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Conquista de Malinalco, Matalcinco y otros pueblos A los dos días del desastre vinieron al campamento de Cortés los de Coahunauac, que hacía ya muchos días que eran sus amigos, a decirle que los de Malinalco y Cuixco les hacían la guerra, y les destruían los panes y frutas, y le amenazaban a él para después que los hubiesen a ellos vencido; por tanto, que les diese alguna ayuda de españoles. Cortés, aunque tenía más necesidad de ser socorrido que de socorrer, les prometió españoles, tanto por no perder crédito, cuando por la instancia con que los pedían; lo cual contradijeron algunos españoles, a quienes no les parecía bien sacar gente del ejército. Les dio ochenta peones españoles y diez de a caballo, y por capitán a Andrés de Tapia, a quien encargó mucho la guerra y la brevedad. Le dio diez días de plazo para ir y venir. Andrés de Tapia fue allá, se juntó con los de Coahunauac, halló los enemigos en una aldea cerca de Malinalco, peleó con ellos en campo raso, los desbarató y los siguió hasta la ciudad, que es un pueblo grande, abundante de agua, y asentado en un cerro muy alto, donde los caballos no podían subir. Taló lo llano, y se volvió. Hizo tanto fruto esta salida, que liberó a los amigos y atemorizó a los enemigos, que habían tomado alas pensando que iban muy de caída los españoles. Al segundo día que Andrés de Tapia llegó a Coahunauac, vinieron dieciséis mensajeros de lengua otomitlh, quejándose de los señores de la provincia de Matalcinco, sus vecinos, que les hacían cruda guerra y que les habían destruido la tierra, quemado un lugar y llevado a la gente; y que venían hacia México con el propósito de pelear con los españoles, para que saliesen entonces los de la ciudad y los matasen o echasen del cerco; y que preparase pronto el remedio, porque no estaba de allí más que a doce leguas, y eran muchos. Cortés creyó ser así, porque días atrás, cuando andaban peleando, le amenazaban los mexicanos con Matalcinco. Envía allá a Gonzalo de Sandoval con dieciocho caballos y cien peones, y con muchos de aquella serranía que estaban hacía días en el cerco. Tanto hizo Cortés esto por no mostrar flaqueza a los amigos y enemigos, como por socorrer a aquéllos; que bien sabía en cuánto peligro andaban los que iban y los que quedaban, y que se quejaban los suyos. Sandoval partió, durmió dos noches en tierra de Otomitlh, que estaba destruida; llegó después a un río que pasaban los enemigos, los cuales llevaban gran prisa de un lugar que acababan de quemar; y como vieron españoles y hombres a caballo, huyeron, dejando buena parte del despojo. Pasaron otro río y se detuvieron en un llano. Sandoval los siguió. Halló en el camino fardos de ropa, cargas de centli y niños asados. Arremetió a los enemigos con los caballos. Llegaron luego los de a pie, y con ellos los desbarató. Huyeron. Los siguió hasta encerrarlos en Matalcinco, que estaba a tres leguas. Murieron en el alcance dos mil. La ciudad se puso en defensa para que entretanto se fuesen las mujeres y los muchachos y llevasen la ropa a un cerro muy alto, donde había una especie de fortaleza. Acabaron en esto de llegar nuestros amigos, que serían hasta setenta mil. Entraron dentro, echaron fuera a los vecinos, saquearon el pueblo y luego lo quemaron, y en esto se pasó la noche. Los vencidos se refugiaron en el cerro que digo. Tuvieron grandes llantos y alaridos y un estruendo increíble de atabales y bocinas hasta medianoche, pues después todos se fueron de allí. Sandoval sacó todo su ejército luego, por la mañana. Fue al cerro, y no halló a nadie ni rastro de los enemigos. Dio sobre un lugar que estaba de guerra; mas el señor dejó las armas, abrió las puertas, se entregó, y prometió atraer a la paz a los de Matalcinco, Malinalco y Cuixco. Y lo cumplió, porque luego les habló y los llevó a Cortés. Él los perdonó, y ellos le sirvieron muy bien en el cerco, lo cual sintió mucho el rey Cuahutimoccín.
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Conjuntos murales como el del Palacio Real Mayor y el del Palacio Aguilar (en la actualidad Museo Picasso) de Barcelona, nos señalan cómo los pintores se volvieron juglares al plasmar, en los muros de estancias de reyes y señores, las gestas de unos y otros, como lo fue la conquista de Mallorca a los sarracenos. De la decoración del Palacio Aguilar se conserva en buen estado la escena de la reunión de las Cortes en las que se tomó la decisión de reconquistar la isla de Mallorca; parte de los episodios del desembarco de las tropas; un combate entre las infanterías cristiana y musulmana; y el asalto a la capital y el campamento del Rey, fragmento que aquí podemos observar, en el que el rey se nos muestra en la tienda real, acompañado por sus consejeros -Berenguer de Palol, obispo de Barcelona, Nunyo Sanç, conde del Rosellón, Cruilles y Centcelles- identificados todos por sus respectivos emblemas.
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INTRODUCCIÓN Si los hubiera habido, los diarios españoles de finales del siglo XV y comienzos del XVI habrían ocupado la mayor parte de sus páginas en relatar a sus lectores las aventuras y hazañas de sus compatriotas. Diversos frentes constituirían las distintas secciones: el asedio de Granada y la posterior capitulación; las negociaciones de la Corona con Colón, la partida de éste y las maravillas que a su vuelta comunicó; las negociaciones con Portugal para la delimitación de las áreas de exploración; el viaje de Carlos I a la Península Ibérica para hacerse cargo del trono; la muerte del Cardenal Cisneros; la insurrección de las Comunidades de Castilla, y un largo etcétera de noticias que eran, al mismo tiempo, nacionales e internacionales. Al igual que en el futuro Imperio, en los intereses de nuestros abuelos tampoco se ponía el sol. Pero los periódicos son de otra época, y el historiador debe echar mano de otras fuentes para reconstruir las historias del siglo XVI. Por fortuna para nosotros, el espíritu curioso del Renacimiento fomentó la redacción de notas, relatos, noticias y comunicados y generó una intensa correspondencia entre las personas más interesadas en el mundo en el que vivían. La gente quería saber qué pasaba por ahí, antes de decidirse a marchar a las Indias, o por simple afán de conocimiento. Este prurito se manifiesta en el aumento de las ediciones de libros durante la centuria, en el éxito de los libros de viajes, y en el auge de los historiadores. Se comenzó a producir la sustitución de un mundo imaginario, pleno de aventuras fantásticas, por otro mundo real aunque ignoto, en el que las hazañas de los caballeros no desmerecían en absoluto de las novelas de paladines. Además, tenían el atractivo de ser hechos auténticos, acometidos por hombres de la propia tierra, incluso algunos vecinos del pueblo. Precisamente, tenemos en nuestras manos el texto de uno de estos perpetuadores de la memoria de hechos y gentes. Para la vida de la fama era muy importante la existencia de quienes dejaban testimonio de cuantos pasaban por el mundo. El propio autor, en la dedicatoria de la Conquista de México a Martín Cortés, señala: "La historia dura mucho más que la hacienda, pues nunca le faltan amigos que la renueven, ni la impiden las guerras; y cuanto más se añejan, más se aprecia. Se acabaron los reinos y linajes de Nino, Darío y Ciro, que comenzaron los imperios de asirios, medos y persas: mas duran sus nombres y fama en las historias" (p. 11). La intención del autor queda aquí de manifiesto. Va hablar de hazañas que, para él, tienen un protagonista: Hernán Cortés. Su afecto por el hombre queda patente en su obra, sin perjudicar su conciencia de historiador. Veamos ahora cómo se gestó este libro y quién fue el que empuñó la pluma para perpetuar lo hecho por la Espada. El autor Hay controversia sobre la vida de Francisco López de Gómara. Parece ser que nació el 2 de febrero de 1511 en la villa soriana de Gómara y que cuando tenía veinte años se encontraba en Roma. En el ínterin estudiaría Humanidades en Alcalá de Henares, donde luego ocupó la cátedra de retórica, y se ordenó sacerdote. Estos aconteceres de su vida son discutidos por algunos biógrafos. Sabemos que durante su estancia en Italia se relacionó con importantes intelectuales renacentistas y que en 1540 se encontraba en Venecia, acompañando al embajador de Castilla, Diego Hurtado de Mendoza. La siguiente noticia que tenemos de él lo sitúa en Argel, formando parte de la expedición que Carlos I envió para conquistar la plaza. Allí debió conocer a Hernán Cortés, entrando a su servicio al regreso a España, como capellán. En el transcurso de esa relación debió concebirse la Historia de la Conquista de México. Cortés conocería la faceta historiadora de su confesor, patente en el relato que estaba escribiendo sobre los sucesos vividos en el norte de África, y la aprovechó para dejar constancia de su propia gesta. A ello ayudaría la admiración que el clérigo sentía por su patrón y que, como señala Ramón Iglesia1, Gómara: "... como buen renacentista, sentía grandes ansias de inmortalidad. Era para él esencial que los hechos de los hombres, en el campo de las armas y en el de las letras, no cayeran en el olvido. " En 1545 se encontraba en Valladolid, dedicando al marqués de Astorga la Crónica de los Barbarrojas. Sabemos que estuvo con Cortés hasta la muerte de éste, acaecida en 1547, y después se vuelve a perder su pista, hasta el punto de que sólo muy recientemente se ha determinado la fecha de su fallecimiento, acaecido en Gómara el 2 de diciembre de 15592. De esta relación personal entre el conquistador y el escritor nacería la admiración de Gómara hacia Cortés, lo que le llevó a destacar el papel de su patrón en la conquista de México, y que dolió a otros protagonistas como Bernal Díaz del Castillo, motivando la redacción de su Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España. Esta devoción por Cortés pudo ser una de las causas que hicieran caer la obra de Gómara en desgracia, hasta el punto de que se prohibió su edición, como veremos más adelante. Es cierto que Gómara destaca la figura de Hernán Cortés, pero tampoco vacila en criticarlo cuando la ocasión lo demanda. El protagonismo está justificado por el carácter biográfico de la obra y por su posible condición de encargo. Se ha conservado el testimonio del pago, hecho por Martín Cortés, hijo del conquistador y destinatario del libro: "Pedro de Ahumada procurador de mi estado, o quien tubiere cargo de mi estado y hazienda, dad y pagad a Francisco López de Gómara o a quien su poder obiere quinientos ducados de a trezientos y setenta y cinco maravedís cada ducado los quales le libro y mando pagar porque hizo la cronica de la conquista de México y desa Nueva Spaña que el Marqués mi señor que sea en gloria conquistó... Fecha en Madrid a quatro de março de mille quinientos çinquenta y tress años."3 Cabe la posibilidad de que este pago refleje el agradecimiento del segundo marqués del Valle porque Gómara le dedicó el libro, en el que relataba las hazañas de su padre y criticaba el trato que había recibido, pero puede tratarse de la prueba de que la obra no fue escrita por puro amor al arte. En el segundo caso, contribuye a justificar la ya de por sí acusada tendencia de Gómara a tener "héroes".
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También decoró Borgoña la Capilla Mozárabe con un ciclo de frescos de carácter histórico y narrativo referentes a la Conquista de Orán por Cisneros. En este caso, la descripción objetiva de los hechos adquiere un valor providencialista de la figura del Cardenal en relación con la defensa de la Fe y la restauración del rito mozárabe, elevados ambos a la categoría de mito cristiano. Con independencia de su adaptación a los contenidos ideológicos del programa, la pintura de Borgoña constituye un importante avance en el proceso de asimilación del Renacimiento, llegando a influir decisivamente en los ambientes artísticos contemporáneos a través de la obra de sus discípulos más cualificados como Francisco de Comontes, Juan de Villoldo y, sobre todo, Juan Correa de Vivar.
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Conquista de Tochtepec y Coazacoalco, que hizo Gonzalo de Sandoval Al tiempo que México se rebeló y arrojó fuera a los españoles, se rebelaron también todos los pueblos de su bando, y mataron a los españoles que andaban por la tierra descubriendo minas y otros secretos. Mas la guerra de México no había dado lugar al castigo; y como los más culpables eran Huatuxco, Tochtepec y otros lugares de la costa, envió allá desde Culuacan, a fin de octubre del año 21, a Gonzalo de Sandoval con doscientos españoles a pie, con treinta y cinco de a caballo y con un razonable ejército de amigos, en el que iban algunos señores mexicanos. Al llegar a Huatuxco se le rindió toda aquella tierra. Pobló en Tochtepec, que está de México a ciento veinte leguas, y le llamó Medellín por mandato de Cortés y en su honor, que así se llama donde nació. De Tochtepec fue después Sandoval a poblar en Coazacoalco, pensando que los de aquel reino estaban amigos de Cortés, como lo habían prometido a Diego de Ordás cuando fue allá en vida de Moctezuma. No halló en ellos buena acogida, ni aun voluntad de su amistad. Les dijo que los iba a visitar de parte de Cortés, y a saber si necesitaban algo. Ellos le respondieron que no tenían necesidad de su gente ni amistad; que se volviese con Dios. Él les pidió la palabra, y les rogó con la paz y religión cristiana mas no la quisieron; antes bien se armaron, amenazándole con la muerte. Sandoval no hubiese querido guerra; pero como no podía hacer otra cosa, asaltó de noche un lugar, donde prendió a una señora que fue parte para que llegasen los nuestros al río sin contienda, y se apoderasen de Coazacoalco y sus riberas. A cuatro leguas del mar pobló la villa del Espíritu Santo, pues no se halló antes buen sitio. Atrajo a su amistad a Quechollan, Ciuatlan, Quezaltepec, Tabasco, que luego se rebelaron, y otros muchos pueblos, que se encomendaron a los pobladores del Espíritu Santo por cédula de Cortés. En este mismo tiempo se conquistó Huaxacac con mucha parte de la provincia de Mixtecapan, porque daban guerra a los de Tepeacac y a sus aliados. Hubo tres encuentros, en los que murió mucha gente antes que se entregasen y consintiesen a los nuestros poblar en su tierra. Conquista de Tututepec Deseaba Cortés tener tierra y puertos en el mar del Sur para descubrir por allí la costa de la Nueva España, y algunas islas ricas de oro, piedras, perlas, especias, y otras cosas y secretos admirables, y hasta traer por allí la especiería de las Molucas con menos trabajo peligro; y como tenía noticia de aquel mar desde el tiempo de Moctezuma, y entonces se le ofrecían a ello los de Michuacan, envió allí cuatro españoles por dos caminos con buenos guías; los cuales fueron a Tecoantepec, Zacatollan y otros pueblos. Tomaron posesión de aquel mar y tierra, poniendo cruces. Dijeron a los naturales su embajada; pidieron oro, perlas y hombres para la vuelta y para mostrar a su capitán, y se volvieron a México. Cortés trató muy bien a aquellos indios; les dio algunas cosas, y muchos saludos y ofrecimientos para su rey, con lo que se fueron alegres. Envió luego el señor de Tecoantepec un presente de oro, algodón, pluma y armas, ofreciendo su persona y estado al Emperador; y no mucho después pidió españoles y caballos contra los de Tututepec, que le hacían la guerra por haberse entregado a los cristianos, mostrándoles el mar. Cortés le envió a Pedro de Albarado el año 22, y no 23, con doscientos españoles, cuarenta de a caballo y dos tirillos de campo. Albarado fue por Huaxacac, que ya estaba pacífica; tardó un mes en llegar a Tututepec; halló en algunos pueblos resistencia, mas no perseverancia. Le recibió bien el señor de aquella provincia, y quiso aposentarlo dentro de Tututepec, que es una gran ciudad, en unas casas suyas, muy buenas, aunque cubiertas de paja, con el pensamiento de quemar a los españoles aquella noche; mas Albarado, que lo sospechó o le avisaron, no quiso quedarse allí, diciendo que no era bueno para sus caballos, y se aposentó en la parte baja de la ciudad, y detuvo al señor y a un hijo suyo; los cuales se rescataron en veinticinco mil castellanos de oro; pues la tierra es rica en minas y ferias y en algunas perlas. Pobló Albarado en Tututepec; la llamó Segura. Pasó allí los vecinos de la otra Segura de la Frontera, que ya no tenían enemigos, y les encomendó las provincias de Coaztlauac, Tachquiauco y otras, con cédulas de Cortés. Vino Albarado a negociar cosas del nuevo pueblo con Cortés; y los vecinos en su ausencia dejaron el lugar, por las pasiones que, había, y se metieron en Huaxacac; por lo cual envió Cortés allí a Diego de Ocampo, su alcalde mayor, como pesquisidor, que condenó a uno a muerte; mas Cortés se la mudó en destierro, en grado de apelación. Murió en esto el señor de Tututepec, tras cuya muerte se rebelaron algunos pueblos de la comarca. Volvió allá Pedro de Albarado; peleó, y aunque le mataron a algunos españoles y otros amigos, los redujo como antes; pero no se pobló más Segura.
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Conquista de Utlatlan que hizo Pedro de Albarado Se habían dado por amigos, tras la destrucción de México, los de Cuahutemallan, Utlatlan, Chiapa, Xochnuxco, y otros pueblos de la costa del Sur, enviando y aceptando presentes y embajadores; mas, como son mudables, no perseveraron en la amistad, antes bien, hicieron guerra a otros porque perseveraban; por lo cual, y pensando hallar por allí ricas tierras y extrañas gentes, envió Cortés contra ellos a Pedro de Albarado; le dio trescientos españoles con cien escopetas, ciento setenta caballos, cuatro tiros, y algunos señores de México con alguna gente de guerra y de servicio, por ser el camino largo. Partió, pues, Albarado de México a seis días del mes de diciembre, el año 1523. Fue por Tecoantepec a Xochnuxco, para allanar algunos pueblos que se habían rebelado. Castigó a muchos rebeldes, dándolos por esclavos, después de haberlos requerido muy bien y aconsejado. Peleó muchos días con los de Zapatullan, que es un pueblo muy grande y fuerte donde fueron heridos muchos españoles y algunos caballos, y muertos infinidad de indios de entrambas partes. De Zapatullan fue a Quezaltenanco en tres días; el primero pasó dos ríos con mucho trabajo; el segundo, un puerto muy áspero y alto, que duró cinco leguas; en una de cuyas pendientes halló una mujer y un perro sacrificados, que según los intérpretes y guías dijeron, era desafío. Peleó en un barranco con unos cuatro mil enemigos, y más adelante en llano con treinta mil, y a todos los desbarató. No paraba hombre con hombre en viendo junto a sí algún caballo, animal que jamás habían visto. Volvieron luego a pelear con él junto a unas fuentes, y los volvió a romper. Se rehicieron en la falda de una sierra, y revolvieron sobre los españoles con gran grita, ánimo y osadía; pues muchos de ellos hubo que esperaban a uno y hasta a dos caballos, y otros que por herir al caballero se asían a la cola del caballo. Mas, en fin, hicieron tal estrago en ellos los caballos y escopetas, que huyeron graciosamente. Albarado los siguió gran rato, y mató a muchos en el alcance. Murió un señor, de cuatro que son en Utlatlan, que venía por capitán general de aquel ejército. Murieron algunos españoles, y quedaron muchos heridos, y muchos caballos. Otro día entró en Quezaltenanco, y no halló persona dentro; refrescóse allí, y recorrió la tierra; al sexto vino un gran ejército de Quezaltenanco, muy en orden, a pelear con los españoles. Albarado salió a ellos con noventa de a caballo y con doscientos de a pie y un buen escuadrón de amigos, se puso en un llano muy grande a tiro de arcabuz del campamento, por si necesitase socorro. Ordenó cada capitán su gente, según la disposición del lugar, y luego arremetieron entrambos ejércitos, y el nuestro venció al otro. Los de a caballo siguieron el alcance más de dos leguas, y los peones hicieron una increíble matanza al pasar un arroyo. Los señores y capitanes y otras muchas personas señaladas se refugiaron en un cerro peleando, y allí fueron apresados y muertos. Cuando los señores de Utlatlan y Quezaltenanco vieron la destrucción, convocaron a sus vecinos y amigos, y dieron parias a sus enemigos para que les ayudasen, y así volvieron a juntar otro campo muy grueso, y enviaron a decir a Pedro de Albarado que querían ser sus amigos y dar de nuevo obediencia al Emperador, y que se fuese a Utlatlan. Todo era cautela para coger dentro a los españoles, y quemarlos una noche, pues la ciudades fuerte por demás, las calles angostas, las casas espesas, y no tiene más que dos puertas: una, con treinta escalones de subida, y la otra con una calzada, que ya tenían cortada por muchas partes, para que los caballos no pudiesen correr ni servir. Albarado lo creyó, y fue allá, mas como vio deshecha la calzada, la gran fortaleza del lugar y la falta de mujeres, sospechó la ruindad y se salió fuera; pero no tan de prisa que no recibiese mucho daño. Disimuló el engaño, trató con los señores, y fue, como dicen, a un traidor dos alevosos; pues con buenas palabras y con dádivas los aseguró y prendió; pero no por eso cesaba la guerra, antes bien andaba más dura, porque tenían a los españoles casi cercados, pues no podían ir por hierba ni leña sin escaramuzar, y mataban todos los días indios y hasta españoles. Los nuestros no podían recorrer la tierra para quemar y talar los panes y huertas, por los muchos y hondos barrancos que alrededor de su fuerte había. Así es que Albarado, pareciéndole más corta vía para conquistar la tierra, quemó a los señores que tenía presos, y publicó que quemaría la ciudad; y para esto y para saber qué voluntad le tenían los de Cuahutemallan, les envió a pedir ayuda, y ellos se la dieron de cuatro mil hombres, con los cuales, y con los demás que él tenía, dio tal prisa a los enemigos, que los lanzó de su propia tierra. Vinieron luego los principales de la ciudad y la gente baja a pedir perdón y a entregarse; echaron la culpa de la guerra a los señores quemados, la cual también ellos habían confesado antes de que los quemasen. Albarado los recibió con juramento que hicieron de lealtad; soltó dos hijos de los señores muertos, que tenía presos, y les dio el estado y mando de los padres, y así se sujetó aquella tierra y se pobló Utlatlan como antes estaba. otros muchos prisioneros se herraron y se vendieron por esclavos, y de ellos se dio el quinto al Rey, y lo cobró el tesorero de aquel viaje, Baltasar de Mendoza. Es aquella tierra rica, de mucha gente, de grandes pueblos, abundante en mantenimientos; hay sierras de alumbre y de un licor que parece aceite, y de azufre tan excelente que sin refinar ni otra mezcla hicieron nuestros arcabuceros muy buena pólvora. Esta guerra de Utlatlan se acabó a principios de abril del año 1524. Se vendió en ella la docena de herraduras en ciento cincuenta castellanos.
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Conquista de Zapotecas Los zapotecas y mixtecas, que son grandes provincias y guerreras, se apartaron de la obediencia que dieron a Cortés, cuando fue México destruido, y trajeron otros muchos pueblos contra los españoles, de lo cual se siguieron muertes y daños. Cortés envió allá a Rodrigo Rangel, el cual, por no llevar caballos, y por las aguas, o por ser aquellas gentes valientes, no las pudo dominar; antes bien perdió en la jornada algunos españoles, y les dejó mayor ánimo del que antes tenían, por el cual talaron y robaron muchos pueblos amigos y sujetos a Cortés, que se quejaron mucho, pidiendo remedio y castigo. Cortés tornó a enviar contra ellos al mismo Rangel con ciento cincuenta españoles, pues los caballos no los admite aquella tierra para pelear, y con muchos de Tlaxcallan y México. Fue, pues, Rodrigo Rangel el 5 de febrero del año 24, y llevó cuatro tirillos. Les hizo muchos requerimientos, y, como no escuchaban, mucha guerra, en la que mató y cautivó gran número de ellos, y los marcó y vendió por esclavos. Les halló mucha ropa y oro, que trajo a México, y los dejó tan castigados y mansos, que nunca más se rebelaron. Otras entradas y conquistas hizo Cortés por sí mismo y por capitanes; sin embargo, éstas que hemos contado fueron las principales, y que sujetaron todo el imperio mexicano y otros muchos y grandes reinos que se incluyen en lo que llaman Nueva España, Guatemala, Pánuco, Jalisco y Honduras, que son gobernaciones por sí.
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El período que media entre las últimas décadas del siglo III a. C. y el inicio del gobierno del emperador Augusto a raíz del resultado de la batalla de Accio, en el año 30 a. C., corresponde a una parte de la historia de la República romana y al sometimiento de gran parte de la Península Ibérica a Roma. Es, pues, el período de la Hispania republicana. Con el éxito militar de la Primera Guerra Púnica (años 264-241 a. C.), el Estado romano había añadido a sus dominios territoriales de Italia los de Cerdeña y Sicilia, desalojando de ellas a los cartagineses. No había otro Estado tan poderoso en el occidente del Mediterráneo y no era inferior a los Estados helenísticos, herederos de Alejandro Magno, que comenzaban a desear relaciones de amistad con Roma. Si este sólido Estado occidental había conducido a la integración de pueblos y culturas diversas en un mismo proyecto político, reunía además la gran capacidad militar de disponer de un ejército compuesto mayoritariamente de ciudadanos frente a otros Estados que se veían obligados a contar entre sus tropas con grandes masas de mercenarios o de poblaciones sometidas. Cuando se comparan los bajos niveles demográficos del Estado romano posterior a la Primera Guerra Púnica -en torno a 5.000.000 de habitantes- con el volumen de extensión territorial, parecería que no había motivos que indujeran a una política de progresión de la conquista. Ahora bien, si las guerras anteriores habían creado generaciones de grandes familias que podían vanagloriarse de los éxitos de sus antepasados, creando así un modelo de prestigio social en las figuras de los grandes generales, amplios sectores de la población romana encontraban, en la anexión de nuevos territorios, otras ventajas adicionales: el temor a un resurgimiento de otra potencia equiparable en el Occidente, los beneficios obtenidos de las poblaciones conquistadas (botín de guerra, impuestos y nuevas tierras) y la apertura de mercados para el amplio sector de romano-itálicos, entre los que se encontraba la población de las antiguas colonias griegas con una larga tradición artesanal y comercial. Y Cassola ya advirtió que la política exterior de Roma no se hacía sólo de acuerdo con los intereses directos de los senadores, sino que también pesaban mucho los de los clientes itálicos de las grandes familias. Por otra parte, los romanos habían descubierto hacía tiempo las ventajas de la utilización de la mano de obra esclava, lo que permitía a los grandes propietarios de tierras, propias o alquiladas al Estado, explotarlas con bajos costos. La guerra de expansión territorial proporcionaba prisioneros para ser destinados a los mercados de esclavos y contribuía a mantener las bases económicas de las grandes familias.
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El período que conocemos como Alto Imperio en la convencional ordenación cronológica de la historia de Roma se extiende desde la victoria obtenida por Augusto en Accio frente a Marco Antonio y Cleopatra en septiembre del 31 a.C. hasta finales del siglo III d.C., cuando se inicia la obra restauradora de los emperadores ilíricos, que pone fin a la profunda crisis en la que se encuentra inmerso el mundo romano durante la llamada Anarquía Militar (235-268 d.C.). Ordenado usualmente con criterios políticos en función de las distintas dinastías que se suceden en el poder imperial, el período posee, en contraste con las reiteradas guerras civiles que ponen fin a la República Romana, una relativa estabilidad interna, que ha permitido su denominación bajo el epígrafe de la Paz Romana; no obstante, ésta se interrumpe con las guerras civiles de los años 68-69 d.C., que ponen fin al reinado de Nerón y, en consecuencia, a la dinastía Julio-Claudia, y con el conflicto que se desencadena tras el asesinato de Cómodo en el 192 d.C., último emperador de la dinastía antonina, que posibilita el acceso de los Severos al trono imperial. Al margen de las vicisitudes que generan los acontecimientos concretos, el período posee una determinada unidad histórica, que en el plano político está constituida por la instauración del Principado, lo que implica la consolidación del poder personal del emperador en un marco en el que subsisten formalmente instituciones republicanas; en el plano social se produce la restauración y la proyección en las provincias de las tradicionales contraposiciones esclavo-libre, ciudadano-no ciudadano que estructuran la sociedad romana, al mismo tiempo que una clara polarización entre los órdenes privilegiados y la plebe en el interior de la ciudadanía romana. La difusión de este modelo social se produce en clara relación con el proceso de urbanización que, afectando especialmente a las provincias occidentales, proyecta asimismo nuevos sistemas económicos y un proceso de aculturación cuyos elementos esenciales están constituidos por la difusión de la religión romana, abierta a nuevos cultos de naturaleza mistérica procedentes del Mediterráneo oriental, y por la latinización. La evolución histórica de estos elementos estructurales se encuentra marcada por la progresiva potenciacion de los poderes personales del emperador, que afloran puntualmente durante los siglos I y II d.C., generando las correspondientes tensiones con el senado, y se intensifican especialmente durante la dinastía de los Severos; en el plano social, se observa a partir de mediados del siglo II d.C. la progresiva crisis de la importancia que la ciudadanía romana había ostentado tradicionalmente como punto de referencia en la posesión de privilegios, lo que se relaciona con los desequilibrios que se producen en el funcionamiento de las ciudades, como elementos fundamentales del ordenamiento imperial. Semejantes transformaciones se producen como consecuencia de la evolución del sistema; pero se ven asimismo favorecidas por la proyección de las "gentes externae", que logran, puntualmente durante el reinado de Marco Aurelio y con mayor intensidad durante la Anarquía Militar, franquear las fronteras del Imperio y expoliar las ciudades del interior mediante las correspondientes razzias. Este proceso, conocido como romanización, posee variantes en las distintas circunscripciones provinciales que conforman el Imperio Romano y en el interior de cada provincia, lo que se explica en el contexto de la realidad indígena inmersa en procesos históricos heterogéneos y en el marco de la propia conquista que, abarcando un espectro cronológico amplio, ha dinamizado desde sus inicios la adecuación de las comunidades anexionadas al ordenamiento histórico del mundo romano. En el caso de la Península Ibérica, el proceso romanizador había estado presente durante la Tardía República y se había desarrollado en su proyección territorial de forma paralela a la propia conquista. No obstante, la actividad de Augusto constituye el punto de partida de la nueva situación existente durante el Alto Imperio, puesto que completa el proceso anexionista iniciado dos siglos antes, reforma el sistema administrativo existente y acentúa la adecuación histórica de las provincias hispanas al mundo romano mediante la potenciacion del proceso de urbanización.
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El Carnero -título puesto, quizá, tiempo después de redactada la obra- es uno de los libros más curiosos y raros de la literatura americana del primer tercio del siglo XVII. No se trata, en efecto, de una crónica historiográfica o relato documentado y absolutamente verídico de los acontecimientos que narra el autor Juan Rodríguez Freyle, pero tampoco es una obra de pura imaginación. Hay en su texto una clara intención de dar a conocer la sucesión histórica de lo acontecido antes de la llegada de los españoles al territorio de lo que estos llamaron Nuevo Reino de Granada y de los avalares de la conquista. Si en estos temas el autor de la obra es poco fiable, es, en cambio, digno de crédito en lo relativo a los sucesos de su tiempo; es decir, a lo que él presenció o le fue comunicado por testigos presenciales de los hechos que relata. Pero, además, el libro, escrito en estilo sencillo, presenta un cuadro variopinto de la vida social neogranadina, en el que destaca el claroscuro propio de la época barroca, con relatos de amores ligeros y lujuriosos, soldados pícaros, brujas y funcionarios corruptos, junto con reflexiones moralizantes en que se advierte al lector de las desgraciadas consecuencias que acarrean inevitablemente las malas acciones. En este sentido, El Carnero refleja cierto parentesco con la novela picaresca, en la que también constantemente se recuerda que los hechos narrados se cuentan para mostrar aquello que no debe imitarse. La obra, en fin, constituye uno de los primeros ejemplos americanos de un libro de relatos cortos o cuentos o historietas, como lo bautiza cierto autor, muy amenos e ilustrativos de la sociedad bogotana en el primer tercio del siglo XVII.