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A la vista de todo lo anterior parece claro que, en el estado de los conocimientos, lo que sabemos del arte castreño se produce en época romana. Probablemente y con anterioridad a la conquista y subsiguiente llegada de los romanos, ya existía una producción artística en piedra, pero más en madera, que satisfacía los gustos y las necesidades de los habitantes de aquella época. Pero en lo que no hay duda es que la escultura monumental en piedra, caso de los guerreros galaicos, la decoración arquitectónica y gran parte de la orfebrería son realizaciones que sólo se pueden concebir en un mundo conquistado por Roma y que experimenta una gran transformación a partir de Augusto. En la cultura de los castros existe un arte indígena que sirve para los habitantes de los yacimientos en los que se produce y para las gentes de las respectivas comarcas de las zonas de influencia. En cambio, en las ciudades y en las villas se producirán otras manifestaciones artísticas de signo diferente, propias de ambientes distintos y para gentes diferentes. Es por ello que creo que se puede hablar de un arte provincial romano que tiene su plasmación en los núcleos urbanos y en las villae, y un arte castreño galaico que se produce y consume en los castros. Los dos artes son de época romana, pero los destinatarios son muy diferentes. Y hay aspectos muy significativos como son la mayor riqueza de los castros del convento bracarense con respecto al lucense y el hecho de que los guerreros y la decoración arquitectónica son propios de la parte meridional, mientras que las cabezas y la orfebrería están más repartidas.
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Ciertos hechos culturales que se han mencionado en el último capítulo, como el comienzo del movimiento filosófico que convirtió al-Andalus en la última reserva árabe de la filosofía aristotélica -acontecimiento fundamental en la cultura de Occidente- rebasan cronológicamente los límites de este volumen ya que son posteriores a la desaparición del califato de Córdoba en el 1031. Por tanto y al contrario de lo que se podría pensar, la caída de éste no marcó el final del movimiento de civilización engendrado por la concentración en al-Andalus y con más precisión en la megalópolis cordobesa, bajo los auspicios del califato y de sus pretensiones universalistas, de un capital científico considerable, importado en su esencia de Oriente pero desarrollado brillantemente por los andalusíes. La explosión del núcleo cordobés y la dispersión de sus sabios y de sus libros parecen, al contrario, haber favorecido el empuje intelectual andalusí al multiplicar los focos del saber y al suscitar entre los soberanos una gran emulación en el mecenazgo literario y científico. El sistema político que consagró la abolición de hecho del califato por los notables cordobeses y por su jefe Abu al-Hazm b. Yahwar, ha sido juzgado de formas muy diferentes. La responsabilidad del debilitamiento de al-Andalus frente a la creciente amenaza cristiana en el XI se atribuye con frecuencia a la fragmentación del poder que se instaura entonces. Sin entrar en el estudio del período que será el objeto del volumen siguiente, observaremos simplemente que tal visión de las cosas sería probablemente demasiado simplista, e intentaremos demostrarlo partiendo de un ejemplo concreto. Casi al mismo tiempo asistimos a la instauración de dos reinos vecinos de un lado y otro de la frontera entre musulmanes y cristianos en la zona noroccidental de la Península. Al norte, en los estrechos y pobres valles pirenaicos, la muy modesta entidad político-administrativa que constituía el núcleo del condado de Aragón se transformó en reinado cuando a la muerte de Sancho el Grande de Navarra (1035) uno de sus hijos, Ramiro, lo recibió en herencia con el título real que el gran soberano repartía generosamente entre sus hijos. Habían pasado cuatro años solamente desde que el emirato de Zaragoza se pudo empezar a considerar como verdadero Estado independiente, aunque la caída del califato no hizo más que confirmar la situación de hecho que ya se vivía allí. El tuyibí Yahya b. Mundhir, que tomó el sobrenombre de al-Muzaffar, apareció como un soberano absolutamente independiente, aunque en sus monedas sólo aparece el título y el nombre de hayib Yahya. Los sobrenombres Muizz al-Dawla y al-Mansur sólo aparecerán en las monedas con al-Mundhir II, sucesor de Yahya, que reinó desde el 1036 al 1038. A los ojos de un observador político, la comparación entre ambos soberanos y ambos reinos no hubiera sido del todo favorable al primer rey de Aragón y a su pequeño Estado, en vista de que su gran vecino musulmán de Zaragoza le superaba con mucho en riquezas económicas, en dimensión geográfica, en nivel cultural y, aparentemente, en potencia militar. Sin embargo, unos decenios más tarde sería el pequeño reino cristiano de Aragón el que destruiría al de los tuyibíes de Zaragoza. La inferioridad político-militar de la España musulmana es difícilmente explicable por una división política que afectaba igualmente a la España cristiana. La riqueza musulmana, reflejada en la abundancia relativa de las monedas de oro que suscitaba la admiración y avidez de los cristianos no fue tampoco una garantía de solidez. El califato se derrumbó, como dijimos, en el apogeo de su aparente poder y con una gran acumulación en sus arcas de oro del Sudán que los esfuerzos de los amiríes habían logrado finalmente desviar hacia la Península. A falta de un conocimiento suficiente de las realidades económico-sociales, tenemos la tentación de detenernos en causas más bien políticas e ideológicas. Los habitantes de al-Andalus no pudieron reaccionar, ni colectiva ni individualmente, de forma adecuada ante la desorganización del poder. Mientras que los reyes cristianos reinaron sin complejo en sus Estados, el grave problema de la legitimidad no permitió ni a los amiríes, ni después de ellos a los soberanos de las taifas, asentar firmemente su poder sobre un consenso práctico y teórico del cuerpo político-religioso. Fueran cuales fueran los problemas de otra índole subyacentes a estas dificultades políticas, vinculadas a los fundamentos mismos del poder en el Islam medieval, hay que colocarlos, en mi opinión, en un lugar importante dentro de la evolución de al-Andalus.
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La fecha del 476 es una mera referencia que alude a la desaparición de la institución del Imperator Populi Romani en Occidente. Esta había sufrido enormes quebrantos durante el último siglo del Imperio y, en los últimos años, había sido una designación puramente formal, cada vez con menos poder y menor control territorial. En el 429, el Imperio occidental había perdido una parte del norte de Africa y, en el 455, toda la zona del Magreb. Desde comienzos del siglo V se fueron desgajando del Imperio amplias regiones de las Galias e Hispania. Britania se había perdido definitivamente en el 442, al igual que una gran parte de Panonia. Así, los últimos emperadores habían tenido casi como único campo de actuación Italia. Su desaparición había sido pues largamente anunciada. El Imperio oriental continuó fundamentalmente porque, salvo los ataques de los hunos y ostrogodos en su parte europea, sus fronteras habían sufrido menos amenazas que las de Occidente. No obstante, esta calma se vio turbada por las constantes querellas religiosas e intrigas palaciegas, que a menudo estaban ligadas. La institución imperial siguió ejerciendo todas sus prerrogativas y, en general, tanto en Constantinopla como en Asia Menor; Egipto y Siria se mantuvieron con altos niveles de prosperidad. Teodosio II ejerció su poder durante más de 40 años (408-450). Durante su reinado se promulgó el Código Teodosiano (438) y se creó la Universidad de Constantinopla. Los conflictos religiosos fueron una constante durante su reinado: su primera mujer, Pulcheria, seguía al nestorianismo, mientras que la segunda, Eudocia, apoyaba al patriarca de Constantinopla. Teodosio por su parte se declaraba monofisita en el 447. Los siguientes emperadores incorporaron necesariamente a sus funciones la liquidación o el incremento de una u otra facción religiosa. Hasta el advenimiento de Justiniano en el 527, el emperador Marciano (450-457) destacó como excelente administrador de las finanzas del Estado. León I (457-474), apoyando al monofisismo, recrudeció las controversias religiosas. Zenón (474-491) fue un emperador mediocre, pero Anastasio (491-518) llevó a cabo una reforma fiscal que propició un florecimiento económico en Oriente. También logró sofocar la revuelta de los Isáuricos. Entonces ¿por qué sólo sucumbió la parte occidental del Imperio? Prácticamente todos los estudiosos coinciden en señalar tres causas esenciales que propiciaron la ruina del imperio occidental: las invasiones de los pueblos bárbaros, los problemas internos -la latente y enorme burocracia, el aplastante sistema fiscal y, especialmente, el régimen de patronato en los grandes dominios- y la influencia eclesiástica, que actuó más como factor de disensión interna a través de sus constantes divisiones que como elemento aglutinante. Al contrario que la religión romana tradicional, profundamente sincrética y mucho más flexible, la Iglesia Católica actuó con la misma intransigencia frente al paganismo que frente a las sectas surgidas en su seno. De estas tres causas sólo la primera supuso en Oriente un elemento menos peligroso y más fácilmente controlable, mientras que las restantes actuaron de forma muy semejante en las dos partes del Imperio. Así, al margen de otras peculiaridades de carácter secundario, el factor clave que condujo a la desaparición del Imperio en Occidente, fue el de las oleadas de pueblos invasores. No obstante, conviene analizar más detenidamente las otras dos razones señaladas y sus repercusiones en Occidente puesto que éstas, al ser la situación política más débil, actuaron de un modo más específico y determinante que en el Imperio oriental.
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La pintura protogótica, en algunas ocasiones, se ha entendido como una pintura de transición sin apenas interés plástico y muy alejada por supuesto de las exquisiteces que supondrá la secuencia italianizante. Evidentemente no es así. La belleza protogótica es muy otra que la románica y también distinta a la italogótica, tiene sus rasgos característicos que no sólo los encontramos en las obras, sino que también están apuntados por los grandes pensadores de la época, o un poco anteriores, como son Gilbert Foliot, Witelo, Santo Tomás, Ramón Llull y tantos otros. La protogótica es una pintura lineal, pero también sabe tratar la superficie y aun la corporeidad de las figuras. Así por ejemplo, a pesar de que el carácter estructural de la línea está muy presente en murales y tablas, es común que las vestimentas empiecen a ser tratadas no como una cosa pensada, exenta de cualquier relación con la realidad, sino como transcripción de una materia sujeta a una parte determinada y a unas condiciones de luz que influyen en su cromatismo delimitado zonas claras y oscuras. También el concepto de espacio sufre un importante cambio; la consideración, propia del románico, de la superficie de la pintura como una alegoría plástica de un espacio metafísico, sin coordenadas ni de tiempo ni de espacio, ajeno por completo a la dimensión humana, desaparece. El espacio, y también el tiempo, empiezan a existir; la pintura ya no sólo presenta seres que son, sino representa seres que están, y ese representar el estar y no presentar el ser de por sí ya sería suficiente para definir toda una secuencia estilística como es la protogótica.
acepcion
Mesa hecha para estar adosada a la pared, comúnmente sin cajones y con un segundo tablero inmediato al suelo.
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El crecimiento y la diversificación de la demanda de materias primas, insumos y alimentos en los mercados de las naciones más industrializadas y el descenso que habían sufrido los precios relativos de algunas manufacturas, como consecuencia de los avances tecnológicos y la creciente mecanización, aumentó la importancia del comercio internacional desde mediados del siglo XIX. De modo que América Latina incrementó las exportaciones de sus materias primas y productos alimenticios y también las importaciones de manufacturas, insumos y bienes de capital. Hasta el inicio de la Primera Guerra Mundial vemos como en el mercado mundial las exportaciones de manufacturas crecieron mucho más rápido que las exportaciones de materias primas (un 4,5 por ciento anual frente a un 3 por ciento), en un movimiento inverso al ocurrido en la segunda mitad del siglo XIX. Al contrario de lo que se suele argumentar, el aumento en las importaciones latinoamericanas de manufacturas estaría indicando la vitalidad de sus economías, ya que el volumen de las importaciones era una variable directamente dependiente de las exportaciones y del tamaño del mercado interior. La enorme diversidad de los productos primarios exportados por los países latinoamericanos llevó a Carlos Díaz Alejandro a hablar de la "lotería de mercancías", ya que el comportamiento de las mismas en los mercados internacionales era sumamente heterogéneo. Por ello, es imposible hacer generalizaciones sobre la evolución de sus precios o sobre las tendencias de su comercialización. Sin embargo, en líneas generales se puede afirmar que las economías exportadoras crecieron a un buen ritmo hasta comienzos del siglo XX, e inclusive hasta la Primera Guerra Mundial. Las crisis internacionales, como las de 1873 o la de 1890, afectaron seriamente las balanzas de pagos de los países latinoamericanos, pero tras una breve caída, el crecimiento solía continuar. Así, por ejemplo, entre 1872 y 1878 las exportaciones latinoamericanas a Gran Bretaña descendieron un 37 por ciento, el mismo porcentaje en que se contrajeron las importaciones entre 1872 y 1876. El estallido de la Primera Guerra y los ataques alemanes contra el tráfico marítimo en el Atlántico también afectaron a algunas exportaciones latinoamericanas. En Argentina, entre 1914 y 1918, las recaudaciones aduaneras se redujeron en un 30 por ciento. No ocurrió lo mismo con las exportaciones dirigidas al mercado norteamericano, sobre todo con aquellas que utilizaban la ruta del Océano Pacífico. Tras la recuperación de los años 20 se produjo la Gran Depresión, en 1929, que supondría importantes transformaciones para las economías latinoamericanas. Si en el siglo XIX la evolución de los términos de intercambio fue favorable para las materias primas, a lo largo del siglo XX el signo comenzó a cambiar, ante el deterioro más acelerado de los precios relativos de algunas materias primas y el encarecimiento de ciertas manufacturas, especialmente bienes de equipo. La mayor demanda de bienes de capital de unas economías en franco crecimiento también influyó en los movimientos relativos de los precios. El ascenso de los Estados Unidos como primera potencia mundial, que necesitaba en un grado menor que Europa a los mercados internacionales como el lugar más idóneo para colocar sus excedentes, y el hecho de que su producción primaria compitiera directamente con algunos productos latinoamericanos (carne, cereales, minerales, etc.) provocó un ascenso del proteccionismo, que sin embargo no alcanzó en esta época las elevadas cotas a las que llegaría después de la crisis de 1929. Los productos exportados por las economías latinoamericanas se pueden agrupar en tres grupos bien diferenciados: 1) productos agrícolas y ganaderos de clima templado, como los cereales (maíz, trigo), la carne ovina y vacuna, lanas y otros derivados del ganado; 2) productos agrícolas tropicales, producidos generalmente en régimen de plantación, aunque no de forma exclusiva; entre los más importantes se podrían citar el café, el azúcar, el algodón, el tabaco, el cacao, los plátanos, el caucho y el henequén y 3) metales y minerales, como la plata, el oro y las esmeraldas (en menor medida), el cobre, el estaño, el salitre o el petróleo. La opción por la explotación de un determinado producto se realizaba en función de las ventajas comparativas (tipo y fertilidad del suelo, clima, disponibilidad de mano de obra, yacimientos minerales, proximidad de los centros productores a los puertos exportadores, etc.) existentes en cada país. Es frecuente hablar de una especialización monoexportadora de las economías latinoamericanas, como ocurrió en Brasil con el café o en Cuba con el azúcar, pero en ciertos casos vemos a algunos países exportar productos de dos o tres de los grupos indicados, en proporciones variables, como ocurrió con México, Colombia o Perú.
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La política predominantemente qaysí de los gobernadores andalusíes e ifriqíes posteriores al año 720 iba a tener consecuencias importantes en el interior del Dar al-Islam a partir del año 739, fecha en la que comienzan las revueltas beréberes en el conjunto del Magreb y las guerras civiles tribales ínter-árabes en al-Andalus. Sin embargo, podríamos detenernos en el año 732 para evaluar la importancia de otro aspecto de la política considerada de inspiración qaysí: la reanudación de la expansión, que se constata en la misma época en los dos extremos oriental y occidental del mundo musulmán, en Transoxiana y en la Galia. En este último sector, las fuentes latinas, a pesar de ser muy pobres, aclaran un poco mejor que las fuentes árabes el avance musulmán de los años 721-739. Los musulmanes no sólo tuvieron éxitos: en 721, el gobernador al-Samh fue asesinado al atacar Toulouse. Esta victoria del duque Eudo de Aquitania habría incluso debilitado la dominación musulmana en el norte de la Península y favorecido el éxito de la revuelta de los asturianos y de su jefe visigodo Pelayo. Después del éxito cristiano, probablemente muy limitado pero casi mítico de Covadonga, que tienden los historiadores actuales a fijarlo en el año 722 y no en el año tradicional de 718, este jefe pudo restablecer un poder cristiano que, por otro lado, quiso actuar como un verdadero reino, liberado de toda sujeción musulmana, en la región de Oviedo. Hubo éxitos más claros un poco más tarde. Dijimos que Carcasona y Nimes fueron ocupadas hacia el año 725 y que en el mismo año se atacaron los valles del Ródano y del Saona, hasta alcanzar Autun. Vimos también que Munusa, el jefe beréber de la Cerdaña que se había aliado con el duque de Aquitania, fue eliminado hacia el 731. En el año 732, el gobernador Abd al-Rahman al-Ghafiqi lanzó un gran expedición. Ocupó el País Vasco -que mantenía una alianza con altibajos con Eudo de Aquitania- venció a este último y arrasó su región, luego se lanzó hacia el norte en dirección de las ricas iglesias y monasterios del valle del Loira. Fue entonces cuando Eudo pidió auxilio al jefe de palacio de Austrasia, Carlos Martel, que ya dominaba todo el reino franco e intentaba sin éxito imponer su autoridad sobre el ducado aquitano. En efecto, Martel logró detener a los musulmanes cerca de Poitiers, en una importante batalla que tuvo lugar el 25 de octubre de 732. La derrota sufrida por los musulmanes, en la que pereció Abd al-Rahman al-Ghafiqi, parece haber sido dura a pesar de que no terminó en desastre, ya que el ejército parece que logró finalmente retirarse sin pérdidas excesivas, aprovechando el cese de los combates a causa de la oscuridad de la noche. A lo largo de los años siguientes, las autoridades musulmanas, cuyo poder, a pesar de la derrota de Poitiers, no parece haber sido muy contestado por las poblaciones sometidas, siguieron pensando en una expansión por la Galia o al menos la consolidación de su presencia en el valle del Ródano. En el 734 ó 735, los musulmanes tuvieron contactos con el duque o patricio de Provenza Mauronte, que les entregó Aviñón: la ciudad había sido ocupada poco antes por los francos, pero la población los había expulsado tachándoles de extranjeros y parece haberse acomodado mejor a la dominación bastante ligera de los musulmanes. La voluntad de Carlos Martel de imponer su poder en toda la Galia meridional aprovechando la amenaza que suponía esta presencia musulmana para la cristiandad en Septimania y Provenza hizo inevitable una confrontación más violenta. En el 736 ó 737 los francos infligieron una severa derrota a los musulmanes y recuperaron Aviñón. Luego Carlos Martel consiguió otra victoria importante cerca de Narbona, sobre el Berre (738), aunque sin lograr recuperar el control de la ciudad. Aquí tampoco parece que los godos de Septimania y en particular, los de Narbona, renegaran del tratado (ahd) que debieron concluir con los musulmanes. Pero entonces se abrió una grave crisis interna en el Islam al final de la época omeya que sumió muy pronto al Magreb y a al-Andalus en un estado de anarquía. En 742 el gobernador de Narbona, Abd al-Rahman b. Alqama al-Lajmi, partidario de los yemeníes, abandonó la Septimania con importantes contingentes árabes para ir a luchar contra la dominación que los qaysíes habían impuesto a Córdoba; en el año 748, siguió ocupando su puesto y se rebeló abiertamente contra el emir proqaysí de Córdoba Yusuf al-Fihri; sus compañeros lo asesinaron. Este contexto de luchas civiles debió minar enormemente el Islam en Septimania y favorecer el programa carolingio. En 751, Pipino el Breve fue proclamado rey de los francos con el apoyo del papado. En la misma época, parece que la presión franca y el debilitamiento del Islam llevaron a los jefes godos que dirigían todavía las poblaciones cristianas de las ciudades de Septimania a examinar la situación bajo distinto ángulo. De hecho, en el mismo año, un conde Ansemond entregó a los francos Nimes, Agde, Maguelonne y Beziers. Narbona aguantó todavía unos años pero, finalmente, en el 759, una parte de los cristianos de la ciudad negoció con Pipino el Breve y obtuvo de él el mantenimiento de las costumbres visigodas. En este momento, las condiciones políticas en Córdoba habían cambiado totalmente, a causa de la grave crisis de los años 740-756 que se cerró con el acceso al poder del primer emir omeya, Abd al-Rahman I. En todos los frentes de su avance, el imperio musulmán se estancaba y a veces retrocedía, de forma especialmente clara en Occidente donde, entre los años 732 y 800, aproximadamente, perdió todos los territorios que ocupaba en la Galia meridional y en el norte de la Península. El fracaso de Poitiers se inscribió en un contexto general de ralentización de una conquista que parecía haber alcanzado sus límites. Los factores que impusieron estos límites pudieron ser o la resistencia de unos adversarios más sólidos, como los francos, o el agotamiento de los medios humanos. A lo largo de los mismos decenios, hacia mediados del siglo VIII, el avance musulmán en Oriente se detuvo a pesar de la victoria contra el ejército chino en la batalla del Talas en el año 751, con la ayuda de los turcos. Contra los bizantinos, los musulmanes sufrieron una derrota a manos de León III de Akroinon en 739 y, en el año 747 perdieron su flota en un gran combate naval a lo largo de las costas de Chipre. Estos acontecimientos sólo son, en realidad, la cara exterior de los graves problemas que aquejaban al Dar al-Islam en el interior.
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El hecho de que de la gestión del PSOE en el Gobierno lo que resulte más discutible sean sus aspectos políticos obliga a que tratemos de esta cuestión en primer lugar. Parece, por otro lado, obvio que se puede llegar a algunas conclusiones que podrían ser aceptadas por todos como diagnóstico del tiempo pasado, aunque se difiera en el juicio acerca del porvenir deseable. La característica principal de la etapa de gobierno socialista ha sido la estabilidad. No sólo el presidente ha sido el mismo sino que, además, la duración de las etapas ministeriales ha sido excepcionalmente larga: los ministros han durado, salvo caso excepcional, entre tres y cuatro años y las principales carteras han sido desempeñadas durante una década, hasta 1993, por tan sólo un par de personas (Boyer y Solchaga, la de Hacienda; Morán y Fernández Ordóñez, la de Exteriores). Da la sensación de que a Felipe González, como a otros presidentes, los cambios gubernamentales le han resultado incómodos y de que ha procurado mantener a quienes conocía antes de experimentar con otros ministros. En realidad, los relevos ministeriales se han producido fundamentalmente después de las consultas electorales, no han sido totales e incluso, tras la elección de 1989, apenas existieron cambios importantes. En última instancia casi podría decirse que el único relevo importante ha sido el producido en enero de 1991 con el desplazamiento de Alfonso Guerra y su sustitución por Narcís Serra en la vicepresidencia. La sensación de estabilidad sólo se rompió a partir de las elecciones de 1993 como consecuencia de los repetidos casos de corrupción, descubiertos con anterioridad pero hasta entonces no demostrados por completo. La impresión de estabilidad se refuerza porque tanto entonces como en el pasado, desde 1989, el PSOE, teniendo o no la mayoría parlamentaria, consiguió un número importante de apoyos por parte de otros grupos políticos, lo que le situaba en la práctica en el centro del espectro político. Así se demostró, por ejemplo, a la hora del único voto de censura de que fue objeto el Gobierno socialista, en la época en que Hernández Mancha dirigía la oposición conservadora. La sensación de estabilidad también es perceptible si se tiene en cuenta la desaparición radical de sobresaltos en lo que respecta a la posible intervención del Ejército en la política. Como ya se ha explicado, en realidad después del intento de golpe de Estado del 23-F cualquier posibilidad en este sentido fue remota, pero lo que importa sobre todo no es tanto el intento de intervencionismo militar en sí como la percepción ante la opinión pública. Lo cierto es que, en este terreno, la gestión de Serra como ministro fue positiva. No obstante, a partir de 1986, con el cambio en la situación internacional, las inversiones destinadas a la modernización de las fuerzas armadas españolas, previstas durante la época de gobierno de UCD, dejaron de realizarse. Esta estabilidad política permite identificar a la etapa de gobierno socialista con la consolidación de la democracia española. Esto no supone, en cambio, magnificar la calidad de la democracia que tenemos en España, la cual se ha visto perjudicada por la mayoría parlamentaria absoluta de la que ha gozado el PSOE. En realidad, lo que deja claro esta afirmación es que el partido socialista no ha sido tanto el partido del cambio sino el de la consolidación del cambio que ya había tenido lugar durante la etapa anterior de UCD. Tiene, por tanto, cierto fundamento comparar la etapa de gobierno socialista con la década moderada del siglo XIX, pero con una diferencia fundamental. Esta última, en efecto, fue una etapa de estabilidad después de un período de grandes cambios, que sentaron más claramente las bases de una nueva España. Los años de gobierno socialista han consolidado la democracia y han demostrado que con ésta era posible un crecimiento económico espectacular, pero han sido unos años comparativamente menos creativos en el aspecto institucional que los de la década moderada. Sin duda González merece ser identificado como el hombre de la consolidación de la democracia en España. Esta afirmación supone que su papel en la transición fue menor que el desempeñado por otros dirigentes políticos como Suárez y Carrillo. Hasta el momento en que llegó al poder, González había actuado en ocasiones con imprudencia: el tono empleado en la campaña electoral resultó un tanto demagógico (por ejemplo, en lo que respecta a la OTAN) cuando en realidad ni siquiera le resultaba necesario para acceder al poder. Sin embargo, tuvo tras de sí dos activos importantísimos. En primer lugar González había sido capaz de identificarse con un segmento importante de la sociedad española vagamente antifranquista, capacitada y ansiosa de acentuar la discontinuidad con el pasado. Esto, sumado a la izquierda tradicional y a la descomposición del adversario, le permitió acceder al poder. Pero, además, en el bagaje de González había también una vertiente poco frecuente en la política contemporánea española: el de un dirigente que, como sucedió en 1979, estaba dispuesto a abandonar la política cuando su propio partido siguiese un rumbo con el que estuviese en desacuerdo. Aunque haya sido mucho menos habitual aceptar este rasgo suyo durante la etapa en que ha ejercido el gobierno, parece que, en contraste con la longitud de su mandato, ha tenido la tentación de abandonar el poder en más de una ocasión y quizá lo hubiera hecho de no ser por lo mucho que representaba para su partido. Esta es, en efecto, otra constatación importante. Con González el PSOE ha conseguido un líder, quizá irrepetible, con mucho mayor apoyo social que el del partido que preside. Buen orador parlamentario, dotado de una evidente capacidad pedagógica, aunque a veces un tanto pedestre, y moderado en el fondo y en la forma, antes de caer en los vicios del uso prolongado del poder, ha sido un líder de la izquierda española que admite comparación en su ventaja con personalidades de la talla de un Aristóteles o un Prieto. Sin embargo, la consolidación de la democracia que se ha producido en su Presidencia la ha mantenido en un nivel de calidad discutible. Uno de los aspectos menos positivos de la gestión del PSOE en el poder ha sido el cambio que produjo en el funcionamiento del sistema político. En realidad, este cambio no dependió de la ideología propia de los socialistas sino que fue una consecuencia más bien de su abrumadora mayoría parlamentaria. El caso es que de acuerdo con la Constitución española no sólo determinadas leyes (las denominadas orgánicas) requieren un determinado número de votos excepcional para su aprobación, sino que existen determinadas instituciones (Defensor del Pueblo, Tribunal Constitucional, Consejo del Poder Judicial, Consejo de RTVE, Consejo de Universidades...) que también imponen un consenso político, aparte de otras, como la Fiscalía General del Estado, que por sus propias características también debieran evitar la significación partidista. La realidad del predominio abrumador en el Parlamento de los socialistas hizo, sin embargo, que esas instituciones cambiaran en su funcionamiento e incluso esa realidad pesó sobre aquellas que no debían haber sido afectadas por esos requisitos. A esa situación se sumó, además, a partir de un determinado momento, ya en los noventa, la aparición de una crisis en el funcionamiento de la democracia semejante a la producida en otras latitudes. Esta crisis afecta a la confianza de los ciudadanos, respecto a los partidos políticos, a la financiación de los mismos y a la adecuación de las leyes electorales para responder a las necesidades de la representación ciudadana. Esta situación no quiere decir que el nivel de nuestra democracia sea muy mejorable y que algunos de sus peores vicios son de adquisición reciente y consecuencia directa de la labor de quienes han ejercido el poder en los últimos tiempos. Una de las instituciones afectadas por el panorama descrito es la parlamentaria. Durante una década el centro de gravedad de la vida política no ha estado en el Parlamento. En realidad, una parte de la culpa reside en que se ha producido en todas las latitudes un cambio en la significación del Parlamento, que ya no es el legislativo clásico. En la época de UCD sólo surgía el 10% de las leyes del Parlamento y, en el comienzo de la etapa socialista, menos del 4%, aunque se recuperara a continuación algo el porcentaje. Lo más importante, sin embargo, no es eso sino el hecho de que el Parlamento perdió en gran medida su función de control y no acabó de encontrar su papel exacto entre los poderes políticos. La falta de flexibilidad del reglamento apenas permitía ese sometimiento del Gobierno a una tarea inspectora y hubo, además, una radical alergia a las comisiones de investigación o de encuesta acerca de aquellas cuestiones de las que la oposición pudiera obtener alguna ventaja política. En cuanto al Senado, pieza de imprecisa definición constitucional, se ha convertido en una Cámara inútil, sin que los esfuerzos de su presidencia por dotarla de utilidad modificando el reglamento hayan servido de nada. Otro de los poderes del Estado, el judicial, también ha padecido en tiempos de la mayoría parlamentaria socialista. En julio de 1985 se produjo una modificación en la composición del Consejo del Poder Judicial, en el sentido de que sus miembros fueron elegidos por el Parlamento. Tal disposición no impide una relativa autonomía, muy superior, por ejemplo, a la que existe en Francia, pero de hecho convierte por vía indirecta a la institución en un ente sometido al partidismo predominante. Como, por otro lado, la composición del Consejo afecta también al Tribunal Constitucional, este partidismo se trasladó en círculos concéntricos al ápice de la judicatura. La fiscalía general del Estado fue utilizada con un radical criterio partidista, incluyendo el nombramiento para el cargo de una persona que no reunía las condiciones legales. Sólo en los últimos tiempos de gobierno socialista se produjo una rectificación de la situación. Hay otros aspectos de la gestión socialista que resultan mucho más dignos de matización. Es cierto que la criminalidad aumentó de una forma que se puede considerar grave y que en la primera etapa de la gestión socialista hubo una benevolencia excesiva que tuvo como consecuencia que una porción considerable de la población reclusa abandonara las cárceles. Sin embargo, en el activo de la gestión del PSOE hay que señalar la aprobación de una nueva ley de planta judicial en 1988, cuyo resultado ha sido la renovación del 40% de los miembros de la carrera. Sin embargo, la Justicia española sigue teniendo graves problemas por la larga duración de los procesos. En determinadas materias, como lo contencioso administrativo y el derecho fiscal, el ciudadano se suele encontrar a merced de una Administración omnipotente. Esa omnipresencia del Estado se sigue apreciando también en muchos otros terrenos como, por ejemplo, los medios de comunicación, no sólo porque la Ley se lo atribuye sino porque la práctica se lo multiplica; ni siquiera la aparición de las televisiones privadas puede ser tomada como excepción. En general el partido socialista tuvo a menudo el grave inconveniente de juzgar en la práctica que un poder que se atribuía la condición de progresista considerase por ese mismo hecho que su actuación, aunque discrecional, era necesariamente positiva. Esta frase, que es válida para la televisión pública lo es también para un fallido proyecto de seguridad ciudadana, identificado con el ministro Corcuera y finalmente declarado inconstitucional en no pocos aspectos en 1993. La política antiterrorista se benefició, sin duda, de una mayor colaboración con Francia, que, sin embargo, no se convirtió en una realidad consolidada sino a finales de 1984. Se debe atribuir a la propia autodestrucción de los movimientos terroristas un papel tan importante como el de aquélla en la relativa pero perceptible disminución de los atentados etarras. En cambio, el GAL no solo manchó gravemente al Estado con sospechas de utilización de procedimientos espurios, sino que poca efectividad práctica se le puede atribuir para la liquidación de esta lacra social y política. Lo más grave de él ha sido, no obstante, que ha tenido como consecuencia que en una parte de las jóvenes generaciones vascas anidara el juicio de que nada había cambiado desde el régimen franquista a la democracia. El caso GAL con el transcurso del tiempo se ha convertido en un problema político gravísimo para la democracia española. En lo que respecta a las comunidades autónomas, como en tantos otros aspectos, el PSOE fue un heredero de la tarea de gobierno iniciada en otro tiempo. Eso significa que ha proseguido la labor descentralizadora en muchos terrenos: en los años noventa, el 25% del presupuesto de las administraciones públicas estaba ya en las manos de las comunidades autónomas. Sin embargo, el hecho es que sigue sin estar desarrollado de manera completa el título VIII de la Constitución y que tampoco el acuerdo de los partidos (pacto de 1992 entre PP y PSOE, por ejemplo) parece llegar a perfilarlo de forma definitiva. Eso contribuye a explicar que de forma periódica aparezcan polémicas ásperas o absurdas por reivindicaciones concretas o genéricas, como la autodeterminación, que parecen cuestionar la esencia de la convivencia en un mismo Estado y que exasperando tampoco resuelven nada. Examinados los cambios que, en la práctica del sistema político español se han ido produciendo durante la larga etapa de gobierno socialista, debemos tratar a continuación las modificaciones que han ido ocurriendo en la opinión pública. Llama la atención la duración del idilio entre los españoles y sus gobernantes durante tanto tiempo en un momento en que, además, las circunstancias tenían poco de propicio por la crisis económica. En parte se explica por el cambio decisivo producido en octubre de 1982 y por las deficiencias de la oposición, pero un factor de no menor importancia hay que encontrarlo en lo que se podría denominar como la mística del cambio, un caso de arrobamiento generalizado que, visto con la perspectiva del tiempo transcurrido, puede resultar incluso ridículo pero que llegó a configurar el tono vital de España durante muchos años. Durante ellos la puntuación de Felipe González a los ojos de los españoles no sólo era muy superior a lo habitual entre los dirigentes europeos. El deterioro inevitable de un Gobierno en el ejercicio del poder no se apreciaba sino en el incremento del no sabe, no contesta en las encuestas o en el aumento de la abstención. La oposición de derechas permaneció clavada en su intención de voto durante bastante tiempo. Durante toda la década de los ochenta no hubo otra novedad que la parcial recuperación de la popularidad de Suárez en 1985 y 1986, fenómeno que acabó por demostrarse efímero. No hubo, por tanto, un vuelco electoral aunque se deteriorara el apoyo del PSOE. En 1986 obtuvo 184 escaños y, por tanto, otra mayoría absoluta frente a los 105 del PP. Ni siquiera la renovación del liderazgo en la derecha y la izquierda a través de Anguita y Aznar produjo un cambio significativo, pues en las elecciones de 1989 de nuevo el PSOE logró una escueta mayoría, mientras que el PP se quedaba en 106. Todavía la renovó en 1993 y en 1996, cuando finalmente el PSOE fue derrotado, el margen de victoria del PP se redujo a 300.000 votos. Con el transcurso del tiempo el sistema de partidos en España ha ido evolucionando hacia un pluripartidismo limitado y no tan polarizado. En esencia se ha mantenido la fórmula surgida en las elecciones de 1977, sólo que en la derecha y el centro ha habido un desplazamiento significativo del centro de gravedad en beneficio de la primera hasta hacer desaparecer, aunque nunca de manera absoluta hasta el final, al segundo. Una parte de las razones que explican el largo período de gobierno del PSOE reside en los errores de la oposición, principalmente la de centro y derecha. Muy a menudo el tono empleado por ella, durante la primera etapa, fue de descalificación global y absoluta, con repetido recurso al Tribunal Constitucional y una frecuente desautorización del giro del PSOE hacia la moderación que resultaba paradójico, porque en el fondo le conducía a posturas bastante más cercanas a la posición de centro. De esta manera puede decirse que la oposición actuó siguiendo el mal ejemplo de los años de oposición del PSOE, ahora peor interpretado porque éste estaba reconvirtiendo sus posturas. Hubo, además, un problema de articulación y de liderazgo. En 1982 el centroderecha acudió a las elecciones en una coalición que vivió siempre llena de tensiones y acabaría por deshacerse con estrépito en 1986. En gran medida esta situación se debió al hecho de que la presidiera Fraga, cuyo mérito histórico, visto con la perspectiva del tiempo transcurrido, fue sin duda atraer hacia la democracia a la derecha española, pero que sufría el rechazo de una porción muy considerable de la opinión, incluso aquella que nada tenía que ver con el PSOE. Eso explica que, tras la crisis de la coalición AP-PDP, surgieran muy diversas iniciativas, ninguna de las cuales llegó a fructificar, pero sin que al mismo tiempo la derecha pudiera por sí misma neutralizarlas. El fracaso más espectacular fue el de la operación reformista encabezada por Miguel Roca en 1986, con una relación harto ambigua con el catalanismo. También la recuperación del CDS y de Suárez fue tan sólo circunstancial pues muy pronto el partido y su dirigente se vieron envueltos en las incertidumbres estratégicas características de ambos. La eclosión de un número abundante de pequeños partidos regionales no tuvo otro motivo, en la segunda mitad de la década de los ochenta, que esa misma incapacidad para que lograra la victoria el primer partido de la oposición. Ni siquiera la conversión de AP en Partido Popular (PP), con posterioridad al abandono del liderazgo de Fraga, tuvo mejor éxito inicial pues el liderazgo juvenil de Hernández Mancha se demostró incoherente y contradictorio. En realidad, la aparición de una alternativa de centro-derecha fue bastante tardía, ya en la década de los noventa, y dependió del deterioro del partido socialista. Aun así perduró un grave problema de articulación del centro-derecha en Cataluña y el País Vasco con los partidos nacionalistas. En 1977 y 1979 UCD estaba por encima de CIU en Cataluña en votos, pero ha pasado mucho tiempo desde ese momento y todo hace pensar que a esa situación no se va a volver en un período de tiempo previsible. En la izquierda, lo cierto es que la oposición sindical ha sido muy a menudo mucho más peligrosa para el Gobierno que el partido político hegemónico en ella. En este sentido puede establecerse un paralelismo con el papel que le ha correspondido, a la prensa en el seno de la oposición de centro-derecha. Idéntico paralelismo es posible desde el punto de vista del liderazgo. También en este caso hubo un relevo fallido de Carrillo en la persona de Gerardo Iglesias sin que deba interpretarse su carácter efímero, igual que el de Hernández Mancha en la derecha, como un testimonio de su escasa valía, sino del peso abrumador de la opinión favorable a González y de la incertidumbre estratégica de la propia coalición. En realidad, la emergencia política de Izquierda Unida y de Anguita hay que ponerla en relación con el desmoronamiento del PSOE, ya en la década de los noventa. La mala relación con el sindicato UGT es también indicio de ese fenómeno. Ya desde 1987 el abandono de sus escaños por parte de Nicolás Redondo y otros dirigentes de UGT, elegidos en las listas del PSOE, testimonió una discrepancia de criterio sustancial con respecto a la política económica que se había ido agravando con el transcurso del tiempo. En diciembre de 1988 un plan de empleo juvenil auspiciado por el Gobierno provocó una huelga general que obtuvo un rotundo éxito pero que testimonió, al mismo tiempo, la impotencia sindical para aprovecharla y la falta de salidas políticas, pues el Gobierno volvió a ganar las elecciones siguientes. El divorcio entre sindicato y partido no dejó de acentuarse con el paso del tiempo, rompiendo con ello toda una tradición que se remonta a los orígenes mismos del PSOE. Sin embargo, puede decirse que en el seno de éste no se ha producido de ningún modo aquello que sucedió en los años treinta y que tan decisivo fue en el trágico destino final de la Segunda República. En realidad no han existido dos líneas ideológicas contradictorias y enfrentadas en el seno del PSOE, aunque sí dos talantes que, si bien resultaron complementarios durante mucho tiempo, acabaron por ser contradictorios. El talante representado por Alfonso Guerra, más que a la tradición socialista se asemeja al desgarro de los republicanos de comienzos de siglo, aunque su práctica resulte en perjuicio más de la izquierda comunista que de la derecha. El propio González y sus ministros económicos tienen muy poco que ver con el marxismo pero tampoco con el liberalismo, aunque hayan introducido algunas reformas importantes que en otras latitudes han sido realizadas por el centro o la derecha. Esos dos talantes convivieron hasta que el deterioro de la situación económica y la crisis provocada por los escándalos de corrupción dio la sensación de hacerlos incompatibles. Parece evidente que ha planeado sobre el socialismo el recuerdo de lo sucedido a UCD y ello ha podido evitar la ruptura. Todos los partidos españoles han tenido una financiación ilegal, pero el problema del PSOE consiste en hasta qué punto la ha organizado, en el hecho de que ha venido acompañada de clientelismo generalizado y que ha coincidido con otros escándalos económicos gravísimos. Como, además, a partir de comienzos de los noventa con la crisis económica, convertida en grave a partir de 1992, al final, de un modo un tanto súbito, ha tenido lugar el declinar de los socialistas ante la opinión. En marzo de 1993 la ventaja del PSOE sobre el PP se había convertido en casi imperceptible lo que, sumado a la creciente discordia interna de los socialistas, explica la disolución del Parlamento. Durante toda la campaña el PP pareció ir por delante de su principal contrincante pero los resultados del escrutinio resultaron una sorpresa porque venció el PSOE con una mayoría corta pero suficiente como para ejercer el poder con la colaboración parlamentaria de otras fuerzas: a los 159 escaños socialistas les correspondieron 141 del Partido Popular. Como Suárez en 1979, González venció en 1993 en el último instante, haciendo una patética invocación al electorado y con la promesa de una rectificación que parecía posible por la introducción en las listas socialistas de algunos candidatos prestigiosos. Pero los acontecimientos posteriores demostraron que la acumulación de errores y escándalos de la época anterior obligaba a un relevo político. El período 1993-1996 se caracterizó por una profunda inestabilidad, de tal manera que el apoyo de los catalanistas al Gobierno se fue deteriorando hasta desaparecer. A nadie excepto al partido socialista cabe atribuirle la culpa, pues cada acusación de corrupción parecía la más grave imaginable hasta que lo desmentía la siguiente. Si los primeros casos se referían a pequeño clientelismo político (Juan Guerra), a la financiación partidista (Filesa) o la utilización de la guerra sucia contra ETA, a ellos se sumó la acusación contra el gobernador del Banco de España, el director de la Guardia Civil y el jefe de los servicios secretos. De ello obtuvo ventaja la derecha, en la que desde el momento en que logró el liderazgo Aznar no ha habido disputas internas. La victoria electoral del PP en 1996, aun por muy pocos votos, tuvo un rasgo común con la del PSOE en 1982: todos los observadores la consideraban inevitable.