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La nobleza es el tema aquí elegido por la feroz crítica que preside los Caprichos. Un crecido niño noble es sostenido por un lacayo a pesar de su edad, considerando Goya que "los hijos de los grandes, se atiborran de comida, se chupan el dedo y son siempre niñotes, aun con barba, y así necesitan que los lacayos los lleven con andaderas".
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La opinión pública, en caso de que en esta época pueda hablarse de ella, percibía un empeoramiento considerable en el funcionamiento de la administración en comparación con la colonia. El debate sobre los sistemas de gobierno ocupó un lugar destacado entre los temas de interés de las sociedades americanas, ya que la independencia puso en primer plano el tema de la gobernabilidad de los nuevos Estados.El debate constitucional iba a estar dominado por las múltiples influencias recibidas, que básicamente eran cuatro: 1) la tradición consuetudinaria británica; 2) la experiencia constitucionalista y federal norteamericana; 3) las influencias igualitaristas de la Revolución Francesa y las posteriores revoluciones europeas de 1830 y 1848 y 4) la Constitución liberal de Cádiz de 1812, que tuvo una gran incidencia en el constitucionalismo latinoamericano. La síntesis entre estas influencias y la tradición colonial iba a variar de país a país, dependiendo de circunstancias particulares. Las primeras constituciones latinoamericanas (Nueva Granada, Venezuela y Chile) fueron escritas en plena guerra de independencia, entre 1811 y 1812, y partían de la base de la existencia del contrato social y de la soberanía popular. Algunas constituciones de los primeros años tenían un sello autoritario y centralista, producto de las difíciles circunstancias en que se habían elaborado, aunque la impronta liberal no fue nada desdeñable, y por ello se garantizaban los derechos individuales (libertades cívicas, igualdad ante la ley, seguridad, derecho de propiedad, etc.) y en algunos casos se introdujo la libertad de prensa y la división de poderes. Un claro ejemplo fueron las constituciones impulsadas por Bolívar (algunos autores hablan de un modelo napoleónico-bolivariano), que planteaban la existencia de un ejecutivo sumamente reforzado, pero su vigencia fue muy breve, dada la pérdida de protagonismo del Libertador en los países andinos. La Constitución de Cádiz influyó en un gran número de constituciones aprobadas hasta principios de los años 30, como la de Gran Colombia (1821), las de Nueva Granada (1830 y 1832), la de Venezuela (1830), las de Perú (1823 y 1828), la de Argentina (1826), la de Uruguay (1830) o la chilena (1828). Junto a la influencia del constitucionalismo norteamericano, las tendencias federalistas estaban vinculadas a los deseos de las regiones de no someterse a un poder central y a los equilibrios entre las distintas elites regionales. Este sería el caso de Nueva Granada y Venezuela, y también el de la Constitución de México de 1824, que pese a su federalismo también recibió influencias de la Constitución española. Las controversias entre federalismo o centralismo, extendidas hasta mediados del siglo XIX, dieron lugar a violentos enfrentamientos en México, América Central y Argentina. En Chile (durante la década de 1820) y en Nueva Granada (de 1838 a 1842) se trató de un fenómeno mucho más episódico. Los primeros ensayos constitucionales tuvieron uno de sus principales objetivos en tratar de asegurar la gobernabilidad de los países, pero dado el clima de inestabilidad y la persistencia de las guerras civiles, los textos escritos se renovaban con cierta frecuencia o terminaban convirtiéndose en letra muerta. La ausencia de un marco constitucional unánimemente aceptado y de reglas de juego claras explican, en buena parte, que muchos gobiernos fueran desplazados por golpes de fuerza y no mediante elecciones. Sin embargo, es necesario puntualizar que salvo en muy pocos países del mundo, como Estados Unidos, funcionaban en esta época sistemas electorales eficientes. Los años que siguieron a la emancipación estuvieron dominados por los deseos de transformar la sociedad colonial. El reformismo liberal está estrechamente vinculado con la fecha de la independencia, de modo que los primeros países que se separaron del Imperio español concluyeron antes con esta etapa. A fines de los años 30 en casi todo el continente se había impuesto una ola de conservadurismo, que acompañó al estancamiento económico y a la inestabilidad política dominantes. En estos años encontramos una nueva oleada de textos constitucionales mucho más centralistas, que tendían a reforzar las facultades del ejecutivo.El crecimiento y la apertura económicas de fines de la década de los 40, serían acompañados de un rebrote del liberalismo y de una nueva oleada reformista y los cambios se verían reflejados en los textos. Siguiendo a Frank Safford, se puede afirmar que entre 1845 y 1870 se produjo una segunda oleada federalista en México, Colombia, Venezuela y, en menor medida, en Perú. Argentina también incorporaría una estructura federal en su Constitución.
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(3) Una vez proclamada en España la República en 1931 se convocaron elecciones. Los partidos republicanos proclamaban el voto para las mujeres. De hecho, ya podían ser elegidas aunque no votar ellas mismas. En aquellas Cortes que iban a realizar la Constitución de la II República hubo tres mujeres: Clara Campoamor, Victoria Kent y Margarita Nelken. Entre ellas se produjo un enfrentamiento a raíz de la concesión del voto femenino. Gráfico
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Tras la proclamación de la Segunda República el 14 de abril de 1931 y las elecciones de junio y julio, se creó una Comisión para redactar el proyecto para una nueva Constitución. Los debates sobre el sufragio femenino tuvieron lugar los días 30 de septiembre y 1 de octubre de 1931. Gráfico
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Tras la proclamación de la Segunda República el 14 de abril de 1931, el Gobierno provisional presidido por Niceto Alcalá Zamora, convoca elecciones para el 28 de junio en primera vuelta y el 5 de julio en segunda. Los resultados de las elecciones dieron la mayoría parlamentaria a las izquierdas. En aquellos días las mujeres pudieron ser elegidas pero no electoras y lo fueron Victoria Kent (Radical Socialista) ,Clara Campoamor (Radical) y meses más tarde Margarita Nelken (Socialista). En los programas electorales de todos los partidos republicanos se defendía la igualdad de derechos entre los sexos, pero el temor a que el voto femenino no les fuera favorable hizo que el apoyo para ese derecho fuera perdiendo partidarios en la Cámara. Cuando se aproximaba el debate en Pleno comenzaron a correr rumores en la Cámara: la "concesión del voto a la mujer" debería posponerse "por el bien de la República". Los debates sobre el sufragio femenino tuvieron lugar los días 30 de septiembre y 1 de octubre. El día 30 se presentaron dos enmiendas: en la primera el Sr. Ayuso, con razones de poco peso propuso el voto únicamente para las mujeres mayores de 45 años. La segunda, defendida por Guerra del Río, compañero político de Campoamor, proponía incluir la propuesta del sufragio femenino dentro de la Ley Electoral, y no en el texto constitucional. Campoamor rebate con argumentos iusnaturalistas y apelando a la coherencia: "Los sexos son iguales, lo son por naturaleza, por derecho, por intelecto" y, "además, lo son porque ayer lo declarasteis". Pidió votación nominal. Tras varias intervenciones, la enmienda de Guerra del Río fue sometida votación y rechazada por 153 votos en contra y 93 a favor. Tras diversas intervenciones alusivas a la edad electoral, Victoria Kent, expresando los temores de los partidos republicanos de izquierda a que el voto de las mujeres pudiera ser manipulado por el confesionario y la reacción, solicitó su aplazamiento para cuando la mujer estuviera concienciada. Campoamor fue la única del partido radical que votó a favor del sufragio femenino, salvado gracias al apoyo de las derechas, catalanes, progresistas y Agrupación al servicio de la República, y principalmente de los socialistas, salvo los liderados por Indalecio Prieto que abandonó la Cámara, disconforme por la resolución adoptada por su partido. Con votación nominal se aprobó por primera vez en España el sufragio femenino, con 161 votos a favor y 121 en contra. Algunos políticos no se resignaron a la nueva situación y el 1 de diciembre de 1931 el diputado Peñalba (Acción Republicana), a través de una Disposición transitoria hace la última intentona de controlar el sufragio universal femenino. Tras un controvertido debate su propuesta es rechazada por 131 votos en contra y 127 a favor. La cuestión del voto femenino se había salvado por un margen de cuatro votos y pasó a la Constitución como artículo 36 de la misma y con el siguiente enunciado: "Los ciudadanos de uno y otro sexo, mayores de veintitrés años, tendrán los mismos derechos electorales conforme determinen las leyes". Las españolas pudieron ejercer por primera vez este derecho en las elecciones del 19 de noviembre de 1933.
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La Ilustración fue un movimiento de regeneración nacional, imbuido de un declarado sentido patriótico. Del mismo modo, los ilustrados fueron conscientes del esfuerzo que estaban haciendo para que el país volviese a ocupar un lugar de privilegio en el concierto de las naciones avanzadas, tanto en el terreno económico como en el cultural. No resulta sorprendente, por lo tanto, que los intelectuales tuviesen a España como centro de sus reflexiones ni que participaran con vehemencia en el debate suscitado por la publicación del artículo España en la Encyclopédie méthodique de Panckoucke. La incomprensión extranjera hacia el esfuerzo de modernización emprendido por la Monarquía hispánica en el siglo XVIII había suscitado ya la reacción de algunos escritores españoles, pues fueron las acusaciones acerca del negativo influjo de la producción cultural hispana, lanzadas por algunos tratadistas italianos, las que movilizaron la artillería literaria de dos jesuitas expulsos, Francisco Javier Llampillas y Juan Francisco Masdeu, impulsándoles a escribir sus voluminosas obras eruditas de contenido apologético. Sin embargo, el verdadero detonante de la polémica fue el citado artículo firmado por Nicolás Masson de Morvilliers, autor con anterioridad de un Abregé de la géographie de l'Espagne et du Portugal, quien en realidad recogía un corpus de ideas muy difundidas en la Europa ilustrada, como se comprueba con la simple lectura de L'esprit des Lois de Montesquieu o del Essai sur les moeurs de Voltaire, que hacía de España el resumen y compendio de los vicios políticos e ideológicos que era preciso combatir. El trabajo empezaba con una pregunta retórica, que naturalmente se respondía de forma absolutamente negativa: ¿Qué es lo que se debe a España? ¿Qué ha hecho por Europa en los dos últimos siglos, en los últimos cuatro o diez? La radical descalificación indignó por igual a las autoridades y a los intelectuales. Por un lado, Floridablanca paralizó la importación de la Encyclopédie méthodique, al tiempo que el conde de Aranda, a la sazón embajador en París, pedía satisfacciones al gobierno francés. Por otro lado, aparecieron pronto las primeras impugnaciones, las firmadas por el abate piamontés Carlo Denina y por Antonio José Cavanilles, que contestaba a Masson recapitulando con cierta falta de crítica las aportaciones españolas a los campos de la ciencia, el arte o el progreso económico, insistiendo especialmente en los logros del reinado de Carlos III. La más importante refutación fue, sin embargo, la del conservador Juan Pablo Forner, intelectual muy preparado, pariente de Andrés Piquer, estudiante de Salamanca y miembro del cenáculo literario salmantino, fiscal del crimen de la Audiencia de Sevilla, donde ejercería su influjo sobre la última generación ilustrada hispalense, y agudo polemista, que dejaría testimonio de su ingenio en obras como las Exequias de la lengua castellana, defensa tradicionalista de la pureza del idioma, las Reflexiones sobre el modo de escribir la historia de España, un ensayo donde se manifiesta su adhesión a los principios del Despotismo Ilustrado, y Los Gramáticos, historia chinesca, uno de los textos que avalan su imagen de escritor reaccionario. La Oración apologética por España y su mérito literario es una reivindicación de los valores más tradicionales de la cultura española no sólo frente a Masson, sino frente a toda la filosofía moderna, incluyendo en esta denominación a Voltaire y Rousseau, pero también a Descartes y Newton. La orientación casticista y antiilustrada de la apología de Forner desvió la polémica hacia el interior, donde los intelectuales progresistas podían estar de acuerdo con parte de las acusaciones de Masson y en desacuerdo con una valoración globalmente positiva de la producción cultural española de los siglos pasados, pero sobre todo estimaban la contribución ilustrada bajo el reinado de Carlos III como la mejor ofrenda hispana a la civilización europea. Luis García Cañuelo, desde las páginas de El Censor, dio cumplida respuesta a Forner con una defensa exaltada de la ciencia moderna, que concluía con una contestación a la pregunta de Masson: "Hemos hecho su riqueza (la de Europa) a costa de nuestra pobreza". La controversia prosiguió con la contrarréplica de Forner y con la demoledora sátira de Cañuelo, la Oración apologética por el Africa y su mérito literario, mientras Sempere y Guarinos se inclinaba por la respuesta práctica, la redacción de su repertorio de los autores que en los últimos años más habían contribuido a elevar el nivel de las letras y las ciencias españolas. De este modo, la reflexión sobre España dividía a los españoles. La Ilustración, apoyada desde las instancias oficiales e impulsada por un entusiasmo avasallador, se había impuesto en todas las esferas de la vida pública durante el reinado de Carlos III. Sin embargo, sus enemigos, la oposición reaccionaria, esperaban el momento propicio para emprender el combate frontal, esperaban la ocasión que iba a brindarles el estallido de la Revolución Francesa. Al mismo tiempo, y para acabar de configurar un horizonte de conflictividad, algunos de los intelectuales formados en el pensamiento ilustrado soportaban cada vez con más impaciencia las contradicciones de la política reformista y se preparaban a pedir un cambio radical que afectaba a la propia constitución política del reino. Los ilustrados, asentados en el frágil equilibrio del absolutismo reformista, veían contestadas sus posiciones por la derecha de la reacción tradicionalista y por la izquierda de la ideología liberal.
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En el año y medio siguiente a las elecciones se produjo el declinar de Suárez como político y como presidente, sumido en la perplejidad como gobernante e incapaz de solucionar unas disputas en su partido que le tuvieron a él como principal motivo. Su primer error comenzó en el mismo debate de investidura para la formación de un nuevo gabinete. Es muy significativo el hecho de que pretendiera una votación sin debate propiamente dicho, lo que suponía un testimonio de sus temores a la actuación ante el Congreso. De hecho en el periodo que transcurrió desde mayo de 1979 hasta el mayo siguiente, de las 2.046 votaciones parlamentarias habidas, Suárez no participó en 1.555. En su presentación inicial ante el Parlamento, Suárez consiguió la mayoría por el procedimiento de sumar a los votos de UCD los de los andalucistas y otros regionalistas. Su intervención tuvo aspectos positivos en cuanto que señaló su voluntad de abrir una nueva etapa política marcada por la desaparición del consenso, una vez elaborada y aprobada la Constitución. La composición del gabinete parecía demostrar una voluntad de superar la fragmentación del partido del Gobierno. Era un Gobierno menos brillante pero también susceptible de efectuar una labor administrativa de mayor entidad. Pero el esfuerzo de normalización política se encontró con gravísimos problemas, al margen de que el Gobierno se mostrara poco capacitado para resolverlos. Aparte del inmediato impacto de la crisis económica como consecuencia de la nueva elevación de los precios de los productos energéticos, se produjo una grave conflictividad en la cuestión autonómica. Los problemas más graves para el partido del Gobierno procederían de regiones que no habían tenido en el pasado un sistema de autogobierno. El ejemplo del País Vasco y Cataluña y la actitud de la clase política dirigente de todas las regiones hizo ir naciendo una reivindicación generalizada. Ya en junio de 1978 diez regiones que suponían las tres cuartas partes de la población española estaban dotadas de regímenes preautonómicos que, si bien carecían de atribuciones significativas, servían para fomentar y encauzar la identidad regional. Como una faceta más de la normalización política intentada por el Gobierno tras las elecciones de 1979, se pretendió una reordenación del proceso autonómico aduciendo que se había ido demasiado deprisa. No sin razón Arias Salgado, secretario general de UCD, llegó a decir que España se había condenado a un sistema político en que cada veinte días sería preciso convocar un referéndum o una elección. Pero no pudo ser más desafortunada para el partido del Gobierno la solución dada a esta cuestión. En febrero de 1980, al plantear el acceso de Andalucía a la autonomía con un techo de competencias inferior al de otras regiones, pareció que se cometía un agravio comparativo y el procedimiento alambicado y malintencionado por el que se optó, mediante una pregunta de difícil comprensión, hizo crecer la indignación andaluza. El referéndum sobre la autonomía andaluza resultó un auténtico desastre para el partido gobernante, que no recuperaría su influencia allí ni siquiera después de rectificar de nuevo su política autonómica a fines de año. El Partido Socialista fue el beneficiario, pues no quiso desaprovechar esta circunstancia para hacer crecer sus votos. Con ser grave el deterioro de UCD como consecuencia de su política autonómica, todavía lo fue más el inmediato nacimiento de disputas internas. Tras una larga gestación, en mayo de 1980, se formó un nuevo Gobierno con predominio absoluto en él de Fernando Abril Martorell, vicepresidente y amigo de Suárez desde fecha temprana. Trabajador, absorbente y siempre muy consciente de su responsabilidad al frente del Estado, Abril era un mal parlamentario, desordenado en la acción, poco eficaz en el campo económico y, por su exceso de poder, acabó resultando ofensivo para el resto de los dirigentes de UCD.
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Turner unifica en sus imágenes escenas históricas con paisajes en los que da gran importancia a los efectos atmosféricos. En esta obra que contemplamos alude a la caída del imperio cartaginés, por lo que sería la escena que acompañaría a Dido construyendo Cartago pintada dos años antes. El crítico de arte del siglo XIX John Ruskin aludió en sus estudios al simbolismo en la obra de Turner, identificando el colorido más rojizo empleado aquí con el "símbolo de la destrucción" y "el color de la sangre". El efecto de la caída del sol es lo que más llama la atención al espectador, obteniendo una sensación de bruma en la parte del fondo con la que consigue desdibujar los contornos. En el primer plano existe un mayor interés por el dibujo y los detalles, tanto en las arquitecturas como en las figuras. Turner está en estos momentos muy preocupado por lo estudios de luz, lo que le obligó a incorporar contrates entre superficies iluminadas de manera diferente. Quizá por ello se observe una importante influencia del pintor barroco francés Claudio de Lorena. Durante los primeros 20 años del siglo XIX existía cierta asimilación entre la potencia cartaginesa e Inglaterra, por lo que aquí encontraríamos una explicación de la temática de estos trabajos.
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En el momento del funeral de Andropov, en febrero de 1984, los retratos de la ceremonia constituyeron una buena prueba de la crisis del sistema soviético. Puesto preeminente ocupaba Chernenko, de setenta y dos años, sucesor del desaparecido en el decisivo puesto de secretario general del PCUS. A su lado estaban Ponomarev de 79 años, responsable de la dirección soviética en lo que respecta a las relaciones con los Partidos Comunistas occidentales, el primer ministro Tijonov, de 79 años, Gromiko, durante mucho tiempo la pieza fundamental de la política exterior soviética, y Kuznetsov, otro importante jerarca que alcanzaba la cifra de 84 años. Se trataba de una representación de una generación que había tenido una biografía formidable en el pasado. De escasa formación y de procedencia humilde había contribuido en el pasado a la aplicación de la colectivización, fue capaz de sortear el terror estaliniano y se había enfrentado a la posible amenaza de destrucción del Estado soviético como consecuencia de la invasión de Hitler. Pero esta generación que había pasado por tantas y tan decisivas experiencias ofrecía ya la imagen de una gerontocracia que difícilmente podía ser considerada como prometedora para el futuro de la Humanidad. Esta gerontocracia se fraguó durante el mandato de Breznev, a pesar de que Stalin murió en el poder con setenta y tres años y Kruschev fue apartado de él con setenta. Breznev estuvo en el poder durante algo más de 18 años de tal modo que conoció a cinco presidentes norteamericanos y cuatro primeros ministros británicos; no resulta extraño que los viera como una especie de ocupantes interinos del poder de quienes lo más irritante era aprenderse la novedad que pudieran significar. Los últimos años de Breznev fueron los de un dirigente enfermo e inactivo que se equivocaba en sus discursos y que debía ser ayudado a moverse o incluso a responder por sus ayudantes por medio de fichas que leía ante sus interlocutores. Pero no era una excepción sino, por el contrario, un modelo ejemplar de la clase política de la URSS. A la muerte de Breznev el miembro permanente más joven del Politburó era más viejo que la media de edad de este organismo cuando desapareció Stalin. A la altura de 1980 sólo el 7% de los miembros permanentes del Politburó tenía 60 años o menos mientras que la mitad de ellos superaban los setenta; sólo el 17% de los ministros tenía sesenta años o menos. Como es lógico, es esta característica gerontocrática la que explica la rápida sucesión de quienes reemplazaron a Breznev. Todos los candidatos a la sucesión o bien eran demasiado viejos o habían tenido responsabilidad en el pasado en tan sólo un área de gestión política o eran demasiado jóvenes. A Gorbachov le correspondieron estos dos últimos rasgos personales. Esta nueva generación de dirigentes políticos se caracterizaba ya por una formación más amplia y cuidada, una firme adhesión a los principios en los que se basó el sistema soviético hasta el momento y también en una cierta actitud defensiva respecto al retraso y la ineficiencia que observaba en él, sobre todo de cara a los países occidentales. Era previsible que esta nueva generación adoptara algún tipo de cambio junto con una actitud crítica con respecto al inmediato pasado. Esta sensación era perceptible incluso en la propia política exterior en que se habían obtenido los mejores éxitos durante la etapa Breznev. La invasión de Afganistán y el derribo del avión civil surcoreano sobre el cielo soviético habían deteriorado la imagen internacional de la URSS. La ausencia de reacción de las potencias occidentales frente al expansionismo soviético como consecuencia de la Guerra de Vietnam empezó a desvanecerse cuando se dio respuesta al despliegue de los misiles soviéticos con una medida semejante. También parecía cambiar la consideración de la distensión como una política destinada a limitar las armas nucleares pero al mismo tiempo no introducir ningún cambio en el expansionismo soviético con respecto al Tercer Mundo. En los propios círculos dirigentes soviéticos se planteó al comienzo de los años ochenta que el nivel de gasto militar al que se había llegado eran tan grande que había que ponerle un límite. De hecho, a partir de comienzos de los ochenta empezaron a remitir las aventuras exteriores soviéticas al mismo tiempo que los problemas políticos interiores resultaban mucho más apremiantes. En efecto, frente a la apariencia de solidez del régimen político, la sociedad soviética experimentaba una crisis profunda referida a los aspectos más diversos. Un elemento importante que para la estabilidad aparente lograda durante la etapa de Breznev derivó de la positiva evolución del nivel de consumo. Durante la década de los setenta el porcentaje de los hogares soviéticos con refrigerador, lavadora o televisor llegó al setenta u ochenta por ciento del total. Pero en muchos otros aspectos la sociedad soviética estaba muy lejana de las occidentales. El número de automóviles equivalía a la producción anual de los Estados Unidos o Japón y un territorio tan extenso tan sólo tenía el mismo número de kilómetros de carreteras modernas que el Estado norteamericano de Texas. La URSS estaba netamente por debajo del nivel de vida no tan sólo de países democráticos sino también del Este de Europa. En 1980 todavía hubo problemas graves en el abastecimiento en las áreas urbanas. En los grandes núcleos de población una quinta parte de los hogares seguía teniendo una sola habitación con cocina y servicios compartidos con otras unidades familiares. La media de metros cuadrados disponible por habitante no llegaba más que a nueve. Lo peor del caso parece haber sido que así como el nivel de crecimiento del consumo alcanzó un 5% en la década de los sesenta se había reducido a menos de la mitad ya en los años setenta. A esta reducción del progreso en el nivel de vida había que sumar un problema demográfico creciente. En gran parte el desarrollo económico soviético se debió a la incorporación al trabajo de oleadas de jóvenes. La previsión en los años ochenta era ya decreciente. Mientras que en la primera mitad de los ochenta estaba prevista la introducción en el mercado de 3.6 millones de nuevos trabajadores en Rusia durante la segunda mitad fue de tan sólo de 2.3 millones. En Asia central musulmana la cifra suponía también una disminución, aunque mucho menos importante. En una economía que dependía mucho menos que las occidentales de la introducción de procedimientos técnicos nuevos esta reducción del crecimiento demográfico revistió una importancia muy grande. El problema demográfico derivaba de un declive de la natalidad, frecuente en todo el mundo. Lo que, en cambio, resultaba mucho menos habitual es que, frente a lo habitual, en la URSS de los últimos tiempos se había producido un incremento de la mortalidad que redujo la esperanza de vida desde 66 años en 1965 a 62 a comienzos de los años ochenta. Las cifras concretas pueden ser más o menos discutibles pero la tendencia era firme y clara. Resulta muy posible que la propensión hacia el alcoholismo jugara un papel importante en esta evolución demográfica negativa. De todos modos, lo más importante es que revela toda una tendencia de fondo en la sociedad soviética. Desmoralizada y alienada, gran parte de la sociedad soviética se refugiaba en esta aparente solución y no daba la sensación de tener una verdadera esperanza. Pero la crisis de la que parece haber existido una conciencia más generalizada fue la económica, sentida de modo especial por los dirigentes políticos. De acuerdo con las cifras oficiales resultaría que en tres lustros, desde mediados de los sesenta hasta finales de los setenta, el crecimiento soviético habría disminuido en más del 50%. Si se eligen fechas más distantes la evolución resultó todavía más significativa: al comienzo de la década de los cincuenta la economía rusa crecía a un ritmo del 5.5% pero en 1980 sólo lo hizo en un 1.4%. La detención del crecimiento económico no fue ocultada por los dirigentes soviéticos sino proclamada porque se pensaba que ésa era la única solución para que resultara posible combatir este proceso. De todos modos, podría considerarse que estas cifras no resultaban tan malas en comparación con lo sucedido en las economías occidentales. Aun así hay que tener en cuenta que a partir de 1975 los resultados de la economía soviética no sólo fueron inferiores a la media mundial sino incluso a la de los Estados Unidos, que partía de un previo crecimiento muy superior y, por tanto, hubiera sido lógico que creciera menos. Esta detención del crecimiento creó en los dirigentes soviéticos un peculiar sentimiento de decadencia. Se justifica porque en el pasado los resultados de la economía soviética fueron espectaculares: entre 1950 y 1980 duplicó el PNB y triplicó el consumo per cápita. Durante la década de los ochenta la URSS producía más acero, más cemento, más petróleo y tenía cinco veces más tractores que los Estados Unidos a pesar de que el clima resulta en este último país mucho más benigno y, por tanto, es más la tierra cultivable. Lo que cabe deducir de un crecimiento tan importante pero tan abruptamente detenido es que se se había llegado al límite con el sistema económico y social vigente. En realidad, a partir del momento de la llegada de Stalin al poder lo que se había producido equivalía a una movilización militarizada de la sociedad dedicada a una explotación sistemática de los recursos naturales y a lograr una revolución industrial a partir de inversiones masivas en los sectores tradicionales como la industria pesada. Pero, a partir de un momento, y sabiendo que la asignación de recursos humanos y materiales estaba en el sistema económico soviético decidida en función de criterios que poco tenían que ver con la rentabilidad y la eficiencia, se produjo una disminución del crecimiento. Si en la época de Kruschev éste había podido asegurar que alcanzaría a los Estados Unidos en un plazo corto de tiempo, ahora el propio Japón, con unos recursos materiales y humanos infinitamente inferiores, daba la sensación de poder alcanzar a la URSS. Éste era el problema fundamental planteado en el régimen soviético a la altura de los ochenta pero todavía podía ampliarse a otros terrenos. La URSS tenía un triple problema que era posible concretar en la disminución de las inversiones y la productividad, la marginación en una nueva revolución industrial y la persistencia de un gravísimo problema de aprovisionamiento por culpa de la agricultura. Desde finales de los setenta, obligada la economía soviética a atender las necesidades del consumo, vio cómo disminuían las inversiones y la productividad, incluida la industrial. Además, un sistema como el soviético que pudo hacer una revolución industrial clásica no estaba preparado para le revolución de las comunicaciones y la mecanización de producción industrial (robotización). Finalmente, frente a un pasado ruso en el que, en tiempos de los zares, fue posible la exportación de grano, en tiempos recientes la URSS se había convertido en el primer importador del mundo de productos agrícolas con la excepción del Japón, a pesar de que la proporción de la población dedicada a estas tareas venía a ser del orden de diez veces superior en términos porcentuales a la norteamericana. A la altura de la década de los ochenta una cuarta parte del grano consumido procedía de importación, al mismo tiempo que una quinta parte de la cosecha no llegaba a ser aprovechada por la ineficiencia de la maquinaria económica. ¿Alcanzaba también esta crisis del sistema soviético a la política? En algún aspecto sí, a pesar de que no estuviera tan claro y de que la reforma económica pareciera imponerse como máxima urgencia para los reformadores de la posterior "perestroika". La URSS era en los años ochenta un "Estado de Naciones" diversas que podía experimentar en el futuro un grave problema de fragmentación de no ponerse los medios para evitarlo. Lenin utilizó la fragmentación de la Rusia de los zares para sus propósitos revolucionarios pero Stalin llevó a cabo una decidida labor unificatoria que todavía tendió a exacerbarse durante el período de la Segunda Guerra Mundial. Con el paso del tiempo, sin embargo, esta unidad tendió a resquebrajarse. En la Unión Soviética se contabilizaban en los años ochenta hasta noventa nacionalidades. Sólo algo más de la mitad de la población eran rusos; del resto, algo más de la mitad eran ucranianos o bielorrusos y la porción siguiente en importancia era la de los musulmanes. Lo decisivo resultaba en los años ochenta que los porcentajes tendían a modificarse con el transcurso del tiempo: para el año 2.000 resultaba previsible una situación en la que los rusos habrían perdido la mayoría mientras que los musulmanes serían ya el segundo grupo humano. Pero estos cambios en las proporciones se veían complicados aún más por el hecho de que, por ejemplo, los Países Bálticos tenían un crecimiento demográfico pequeño, nivel de vida alto y una fuerte inmigración rusa, mientras los musulmanes crecían mucho y tenían un nivel de vida bajo. En la URSS de los ochenta convivían, pues, niveles de vida y demografías muy distintas constituyendo el vínculo de unión, por el momento inatacable, un Estado y, sobre todo, un partido. Existía también un sentimiento nacional "granrruso" pero de él cabe decir que su mera existencia entraba en conflicto con los otros nacionalismos menores. Pocos a la altura de los ochenta veían el problema de la fragmentación nacional como uno de los más acuciantes de cara al futuro, pero cuando surgió, como veremos, resultó el más agobiante de todos. El sistema político parecía sólido. Dirigido por una élite de unas 250.000 personas que formaban la "nomenklatura", que llevaba una vida aparte y en gran medida secreta, tenía como función no sólo la dirección de la política y la administración del país sino también la imposición de unas pautas mentales destinadas a homogeneizar al conjunto de la población en favor de la ideología marxista-leninista. Pero ya en esta época había signos de debilitamiento de esta especie de dictadura totalitaria. Los individuos podían evolucionar hacia una aceptación pasiva y resignada de la situación política eludiendo cualquier responsabilidad o derivando hacia comportamientos asociales. La dictadura más que personal o totalitaria, como en la época de los años treinta a los cincuenta, parecía ya burocrática y colectiva al mismo tiempo que se había vuelto más adaptativa respecto a la sociedad. Se había producido una cierta desideologización (o, por lo menos, una conversión de la ideología en algo mucho menos movilizador que en el pasado) y las diversas instancias del partido solían arbitrar soluciones pactadas sin que eso supusiera la existencia de un pluralismo real. Existía, en fin, una importante disidencia política, principalmente intelectual, reducida a quizá tan sólo dos millares de personas. Muchas de ellas difícilmente hubieran podido ser asimiladas a demócratas en el sentido occidental del término (éste era el caso de Solzhenitsin, aunque no el de Sajarov) pero el mero hecho de su existencia denotaba ya, al menos, un comienzo de cambio en la antigua URSS.
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Ingres se adhirió con entusiasmo a la restauración borbónica que sucedió a la república y al imperio francés. Intérprete del poder de Napoleón en su momento, se mostró igualmente fiel a Luis Felipe y a sus herederos. Este cuadro fue un encargo del Marqués de Pastoret, sobre la gloriosa historia medieval de Francia. Ingres realiza un canto al regreso del orden que simboliza la monarquía, con todos los elementos necesarios.El Delfín, título que se le concede al heredero del trono francés, era el futuro Carlos V, que había tenido que huir de Francia ante la victoria del traidor Etienne Marcel, que puso en el trono a Carlos II de Navarra. Tras la guerra civil y el caos, el príncipe regresa aclamado por su pueblo y los regentes. Ingres se documentó exhaustivamente para plasmar correctamente la escena. El pasaje aparece descrito en las "Crónicas" de Froissart, del siglo XIV. La figura del Delfín está copiada de un retrato de la época que se encontraba en el Louvre. Los vestidos, arquitecturas, pendones militares, paisaje y demás los recreó a partir de las Grandes Crónicas de Francia, de Jean Fouquet, pintadas en el siglo XV. Los símbolos del poder pacificador de la monarquía están presentes en todos los personajes. El Delfín viste las ropas con los emblemas de la monarquía. Su entrada es dirigida por Jean Pastoret, primer presidente del Parlamento francés, que junto a los dos regentes se descubren la cabeza en un gesto de lealtad. A la derecha está arrodillada la familia del traidor Marcel, a quien el Delfín restituyó parte de sus posesiones en un gesto de magnanimidad. Por último, en el ángulo inferior izquierdo podemos ver a un perro famélico que roe un sombrero ricamente adornado con cintas: es la imagen del hambre y la violencia que han asolado al país durante la ausencia del rey. En fin, resulta patente la alusión en paralelo que Ingres estaba haciendo al pasado reciente de Francia.