El cuerpo será uno de las principales obsesiones de los españoles en el Siglo de Oro. El cuerpo será objeto de atención tanto en su vertiente lúdica como en la dolorosa. A lo largo del siglo XVII se van estableciendo unos modelos físicos definidos a la perfección. La mujer debía tener la cabellera larga y rubia; los ojos, preferentemente verdes; manos, blancas y largas, con las uñas crecidas y arregladas; los pechos poco desarrollados y básicamente delgada; talle estrecho y pie pequeño completaban el canon de belleza femenino como bien puede comprobarse en la figura de doña Isabel de Portugal. Los hombres con el pelo rubio o castaño y cierta altura eran los prototipos ideales, aunque la media habitual consistía, como dice Joly en "pequeños de estatura, de carnación morena (...) negro de pelo y barba corta". El criterio capilar evolucionó ya que en el siglo XVI dominaría el pelo muy corto con bigote y perilla (en la moda del pelo corto influyó la recomendación médica realizada a Felipe II: al sufrir frecuentes dolores de cabeza, los galenos le recomendaron que se repase el cabello con el fin de que el aire refrescase y aliviase los dolores por lo que la mayoría de los miembros de la corte también siguieron las indicaciones de la moda impuesta, no por gusto, por su monarca). Con Felipe IV creció el cabello y se reducía el bigote y la perilla a la mínima expresión, lo que escandalizó a los moralistas de la época.
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En el campo científico, el siglo X puso las bases de una tradición andalusí muy inspirada en las aportaciones orientales pero que será capaz de desarrollarse de forma original en la época de las taifas. La época del emirato y los primeros tiempos del califato no habían brillado nunca por el nivel de su cultura científica. Aquí también nos tenemos que remitir a la síntesis redactada por Juan Vernet y Julio Samsó en el tomo sobre las taifas de la Historia de España de Menéndez Pidal. Los autores subrayan la pobreza de la cultura científica en al-Andalus anterior a mediados del siglo X. La medicina, por ejemplo, no se cultivaba más que de forma empírica por practicantes mozárabes y judíos y por algunos orientales. El impulso decisivo en los estudios médicos se dio hacia mediados del siglo X cuando un grupo de sabios de Córdoba se dedicó a traducir al árabe con la ayuda de un monje bizantino, la obra de Dioscórides, De materia medica, que fue un regalo de Constantino Porfirogenera al califa de Córdoba. Esto provocó una viva emulación en los estudios médicos, farmacológicos y botánicos. Varios especialistas se formaron entonces en torno a esta tradición griega, a la que se asoció la lectura directa de las obras de medicina científica árabe llegadas de Oriente. El más célebre de los médicos del final del califato fue Abu al-Qasim Jalaf al-Zahrawi, que los occidentales llamaron Abulcasis, que murió en el 1013, legando a la posteridad una voluminosa enciclopedia quirúrgica. En todos estos campos de la ciencia, las bases del desarrollo ulterior en la época de las taifas se implantaron a finales del califato, gracias a la dispersión de los sabios formados en Córdoba por las cortes de los soberanos del siglo XI. Esto aparece claramente en las matemáticas, cuyo representante más brillante de la primera generación de sabios andalusíes fue Abu al-Qasim Maslama al-Mayriti, el Euclides de al-Andalus, originario de Madrid como indica su nisba, muerto en Córdoba en el 1008. Tuvo numerosos discípulos la mayor parte de los cuales se separaron durante la fitna: Ibn al-Samh (muerto en 1035), autor de tablas astronómicas y de una Introducción a la geometría, se instaló en Granada; Ibn al-Saffar (muerto en 1035), autor de un tratado sobre el empleo del astrolabio y de varias obras de ciencias naturales, residió en Denia; al-Kirmani (muerto en 1066), un poco más joven, se instaló en Zaragoza después de haber estudiado en Oriente. Así surgieron varios focos científicos, en los que las matemáticas fueron sólo una de las ciencias practicadas por los sabios versados en múltiples disciplinas. A al-Kirmani se debe, por ejemplo, la introducción en Zaragoza de una de las obras de mayor importancia en la tendencia shií ismailí titulada Enciclopedia de los Hermanos de la Pureza (Rasa'il ijwan al-safa), que se considera como la base del movimiento filosófico andalusí que, a través de Ibn Baya, condujo al pensamiento de Ibn Rushd (Averroes). No se sabe, creo, en qué momento al Kirmani introdujo a España desde Oriente los Ijwan al-Safa, obra algo heterodoxa, que no habría tenido la misma influencia en el universo ideológicamente más unitario que reinó durante la época de apogeo del califato. La efervescencia intelectual que acompañó la crisis y la desaparición del califato, y que se prolongó durante los decenios siguientes fue considerable. No podemos entrar en una enumeración de sabios que, en todos los campos -a la cabeza de los cuales hay que destacar, por supuesto, las ciencias tradicionales de la religión, del derecho y de la filología- ilustran los últimos decenios del califato y la crisis de los años 1009-1031.
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Todo lo relacionado con la vida de los dioses -liturgia, clero, calendarios, concepciones teológicas- y lo que afectaba a la vida de los hombres -matemáticas, geometría, historia, literatura, prácticas funerarias,...- se estudiaba en la llamada Casa de la Vida, institución que debía existir ya en la época tinita. En el palacio y el templo principal estaban las principales casas de la vida, aunque también se encontraban en cada uno de los templos menores. La escritura jeroglífica sería uno de los primeros logros de la institución. Ni los egipcios ni las egipcias podían entrar en los templos, conformándose con situarse en las explanadas a la hora de realizar el culto. Sin embargo, en algunas ocasiones los dioses salían de sus escondites y sus estatuas eran sacadas en procesión, realizándose fiestas relacionadas con estas salidas. Se actuaba de manera diferente en los pequeños santuarios, donde sí podían entrar a realizar sus plegarias El culto a los antepasados era también importante en Egipto, encontrándose nichos en las casas en los que se situaban las estatuas protectoras de la familia, siendo una de las más habituales la de la diosa Tueris, relacionada con la fertilidad y representada como una mujer embarazada con cabeza de hipopótamo y patas de león.
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La exaltación de la humanidad de Cristo en el siglo XIII gracias sobre todo a los franciscanos, estuvo precedida e íntimamente ligada -así en san Anselmo- a la creciente devoción a la cruz. Ya en pleno siglo XI esta había dejado de ser el signo infame de otros tiempos para convertirse en verdadero emblema de los cristianos. El crucifijo no sólo acompañaba a los difuntos en su mortaja o presidía el cementerio, sino que era también el emblema de los cruzados y sus gestas, la enseña de los reformadores de la "Pataria" milanesa y el estandarte de no pocas cofradías. Convertida en objeto de culto, la cruz fundamentó practicas devocionales tan importantes como la del "Via vía". Mas el culto a la cruz no era, pese a su importancia, sino una manifestación de la religiosidad debida a Jesucristo, mientras que la eucaristía significaba la presencia real del mismo Redentor entre los fieles. De ahí que, una vez asentado el dogma de la transubstanciación a lo largo del XII, fuera extendiéndose por toda la Cristiandad el denominado culto eucarístico que junto con la devoción a Santa María constituyen los elementos fundamentales de renovación de la religiosidad laica en el Pleno Medievo. Ya en el siglo XI se extendió la costumbre entre los fieles de arrodillarse en presencia del viático como signo de adoración al Santísimo Sacramento. Costumbre que luego se extendería a la ceremonia de la comunión en el siglo XII. Mas al mismo tiempo, y dada la infrecuencia de la comunión entre los laicos, se hizo común la elevación de la hostia en el momento de la consagración para que toda la feligresía pudiera contemplarla. Pronto esta ceremonia -documentada por vez primera a fines del XII- pasó a considerarse el centro de la misa, hasta el punto que llegó a apreciarse incluso más importante la contemplación del cuerpo del Señor que la comunión misma. Ajenos a toda complicación intelectual, los fieles sentían que se encontraban ante un misterio tan insondable que no podían sino manifestar su respeto con los mismos gestos que reservaban a los reyes. Surgió así, de manera espontánea, el rito de la genuflexión, universalmente admitido mucho antes de que la Iglesia lo hiciera obligatorio, junto con la elevación del cáliz, en tiempos de Gregorio X (muerto en 1276). Por otro lado, en la Inglaterra del siglo XII surgió la costumbre, luego extendida a todo Occidente, de depositar, suspendida sobre el altar mayor, una píxide conteniendo una hostia consagrada, acompañada de una lámpara permanentemente encendida. La contemplación de la santa reserva fue motivo inmediato de culto, generalizándose pronto la genuflexión y permitiendo, fuera ya del templo, el nacimiento de nuevos ritos eucarísticos asociados al ciclo pascual. Así, la procesión de la hostia en el Domingo de Ramos; el monumento o custodia, en donde se depositaba la sagrada especie el jueves de Pascua y finalmente la procesión solemne de la misa de los presantificados del Viernes Santo. Como culminación de estos ritos surgió en la diócesis de Lieja a partir de 1246 la fiesta del Corpus Christi, que pasaría a ser universal en 1264 gracias a la intervención de Urbano IV, antiguo arcediano de la ciudad belga. En las últimas décadas del XIII surgirán por fin los primeros milagros eucarísticos en los Países Bajos y Francia del norte, pare expandirse luego por toda la Comunidad. La gran mayoría respondía al conocido esquema argumental de la pérdida (intencionada o no) de una hostia consagrada, encontrada milagrosamente años más tarde en perfecto estado. Mas pronto algunos adoptaron un claro matiz antisemita. El judío, prototipo del ladrón sacrílego, e involuntario causante del milagro (por ejemplo, la hostia acuchillada que manaba de inmediato sangre), reafirmaba así su imagen de miembro del denostado pueblo deicida ante el conjunto de los cristianos.
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Y es que no se puede olvidar un tercer factor: la conciencia de que ha terminado un periodo -el del Clasicismo Tardío- repleto de personalidades fuertes: en el arte, han sido Praxíteles, Escopas o Lisipo; en la política, hombres de la talla de Demóstenes o de Alejandro. En torno al año 300 a. C., se siente que se vive una época de "diádocos y de epígonos", con escasas figuras en cualquier ámbito de la vida. Y por eso quizá cobra por entonces importancia inusitada, precisamente, el fenómeno de la individualidad. El pasado se rememora a través de sus grandes personajes, y en el presente se buscan también hombres fuertes, capaces de imponerse por sus ideas particulares o por su genialidad militar. En cierto modo, es un signo más del triunfo del individualismo sobre la colectividad de la pólis clásica. En el campo del arte, y sobre todo de la escultura, este culto a la personalidad tendrá un papel de cierta relevancia: el género del retrato adquiere una categoría antes insospechable. Ya están muy lejos las épocas, allá en el período severo, en que un anónimo escultor quiso fijar las facciones de Temístocles, rompiendo con la idea tradicional de que sólo la belleza pura atraía la mirada de los dioses hacia los exvotos de sus fieles. Pero lo cierto es que hasta la época de Alejandro el retrato había permanecido casi en la sombra, y obras como el llamado Filósofo de Porticello o la sacerdotisa Lisímaca, de hacia 400 a. C., o los retratos de Sócrates, Platón, Aristóteles y otros, ejecutados por distintos artistas del siglo IV, eran aún, en cierto modo, obras aisladas. Lo que no parece evidenciarse, por el contrario, es que tal culto a la personalidad supusiese un incentivo para que los artistas intentasen buscar y exponer la suya. Por desgracia para la creatividad plástica, lo que dominó fue el respeto al pasado.
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Un aspecto fundamental de la religiosidad popular es sin duda la veneración a las reliquias de los santos, elemento motor a su vez de no pocos movimientos de peregrinación. Verdaderas o falsas, las reliquias fundamentan en todos los fieles una de las más firmes creencias de todas las épocas. Expresión del favor divino que los santos gozaron ya en vida, sus restos corporales y objetos de uso cotidiano tienen para cualquier fiel una "virtus" de carácter taumatúrgico incontestable. Mas de ahí también la importancia de su posesión, que desató en época medieval una verdadera fiebre por las reliquias en las que los factores políticos y económicos tuvieron gran importancia. Naturalmente las reliquias más apreciadas eran las que se relacionaban con la vida de Cristo, llegando a contarse -aparte del caso bien conocido de la Vera Cruz- más de 40 sudarios y 35 clavos de la pasión. Estas falsificaciones, que siglos más tarde desatarían el celo mordaz de Voltaire, no eran sin embargo privativas del Redentor, sino que se extendían a cualquier personaje celestial. El saqueo de Constantinopla por los cruzados en 1204 produjo en efecto una enorme inflación de supuestos restos sagrados por todo Occidente, alimentada no tanto por el expolio de la ciudad cuanto por la creciente oferta de talleres orientales especializados en la fabricación de tales supercherías. Cualquier método era valido pare lograr las preciadas reliquias, como lo demuestra la expedición pirática de los marinos de Bari en el siglo XI contra Mira para conseguir el cuerpo de san Nicolás, o los acuerdos diplomáticos, en esa misma centuria, entre Fernando I de Castilla y el rey taifa de Sevilla relativos a los restos de san Isidoro. San Luis de Francia se trajo de Tierra Santa nada menos que la corona de espinas, para la que hizo construir la Sainte-Chapelle. Otros, menos afortunados, tuvieron que conformarse con algunas plumas del arcángel san Gabriel (sic) o, incluso, como Andrés II de Hungría, con el aguamanil utilizado por Jesús en las bodas de Caná. De nada sirvieron las admoniciones de espíritus más avisados como Guiberto de Nogent, quien a principios del XII en su "De pignoribus sanctorum" denunciaba ya el tráfico de falsas reliquias. O la regulación, por el IV Concilio de Letrán, del procedimiento de autentificación de los restos sagrados.
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Indudablemente la estatuaria de San Agustín y su constante asociación con la funeraria plantean una serie de interrogantes. Tradicionalmente se ha asociado la figura del felino, del jaguar, con las prácticas shamánicas, ya que una creencia extendida es la de que el shamán puede tomar la forma del jaguar a voluntad. Y con las prácticas shamánicas y con el jaguar se asocia también el consumo de alucinógenos, común entre los shamanes. El jaguar aparece asimismo como la personificación de la fertilidad, como un principio general de procreación y destrucción, en el que se incluye el crecimiento cíclico de animales y plantas, de estaciones y cosechas. La escultura de San Agustín se interpretaría, en un primer momento, como un arte que intenta dar expresión concreta a un complejo sistema de reforzamiento de creencias relacionadas con la búsqueda del poder shamanístico y el concepto de energía procreativa. Pero la asociación de estas esculturas con una serie de enterramientos que por sus características debieron encerrar los cuerpos de importantes personajes debió incidir también en su significado sobre el que habría que hacer alguna precisión adicional. Parece como si el prestigio de los señores agustinianos allí enterrados estuviera legitimado por unas concretas observancias religiosas en relación con un culto al jaguar. Y esas prácticas tuvieron tal vez un carácter shamanístico, teniendo los shamanes un elevado status dentro de la comunidad o siendo shamanes los propios señores. La asociación del felino con prácticas agrícolas es comprensible en un contexto donde la agricultura es la base de la economía y donde los rituales de fertilidad son comunes. Si los señores agustinianos poseían la capacidad de asegurar mágicamente el éxito de las cosechas o de causar perjuicios a potenciales enemigos, esa capacidad, encarnada en la figura del felino, podía perfectamente convertirse en un elemento legitimador de su rango y de su poder. Esta idea enlazaría con un evidente culto a los antepasados en el que el prestigio y el poder de los señores no terminaba con la muerte sino que permanecería o al menos legitimaría al de los nuevos señores como herederos directos de aquellos. San Agustín, por su situación cronológica y algunas de sus características, se encuentra de algún modo a caballo entre el período Formativo y el posterior período regional, por lo que constituye una buena puerta de introducción a una época que supone tal vez uno de los más espectaculares desarrollos artísticos en Suramérica. Tras el aparente período de unificación cultural que significó el período Formativo se contempla en el área Intermedia un proceso de regionalización. Este período, que recibirá diversos nombres según los países, Medio en Centroamérica, de los Señoríos Subandinos en Colombia, de los Desarrollos Regionales en Ecuador, representa la cristalización de la denominada Tradición cultural del área Intermedia que comienza en el período anterior. Con todas las reservas y dada la diversidad de las diversas regiones incluidas, la cronología se sitúa entre 300 a. C. y 500 d. C. Los principales cultivos que aparecen en toda el área son el maíz y la mandioca, el primero en tierras altas y la segunda en regiones tropicales. El patrón de asentamiento característico será en forma de aldeas y poblados, apareciendo también centros ceremoniales, tanto en el interior de dichos poblados como en lugares aislados. Característica peculiar es la gran variedad de enterramientos, con evidentes diferencias de prestigio en cuanto a la cantidad y calidad del ajuar funerario que se incluyen en ellos. Las unidades sociopolíticas parecen centrarse en esos poblados que dominaban regiones concretas bajo la égida de un cacique o señor, pero sin huellas de unidades territoriales mayores que serán típicas en el período siguiente. El camino de la especialización artística, iniciado ya en las últimas fases del Formativo, culmina con la aparición de verdaderos artistas profesionales, dominadores de una técnica sofisticada y refinada, al servicio de una élite dirigente, consumidora de la mayor parte de las obras de arte que en muchos casos estarán destinadas a formar parte de un elaborado ajuar funerario. La metalurgia alcanzó un elevado nivel de desarrollo, centrándose sobre todo en el trabajo del oro, o más bien tumbaga (aleación de cobre y oro), pero también existió una importante escultura en piedra y sobre todo una espléndida cerámica entre la que destaca la de carácter formal y plástico.
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El culto público estaba relacionado entre los romanos con la veneración a los grandes dioses del panteón, de carácter nacional. Los grandes dioses, de tradición romana o asimilados, eran adorados bien por la ciudad, bien por el Estado, estando su culto muy relacionado con la política. Los dioses intervenían en la vida romana de manera permanente, en especial los dioses capitalinos (Júpiter, Juno y Minerva). Otro dato acerca de la relación entre política y religión en Roma es la ubicación de las principales instituciones políticas: el edificio del Senado se levantó en la colina del Capitolio, donde ya estaban los templos de los dioses. En época imperial se acentuó la tendencia, al pasar la religión a ser un símbolo de la unidad del Estado. Los dioses públicos se honraban en ceremonias públicas, algunas de carácter periódico, otras extraordinario. Así, en ciertas fechas del calendario se celebraban fiestas y juegos, y cada dios estaba relacionado con uno o varios días del calendario. Las ceremonias extraordinarias se realizaban cuando ocurría alguna gran catástrofe o hecho extraño, de difícil explicación para los sacerdotes. En estos casos, se celebraban grandes actos purificaciones en las que se empleaban agua, sal o fuego. También podían realizarse grandes banquetes en honor de los dioses extranjeros, representados por medio de imágenes o símbolos sentados a la mesa, a los que se ofrece comida y bebida. Estas ceremonias eran llamadas lectisternios. Otro tipo diferente de culto público fueron los cultos mistéricos, de procedencia oriental. Se trataba de cultos secretos, en los que tomaban parte sólo iniciados, quienes debían guardar secreto. En sus ceremonias, se reproducían pasajes de la vida de la deidad, de tal forma que quien lo hacía se identificaba con el dios. Cultos mistéricos importantes fueron los de Cibeles, Isis, Dioniso y Mitra. El culto a Dioniso, dios griego protector de la vegetación, la fuerza vital y la poesía, se celebraba en grandes reuniones orgiásticas, por lo que el Senado estableció que sólo podían realizarse si era bajo supervisión de un pretor.
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El período de las regencias (1833-1843) se caracteriza por la guerra civil carlista y la transición liberal, que además de los gabinetes y luchas políticas a que dará lugar, se plasmará en el Estatuto Real (1834). La acción más decidida de un sector progresista provoca un período breve, pero muy intenso, que podemos denominar revolucionario y que se fijará con la Constitución de 1837.
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El daño y fuego a las casas Andaba por este tiempo don Fernando de Tezcuco por su tierra visitando y atrayendo a sus vasallos al servicio y amistad de Cortés, que para esto se quedó; y con su maña, o porque a los españoles les iba prósperamente, atrajo a casi toda la provincia de Culuacan, que señorea Tezcuco, y a seis o siete hermanos suyos, que más no pudo, aunque tenía más de ciento, según después se dirá; y a uno de ellos que llamaban Iztlixuchilh, mancebo esforzado y de unos veinticinco años, lo hizo capitán, y le envió al cerco con unos cincuenta mil combatientes muy bien preparados y armados. Cortés lo recibió alegremente, agradeciéndole su voluntad y obra. Tomó para su real treinta mil de ellos, y repartió los otros por las guarniciones. Mucho sintieron en México este socorro y favor que don Fernando enviaba a Cortés, porque se lo quitaba a ellos, y porque venían allí parientes y hermanos, y hasta padres de muchos que dentro de la ciudad estaban con Cuahutimoccín. Dos días después que Iztlixuchilh llegó vinieron los de Xochimilco y algunos serranos de la lengua que llaman otomitlh a darse a Cortés, rogando que les perdonase la tardanza, y ofreciendo gente y vituallas para el cerco. Él se alegró mucho de su venida y ofrecimiento, porque siendo aquéllos sus amigos, estaban seguros los del real de Culuacan. Trató muy bien a los embajadores y les dijo que dentro de tres días querían combatir la ciudad; por tanto, que todos viniesen para entonces con armas, y que en aquello conocería si eran sus amigos; y así, los despidió. Ellos prometieron venir y lo cumplieron. Envió tras esto tres bergantines a Sandoval y otros tres a Pedro de Albarado, para impedir que los de México se aprovechasen de la tierra, metiendo en las canoas agua, frutas, centli y otras vituallas por aquella parte, y para guardar las espaldas y socorrer a los españoles todas las veces que entrasen por la calzada a combatir la ciudad; pues él tenía muy bien conocido de cuánto provecho eran aquellos navíos estando cerca de los puentes. Los capitanes de ellos recorrían noche y día toda la costa y pueblos de la laguna por allí; hacían grandes asaltos, tomaban muchas barcas a los enemigos, cargadas de gente y mantenimiento, y no dejaban a ninguna entrar ni salir. El día que emplazó a los enemigos al combate oyó Cortés misa, informó a los capitanes de lo que habían de hacer, y salió de su real con veinte caballos, trescientos españoles y gran muchedumbre de amigos, y dos o tres piezas de artillería. Tropezó en seguida con los enemigos, que, como en tres o cuatro días atrás no habían tenido combates, habían abierto muy a su placer lo que los nuestros cegaron, y hecho mejores baluartes que antes, y estaban esperando con los alaridos acostumbrados. Mas cuando vieron bergantines por una y otra parte de la calzada, aflojaron la defensa. Comprendieron en seguida los nuestros el daño que hacían: saltan de los bergantines a tierra y ganan las trincheras y puentes; pasó entonces el ejército, y dio en pos de los enemigos, los cuales a poco trecho se guarecieron en otro puente. Mas pronto, aunque con mucho trabajo, se lo tomaron los nuestros, y les siguieron hasta otro; así, peleando de puente en puente, los echaron de la calzada y de la calle, y hasta de la plaza. Cortés anduvo con hasta diez mil indios, cegando con adobes, piedra y madera todos los caños de agua, y allanando los malos pasos; y hubo tanto quehacer, que se ocuparon en ello todos los diez mil indios hasta la hora de vísperas. Los españoles y amigos escaramuzaron todo este tiempo con los de la ciudad, de los cuales mataron muchos en las celadas que les pusieron. También anduvieron un rato por las calles, donde no tenían agua ni puentes, los de a caballo, alanceando ciudadanos, y de esta manera los tuvieron encerrados en las casas y templos. Era cosa notable lo que nuestros indios hacían y decían aquel día a los de la ciudad: unas veces los desafiaban, otras los convidaban a cenar, mostrándoles piernas y brazos, y otros pedazos de hombres, y decían: "Esta carne es de la vuestra, y esta noche la cenaremos y mañana la almorzaremos, y después vendremos por más; por eso no huyáis, que sois valientes, y más os vale morir peleando que de hambre"; y luego, tras esto, nombraban cada uno a su ciudad y prendían fuego a las casas. Mucho pesar tenían los mexicanos de verse así afligidos por los españoles; empero más sentían el verse ultrajados por sus vasallos y en oír a sus puertas: ¡Victoria, victoria! Tlaxcallan, Chalco, Tezcuco, Xochmilco y otros pueblos así; pues del comer carne no hacían caso, porque también ellos se comían a los que mataban. Cortés, viendo a los de México tan endurecidos y porfiados en defenderse o morir, coligió dos cosas: una, que habría poca o ninguna de las riquezas que en vida de Moctezuma vio y tuvo; otra, que le daban ocasión y le forzaban a destruirlos totalmente. Él sentía ambas cosas, pero más la última, y pensaba qué cosa haría para atemorizarlos y hacerles venir en conocimiento de su yerro y del mal que podían recibir; y por eso derribó muchas torres y quemó los ídolos; quemó asimismo las casas grandes en que la otra vez habitó, y la casa de las aves, que estaba cerca. No había español, mayormente de los que antes las vieron, que no sintiese pena de ver arder tan magníficos edificios; mas porque los ciudadanos lo sentían mucho, las dejaron quemar. Y nunca los mexicanos ni hombre alguno de aquella tierra pensó que fuerza humana, cuanto más la de aquellos pocos españoles, bastara para entrar en México a su pesar y prender fuego a lo principal de la ciudad. Entre tanto que ardía el fuego, recogió Cortés a su gente y se volvió para su real. Los enemigos hubiesen querido remediar aquella quema, mas no pudieron; y como vieron marcharse a los contrarios, les dieron grandísima carga y grita, y mataron a algunos que, de cargados con el despojo, iban rezagados. Los de a caballo, que podían correr muy bien por la calle y calzada, los detenían a lanzadas; y así, antes de que anocheciese estaban los nuestros en su fuerte y los enemigos en sus casas, los unos tristes y los otros cansados. Mucha fue la matanza de este día, pero más fue la quema que de casas se hizo; porque sin las ya dichas, quemaron otras muchas los bergantines por las calles donde entraron. También entraron por su parte los otros capitanes; mas como era solamente para divertir a los enemigos, no hay mucho que contar.