Algunas cosas que le pasaron en Cuba a Hernán Cortés Envió el almirante don Diego Colón, que gobernaba las Indias, a Diego Velázquez que conquistase Cuba, el año 11, y le dio la gente, armas y cosas necesarias. Hernán Cortés fue a la conquista como oficial del tesorero Miguel de Pasamonte, para llevar cuenta de los quintos y hacienda del Rey; y hasta el mismo Diego Velázquez se lo rogó, por ser hábil y diligente. En la repartición que hizo Diego Velázquez después de conquistada la isla, dio a Cortés los indios de Manicarao, en compañía de su cuñado Juan Suárez. Vivió Cortés en Santiago de Barucoa, que fue la primera población de aquella isla. Crió vacas, ovejas y yeguas; y así, fue el primero que allí tuvo hato y cabaña. Sacó gran cantidad de oro con sus indios, y muy pronto llegó a ser rico, y puso dos mil castellanos en compañía de Andrés de Duero, con el que trataba. Tuvo gracia y autoridad con Diego Velázquez para despachar negocios y entender en edificios, como fueron la casa de la fundición y un hospital. Llevó a Cuba Juan Suárez, natural de Granada, a tres o cuatro hermanas suyas y a su madre, que habían ido a Santo Domingo con la virreina doña María de Toledo, el año 9, con el pensamiento de casarse allí con hombres ricos, pues ellas eran pobres; y hasta una de ellas, que tenía por nombre Catalina, solía decir muy de veras que tenía que ser gran señora, o porque lo soñase, o porque se lo dijese algún astrólogo, aunque dicen que su madre sabía muchas cosas. Eran las Suárez bonitas; por lo cual, y por haber allí pocas españolas, las festejaban muchos, y Cortés a Catalina, con la que al fin se casó, aunque primero tuvo sobre ello algunas pendencias y estuvo preso, pues no la quería él por mujer, y ella le reclamaba la palabra. Diego Velázquez la favorecía por amor a otra hermana suya, que tenía mala fama, y hasta él era demasiado mujeril. Le acosaban Baltasar Bermúdez, Juan Suárez, don Antonio Velázquez y un tal Villegas para que se casase con ella; y como le querían mal, dijeron muchos males de él a Diego Velázquez acerca de los negocios que le encargaban, y que trataba con algunas personas cosas nuevas en secreto. Lo cual, aunque no era verdad, lo parecía, porque muchos iban a su casa, y se quejaban de Diego Velázquez, o porque no les daba repartimiento de indios, o se lo daba pequeño. Diego Velázquez creyó esto, con el enojo que de él tenía porque no se casaba con Catalina Suárez, y le trató mal de palabra en presencia de muchos, y hasta lo metió preso. Cortés, que se vio en el cepo, temió algún proceso con testigos falsos, como suele acontecer en aquellos sitios. Rompió el pestillo del candado del cepo, cogió la espada y rodela del alcalde, abrió una ventana, se descolgó por ella, y se fue a la iglesia. Diego Velázquez riñó a Cristóbal de Lagos, diciendo que había soltado a Cortés por dinero o soborno, y procuró sacarlo con engaños del lugar sagrado, y hasta por la fuerza; pero Cortés entendía las palabras y resistía la fuerza; sin embargo, un día se descuidó y le cogieron paseando delante de la puerta de la iglesia, el alguacil Juan Escudero y otros, y lo metieron en una nave que había debajo. Entonces favorecían muchos a Cortés, comprendiendo haber pasión en el gobernador. Cortés, cuando se vio en la nave, desconfió de su libertad, y tuvo por cierto que lo enviarían a Santo Domingo o a España. Probó muchas veces a sacar el pie de la cadena, y tanto hizo, que lo sacó, aunque con grandísimo dolor. Cambió luego aquella misma noche su ropa con el mozo que lo servía; salió por la bomba sin ser sentido; se coló rápidamente por un lado del navío al esquife, y se fue con él; mas para que no le siguiesen, soltó el barco de otro navío que allí junto estaba. Era tanta la corriente de Macaguanigua, río de Barucoa, que no pudo entrar con el esquife, porque remaba solo y estaba cansado, y ni aun supo tomar tierra. Temiendo ahogarse si volcaba el barco, se desnudó y se ató con un turbante sobre la cabeza algunas escrituras que tenía, como escribano de Ayuntamiento y oficial del tesorero, y que obraban contra Diego Velázquez; se tiró al mar, y salió nadando a tierra. Fue a su casa, habló a Juan Suárez, y se metió otra vez en la iglesia con armas. Diego Velázquez envió a decir entonces a Cortés que lo pasado, pasado, y que fuesen amigos como antes, para ir sobre algunos isleños que andaban levantados. Cortés se casó con Catalina Suárez, porque lo había prometido y por vivir en paz, y no quiso hablar a Diego Velázquez en muchos días. Salió Diego Velázquez con mucha gente contra los alzados, y dijo Cortés a su cuñado Juan Suárez que le sacase fuera de la ciudad una lanza y una ballesta, y él salió de la iglesia al anochecer, y cogiendo la ballesta, se fue con el cuñado a una granja donde estaba Diego Velázquez solo con sus criados, pues los demás estaban aposentados en un lugar cerca de allí, y aún no habían venido todos, porque era el primer día. Llegó tarde, y al tiempo que miraba Diego Velázquez el libro de la despensa; llamó a la puerta, que estaba abierta, y dijo al que respondió que era Cortés, que quería hablar al Señor gobernador, y tras esto se metió dentro. Diego Velázquez temió, por verle armado y a tal hora, y le rogó que cenase y descansase sin recelo. Él dijo que no venía más que a saber las quejas que de él tenía, y a satisfacerle y a ser su amigo y servidor. Estrecháronse las manos como amigos, y después de muchas pláticas se acostaron juntos en una cama, donde los halló a la mañana siguiente Diego de Orellana, que fue a ver al gobernador y a decirle que Cortés se había ido. De esta manera volvió Cortes a la amistad de antes con Diego Velázquez, y se fue con él a la guerra; y cuando volvió creyó ahogarse en el mar, pues viniendo de las bocas de Bani, de ver a unos pastores e indios que tenía en las minas, a Barucoa, donde vivía, se le volvió la canoa de noche a media legua de tierra y con tempestad; mas salió a nado, atinando por una lumbre de pastores que cenaban junto al mar: por semejantes peligros y rodeos corren su camino los muy excelentes varones, hasta llegar a donde les está guardada su buena dicha.
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Dice A. Godard que el arte sasánida es a la vez tradicional y progresista, una frase que, acaso sin excesiva claridad, viene a expresar de modo resumido lo que en él subyace. Los sasánidas no crearon una estética de ruptura, ni tampoco recogieron viejas tradiciones orientales remodeladas por el arte helenístico. Porque los sasánidas estaban ya integrados en el auténtico tronco iranio, bebían en tradiciones vivas -puesto que ellos mismos en su región eran parte de esa vida-, y no podían por tanto romper con un pasado que era a la vez presente. Pero crearon un mundo nuevo, lleno de posibilidades que, tiempo después, aprovecharía el Islam.Se ha dicho, con razón, que el arte sasánida es la última fase del arte oriental antiguo. Y así hemos de verlo. Ni ideológica, ni culturalmente, la dominación alejandrina y seléucida supusieron el fin de la historia antigua oriental. La masa de la población irania y mesopotámica permaneció sin cambios sustanciales. Y el arte popular y las costumbres rurales también. Si todavía nos sorprende ver que los materiales y métodos de construcción rural, los útiles campesinos o las instalaciones de tecnología popular como hornos de pan, alfares y cocinas sean hoy las mismas que las halladas en excavaciones regulares, ¿cómo se puede afirmar que desde la caída del imperio aqueménida hasta la restauración sasánida se produjo un corte radical? A decir verdad y como escribe R. Ghirshman, el arte sasánida es una síntesis de los más de 4.000 años del arte iranio. Más aún si como arte cortesano, ligado por tanto a la arquitectura palatina o a los monumentos muebles e inmuebles que expresan ese arte, expande una idea o un programa. Pero, como es lógico, tanto por sus creencias como por su forma peculiar de ver las cosas y, en fin, porque también eran hijos de una evolución, su estética presenta un aspecto peculiar y distintivo.La génesis del arte sasánida se opera en la región madre, en la Parsua, a la sombra del arte parto o, quizás mejor y como dice V. G. Lukonin, a la de una escuela entonces en vigor en el imperio parto. Y pienso que si los datos cronológicos de los relieves de la Elymaida arsácida son correctos, probablemente fuera el arte de esa provincia el que más influyera en los sasánidas. No obstante, cuando Ardasir construyó su palacio de Fírúzábád lo hizo en las mejores tradiciones del arte parto.Y ello porque como señala R. Ghirshman y hemos podido ver, el arte arsácida era esencialmente iranio. Por esa razón, los primeros pasos sasánidas se nos antojan dentro del último estilo de los partos, porque éstos tampoco rompieron con un pasado al que siempre se sintieron ligados.Es un error de partida afirmar pues, como suele hacerse, que el arte del imperio sasánida fuera una reacción contra el helenismo de los arsácidas. Afirmarlo demuestra que no se han entendido ni las raíces ni las formas de uno y otro. Una cosa distinta es que los reyes sasánidas se consideraran a sí mismos los verdaderos continuadores de los principios aqueménidas, nacidos en su misma región. Y que en su pretendida restauración del antiguo imperio desearan imponer una filosofía artística que ellos consideraban puramente nacional.Señala V. G. Lukonin que el aspecto monumental, la rigidez de los personajes, la falta de naturalidad en los movimientos y la ausencia de individualidad en el tratamiento de las figuras existían ya en el arte de los partos. Pero también en las artes provinciales aunque, como en los relieves de la Elymaida citados, el camino hacia una mayor libertad resultara manifiesto. Y los sasánidas entraron por esa línea, pero además pretendieron que fuera vehículo de una ideología política y religiosa distinta a la de los partos.El mundo político y cultural de los arsácidas era el de un imperio descentralizado, benevolente hacia la diversidad de los cultos religiosos y en el que el Gran Rey tenía que enfrentarse una y otra vez con los reyes vasallos o los grandes señores. El mundo sasánida sería distinto. Como ya hizo ver A. Christensen, buscaba un fuerte estado centralizado -con independencia de que sus resultados, según indica la reforma de Khusrau I, fueran más o menos contestados por ciertos sectores-, y pretendía -como las numerosas persecuciones confirman- una religión uniforme. Si la expresión artística mayoritaria estaba en manos del cuerpo palatino, promotor casi exclusivo, el arte debería ser vehículo, en cierto modo, de esas pretensiones. Y evidentemente lo fue. Las primeras realizaciones del arte sasánida -dejando aparte la arquitectura más temprana-, materializadas en los relieves de Ardasir en Fírúzábád por ejemplo, y en algunas obras de orfebrería y glíptica suelen responder a un carácter simbólico y narrativo, como escribe V. G. Lukonin, que ponía el acento en una cuidadosa elección de los lugares donde se realizaban -Naqs-i Rustam-, y en la enfatización de la esencia divina del poder real. Por eso, los temas preferidos solían ser los triunfos, las investiduras, los combates singulares. La idea no era nueva ni mucho menos. Desde la estela de Naram-Sin, pasando por los relieves asirios o las figuraciones aqueménidas, el poder siempre ha querido impresionar o influir a través de la imagen. Pero la unidad de concepción y la disciplina en la búsqueda de esos resultados fue, con los sasánidas, algo nunca visto. Y además, con las reformas de Kartir en principio, a las que seguirían tiempo después las de Aturpat, la iconografía de ese arte cortesano parece haberse hecho vehículo de un mensaje religioso integrador y único: el zoroástrico.El arte sasánida resume una larga tradición. Su raíz primera está en el de los partos, plásticamente iranios desde luego. Pero ante sus ojos tenían también las mejores realizaciones del arte aqueménida y conocían la interpretación elymaidica de la estética arsácida. Por eso, aunque las insignias, los vestidos y los temas primeros, como dice V. G. Lukonin, fueran semejantes a los de los partos, su modo de expresarlo tenía que ser distinto: más realista sin abandonar un cierto idealismo, más preciosista y mucho más ornamental. La madurez inicial del arte sasánida no es ni un milagro, ni una creación exterior. Es la renovación artística de la Parsua en otra época, con valores distintos y posibilidades diferentes. Pero su arte fue capaz, como dice R. Ghirshman, de tender un puente entre las viejas civilizaciones del Oriente antiguo y las nuevas del Islam.
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La preocupación por dinamizar los paramentos murales y evitar la pesadez de grandes superficies lisas e inarticuladas, había estado presente en el mundo occidental durante toda la Alta Edad Media, y especialmente a partir de las experiencias desarrolladas en la arquitectura otoniana. La forma en que se organiza el muro gótico que limita lateralmente el espacio de la gran nave central, no es sino una consecuencia de las sucesivas transformaciones que en este sentido se produjeron a lo largo de los siglos del románico. En el coro de la iglesia de Saint-Denis, en Sens y en las catedrales francesas del gótico clásico los arquitectos distribuyeron la altura del muro en tres niveles claramente diferenciados (alzado tripartito), que se desarrollaban en sentido horizontal: en el inferior, la arcada de separación de naves, en el superior los vanos para la iluminación, y entre ambos un estrecho pasillo -el triforio- que se abre a la nave mayor por medio de una arquería y cuyo muro de fondo, en principio ciego, más tarde se va a perforar en esa progresiva tendencia hacia la diafanidad. Esta evolución culminará en la unificación de triforio y claristorio, primero visual -por medio del dibujo de las tracerías-, pero finalmente real, cuando ambos constituyan un solo cuerpo de amplísimos vanos, suprimiendo el pasillo del triforio y disponiéndolos en un mismo plano (Gótico Radiante). En las catedrales castellanas del siglo XIII no se alcanzó nunca tal atrevimiento estructural. En general nuestros arquitectos se mostraron mucho más cautos, renunciando incluso muchas veces a interponer esa galería o loggia entre el nivel de las arcadas y el de los vanos (catedrales de Sigüenza, Burgo de Osma y cabecera y transepto de la de Cuenca), o dejando macizo el muro de fondo, como en Burgos y Toledo (sólo en León se perforó sin llegar, sin embargo, a unirlo con el cuerpo de luces). Por lo demás, el temor general a ampliar excesivamente la superficie diáfana a costa de la solidez que garantizaban los muros parece evidenciarse de forma clara en el piso de ventanas, que en las catedrales castellanas, durante el siglo XIII, no superó un desarrollo más que mediano -sobre todo en las empresas más modestas- y cuyas tracerías rara vez alcanzaron la ligereza y movimiento de algunas francesas.
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De manera muy genérica se puede decir que la pintura protogótica, en mayor o menor grado, es testigo y exponente de un profundo cambio de concepción del mundo. En las decoraciones de catedrales, iglesias, ermitas, en la de los palacios y mansiones privadas, en la de los frontales y retablos, el "terror románico" y la angustia escatológica dejan paso a una apreciación de la realidad dominada, en lo religioso, por el sentimiento, por el patetismo y por el dolor, y en lo temporal, por el orgullo de una nueva clase. El hombre ya no está subyugado por el Dominus; hasta cierto punto posee un mayor grado de libertad, incluso de libertad ante el arte; puede escoger entre ver y no ver, por su disposición no focal en el ámbito eclesiástico, aquellas imágenes que intentan acercarlo, por simpatía, al dolor del Dios hombre, que intentan hacerle aflorar su ternura, su compasión. El hombre, incluso, ya no debe mantener un diálogo o un enfrentamiento directo con el Omnipotente; cuenta con unos seres, los santos, de su misma naturaleza, que interceden por él, y son sus abogados, sus protectores. Y una parte de estos hombres, aquellos que en el mundo románico se habían parapetado detrás de la imagen justiciera de Dios, aquellos señores nobles dueños del cuerpo y de la vida de sus siervos, empiezan a estremecerse ante el empuje de otra casta social, la urbana, que les obliga a perpetuar en imágenes aquellas gestas militares, aquellos blasones que, a la vez que les otorgan gloria, dan fe del papel social que empiezan a perder. En la pintura protogótica se asiste a una casi total desaparición del concepto escatológico en el ámbito de la iconografía religiosa. Las imágenes arquetípicas del románico que lo representaban apenas ya aparecen o lo hacen con otro significado. Las visiones apocalípticas de la Maiestas Domini, el Omnipotente Dios Juez, los cuatro vivientes loadores de la gloria en que vive por los siglos y otras alusiones teofánicas, sean la Dextera Domini, el Agnus Dei o la Paloma del Espíritu Santo, apenas son figuradas y, cuando aparecen, han perdido toda su fuerza moralizante y aun coercitiva. Por el contrario, surgen nuevas tipologías iconográficas casi desconocidas hasta aquellos instantes; una de ellas es la del Trono de Gracia. El carácter de esta imagen, que tiene una de sus más bellas representaciones en el compartimento central de uno de los retablos de Vallbona de les Monges, deriva sin duda de la Maiestas Domini románica, tal como se puede comprobar en los ejemplos más antiguos que conocemos de la misma (Evangelario de Perpignan, Misal de Cambrai, etc.), pero su significado es muy otro; junto al Dios todopoderoso aparece el Dios-hombre. No hay duda de que la erosión de la imagen y de la significación de Dios como ser omnipotente, justiciero, etc., pertinente en el mundo románico, se acompañó con la progresiva importancia que fue adquiriendo el Dios-hombre, y tal como se ha dicho, incluso, el hombre próximo a Dios, es decir, el santo. En la evolución iconográfica de fines del siglo XIII y de la primera mitad del siglo XIV va desapareciendo también la consideración del hombre como deudor en sumo grado de Dios, de ser creado por Dios que no se puede rebelar contra su creador, y de ser que perdió su inicial estado de perfección y de felicidad. Esto se evidencia en la pérdida de protagonismo de los episodios del Génesis. Aunque existan muestras muy notables del mismo, como las de Urriés, los programas iconográficos se centran sobre todo en el Nuevo Testamento y de manera particular en el ciclo de la Pasión. Si la Maiestas Domini se puede considerar la imagen más característica de la pintura románica, la Crucifixión lo es de la pintura protogótica. En realidad, como hemos dicho, en toda la pintura protogótica, excepto en aquella que se muestra en extremo enraizada en el espíritu románico, el alejamiento de lo divino propio de la época anterior deja paso a una humanización, producto de un concepto más vivencial de los acontecimientos representados, no ajeno a las escenificaciones teatrales sobre tema religioso que empezarán a proliferar en aquellos instantes. No es fácil seguir los orígenes de este cambio de concepción religiosa, pero parece que no se pueden excluir como factores desencadenantes ni el declinar del mundo feudal, cuyos principios inspirarán en buena parte las relaciones de poder presentes en la pintura románica, ni tampoco la crisis que afectó a la propia evolución de la Iglesia a lo largo del siglo XIII. Para los visionarios de la época, como san Francisco de Asís, que empezaron a cuestionar la finalidad de la vida del hombre y el entendimiento de lo divino, las llagas que simbolizan la Pasión de Cristo adquirieron el carácter de vida de salvación. La cruz dejó de ser un título de Gloria para la divinidad triunfante sobre la muerte, y empezó a ser, con la sangre, con el sufrimiento y con la muerte, lazo de unión entre el pueblo que tenía que batallar con la dura vida cotidiana y la divinidad convertida en hombre. A lo largo del siglo XIII proliferarán las meditaciones sobre la vida de Cristo; las visiones del crucificado fueron motivo principal en las conversiones de beatos y santos; alrededor de la figura de Cristo se creó un sentimiento patético, del todo desconocido en el mundo románico, a través del cual el dolor se confundía con el fervor. Y eso, como hemos apuntado, no sólo se percibe en las artes de la pintura; antes al contrario, fue seguramente la literatura la que impulsó ese cambio de relación entre lo divino y lo humano. En tierras hispánicas, quizá nadie mejor que Ramón Llull, el hombre que había abandonado los placeres terrenales y la mundanidad después de las visiones atormentadas del Crucificado, para transmitir este nuevo sentimiento. En su "Plant de la Verge", siguiendo el modelo del "Planctus Mariae", del Stabat Mater, bajo la misma inspiración que muestra el "Pianto della Madonna" del franciscano Iacoponi da Todi, el doctor iluminado pone en boca de la Virgen un profundo sentimiento de dolor y de realidad que sin duda es el mismo que podemos apreciar en las crucifixiones protogóticas. A pesar de que este realismo está patente en todas ellas, su tipología no es la misma. Desde una composición eminentemente plástica, en la que la figura de Cristo se erige como eje de simetría entre san Juan y la Virgen (pórtico del antiguo Relicario de Santa Tecla de la catedral de Tarragona, retablo de Marinyans, murales de San Miguel de Foces), en ocasiones con la presencia de Longinos y Stefanos (ábside de la parroquial de Gaceo), se avanza hacia la superación de esa economía iconográfica y de este geometrismo constructor de la escena para alcanzar representaciones en las que la Crucifixión se convierte en una compleja transcripción iconográfica, influida tanto por los Misterios como por la literatura de la época (representaciones murales de la catedral de Pamplona, Peralta, San Miguel de Cardona, etc.). Con todo, el tipo de Crucifixión que revela una mayor novedad iconográfica en relación al pasado y aun a las representaciones altogóticas, es el que comúnmente se denomina Lignum Vitae. Esta iconografía, propia de las iglesias franciscanas y dominicas, en tierras catalanas, tiene dos magníficos ejemplos: el de la Capilla de los Dolores de la parroquial de L'Arboç y el de la iglesia del convento dominico de Puigcerdá. Se conoce la existencia de otras representaciones, como la del convento de frailes menores de Barcelona y la que decoraba el muro del coro de la iglesia del monasterio de Santa María de Pedralbes, obra que según el contrato que conocemos fue pintada por Arnau Bassa. Iconográficamente el "Lignum Vitae" conjuga el tema de la Crucifixión de Cristo con uno de los signos que casi todos los pueblos han asociado con el poder regenerador: el árbol. El árbol ha sido desde las culturas más primitivas una imagen cosmogónica, eje del mundo, soporte del universo, símbolo de la fecundidad inagotable, de la regeneración cíclica, de la resurrección. No es, pues, de extrañar que ese árbol fuese adoptado por el cristianismo de la salvación para unirlo a la figura de Cristo crucificado, su imagen más significativa. El tema recibió forma del pensamiento de san Buenaventura en su opúsculo ("Arbor crucis" o "Arbor vitae" o "Fasciculus myrrhae", según los diversos códices, cuya intención era encender la devoción y guiar la piedad de los fieles hacia la vida, la pasión y la glorificación de Jesucristo). De ahí pasó a la miniatura como propia ilustración del texto de san Buenaventura, a las vidrieras y a la pintura.
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En realidad, de la vida de Luis de Morales sabemos algunas cosas. En 1550 había casado con Leonor de Chaves, hermana de Hernando Becerra de Moscoso, un regidor de Badajoz; ello bastaría para situar al pintor entre la elite de la artesanía y la sociedad burguesa de la ciudad extremeña. Tuvieron dos varones, que entraron en el taller paterno, y tres hijas, una de ellas que entraría en el claustro -más por vocación que por necesidades económicas- como monja jerónima. De la vida artística de el de Badajoz sólo sabemos con certidumbre que en 1549-1550 hacía solamente diez años desde que se había instalado en la ciudad extremeña que unía Andalucía y el reino de Portugal, teniendo abierto un taller en el que ya había trabajado el oficial de Zafra, Hernando de Madrid, y colaboraba entonces Estacio de Bruselas; tendríamos que concluir que, dada la más probable fecha de su nacimiento, Morales había realizado su aprendizaje como pintor en Sevilla a lo largo de los años treinta, para mudarse a Extremadura, ya como maestro, para abrir su taller en la citada fecha. El dato de su mudanza a Badajoz se desprende de las declaraciones de diversos testigos que intervinieron en el pleito incoado por el propio pintor Estacio de Bruselas, vecino de Llerena y ahora rival de Morales, en la contratación de un retablo para la villa pacense de la Puebla de la Calzada; al final se repartiría salomónicamente la obra, las tablas figuradas para Morales y la pintura y dorado de la mazonería para Estacio. En esta documentación, sin embargo, se encuentran otros datos más interesantes -y menos citados por justificar una contrafigura- para configurar las directrices del quehacer del pintor pacense. Por una parte, se nos indica que se tenía a Morales como un artista que pintaba menos al natural que Estado; por otra, se nos concentran las obras realizadas hasta la fecha por Luis, empezando por las obras para instituciones civiles y religiosas, como sus retablos para el Hospital de San Andrés de Badajoz, el monasterio de Alconchel y las parroquias de Villanueva de Barcarrota y Villar del Rey, todos ellos trabajos locales. A ellos habría que sumar sus trabajos artesanales para la catedral de Badajoz, o de cuadros como el fechado en 1546 y tenido como procedente de la ermita de la Concepción o del citado hospital, de los que nos dan noticia otras fuentes documentales. Merece la pena detallar también los nombres y títulos de los clientes de carácter privado que había tenido hasta la fecha Morales, a tenor de las declaraciones de los testigos del pleito, para los que había ejecutado tablas representando, por ejemplo, temas como los de la Oración en el huerto o San Jerónimo: el prior de la Orden de San Juan Antonio de Zúñiga, el IV conde de Feria Pedro Suárez de Figueroa, y su tío don García de Toledo, el obispo de Plasencia Gutierre de Carvajal y Vargas, el marqués de Tarifa y I Duque de Alcalá Perafán de Ribera, y el monasterio sevillano de las Cuevas que se encontraba bajo su patronato, el conde de Oropesa, el duque de Alburquerque Alonso de la Cueva y Benavides (primo del obispo de Badajoz Francisco de Navarra), los inquisidores de Toledo y León (Cristóbal de Mesa), don Fadrique de Zúñiga, don Alonso Martínez (provisor del obispo de Navarra a la espera de su llegada a la sede pacense), el duque de Braganza y el rey de Portugal don Juan III el Piadoso. La lista impresiona para un pintor al que sólo se le ha supuesto una clientela local, casi más rural que urbana en condición social y gustos artísticos. Sin embargo, más impresiona esta relación de personalidades si la comparamos con las obras documentadas por otros medios, pinturas artesanales para la catedral o las mediocres tablas de retablos como los del Hospital de San Andrés o la casa fuerte cacereña de Higuerjuelas de Arriba (hacia 1550), vincula su arte con el practicado en Sevilla en la cuarta y quinta décadas de la centuria, con los tipos del alemán -afincado en Córdoba y Sevilla, desde 1496 hasta 1546- Alejo Fernández (culones, de grandes piernas y troncos pequeños), las composiciones apiñadas y faltas de espacio de las primeras obras del flamenco de Bruselas Pedro de Campaña (Peeter van Keempener, 1503-1587; en Sevilla entre 1537 a 1562), los fondos en los que pueden acumularse mínimas edificaciones tomadas de estampas a la manera del holandés de Zierikzee Hernando de Esturmio (Ferdinand Storm, hacia 1510-1556, llegado a Sevilla en 1537). De igual forma, su formación sevillana en la cuarta década de la centuria no habría conllevado solamente su aprendizaje como artista de la pintura -algo más joven que Luis de Vargas (1506-1567), al que pudo haber conocido tras su regreso de Italia en 1534, y algo mayor que Pedro de Villegas Marmolejo (1519-1596)- sino como persona, como practicante de una religión cristiana que habría sido matizada por sus propias inclinaciones, y las inquietudes de sus clientes y las del medio y el momento de la religiosidad hispalense que le tocara entonces vivir. La vida religiosa sevillana de este momento estaba regida por el arzobispo y cardenal don Alonso Manrique de Lara (1523-1538), declarado erasmista y representante de la corriente espiritual más avanzada de la época; de hecho, desde 1528, la canonjía magistral de la catedral se había convertido en un coto cerrado para la predicación de antiguos colegiales de la universidad complutense, en la que se sucedieron figuras como Sancho de Carranza, Pedro Alejandro, el doctor Egidio (Juan Gil) y Constantino Ponce de León. También sintomático del momento fue la creación de una lectoría de sagradas escrituras a cargo del doctor Francisco de Vargas. Todavía es posible que Morales llegara a estar presente, o al menos le llegaran noticias, del radicalismo que comenzó a desarrollarse a partir de 1540, a pesar del nuevo arzobispo don García de Loaisa y Mendoza; se inició en 1540 la predicación evangélica del caballero de Lebrija don Rodrigo de Valer y, de inmediato, la del doctor Egidio, con una personal mezcla de erasmismo, perseguido iluminismo, condenables gotas luteranas y un sospechoso énfasis en la doctrina de la justificación de la fe sola, minusvalorando la importancia de las obras y la caridad. Mal terminaría esta aventura, con todas sus ramificaciones conventuales, seculares o civiles, con los sucesivos autos de fe en torno a 1560, promovidos por el arzobispo e inquisidor general don Fernando de Valdés (1546-1568). Si no pensamos solamente en el arte del pasado como objeto de museo, sino como cultura de imágenes que poseía una función utilitaria precisa, en este caso, de mediación en las relaciones religiosas establecidas entre Dios y el hombre, hemos de concluir que tales formas estarían condicionadas por el sentido religioso de la persona o grupo que las encargara y fuera a utilizarlas para una más adecuada relación, a través de la oración y la meditación, con lo santo. Y todavía sorprenden más tales vínculos con la elite hispalense y, en general, meridional, si pensamos en la interpretación vigente de Morales y su arte, como pintor modesto y un tanto agreste, al servicio de las exigencias de una clientela provinciana, impresionable e ingenua, que buscaría sólo el expresionismo trágico, y a la que Morales complacería con su pintura local y rural, en estrecho contacto con lo popular y simple vehículo de una piedad primaria y populista.
lugar
Localidad granadina situada a 58 Km. de la capital y a unos 225 Km. de Sevilla. Asentada a 883 m. de altitud, cuenta con una población de casi seis mil habitantes. La palabra Alhama significa en árabe aguas calientes, lo que denota la importancia del agua en esta localidad, donde fluyen un río y dos manantiales. Se trata de una localidad con clara influencia árabe, aunque sus orígenes son anteriores; en las cercanías se han encontrado restos prehistóricos, en la denominada Cueva de la Mujer. También hay indicios de ocupación romana, aunque no será hasta la llegada de los árabes que se desarrollará Alhama, gracias a la edificación de baños cerca del manantial; la alberca almohade del siglo XII que se conserva en el balneario es buena muestra de ello. Su situación estratégica cerca de Granada hizo que su caída fuera decisiva para la conquista del Reino de Granada, abriéndose un periodo también floreciente, gracias al mecenazgo de los Reyes Católicos. La localidad vivió tranquilamente el paso de los siglos hasta que, en 1884, un terrible terremoto cuyo epicentro se situó cerca de la zona estuvo a punto de destruirla. En la actualidad, Alhama de Granada vive gracias al turismo que proporcionan sus balnearios.