Tipo de comercio entre dos grupos en el que no existe un contacto físico directo. En un lugar pactado, uno de los grupos deja su mercancía y espera en las cercanías mientras el otro estudia la oferta. Si está de acuerdo deja la suya y se retira. Si el otro grupo acepta se lleva la mercancía y si no lo está se lleva la propia. Este tipo de comercio existió en Africa central, Ceilán o Sumatra.
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En la búsqueda del deseado fomento económico, el comercio ocupó entre los gobernantes una posición de primera línea puesto que para muchos representaba la medida del progreso económico de la nación: el estado de las fuerzas productivas de la monarquía tenía en el tráfico mercantil el mejor barómetro. El esperado aumento de la producción agraria e industrial se vinculó a la posibilidad de conseguir nuevos mercados. Y aún más: la política internacional no sólo era el mantenimiento formal de los oropeles dinásticos, sino una manera de conseguir que la economía nacional se fortaleciese a través de buenos tratados comerciales. Los esfuerzos por promover la actividad mercantil estaban justificados en la mentalidad de unas autoridades fuertemente influenciadas por la idea de conseguir una balanza comercial favorable a España. La creación de juntas de comercio y consulados, el reforzamiento de la Junta General de Comercio, el impulso para la creación de compañías privilegiadas o los decretos de libertad de comercio con América, fueron otros tantos ejemplos de una política sinceramente preocupada por la reactivación comercial. La tarea no era fácil. Las condiciones generales de la economía y la sociedad española no eran ciertamente las más idóneas para auspiciar la eficaz articulación de un mercado interior que ayudara a dinamizar el comercio hispano. Sin embargo, parece evidente que el incremento de la población, la agricultura y la industria, unido a una coyuntura económica bonancible en el contexto internacional, provocaron un aumento considerable de los intercambios tanto en el ámbito interior como exterior, este último principal preocupación de unas autoridades sabedoras de que en las colonias estaba la principal fuente de riqueza de la Corona. El comercio interior de España, esto es, de una provincia a otra, es bien poca cosa. Esta sentencia del francés Alexandre de Laborde a principios del XIX, era una expresión bastante certera para describir el mercado interior español durante la centuria ilustrada. En efecto, el radio habitual de los intercambios en poco superaba el ámbito local o comarcal a través de los mercados y ferias que por doquier se celebraban. El autoconsumo campesino era elevado puesto que los hombres del campo se abastecían alimentariamente, producían parte de su propia vestimenta y la mayoría de los utensilios de trabajo o del hogar. Y lo poco que no era de elaboración propia, lo compraban a los artesanos locales. Además, las clases productoras tenían poca capacidad de consumo después de saldar sus cuentas con los señores, la Iglesia o el Estado. Y las rentas acumuladas por los poderosos tampoco representaron un tirón definitivo para el consumo. En estas circunstancias, el conjunto de la demanda nacional vivía en una situación de relativo aletargamiento respecto a lo que ocurría en otros países europeos. La penuria de la mayoría de los españoles y la desigual distribución de la propiedad y la renta, era los problemas centrales para elevar la demanda y el consumo. A estos principales inconvenientes, se unía una serie de estorbos que dificultaban la articulación del mercado interior. Inconvenientes a los que las autoridades borbónicas trataron de poner remedio aun a sabiendas de que se topaban con los intereses corporativos y con la necesidad de movilizar unos recursos que la hacienda real no tenía. En cuanto a las facilidades para la libre circulación de productos, los gobernantes pusieron su empeño en eliminar las aduanas interiores entre los antiguos reinos, objetivo conseguido desde 1717 con la única excepción del caso vasco. Sin embargo, no tuvieron tanto éxito con los peajes interiores (portazgos, pontazgos y barcajes) que siguieron prácticamente intocados al estar buena parte de ellos en manos de la nobleza titulada. En 1757 se procedió a la anulación de los derechos de rentas generales que gravaban las mercancías con el objetivo de incentivar la libertad de su tráfico. En 1765 se decretaba la abolición de la tasa del grano con la intención de agilizar el tráfico de cereales. A pesar de estos esfuerzos, la práctica del comercio prosiguió fuertemente reglamentada durante el siglo por el Estado, los gremios y las autoridades locales. Así, por ejemplo, la hacienda pública continuó manteniendo por razones fiscales una serie de estancos en régimen de monopolio, entre los que destacaban el tabaco y la sal. Finalmente, debe recordarse asimismo la deficiente situación en la que se encontraba el transporte, pieza vital en todo intento de incrementar las fuerzas productivas nacionales. En este sentido, tras unos primeros esfuerzos en la primera mitad del siglo (el puerto de Guadarrama, la carretera de Burgos a Santander por Reinosa), fue en tiempos de Carlos III cuando los planes viarios tomaron un impulso definitivo a través de un modelo radial que pretendía unir Madrid con las principales capitales, llegándose a construir unos 1.200 kilómetros. También se iniciaron una serie de carreteras interregionales y se emprendió la construcción de más de 700 puentes, de numerosos canales dedicados a estimular la comercialización agraria (Manzanares, Imperial de Aragón, Castilla) y el arreglo de bastantes puertos marítimos (Valencia, Bilbao, Barcelona) por los que navegó una flota mercante que llegó a alcanzar unas 175.000 toneladas, su nivel más alto desde los mejores años del Quinientos. Todos estos esfuerzos tuvieron una relativa recompensa. Las manufacturas catalanas se extendieron por muchos rincones de la geografía hispana; la lencería gallega cruzó los campos de buena parte de Castilla; la sedería valenciana rebasó asiduamente los límites de su región; la lana castellana continuó la ruta del Cantábrico hasta tierras europeas; el pescado capturado con las artes de arrastre surtió el litoral y el interior; la siderurgia vasca encontró su salvaguarda en el propio mercado español. A pesar de las deficiencias estructurales comentadas, el comercio interior aumentó durante el siglo. Sin embargo, la mayor densidad de los intercambios no consiguió dar una mejor articulación al mercado interior hasta convertirlo en un verdadero mercado nacional.
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En extremo maravillados, algunos conquistadores nos dejaron en sus crónicas una imagen de lo que era el mercado principal de Tlatelolco, en la antigua población ya incorporada a la ciudad de México. Bernal Díaz del Castillo escribió: Quedamos admirados de la multitud de gentes y mercaderías que había en la gran plaza y del gran concierto que en todo tenían... Comencemos por los mercaderes de oro y plata y piedras ricas, y plumas y mantas y cosas labradas y otras mercaderías de indios, esclavos, y esclavas... Otros mercaderes que vendían ropa más barata y algodón y cosas de hilo torcido y cacahuateros que vendían su cacao... y había muchos herbolarios y mercaderes de otra manera... Y también vendían hachas de latón y cobre, y jícaras y jarros de madera muy pintados... Ya querría haber acabado de decir todas las cosas que allí se vendían... A la metrópoli mexicana afluía toda clase de productos procedentes de regiones cercanas y apartadas, obtenidos gracias a las negociaciones de los mercaderes o en calidad de tributos. A su vez, de la capital, donde, según vimos, había diversas formas de producción, artes y artesanías, se exportaban múltiples objetos manufacturados. Ciertamente se habían vuelto complejas las relaciones de producción e intercambio durante el esplendor de Tenochtitlan. Mencionaremos al menos cuáles eran las dos rutas más importantes del comercio establecido por los pochtecas. Una se dirigía a Xicalanco, junto a la laguna de Términos, en las costas del Golfo. Desde tiempos antiguos llegaban allí también en sus embarcaciones comerciantes de la región maya. En Xicalanco podían adquirirse productos de zonas tan apartadas como Yucatán, Honduras y aun las islas del Caribe. La otra gran ruta del comercio mexicano llevaba a las costas del Pacífico sur, en especial a la rica zona del Soconusco, en Chiapas, de donde provenían el cacao, plumas de quetzal, jade y metales preciosos.
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Las transacciones relativas a la tierra indican el peso que en la economía del momento había adquirido la circulación monetaria. Todos los escritores del siglo IV serán, de un modo o de otro, testigos del fenómeno, sobre todo Aristóteles, que, en el plano moral, ve en él un elemento clave para explicar la disolución de la comunidad que, a su manera de ver, se está llevando a cabo. Los valores se alteran desde el momento en que crece la actividad crematística, la de quienes compran para vender y no sólo venden para comprar lo que necesitan. De la alteración de los valores en el plano específicamente monetario es testigo Aristófanes, que alude a monedas devaluadas, hecho indicativo de los inicios de procesos inflacionistas, manifestados siempre de esta manera en el sistema económico antiguo, con la devaluación real y material consistente en rebajar la cantidad de metal precioso que contenía la moneda. La aparición de alteraciones en el valor metálico de las monedas resulta como consecuencia de los desequilibrios producidos en momentos de intensa actividad económica. Ésta se manifiesta en el tráfico de la propiedad, pero también en el desarrollo de los mercados. La presencia de la cerámica ática en todo el Mediterráneo es prueba de ello, lo que se ve compensado con la importación de materias primas, sobre todo agrarias, fenómeno heredado de la tradición que venía haciendo del Ática un territorio eminentemente importador de cereales. En principio, así resulta equilibrada la situación, pero en un siglo de guerras es frecuente que los puertos resulten inseguros, hasta el punto de convertirse en un tema de preocupación de muchos oradores de la época. Las consecuencias pueden repercutir en el conjunto de la vida económica y social. Los intercambios se realizan plenamente a través de la economía monetaria, no solo de la compensación en el trueque de cereales por cerámica. De hecho, la moneda de plata ática ha adquirido un valor circulatorio prestigioso que la garantiza a través de todos los mercados del Mediterráneo durante el período imperialista. La guerra ha creado para ella circunstancias de crisis. Su fundamento material se halla en la producción de las minas de Laurio y del Pangeo, cuando controlan la costa de Tracia. Las circunstancias de finales de la guerra del Peloponeso han puesto en peligro la producción metalúrgica, sobre todo a partir de la ocupación espartana de Decelia. Los desequilibrios pueden venir por varios caminos, representados por los problemas de la explotación minera y por los de la garantías de la importación cerealística. El riesgo está presente constantemente en ambos durante la primera mitad del siglo IV. De hecho, la historia de la explotación minera resulta significativa, pues, a pesar de los esfuerzos estatales, las inversiones se reducen. Es más seguro invertir en las propiedades territoriales, en auge, donde es más fácil ocultar la rentabilidad en momentos de fuerte presión fiscal, provocada por los gastos de la guerra en un período en que ésta resulta costosa por la tendencia a sustituir a los ejércitos ciudadanos por soldados mercenarios. De este modo, la legislación ática de 375 que trata de imponer el uso de la moneda propia frente a imitaciones y falsificaciones, las listas de los poletai que se encargan de controlar zonas de explotación, conocidas para los años sesenta, y las preocupaciones de Jenofonte en su obra sobre ingresos y gastos, Poroi, escrita en la década de los cincuenta, revelan los desequilibrios producidos en el mundo económico y financiera a lo largo de este período. En este ambiente se inserta el desarrollo de la banca, donde se encuentran los máximos beneficiarios de todo el proceso de aumento de la circulación, lo que favorece los préstamos, los depósitos y todas las operaciones ligadas al mundo del emporion. Son los banqueros los que sacan provecho de todos los procesos de alteración de valores que, para Aristóteles, rompían con la koinonía, con la comunidad estable identificada con la ciudad de los hoplitas, autárquica y autosuficiente.
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La arqueología contesta la vieja visión semilegendaria que retrataba a los toltecas como un pueblo poderoso que construyó un vasto dominio político en el altiplano mexicano. Al contrario, la expansión parece haberse efectuado hacia la frontera norte de Mesoamérica, por la Sierra Madre Occidental y hacia el límite con Chihuahua. Por una ruta que enlazaba el norte de Mesoamérica con la Gran Chichimeca penetraron productos controlados por comunidades del Suroeste de los Estados Unidos, como hematita, calcedonia, pedernal y turquesa. Casas Grandes, en esta árida región se transforma en un centro importante hacia el 1.050 d.C. y poco más tarde lo hace Zape, constituyéndose en potentes centros de intercambio en relación con productos procedentes de las culturas Hohokam y Anasazi de Arizona, de donde procedían objetos de cobre, turquesa, esclavos, peyote, sal y otros productos. Por estas mismas redes llegó el metal desde el Occidente de México, el cual fue distribuido después a otros sitios de Mesoamérica a través de rutas controladas por los toltecas, aunque curiosamente no se ha hallado ningún objeto de metal en la propia ciudad de Tula.
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Las mejoras en los transportes y comunicaciones impulsaron, lógicamente, la integración del mercado nacional. A fin de siglo, sin embargo, según afirma Tortella, la unificación del mercado era todavía muy imperfecta, como demuestra la falta de un precio único, en todo el territorio nacional, de productos básicos, como el trigo o el aceite. Por otra parte, de acuerdo con fuentes literarias -José María de Pereda, por ejemplo- el trueque y no la economía monetaria estaba todavía vigente en algunas zonas montañosas y aisladas del norte del país. El contraste con el comercio de Barcelona o Madrid, que por las mismas fechas estaban introduciendo las nuevas técnicas de ventas -tiendas especializadas, grandes escaparates, publicidad en prensa y carteles, entre otras-, no puede ser más grande. El volumen del comercio exterior de España fue relativamente modesto, entre 1.000 y 1.700 millones, en el período 1875-1900. Los países con los que se establecieron la mayor parte de los intercambios fueron Francia y el Reino Unido, seguidos a distancia por los Estados Unidos y Alemania. La balanza comercial, salvo en contadas ocasiones, fue deficitaria para España. Este déficit se saldó en parte con las remesas de los emigrantes y, sobre todo, con las inversiones extranjeras en sectores privados, como el ferrocarril y la minería, más que en Deuda pública. La mayor parte de las exportaciones españolas entre 1875 y 1900, igual que a lo largo de todo el siglo, fueron alimentos -vino, pasas, aceite, naranjas- y materias primas -plomo, cobre, hierro-; ambos tipos de productos sumaban, en 1880, el 81,4 por 100 de las exportaciones y, en 1900, el 70,2 por 100. En esta última fecha, los productos semielaborados y manufacturados -corcho, tejidos de algodón, calzado- llegaron al 29,8 por 100. En las importaciones, tanto los productos alimenticios -azúcar, trigo, bacalao y las manufacturas -bienes de equipo fueron disminuyendo progresivamente, mientras aumentaba la compra de materias primas -carbón, algodón en rama, maderas- que, en 1900, supusieron el 35,1 por 100 de las importaciones. Esta estructura del comercio exterior, con predominio de productos primarios en las exportaciones y de manufacturas en las importaciones, es típica de un país atrasado; en comparación con los actuales países subdesarrollados, se ha señalado, sin embargo, la variedad de productos objeto de la exportación española, lo que le hizo superar con éxito crisis como la provocada por la filoxera, en los años 90. Por otra parte, muestra una evolución positiva, aunque lenta, de la estructura económica del país. Por último, en relación con las finanzas, el último cuarto del siglo XIX contempló la consolidación del Banco de España como un banco nacional al servicio del gobierno. En 1874 el Banco de España había recibido el monopolio de la emisión de billetes. Desde entonces hasta 1895 la masa monetaria en circulación creció de forma acompasada a la tasa de aumento del Producto Interior por lo que, según Pedro Tedde, "no cabe hablar (...) de una política monetaria expansiva que tuviera efectos inflacionistas". De hecho, los precios durante el quinquenio 1891-95 eran un 17 por 100 más bajos que durante el quinquenio 1875-1879, de acuerdo con lo que fue común en la Europa de la gran depresión. El sistema monetario español dejó de ser bimetalista -con el oro y la plata como base- en 1883, al suspender el Banco de España la convertibilidad de sus billetes en oro, dado el aumento de valor que este metal había alcanzado y que, de hecho, había desaparecido totalmente de la circulación. El sector bancario privado -compuesto por las escasas entidades que habían sobrevivido a la crisis de 1866- se desarrolló de una forma relativamente lenta. Los hechos más destacados de su evolución fueron el inicio de la decadencia de la banca catalana -una banca tradicional, de intermediación financiera exclusivamente, sin relación apenas con la industria- y el auge de la banca vasca, de características opuestas, moderna, mixta, estrechamente conectada con el desarrollo industrial.
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La expansión de Roma durante los siglos III-II y su papel hegemónico en toda la cuenca del Mediterráneo implicaron profundas transformaciones tanto en el plano político como en el económico. En este segundo aspecto, la creación de las provincias incidió sobre la agricultura itálica y dio lugar a la creación de nuevos mercados y al flujo de dinero a Italia tanto en forma de botín como de indemnizaciones e impuestos. Hasta la creación de las provincias, el sistema financiero romano era bastante sencillo y frágil. Su principal fuente de ingresos, además de los beneficios procedentes de sus dominios (el ager publicus), era el tributum, impuesto directo para todos los ciudadanos propietarios (adsidui). Se establecía la cuantía en función de los ingresos que el Estado necesitase y se repartía la carga atendiendo a los datos del censo. Pero la crisis financiera de la segunda Guerra Púnica puso de manifiesto la debilidad de la estructura económica del Estado hasta el punto que hubo de recurrir a prestamos privados e incluso a vender gran parte del ager publicus del Lacio. La expansión romana, a partir de la segunda Guerra Púnica, permitió que, después de la guerra de Asia, fuese reembolsado una parte del tributum pagado por los ciudadanos romanos, pues se calculaba que, en ese lapso de tiempo, Roma había ingresado -como botín e indemnizaciones de guerra- 250 millones de denarios. En el 167 a.C., después de la guerra de Perseo, el tributum fue suspendido indefinidamente. La carga fiscal pasó a ser soportada por los aliados y los provinciales exclusivamente. Otro elemento esencial de la creación de las provincias fue el incremento de las actividades comerciales. La unificación del mundo conocido propició los intercambios y los negotiatores romanos e itálicos, asentados tanto en las provincias como en otras regiones no sometidas a Roma pero bajo control romano, como Egipto, dirigían hacia Italia las corrientes comerciales que ellos controlaban. La única forma de comercio sobre la que el Estado romano ejerció un estrecho control fue el grano. El motivo era asegurar el mantenimiento del ejército y el abastecimiento de Roma, ya que hacia finales del siglo II a.C. comenzará la práctica de la frumentatio publica o distribución casi gratuita de trigo a la plebs romana. Durante el siglo II, el aprovisionamiento de trigo dependía casi esencialmente de Sicilia y de Cerdeña. Posteriormente, desde el 123 a.C., también de Hispania. Sicilia daba anualmente un diezmo de su cosecha como impuesto y, en caso de necesidad, estaba obligada a vender otro tanto a Roma a un precio fijado de antemano. Desde el 146 también África se convirtió en proveedor de trigo. Los mercaderes privados eran responsables de transportar el grano a Roma, pero el Senado ejercía un estrecho control. En la agricultura itálica, gracias al aumento de capitales y a la abundante mano de obra esclava se impulsó un régimen de explotación basado fundamentalmente sobre el cultivo del vino y del aceite que se extendió a Etruria, el Lacio y la Campania, aunque no estaba ausente de otras regiones de Italia. La producción permitió un flujo de exportaciones sistemático y en continuo aumento a lo largo del siglo II a.C. Las ánforas en que se transportaban (la más antigua llamada Campana A y posteriormente la llamada Dressel I) aparecen en Hispania, Galia meridional, Africa y provincias orientales. La protección del Estado sobre los intereses comerciales de Italia, aunque indirecta, nunca estuvo ausente; así puede explicarse la prohibición de Roma a que los pueblos transalpinos plantaran viñas y olivos, evitando una posible competencia. Los senadores romanos no podían dedicarse al comercio, pero en su calidad de grandes terratenientes, no estaban ajenos a los beneficios que éste reportaba. Parece incluso que muchos terratenientes comerciaban por medio de sus libertos, que podían legalmente poseer grandes barcos y estaban obligados a vender los productos de sus amos, como señala el tratado de agricultura de Catón el Viejo. Eran, asimismo, objetos codiciados por la aristocracia romana los artículos suntuarios procedentes sobre todo de Oriente: obras de arte, alimentos y vinos raros, especias e incluso esclavos cualificados. La protección del Senado al comercio explica también que en el 187 a.C. se decidiese que los comerciantes romanos y latinos estuvieran exentos de tasas portuarias en Ambracia. La decisión de convertir a Delos en puerto franco en el 167 a.C. también benefició a los comerciantes italianos e itálicos en general, aunque esta decisión perjudico en cierto modo a Rodas. La medida pudo ser adoptada como castigo a Rodas por su actitud ambigua en la guerra contra Perseo. Por el contrario, Delos floreció y se convirtió en un centro comercial especialmente importante para el comercio de esclavos. Según Estrabón, podían llegar a venderse 10.000 esclavos en Delos en un solo día. La colonia de romanos e itálicos asentados en Delos era muy importante y se nutría no sólo de traficantes de esclavos, sino de comerciantes importadores o exportadores de vinos, trigo y otros productos. También había banqueros -generalmente libertos-, representantes o agentes en Delos de determinadas casas de banca o comercio cuyos dueños vivían en Roma o Italia. El crecimiento del comercio y la importancia que a éste se concedía, llevó a la construcción en el 193 a.C. del puerto fluvial de Roma frente a la isla Tiberina, con una imponente estructura apta para el aprovisionamiento de una ciudad en constante crecimiento demográfico y un elevado nivel de consumo. La agricultura itálica sufre una transformación a partir de mediados del siglo III a.C. como consecuencia del enorme desarrollo de la economía romana, de la progresiva comercialización de sus productos (documentada a través de los numerosos hallazgos de ánforas, exportadas sobre todo por vía marítima) y del incremento del número de esclavos. A partir de esa época surge en Italia el modelo de villa o hacienda rústica que ha dado en llamarse villa catonianna, ya que las características de estas factorías agrícolas nos son expuestas detalladamente en el manual de agricultura de Catón. La hacienda descrita por Catón supone un indudable progreso respecto a las formas de cultivo anteriores, ya que se organiza atendiendo a tipos de producción y unidades productivas. El objetivo que estas haciendas deben perseguir es la obtención del máximo beneficio, partiendo de que el propietario debe ser vendedor y no comprador. Los tiempos en los que la producción tenía un carácter familiar-doméstico están lejos. Ahora el propietario es un inversor, no un cultivador directo e invierte su capital en la tierra buscando el máximo beneficio. Para ello, debe tener en cuenta la elección de la finca a comprar, su proximidad a vías de comunicación -ya que se cuenta con la comercialización de los productos- para el transporte de las mercancías, el número de esclavos necesarios, el régimen mínimo para su manutención, etc. Esta nueva racionalización de la economía agraria prosperó a costa de la ruina de la pequeña y mediana propiedad, sobre todo a partir de la segunda Guerra Púnica. Parece bastante claro que la mayor parte de las tierras confiscadas a las ciudades y los pueblos del Sur que se habían colocado al lado de Aníbal (el territorio de Capua, gran parte del Brucio, la Lucania, el Samnio y la Apulia) cayeron en manos de ricos señores romanos que disponían de los medios financieros necesarios para explotarlos mediante el empleo de esclavos o con cultivos de tipo extensivo. Aunque también se conoce la existencia de este tipo de villas en la Etruria meridional y en el Lacio. Los cultivos más extendidos eran el olivo y la vid, aunque también se impulsa el cultivo de árboles frutales, el huerto de regadío y los pastos. El trigo y los cereales no desaparecieron, sobre todo en aquellas regiones de Italia a las que no llegaba, como a Roma, el diezmo provincial. Su cultivo servía principalmente para cubrir las necesidades de la familia y los excedentes para el comercio no eran muy importantes. Así pues, la agricultura se hace más técnica y racional y se percibe una tendencia progresiva a la concentración de la propiedad, lo que no significa que el fenómeno latifundista estuviese generalizado y que hubiesen desaparecido la pequeña propiedad campesina o las asignaciones coloniales de lotes de reducida extensión, aunque los hechos posteriores indican claramente que la extensión de la concentración de la propiedad había conducido a la crisis de los pequeños agricultores. Este problema está en la base de las reformas de los Gracos.
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Otro mecanismo que mantuvo a la sociedad mexica fue el comercio a larga distancia, que estuvo controlado por un segmento de la nobleza, pochtecas. Como tal, tuvo sus propias reglas, y sus divinidades particulares, convirtiéndose en un grupo de presión de enorme peso en la estructura del Imperio, ya que no sólo intervenía en transacciones comerciales, sino que eran agentes al servicio del estado mexica y, con frecuencia, verdadera fuerza de choque que intervino en la ampliación de las fronteras del Imperio. Los productos conseguidos en estas expediciones a larga distancia y traídos a Tenochtitlan por medio de caravanas de tlameme -cargadores- eran de naturaleza exótica o estratégica, por lo general de poco peso y mucho valor, y muchos de ellos terminaron en el gran mercado de esta ciudad. A este mercado también llegaban alimentos especializados y otros productos de la propia cuenca y zonas limítrofes, donde se creó una esfera de interacción económica formada por regiones que de manera tradicional eran económicamente interdependientes. Este mercado se rigió por normas religiosas según un sistema solar, como el que se puede comprobar hoy día en zonas de Mesoamérica: cada 20 días en los lugares más pequeños, cada 5 días en sitios secundarios y cada día en Tenochtitlan. Muchos de ellos estaban especializados en productos regionales, y en otros se concentraban mercancías de las regiones más periféricas del imperio. El sistema tributario fue otro pilar económico de importancia, que se basó en unidades de parentesco y en grupos políticos y sociales. Alimentos, combustible, instrumentos manufacturados, materias primas, textiles, bienes de lujo, esclavos y un sifín de artículos fueron demandados por los nobles y señores mexicas a los pueblos conquistados y a sus propios vasallos mediante la producción de las tierras de los calpulli. El tributo sirvió, pues, tanto para el mantenimiento del Imperio y de la nobleza, como para el de su fuerza coercitiva, el ritual y para entablar grandes obras sociales y de acondicionamiento de la ciudad.
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El rasgo más característico del mercado español en el siglo XVII es que la mayor parte de la producción -tal vez el noventa por ciento- se comercializa en una área geográfica que no supera los cinco o seis kilómetros, o forma parte del autoconsumo; mientras el nueve por ciento restante de la producción se destina al comercio regional o urbano próximo y sólo el uno por ciento alimenta el mercado nacional e internacional, aunque al estar formado por mercancías de alto valor añadido proporciona grandes beneficios a los mercaderes. En esta configuración del mercado, aparte de la reducida masa monetaria en circulación, incide de forma muy notable la red de comunicaciones. El transporte terrestre es sin duda el más costoso, ya que los caminos a menudo son impracticables por efecto de la lluvia, la nieve, el frío o el calor, cuando no a causa de la desidia de los municipios, a quienes cumplía su mantenimiento y conservación. No obstante, las principales rutas se hallaban en buen estado -así, la que enlazaba Medina del Campo con Burgos y Bilbao, la que unía Madrid con Toledo y Sevilla, o la que iba de Barcelona a Madrid pasando por Zaragoza- y, como ocurría en Europa, el tráfico que por ellas circulaba era bastante activo, de lo que dan fe los numerosos arrieros, en su mayoría campesinos que completaban sus ingresos con el transporte de mercancías, y las diferentes asociaciones de carreteros, entre las cuales hay que destacar la de Soria-Burgos, que a finales del siglo XVII contaba con más de cinco mil vehículos. El tráfico fluvial, sin embargo, era poco utilizado en España porque los ríos no reunían las condiciones necesarias para la navegación. Esto explica los numerosos proyectos presentados a la Corona para hacerlos navegables, aunque no fueran aceptados por su alto coste. El Guadalquivir, una vez superada la barra de Sanlúcar, podía ser remontado hasta Sevilla y era, por tanto, uno de los pocos ríos por los que circulaban mercancías, lo mismo que el Ebro, surcado por barcazas que transportaban trigo entre Zaragoza y Tortosa, excepto en el tramo Flix-Mequinenza. El tráfico marítimo era sin duda más barato que el terrestre. En la España del siglo XVII el principal puerto del Cantábrico fue el de Bilbao, seguido a distancia por los de Laredo, Santander y San Sebastián, todos ellos involucrados en el comercio con Londres, Amsterdam y Saint-Malo, aunque la mayor actividad mercantil correspondía a Bilbao. De los puertos gallegos, los de Vigo y La Coruña eran los más relevantes, ya que servían de escala en la navegación entre el norte de Europa, Sevilla y el Mediterráneo. En Andalucía, el puerto de mayor actividad hasta mediados del siglo XVII fue el de Sevilla, si bien poco a poco irá siendo desplazado por el de Cádiz, a causa del mayor tonelaje y calado de los buques, lo cual les impedía superar la barra arenosa de Sanlúcar. En la bahía gaditana adquirirán gran importancia también El Puerto de Santa María y Puerto Real. En el Mediterráneo sobresalen el puerto de Málaga, muy asociado con el comercio atlántico, aunque sin abandonar el tráfico con Génova y Livorno, lo mismo que Alicante, Valencia, Barcelona, Cartagena y Mallorca, donde recalaban buques de gran tonelaje procedentes del norte de Europa, así como de Marsella, Génova y Livorno, y barcos de cabotaje que ponían en contacto estas plazas con otras de menor importancia, pero cada vez más activas, tales que Denia, Tortosa y Vinaroz. El comercio interior peninsular estuvo muy condicionado no sólo por la red viaria, sino por la existencia de aduanas. Castilla mantenía con Aragón, Navarra, Valencia, Vizcaya y Portugal una serie de puestos aduaneros (puertos secos) donde se cobraban aranceles -un diez por ciento ad valorem- por el tráfico de mercancías, salvo del ganado y los cereales, que tenían arancel particular, lo mismo que Navarra y los reinos de la Corona de Aragón, que mantenían a su vez su propio sistema aduanero. El destino fundamental del comercio interior era el de abastecer a las ciudades, tanto de los excedentes agropecuarios (cereales, vino, aceite y carne) como de otros muchos géneros de procedencia nacional o internacional (carbón, madera, textiles, hierro, acero, quincallería, especias, herramientas, muebles, cuadros y libros, por mencionar algunos artículos de fuerte demanda), porque los núcleos rurales se autoabastecían por lo común con lo que producían. De todas las ciudades interiores, Madrid fue la que generó un comercio más activo, dado su espectacular crecimiento demográfico, de tal modo que se ha llegado a decir que dominó el sistema comercial castellano. El comercio exterior hispano también se vio afectado por el sistema aduanero, pues en las ciudades portuarias costeras del Cantábrico, Andalucía y Murcia se percibían aranceles por los géneros que entraban y salían: en los primeros, el diezmo de la mar; en los segundos, el almojarifazgo. Estos derechos suponían unos importantes ingresos para la Corona, pero representaban una rémora para la importación de productos extranjeros y para la exportación de los nacionales, si bien los primeros se vieron finalmente favorecidos con determinadas exacciones fiscales ante la necesidad de mantener abastecidos los reinos peninsulares y los territorios americanos. Desde la perspectiva de la balanza comercial, el comercio exterior peninsular se puede decir que corresponde al de un país atrasado industrialmente, pues predominan las exportaciones de materias primas (lana fina merina y seda) con destino a los centros industriales del norte de Europa e Italia, y de productos agrarios (vino, aceite, arroz, aguardiente, frutos secos) conducidos en su mayoría al mercado americano, en tanto que las manufacturas (textiles, metalúrgicas, madereras...) constituyen, aparte de los cereales en las zonas costeras, una de las partidas principales de las importaciones, sin que la Corona ni las Cortes de cada reino fueran capaces de adoptar medidas proteccionistas que incentivaran la industria nacional. Además, el comercio exterior hispano actúa también de reexportador hacia Europa de productos procedentes de América (cochinilla, palo campeche, añil, cacao, azúcar y tabaco), los cuales, sin embargo, no compensan, como tampoco lo hace la exportación de mercancías nacionales, el alto valor de las importaciones, lo que desequilibra la balanza de pagos, que debe saldarse con la salida de metales preciosos, no obstante estar prohibida su extracción. Este comercio, calificado de pasivo por losarbitristas, en contraposición al que se practica en Inglaterra, Holanda y Francia, sobre todo porque durante el siglo XVII son estas naciones -y sus mercaderes- quienes en verdad se benefician de los intercambios comerciales con España, experimenta una fuerte recesión a partir del final de la Tregua de los Doce Años, tendencia que se agrava con la reducción de las cantidades de plata procedentes de las Indias y que no es superada hasta la década de 1670, como lo refleja el movimiento comercial de los puertos de Bilbao, Alicante, Valencia, Málaga, Cádiz y Barcelona, puerto este último donde el valor del periatge se multiplica por dos entre los años 1600 y el decenio 1690-1700. Con todo, el comercio con América, la Carrera de Indias, monopolizado por la Casa de la Contratación con sede en Sevilla, es el motor en última instancia de todo el comercio exterior de España. En efecto, la necesidad de abastecer aquellas posesiones, el hecho de que todas las mercancías exportadas tuvieran que ser registradas y embarcadas en Sevilla -desde la década de 1660 se podía hacer también en Cádiz-, fuesen nacionales o extranjeras, y que el principal producto importado de América, aunque no el único, lo constituyeran los metales preciosos, explican el constante tráfago de buques a través del Atlántico, así como el contrabando de mercancías, la piratería y la organización de las flotas, protegidas por convoyes de seis u ocho barcos. Pero también nos permite comprender la importancia que las colonias mercantiles extranjeras irán adquiriendo en las ciudades portuarias andaluzas y los esfuerzos de muchos de sus miembros para obtener carta de naturaleza y poder comerciar directamente con América, sin necesidad de recurrir a testaferros españoles. Si hasta 1610 no dejó de crecer el tráfico comercial entre España y América de productos nacionales y extranjeros (aceite, vinos, mercurio y textiles, sean paños segovianos u holandeses o ingleses) a cambio de plata, perlas, cueros, azúcar, tabaco y productos tintóreos, a partir de entonces la tendencia se invierte, estancándose en los años 1610-1620, para hundirse en torno a 1640-1650. Varios factores coadyuvaron a este declive: la emergencia de las economías criollas, la presión fiscal -aumento de los derechos pagados en el almojarifazgo de Sevilla y del valor de la avería, un impuesto que recaía sobre las mercancías y los viajeros-, el costoso sistema de flotas, la incautación de las remesas de metales preciosos por la Corona, la caída de la demanda de plata americana en China, lo cual afectó a su vez al tráfico holandés en Asia, y el comercio directo de las potencias europeas con América, favorecido por el enfrentamiento con las Provincias Unidas, lo que hizo disminuir los intercambios, al menos hasta la Paz de Utrecht. A partir de 1660 parece producirse una cierta recuperación del comercio con América. En este cambio de tendencia, los holandeses tuvieron bastante protagonismo, ya que vuelven a ocupar las posiciones perdidas en 1621, beneficiándose además de la guerra que la Monarquía hispánica mantenía con Francia y después también con Inglaterra, cuando no participa su Armada en la protección de las flotas. Además, semejante auge hay que relacionarlo con las transformaciones operadas en la organización del comercio americano, en particular con la práctica, cada vez más extendida, de establecer el avalúo o cálculo del aforo de los fardos y cajones en que va la mercancía, sin abrirlos para comprobar la carga y su valor, así como con la concesión de indultos a los buques que conducen géneros sin registrar. Sin embargo, este resurgir comercial, perceptible en el incremento de las remesas de plata y en el volumen de mercancías exportadas, sólo favoreció a los mercaderes extranjeros, o al menos éstos fueron los que mayores ganancias obtuvieron, ya que los nacionales actuaron normalmente como intermediarios suyos, aunque algunos obtuvieran pingües beneficios e incluso alcanzaran una privilegiada posición social. Buena prueba de ello es que a finales de la centuria sólo el cinco por ciento de las mercancías embarcadas con destino a América eran españolas, mientras los franceses proporcionaban el veinticinco por ciento, los genoveses el veintidós por ciento, los holandeses el veinte por ciento, los flamencos el once por ciento, lo mismo que los ingleses, y el ocho por ciento los alemanes. Razón tenían los arbitristas cuando clamaban contra el comercio extranjero y la escasa participación de los españoles, pero sus proyectos, como el presentado en 1668 por Francisco de Salas y Eugenio Carnero con la finalidad de formar una Compañía española para el comercio armado, aunque fueran aprobados por la Corona, no vieron finalmente la luz. Distintos intereses particulares se conjugaron en su contra, aun cuando tampoco debe ignorarse que la estructura económica española del siglo XVII no estaba preparada para dar una respuesta adecuada al reto de las grandes potencias industriales europeas.