Según Plinio la vida era increíblemente barata en Roma (250 a.C.) al poder comprar con un as (moneda de bronce) un celemín de trigo (8,75 litros), un congio de vino (3,3 litros), 30 libras de higos secos, 10 libras de aceite y 12 de carne, considerando que la libra eran 330 gramos. Las noticias sobre salarios y precios en el Imperio Romano son difíciles de conseguir ya que las fuentes apenas tratan estos asuntos. Según el poeta satírico Marcial los proconsulares tenían unos ingresos anuales de un millón de sestercios (la moneda de bronce), mientras que un médico reputado podía alcanzar los 400.000, un profesor estatal de retórica, 100.000 ó los altos cargos de la administración entre 200.000 y 60.000 sestercios. Los legionarios vieron subir sus salarios desde los 900 sestercios que cobraban en época de César hasta los 2.000 de Septimio Severo. Los sueldos de los centuriones rondaban entre 40.000 y 20.000. San Mateo menciona en el Evangelio que el sueldo de un jornalero agrícola es de cuatro sestercios diarios, posiblemente incluyendo la manutención -comidas e incluso alojamiento, en algunos casos-. En un contrato de trabajo del año 164 se menciona un salario de dos sestercios y un as a diario, más el alojamiento y la manutención. Los especialistas consideran que estos datos podrían variar en una proporción de uno a tres dependiendo de los puestos laborales. Los ingresos anuales de un jornalero fluctuarían entre 720 y 2.200 sestercios. Si lo multiplicamos por tres obtendremos el sueldo aproximado de un artesano. Según unas tablillas encontradas en Pompeya donde aparece la lista de la compra de una familia de dos miembros y un esclavo -posiblemente artesanos- el gasto medio en alimentación diario sería unos seis sestercios. Bien es cierto que el menú no era pantagruélico, sino más bien frugal, consistente en pan, vino, verduras, queso y dátiles. Juvenal nos dice que un zapatero come cebolletas y morro de cerdo hervido. Según Marcial, una familia pobre se alimenta de gobios, cebollas y queso. Pan negro mojado en un tazón de caldo y coles podría ser un ejemplo de menú para una familia de obreros romanos. Marcial dice que los alimentos más baratos que se vendían en las calles de Roma eran salchichas y garbanzos. Un tercio de litro de aceite constaría un sestercio y el trigo se vendía a tres sestercios el celemín (6,5 kilos). Para evitar conflictos sociales, el Estado alimentaba a más de 150.000 familias. Los gastos en vestido y calzado rondarían los 30 sestercios ya que la túnica oscilaría hacia los 15 sestercios, al igual que los zapatos. Limpiar una túnica costaba cuatro sestercios. El alquiler en la ciudad de Roma era tremendamente caro. Unos 2.000 sestercios anuales serían el alquiler más barato en el siglo I lo que motivaba que parte de la vivienda fuera subalquilada por el inquilino a otra familia. La operación se podía repetir creando verdaderas situaciones de hacinamiento en la insulae, las casas de inquilinos que ocupaban una manzana con cinco o seis pisos de endeble construcción.
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Las noticias sobre salarios y precios en el Imperio Romano son difíciles de conseguir, ya que las fuentes apenas tratan estos asuntos. Sin embargo, algunas pocas fuentes pueden ilustrarnos acerca de este asunto. Plinio dice que la vida era increíblemente barata en Roma (250 a.C.), al poder comprar con un as (moneda de bronce) un celemín de trigo (8,75 litros), un congio de vino (3,3 litros), 30 libras de higos secos, 10 libras de aceite y 12 de carne, considerando que la libra eran 330 gramos. Según el poeta satírico Marcial los proconsulares tenían unos ingresos anuales de un millón de sestercios (la moneda de bronce), mientras que un médico reputado podía alcanzar los 400.000, un profesor estatal de retórica, 100.000 o los altos cargos de la administración entre 200.000 y 60.000 sestercios. Los legionarios vieron subir sus salarios desde los 900 sestercios que cobraban en época de César hasta los 2.000 de Septimio Severo. Los sueldos de los centuriones rondaban entre 40.000 y 20.000. San Mateo menciona en el Evangelio que el sueldo de un jornalero agrícola es de cuatro sestercios diarios, posiblemente incluyendo la manutención -comidas e incluso alojamiento, en algunos casos-. En un contrato de trabajo del año 164 se menciona un salario de dos sestercios y un as a diario, más el alojamiento y la manutención. Los especialistas consideran que estos datos podrían variar en una proporción de uno a tres dependiendo de los puestos laborales. Los ingresos anuales de un jornalero fluctuarían entre 720 y 2.200 sestercios. Si lo multiplicamos por tres obtendremos el sueldo aproximado de un artesano. Según unas tablillas encontradas en Pompeya, en las que aparece la lista de la compra de una familia de dos miembros y un esclavo -posiblemente artesanos-, el gasto medio en alimentación diario sería de unos seis sestercios. Bien es cierto que el menú no era pantagruélico, sino más bien frugal, consistente en pan, vino, verduras, queso y dátiles. Juvenal nos dice que un zapatero come cebolletas y morro de cerdo hervido. Según Marcial, una familia pobre se alimenta de gobios, cebollas y queso. Pan negro mojado en un tazón de caldo y coles podría ser un ejemplo de menú para una familia de obreros romanos. Marcial dice que los alimentos más baratos que se vendían en las calles de Roma eran salchichas y garbanzos. Un tercio de litro de aceite constaría un sestercio y el trigo se vendía a tres sestercios el celemín (6,5 kilos). Para evitar conflictos sociales, el Estado alimentaba a más de 150.000 familias. Los gastos en vestido y calzado rondarían los 30 sestercios, ya que la túnica valdría unos 15 sestercios, al igual que los zapatos. Limpiar una túnica costaba cuatro sestercios. El alquiler en la ciudad de Roma era tremendamente caro. Unos 2.000 sestercios anuales costaría el alquiler más barato en el siglo I, lo que motivaba que parte de la vivienda fuera subalquilada por el inquilino a otra familia. La operación se podía repetir, creando verdaderas situaciones de hacinamiento en la insulae, las casas de inquilinos de endeble construcción que ocupaban una manzana con cinco o seis pisos.
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Mantener una flota capaz de garantizar la autonomía político-económica de un Estado resultaba una carga inmensa, aunque necesaria. El caso más destacado fue Atenas, donde sostener la talasocracia llegó a suponer más de la mitad de la recaudación de tributos de sus Estados vasallos. Al no ser autosuficiente y tener que abastecerse mediante la importación de productos de primera necesidad, esta sangría le era inevitable; de hecho, una de las misiones de la flota ateniense era la escolta de convoyes, siendo imprescindibles los provenientes de Macedonia y del Mar Negro; los primeros aportaban a los astilleros las maderas necesarias para la construcción naval (la pescadilla que se muerde la cola); los segundos abastecían de grano a la polis. La armada también era el instrumento para imponer el poder metropolitano entre sus aliados, permitiendo la recaudación de tributos, además de mantener las rutas comerciales limpias de piratas. La construcción de la flota e instalaciones navales, en Atenas se debió a la iniciativa de Temístocles y a la fortuna de haberse hallado unas minas de plata en Laurion, al sureste de Atenas (primer cuarto del siglo V a.C.). El producto de este yacimiento financió la construcción del imperio marítimo ateniense. ¿Cuál podría ser el coste de un trirreme? En moneda de la época se sabe que era unos dos talentos (alrededor del siglo V a.C). Se estima que, actualizado, estaría entre 160 y 240 millones de pesetas. La reconstrucción que se hizo de un trirreme, el Olympias, costó unos 700.000 dólares de 1986 y se tardó dos años en finalizarla. Los astilleros de EI Pireo llegaron a botar seis trirremes al mes; siendo diez trirremes nuevos al año la cantidad prevista necesaria para mantener la flota. Más importante que el precio del barco nuevo era el coste para hacerlo operativo (repuestos, mantenimiento, salarios, etc.). El solo hecho de sufragar la tripulación de un barco operativo suponía un desembolso de 40.000 a 50.000 dracmas en los ocho meses en que era posible la navegación (unos 600/ 850 millones de pesetas). Es cierto que Atenas era una polis rica. Su política económica, que favorecía la instalación de empresas extranjeras en su territorio, los peajes e impuestos ala actividad comercial de El Pireo y las propias exportaciones de productos de lujo, suponían ingresos elevados. A ellos deben sumarse los ingresos tributarios. Durante el primer año de la Guerra del Peloponeso, éstos fueron de 500 talentos, que se incrementaron a unos 1.000 ó 1.500 durante el cuarto año bélico. En ese mismo período, la flota ateniense constaba de unos 300 navíos, de los cuales un centenar era completamente operativo, lo que suponía unos 800 talentos al año. Teniendo en cuenta que en esta época Atenas, debía contar con 200.000 ó 300.000 habitantes, incluyendo esclavos y extranjeros, la carga de mantener la marina debió ser inmensa; por un lado, económicamente, tal esfuerzo era insostenible a largo plazo, así se explica que recurriesen al sistema del trierarca para costear la armada; por otro, los recursos humanos imprescindibles para equipar los barcos se elevaban, al menos, a un diez por ciento de la población total; pero la exigencia era aún mayor, porque sólo servían los jóvenes y sanos. Debido al elevado costo de los barcos, era habitual su reciclaje o el de algunas de sus partes, en especial el espolón. Después de una batalla, la recuperación de los restos por parte del vencedor era una labor prioritaria. Las tormentas y continuos combates hacían que la flota se renovase con cierta frecuencia, aunque se sabe de barcos que llegaron a permanecer en activo más de veinte años. Al final de su vida útil, algunos trirremes se modificaban, dejando sólo a los thranites tras eliminar los dos órdenes inferiores. El espacio ganado en la bodega se usaba para el transporte, en especial de caballos. El autor de este artículo -Rafael Rebolo Gómez- no ha encontrado información sobre el coste ecológico de crear y mantener una flota en cuanto a superficie deforestada. Para quien desee realizar algún cálculo, sirvan dos anotaciones: el volumen de madera, en tableros de calidad, necesario para el casco de un trirreme rondaría los 20 m3.; con el sistema de obtención de tablones a partir de árboles usado a lo largo de la Edad Media, el aprovechamiento estaba en torno al 25 ó 30% (ramaje aparte) del volumen talado, y no hay motivo para pensar que en la Antigüedad fuese mejor. Se supone que los remos estaban realizados de una sola pieza, y que cada trirreme poseía unos doscientos (incluyendo repuestos). Cabe pensar que el sobrante de madera se dedicase a otros menesteres, aprovechándose la desechada por los astilleros para el suministro de leña a fundiciones y consumo particular.
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El crecimiento económico ha sido, a la vez, una realidad y todo un mito de la segunda mitad del siglo XX. Para medir su magnitud hay que partir, en primer lugar, de la impresión sentida por los seres humanos que lo vivieron. La crisis de los años treinta dio la sensación de poder provocar un fuerte estancamiento, condenado a ser poco menos que irreversible; además, la crisis de los productos energéticos a partir de 1973 interrumpió un proceso que, en algún momento, pareció imposible de detener. Del paréntesis entre 1945 y 1973 un especialista francés, Jean Fourastié, pudo asegurar que aquéllos habían sido "los treinta años gloriosos" del desarrollo económico. Los datos objetivos permiten estar de acuerdo con esta afirmación, por exagerado que pueda resultar el calificativo a primera vista. El producto material se multiplicó por dos veces y media entre 1950 y 1968; la producción industrial triplicó y la agrícola, a pesar de su falta de elasticidad, se incrementó en un 50%. Por habitante se habría incrementado en un 70% en menos de dos décadas. En definitiva, el período posterior a 1945 ha visto crecer el PIB y el PIB por habitante más que en ninguna otra etapa de la Historia humana, a mucha distancia de las épocas más prósperas. Esta afirmación vale para el conjunto del mundo pero de forma especial para las economías occidentales. Hay que tener en cuenta, en efecto, que el crecimiento económico había sido hasta entonces del orden de tan sólo el 1,5-2% anual. En Europa occidental, una de las regiones más desarrolladas del mundo, por ejemplo, fue en el pasado del 1.4% como media y pasó, en los años citados, a 4.6% per cápita. La producción industrial per cápita creció más, el 7.1% anual, frente a una tasa mundial del 5.9%. En comparación con Estados Unidos, lo sucedido con Europa resulta espectacular porque este último país no pasó de un crecimiento per cápita del 2.2%. En cambio, durante el período 1950-73 en PIB por habitante, por ejemplo, Alemania creció el 5%, Japón el 8.4%, Francia el 4.1 e Italia el 4.8%. Verdad es que los Estados Unidos partían de una absoluta hegemonía en términos cuantitativos y relativos en 1945, al no haber sufrido las consecuencias materiales de la guerra sufridas en Europa. De cualquier modo, lo que antecede explica que el peso de Europa en la producción industrial mundial ascendió desde el 39 al 48%. Además, el crecimiento económico dio la sensación de haber superado claramente baches súbitos como los producidos en 1929 y en otras crisis económicas mundiales anteriores. A pesar de la existencia de crisis periódicas, no se puede decir que ninguna de las padecidas por el mundo capitalista fueran siquiera remotamente parecidas a la de 1929; incluso de la que tuvo lugar en 1973 se puede hacer esta afirmación por más que tras ella el crecimiento fuera inferior (en Europa, por ejemplo, fue de tan sólo el 2%). Por lo tanto, bien puede decirse que los accidentes cíclicos por lo menos se atenuaron durante este período. Cuando tuvo lugar una crisis el crecimiento en Estados Unidos, por ejemplo, se redujo al 1-1.5% (así sucedió en 1954 ó 1958). En otros países, que experimentaron auténticos "milagros", como Italia, el crecimiento durante los períodos críticos se mantenía en el 2-3% anual. Las tasas de paro, principal consecuencia de la crisis, no llegaron nunca durante el período reseñado al 10% en las economías occidentales cuando en los años treinta, con menor protección social, se había triplicado o cuadruplicado esa cifra. En Europa el paro durante los años cincuenta no llegó al 3% e incluso bajó por debajo del 1.5% en la década siguiente, con algunas excepciones como la de Italia. También la inflación alcanzó un nivel que fue socialmente aceptable: creció, frente a lo habitual en el período de entreguerras, pero siempre sin dar la sensación de poder hacer quebrar el progreso generalizado. En Europa lo hizo entre un 3-4% anual pero con diferencias considerables entre Alemania, donde su ascenso fue más modesto, y Francia, donde resultó mucho más alto. El crecimiento generalizado, capaz de superar cualquier coyuntura desfavorable, no excluye, como es lógico, que en términos relativos hubiera países que perdieran su puesto relativo inicial. Éste fue el caso de Gran Bretaña que durante el período pasó del puesto segundo al séptimo en el ranking mundial de las naciones industrializadas. Para explicar el volumen del crecimiento económico y su carácter constante resulta necesario remitirse a varios antecedentes. En primer lugar, las consecuencias de la Guerra Mundial fueron superadas a un ritmo muy diferente pero que de cualquier manera se puede considerar como rápido. Austria y Alemania lo habían logrado en 1951, pero Francia lo logró en 1949 y Holanda en 1947. La reconstrucción de Europa fue una consecuencia de la ayuda exterior pero también, desde luego, de la propia voluntad demostrada por los europeos en lo que, además, fue una decisión básicamente política. Lo fundamental fue descubrir un modelo de interdependencia económica que sirvió a cada uno de los países y contribuyó al establecimiento de una paz duradera y una estabilidad económica colectiva. Como en el terreno político, también en el económico hubo una voluntad muy clara de romper con el pasado. El Plan Marshall fue, además de mucho más voluminoso en recursos, también mucho mejor utilizado que la ayuda concedida para la reconstrucción después de la Primera Guerra Mundial. Pero la tarea de volver a poner en marcha el aparato productivo se había iniciado ya antes de que llegara el plan; lo que éste hizo fue asegurar que la recuperación fuera sostenida y no se detuviera por falta de fondos. Otro factor decisivo en el crecimiento económico fue el establecimiento de un nuevo orden económico mundial eficaz, no sólo en Europa. La recuperación económica, una vez empleados los recursos derivados del Plan Marshall, fue muy rápida y más aun comparada con la recuperación que se produjo después de la Primera Guerra Mundial. Los partidarios más entusiastas del programa del Plan en los Estados Unidos habían previsto que elevaría la renta en aproximadamente cinco veces la cuantía de la ayuda, eliminaría cuellos de botella graves, facilitaría dólares para evitar el hundimiento del comercio internacional y contribuiría a que los países beneficiados por la ayuda acabaran por emprender políticas económicas responsables. En mayor o menor medida, todo ello se logró. Los Gobiernos europeos empezaron a liberalizar su comercio en 1949 y en 1950 aceptaron un código de comportamiento cuyo objetivo era hacer desaparecer las restricciones cuantitativas impuestas, primero en un 75% y luego en un 90%. El Banco Mundial había hecho en 1952 68 préstamos que equivalían a 1. 400 millones de dólares. El Fondo Monetario Internacional, por su parte, declaró ilegales las monedas no convertibles, los tipos de cambio múltiples y los tipos de cambio flotantes. El GATT condenó los aranceles discriminatorios y las restricciones cuantitativas al comercio. Finalmente el sistema monetario internacional se configuró como una derivación del "Gold Exchange Standard", tal como había sido practicado por Londres desde el siglo XIX. No reposaba únicamente sobre el oro sino también sobre las divisas de un valor reconocido. En este caso, esa divisa era el dólar, convertible en oro, que resultó hasta comienzos de los años setenta una divisa fuerte y estable. El Plan Marshall había contribuido de forma poderosa a convertirlo en un instrumento esencial del comercio internacional. Sólo en la época de la Guerra de Vietnam entró en crisis la divisa norteamericana. Sentados estos antecedentes hay que decir que el motor del crecimiento fue probablemente, durante todos estos años, Estados Unidos pero también de las crisis. La Guerra de Corea, por ejemplo, sirvió de manera muy importante para estimular la inversión. El crecimiento fue, sobre todo, industrial pero los Estados Unidos, por ejemplo, a pesar de partir de una agricultura especialmente eficaz, consiguieron multiplicar la producción de una forma muy significativa. En 1950 una persona activa en la agricultura alimentaba a 15 habitantes pero en 1964 lo hacía con 33. En Europa el empleo en agricultura disminuyó a una tasa aproximada del 3.5% al año. En cuanto a los factores que explican el prodigioso crecimiento económico son varios, dando por consolidado un orden internacional que funcionaba sobre la base de comportamientos estables y previsibles. Un primer factor estuvo constituido por las políticas económicas puestas en marcha. Éstas se consagraron siempre, al menos en las economías occidentales, a favorecer un alto nivel de demanda y de empleo con una obvia voluntad política de incrementar las tasas de inversión, las transferencias tecnológicas, el volumen de los intercambios..., etc. A diferencia de las economías anteriores, las que funcionaron en la posguerra se caracterizaron siempre por un peso grande del Estado. La política económica keynesiana aportó una justificación teórica para la política monetaria y fiscal expansionista que facilitó un crecimiento controlado y libre de crisis. Incluso más importante que eso fue la realidad de que el desarrollo tuvo, en efecto, como una causa fundamental generadora de todo tipo de estímulos el progreso en el comercio mundial. El volumen del mismo se había estancado entre 1913 y 1938 y en su mejor momento, en 1929, no había superado en un cuarto más el punto de partida inicial en ese período cronológico. Pues bien, entre 1943 y 1958 el volumen del comercio internacional dobló y volvió a hacerlo en el período entre 1958 y 1967. El mayor porcentaje en este incremento lo tuvieron los países desarrollados de economía de mercado que pasaron de tener el 60 al 71% del total mundial. Europa occidental después de su constitución como unidad económica incrementó sus intercambios a mayor velocidad que los propios Estados Unidos. El incremento en el tráfico comercial, especialmente de ciertas materias imprescindibles, debió recurrir a procedimientos novedosos como, por ejemplo, los grandes petroleros; así sucedió incluso en el caso antes de la crisis del precio de los productos energéticos. En 1964 había tan sólo cuatro petroleros de más de 100. 000 toneladas pero en 1969 había más de un centenar en construcción de más de 200. 000. La apertura del comercio mundial no se detuvo en un determinado momento sino que prosiguió ampliando sus horizontes. Un factor decisivo fue la liberalización de los intercambios, logrado a través de acuerdos globales. Casi todas las reducciones tarifarias importantes tuvieron lugar entre 1959 y 1971 merced a ese tipo de acuerdos. Los países industrializados que participaron en la ronda Kennedy hicieron reducciones en sus tarifas en el 70% de sus importaciones y dos tercios de estas reducciones eran del 50% o más. Otra causa importante del crecimiento económico, como no podía menos de suceder, fue el desarrollo de la ciencia. La paradoja de la contribución de la ciencia a la prosperidad económica consistió en que se produjo en un momento en que desaparecieron las certidumbres teóricas de otro tiempo pero en que las aplicaciones técnicas lograron, al mismo tiempo, una espectacular difusión. Los Estados Unidos, primera potencia económica mundial, obtenían más del 65% de los pagos por patentes en el interior de la OCDE al comienzo del período; además, entre 1956 y 1965 recibieron a 35.000 investigadores y científicos de los cuales 15.000 vinieron de Europa. De cien innovaciones tecnológicas importantes entre 1945 y finales de la década de los sesenta, aproximadamente el 60% procedieron de empresas estadounidenses mientras que el 14% habían nacido en empresas británicas y el 11% en alemanas. Sin embargo, en relación con el PIB los porcentajes dedicados a la investigación en los sectores ajenos a la defensa de Alemania, Japón y Holanda excedían ya en 1975 a los Estados Unidos y la Gran Bretaña. Como quiera que sea, el 60% de la investigación y el desarrollo en industrias de la OCDE se realizó en la industria privada. A su vez, tres cuartas partes de la financiación de la investigación llevada a cabo por ella se centraron en campos como el sector eléctrico y electrónico, la química, la maquinaria y los medios de transporte. El cambio tecnológico se produjo en todos los terrenos y adquiriendo siempre un carácter determinante sobre el proceso productivo. A partir de 1960, por ejemplo, la producción textil de la OCDE pasó de ser una industria de uso intensivo de trabajo a una industria de uso intensivo de capital. El perfeccionamiento de los procesos productivos a través de la automatización, que tuvo lugar en la totalidad de las industrias, permitió que el número de horas empleadas para producir el equivalente de 1.000 marcos en Alemania fuera, en el conjunto de la industria, 203 en 1950 y tan sólo 85 en 1964. Quienes estuvieron por delante en este proceso de transformación de los procedimientos técnicos fueron los fabricantes de automóviles y los de productos sintéticos. Lo más espectacular de toda la transformación industrial, en especial de cara al futuro, fue la revolución microelectrónica que se inició a partir de la segunda mitad de la década de los setenta pero que había tenido ya una larga prehistoria durante los años precedentes. El primer ordenador, Mark I, había realizado los cálculos necesarios para la construcción de la bomba atómica. Una computadora denominada ENIC, que fue construida en la década de los cuarenta con un coste de varios millones de dólares, pudo ser reemplazada en 1978 por una microcomputadora que valía menos de 100 dólares, calculaba veinte veces más deprisa, era 10.000 veces más segura, consumía 56.000 veces menos energía y ocupaba 300.000 veces menos espacio. En muchos otros terrenos los avances fueron espectaculares. En torno a 1964-1966 se consiguió que el precio de la electricidad de origen nuclear fuera semejante al de la energía hidroeléctrica. En 1944 se definió por vez primera el papel desempeñado por el ADN en los cromosomas, lo que habría de dar lugar, pasado el tiempo, a la biotecnología. En todos los países de economía de mercado existieron otros factores confluyentes que también contribuyeron poderosamente al crecimiento. Un ejemplo fue el hecho de que al malthusianismo de los años treinta e inicios de los cuarenta le sucediera un decidido incremento demográfico hasta mediados de los años sesenta. De esta manera, se pudo hacer frente a las necesidades de empleo existentes que experimentaron un alza significativa en toda Europa y el mundo occidental excepto en el terreno agrícola. A partir de los sesenta, las necesidades de mano de obra encontraron respuesta en el Viejo Continente gracias a la movilidad del factor trabajo. Italia, primero, Grecia, España y Portugal, en segundo lugar, y luego Turquía y Yugoslavia se convirtieron, sucesivamente, en reserva de mano de obra de las naciones más desarrolladas de Europa cuando no hacía tanto tiempo esa emigración hubiera ido a parar a otros continentes, más allá del Océano. Finalmente, un factor siempre importante en el desarrollo económico fue la inversión que superó habitualmente al 20% en el caso de Alemania y Japón. El flujo mundial de inversiones se había triplicado en 1970 desde finales de los años cincuenta. Sólo con el paso del tiempo se fue desacelerando la productividad de las economías desarrolladas y también fue desempeñando un papel decreciente la economía norteamericana respecto a ellas. Los problemas derivados del crecimiento fueron, sin embargo, varios: el desempleo especialmente al comienzo de los cincuenta, la inflación que produjo "recalentamientos", los desequilibrios de la balanza de pagos y los desequilibrios presupuestarios. Pero, como ya se ha dicho, ninguna de estas realidades puso en peligro el crecimiento. El desarrollo económico trajo como consecuencia la transformación del capitalismo. Éste cambió, en primer lugar, como consecuencia del creciente intervencionismo del Estado, considerado como un imprescindible corrector de la economía de mercado. El Estado intervino en contra de la coyuntura y por vez primera adquirió como objetivo, por ejemplo, el logro del pleno empleo a quien por primera vez de forma precisa y concreta le dedicó una ley el Gobierno norteamericano en 1946. Ahora bien, el papel del Estado resultó muy variado en cada uno de los diferentes Estados de economía de mercado, incluso con independencia de la opción política gobernante. Mientras que en Francia en los años cincuenta era responsable de dos tercios de las inversiones, en Gran Bretaña lo era del 50% pero en los Estados Unidos resultaba de tan sólo el 20% de aquéllas. Otro cambio importante en el capitalismo fue la transformación de las empresas en un sentido de creciente concentración, diversificación de la producción e internacionalización. Un buen ejemplo podría ser el de la empresa norteamericana General Motors, nacida en 1908 de la fusión de varios constructores de automóviles. En 1969 producía 5.300.000 vehículos de los que 800.000 se producían en Alemania, 500.000 en Canadá, 280.000 en Gran Bretaña y 210.000 en el resto del mundo. Su cifra de negocios era de 24.000 millones de dólares y, aparte de automóviles, producía también productos electrodomésticos, locomotoras, motores de barco y grupos electrógenos. Los "años gloriosos" de las economías de mercado no lo fueron tan sólo en lo que respecta al crecimiento sino también en lo relativo a la transformación social. En todo el mundo se modificaron los porcentajes de la población dedicados a cada sector productivo. El sector industrial suponía, por ejemplo, el 42% de la ocupación en Europa occidental en los años centrales de los cincuenta pero en los sesenta los servicios llegaban al 44% y a mediados de los ochenta alcanzaban el 60% del total. Con ello, como es natural, lo que en terminología de la sociología anglosajona eran denominados como "blue collar" o clase obrera tradicional fueron sustituidos por los "white collar", oficinistas que formaban parte de unas emergentes nuevas clases medias. Otro ejemplo de transformación social fue la difusión del accionariado que fue en gran medida protagonizada por ella. La Bolsa norteamericana calculó que el número de accionistas pasó en 1952-1959 de 6.5 millones a 12.5; ya en los sesenta una décima parte de los norteamericanos poseía acciones. Un último aspecto de la transformación social experimentada en estos años se refiere de nuevo al papel del Estado en la vida económica. Frente a la existencia de políticas parciales y limitadas de protección social durante los períodos precedentes ahora surgió el llamado "Welfare State" que fue un sistema generalizado, unificado y simple de protección con una sola cotización, uniforme y que exigía la creación de un servicio público único. Como es natural, la creación de esta nueva realidad se concretó en los diversos países de una forma peculiar y característica sin sujetarse a un único patrón pero el fenómeno fue general, perceptible en todas partes e irreversible. Originado en un momento, como fueron los años iniciales de la posguerra, en que se buscaba dotar al sistema democrático de unos nuevos contenidos, el "Welfare State" se consolidó de forma definitiva en las décadas sucesivas. Finalmente, el crecimiento económico y la mejora de las condiciones de vida tuvieron como consecuencia la difusión de una civilización del consumo que, nacida en Estados Unidos, se convirtió en una realidad a partir de la segunda mitad de la década de los sesenta en todo el mundo occidental de economía de mercado. La expresión "sociedad opulenta" había tenido su origen allí a fines de los años cincuenta pero resulta válida para el período indicado. Lo característico de esta época fue que no sólo se difundieron y fueron aceptados como básicos bienes y servicios de consumo, en el pasado inexistentes o privilegio de una minoría,sino que las comodidades del entorno urbano llegaron al entorno rural y a las más remotas áreas. Hemos visto que así aconteció en los diversos países europeos. Baste con recordar, a título de ejemplo, una estadística relativa a Francia. El crecimiento de los bienes de consumo fue -para el índice 100 = 1949- el equivalente a 1974 = 504 cuando en 1959 la cifra era tan sólo 166. En el período 1965-1975 las familias que tenían televisiones y refrigeradores en Italia pasaron de la mitad a la práctica totalidad. Todas las encuestas revelaban que los ciudadanos tenían mejores expectativas de todo tipo respecto al futuro y que, además, disponían de más tiempo y mayores recursos para dedicarse al ocio. La civilización del consumo fue, por tanto, también la del ocio. En Francia en 1967-73 se incrementó en 14 puntos porcentuales el número de las personas que veían la televisión cada día y más que duplicó el de aquellas que salían cada día. En 1958 tres pequeños pueblecitos de los Alpes franceses en el municipio de Vars, que apenas tenían 250 habitantes, empezaron a convertirse en una gran estación de esquí con miles de visitantes y que crecía del orden del 10-20% cada año. Claro está que esta civilización del consumo y del ocio constituía una realidad para sólo una parcela de la Humanidad. Los países del Tercer Mundo o en desarrollo estaban muy lejanos a ella. En 1987 la separación entre la renta por habitante de los países de la OCDE y los países de Asia era por término medio de 8 a 1, con los países de Iberoamérica era de 4 a 1 y la distancia entre el país más desarrollado y el que lo estaba menos era de 1 a 36. En parte, todo ello era debido a la relación comercial entre ambos mundos. Los términos de intercambio de los productos primarios y manufacturas descendieron suavemente desde 1958 hasta finales de la década de los sesenta pero los precios de las materias primas en términos monetarios habían subido. A finales de 1971 eran entre tres y cuatro veces mayores que en 1939. Pero quizá el mayor inconveniente de la situación del Tercer Mundo derivó de que la modernidad empezó en ellos con la mejora de la sanidad y ésta supuso hacer posible la explosión demográfica. De un índice de crecimiento demográfico anual del 1. 5% en el segundo cuarto de siglo, el conjunto de los países del Tercer Mundo pasó a un incremento del 2.4 en el período 1950-74. De esta manera, el desmesurado incremento de la población contribuía a impedir una acumulación de capital que hiciera posible el despegue de la transformación económica. Frente a esta realidad era poco lo que podía conseguir la ayuda externa, fuera ésta de carácter público o privado. En 1968 la ayuda pública de los países desarrollados a los que no lo estaban era en el caso de los Estados Unidos de 3.314 millones de dólares y la privada de 2.204. Seguía Francia con 855 y 628 respectivamente, pero ha de indicarse que en tales cantidades se incluyen el mantenimiento de las instituciones que este antiguo país colonizador tenía en el Tercer Mundo.
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La crisis económica producida por el alza de los precios del petróleo fue brusca y larga, pero a mediados de la década de los ochenta estaba ya superada. De todos modos, la nueva situación mundial en sus más variados aspectos estaba destinada a provocar periódicas crisis, bien por los desajustes nacidos en el terreno político bien por las nuevas condiciones en que hubo de desarrollarse la economía mundial. A título de ejemplo, el crecimiento económico europeo se situó en un 2.5% en 1984-7, elevándose a un 3% al final de la década. Pero eso no indicaba que se hubieran puesto las bases para un crecimiento sólido y duradero, ni mucho menos comparable al experimentado por el conjunto del mundo en la década de los años sesenta y comienzos de los setenta. Ni la inflación ni el paro disminuyeron a la velocidad requerida y para algunos países se convirtieron en un problema agudo y enquistado al que no se sabía encontrar solución. Por otro lado, las turbulencias de finales de los ochenta -crisis soviética e interrogantes sobre las perspectivas económicas de algunas de las principales potencias, como Alemania, obligada a asumir los problemas de la antigua RDA- tuvieron una obvia repercusión sobre la economía. La crisis tuvo su peor momento en 1993 y a partir de entonces comenzó una recuperación que, como veremos, quedó interrumpida a lo largo de la década de los noventa en varias ocasiones, como consecuencia de otras sucesivas crisis periódicas. Conviene tratar de modo más detenido acerca de esas dos plagas derivadas de la crisis de los productos energéticos: la inflación y el paro. Las tasas más altas de inflación en el mundo occidental las tuvieron Italia e Inglaterra, mientras que las más bajas les correspondieron a los países nórdicos. Una política gubernamental restrictiva ayudó a hacer desaparecer la inflación, pero con el paso del tiempo también jugó un papel decisivo en ello la disminución de los precios de las materias primas. En 1986, ya el precio del barril de crudo era un tercio del alcanzado en 1981. En el mercado mundial, las mercancías no energéticas disminuyeron en precio en alrededor de un 40%. Gracias a esa política de ajuste, se consiguió la reducción de los salarios y la inflación acabó situada en torno a un 2.5%. Con muchas variaciones según los países, puede decirse que hasta la mitad de la década de los ochenta el paro tuvo una tendencia creciente. Así lo demuestran, por ejemplo, las cifras de Estados Unidos, que pasaron de un 8% a un 5% entre la primera y la segunda mitades de la década de los ochenta. El problema, no obstante, resultó mucho más grave en algunos países europeos. Las cifras tuvieron dos dígitos en cinco países de Europa Occidental: Bélgica, Gran Bretaña, España, Irlanda y los Países Bajos en la primera mitad de la década de los ochenta y la mantuvieron en parecido volumen durante la segunda mitad en dos de ellos (Irlanda y España). Fue Japón, con tan sólo un 2.5% de paro, quien mantuvo unos datos más confortables. De todos modos, la magnitud del fenómeno sorprendió, sobre todo teniendo en cuenta la dificultad para solucionarlo: no se habían visto unos niveles tan altos de paro desde los años treinta. Claro está que ni las circunstancias políticas o culturales eran las mismas ni tampoco las sociales, porque en los años treinta la protección al trabajador estaba mucho menos desarrollada. De todos modos, la situación del mercado de trabajo planteó de forma inmediata interrogantes acerca de una posible civilización en la que el trabajo resultara un bien escaso o en que la estabilidad en el mismo estuviera menos asegurada que en el pasado. Los mercados de trabajo menos propicios al paro parecieron los muy competitivos como Estados Unidos y Japón o los muy centralizados a la hora de tomar decisiones gracias a la existencia de sindicatos y patronales fuertes, capacitados para mantener unas negociaciones cuyos resultados fueran admitidos por todos (los Países Nórdicos europeos). En cambio, los mercados de trabajo fragmentados y mal coordinados resultaron los peores para combatir el paro. La lucha en su contra fue considerada como una prioridad esencial de los Gobiernos pero, al mismo tiempo, tuvo como consecuencia plantear el papel del Estado en la economía. A lo largo de los ochenta, fueron considerables los déficits presupuestarios (hasta el 5% del PIB). En 1990, el gasto gubernamental en proporción al PIB había crecido 3 puntos en todo el área de la OCDE. En muchos países europeos, el tamaño del sector público pasó del 32 al 50%. En estas circunstancias, coincidiendo con el despliegue del pensamiento liberal a partir del colapso del comunismo, quedaron sobre el tapete cuestiones tan importantes como la eventualidad de señalar un límite a la carga fiscal, la eficiencia de la empresa pública o la función del Estado en la política económica y social. Las políticas privatizadoras en un primer momento y la limitación de las fiscales, en otro posterior, se impusieron en todo el mundo. Aunque unas y otras en un principio fueron sugeridas por la derecha liberal, con el transcurso del tiempo se extendieron por el mundo como instrumentos generalizados de política económica. En relación con esta cuestión, se debe citar también la crisis del Estado de bienestar, nacido en la Segunda Posguerra Mundial por la coincidencia entre sectores ideológicos muy diversos. El fenómeno se produjo a partir de los años setenta, pero sobre todo en los ochenta, como consecuencia de la confluencia de varios factores, como la crisis económica, el aparentemente inacabable crecimiento de los gastos sanitarios y el envejecimiento de la población en los países más desarrollados, con el consiguiente peligro para las pensiones del futuro. Un diagnóstico habitual desde mediados de los ochenta consistió en afirmar que la evolución de las costumbres había llevado, en un primer momento, a la medicalización de la sociedad y el envejecimiento de ésta había tenido como consecuencia la sobremedicalización. Las consecuencias económicas para los presupuestos del Estado podían ser catastróficas a medio plazo. La derecha liberal combinó una crítica de principio al Estado de bienestar, que le llevaba a considerarlo como un astro muerto, con una dificultad efectiva por limitar sus gastos, visible por ejemplo en el caso de Thatcher en Gran Bretaña. La izquierda, con una posición muy irrealista, llegó a considerar como inamovibles cualesquiera de las prestaciones sociales existentes. Con el paso del tiempo, sin embargo, se halló un punto de coincidencia en el ajuste, por puro ejercicio de responsabilidad, entre las políticas de protección social y las disponibilidades económicas. En la década de los noventa el uso más eficiente de los recursos, la combinación entre la protección social y la iniciativa personal y la existencia de una solidaridad al margen del Estado aparecían en todas las latitudes como solución a estos problemas. Sin embargo, no la proporcionaban en otros aspectos de la realidad. La inmigración o la marginalidad, a menudo provocada por razones de carácter cultural más que estrictamente social, plantearon en todo el mundo desarrollado la existencia de dos sociedades contrapuestas, con muy escasa movilidad entre ellas. Un ensayista francés, Minc, las describió como los parias y los brahmanes, aludiendo a las castas indias, metáfora oportuna en especial si se tiene en cuenta que para los segundos -es decir, para los beneficiarios principales del desarrollo- los primeros resultaban prácticamente invisibles. Lo eran porque, a diferencia de los grupos sociales y profesionales tradicionales, no disponían de una protección corporativa, por así denominarla, como aquella de la que disponían los sectores instalados en las sociedades modernas. Al margen de estos problemas relacionados con la política social, la evolución de la economía mundial siguió las pautas marcadas por el desarrollo del intercambio de bienes. Ni la creación de unidades políticas más amplias, como Europa, ni las crisis económicas cíclicas, ni siquiera las grandes transformaciones políticas e internacionales de los tres últimos lustros del siglo parecieron poner límites al desarrollo del comercio mundial. Éste, en efecto, siguió creciendo a un ritmo de un 2% anual a comienzos de los años ochenta y pasó al 5% a su final. El derrumbamiento del comunismo y el desarrollo de una civilización informática que permite llevar a cabo transacciones casi instantáneas en puntos alejadísimos del orbe convirtieron al comercio en un factor decisivo para comprender al estado económico del mundo, pero también contribuyen a explicar buena parte de las crisis económicas más recientes. La evolución reciente de la economía mundial permite constatar la existencia de unos ganadores y unos perdedores en el proceso de crecimiento. Entre los primeros, hay que seguir citando a los Estados Unidos y a los principales países europeos. Las circunstancias varían mucho de unos a otros, pero en todos los casos testimonian éxitos y fracasos relativos. Estados Unidos siguió siendo el principal centro económico del mundo, incluso incrementando esta característica a partir de sus innovaciones tecnológicas en la nueva industria informática, a pesar de sus limitaciones en política social y de la competencia creciente en determinadas industrias clave, como el automóvil, con Japón. Europa tuvo problemas con su competitividad y su capacidad innovadora -la llamada euroesclerosis se convirtió en objeto de preocupación generalizada- pero, gracias principalmente a Alemania, fue el segundo de los centros económicos mundiales (Francia, por ejemplo, alcanzó el liderazgo mundial en materia de trenes de alta velocidad). El tercer centro de gravedad de la economía mundial estaba ya a mediados de los ochenta en el Extremo Oriente. En esas fechas, se juzgaba que Japón y toda una serie de países cercanos habían sido los de mayor y más sólido crecimiento durante los últimos treinta y cinco años. Al igual que el primero, los "pequeños tigres" o "dragones" (países como Taiwán, Corea del Sur, Singapur y Hong Kong) habían iniciado su despegue sirviéndose de la protección hasta que adquirieron tanta capacidad productiva en cantidad y calidad que no tuvieron que preocuparse por la competencia. Ayudados por la existencia de una mano de obra preparada, con un cierto sentimiento de tarea colectiva en el trabajo y atractivos para las inversiones de naciones que tenían una moneda sobrevaluada una parte de los países de Extremo Oriente lograron el éxito también gracias a un milagro étnico y cultural. La minoría china existente en Malasia y Tailandia desempeñó un papel de primera importancia en esos triunfos económicos. En Indonesia, durante los años noventa, la minoría china, el 4% de la población, controlaba 17 de los 25 grupos económicos más importantes. En Tailandia, suponía el 10% de la población total, pero era el 90% del conjunto de las familias más ricas. Como en el caso del Japón, el desarrollo económico en el Extremo Oriente tuvo contrapartidas importantes (problemas con la destrucción del entorno, por ejemplo), pero, al mismo tiempo, generó no sólo asombro sino incluso angustia en los países occidentales. Japón, por ejemplo, exportaba en la década de los setenta casi el 25% de su producción de automóviles, pero en 1980 llegó al 54% y ya había superado a los Estados Unidos en volumen. Su éxito, como el posterior de Corea del Sur, nació de la variedad de la oferta y del uso de una tecnología versátil. Lo que más llamaba la atención a norteamericanos y europeos era el sentido de solidaridad de los trabajadores, frente a la actitud radicalmente antagónica de las industrias en situación de crisis que se daba en el mundo occidental. Algunos de los perdedores en la carrera del desarrollo económico no lo parecían, pero su aparente opulencia ocultaba una fragilidad de fondo. En Medio Oriente, a pesar de los ingresos recibidos del petróleo (dos billones de dólares desde 1973), resultaba más que dudosa la existencia de un proceso de crecimiento sostenido propiamente dicho y realizado a través de la innovación. En Hispanoamérica el crecimiento propiamente dicho se produjo a partir de los ochenta siempre con graves problemas con la deuda. En África, la renta per cápita creció a menos del 1% anual a partir de mediados de los ochenta y muchos países tenían menores ingresos que en el momento de su independencia. En 1965, Nigeria, país exportador de petróleo, tenía unos ingresos per cápita mayores que Indonesia, que hoy la triplica. Pero no debe pensarse que la situación africana se debiera a razones étnicas, entre otros motivos porque el punto de partida asiático era, en 1965, semejante al de África en la actualidad. De cualquier forma, el hecho es que 21 de las 25 naciones más pobres del mundo son africanas y que el 54% de los africanos vive por debajo de la línea de pobreza señalada por la ONU. Tanto el caso del Medio Oriente como el de África ofrecen una buena prueba de que la Historia del desarrollo económico testimonia que la cultura es lo que marca la diferencia y que las mejores curas contra la pobreza vienen del interior de los países. Esta afirmación debiera ser juzgada como reconfortante pues, en definitiva, viene a dar razón a quienes consideran que el crecimiento económico es posible en todas las latitudes. Pero esto implica también que se puede hacer imposible por razones de carácter político o cultural. Existe un contraejemplo óptimo que lo testimonia. Argelia, gracias a sus yacimientos energéticos, se atribuyó poder llegar a ser una especie de Japón de África y el segundo milagro económico del mundo. Pero la población se ha triplicado por motivos estrictamente políticos, derivados de la existencia de un régimen nacionalista, con partido único y vocación sedicentemente socialista. En 1990, Argelia, con todavía un 43% de su población analfabeta, debía dedicar dos tercios de los ingresos por petróleo a pagar los intereses de la deuda, mientras tres cuartas partes de sus jóvenes carecían de trabajo. Tras esta panorámica general acerca del resultado del crecimiento económico en todo el mundo, conviene tener muy en cuenta sus tendencias más recientes. Éstas se resumen en un espectacular desarrollo de los intercambios, favorecido por motivos tecnológicos e incluso de carácter político (la caída del comunismo y los sucesivos acuerdos entre las naciones). Aunque con frecuencia la globalización ha producido desajustes que han afectado de modo grave a muchas naciones, no cabe la menor duda de que ha trasladado la prosperidad del mundo que vivía en ella hasta las latitudes en que se desconocía. En 1975 el salario medio por hora en Corea del Sur era sólo un 5% del norteamericano, pero en 1996 llegaba al 46%. Además, con el transcurso del tiempo y sobre todo a partir de mediados de los años ochenta, la globalización ha creado unas expectativas excepcionales. La resolución de los problemas más graves relativos a la crisis de la deuda ha concedido una especie de respetabilidad a las inversiones en todo el planeta y ello ha supuesto que el Tercer Mundo ha dejado de ser considerado como el campo del riesgo absoluto y se ha convertido en mercado emergente con oportunidades excepcionales de crecimiento que no se dan en cualesquiera otras partes del mundo. La confianza en la globalización ha llegado a ser tanta que la existencia de instituciones propias del comunismo no se considera un obstáculo sólo temporal y destinado a desaparecer con el tiempo. Cuando en julio de 1997 Hong Kong pasó a depender de la soberanía china, no existió la sensación de que con ello entraba en peligro su crecimiento económico futuro. El entusiasmo por los buenos resultados económicos llegó a hacer nacer en la mente de algunos economistas occidentales la posibilidad de desaparición de los ciclos económicos. La contrapartida, sin embargo, ha aparecido luego en forma de crisis que se suceden con gran rapidez en países que hasta hace poco han sido tomados como ejemplo. Las han padecido de forma especial siete economías del Extremo Oriente que generan una cuarta parte de la producción mundial y cuentan con una población situada entre los 600 y los 700 millones de habitantes. La crisis de los años setenta, como consecuencia de la elevación del precio del crudo, pareció mayor y también dio esa impresión la de la deuda latinoamericana a comienzos de los ochenta. Pero en el caso más reciente transmite la sensación de tratarse de una especie de castigo muy grave a economías cuyos pecados son sólo financieros y no de otro tipo. En parte, se trata de que la economía japonesa ha experimentado una importante desaceleración en su crecimiento. De ella se había previsto que, en el año 2.000, podría ser la primera potencia mundial desde el punto de vista económico, según las previsiones de muchos ensayistas. Pero esto demuestra el peligro de creer en simples extrapolaciones numéricas. Japón había tenido un crecimiento del 9% en los sesenta, pero ya de menos del 4% a partir de 1973; ya en los noventa, el paro se ha situado por encima del 4%. Aun así, lo que resulta en apariencia más sorprendente es la sucesión de crisis que se ha producido en otros países del Extremo Oriente. En realidad, estas economías en el final de siglo muy a menudo tienen problemas no porque sean peores economías de mercado sino porque lo son mejores. Esta apertura puede convertirlas en objeto de especulación y la globalización le ha dotado a ésta de una peligrosidad muy especial. Gran parte de los problemas económicos mundiales nacen de los "hedge funds" que intentan especular lo máximo posible para obtener beneficios que superen la media de los habituales en economías maduras. Por otra parte, existen temores de las autoridades económicas a que, por una parte, la oferta global creciera más que la demanda, provocando crisis en los mercados emergentes y, por otro, a que se produjera una "exuberancia irracional" de las Bolsas. Se ha llegado a plantear la posibilidad de que, en interés no sólo de los países sino también de los inversionistas, resulte necesario llegar a alguna fórmula de control de capitales. En el fondo, lo que revela la situación descrita es que en el terreno económico, como también sucede en otros, existe un cambio tan profundo que ha producido la desaparición de las antiguas reglas sin que las nuevas hayan emergido de forma clara.
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El Credo o profesión de fe (sahadah o tasahhud), el primero de los cinco Pilares del Islam, consiste en expresar oralmente la creencia en un Dios único y en la misión profética de Muhammad. La frase, muy utilizada en la vida cotidiana, es "No hay más dios que Dios y Muhammad es su enviado". Para formar parte de la comunidad musulmana ha de ser pronunciada tres veces delante de dos testigos, hecho lo cual el individuo entra a formar parte de la umma, participando de sus derechos y obligaciones. En el caso de los recién nacidos, es el padre o tutor legal quien ha de realizar la recitación.
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La difusión del cristianismo en Hispania debe de enmarcarse en el contexto de la proyección que poseen en el Mediterráneo occidental los mencionados cultos orientales. Tradicionalmente, se acepta el origen apostólico de la propagación del cristianismo en Hispania; su fundamentación está constituida en gran medida por tradiciones de época posterior propias de la iglesia hispana, como ocurre con la pretendida evangelización por Santiago el Mayor o con la llegada de los Varones Apostólicos. No obstante, el único dato que permite sustentar una difusión temprana del cristianismo en época apostólica nos lo proporciona la propia declaración del apóstol Pablo en su Epístola a los Romanos, en la que explicita su intención de viajar a Hispania, lo que encuentra eco posterior en los escritos de Clemente Romano. Los datos existentes sobre la difusión del cristianismo en la Península Ibérica durante el siglo II también son imprecisos, como ocurre con las referencias de Irineo de Lyon y de Tertuliano. En realidad, los primeros testimonios incontestables proceden de mediados del siglo III y documentan la existencia de comunidades sólidamente establecidas y organizadas en sedes episcopales en determinadas ciudades hispanas, como Emerita, Legio (León), Asturica y Caesaraugusta. Concretamente, la persecución de Decio tiene su proyección en Hispania y da lugar, como en otras provincias del Imperio, a apóstatas que realizan los preceptivos sacrificios a los dioses romanos, y a los llamados libellatici, que se libran de la condena mediante la correspondiente certificación de haber sacrificado a los dioses oficiales del Imperio. Entre éstos se encuentran Marcial, obispo de Emerita, y Basilides de la sede Asturica-Legio. La expulsión consecuente de estos obispos de sus comunidades propicia la consulta a Cartago y la contestación mediante la llamada epístola 67 de su obispo Cipriano, que nos documenta la organización y los conflictos de las iglesias hispanas en pleno siglo III. Con respecto a este asunto, Cipriano (A Felix, VI, 1-3, traducción de J. Campos) nos describe los siguiente: "Por lo cual, como escribís, hermanos carísimos, y como afirman nuestros colegas Felix y Sabino , y como otro Felix de Caesaraugusta, hombre de fe y defensor de la verdad, indica en su carta, habiéndose contaminado Basilides y Marcial del nefando certificado de idolatría, y Basilides, además, de la mancha del certificado, estando enfermo en el lecho, blasfemó contra Dios y reconoció que había blasfemado, y por el remordimiento de su conciencia depuso el episcopado espontáneamente y se entregó a hacer penitencia, rogando a Dios y dándose por satisfecho si podía comunicar como laico; y Marcial, por su parte, además de frecuentar por largo tiempo banquetes vergonzosos e impuros de los gentiles como miembro de una asociación y de enterrar a sus hijos en la misma asociación a la manera de los paganos, en sepulcros profanos y entre los paganos, ha afirmado en acto público, ante el procurador ducenario, que había obedecido a las órdenes de la idolatría y que había renegado de Cristo; y habiendo otros muchos y graves delitos en que están implicados Basílides y Marcial, por todo esto en vano intentan ejercer los tales las funciones del episcopado, siendo manifiesto que estos individuos no pueden estar al frente de la iglesia de Cristo ni deben ofrecer sacrificios a Dios..." La difusión del cristianismo se efectúa mediante diversos procedimientos, entre los que deben de subrayarse la posible presencia de comunidades judías en las ciudades hispanas que facilitan originariamente la difusión del cristianismo en otras zonas del Imperio, las relaciones comerciales, o los propios movimientos militares. Entre éstos, se ha mantenido la posibilidad de que la Legio VII Gemina y las tropas auxiliares pudieron contribuir a su difusión tras su intervención en Mauritania. Semejante hipótesis se relaciona además con la teoría de un posible origen africano del cristianismo hispano, con el que se vinculan otros elementos indicativos posteriores tales como las analogías apreciables en los cánones de determinados concilios o en algunos elementos de la cultura material. El debate suscitado permite fundamentalmente concluir que la formación de comunidades cristianas en las provincias hispanas se produce mediante métodos diversos y desde distintos centros de difusión.
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La crucifixión de Jesús de Nazaret en Palestina, hace poco menos de 2.000 años, dio lugar al nacimiento de un nuevo movimiento religioso que cambiaría el mundo para siempre. Inmediatamente después de su muerte, considerada por sus seguidores como un sacrificio, un reducido círculo de discípulos y seguidores comenzaron a difundir su mensaje y sus enseñanzas, basadas en el amor a Dios y al prójimo. Para éstos, Jesús de Nazaret era el Cristo o el Mesías, un redentor divino de la humanidad que había renacido después de la muerte. El cristianismo es, en esencia, una tradición monoteísta basada en la fe en un solo Dios, un creador eterno que participa activamente en el mundo. Para los cristianos, Dios se encarnó en Jesús de Nazaret, su hijo, adoptando una forma completamente humana. La creencia en la Trinidad, el misterio sagrado del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo como un Dios único y trino, es central para la tradición cristiana. Actualmente la fe cristiana es la religión mayoritaria, con casi 2.000 millones de fieles repartidos por todo el planeta. Las doctrinas cristianas más importantes son el catolicismo romano, la ortodoxia oriental y el protestantismo. El catolicismo es mayoritario en buena parte de Europa y América latina. La ortodoxia oriental se asienta fundamentalmente en el este de Europa y Rusia, mientras que el protestantismo es mayoritario en Gran Bretaña, los países del norte de Europa, Estados Unidos y Australia. En Canadá, Alemania, Suiza y Holanda, la población es mayoritariamente cristiana, sin que predomine ninguna doctrina. La rama más extensa del cristianismo es el catolicismo. A grandes rasgos, los católicos aceptan la autoridad de un papa infalible, el Papa de Roma, como jefe de la Iglesia. El culto católico se centra en siete sacramentos o actos que confieren la gracia divina. Estos son el bautismo, la comunión, la confirmación, la penitencia, el matrimonio, la ordenación sacerdotal y la extremaunción. Además, la veneración de santos desempeña un papel principal en la devoción católica. La Iglesia ortodoxa rechaza el concepto de autoridad concedida a un único líder, estando las iglesias ortodoxas gobernadas por obispos, patriarcas -los obispos más antiguos- y consejos. Sus sacerdotes pueden contraer matrimonio, si lo hacen antes de ser ordenados. El culto ortodoxo concede importancia al uso de iconos para fomentar la espiritualidad a los sacramentos. Con la figura de Martín Lutero, surge en el siglo XVI el tercer gran movimiento cristiano, el protestantismo. Lutero y sus seguidores rechazaron muchos aspectos de la Iglesia romana. Aunque dentro del protestantismo existen muchos grupos, todos ellos niegan la autoridad del Papa y aceptan la autoridad principal de la Biblia, reconociendo sólo los sacramentos del bautismo y la confirmación. Para todos los cristianos la Biblia es su texto más sagrado y consta de dos partes, el Antiguo Testamento y el Nuevo. La vida de Jesús se conserva principalmente en los cuatro Evangelios según Mateo, Marcos, Juan y Lucas. Según los Evangelios un arcángel, Gabriel, se aparece a la Virgen María y le anuncia que va a concebir milagrosamente un niño divino a través del Espíritu Santo. Tres hombres sabios o magos viajan al lugar del nacimiento de Jesús siguiendo una estrella que creen que les conducirá hasta el "rey de los judíos". Los Evangelios relatan también el bautismo de Jesús, ya adulto, a manos de Juan Bautista. Una vez bautizado, Jesús eligió a doce discípulos principales o apóstoles, nombre que en griego significa mensajero, para ayudarle a difundir su mensaje. Los relatos hablan de Jesús como un profeta obrador de milagros, curando a enfermos, resucitando a los muertos o transformando el agua en vino y multiplicando los panes y peces para alimentar a la multitud. Arrestado en Jerusalén, acusado de proclamarse rey de los judíos, fue condenado a morir crucificado, un castigo habitual en Roma para criminales y traidores, muriendo en la cruz a las pocas horas. Tras su muerte, los apóstoles se dedicaron a divulgar las enseñazas de Jesús. Fruto de los viajes de San Pablo y de otros discípulos, el cristianismo se extendió por el Imperio romano. Si hasta la época de Constantino, en el siglo IV, las comunidades cristianas eran pequeños núcleos perseguidos, hacia el año 325 las fronteras del cristianismo abarcan todo el mundo mediterráneo. Hacia el año 600, existen ya muchas áreas fuertemente cristianizadas, como el Próximo Oriente, Anatolia, regiones de Egipto y norte de Africa, así como algunas zonas de Hispania, Galia e Italia, entre otras. La expansión de la Iglesia se basó en la consagración de altares e iglesias, una práctica que se extenderá a lo largo de toda la Edad Media y los siglos sucesivos. Las iglesias son consideradas por los cristianos como la casa de Dios en la Tierra, siendo el lugar donde los fieles se reúnen para rezar en privado o realizar actos de devoción públicos. En los ámbitos urbanos, fueron las grandes catedrales las encargadas de difundir la fe cristiana. Magnífico edificio, la catedral debía no sólo ser un templo, sino también una fortaleza, el castillo del arzobispo. En el cristianismo, hombres o mujeres a los que se atribuye una vida de extrema virtud o que han muerto como mártires son considerados como santos. El culto a estos personajes incluye ofrendas e invocaciones, así como la petición de curaciones y milagros. La veneración de sus restos fue un factor importante que favoreció la expansión del cristianismo, moviendo a los fieles a peregrinar hacia los lugares en los que se encuentran depositadas. Entre los centros de peregrinación más importantes se encuentran Belén, Jerusalén, Santiago de Compostela, Roma o Canterbury. Otros centros han surgido en sitios donde han tenido lugar visiones de la Virgen María, como Fátima, Lourdes o Czestochowa, en Polonia. La devoción a María, reverenciada como madre de Cristo, tiene también una importancia central, especialmente en las iglesias oriental y occidental. A partir del siglo XIII se hizo habitual referirse a ella como "Nuestra Señora", "Nôtre-Dame" o "Madonna", consagrándole cientos de iglesias. María es representada como una madre misericordiosa y benévola para los fieles pecadores. En otras ocasiones, es representada como Inmaculada Concepción, o bien se plasma el momento de su ascensión a los cielos. En su expansión, el cristianismo chocó con otra religión monoteísta, el Islam. Ocupados por los musulmanes los Santos Lugares de Palestina, a partir del siglo XI, la Cristiandad organizó sucesivas expediciones, llamadas Cruzadas, para recuperarlos. Otro factor de expansión del cristianismo medieval fueron las órdenes religiosas. Se considera a San Antonio Abad como el fundador de estas órdenes, al llevar una vida solitaria de oración en el desierto. La abadía de Montecassino, en Nápoles, fundada por San Benito de Nursia, es uno de los primeros monasterios. En ellos, monjas y monjes hacen renuncia a sus vidas mundanas para dedicarse a la oración, el trabajo o el estudio. Muy importante fue, también, su labor cultural en la Edad Media mediante la copia de textos antiguos. Según la tradición, Dios entregó a Moisés las Tablas de la Ley o Diez Mandamientos, código moral que regula la vida del cristiano. Desobedecer este código conlleva incurrir en pecado, un concepto que está en la naturaleza humana desde que Adán y Eva, los primeros hombres creados por Dios, quebrantaran el mandato divino. También trascendentales en la vida cristiana son las fiestas religiosas. La Navidad, que celebra el nacimiento de Jesús, y la Pascua Florida, que conmemora su resurrección, son las dos festividades principales en el año cristiano. El ciclo de la vida acaba con la muerte, el eterno reposo, la recompensa a una vida recta y virtuosa, mientras que los pecadores serán condenados a vivir eternamente en el infierno.
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De las diversas ramas en que se divide la religión cristiana, la más extendida es la católica romana. Ésta es la religión mayoritaria en América Latina y buena parte de Europa. La iglesia protestante es mayoritaria en algunos países del norte de Europa y Sudáfrica. La confesión cristiana ortodoxa se extiende básicamente por los países del este de Europa, Grecia y Rusia. En el resto del mundo, las confesiones cristianas se reparten más equilibradamente. En algunos países del Africa central la población es mayoritariamente católica, aunque es cuantiosa la minoría protestante. Lo contrario, mayoría protestante y fuerte minoría católica, ocurre en países como Estados Unidos o Australia. El complejo mapa de las religiones se completa con países que tienen una mayoría ortodoxa y una importante minoría católica. En Canadá, Alemania, Suiza y Holanda, la población es mayoritariamente cristiana, sin que predomine ninguna doctrina.
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Cuatro años después de que los primeros barcos portugueses avistaran las costas japonesas, en 1545, un sacerdote de la misma nacionalidad, Francisco Javier, fundador de la orden de los jesuitas, llegó a Japón al frente de una misión cristiana. La nueva religión fue inicialmente bien acogida, siendo apoyada de forma más o menos implícita por el daimyo Oda Nobunaga, fascinado por el armamento europeo. Pronto la nueva fe comenzó a extenderse, de forma que a principios de la década de 1580 ya sehabían convertido al cristianismo casi todos los daimyo de la isla de Kyushu. En la capital, Kyoto, existía una gran congregación cristiana, así como en otras grandes poblaciones. Se calcula que, en estas fechas, el número de conversos podía llegar al millón. No obstante, no está comprobado que el propio Nobunaga se convirtiera al cristianismo, aunque uno de sus últimos retratos lo muestra con un crucifijo. El clima de tolerancia acabó en 1587 cuando Hideyoshi, sucesor del asesinado Nobunaga, puso fin a se estado de cosas. Algunos novicios jesuitas japoneses -los "mártires japoneses"- fueron crucificados y muchos misioneros expulsados. En 1596 el cristianismo fue oficialmente prohibido. Con el gobierno de Tokugawa Ieyasu la persecución perdió intensidad, aunque nuevamente el clima anticristiano renació con su nieto Tokugawa Iemitsu. Bajo pena de muerte en caso de negarse, los cristianos eran obligados a pisotear una imagen de la Virgen. La represión hizo que la mayoría de los daimyo abandonaran la nueva fe, de tal forma que, hacia 1640, se puede decir que había finalizado el siglo del cristianismo en Japón. A pesar de ello, un pequeño grupo de fieles conservó su fe cristiana en secreto, especialmente en el entorno de Nagasaki. El aislamiento exterior japonés hizo que este cristianismo, ajeno a cualquier contacto con Roma, fuera adquiriendo características particulares, de forma que, por ejemplo, los cultos a Jesús y María acabaran por parecerse al de los poderosos kami sintoístas o bosatsu budistas. En 1872 las disposiciones anticristianas fueron revocadas, pero los cristianos locales se negaron a unirse a la Iglesia de Roma. Actualmente esta rama cristiana es un minúsculo elemento en el complejo mapa de las religiones en el Japón. Se calcula que en la actualidad existen 600.000 cristianos en Japón, de un total de 130 millones de habitantes.