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Fotografía cedida por la Oficina Nacional Israelí de Turismo. Copyright Itamar Grinberg.
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La sal y las herramientas de hierro eran las dos mercancías que se intercambiaban a gran escala en China antes de la Revolución económica medieval. Los demás productos se limitaban a alimentar las demandas de las élites del país. De esta manera, resulta fácil entender que los mercados se concentraran alrededor de las ciudades en las que se establecían estos aristócratas. Todas las tiendas y puestos estaban sujetos a la autoridad estatal, controlando también los pesos y las medidas. Será hacia el siglo VIII cuando se produzca un primer desarrollo del comercio rural, generalmente de carácter periódico, mientras que los comerciantes urbanos establecían sus tiendas donde gustaban, alejándose del control gubernamental. El sistema de comercio se derrumbó en el siglo siguiente cuando se instauró una libertad de comercio de gran alcance, estableciéndose un eficaz sistema de aduanas a lo largo de todas las rutas imperiales que surtían de importantes ingresos al erario público. El aumento de la demanda de productos en el ámbito rural motivó la especialización de algunos campesinos, que se convirtieron en pequeños empresarios que buscaban el beneficio. Así surgieron nuevas ocupaciones relacionadas con la elaboración de aceites o de papel, el refinado del azúcar o la fabricación de utensilios de hierro, llegando los aldeanos incluso a importar las materias primas cuando no disponían de ellas. Este mercado de carácter local será la base de una estructura comercial a escala nacional, distribuida en tres regiones comerciales: la China septentrional, con capital en Kaifeng; la China centrooriental, estructurada alrededor de las ciudades del lago Tai; y la región de Sichuan, cuyo eje estaba formado por las urbes del llano de Chengdu. En estas regiones se daba un continuo comercio de productos de consumo diario, encabezados por textiles y cereales. El comercio interregional estaba casi limitado a productos como las porcelanas, los medicamentos o las sedas. No debemos olvidar que este entramado comercial se extendió hasta el Japón y el sureste asiático, llegando algunas rutas hasta la lejana Persia, siendo la más importante la famosa Ruta de la Seda. La estructura comercial llegó a un elevado grado de complicación, ejerciendo un papel importante los intermediarios que coordinaban las actividades de los viajantes y los comerciantes a pequeña escala. El desarrollo de la agricultura y del transporte supondrá el despegue de las ciudades, lo que se reflejó claramente en el urbanismo. Los viejos recintos amurallados se vieron desbordados, produciéndose significativas ampliaciones del entramado urbano. Más del 7% de la población china de la Alta Edad Media vivía en ciudades de 100.000 o más habitantes. La Revolución económica medieval llevó aparejada un interesante desarrollo científico y tecnológico. En la metalurgia se utilizó el carbón para separar el hierro de la ganga mientras que, en el arte militar, la pólvora evolucionó desde los fuegos de artificio hasta el mortífero explosivo, al tiempo que se inventaba el lanzallamas, el gas tóxico o el arma de fuego. Pero será la mecanización de la hilandería el invento que permitirá la mencionada revolución. En un primer momento se desarrolló en la sedería para tiempo después adaptarse a la hilatura de la fibra de cáñamo; hasta el momento no se sabe de su aplicación al algodón.
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Del progreso técnico que afectó a las comunicaciones marítimas se habla en otro capítulo. Subrayamos aquí el notable crecimiento del volumen de las flotas y la consiguiente expansión de la construcción naval y del tráfico de productos en ella utilizados: madera, alquitrán, lonas .... (naval stores para los ingleses). El semimonopolio que en este aspecto habían conseguido las Provincias Unidas durante el siglo anterior quedaba deshecho con el florecimiento de los astilleros ingleses y franceses, sobre todo, así como los de los países escandinavos, Bélgica, Prusia, España y Portugal y aun los de las 13 colonias americanas. Según R. Romano, en 1786 la marina mercante europea totalizaba cerca de 3.400.000 toneladas, muy desigualmente repartidas entre los distintos países. Inglaterra, con cerca de 900.000 toneladas -el crecimiento en un siglo había sido del 260 por 100-, acaparaba algo más de la cuarta parte, seguida por Francia (21,6 por 100), Holanda (11,7 por 100) y los países escandinavos (16,4 por 100, en conjunto). Era esto un fiel reflejo de la posición que los citados países ocupaban en el ámbito comercial. El comercio holandés, como ha demostrado J. de Vries, se mantuvo básicamente estable en cifras absolutas durante la mayor parte del siglo, y Amsterdan continuó ejerciendo su función de almacén internacional de mercancías. Pero, dada la evolución general, la estabilidad equivalía a una disminución relativa. Las causas, lejanas, se remontan a la presión económica y militar ejercida por Inglaterra y Francia desde 1660, aproximadamente, añadiéndose a ello el declive de su propia industria y de su papel de intermediario comercial por el desarrollo de industrias y flotas en otros países, así como la progresiva orientación de sus capitales a las altas finanzas. Sólo a finales de siglo, tras su derrota en la cuarta guerra anglo-holandesa y la guerra civil de 1787-1788, se iniciaría la decadencia en términos absolutos, aun manteniendo un más que digno nivel en el concierto internacional. La carrera de Inglaterra hacia la primacía del comercio mundial se había iniciado en el siglo XVII y la promulgación de las Leyes de Navegación, que protegían su marina mercante y ordenaban el monopolio del comercio colonial había sido un importante instrumento para ello. Luego fue ganando mercados progresivamente, aprovechando en más de una ocasión victorias militares. El Tratado de Methuen con Portugal (1703) le otorgó un lugar privilegiado en las transacciones con las colonias lusas, asegurándole el acceso al oro brasileño. Las concesiones hispanas tras la Guerra de Sucesión, le facilitaron la penetración en la América española -navío de permiso y asiento de negros, antes en manos francesas- y el control de Gibraltar y Menorca le aseguró la apertura del Mediterráneo. Por otra parte, los avatares dinásticos le proporcionaron la avanzadilla de Hannover en el Continente. Y continuó expandiéndose en Asia, mientras que la independencia de las colonias americanas le afectó sólo coyunturalmente. Francia, que también aspiraba a alzarse con la supremacía comercial, representó una dura competencia durante los dos primeros tercios del siglo. Pudo beneficiarse de los aspectos positivos de la herencia colbertista, particularmente en lo que respecta a la posesión de unas manufacturas de lujo reputadas internacionalmente y de la mejora de su explotación colonial, así como de las ventajas obtenidas en su alianza con España y otros países europeos. Su comercio internacional se triplicó en precios constantes; en precios corrientes casi se quintuplicó, entre 1716 y las vísperas de la Revolución. Pero, finalmente, no pudo desbancar a Inglaterra como primera potencia comercial. El enfrentamiento militar entre ambos países en la Guerra de los Siete Años selló el triunfo colonial y comercial británico, reforzado por el crecimiento industrial de la isla, lo que, por otra parte, introducía un elemento diferencial clave en la estructura del comercio exterior de ambos países. Las tasas de crecimiento del comercio inglés en las últimas décadas del siglo (1779-1802: 4,9 por 100 anual) eran mucho mayores que las francesas por las mismas fechas (1,4 por 100, aproximadamente). Inglaterra, Francia y las Provincias Unidas no estuvieron solos, por supuesto. Todos los Estados y entidades con salida al mar desarrollaron su comercio, destacando particularmente los países nórdicos y las ciudades hanseáticas. Los países ibéricos, aunque relegados a un papel secundario, conocieron también la expansión, sobre todo en la segunda mitad del siglo. En esencia, la política económica aplicada por Inglaterra y Francia durante casi todo el siglo XVIII se inspiraba en principios de corte mercantilista. Como es sabido, los mercantilistas, para quienes los metales preciosos constituían la medida de la riqueza, situaban el centro de la actividad económica en la esfera de los intercambios y, fuertemente intervencionistas, asignaban a los poderes públicos la tarea de velar por el desarrollo económico. La protección de la moneda nacional y del espacio económico interno y el fomento de la producción industrial como medio de reducir importaciones e incrementar exportaciones eran asuntos prioritarios y encaminados a la finalidad esencial, la de conseguir una balanza comercial positiva. Y su visión esencialmente estática de la vida económica -en la que el enriquecimiento de un país implicaba el empobrecimiento de los demás convertía al comercio en una práctica agresiva generadora de choques y conflictos cuya resolución debería abordarse mediante la negociación o la guerra. Por su parte, muchos soberanos representantes del absolutismo ilustrado vieron en los principios mercantilistas el instrumento idóneo para acortar con rapidez la distancia que separaba a sus países de los más desarrollados. Se crearon así (en Austria, Prusia, Portugal o Rusia, por ejemplo) organismos administrativos destinados a fomentar el comercio y la industria y a controlar la balanza comercial, a imitación del Consejo de Comercio francés (creado en 1665) y del inglés Departamento de Importaciones y Exportaciones (1696). Y la aplicación de rigurosos aranceles proteccionistas, la promulgación de leyes de navegación sobre el modelo inglés, la creación de compañías monopolísticas, la designación de puertos privilegiados en los que se centralizaba el comercio o bien de puertos francos en los que ciertas mercancías -generalmente, las destinadas a la reexportación- circulaban libres de impuestos y otras medidas similares fueron norma común. Aunque no faltarían casos (Provincias Unidas y Hamburgo desde 1727) en que se recurriría a medidas contrarias, como los aranceles relativa o abiertamente bajos, para mantener o fomentar su papel de intermediarios comerciales. Las colonias constituían un elemento esencial del sistema y, por lo tanto, ocuparon un destacadísimo lugar en la vida económica de la época, como importante fuente de metales preciosos, materias primas, comestibles y otros productos exóticos, a la vez que como mercados para la producción europea. Como consecuencia de ello -aunque no faltara el afán colonizador y evangelizador en las acciones españolas, y la curiosidad científica impulsara cada vez con más fuerza notables hazañas individuales-, se produjo en este siglo una considerable expansión colonial, sobre todo, en el Continente americano, aún escasamente dominado, y en el sudeste asiático. Y aumentó progresivamente su protagonismo en las relaciones internacionales, proyectándose en ellas o estando en el origen de los conflictos armados europeos, que adquirieron así por primera vez una dimensión geográfica prácticamente mundial y afectaron de lleno a la propia configuración colonial. Concebidas como una prolongación complementaria del territorio metropolitano, eran explotadas en régimen de monopolio y su economía estuvo regulada rígidamente por las metrópolis en función de sus propios intereses. Ahora bien, ninguna potencia pudo asegurar sin fisuras tal monopolio ni evitar, por lo tanto, un floreciente contrabando, realizado no pocas veces con la tolerancia y aun con la participación activa de las autoridades locales. Y la combinación en el último tercio del siglo de factores diversos, desde la mejor defensa de los intereses de los colonos a la autosuficiencia vivida por algunas colonias durante la Guerra de los Siete Años, así como el peligroso precedente de la independencia de los Estados Unidos y la influencia de las nuevas teorías económicas -que en su formulación extrema, como se verá en otro capítulo, cuestionaban la existencia misma de las colonias-, empujaron a las potencias, en las últimas décadas del siglo, a relajar el rigor de la reglamentación comercial. La apertura por parte de Francia e Inglaterra de ciertos puertos antillanos a navíos extranjeros poco después de la Guerra de los Siete Años o la abolición del monopolio de Cádiz para comerciar con América (1778), abriendo al comercio colonial los más importantes puertos de España y América, medidas luego ampliadas con el Decreto de Neutrales de 1797, son ejemplos de ello. Las compañías monopolísticas de comercio, institución emblemática mercantilista, vivieron su última etapa de esplendor. Como hemos apuntado, fueron muchas las nacidas a lo largo del siglo: en los países bálticos (Compañías suecas y danesas de China y de Levante), España (Compañías de Caracas, Honduras, La Habana, Barcelona, Filipinas), Portugal (Compañías de Para, Pernambuco y Maranhao), Prusia (Compañía del Mar del Norte), Rusia (Compañías de Kamchatca y del Mar Negro), el Imperio (Compañía de Levante de Trieste o, en territorios dependientes del emperador, la Compañía de Ostende, cuyo sacrificio fue exigido por Holanda e Inglaterra como contrapartida al reconocimiento de la Pragmática Sanción). La protección oficial de que gozaban, sus privilegios y la capacidad para concentrar capitales, reforzados a veces con aportaciones estatales, eran, como se sabe, sus principales armas. Pero también arrastraban lacras, algunas estructurales. La dependencia estatal, su gigantismo y burocratización coartaban su libertad de acción y exponían su gestión a múltiples corruptelas; los gastos de administración de sus territorios, cuando habían de correr con ellos, eran enormes; su exclusiva dedicación a una actividad y un espacio determinados, tampoco resultó, a la larga, positiva; contaban, además, con la oposición de los comerciantes que no participaban en ellas, que eran muchos... Inglaterra tomó tempranamente medidas de liberalización, disolviendo en 1689 la Compañía de los Mercaderes Aventureros, compañía reglamentada -en la que los mercaderes actuaban a titulo individual, pero respetando una reglamentación común-, que había controlado el comercio con ciertas partes de Europa. En 1752 la Royal African Company, que monopolizaba la trata de negros, se transformó en una compañía reglamentada. Y ninguna de las dos compañías más importantes -las de las Indias Orientales Holandesa (V.O.C.: Vereenigde Oostindische Compagnie) e inglesa (E.I.C.: East India Company)-, modelos reiteradamente imitados desde su aparición en los albores del Seiscientos, llegó incólume al final del siglo. A los enormes gastos bélicos y efectos de la corrupción los empleados de ambas utilizaban medios de la compañía en beneficio propio en el comercio intraasiático-, se sumaron los problemas financieros -muy agudos en la V.O.C., cuyos dirigentes recurrieron sistemáticamente al endeudamiento para mantener los elevados dividendos que la hicieron famosa-, y la desconfianza metropolitana a la excesiva independencia de sus agentes. La E.I.C., muy reformada, vio disminuir su autonomía (Regulating Act, 1773), y tras nuevas reformas, la administración de sus territorios quedó bajo control estatal (India Act, 1784). En cuanto a la V.O.C., fue liquidada en 1795-1796, dejando tras sí la descomunal deuda, según recoge J. de Vries, de más de 130 millones de florines. El ciclo vital de las compañías monopolísticas, inexorablemente, se iba cerrando, por más que algunas la inglesa de la Bahía de Hudson, por ejemplo- subsistan testimonialmente en la actualidad. La flexibilidad de la empresa comercial privada, de modesto tamaño la mayoría de las veces, fundada y disuelta con rapidez en función de las concretas y cambiantes circunstancias, abierta al comercio de todo tipo de mercancías y también a actividades no estrictamente comerciales en todos los ámbitos geográficos, capaz de asociarse con otras similares y sometida exclusivamente a la protección de la legislación general de su país de origen, terminaba imponiéndose. Su papel en la actividad comercial había ido creciendo a lo largo del siglo y sería el tipo de empresa que, vigorosamente, traspasaría las fronteras del XIX. Se estaba llegando al final de la etapa mercantilista. Las críticas teóricas a aspectos más o menos medulares de sus planteamientos, surgidas ya en el siglo anterior -el francés Pierre Le Pesant de Boisguilbert o los ingleses Thomas Mun, sir William Petty o sir Josiah Child son ejemplos de ello-, arreciaron progresivamente, reforzadas por una experiencia práctica cada vez más rica y compleja. Los denominados neomercantilistas franceses (François Mélon, François Véron de Forbonnais), los cameralistas alemanes (Von Justi, Von Sonnenfels) y, sobre todo, los preliberales ingleses (entre los que destaca el filósofo David Hume) insistieron, entre otras cuestiones, en el olvido en que los mercantilistas tenían a la agricultura volveremos sobre ello más adelante-; comenzaron a ver en la producción la auténtica riqueza y subrayaron cómo es más importante la velocidad de circulación de la moneda que la mera acumulación de metales preciosos; presentaron el comercio como beneficioso para todos los que participaban en las transacciones y se sustituyó la apelación a la balanza comercial por el concepto más amplio de balanza global de pagos, cuyo equilibrio o resultado positivo debía buscarse mediante compensaciones multilaterales; y, por supuesto, se atacó el proteccionismo imperante. Las críticas cristalizaron en nuevas doctrinas económicas abiertamente opuestas al mercantilismo: la fisiocracia y, especialmente, el liberalismo, de los que se hablará oportunamente. Y éstas, en medidas prácticas -a algunas de ellas se ha aludido anteriormente- que anunciaban una nueva época.
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Sabemos pocas cosas del comercio exterior. La escasez de datos es especialmente notoria hasta 1850. Las series estadísticas son breves y discontinuas. Como idea general se puede apuntar que su evolución corre pareja a la dinámica industrial y agraria: escaso crecimiento hasta 1854 y expansión desde entonces. El comercio exterior estuvo, sobre todo, influido por la pérdida de parte de las colonias en esta primera mitad de siglo, pues absorbían más del 50% de nuestro comercio. A partir de 1830, y sobre todo desde 1840, se va rehaciendo (volverán a iniciarse contactos con las antiguas colonias). Se acelera en la década de 1850 sobre todo por influencia de la Guerra de Crimea, de la que España sale beneficiada. Francia e Inglaterra son, a partir de 1850, los países de destino de dos tercios de las exportaciones españolas, al tiempo que son sus proveedores más caracterizados. El déficit en la balanza comercial será un hecho crónico en la economía española. La estructura del comercio exterior se caracteriza por el predominio en las exportaciones de materias primas (minerales) o agrícolas (especialmente vinos), lo que refleja el atraso económico español en relación con los países desarrollados durante la primera mitad del siglo XIX. Las importaciones presentan un cuadro menos homogéneo. En 1829, materias primas que España no tiene: azúcar, café, cacao, tabaco, pesca salada y tejidos. En 1840 las materias primas ya son, además de alimenticias, industriales (acero, hierro, cobre). Las de hierro decrecen en 1841 como consecuencia de la protección vasca. En la década de 1850 se importa trigo algún año (crisis de 1856), pero se hace muy evidente el aumento del hierro y carbón por el proceso de industrialización español. La balanza comercial deficitaria se equilibra gracias a los saldos positivos del comercio colonial, la colocación de papel de la deuda exterior y la entrada de capitales extranjeros como aportación de base para la constitución de las más importantes sociedades anónimas. La política de aranceles produjo una constante polémica ideológica entre el proteccionismo y el librecambismo, vinculada, además, a los intereses económicos regionales y a la coyuntura económica. Desde 1802 hasta la guerra de la Independencia se dan los primeros pasos para un arancel proteccionista moderno, suprimiendo el mercantilismo. Entre 1815 hasta 1841, cuando se han perdido la mayoría de las colonias, España sufre una etapa marcadamente proteccionista. Desde la década de los cuarenta comienza a ganar terreno el librecambismo, en medio de continuas controversias, aunque éste no estará vigente hasta el arancel de Laureano Figuerola de 1869.
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El comercio intereuropeo fue el más importante por volumen y valor, pero su peso relativo descendió paulatinamente ante el avance de los intercambios con el resto del mundo. Creció, no obstante, en cifras absolutas -el número total de navíos que atravesó el Sund, por ejemplo, se multiplicó por 7,5 entre 1716-1718 y 1780- y se expandieron las redes comerciales, desbloqueándose zonas y países que hasta entonces habían permanecido un tanto al margen de los circuitos occidentales, siendo el ejemplo más claro Rusia, cuyo movimiento portuario pasó de un valor global de menos de 3.500.000 rublos en 1719 a 77.500.000 en la década de los ochenta. Subsistieron importantes centros comerciales en el interior. Las ferias de Leipzig o Francfort, por ejemplo, fueron puntos de enlace entre la Europa occidental (Alemania, Países Bajos, Francia) y la central y oriental (hasta Rusia), e industrias como la de Verviers (principado de Lieja) debieron su prosperidad, sobre todo, a las salidas interiores (Alemania, en buena medida). Dominaba, sin embargo, el comercio marítimo y, dentro de éste, el protagonizado por los puertos de la fachada atlántica y el norte de Europa, mientras la importancia relativa del Mediterráneo -que siguió la tónica general en valores absolutos- siguió un camino descendente, y puertos como Venecia o Génova quedaron limitados a un papel meramente regional. La estructura de este comercio continuó basada en el tradicional intercambio de alimentos y materias primas por productos elaborados, a los que se añadían ahora los géneros coloniales. Del Sur partían hacia el Norte, entre otras mercancías, trigo siciliano, lanas españolas, vinos y frutas de España e Italia; del Este hacia Occidente, granos polacos (aunque sin alcanzar las cifras-techo de principios del XVII) y, aumentando progresivamente su importancia, cobre, hierro y maderas suecos, hierro ruso, fibras textiles (lino y cáñamo) y pertrechos navales del Báltico... Y las potencias occidentales recibían y reexpedían estos productos a la vez que vendían y transportaban sus excedentes industriales (textiles, metalúrgicos, artículos de lujo y de mercería...) y reexportaban los coloniales, capítulo que reportaba cuantiosos beneficios -en 1772-1774, por ejemplo, los precios de reexportación del azúcar, tabaco y café doblaban prácticamente los de importación- gracias a los que conseguían saldar positivamente sus balanzas comerciales. Diversas modificaciones a lo largo del siglo reflejaban los resultados de la aplicación de medidas mercantilistas. Los esfuerzos por potenciar la producción propia y reducir las importaciones llevaron, en algún caso concreto, a invertir la tendencia general del comercio: en la Prusia de Federico II, por ejemplo, el valor total de los intercambios exteriores entre 1752 y 1782 se redujo en dos tercios. Portugal y España, por otra parte, consiguieron disminuir su dependencia de Inglaterra en el primer caso, de Francia e Inglaterra en el segundo durante las últimas décadas del siglo. El desarrollo de las marinas escandinavas introdujo un nuevo elemento perturbador en un panorama dominado hasta entonces abrumadoramente por la trinidad Gran Bretaña-Francia-Provincias Unidas. Y nuevos puertos cobraron un mayor protagonismo en detrimento de alguno de los tradicionalmente grandes. Las ciudades hanseáticas, y especialmente Hamburgo, fueron cada vez más fuertes rivales de Amsterdam. Hamburgo se beneficiaba de su posición sobre el Elba y su conexión con Leipzig, lo que le daba fácil acceso al interior de Alemania, y de su proximidad al Báltico. Creciendo, sobre todo, a partir de la Guerra de los Siete Años, en los años ochenta y noventa era ya el gran puerto de salida, entre otras producciones, de los textiles de Silesia, y paso casi obligado para la introducción de géneros exóticos y coloniales en Alemania. Pero si exceptuamos el declive del comercio holandés, al que nos hemos referido con anterioridad, las modificaciones no fueron sustanciales. Inglaterra y Francia dominaban el comercio intereuropeo y éste era esencial para ambos. Según los datos publicados por E. Schumpeter y R Davis, para Inglaterra, y por P. Butel, para Francia, en torno a 1788 de Europa proceden el 49 y el 57 por 100, respectivamente, de las importaciones de ambos países y hacia ella se dirigen el 58 y el 62 por 100, también respectivamente, de sus exportaciones. Son similares en ambos casos los valores de su relación con su entorno próximo. Cambian por completo, sin embargo, en la periferia. La Europa del Norte es fundamental para las importaciones inglesas: no podría pasar sin el hierro sueco y, sobre todo, ruso, ni sin los pertrechos navales (naval stores) del entorno del Báltico, mientras que sus exportaciones son allí débiles. Para Francia, por el contrario, esta área absorbe la cuarta parte de sus exportaciones (géneros coloniales, sobre todo). Y el Mediterráneo y la Península Ibérica es un área mucho más importante para Francia que para Inglaterra. Había, sin embargo, diferencias esenciales en cuanto a la estructura del comercio en ambos países, fiel reflejo del distinto grado de evolución de sus economías. Mientras la reexportación de productos coloniales no dejó de ocupar un lugar destacado en las ventas al exterior de Francia, para Inglaterra, aun siendo importantes, fueron poco a poco desbancadas del primer puesto por productos manufacturados; y éstos contaron con el mercado de los ya independientes Estados Unidos, que no tenía equivalente en absoluto en el mundo colonial francés.
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Uno de los artículos del "Capitulare de villis" pide que los intendentes de los dominios reales dispongan de una amplia gama de artesanos: herreros, orfebres, plateros, zapateros, carpinteros, fabricantes de sidra, etc. Si ésta era la aspiración común de todos los grandes propietarios, podemos colegir que la existencia de talleres dominicales era el complemento necesario para una plena autarquía económica. La gran explotación rural del Alto Medievo debería bastarse a sí misma una vez satisfechas las necesidades del señor. No parece que fuera ésta la realidad. El mismo capitular antes mencionado aconseja a los intendentes que negocien una parte de la producción de los dominios reales. Las diferencias de suelos o la irregularidad de las cosechas forzarían, sin duda, un cierto tráfico de productos, aunque sólo fuera entre las villas de un mismo propietario. "Los frutos del trabajo campesino, afirma G. Duby, entraban de un modo natural en un cierto comercio". Diversas disposiciones -algunas no estrictamente económicas- nos hablan de la existencia de ese tráfico mercantil dentro de las fronteras del mundo franco. Así, en el 744, Pipino el Breve recomienda a los obispos el mantenimiento de mercados en sus diócesis. Carlomagno -consumado ordenancista- impone en la Admonitio generalis del 789 la unidad de pesos y medidas en todo el reino y en el capitular de Thionville del 805 trata de impedir los abusos de los mercaderes de escasez. Luis el Piadoso coloca en el 822 a todos los mercaderes bajo una paz especial. Carlos el Calvo reitera este tipo de medidas en el 864. Los emperadores otónidas -fieles a la memoria de Carlomagno- fundaron mercados en Germania concebidos no sólo como instrumentos económicos sino también como instituciones de paz. ¿En qué forma se acaban manifestando estas actividades mercantiles? En algunos casos estamos ante reuniones periódicas de mercaderes que ya se daban en el periodo anterior. Serán, por ejemplo, las ferias (nundinae) de Saint Denis, celebradas junto al monasterio parisino de este nombre y que eran, tradicionalmente, ferias de vino. Desde el 775 se añadieron otras reuniones en febrero. Su carácter deja de ser local para convertirse con la presencia de lombardos o anglosajones, en verdaderamente internacional. En otros casos, ciertas expresiones acaban identificándose también -en mayor o menor grado- con actividades mercantiles de muy distinto alcance. Los documentos, así, nos hablan de portus, wik, burk (o borough), gorod o pagus mercatorum según los países. Difícilmente pueden identificarse estos vocablos con ciudades plenamente desarrolladas. Se trata, por lo general, de áreas acotadas para el almacenamiento y exposición de productos. El portus de Durstel, importante núcleo comercial en las costas de los Países Bajos, no era más que un camino bordeado de almacenes a cuyos propietarios se había dotado de una parroquia. Algo similar se podría decir del pagus mercatorum establecido al pie de las murallas de Ratisbona en el siglo IX. Aparentemente no difieren mucho estos núcleos de las agrupaciones artesanales de los grandes dominios o de los monasterios. Algo parecido cabe decir de los burhs de la Inglaterra de Alfredo el Grande y del Danelaw o de los goroda de los países eslavos. Se trata, por lo general, de aglomeraciones en principio modestas surgidas en centros de intercambio o al calor de los recintos amurallados. Otra cuestión es que, con el discurrir del tiempo, se conviertan en florecientes núcleos urbanos. Y otra cuestión es también que, desde determinado momento, ciertos portus, goroda, etc., sean centros de un comercio algo más que local o regional. Que la disolución política del imperio carolingio y las incursiones de normandos, sarracenos o magiares dificultaron el tráfico mercantil es algo que queda fuera de duda. Pero es también indudable que se trató de males pasajeros. La fase del comercio sucede a la de la rapiña... y en más de una ocasión coexiste con ella. Así, núcleos de población como York o Ruan, convertidos en capitales de principados normandos, acabaron siendo lugares privilegiados para los intercambios mercantiles más allá de Northumbria o de Normandía. Hablar de la expansión normanda supone introducirnos en los grandes circuitos mercantiles internacionales.