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Las actividades comerciales más relevantes se llevaron a cabo en ciudades o núcleos urbanos costero-portuarios o con puertos fluviales, donde por regla general existían comunidades de gentes de origen oriental. Hemos analizado ya el heterogéneo mapa poblacional de la Península Ibérica durante los siglos VI y VII y hemos apuntado la importancia que jugaron los orientales en la llegada de productos venidos de otras zonas del Mediterráneo. Cabe ahora tratar cómo se desarrolló este comercio y cuáles fueron las estructuras que lo hicieron posible. Este análisis es posible gracias a las fuentes textuales, la legislación escrita, así como los restos epigráficos y los materiales fruto del comercio, y muestra además que las redes de comunicación durante todo este período no desmerecen las de épocas anteriores, sino bien al contrario, perpetúan una tradición común al Mediterráneo oriental y norteafricano. El comercio de ultramar estuvo en manos de los transmarinii negotiatores, que por regla general eran judíos y, sobre todo, sirios. La organización de este comercio, basada en la institución de características orientales de los transmarinii, estaba regida por el derecho marítimo de origen romano y no por una legislación propiamente visigoda. Es decir, aunque la legislación relativa al comercio de ultramar aparezca en las Leges visigothorurn, ésta estaba ya contenida en el Codex Theodosianus. Si bien existió un amplio comercio mediterráneo establecido entre las costas orientales, norteafricanas y las occidentales debido a que la mayoría de comerciantes eran -tal como decíamos- orientales, también se sabe por los textos que existió un flujo comercial de norte a sur, establecido a partir del tráfico marítimo o la red viaria terrestre. A los mercados organizados en territorio franco acudieron también los comerciantes hispánicos. En las Etimologías (XV, 2, 45) Isidoro hace una breve descripción de estas actividades, que resulta de interés por la información que se extrae: "La denominación de mercatum deriva de commercium, pues en él se acostumbra vender y comprar cosas. Del mismo modo se llamo teloneum al lugar en que se descargan las mercancías de las naves y se paga el sueldo a los marineros. Allí se sienta el cobrador de impuestos, que fija el precio de los artículos y lo anuncia en voz alta a los vendedores". De ello y de las leyes se deduce que un papel importante en la jurisdicción lo tuvieron los telonarii, también denominados vectigalia exactores, cuya función principal era la recaudación de impuestos, pero entre sus actividades se les ha atribuido a veces la función de jueces en los litigios comerciales surgidos en estos puertos costeros o fluviales. Es muy probable que, además de las mencionadas funciones fiscales, tuviesen la carga de fijar los precios de los artículos. Un hecho importante, dentro de lo que son las actividades comerciales, es el momento de celebración del conventus mercantium, que era la reunión de mercaderes para celebrar mercado en el foro o plaza de ciudades o núcleos semiurbanos. Comerciantes y población se desplazaban desde los diferentes puntos de hábitat para participar en la compraventa. Queda ahora por saber cuáles eran los productos que, gracias a estos mercaderes orientales y las diferentes rutas marítimas, llegaban a los diversos lugares comerciales. Es muy probable que el comercio más relevante fuese el de los tejidos, particularmente las sedas bizantinas y el de los metales como el oro, la plata y el bronce, además de elementos ornamentales marmóreos. También debieron formar parte los productos de carácter secundario, es decir, aquellos que no constituían la parte principal del cargamento, como por ejemplo, las especias. El comercio en sentido inverso, es decir de Occidente a Oriente, tuvo también sus productos comerciales, como por ejemplo, el esparto, el garum o los caballos hispánicos, que tanto aprecio tuvieron a lo largo de la Antigüedad y que siguieron siendo transportados a la pars orientalis en épocas tardías. Las ciudades portuarias eran puntos neurálgicos de las actividades comerciales, pero también los otros núcleos urbanos fueron focos de atracción para la población libre especializada en diversas actividades, esencialmente artesanales. En estos ámbitos urbanos encontramos una gran cantidad de individuos libres, aunque no exclusivamente, dedicados a una profesión, originando así una gran actividad ciudadana. Cada una de estas especializaciones se reunía bajo la forma de gremio, collegiatus. Destacan los artesanos, toreutas, orfebres, herreros, arquitectos, ingenieros, escultores, canteros, picapedreros, carpinteros, chamarileros, curtidores, tejedores, tintoreros, médicos, maestros, etcétera.
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Difícil resulta expresar con un único término lo que aconteció en la Europa de los siglos XIV y XV en el ámbito del comercio. ¿Hubo estancamiento? ¿Hubo, por el contrario, expansión? ¿O simplemente cabe hablar de cambios? Ciertamente, hubo un poco de todo. El impacto de la gran depresión ejerció, sin duda, una influencia negativa en el desarrollo del comercio. Los conflictos bélicos, tanto en la tierra como en el mar, causaron asimismo grandes sobresaltos en la práctica mercantil. Mas a pesar de esos obstáculos es lo cierto que el intercambio de mercancías no sólo no retrocedió a finales de la Edad Media, sino que incluso progresó. De todos modos, quizá lo más significativo de esos siglos fueran los cambios sustantivos que se produjeron. Muchos elementos, claves en el comercio de siglos anteriores, declinaron irremediablemente. ¿No fue ése el caso, por ejemplo, de las celebérrimas ferias de Champagne, durante varios siglos columna vertebral del comercio europeo de larga distancia? En cambio entraron en escena nuevos protagonistas, entre los cuales es preciso destacar instrumentos de tanta eficacia como la letra de cambio. Paulatinamente se producía una traslación del centro de gravedad de la actividad mercantil desde el Mediterráneo, la vía tradicional del comercio de la Cristiandad con los infieles y el Extremo Oriente, hacia un nuevo horizonte, el océano Atlántico, considerado durante mucho tiempo como un mar tenebroso.
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La ausencia de una red viaria terrestre y los impedimentos que ponían las poleis para el transito terrestre motivaron el amplio desarrollo del comercio marítimo, que se realizó gracias a la utilización de grandes naves de carga. Incluso debemos advertir que a pesar de las diversas hegemonías políticas, la libre circulación se imponía en el ámbito naval. Desde Atenas salían continuos productos de temporada, llegando a la ciudad "cuanto las rutas del mar proporcionan la continente", en palabras de Tucídides. A la capital del Ática llegaban salazones, trigo, madera de ciprés y de cedro, objetos suntuarios, papiros para escribir y un largo etcétera de productos que hacían de esta ciudad el centro neurálgico del comercio helénico. Las rutas griegas alcanzaban todas las riberas del Mediterráneo, llegando hasta las lejanas costas ibéricas, donde realizaron numerosas fundaciones, entre las que destaca Emporion.
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El dominio que ostenta la producción agraria en la organización económica y la consecuente dependencia de las actividades artesanales condiciona el carácter y el volumen del comercio, que en gran medida está constituido por productos derivados de la agricultura. No obstante, la importancia de los recursos mineros hispanos y su escasez en la península italiana favorecen el desarrollo del transporte de minerales mediante procedimientos relacionados con los distintos sistemas de propiedad y explotación de los yacimientos mineros. La relación periferia-centro, que define de forma general la posición de las provincias hispanas con respecto a Roma y a la península italiana, condiciona también el tipo de relaciones comerciales, especialmente en lo que se refiere a los productos en los que se materializa. El punto de partida está constituido por la situación colonial del período precedente; las provincias hispanas abastecen a Roma en época republicana mediante el botín de guerra y con materias primas, como minerales y cereal; en cambio, reciben de los centros itálicos productos elaborados entre los que se encuentran los derivados de la agricultura como el vino, algunas manufacturas, como la vajilla propia de las cerámicas campanienses, y determinados productos de lujo. Durante el Alto Imperio persiste esta situación de dependencia, aunque ya se producen determinadas modificaciones que reflejan una cierta inflexión en las tradicionales relaciones centro-periferia. El fenómeno se aprecia en el ámbito agrario, donde el desarrollo de la agricultura hispana fomenta un comercio en sentido contrario al del período republicano, y en las transformaciones de las actividades artesanales, que introducen los sistemas productivos itálicos y la imitación de sus productos, haciendo innecesarias algunas de las importaciones precedentes. La dinámica que se aprecia en el ámbito de la vajilla es bastante gráfica al respecto, ya que a las importaciones de fines de la República e inicios del Principado, procedentes primero de Italia y con posterioridad de la Galia, a las que conocemos respectivamente como sigillata aretina y sigillata sudgálica, le suceden desde el reinado de Tiberio o de Claudio producciones peninsulares conocidas como sigillata hispánica, que se difunden en las distintas provincias hispanas e incluso irradian a zonas más periféricas durante el siglo I d.C., como los territorios africanos. No obstante, las propias características del Principado, y especialmente la proyección a las provincias de las propiedades imperiales, condicionan la naturaleza de los intercambios entre Hispania y Roma. Concretamente, las explotaciones imperiales generan un trasvase de riquezas mediante el correspondiente aparato administrativo (procuratores, arkarii, tabularii), que en principio afecta fundamentalmente a la explotación de algunos yacimientos mineros, pero que progresivamente se extiende a otros campos que abarcan las producciones agrarias de determinadas propiedades del emperador y la coacción que se ejerce sobre los medios de transporte marítimos para el abastecimiento de Roma. Esta evolución se intensifica durante el siglo II d.C. y alcanza su máximo desarrollo con las nuevas condiciones históricas de la dinastía de los Severos. El elemento esencial que dinamiza el comercio hispano está constituido por el desarrollo del proceso de urbanización, que favorece ante todo el comercio local mediante sus propias instalaciones urbanas (tabernae, macellum), pero que asimismo canaliza, especialmente cuando las ciudades se ubican en enclaves costeros o fluviales favorables, el comercio de sus productos hacia los grandes centros de consumo del Imperio, conformados por Roma, Italia y las fronteras. A su vez, los gustos romanizados de las elites sociales que dirigen las colonias y municipios dan lugar a importaciones de productos de lujo procedentes tanto del mundo itálico como del Mediterráneo oriental. La articulación territorial de Hispania y las condiciones favorables creadas por la erradicación de la piratería, a la que alude Augusto en su testamento político (Res Gestae), constituyen elementos que favorecen la intensificación del comercio, tanto en lo que se refiere a su marco peninsular como mediterráneo y atlántico. El control territorial y la nueva articulación administrativa materializada en el organigrama de las tres provincias hispanas dinamiza la construcción de la imprescindible red viaria, que ya se había iniciado en el período republicano. En este sentido, la conquista de los pueblos del norte permite una organización sistemática de la red viaria peninsular, que en gran medida se programa en relación con las fundaciones urbanas llevadas a cabo por Augusto. El carácter específico de la red viaria hispana, en contraste con otras como la de la Galia, está constituido por su trazado periférico, que viene condicionado en líneas generales por la posición central de la Meseta y por los accesos naturales a ella. El litoral mediterráneo queda articulado mediante la Vía Augusta, que conecta a Hispania con Roma por la costa levantina, dirigiéndose en uno de sus ramales desde Carthago Nova hacia el interior en dirección a Acci (Guadix) para alcanzar el Guadalquivir y, por su cauce, la Baja Andalucía, hasta finalizar en Gades. Los territorios occidentales de la Península se relacionan mediante la llamada Vía de la Plata que une a Asturica Augusta (Astorga) con Emerita Augusta, conectando desde la capital de la Lusitania con la que se dirige hacia los centros del Bajo Guadalquivir, tales como Hispalis e Italica. Finalmente, los territorios septentrionales quedan relacionados mediante diversas vías, como la que une Asturica Augusta con Burdigalia (Burdeos) o la que articula todo el valle del Ebro. Los ejes fundamentales de articulación del territorio se complementan con otros de menor proyección tales como los que unen Bracara (Braga) con Olissipo (Lisboa), a Olissipo con Pax Iulia (Santarén), a Emerita con Caesaraugusta a través de Toletum (Toledo) y del Valle del Jalón, o a Gades con Carthago Nova por la costa a la que conocemos como Vía Hercúlea. La construcción de redes de ámbito local, que relacionan a ciudades concretas, completa la nueva articulación de la Península. Su desarrollo e incluso la importancia estratégica que poseen para el Imperio puede reconstruirse mediante la información presente en los miliarios que marcan las distancias existentes desde un determinado punto de partida, y que también indican mediante anotaciones su construcción o su restauración por determinados emperadores, a cuya propaganda contribuyen. La distribución cronológica que los miliarios ofrecen en el territorio peninsular son claramente indicativos de una mayor preocupación por las rutas del centro, sur y levante peninsular durante los primeros años del principado, que contrasta con la importancia que adquiere la red viaria del noroeste a partir de mediados del siglo I d.C. La función de la red viaria, cuya monumentalidad puede rastrearse en los puentes que han sobrevivido en Corduba, Emerita, Alcántara, etc., se relaciona más con las necesidades administrativas y militares de articulación y control territorial que con la organización del comercio. En realidad, la lentitud del transporte terrestre, derivada de la propia naturaleza de los medios empleados, en el que la tracción se realiza mediante bueyes, ya que se desconoce el atalaje que permite la collera pectoral sin oprimir la yugular o la herradura que hubiera facilitado el uso de animales de mayor rapidez, condicionan el que la red viaria favorezca esencialmente el comercio local de la ciudad con su territorio o la conexión de centros productores o consumidores con la red fluvial o costera que articula las grandes rutas comerciales.
obra
Godoy encargó a Goya cuatro tondos para decorar la antesala que precedía a la escalera de entrada de su nuevo palacio madrileño. Los temas elegidos eran característicos de la ideología de la Ilustración: el Comercio, la Industria, la Agricultura y la Ciencia, hoy desaparecido. Con ellos quería representar el valido su pensamiento político y dejar constancia de lo que había intentado fomentar durante su mandato, aunque su principal preocupación fuera la política exterior.El Comercio es la mejor de las tres que quedan, ya que Goya empleó un foco de luz que penetra por la ventana, creando fuertes contrastes para crear el efecto de profundidad y la alternancia de planos. Para reconocer la actividad, ha situado un saco debajo de la mesa, junto a la cigüeña, que simboliza la confianza y el apoyo mutuo. El punto de vista utilizado es muy bajo ya que iban a ser contempladas a una altura considerable. Con estas escenas, el maestro participaría de la propaganda que se realizaba Godoy para aparecer como el mejor gobernante que podía existir para el país.
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El comercio dentro del territorio bizantino hubo de ser continuo porque los campesinos intervenían en él: al menos, tenían que vender parte de sus cosechas para pagar en dinero los impuestos. Por otra parte, el abastecimiento de las grandes ciudades obligaba a tráficos importantes canalizados a través de los mismos mercados rurales donde el comercio era libre -casi nunca se intentó el abastecimiento triguero de Constantinopla por vía de monopolio, por ejemplo-. Los principales excedentes se situaban así: cereales en Asia Menor, Grecia e Italia, ganado de cerda y bovino en Tracia, ovino en Bitinia, algodón y lino en Asia Menor también, azafrán en Cilicia, alumbre en el Sur del Mar Negro, al Oeste de Trebisonda... pero no es posible conocer datos más precisos. El dominio de amplias áreas del Mediterráneo oriental y del Mar Negro y su acceso, y la potencia de la flota mercantil bizantina importaban tanto para el comercio exterior como para el interior: ambas realidades no decayeron el siglo XII y explican que el Derecho marítimo imperial (Ley de los Rodios o Nomos Rodios) haya influido sobre otros elaborados posteriormente en el ámbito mediterráneo. Constantinopla y las principales ciudades y puertos concentrarían las operaciones mercantiles de mayor volumen y los tráficos hacia o desde el exterior del Imperio, contando con su magnifica ventaja de posición: Constantinopla, dueña de los estrechos entre Mediterráneo y Mar Negro, era un nudo comercial de enorme importancia. Destacaban, además, las ferias de Tesalónica y Efeso, la capitalidad regional de plazas como Andrinópolis, Cesarea, Esmirna o Sínope, o el papel de cabecera de rutas exteriores que juegan Corinto, Melitene o Chersón. De Este a Oeste, las principales rutas y contactos exteriores del comercio bizantino eran éstas: Alejandría, Edesa y Trebisonda eran los puntos extremos del tráfico hacia el Indico pues, más allá, era inevitable utilizar intermediarios musulmanes. En cambio, la ruta terrestre hacia China por el Turquestán permaneció abierta mientras duró la alianza con los jázaros, y permitió importar oro del Cáucaso y de los Urales. Desde la segunda mitad del siglo IX los varegos descendiendo por los cursos del Dnieper, Don y Volga tomaron contacto con el espacio bizantino. Y, en lo que toca a las rutas hacia Occidente, se combinó el uso de las marítimas y de la terrestre que unía Tesalónica y Dyrrachion a través de la Vía Egnatia; la ruta del Danubio no estaría practicable hasta comienzos del siglo XI, tras las victorias sobre los búlgaros, que coincidían con la sedentarización y cristianización de los húngaros asentados en Panonia Bizancio ofrecía en aquellos tráficos comerciales manufacturas de gran calidad en metalurgia, orfebrería, esmaltes, marfiles y sedas, tintes, en especial cochinilla, resina de lentisco, tejidos de lino y algodón, vinos y frutos secos. Pero importaba más: oro, especias, perfumes, piedras preciosas, maderas finas y sederías orientales, así como pieles, madera, pescados y miel traídos por los varegos. El tráfico de esclavos tuvo notable importancia: eran eslavos, armenios, caucásicos, prisioneros de guerra y gentes de diverso origen vendidas por mercaderes varegos: aunque estaba prohibido, es evidente que Bizancio actuó como intermediaria en el envío de esclavos a países islámicos. Otros se utilizaron en el Imperio, más en las ciudades que en el ámbito rural por lo que parece. El gran comercio tuvo en la economía bizantina un papel marginal. Desde el siglo XI cayó en manos extranjeras -sobre todo italianas- al tiempo que los cambios en el mundo mediterráneo hacían que Constantinopla perdiera parte de su importancia como punto intermediario obligado, aunque lo mantuvo mientras controló el paso al Mar Negro. Fue una posibilidad poco aprovechada, a causa más de las ideas sobre un sistema económico agrario dominante en un mundo inmóvil que no de la competencia occidental, inexistente hasta bien entrado el siglo XI.
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La decadencia del tráfico americano y la del comercio báltico han oficiado como dos de los principales puntales de la teoría de la crisis del siglo XVII. Earl J. Hamilton intentó demostrar convincentemente con sus estudios que las remesas de metal precioso americano arribadas a España sufrieron una grave contracción a partir de 1620, lo que inmediatamente relacionó con una tendencia general deflacionista de los precios. P. Chaunu completó la visión de Hamilton apuntando que el tonelaje de los barcos de la Carrera también descendió en la primera mitad del siglo XVII. La combinación de ambas observaciones condujo a un diagnóstico inequívoco: la disminución del volumen de mercancías llevadas a América y la correspondiente caída de la cantidad de metal reexportado como contravalor demostraban bien a las claras la contracción del ritmo del comercio atlántico, que había actuado como dinamizador de la economía europea del Renacimiento. Este hecho constituía un indicador nítido de la evolución negativa de la coyuntura. Michel Morineau ha sembrado de dudas este planteamiento -que había obtenido carta de naturaleza en la historiografía de la crisis- al contrastar los registros oficiales de la Casa de Contratación, documentación utilizada tanto por Hamilton como por Chaunu, con otras fuentes contemporáneas. En efecto, las gacetas mercantiles holandesas del siglo XVII, bien informadas y muy utilizadas por los comerciantes de aquel país, reflejan una situación distinta. Esta apreciación queda aún más reforzada a tenor de los informes consulares y de la propia correspondencia de los mercaderes. Morineau aporta otras pruebas a favor de su argumentación. El descenso del volumen de mercancías enviadas a América no se correspondió proporcionalmente con el de los reenvíos de metal precioso según las cifras señaladas por Hamilton y Chaunu. En segundo lugar, el espectacular crecimiento del tráfico con Extremo Oriente no encaja con la idea de un brusco desatesoramiento de Europa, ya que el pago de las mercancías orientales exigía una fuerte transferencia metálica. ¿Qué ocurrió entonces? La ineficacia del monopolio español proporciona una buena explicación. Es verdad que el tímido desarrollo de unas estructuras propias de producción y la formalización de intercambios entre territorios del Nuevo Mundo, dotaban a América de una cierta autonomía económica -aunque muy relativa-, que la hacía algo menos dependiente de la metrópoli y que puntualmente podía incidir negativamente en el volumen del tráfico en la Carrera. Pero ello queda lejos de proporcionar una respuesta satisfactoria al problema. En cambio, el incremento espectacular del fenómeno del fraude puede explicar la distancia abismal entre lo que oficialmente se registraba y lo que realmente se transportaba en las flotas. Los registros de mercancías eran muy deficientes y se resentían tanto de la ocultación por parte de los mercaderes, con la finalidad de evadir impuestos, como de la connivencia de los propios oficiales de la Casa de Contratación, a menudo vinculados por intereses comunes o por lazos personales a la oligarquía mercantil dominante en la Carrera. Un solo ejemplo puede resultar revelador: de la plata que por otras fuentes consta que transportó la flota del marqués de Villarrubia, arribada ocasionalmente a Santander en 1659, sólo se registró oficialmente una quinta parte. Del resto de la carga no hay rastro en los documentos oficiales. Pero hay más. El contrabando extranjero aumentó de forma muy notable. La penetración de mercancías procedentes de otras potencias en los mercados de la América colonial española fine creciente en la propia Carrera, a través de agentes españoles o nacionalizados. Este era un procedimiento legal, que eludía los fastidios de la vigilancia española sobre el comercio en sus colonias. Pero éste se realizó también de forma subrepticia a cargo de mercantes con pabellones foráneos. Los criollos descubrieron las delicias del comercio ilegal directo con los extranjeros, que les permitía hurtar al erario real los gravámenes impuestos sobre el tráfico legal. De esta situación derivaba el interés de las potencias marítimas rivales de España por conseguir bases territoriales en América, operativas de cara a sus estrategias mercantiles, mientras que España continuó cargando con el peso de la administración de sus colonias; por lo que respecta a la capitalización de las ventajas económicas de éstas, se registró una transición progresiva de una América española a una América europea. Por lo demás, el descenso registrado por Chaunu en el arqueo de las naves de la Carrera pudo depender también del transporte selectivo de mercancías menos pesadas y voluminosas, pero mucho más caras y rentables. Las manufacturas, especialmente las textiles, sustituyeron en buena medida a los productos de transformación agraria, que ocupaban mucho más espacio en las bodegas de los galeones. Según los datos ofrecidos por Morineau, la llegada de metales preciosos americanos a Europa no sólo no sufrió una fuerte contracción, como sostuvo Hamilton, sino, por el contrario, se mantuvo alta durante la primera mitad del siglo XVII. Luego se resintió de una brusca disminución a partir de 1646, por causas políticas y navales, pero esta disminución sólo se prolongó durante unos diez años. A partir de entonces las importaciones de plata subieron decididamente, alcanzando récords hasta entonces desconocidos. Con estos datos presentes es difícil, por no decir imposible, mantener la idea de un comercio americano languideciente a lo largo del siglo XVII. La imagen, más bien, sería la contraria: la de una actividad vigorosa, aunque cada vez más fuera del control de un Estado en crisis. El enfermo resultó imaginario. Padecía más quien más interesado estaba en vigilar su salud. También el comercio báltico se ha descrito como lleno de achaques en el XVII. El Báltico constituía una de las zonas clásicas del comercio europeo bajomedieval. Durante el siglo XVI, los puertos de Prusia oriental, Polonia, Lituania, Letonia, Estonia y Livonia fueron testigos de un fluido intercambio de mercancías con los puertos mercantiles del Mar del Norte. Las exportaciones de grano hacia los Países Bajos habían constituido su actividad más característica. Los barcos que hacían esta ruta debían pasar obligatoriamente por el estrecho del Sund, que separa la isla de Seeland de la península de Escania. El rey de Dinamarca aprovechaba esta circunstancia para cobrar peaje a las naves. El correspondiente registro de paso depara una fuente seriada para el estudio de aquel tráfico. En torno a 1620 tales documentos reflejan una caída del volumen del tráfico de navíos a través del estrecho del Sund, pórtico de una fase depresiva que se prolongaría durante el resto del siglo XVII y continuaría en el XVIII. Este hecho se ha interpretado como sintomático de una crisis comercial que afectó a aquella tradicional ruta. R. Romano utilizó este indicador como una evidencia más de su tesis sobre la crisis estructural que se abatió sobre la economía europea a partir de los años 1619?1622. El fenómeno se interpretó en el sentido de una caída de la demanda de grano en los Países Bajos, que afectó negativamente a los países bálticos. Sin embargo, P. Jeannin sugiere una clave para una reinterpretación de la disminución del número de barcos mercantes que atravesaban el Sund. Este hecho pudo depender más de un aumento en la capacidad de carga de los buques que de una auténtica contracción drástica del volumen de mercancías traficadas. Otros estudios sobre este área comercial tienden a demostrar que la cantidad de grano exportado desde los puertos bálticos hacia los Países Bajos descendió en la segunda mitad del siglo XVII pero de forma leve. Por lo demás, el Báltico dejó de ser una zona que respondía exclusivamente a un esquema de economía colonial. Hasta entonces, la exportación de materias primas y la importación de manufacturas había constituido la base de sus intercambios con la Europa noroccidental. A partir de ahora, este exclusivismo se rompería en beneficio de un incremento de las exportaciones bálticas de productos elaborados. De nuevo, se plantean serias dudas sobre la realidad de la crisis o, al menos, sobre su alcance. Éste quizá ha sido exagerado en demasía en aras de un discurso focalizado en torno a la idea de una contracción general de la economía europea, inmersa en una fase coyuntural de dura recesión tras la expansión del XVI. La revisión de los síntomas no lleva necesariamente a negar la realidad de la crisis de forma tajante, pero sí a revisarla y a llenar el cuadro de matices. La mecánica de sucesión de coyunturas alternativas de signo contrario, más o menos coincidentes con los tramos seculares, en la economía europea del Antiguo Régimen puede incurrir contumazmente en el esquematismo, al menos si la imagen se generaliza sin tener presentes las muchas variables que se pueden conjugar en el análisis.
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Aunque tanto en volumen como en valor se mantuvo siempre por debajo del tráfico atlántico, el comercio con Asia creció espectacularmente y en el último tercio del siglo desplazaba ya en la mente de muchos europeos al americano como símbolo de la riqueza. Una ínfima parte de este comercio se hacía por vía terrestre, siguiendo la tradicional ruta de las caravanas a través de Asia central, o bien por las vías ruso-chinas. El grueso de las transacciones, sin embargo, se hacía por vía marítima y con la intervención de las grandes compañías monopolistas. Su desarrollo iría acompañado de la penetración y dominio territorial por parte de los europeos. Limitadas las posesiones hispanas a las Filipinas y desplazados los portugueses en el transcurso del siglo XVII a un puñado de factorías y enclaves, fueron las Provincias Unidas, Gran Bretaña y Francia -Dinamarca y Suecia participaban minoritariamente- los países que se disputaron la supremacía en esta área. La V.O.C. holandesa estaba instalada en el archipiélago de Insulindia, donde un conglomerado de territorios propios (Java y Ceilán eran las islas principales), sometidos a vasallaje político o controlados mediante leoninos acuerdos comerciales, que aumentó en el transcurso del siglo, compuso, hasta la cuarta guerra anglo-holandesa, el emporio comercial más sólido de Extremo Oriente. En la India la presencia europea al comenzar el siglo XVIII se limitaba a factorías costeras -muchas de ellas fortificadas sin apenas penetración territorial. La portuguesa Goa, la holandesa Cochin, las británicas Madrás, Bombay y Calcuta y las francesas Masulipatan, Chandernagor y Pondicherry -a las que se añadirá después, entre otras, Calicut- eran las más importantes. La descomposición del Imperio del Gran Mogol a la muerte de Aureng-Zeb (1707), azotado por conflictos sucesorios y discordias entre hindúes y musulmanes, posibilitó la penetración territorial de los europeos, atizando y aprovechando dichas querellas en beneficio propio. Durante la primera mitad del siglo pareció que iba a configurarse una India francesa, por obra de los gobernadores generales de la Compagnie des Indes Beniot Dumas (1735-1741) y Joseph Dupleix (1741-1754), el último de los cuales consiguió, venciendo la oposición inglesa, poner bajo protectorado de su compañía el litoral del Carnatic y gran parte del Dekán. Pero, no bien comprendidos en la metrópoli, donde se primaban los asuntos europeos, no recibieron el apoyo que, en cambio, sí tuvieron de la suya los gobernadores de la East Indian Company. La destitución de Dupleix (1754) fue seguida de un tratado entre las compañías francesa e inglesa por el que se renunciaba a los protectorados. El posterior enfrentamiento con las tropas inglesas al mando de Robert Clive durante la Guerra de los Siete Años sentenció la derrota de Francia, que por el Tratado de París abandonaba prácticamente la India (con la excepción de Pondicherry, Chandernagor y algunas plazas más), mientras que la E.I.C. se convertía de hecho en soberana de Bengala. En los años siguientes, bajo el impulso del propio Clive y, posteriormente de los gobernadores Warren Hastings (1772-1785), Charles Cornwallis (1786-1793) y Richard Wellesley (1798-1805), se amplió tanto la ocupación efectiva inglesa cuanto el sometimiento a vasallaje de príncipes locales. Por otra parte, las condiciones de paz impuestas tras la cuarta guerra anglo-holandesa incluían la abolición del monopolio de la V.O.C. en Insulindia, quedando también los holandeses definitivamente relegados en este ámbito ante el empuje británico. Las relaciones con China debieron plantearse sobre bases distintas. Aquí, el reforzamiento del poder central impidió la penetración territorial europea y, aunque no se llegó a adoptar la política japonesa de supresión total de relaciones (holandeses, con ciertas condiciones, excluidos), desde los años veinte se confinó a los extranjeros en un ínfimo espacio junto a Cantón, debiendo negociar sin distinción entre ellos -aunque a largo plazo, el control que poseían de la zona y su comercio daría a los ingleses una posición dominante- con una corporación monopolista de mercaderes autóctonos. El comercio con el área del sudeste asiático se caracterizaba, básicamente, por la importación a Europa de productos exóticos, de lujo y semilujo, sin una contrapartida equivalente de mercancías. Especias, tejidos de algodón (las famosas indianas), tintes, nitrato (para la fabricación de pólvora), cueros, café, té, sederías, porcelanas y lacas chinas eran algunos de los artículos procedentes de esta área. Su importancia relativa varió con el tiempo. Las especias, dominantes en el siglo XVI, fueron desplazadas en el XVII por los productos y materias primas textiles, mientras en el XVIII el café y el té (sobre todo, este último) ocuparon un lugar cada vez más destacado, llegando a equipararse con aquéllos: hacia 1775, por ejemplo, los textiles representaban el 48 por 100 de las importaciones asiáticas de Inglaterra; el té, el 44 por 100. Originario de China -sólo hacia 1830 comenzaron a plantarse arbustos de té en territorio de dominio europeo (Java)- y traído a Occidente por la V.O.C. a principios del XVII, el consumo del té se difundiría muy lentamente al principio para imponerse en el Setecientos, sobre todo, en Inglaterra (y, por extensión, en sus colonias americanas, a cuya independencia, por el Boston tea party, estará siempre vinculado; en los Países Bajos nunca llegó a ser tan masivo), donde llegaría a convertirse en la bebida nacional. En 1780-1785 unas 10.000 toneladas anuales salían de Cantón, la mayoría destinadas a su consumo en Inglaterra, donde una buena parte era introducida clandestinamente por los otros países importadores. La drástica reducción de aranceles de 1784 (del 119 al 12,5 por 100) eliminó el contrabando y la reducción de precios consiguiente favoreció la extensión del consumo, aumentándose el volumen de las importaciones. Se estima que en los años noventa incluso los ingleses más pobres consumían de 5 a 6 libras al año y se había convertido ya en una bebida de civilización: Leandro Fernández de Moratín podía ironizar sobre los 21 apartados de la "lista de los trastos, máquinas e instrumentos que se necesitan en Inglaterra para servir el té a dos convidados en cualquier casa decente". El comercio asiático fue siempre deficitario para Europa, debiendo saldarse, pues, en metálico, y P. Chaunu ha estimado que, a lo largo de los siglos XVII y XVIII, un tercio de la producción americana habría terminado en Asia. La reducción del déficit pasó por la participación masiva en el comercio intraasiático (country trade), en complejos circuitos que iban desde el mar Rojo y el golfo Pérsico a las islas niponas en los que se negociaba (muchas veces, en beneficio de los agentes de las grandes compañías y no de éstas) con los más diversos productos (cobre japonés, café de Moka, sedas persas, cotonadas indias, opio indio destinado a China...), y donde también los ingleses fueron suplantando progresivamente a los holandeses. Pero una parte de la diferencia nunca se saldó: la presión británica sobre la India llevó consigo un auténtico drenaje de riqueza en favor de los occidentales, en forma de tributos y mercancías sin retorno y al que también contribuyó la desviación hacia Bengala de la financiación del tráfico cantonés. A las modificaciones que la nueva situación colonial iba produciendo en las estructuras sociales autóctonas, se añadirán a finales de siglo las consecuencias de las transformaciones industriales inglesas: crecieron los envíos de algodón en bruto a Europa, disminuyendo paralelamente la producción textil india, falta de materia prima, y aumentando la llegada de tejido inglés, ahora más barato. La estructura de la industria textil india se cuarteaba, apareciendo en lo sucesivo durísimas crisis de subsistencia. Pero la península sería, ya en el Ochocientos, una de las salidas de la producción industrial británica.