Obra de Miguel y Juan González, se trata de un óleo sobre tabla con incrustaciones de nácar, que forma parte de un conjunto de veinticuatro tablas que reproducen distintos episodios de la conquista de México. La escena, detalle del cuadro, muestra el encuentro de Cortés con los embajadores de Moctezuma.
Busqueda de contenidos
contexto
El resurgimiento de las Hermandades coincide con una mayor importancia de las ciudades y de las Cortes, que no son, como ha pretendido la historiografía romántica, centros e instituciones democráticas. Los primitivos concejos castellanos, abiertos e igualitarios, han desaparecido entre los siglos XIII y XIV y en su lugar se ha creado una oligarquía de caballeros urbanos, de cuantía, de guisado... que dirige en exclusiva el municipio y no siempre en beneficio de todos sus habitantes; de la misma manera que se crean linajes nobiliarios, a los que nos referiremos más adelante, surgen también linajes y clanes urbanos y de ellos salen los dirigentes de los concejos y sus representantes en Cortes. Sus puntos de vista están muchas veces más cerca de los nobiliarios que de los ciudadanos y desde el momento en que las ciudades, en el siglo XV, caen bajo el control de la alta nobleza o de los oficiales del rey, el carácter representativo de los procuradores desaparece totalmente. Por otro lado, es preciso recordar que no todas las ciudades son convocadas a Cortes; sólo las de realengo pueden asistir, y su número se reduce generalmente a diecisiete: Burgos, Toledo, León, Sevilla, Córdoba, Murcia, Jaén, Zamora, Toro, Salamanca, Segovia, Ávila, Valladolid, Soria, Cuenca, Madrid y Guadalajara; es decir, los concejos importantes creados en los siglos XI-XII a los que se añaden las capitales teóricas de los distintos reinos que integran la Corona: reinos de Castilla, León, Toledo, Sevilla, Córdoba, Murcia y Jaén. Ni una sola ciudad de Galicia, Asturias, Extremadura y País Vasco se halla representada en las "democráticas" Cortes castellanas de los siglos XIV-XV. Sevilla es, sin duda, la ciudad más importante del reino en este período y su historia puede servir de ejemplo para conocer, con los matices correspondientes, la economía y organización social de las demás ciudades de Castilla: en su alfoz, con una extensión superior a la de la provincia actual, se dan el olivo, las higueras, el viñedo, los cereales, la morera, el algodón y la caña de azúcar; hay abundancia de pastos y bosques, de miel y de cera. En la ciudad predominan los caballeros del fuero, establecidos por el monarca en número de doscientos en el momento de la conquista para defender la ciudad y evitar la intromisión de la alta nobleza; a estos hidalgos se unen los caballeros de merced, título al que acceden quienes disponen de medios para comprar caballo y armas, y a estos grupos pertenecen en el siglo XV los veinticuatro, los regidores de la ciudad. Al igual que en la mayor parte de las ciudades castellanas, el gran comercio está en manos de extranjeros, genoveses especialmente, que actúan también como banqueros y prestamistas del rey, del concejo y de los particulares. El barrio del mar tiene una gran importancia económica y militar: junto a marinos, carpinteros y calafates viven en él los pescadores, agrupados en una cofradía con fuero, alcaldes, escribanos y alguacil propio. El mercado urbano está plenamente organizado: se regulan pesos y medidas de acuerdo con los patrones custodiados por los fieles o jurados, a los que incumben igualmente las tareas de inspeccionar la fabricación del pan, fijar los precios de los artículos vendidos a peso, destruir los productos de mala calidad...; ellos controlan la importación del vino, hacen cumplir las leyes suntuarias, entienden en los pleitos sobre rentas, vigilan que los caballeros de cuantía tengan los caballos y armas a que están obligados por los ordenamientos reales... La Hacienda municipal está dirigida por los mayordomos, uno del grupo de los hidalgos y otro de los caballeros de merced. Normalmente, por falta de personal capacitado y sobre todo por la necesidad de cobrar a fecha fija, las rentas y algunos cargos se arriendan al mejor postor aunque a las pujas no pueden acudir, ni directamente ni por persona interpuesta, los alcaldes, el alguacil, los veinticuatro, los jurados... pues si ellos participaran "no osarían otras personas algunas hablar en ellas po lo cual dichas rentas no llegarían al precio que debían"; la insistencia de los reyes en que se cumplan estas normas es prueba evidente de su incumplimiento. Los ingresos municipales, procedentes del arriendo de hornos, almacenes, carnicerías, tabernas, molinos..., de los derechos de pastos, del cobro de impuestos sobre el consumo o la circulación de vino, sal, carne, pan, aceite, pescado, fruta... eran insuficientes para atender a los gastos de la ciudad -lo mismo puede afirmarse de otros muchos municipios- y desde fines del siglo XIV se hace preciso recurrir continuamente al crédito que en muchas ocasiones sirve para pagar los intereses o el capital de préstamos anteriores. Generalmente, como garantía del reembolso, los acreedores de la ciudad figuran también como arrendadores o recaudadores de las rentas municipales. En el siglo XV, los veinticuatro, los regidores del municipio sevillano, tienen el cargo con carácter hereditario pues pueden trasmitirlo a sus hijos y parientes; simultáneamente a esta transformación, que supone la existencia de una nobleza local cerrada, se produce una alianza de estos nobles con la alta nobleza del reino (se hacen vasallos y reciben de ellos salario o acortamientos) y con ella se dividen en bandos continuamente enfrentados, bandos cuyo origen es suficientemente conocido. En principio, todos los vecinos tienen la obligación de ir al fonsado, de participar en la defensa del territorio; en la práctica, el campesino no abandona la tierra salvo en casos de extrema gravedad y con el tiempo se le libera de la obligación militar, se sustituye ésta, el fonsado, por el pago de un impuesto, fonsadera, y se encomienda la defensa y ampliación del territorio a quienes pueden combatir a caballo, que son los más ricos debido al alto precio de caballo y armas. El servicio a caballo es una obligación para quien posee un cierto nivel económico y se compensa este sacrificio con privilegios como la exención de determinados impuestos y una mayor consideración social: los miembros de esta caballería popular o villana serán los representantes naturales de los concejos ante el rey, en sus relaciones con otros concejos o en el interior de cada villa o ciudad. La práctica de la guerra y la ganadería son las bases de la economía y del prestigio de estos caballeros que, naturalmente, poseen también tierras de cereal o de viñedo como los demás vecinos del concejo. El alejamiento de la frontera y la pacificación del territorio obliga a los caballeros a buscar nuevos ingresos si quieren mantener su nivel de vida y la consideración social de sus vecinos, y los obtendrán incrementando su dedicación a la ganadería y en la ocupación de los cargos concejiles a través de los cuales pueden favorecer sus intereses personales y de grupo. Este proceso de adaptación es paralelo y simultáneo al realizado por la nobleza de sangre a la que vemos copar o intentar acaparar los cargos de la corte, exigir al rey mayores cuantías por su servicio militar y conseguir privilegios para el ganado trashumante cuya lana se ha convertido en el principal artículo de exportación, en una de las fuentes más importantes de ingresos gracias a la cual nobles, caballeros villanos y clérigos pueden adquirir los productos europeos existentes en el mercado. La adquisición de nuevas tierras y privilegios resuelve momentáneamente la situación, pero a medio y largo plazo hay siempre un desfase entre ingresos y gastos y la posición socialmente privilegiada de caballeros y nobles se ve amenazada por mercaderes y juristas que disponen de medios económicos o de influencia para adquirir productos tradicionalmente reservados a los nobles, por ser éstos los únicos que disponían de medios para adquirirlos. Las leyes suntuarias y de posturas o tasas repetidas desde los años de Alfonso X pretenden poner freno a los gastos excesivos y diferenciar a los distintos grupos a través de los signos externos, pero ni la fijación de precios impide el alza de éstos ni las leyes suntuarias evitan que quien tiene medios económicos adquiera cuanto le ofrece el mercado. Para mantener su posición social y su nivel de vida, nobles y caballeros necesitan aumentar continuamente sus ingresos: sirviendo al rey o a los concejos u oponiéndose a quienes ocupan los cargos, con la intención de sustituirlos. Surgen así los enfrentamientos entre grupos nobiliarios y entre bandos concejiles, que adquieren mayor virulencia en los momentos de debilidad de la monarquía, es decir, en los años finales del siglo XIII y primeros del XIV (sublevación de Sancho IV contra Alfonso X y minorías de Fernando IV y Alfonso XI), a mediados de este siglo (guerra civil entre los partidarios de Pedro el Cruel y los seguidores de Enrique de Trastámara), años finales del mismo siglo (derrota de los ejércitos castellanos ante los portugueses) y segunda mitad del siglo XV (revueltas nobiliarias contra Enrique IV, guerra civil entre Isabel la Católica y Juana la Beltraneja). Las actas de las Cortes y las crónicas de 1282-1325 se hacen eco de esta situación de anarquía y enfrentamientos por el poder a los que responden las ciudades creando hermandades político-defensivas de ámbito nacional, comarcal o local: Hermandad de los reinos de León y Galicia en 1283, Hermandad de los reinos de Castilla, León, Galicia, Extremadura, Toledo y Andalucía en 1284, Hermandad de los concejos de Salamanca, Alba y Zamora en 1295; Hermandad, en 1313, de los concejos de León, Zamora, Salamanca, Benavente, Alba, Ledesma, Villalpando, Olmedo, Granadilla, Sayago, Mayorga y Astorga..., o el acuerdo de este mismo año por el que los concejos de Ledesma y Salamanca se autorizan mutuamente a penetrar en el territorio del otro para perseguir a los malhechores, medida con la que se adelantan más de treinta años a las decisiones de las Cortes de 1351. Al llegar a su mayoría de edad, Alfonso XI se apoyó en uno de los grupos nobiliarios enfrentados y neutralizó a los demás al quitarles toda posible ayuda exterior gracias a sus alianzas con Aragón y Portugal; la misma política sigue en los concejos según puede observarse en el caso salmantino: con motivo de la celebración de su matrimonio con María de Portugal, Alfonso XI pasó por Ciudad Rodrigo y allí agradeció al dirigente de uno de los bandos, Garci-López, los servicios prestados concediéndole la mitad de los regimientos de la ciudad y con ellos la mitad de los cargos menores del concejo. Poco más tarde, siguiendo en el plano local la política de conciliación practicada en el ámbito nacional, concedió a otro de los linajes, el de los Pacheco, la otra mitad de los regimientos. Garci-López y Pachecos gobernarán juntos cuando el rey tiene suficiente poder para controlarlos y se enfrentarán entre sí durante la guerra civil entre Pedro I y Enrique II o en los años posteriores a Aljubarrota, y la misma situación se observa en el concejo de Salamanca dividido entre los bandos de San Martín y San Benito a los que se refiere Juan I en un documento de 1390 redactado a petición de los escuderos, hombres buenos y pecheros de la ciudad, que se quejaron de la injusta distribución de los impuestos hecha por mayordomos y regidores, cargando a unos y aliviando a otros según el bando que en ese momento tuviera el poder. Tras múltiples discusiones y enfrentamientos se llegó a un acuerdo similar al que puede verse en otros lugares: cada año se nombrarían dos mayordomos, uno del linaje de San Benito y otro del de San Martín, entre los que se dividirían a partes iguales los regimientos. Los regidores de cada bando nombrarían a los cargos menores con la única limitación de no autonombrarse ni dar los cargos a sus familiares o a menores de veinticinco años, salvo que estuvieran casados. La ordenanza de Sotosalbos no puso fin a los enfrentamientos y en 1401 Enrique III encargó a representantes de ambos bandos el reparto por sorteo de los oficios entre miembros de ambas parcialidades; la confirmación de estas disposiciones en 1437, 1440, 1483 y 1496 puede indicar su vigencia y también su incumplimiento sistemático cada vez que las circunstancias lo permitieron. Las disputas entre bandos favorecen la usurpación de tierras concejiles por miembros de la aristocracia salmantina contra los que nada hacen los regidores por falta de acuerdo entre ellos, según un documento de 1453 que alude a situaciones que se arrastran desde, al menos, veinte años y que en más de una ocasión desembocan en muertes violentas entre los miembros de los bandos, a los que no es ajena la Universidad según reconocen las Cortes de 1462, en las que se plantea la necesidad de que profesores y estudiantes se mantengan al margen de las luchas: "los profesores ni rigen dichas cátedras ni las leen y los estudiantes se distraen de sus estudios... gastando en los dichos bandos aquello que debían gastar en la adquisición de la ciencia e en las cosas a ella necesarias". La neutralidad no se conseguirá con la suspensión de sueldo para los catedráticos que se impliquen en la lucha ni a través de la expulsión de la Universidad y el destierro para los estudiantes, y de poco servirá obligar a maestrescuela, rector y consiliarios a prestar juramento de no ser de bando; el monarca contribuirá a agravar la situación al quitar la escribanía del Estudio a Alfonso Maldonado y darla a perpetuidad a uno de sus enemigos "en remuneración de los muchos, buenos y leales servicios que me habéis hecho y me hacéis cada día" o al entregar la ciudad de Salamanca al conde de Alba, contra el que "seyendo amigos de su libertad" harán frente común benitistas y martinistas para, una vez expulsado el conde, volver a las peleas. La división se agrava al morir Enrique IV y dividirse la gran nobleza entre los partidarios de Isabel y de Juana, cada una de las cuales tiene sus fieles en uno de los bandos de esta y de las demás ciudades castellanas. Los bandos salmantinos toman partido o son utilizados por los nobles: el duque de Arévalo y Plasencia cuenta con los caballeros de San Martín, y el de Alba se apoya en los de San Benito, que conseguirán la confiscación de los bienes, retirada de los cargos y el destierro de sus enemigos, cuya ausencia -la de los más significados al menos- facilita la concordia de 1476 firmada por veintidós caballeros de los que dieciocho pertenecen al bando de San Benito. Las declaraciones de amistad y ayuda mutua de poco sirven en una sociedad en la que se llega a desheredar al pariente que cambie de bando y en la que todo es válido contra el enemigo: los de Santo Tomé se oponen a que Diego de Anaya cobre la pena que se imponía a las mujeres que vivían con clérigos porque, dicen, utilizará tal derecho "con intención y ánimo de fatigar y vejar a las personas del bando de Santo Tomé", acusación que se hace inteligible si se tiene en cuenta que el beneficiado por esta merced podía cobrar las multas sin intervención de la justicia y que la acusación, basada o no, de convivir con un clérigo era suficiente para crear mala fama y obligaba a muchas a pagar, para que su nombre no saliera a relucir... A estos problemas tendrán que hacer frente los Reyes Católicos para hacer gobernable el reino, y sólo podrán conseguirlo después de dominar a la gran nobleza con la que están relacionados los bandos concejiles.
contexto
La forma clásica, aunque no la única, de establecer la relación entre el rey y el reino habrían sido las asambleas de estados bajo la forma de cortes, parlamentos, dietas, etc., que se reunían por convocatoria real. Gracias a ellas, el rey podía recibir la ayuda -económica o militar, ante todo- y el consejo que necesitaba para cumplir con sus funciones. Ciñéndonos al ámbito peninsular, a finales del reinado de Felipe II había cortes en Castilla, Navarra, Aragón, Valencia, Cataluña y Portugal. Representan al reino en su división por estamentos (nobiliario-militar, eclesiástico y llano-real-popular-comunidades-"povos"), reuniéndose en tres brazos, salvo en las de Aragón que contaban con cuatro (ricos hombres, caballeros, eclesiástico y llano). Desde las celebradas en Toledo de 1538, a las Cortes de Castilla no serán convocados nobles y eclesiásticos, pasando a reunirse el rey sólo con los dos procuradores que enviaban cada una de las dieciocho ciudades que tenían voto en cortes (Burgos, Toledo, León, Toro, Zamora, Salamanca, Valladolid, Soria, Avila, Segovia, Madrid, Guadalajara, Cuenca, Córdoba, Sevilla, Jaén, Murcia y Granada). La no convocatoria del estamento eclesiástico se palió en parte gracias a la Congregación de las Iglesias de Castilla que, formada por representantes de los grandes cabildos catedrales, se reunía en Toledo y que permitió una relación corporativa con la Corona en aspectos como la recaudación de rentas eclesiásticas concedidas por Roma al Rey Católico. Algunos territorios contarán con juntas generales particulares, como Asturias, Galicia o el señorío de Vizcaya, Alava y Guipúzcoa. Vinculadas con las cortes regnícolas se encuentran las Diputaciones, especialmente activas en la Corona de Aragón, donde se convirtieron en defensoras de los privilegios territoriales frente a la acción real o virreinal. También existieron en Navarra (1593) y Castilla (1525). En su origen, las Diputaciones debían servir para seguir y vigilar el cumplimiento de lo acordado en las cortes una vez que éstas se habían disuelto, en especial la recaudación de las ayudas tributarias concedidas. Se ha discutido muchísimo sobre el sentido que había que darle al principio sobre el que se sustentaban las asambleas de estados de la Alta Edad Moderna y que se cifraba en la sentencia "quod omnes tangit ab omnibus approbari debet", es decir, lo que a todos concierne debe ser aprobado por todos. La historiografía liberal magnificó el alcance y extensión de ese principio y pensó que cortes y dietas eran el antecedente directo de las asambleas representativas del XIX, convirtiendo a los antiguos parlamentos y cortes en una especie de valladar legislativo de los excesos monárquicos, similar al que representaban las asambleas parlamentarias de su tiempo contra la política del ejecutivo. Sin embargo, aunque es difícil sustraerse a la tentación de considerar estas asambleas de estados de la Edad Moderna como una expresión de la voluntad general, la noción de reino excluía en la práctica a gran parte de la población. En realidad, sólo representaba, como explica Hespanha, a los que eran titulares de intereses jurídicos en causa, a aquellos que podían verse afectados por las peticiones que iba a cursar el rey (cobro de tributos, por ejemplo) y de los que, por tanto, debía ser solicitada la aceptación. Esto, y no la idea de voluntad general, se encontraría tras la famosa fórmula "quod omnibus tangit..." A este respecto, obsérvese que las mitificadas cortes castellanas sólo representaban a dieciocho ciudades del reino y que, además, los procuradores que entraban en ellas eran elegidos por las oligarquías locales, cuyos intereses, evidentemente, servían. Pero, volviendo ahora a la Monarquía Hispánica y a su ausente Rey Católico, hay que decir que su práctica parece haber respondido al citado dualismo característico de la sociedad de estados. Habría sido ésta una monarquía preeminente que se fundamentaría en la concertación dentro de los distintos reinos, en la que el campo de acción regia se vería limitado, en primer lugar, por el respeto a todos los privilegios existentes en cada uno de ellos y que, según los lugares, recibirían el nombre de fueros, libertades, derechos, etc. Una circunstancia fundamental es pensar que este sistema de concertación estuvo abierto continuamente a la renegociación, a la reformulación de los términos pactados, porque la Monarquía Hispánica no fue un sistema congelado, sino más o menos ágilmente capaz de adaptarse a nuevas circunstancias en nuevos territorios, como, por ejemplo, el portugués a partir de 1580. Por otra parte, también constituiría un error pensar que la Monarquía Hispánica fue un sistema ideal en el que no hubo conflictos y en el que la Corona no recurrió a la fuerza para imponer sus criterios, bien porque dispusiera de recursos suficientes para alterar su posición en este o aquel territorio, bien porque el equilibrio interno dentro de uno de los reinos le fuese desfavorable. Para que el paradigma jurisdiccionalista funcionase a la perfección era preciso que los reyes no tuvieran voluntad, parafraseando la singular sentencia que, según Jehan L'Hermitte, habría pronunciado Carlos I ("Que los reyes no habían de tener casas ni voluntad"), que se conformasen con el disfrute de su dorada majestad, que aceptasen ser aconsejados en su gobierno y que, como buenos jueces, respetasen todos los privilegios de quienes eran acreedores a ello. Pero esto, claro está, no fue siempre así, en especial en el reinado de Felipe II para con ciertos territorios, como el Reino de Aragón, al que "deja reformadas sus leyes con yugo de guarnición en Zaragoza y otras partes, habiendo degollado a los que perturbaron la paz pública y la buena administración de la justicia y ha incorporado en su Corona Real el Maestrazgo de Montesa y el Condado de Ribagorza". Tomamos estas frases de un Papel que se redactó en 1598, cuando el rey iba a morir, y en el que se enjuiciaban las distintas acciones del monarca durante su largo reinado. En ese mismo texto se habla del único tesoro que Felipe II "ha amontonado" y que, lejos de ser material, no habría consistido en otra cosa que en ser "temido". Sin duda, el reinado de Felipe II ocupa un lugar crucial en el largo y complejo proceso de absolutización monárquica en la España moderna. Este proceso de robustecimiento del poder regio vendrá a provocar las mayores distorsiones dentro de la Monarquía Hispánica y el intento de sustituir su sistema por otro nuevo en el que la ausencia real se paliaba por medios distintos a los tradicionales -administrativismo y no jurisdiccionalismo- fue la causa de la ruina de todo el conjunto, como bien muestra el ciclo de grandes revoluciones y revueltas que hizo tambalearse la Monarquía a mediados del siglo XVII. Sin embargo, fue el mismo Felipe II quien en 1580, apenas diez años antes de reformar las leyes aragonesas por la fuerza, dirigió la integración de la Corona de Portugal en el seno de la Monarquía Hispánica de acuerdo con los principios tradicionales de, primero, mantenimiento de todo su privativo régimen político-jurisdiccional y, segundo, concertación con las elites locales, en especial con los fidalgos del reino. De las Cortes de Tomar de 1581 salió el llamado Estatuto de Tomar por el que Portugal se agregaba a la Monarquía Hispánica como un reino particular, en el que sólo los naturales del reino podían entrar en la administración de su justicia y su hacienda, su organización eclesiástica e imperial, así como en su asamblea estamental de representación. Lo que, eso sí, perdía Portugal era un rey que residiera en el reino, y esto, pese a sus protestas y lamentos, no sin cierta satisfacción por parte de los fidalgos. Para paliar dicha falta de asistencia regia, el Estatuto de Tomar arbitró dos grandes expedientes: un Consejo de Portugal que, como otros consejos de reinos, residiría cerca del monarca en su corte aconsejándole en materias portuguesas, y un sistema de virreinatos o gobernaciones que representarían al rey en el reino como "alter nos" de la ausente figura monárquica. Ambos expedientes nacían como privilegio del reino, eran una parte de sus fueros y libertades, simbolizando la eminente condición jurídica y política de Portugal pese a haberse agregado a la Monarquía del Rey Católico. Consejos y virreinatos/gobernaciones se encuentran entre esos medios capaces de suplir la presencia del príncipe allí donde resultaría imprescindible, en palabras del citado Varillas. Aunque a continuación vayan a ser considerados también como medios de gobierno al servicio del rey, virreinatos/gobernaciones y consejos no dejan de ser una expresión de que se mantenía el particularismo de los dominios de que se componía la Monarquía Hispánica. Por sí solas, la existencia de un virrey de Portugal o de un Consejo de Aragón indicaba lo diferentes que eran esos dos dominios y dejaba claro que, respectivamente, mantenían unas relaciones particularizadas con el Rey Católico, relaciones que ya no seguían la única vía de la reunión de los Tres Estados de las Cortes portuguesas o de las Cortes de Aragón. Así, pues, en cada uno de los territorios, la Monarquía fue realizando una serie de pactos que, de una manera más o menos formalizada, hicieron posible el dominio, solventando en primer lugar el problema de la consabida ausencia de la figura real. Los llamados a entrar en esa negociación fueron las elites de los distintos territorios, aquellos que eran titulares de derechos políticos, los que eran los "meliores terrae", los que, con propiedad, constituían el reino, quienes garantizaron la práctica de esa Monarquía. Antes hemos señalado la incapacidad de la Monarquía Hispánica de poder gobernar de una manera centralista el mosaico de sus territorios porque, en primer lugar, no disponía de un cuerpo de oficiales suficientemente amplio como para garantizar el dominio o transmitir los mandamientos y órdenes que habrían debido recibir desde esa sede central. Sin embargo, la alianza dualista con las elites locales sí que permitía ejercer el control que era preciso tener sobre los territorios puesto que, llegado el caso, las redes de clientelas que esas elites habían construido sobre el terreno venían a servir los intereses de la Corona, que no siempre disponía de ellas, aunque pretenda forjar las suyas propias. Esas redes clientelares eran muy fuertes en el ámbito local y se mantenían y manifestaban gracias a distintas formas de patronazgo que generaban una relación de dependencia entre un señor y sus criaturas o clientes, quienes, a su vez, podían volver a ser cabeza de nuevas clientelas, hasta lograr el sistema una red jerarquizada de dependencias más o menos difusas que afectaba a amplias capas de población y espacios no pequeños. De esta forma, los papeles del Rey Católico y de las elites quedaban reforzados, haciendo estas últimas viable el gobierno real en la escala territorial, al tiempo que el dominio local de las oligarquías quedaba, igualmente, asegurado como fruto de semejante alianza. Eran los miembros de las elites y oligarquías los que interpretaban el cuerpo de principios de los fueros y libertades de cada unidad territorial, lo que estaba en consonancia con esa básica desigualdad jurídico-política entre estados. Podría decirse que los privilegios de un reino no eran en realidad los privilegios de todos sus habitantes, sino sólo los de una parte de ellos. Así, la política antiforalista de un monarca podía no ser otra cosa que política antiestamental y, por tanto, la defensa de unos fueros conculcados no estaría lejos de ser la defensa de un orden estamental atacado. Esto permite presentar el debate entre centro y periferia en el seno de la Monarquía de los Austrias de una forma nueva. La permanencia en la Monarquía Hispánica no es tanto el fruto de una tensión entre el centro que es el rey con sus oficiales y distintos reinos convertidos en periferias, sino el resultado de una dinámica interna a la que se estaría asistiendo dentro de cada reino, entre el rey y las elites territoriales, de un lado, y, a su vez, entre los distintos estamentos de ese reino, de otro. Dejando, pues, la escala general de la Monarquía Hispánica, veámos cómo se articulaban internamente sus reinos. Su definición como inconexo y múltiple compuesto politerritorial quizá no nos parezca tan extraña cuando consideremos la esencial pluralidad jurisdiccional que caracterizaba a cada uno de ellos por sí mismo.
obra
Este dibujo muestra el interés de Füssli, que comparte con otros grandes artistas e ilustrados de la época, por la vida erótica, la mujer y las relaciones sexuales.
contexto
Otro de los grandes temas de Vermeer son las relaciones, a veces galantes, entre hombres y mujeres. En este asunto encontramos mayores dosis de pintoresquismo, siguiendo las pautas de la pintura holandesa de género. Sin embargo, dominan la ambigüedad respecto a las relaciones de los actores, la contención y la representación de una vida tan serena como fugaz. Vermeer no sólo pinta el instante fugaz del acontecimiento representado, también nos muestra el instante fugaz de la mirada del sujeto. De esta manera, la realidad pintada se configura como realidad visual. Dama al virginal y caballero (1664), Concierto a tres (1664), Dama la virginal (1670) o La lección de música interrumpida (1600-61) son algunos ejemplos de este tipo de trabajos realizados en la década de los sesenta. La carta es, junto con la música, el tema preferido de Vermeer. El artista se atiene a las convenciones de la época y la carta es una misiva amorosa. La carta de amor (1667), Mujer joven con una sirvienta que entrega una carta (1666-67) y Una dama que escribe una carta y su sirvienta (1671) son las pinturas en las que Vermeer empleó el tema de la misiva, alcanzando quizá sus momentos más sublimes.