lo que sucedía Franco decidió un desembarco en la base, e inmediatamente se enviaron tropas desde Castellón en buques que carecían de protección naval suficiente. Uno de ellos, el Castillo de Olite, fue hundido al acercarse a la costa y de esta manera una sublevación que se había liquidado con poco derramamiento de sangre acabó con centenares de muertos. Pocas horas después de haberse iniciado la sublevación de Cartagena tenía lugar otra en Madrid. Negrín parece que trató de evitarla negociando con los insurrectos y atribuyendo a "impaciencia" la decisión de no reconocer su autoridad. Sin embargo, carecía por completo de ella y como prueba baste citar la referencia que se hacía en el manifiesto de los sublevados, redactado por Besteiro, al "fanatismo catastrofista" del jefe de Gobierno quien abandonó rápidamente el territorio nacional. Aunque en el Consejo Nacional de Defensa que se formó figuró al frente Miaja, la realidad es que quien lo animó fue Casado, después de que Besteiro se negara a asumir ningún papel por considerar que ahora le correspondía el ejercicio del poder al Ejército. La sublevación tenía un fuerte sentido anticomunista y Besteiro, que afirmó temer, caso de no haberse producido, una oleada de terror por parte del PCE, se refirió a este partido diciendo que "estamos derrotados nacionalmente por habernos dejado arrastrar a la línea bolchevique, que es la aberración política más grande que han conocido quizá los siglos". Añadió, además, que "los españoles nos estamos asesinando de una manera estúpida por unos motivos todavía más estúpidos y criminales"; el ciudadano de la República no era ni fascista ni bolchevique pero mucho menos lo segundo que lo primero. Quizá fue esto, junto a la posición decidida por la resistencia que había adoptado la organización del PCE en Madrid, lo que explica la sublevación de las unidades de esta significación en torno a la capital, lo que produjo durísimos combates entre los días 6 y 11 en los que participaron 30.000 soldados. Gracias a las unidades del anarquista Mera, que no dudó en calificar de "traidor" al PCE, la situación fue restablecida. El propio partido, cuyos principales dirigentes habían sido detenidos en determinados frentes mientras que en otros permanecían en libertad, hizo un llamamiento a la paz. Un ex-comunista bastante imparcial, como Tagüeña, afirma en sus Memorias que de ninguna manera su partido quiso ocupar el poder en estos momentos. Con ello, ya Casado y Besteiro estaban en condiciones de intentar negociar el final de la guerra con Franco. Sin embargo, su juicio acerca de la realidad política era errado: Casado pensaba que negociaría mejor quien hubiera liquidado a los comunistas y no dudó en acusar de delitos comunes a Negrín, pero Franco quería acabar no sólo con ellos sino también con todo el Frente Popular; el bienintencionado Besteiro parece haber tenido una opinión todavía más optimista pensando que a él no le pasaría nada y que, además, sería posible reconstruir la UGT. Lo que uno y otro querían es que se diera facilidades para la evacuación y que no hubiera represalias indiscriminadas. Sin embargo, las dos conversaciones tenidas por emisarios del Consejo, los días 23 y 25 de marzo, con el adversario demostraron que éste no quería otra cosa que la rendición incondicional. A partir de la última fecha se inició la ofensiva de las tropas nacionalistas. Franco había demostrado la misma falta de generosidad (pero también idéntica conciencia de su propia fuerza) que le caracterizaría durante todo su régimen. "Nos hacen la guerra porque queremos la paz", decían los titulares de El Socialista en el momento en que ya se derrumbaba todo el frente republicano. Fue imposible, en efecto, organizar una retirada gradual. En Alicante las tropas italianas mantuvieron una especie de zona neutral, pero los soldados y mandos del Ejército Popular carentes de medios para huir debieron entregarse al adversario (hubo, sin embargo, algunos suicidios). El 1 de abril Franco anunció la victoria de sus tropas: había hecho con sus adversarios lo que les había anunciado a sus seguidores, es decir, dejarles "que se cocieran en su propia salsa". Nada es tan característico de él mismo y del régimen que fundó como esta frase. Así concluyó la guerra civil española tras cuya narración es preciso recordar que no era inevitable. La sociedad española no había sido más conflictiva que otras europeas, ni el enfrentamiento entre españoles estuvo revestido de una especial crueldad que lo hiciera distinto de los que se dieron en otras latitudes. Lo peculiar de nuestra historia contemporánea es que se produjera una guerra civil en una fecha tan tardía. Quizá esto explica la principal consecuencia de la guerra civil que no fue otra que un gigantesco retroceso, no sólo en posibilidades de convivencia sino en muchos otros aspectos de la vida nacional, incluido el económico.
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Frente a las afirmaciones de que la política de Occidente (en especial, durante las presidencias de Reagan y Bush) jugó un papel decisivo en el final de la guerra fría, hay que reconocer que fue la evolución del adversario lo que la facilitó. El ascenso al poder de Gorbachov permitió, en efecto, que tuviera lugar una nueva distensión que no se limitó tan sólo a reconstruir la situación de los años setenta, sino que devolvió al mundo una colaboración entre las grandes potencias que no se había producido desde 1945. Esta colaboración se hizo posible por la desaparición como adversario de uno de los contendientes de la guerra fría. A fin de cuentas, se convirtió en realidad lo que Kennan había defendido en los años cuarenta: contenida la expansión soviética, llegó el momento en que se produjo un cambio en el sistema de Gobierno de la Unión Soviética y de él resultó una nueva época en las relaciones internacionales. Con una facilidad aparentemente desconcertante, conflictos que habían durado mucho tiempo y que habían exigido largas e intensísimas negociaciones desaparecieron en el plazo no ya de unos años sino incluso en el de unos meses. Entre 1945 y 1989, once secretarios de Estado norteamericanos no habían visto cambiar de forma sustancial las fronteras del mundo, pero ahora éstas cambiaron por completo en tan sólo tres años y medio. Además, dio la sensación de transmitirse al conjunto del escenario internacional una voluntad de llegar a acuerdos en conflictos de importancia menor que no parecían relacionados con la posibilidad de una guerra nuclear como aquellos en los que chocaban las superpotencias. Esta evolución se debió al impacto de la Perestroika en el escenario internacional. Gorbachov afirma en sus memorias que "nuestro estilo diplomático era la dureza por la dureza" y que él estuvo dispuesto desde un principio a que la situación cambiara de forma sustancial y fuera posible una cooperación real con Occidente. Tanto él mismo como muchos de sus colaboradores descubrieron el peso del gasto militar en el conjunto del presupuesto soviético, así como el hecho de que las inversiones realizadas en investigación estaban en la práctica dirigidas a la tecnología militar. Deseoso de llevar a cabo una política propia y consciente de que no podría hacerlo sin colaboradores cercanos, Gorbachov sustituyó por completo el equipo de política exterior precedente. Shevardnadze, el ministro de Asuntos Exteriores, era una persona de su confianza con la que había tenido contacto previo pero que carecía de experiencia en materia diplomática. Decidido defensor de una política reformista, con el transcurso del tiempo dio más sensación de haberse convertido al ideario democrático que el propio Gorbachov, lo que explica su postura. Si el primer año de Gorbachov estuvo dedicado a confirmar su poder en el interior de la URSS, muy pronto se lanzó a una larga serie de iniciativas en materia de relaciones internacionales, como, por ejemplo, una moratoria de seis meses en la implantación de los misiles intermedios. Otra propuesta suya consistió en la reducción del 50% en las armas estratégicas y su no implantación en el espacio exterior, punto éste que resultaba por completo incompatible con la tesis de Reagan sobre la Iniciativa de Defensa Estratégica. Sin duda, la política exterior de Gorbachov nacía de su deseo de dar prioridad a la reforma interna de la Unión Soviética. Eso le llevaba a abrir una nueva etapa de distensión, pero tardó bastante en conseguir que se apreciara la sinceridad de sus propuestas. Cuando, por ejemplo, hablaba de construir la "casa común europea", sin tener en cuenta aparentemente las diferencias de régimen existentes entre la URSS y los países democráticos, había razones para juzgar que pretendía una neutralización de la Europa Occidental, tal como lo había intentado la anterior política soviética. Con el transcurso del tiempo se hizo patente, no obstante, que para explicar la política exterior de Gorbachov era preciso también tener en cuenta un fenómeno de impregnación por parte de la política exterior de los países democráticos, tal y como le sucedió en la propia política interna. Con el paso del tiempo, desapareció en los textos del dirigente soviético la idea de la lucha de clases como mecanismo inspirador de la política internacional propia e incluso la idea de incompatibilidad entre el sistema capitalista y el socialista. En cambio, se reveló como una obviedad la imposibilidad de vencer al adversario y se convirtió en norma la apelación a principios humanos universales como objetivo de un nuevo orden internacional. Sin duda, el éxito de sus iniciativas y la popularidad conseguida en todo el mundo contribuyeron a estos cambios de Gorbachov: cuanto mejor era recibido, más identificaba su política con la del antiguo adversario. Además, ante los dirigentes de otros países, a menudo hizo afirmaciones autocríticas acerca del suyo: transformó la anécdota de De Gaulle que decía que su país era una nación con 120 clases de quesos y que por eso era difícil de gobernar, afirmando que la URSS era un país con 120 naciones y sin queso en absoluto, aludiendo a las dificultades alimentarias que padecía. Esta vertiente netamente positiva de su actuación no implica claridad en su propósito final: como hemos visto, no la hubo en la interior y tampoco en lo que respecta a la política internacional. Hacía afirmaciones un tanto peregrinas acerca del sistema que construiría como consecuencia de la Perestroika. Hablaba, por ejemplo, de que intentaría pasar de la propiedad del Estado a la colectiva y manifestaba su deseo de que su país se pareciese a Suecia. Su estilo consistía en hacer declaraciones abstractas sobre la conveniencia de los cambios y sobre la necesidad de que éstos trajeran consigo una nueva forma de pensar. Al secretario de Estado norteamericano, James Baker, sus declaraciones le parecían "teología académica", pero a medio plazo esa actitud supuso la asunción final de muchos de los principios fundamentales de la política exterior del antiguo adversario. Otro rasgo muy característico suyo fue que condujo él mismo la política exterior y negoció a menudo sobre materias -por ejemplo, de armamento nuclear- que desconocía. Esto y la voluntad de agradar al adversario le hizo ceder en puntos sustanciales. Los chinos llegaron a decir a los norteamericanos que, simplemente, no le entendían; tantos fueron sus cambios de postura con el paso del tiempo. Al mismo tiempo se produjo también una evolución en la política norteamericana que tuvo una importancia quizá no decisiva pero tampoco desdeñable. En principio, parecía inconcebible que, cuando asumió el poder Reagan en 1981, fuera a tener lugar el mayor cambio en las relaciones soviético-norteamericanas de la Historia de la posguerra. Las propuestas que hacía y, sobre todo, el lenguaje dialéctico de Reagan, parecían destinados a impedir cualquier tipo de acuerdo. Pero, aunque la gestión de Reagan en política exterior resultó siempre muy desordenada y contradictoria, fue pasando del predominio de una actitud de pura dureza a un conservadurismo pragmático que representó, sobre todo, el secretario de Estado, Shultz. El cambio empezó a percibirse en 1983 -es decir, antes de la llegada de Gorbachov al poder- y vino a ser la demostración de que, con frecuencia, hay que evitar la predicción de los resultados políticos de una gestión atendiendo tan sólo a los atributos personales de un político. Cuando Reagan decía que había que llevar a cabo una negociación "desde la fuerza", en realidad quería combinar ambas. De ahí, por ejemplo, la utilización de ésta en Granada, invadiendo esta pequeña isla caribeña que parecía decantarse hacia el comunismo. Reagan acabó aceptando, como hombre sencillo que era, a fin de cuentas incapaz de entender la mecánica y la argumentación sofisticada del equilibrio de terror nuclear, acuerdos concretos en puntos concretos (lo que denominó Shultz "una construcción de coral", por la lentitud con que se gestaba y por la solidez final del acuerdo). Las posiciones de Reagan carecieron siempre de matices, pero tuvieron la ventaja de resultar más constructivas que el exceso de sutileza de las negociaciones de desarme. Además, imaginó soluciones que hasta entonces no se habían siquiera planteado, por más que resultaran inverosímiles desde el punto de vista tecnológico. No parece cierto, no obstante, su afirmación de que el resultado de los cambios de los soviéticos estuviera motivado por la iniciativa de defensa estratégica; ése fue más bien un claro obstáculo para llegar a un acuerdo con ellos. También alude Reagan en sus memorias a su información acerca de una inminente crisis económica del sistema soviético pero, aunque ésta se produjo, no tuvo efecto inmediato sobre la política exterior. Lo que resulta cierto es que Reagan se sintió preocupado por una situación en la que, en definitiva, parecía que se enfrentaban dos pistoleros sin llegar a saberse quién desenfundaría primero; fue en estos precisos términos como él mismo describió la situación. Según el embajador soviético en Estados Unidos, Dobrynin, "los primeros años de la presidencia de Reagan habían sido los más dificultosos de su vida como embajador". Los soviéticos tenían de él la visión de que era un militarista y pensaron seriamente en la posibilidad de que provocara una guerra nuclear. En 1982, las relaciones entre Estados Unidos y la URSS no eran malas, sino inexistentes. Pero ya en 1988, sin embargo, se había producido un cambio en ellas lo bastante importante como para que pudiera empezar a hablarse del final de la guerra fría. Cabe preguntarse qué razones hicieron que Reagan pasara de la primera posición a la segunda. En parte, fue el pragmatismo lo que le hizo cambiar, pero también pudo ser la acumulación de errores propios. El cambio, en efecto, sólo tuvo lugar cuando Reagan estaba acosado por el llamado Irangate, es decir, la ilegal ayuda a la "Contra" nicaragüense que había despertado todo tipo de protestas en su propio país. También hubo otro factor que nació del contacto con el antiguo adversario. En cada una de las reuniones entre Reagan y Gorbachov la duración fue superior a la prevista originariamente; no cabe poner en duda que acabaron congeniando. El presidente norteamericano siempre tuvo la sensación de que podía llegar a acuerdos con el líder soviético. Proclive a una interpretación en exceso ideológica del adversario, a Reagan le sorprendió que en ninguna de las reuniones que tuvieron Gorbachov insistiera en las tesis del leninismo, ni siquiera sobre sus principios internacionalistas. A la Cumbre de Ginebra, celebrada en noviembre de 1985, Reagan llegó con confianza en sus capacidades como comunicador pero se encontró con una sorpresa que contribuía a quitar fundamento a sus planteamientos de fondo. Para él, la reunión significó sustituir la imagen del Imperio del Mal por la de un político concreto, Gorbachov, afable y dispuesto a conversar (y a ceder). Se superó, así, la conflictividad nacida de las declaraciones y Reagan empezó a comprender la preocupación objetiva de Gorbachov por las armas en el espacio exterior. Fue la primera reunión en la Cumbre en seis años -desde 1979- y puede ser considerada como el comienzo del fin de la guerra fría. Aunque la discusión se centró sobre la Guerra de las Estrellas quedó abierta la posibilidad de un acuerdo sobre otras materias, como las fuerzas nucleares de alcance intermedio. Más importante resultó la cumbre de Rejkiavik, realizada en octubre de 1986. Gorbachov, en el ínterin, había lanzado una propuesta, de acuerdo con la cual se eliminarían todas las armas nucleares para el año 2000, pero admitía ya otras soluciones parciales al problema del desarme nuclear. Ya entonces empezaba a evolucionar hasta ver el mundo como una única realidad compartida por todos los humanos y, por tanto, puesta en peligro por unos y otros. En cambio, había ya abandonado la preferencia por las aventuras en el Tercer Mundo y describió lo sucedido en Afganistán como "una herida dolorosa". La reunión mantenida en la capital islandesa fue concebida como una Cumbre ocasional entre dos reuniones más importantes, pero su contenido resultó mucho más trascendente. Algunos la percibieron como la gran oportunidad perdida; fue, en todo caso, un gran momento en las relaciones internacionales y sus consecuencias resultaron a medio plazo históricas. Gorbachov acudió a la reunión acompañado por un número elevado de expertos y por su esposa. Reagan esperaba poco de la entrevista pero luego afirmó que su importancia radicaba no en la ausencia de acuerdos sino en lo cercano que se estuvo de suscribirlos. En Rejkiavik, Reagan tuvo que llegar a rebuscar verdaderos motivos de discrepancia en "uno de los días más largos, más decepcionantes y más exasperantes" de su presidencia. Gorbachov, por su parte, llegó a la conclusión de que era posible superar la coexistencia pacífica. Al final, lo único en que Reagan no se mostró dispuesto a ceder fue en la Iniciativa de Defensa Estratégica, que había sido, en realidad, la única propuesta novedosa que había hecho en el pasado. El principio de acuerdo por parte de Reagan sobre eliminación de los euromisiles dejó en difícil situación al Alto Mando norteamericano, pero más aún a los dirigentes europeos, porque les dejaba inermes ante la superioridad convencional del Ejército soviético en Europa. El primer acuerdo efectivo suscrito entre las dos superpotencias fue el relativo al establecimiento de un centro para evitar los riesgos nucleares en las dos capitales de los respectivos Estados. Cuando, en diciembre de 1987, firmaron el Tratado de Washington los mandatarios norteamericano y soviético ya se tuteaban. Era la primera Cumbre celebrada en catorce años que concluía en un tratado y la tercera de la Historia concluida en suelo norteamericano. El acuerdo preveía la destrucción -no sólo el desmontaje- de armas nucleares intermedias; fue la primera ocasión en que se decidió la desaparición de una categoría completa de armas. Tan sólo se refería al 5% de las armas nucleares, pero los soviéticos eliminaban un número mucho más elevado que sus adversarios que, no obstante, disponían de un armamento mucho más moderno. Además, permanecían subsistentes las armas nucleares británicas y francesas, que no contaron en el cómputo final. Un rasgo muy característico del momento en que se vivía fue el establecimiento de un sistema de verificación muy sofisticado, cuando hasta el momento la URSS había hecho todo lo posible por evitar esos acuerdos por considerarlos un procedimiento de camuflar el espionaje occidental. Por entonces, llegó el líder soviético al máximo de su popularidad: un 65% de los norteamericanos tenía una buena opinión de Gorbachov, mientras que sólo llegaba al 61% el porcentaje de juicios positivos sobre Reagan. En junio de 1988, tuvo lugar en Moscú una nueva reunión de los dos líderes mundiales. Reagan no acudió a ella con objetivos concretos de negociación pero sí, por el contrario, los tenía Gorbachov. Resultó, sobre todo, una reunión de considerables efectos mediáticos. Reagan aseguró en público que cuando habló del Imperio del Mal en relación con la URSS se refería a otro momento de la Historia. Ya se podía considerar superada la estrategia del "coral-building" propuesta a la vez por Shultz y Dobrynin para mejorar las relaciones entre los dos países. Se llegó a acuerdos de menor importancia acerca de los misiles y de las experiencias atómicas, pero sobre todo se trató de los derechos humanos. A fines de año, Gorbachov anunció la retirada unilateral de fuerzas soviéticas en Europa, aunque se mantendría el predominio soviético en armas convencionales en el Viejo Continente. La verdadera plasmación del cambio en la política internacional tuvo lugar durante la presidencia de George Bush. Éste había informado a Gorbachov que durante la campaña electoral tendría que hacer afirmaciones que no le gustarían, pero que no debía hacerles demasiado caso. Eso describe muy bien a Bush como una persona poco escrupulosa en cuanto a los métodos a utilizar en política, pero que también tenía discrepancias de cierta importancia con quien había sido su presidente. Criticó, en efecto, a Reagan porque había exagerado con su identificación de la URSS con el Imperio del Mal, había preparado insuficientemente sus conversaciones con los soviéticos y no había consultado a los aliados, pero también porque, en su opinión, había decretado demasiado pronto el final de la guerra fría. Durante los primeros meses de su presidencia, Bush hizo toda una reevaluación de la política exterior norteamericana. Su muy prudente actitud le llevó a aceptar una sugerencia de Kissinger: llevar un mensaje a Gorbachov pidiéndole la no intervención soviética en una Europa del Este en plena ebullición. A cambio, los Estados Unidos no tratarían de obtener ventajas estratégicas en ella. Pero esta propuesta pronto se vio superada por las circunstancias. A estas alturas, los expertos norteamericanos empezaban a pensar que Gorbachov tenía pocas posibilidades de supervivencia: algunos consideraban que la URSS estaba viviendo un período revolucionario que podía llevar a situaciones irreversibles, pero nadie imaginaba siquiera dar por liquidado su régimen político. Bush finalmente aprobó un documento titulado NSR -3 que proponía una política de no ayudar a un Gorbachov estático, sino que pretendía retarle a moverse poco a poco en la dirección apropiada. Bush y su secretario de Estado, Baker, podían ser descritos como conservadores pragmáticos. Bush, un político de amplia experiencia, trabajador, capaz de escuchar y moderado por temperamento tuvo, a partir del momento en que fue elegido, una voluntad decidida pero prudente de ir más allá de la contención frente a la opinión demasiado negativa expuesta por la CIA acerca de la situación en la Unión Soviética. Tanto él como su secretario de Estado mantuvieron siempre una clara prevención respecto a los éxitos de popularidad de Gorbachov en Occidente, pero recibieron prontas sorpresas debido al mismo desarrollo vertiginoso de los acontecimientos en la URSS y en la Europa Oriental. Eso les hizo dar a menudo la sensación de estar desbordados por los acontecimientos: por ello, Bush pareció siempre hallarse más próximo de Jaruzelski que de Walesa. En el mes de agosto de 1990, se enteraron ambos del intento de golpe de Estado en Rusia por medio de la CNN y toda la preocupación del presidente norteamericano fue descubrir si tenía algo que reprocharse a sí mismo o que alguien le pudiera reprochar porque se hubiera producido ese acontecimiento. Esto indica su pasiva actitud, pero el equipo norteamericano en política exterior supo ser prudente y permanecer unido, dos cualidades importantes para la buena conclusión del proceso hacia el final de la guerra fría. Los Estados Unidos no influyeron en los acontecimientos de 1989 o de 1991, pero quizá con otra persona en la presidencia hubiera podido suceder que concluyeran en la autodestrucción del proceso reformador o, al menos, en una grave complicación entre las superpotencias. Un paso importante en el camino hacia el final de la guerra fría fue la reunión celebrada en Malta entre Bush y Gorbachov, en diciembre de 1989. Fue también histórica como la de Rejkiavik y, como en ella, no se discutió ningún posible tratado preciso y concreto. Gorbachov declaró que, en adelante, no consideraría a Bush como enemigo y éste consideró que, en efecto, al igual que Reagan, había roto el hielo con el presidente soviético. Se habló de las posibles elecciones en Nicaragua, pero también de la posibilidad de conceder a la URSS el trato de "nación más favorecida" en el terreno comercial. Gorbachov repudió, en el momento de la caída del Muro, la afirmación de que los valores occidentales habían triunfado en el Este de Europa, afirmando que eran valores universales los verdaderamente vencedores. Entre los comentaristas periodísticos de todo el mundo existió la sensación predominante de que se abría una nueva etapa en las relaciones internacionales y muchos jugaron con las palabras Yalta y Malta para referirse a esa realidad. Tras la reunión, los norteamericanos empezaron a pensar que si los soviéticos estaban dispuestos a ceder en lo relativo a Alemania, como creía Bush, los cambios iban a ser más decisivos de lo que habían imaginado. Bush propendió, en general, a aceptar las propuestas de Gorbachov, pero solicitando a cambio contrapartidas concretas y tangibles. De hecho, porque Gorbachov sabía que ésa era la posición norteamericana, al poco tiempo tuvo lugar una reducción unilateral de las fuerzas soviéticas en Europa Central y, por vez primera, se aceptó una política de cielos abiertos que permitía la verificación absoluta de los acuerdos de armamento. En la práctica, esa reducción de fuerzas convencionales careció de verdadero significado con la desaparición del Pacto de Varsovia, pero indicó la disponibilidad de Gorbachov para satisfacer a su antiguo adversario. Esta actitud se explica en gran medida por la creciente dependencia de Gorbachov de una posible ayuda occidental para resolver sus problemas económicos, como si no existiera otro procedimiento para resolverlos en la antigua URSS. Dada la incertidumbre que la totalidad de los políticos soviéticos sentían en esta materia, su única seguridad parecía ser ésta. Pero ello implicaba una dependencia absoluta de Occidente. A partir de 1988, Gorbachov se había convertido en una especie de figura patética que iba a remolque de los acontecimientos. En lo que respecta a la política interior, es muy posible que la situación de las relaciones exteriores que permitía a Gorbachov actuar en la forma que le gustaba, es decir, como una especie de patrocinador mundial de la paz, contribuyera a evitar que se produjera la intervención violenta de los soviéticos en los Países Bálticos. De todos modos, las crecientes cesiones de la URSS en el terreno estratégico a partir de 1990 provocaron la aparición de una oposición interna, principalmente de carácter militar. No cabe la menor duda de que sin estos antecedentes no es posible explicar el intento de golpe de Estado de 1990. Sin embargo, los principios de acuerdo se multiplicaron de una forma que parecía uniformemente acelerada e imparable. En junio de 1990 se llegó a un acuerdo en Camp David, por el que se preveía la reducción de las armas estratégicas del orden de un 50%. Si hay que señalar una fecha para el final de la guerra fría ésta puede situarse entre julio y agosto de 1990. Por vez primera, con la invasión de Kuwait, las dos grandes potencias adoptaron una postura común sobre un problema esencial de la política internacional y fueron capaces de mantenerla durante toda la duración del conflicto. Además, por estas mismas fechas, Gorbachov llegó a aceptar que la Alemania unificada siguiera perteneciendo a la OTAN. Eso también suponía un cambio decisivo en la política exterior soviética, que siempre había considerado que la zona oriental era parte decisiva de un glacis de protección propio. Gorbachov siempre había pensado que los países del Este de Europa vivían por encima de sus posibilidades; sabía perfectamente que tanto búlgaros como alemanes orientales reexportaban a Occidente buena parte del petróleo recibido de la URSS. Además, desde el año 1985 no hicieron caso a sus propuestas relativas a una política reformista. En estas condiciones, por más que significara un giro copernicano en la política exterior de la URSS, la reunificación de Alemania fue considerada, pasados unos meses, sencillamente como inevitable por parte de Gorbachov y eso le hizo aceptarla, previas contrapartidas económicas. En definitiva, como señaló Shevardnadze, la URSS no alentó en modo alguno la evolución de los acontecimientos en esos países y Gorbachov, presionado por las circunstancias, acabó convirtiéndose en un testigo impotente que poco a poco digería las consecuencias desagradables de la política que él mismo había iniciado. Bush acertó en no empujar demasiado en el caso de la URSS y, en especial, al señalar el principio de que "sólo se baila con quien está en la pista" y al evitar dar la sensación de que el interés norteamericano radicaba en la desestabilización de la URSS. No cabe la menor duda de que si los norteamericanos hubieran apoyado a Yeltsin antes del golpe de Estado la situación en la URSS hubiera sido peor, a pesar de que el nuevo gobernante tuviera mejores credenciales democráticas. Tras el golpe en julio de 1991 tuvo lugar en Moscú la primera Cumbre de la posguerra fría. Liquidada la invasión iraquí de Kuwait, también coincidieron las dos grandes superpotencias en la idea de convocar una Conferencia sobre la paz en Oriente Próximo. El acuerdo START, suscrito en esta ocasión, supuso la reducción de un 25-30% del arsenal estratégico. Con esta decisión, el tratado estaba lejos del porcentaje señalado por vez primera, pero fue el acuerdo de armamento más importante logrado desde 1945. Además, se hicieron en esta ocasión propuestas audaces sobre los aspectos más variados del desarme. En el verano de 1992, se suscribió en Camp David una carta de cooperación entre los dos países. A comienzos de 1993, Bush y Yeltsin firmaron el tratado START II, que preveía la desaparición en diez años de dos tercios de las ojivas nucleares existentes. Sólo en este año, los Estados Unidos renunciaron definitivamente a la Iniciativa de Defensa Estratégica. Una de las cuestiones más espinosas de la relación entre los dos grandes fue la relativa a la relación entre los norteamericanos y el conjunto de unidades políticas surgidas de la descomposición de la URSS. En este terreno, también hay que alabar la prudencia de Bush que, por ejemplo, dio la sensación de no apoyar la independencia de Ucrania hasta que fue inevitable. De hecho, la CIA no jugó ningún papel en la descomposición de la URSS que, como es lógico, creaba un elemento más de incertidumbre en un panorama ya de por sí complicado. En 1994, los Estados Unidos suscribieron un acuerdo con Ucrania para el desmantelamiento de su antiguo arsenal atómico. Pero toda esta evolución positiva estaba destinada a entrar en crisis con el transcurso del tiempo. A partir de 1995, la política exterior de Rusia y Estados Unidos tendió ya a alejarse. La causa aparente fue la integración en la OTAN de países de Europa Central que antaño habían pertenecido al desaparecido Pacto de Varsovia. Pero, con la alusión a esta fecha, hemos entrado ya en otra etapa de la Historia.
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El gran escultor Forment coincide en Aragón con otras figuras relevantes, como se ha visto. El francés Gabriel Joly aparece documentado en Zaragoza desde 1514, sin embargo, sus primeras obras seguras son el retablo de Santiago, actual de San Agustín, en la Seo de Zaragoza y el retablo mayor de la parroquial de Tauste. Los dos fueron contratados en 1520, en colaboración con Gil Morlanes el Joven, a quien se otorga el diseño arquitectónico de los mismos, creando una tipología de retablo después muy reiterada. En cambio, las esculturas del primero deben ser esencialmente de Joly, mientras que en las de Tauste interviene también Juan de Salas, al haberse cancelado la sociedad con Morlanes. El maestro de Picardía manifiesta en estas obras elementos de la escultura francesa finisecular, italianizantes y tardogóticos, a los que se añade la huella del banco del retablo mayor del Pilar de Zaragoza. Aunque se conocen noticias de su relación con Forment, no se ha podido demostrar su colaboración con el valenciano. Desde 1524, fecha del finiquito del retablo de Tauste, hasta 1532 que contrata el retablo mayor de la catedral de Teruel, la obra de Joly carece de seguridad documental y se debe acudir al atribucionismo. En esa etapa se sitúa el retablo mayor de Aviñón (Zaragoza), en el cual la crítica ha destacado la novedad tipológica en la estructura del cuerpo del retablo y la evolución de sus modelos escultóricos, que en el extraordinario retablo mayor de la catedral de Teruel (1532-1536) presentan un esteticismo formal de recursos manieristas. La obra quedó sin policromar, lo que permite apreciar el trabajo directo de la gubia del escultor, de talla nerviosa y refinada. La actividad artística del escultor en este período final es intensa, contrata obras para las localidades aragonesas de Roda de Isábena y Paniza, para Zaragoza capital, Armero (Burgos), Tudela (Navarra) y para la iglesia de San Pedro de Teruel, ciudad donde fallecía el 19 de marzo de 1538. Otro de los escultores que coincide en Aragón con Forment y Joly es el italiano Juan de Moreto. Aparece documentado en junio de 1520 y vinculado a la capilla que el mercader y consejero real, Juan de Lasala, financiaba en la catedral de Jaca. Al año siguiente realiza un contrato con Gil Morlanes el Joven para realizar la obra a medias. En la portada de la capilla de San Miguel, concebida a modo de monumental arco de triunfo, queda desmida la personalidad artística de Moreto, como excelente decorador, con variado repertorio de temas italianos del final del siglo XV, hábil tracista y correcto escultor en el tratamiento plástico de los relieves y de las estatuas. Aparece firmada y fechada en 1523. En el retablo de la capilla -en madera dorada y policromada-, intervienen junto con el artista florentino, Morlanes y Juan de Salas. A partir de esta obra jacetana, desarrolla Moreto una intensa actividad, a veces junto a otros escultores, y que le obliga a montar un taller con numerosos aprendices y colaboradores. Sin embargo, de las abundantes obras documentadas se conserva muy poco y esto plantea una dificultad para conocer su trayectoria artística, o discenir su labor personal de la de sus ayudantes. En julio de 1532 contrata, junto con Damián Forment y destinada a la iglesia de San Juan de Vallupié, de Calatayud, una portada de piedra -desaparecida- y el retablo mayor de madera, obras a las que me he referido antes. Se conserva el encargo hecho a Moreto en 1535, del retablo de la Purísima para la capilla Conchillos, en la catedral de Tarazona, en el que volvemos a encontrar una bella ornamentación renacentista y solidez arquitectónica; sin embargo, la imaginería delata abundante participación de taller. La obra que cierra la actividad profesional de Moreto es la magnífica sillería de coro de Nuestra Señora del Pilar. La obra, según documentó Ponz, se inició en 1542, colaborando en su ejecución Juan de Moreto, Nicolás Lobato y Esteban de Obray. Este último, cuñado del italiano, acababa de realizar el coro de la catedral de Pamplona y fue quien dio el modelo para el proyecto de la de Zaragoza. Trabajando los tres maestros en la obra, el cabildo del Pilar los contrata de nuevo en octubre de 1544 para realizar la taracea de los respaldos y asientos de cada silla. En esta ocasión, el autor de las tres muestras presentadas fue maestre Tomás, que según creo puede ser el polifacético Juan Tomás Celma, pintor, escultor e insigne rejero, autor años más tarde de la verja que cierra el coro. En la parte de la decoración taraceada, con riquísimo repertorio ornamental de grutescos, aparece varias veces la inscripción IUAN MORETO FLORENTIN ME FECIT; del italiano deben también muchos de los pequeños relieves decorativos de las sillas. En los relieves historiados de los respaldos del piso superior, se advierte la intervención de varias manos, no sólo por su factura, también por sus rasgos estilísticos. Pudiera ser que- los más arcaizantes se debieran al francés Obray, los de formas italianas cuatrocentistas a Moreto y aquellos con rasgos miguelangelescos y de Berruguete, a Lobato, que se había formado en Toledo. La sillería presenta un interesante programa iconográfico religioso que se completa con el rico repertorio de temas profanos. Con la desaparición de los grandes maestros, Joly en 1538, Forment en 1540 y Moreto en 1547, termina la primera etapa de la escultura aragonesa del Renacimiento y se inicia un período, más complejo y peor conocido que el anterior, a lo que se añade la falta de grandes figuras que pudieran continuar el nivel de sus maestros. Muchos de los discípulos de Forment no permanecieron en Aragón después de su muerte y los que continuaron, no plantean una profunda innovación de sus modelos. La temprana muerte del hijo de Moreto, Pedro, en 1555, tampoco favoreció la consolidación de su taller. Sin embargo, se mantuvo la infraestructura creada antes y ello permitió llevar a cabo destacados proyectos artísticos. Una de las empresas más notables de entonces, fue la ornamentación escultórica de la capilla funeraria dedicada a San Bernardo, en la Seo de Zaragoza, acometida en 1550 por el arzobispo don Hernando de Aragón (1539-1575), nieto de Fernando el Católico. Proyecto de alabastro, con dos sepulcros y tres retablos, encargado a los escultores Bernardo Pérez, Juan de Liceire y Pedro Moreto. El primero contrata el retablo-sepulcro del arzobispo para un lateral de la capilla. En el retablo, dedicado al Crucificado, Bernardo Pérez mantiene el valor ornamental de los retablos aragoneses, mientras que en el relieve del Juicio Final aparecen rasgos miguelangelescos; a esto se debe que Jusepe Martínez atribuyera el relieve a Gaspar Becerra. Juan de Liceire contratará en 1551 el retablo-sepulcro de la madre del arzobispo, doña Ana Gurrea. Reitera el diseño de Bernardo Pérez, pero en lo figurativo sigue los modelos de Forment, su maestro, como hará años después en el banco del retablo de la catedral de Barbastro. El tercer escultor, Pedro Moreto, se encarga en 1553 del retablo dispuesto en el frente de la capilla, dedicado a San Bernardo. Destaca el relieve central, muy bien compuesto, con una plasticidad y belleza clásica de las figuras. La capilla ofrece un programa iconográfico de gran interés funerario-religioso, al que se une la representación de imágenes orantes de los arzobispos de la casa real de Aragón y de los reyes Alfonso V, Juan II de Aragón, Fernando el Católico y Carlos V. Tal vez, por la falta de escultores importantes en el panorama aragonés, se recurriera a un antiguo oficial de Forment, Arnau de Bruselas, entonces en La Rioja, para hacer en 1557 otro proyecto de gran interés, vinculado a don Hernando y a la Seo: la decoración del trascoro. Al artista flamenco corresponden los relieves del tramo de los pies y el excelente grupo del Calvario. En el martirio de San Vicente ensaya posturas y escorzos manieristas, acompañado de un estudio anatómico del desnudo que preludia los tipos de la corriente denominada romanista. Arnau de Bruselas acometerá otras obras en Aragón, pero no se afincará aquí, regresando a La Rioja en 1560. La influencia de la obra de este gran escultor incidirá en el lento proceso de cambio que se produce en la escultura aragonesa, de las formas heredadas de los grandes maestros de la primera etapa renacentista, que cristalizará a partir de la obra aragonesa (1570-1574) de Juan de Anchieta: el retablo de San Miguel para la capilla Zaporta, en la Seo de Zaragoza y el de la Trinidad en la catedral de Jaca.
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Al final de los años cincuenta, el régimen instaurado tras la guerra civil va a sufrir importantes cambios que le alejan de sus orígenes y le permiten obtener mayores apoyos, aunque éstos sean pasivos. En el campo jurídico-político se cierra la etapa del desarrollo y se abre la de la institucionalización, que tendrá su máximo exponente en la Ley Orgánica del Estado y en la proclamación de don Juan Carlos como sucesor a la Jefatura del Estado. En materia económica se cierran las políticas autárquicas que habían supuesto un abrazo del oso del Estado a la economía española. El Plan de Estabilización inicia una nueva etapa en la que las autoridades pierden miedo al mercado. Junto a la liberalización económica se va a producir una profunda transformación social y cultural. España desde finales de los años cincuenta entra, con gran rapidez, en un nuevo estadio de desarrollo económico, que se puede describir como sociedad de consumo: una sociedad urbana, secularizada y con mayores recursos educativos. Pero junto a las reformas estructurales, se asiste a otros cambios que afectan a la vida del Régimen, por ejemplo, la inserción en Occidente, el fin de las familias y la división de la clase política, el incremento de la oposición y de los movimientos sociales, la introducción de una negociación colectiva tutelada y, sobre todo, una profesionalización de la Administración que permitirá una progresiva separación entre Estado y Gobierno. Estos cambios nos permiten hablar de un punto de inflexión en el régimen de Franco y la apertura de un proceso que configura lo que es la España actual. Nos encontramos, pues, ante un tiempo histórico de liberalización sin democracia en el que se configuran los orígenes de nuestro presente. La segunda mitad de la dictadura de Franco es todavía un tiempo presente en el que una joven historiografía convive con otras disciplinas de las humanidades y las ciencias sociales, coexistiendo, además, con la memoria viva de los españoles. La muerte de Franco puso fin al Régimen, ya que en términos weberianos se presenta un factor decisivo para el mantenimiento del mismo, pero precisamente por ello no existe posibilidad alguna de sucesión, y su muerte obliga a un replanteamiento general de la vida política, hecho que corresponde a la transición.
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Una serie de acontecimientos, entre los que posiblemente el principal sea la fundación de la colonia focense de Massalia (Marsella) influyen de manera clara en el debilitamiento del reino de Tartessos. La fundación de Massalia al final de la vía interior del estaño en la desembocadura del Ródano perjudicó al abastecimiento del estaño en el mediodía peninsular, de modo que a finales del siglo VI a.C. ya no existen representaciones de la gran metalurgia del bronce en Tartessos. Los fenicios ya no pudieron proporcionar a los indígenas el estaño necesario para la fabricación de bronces y la propia actividad económica de los fenicios, que actuaban como intermediarios, se vio afectada, lo que se refleja en una importante crisis en los asentamientos fenicios del círculo del Estrecho. Políticamente este proceso desembocó en la ruptura de la unidad de la infraestructura económica regional y la consiguiente ruptura del equilibrio político, dividiéndose el territorio en un mosaico de "taifas" donde ningún jefe local estuvo en condiciones de controlar un territorio más amplio del que tradicionalmente pertenecía a su grupo. El periplo del almirante cartaginés Himilcón (ca. 500 a.C.) supone un intento de los cartagineses, que surgen ahora como potencia mediterránea, por reorientar de nuevo la demanda del estaño atlántico, en un momento en que la industria del bronce en Cartago es floreciente y se ha producido una crisis en Massalia. Parece ser que los cartagineses han devuelto el control del estaño atlántico a los fenicios de Gadir, que lo conservarán en época romana, probablemente a cambio de ser abastecidos de este mineral por ellos en condiciones ventajosas. Al mismo tiempo Cartago sustituyó a los fenicios como proveedor de plata y otros metales en el Mediterráneo central y oriental. La actividad económica de los fenicios peninsulares se centró en la obtención del estaño atlántico, al menos por parte de Gadir, y en la explotación y comercio de la sal y sus derivados, probablemente ambos en régimen de monopolio, lo que no favorecía una reactivación de las prácticas económicas tartésicas tradicionales. Paralelamente se produce la transformación de una economía del bronce en una economía del hierro, propia ya de tiempos ibéricos, donde el Suroeste se vio relegado por otras áreas productoras de hierro. En resumen, se produce un estancamiento del mundo tartésico que adquiere unos rasgos arcaizantes frente al despegue de lo propiamente ibérico, donde los estímulos coloniales púnicos y griegos actuaron de modo similar a los fenicios en el Suroeste peninsular en la etapa anterior.
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El inicio de la Guerra Fría en Europa en los años 1947-48 preparó el camino hacia el final del boicot formal del Régimen. En la sesión del 17 de noviembre de 1947 de la Asamblea General de las Naciones Unidas, una iniciativa soviética, por la que se podía haber autorizado al Consejo de Seguridad a tomar una acción no especificada contra el Gobierno español, no salió adelante por la falta de acuerdo de dos tercios del Consejo. Entre los que votaron en contra de la propuesta estaban Estados Unidos, Canadá, Australia y un número considerable de países latinoamericanos. Esto dejaba claro que la política internacional de ostracismo se estaba debilitando. El 10 de febrero de 1948 Francia abrió su frontera del Pirineo por primera vez en casi dos años. En la primavera, el Gobierno español negoció nuevos acuerdos comerciales con Gran Bretaña y Francia. El astuto y resbaladizo Lequerica, al que habían quitado de Exteriores hacía tres años, recibió un cargo creado específicamente para él: Director de Embajadas, con residencia en Washington, para intentar hacer cambiar la política de Estados Unidos. Durante los dos años siguientes realizó una campaña increíblemente exitosa. El máximo representante del lobby español era el abogado Charles Patrick Clark, que tenía un sueldo de 100.000 dólares al año, una suma impresionante para la época. Uno de los primeros beneficios fue la negociación de un préstamo de 25 millones de dólares del Chase National Bank para el Gobierno español en febrero de 1949. El presidente Truman siempre fue hostil a Franco, pero la opinión pública en general estaba empezando a cambiar en Estados Unidos, especialmente entre el Ejército, que estaba buscando apoyo estratégico en el Mediterráneo. Los responsables del cambio en la política norteamericana hacia España fueron varios senadores y congresistas liderados por el senador Pat McCarran de Nevada y apoyados por miembros del Ejército. En agosto de 1950, McCarran por fin obtuvo autorización del Comité de Apropiaciones del Senado para un nuevo préstamo a España, mientras que en las Naciones Unidas, el 4 de noviembre del mismo año, se realizó una votación para cancelar las medidas contra el Régimen que se habían tomado en 1946. Tanto la política de las Naciones Unidas como la de Estados Unidos habían cambiado y en diciembre de 1950 se nombró, por primera vez en cuatro años y medio, un embajador en Madrid. España no estuvo en el Plan Marshall, mientras gobernó Franco no se le invitó a formar parte de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y su entrada en las Naciones Unidas se retrasaría otros cinco años. Sin embargo, al final de 1950, los aspectos más duros del ostracismo internacional habían desaparecido.