Claroscuro del Barroco Destaca en El carnero, al hilo de la narración de los acontecimientos locales, más o menos anecdóticos, una serie de reflexiones morales y religiosas sobre temas típicos de la época en que fue escrita la obra, y que no se explican solamente por la intención del autor de contrarrestar los vicios y males que relata con dictámenes moralizadores que le evitaran roces y enfrentamientos con las autoridades oficiales. Se trata, en general, de consideraciones que tienen una intención ejemplarizadora y que deben situarse dentro del conocido claroscuro barroco, en el que se dan unidos el primor y la fineza espirituales y el desgarro y la chabacanería de lo popular. Contraste, en el caso de El carnero, con los lances del amor lujurioso y los crímenes que relata. De tales lances amorosos no están exentos, como es natural, quienes ostentan altos cargos: Las plazas de virreyes, gobernadores, presidentes y oidores no impiden pasiones amorosas, porque aquéllas las da el rey y éstas naturaleza, que tienen más amplia jurisdicción (cap. XXI). Entre las reflexiones aludidas, anoto, en primer lugar, la dedicada por Rodríguez Freyle al amor mundano y la lujuria. En el relato o cuento o historielas del capítulo XVIII sobre los amores de doña Luisa Tafur --casada con Francisco Vela -- con don Diego de Fuenmayor, en los que ayudaban a aquélla su hermano don Francisco Tafur y el maestro Alonso Núñez, éstos pagan con su vida el asesinato de Vela. Tal final lleva al autor a apostillar: Porque éste es el pago del amor mundano. Y añade: La lujuria es una incitación y aguijón cruel de maldades, que jamás consiente en sí quietud; de noche hierve y de día suspira y anhela. Lujuria es un apetito desordenado de deleites deshonestos, que engendra ceguedad en el entendimiento y quita el uso de la razón y hace a los hombres bestias. Otro tema es el de los celos --el mayor monstruo los celos, asunto calderoniano--, que Rodríguez Freyle toca en los capítulos XIII y XIX de su libro. La esposa del fiscal Orozco entendió el mal latín de su marido, con lo cual tenían malas comidas y peores cenas, porque es rabioso el mal de los celos; por lo menos, hay opiniones que se engendraron en el infierno. Salieron de muy buena parte para que no ardan, abrasen y quemen. Los celos son un secreto fuego que el corazón en sí mismo enciende, con que poco a poco se va consumiendo hasta acabar la vida. Es tan rabioso el mal de los celos, que no puede en algún pecho, por discreto que sea, estar de alguna manera encubierto. Así, la fiscala dio cuenta de sus celos al visitador, el cual la consoló y le prometió el remedio para su quietud en que la despidió algo consolada, si acaso celos admiten consuelo (cap. XIII). Y páginas adelante, el autor insiste: Los celos son un eterno desasosiego, una inquietud perpetua, un mal que no acaba con menos que muerte, y un tormento que basta la muerte dura. El hombre generoso y que es señor de su entendimiento ha de considerar a su mujer de tanto valor, que ni aun por la imaginación le pasara ofenderte; y él se ha de tener en tanta estima, que sólo su ser le baga seguro de semejante ofensa y afrenta. Lo que se saca de tener celos es que si es mentira, nunca sale de aquel engaño, antes va en él consumiendo siempre; y si es verdad, después le pesa de haberlo visto, y que será más estarse en dubda (cap. XIX). Sobre la virtud y el vicio, Rodríguez Freyle escribe con brevedad, pero con galanura de estilo y todo un rosario de imágenes. El hombre --dice-- con la virtud se hace más que hombre; y con el vicio, menos que hombre. La virtud es un alcázar que nunca se toma, río que no le vadean, mar que no se navega, fuego que nunca se mata, tesoro que siempre se torna, atalaya que no se engaña, camino que no se siente y fama que nunca perece (cap. XX). Y a la maledicencia también dedica el autor su párrafo moralizante. Tanto es mayor --escribe-- el temor cuanto fuere más fuerte la causa. El bravo animal es un toro, espantosa la serpiente, fiero un león y monstruoso el rinoceronte; todo vive sujeto al hombre, que lo rinde y vence. Un solo miedo halló, el más alto de cuerpo, el más invencible y espantoso de todos, y es la lengua del maldicente murmurador, que siendo aguda saeta, quema con brasas de fuego la herida; y contra ella no hay reparo, no tiene su golpe defensa, ni lo pueden ser fuerzas humanas. Y pues no las hay corte el murmurador como quisiere, que él se cansará o se dormirá. Muchos daños nacen de la lengua, y muchas vidas ha quitado. La muerte y la vida están en manos de la lengua, como dice el sabio, aunque el primer lugar tiene la voluntad de Dios, sin la cual no hay muerte ni vida. Muchos ejemplos podría traer para en prueba de lo que voy diciendo; pero sírvanos sólo uno, y sea el de aquel mancebo amalequita que le trajo la nueva a David de la muerte de Saúl, que su propia lengua fue causa de que le quitasen la vida (cap. XV). Otro tema propio de toda una corriente de escritores de la época y que echaba sus raíces en la Edad Media es el del ataque de la riqueza material, a los bienes temporales. Así, tras afirmar que sólo el licenciado jerónimo Lebrón, Gobernador, y el doctor Andrés Díaz Venero de Leiva, Presidente, salieron del Nuevo Reino sin zozobras y disgustos, y después de hacer una leve reflexión sobre la malicia humana y la afición de los hombres a buscar solamente sus intereses materiales, por pequeños que sean, Rodríguez Freyle escribe: ¡Oh bienes temporales, que sois a los que os tienen una hipocresía con que los aventáis y ponéis hinchados, dándoles una sed perpetúa de beber y más beber, y nunca se hartan! Y como ni permanecéis con el sufrido, ni agradáis al congojoso, ni dais poder al Reino, ni a las dignidades honra, ni con la fama gloria, ni placer en los deleites; y siendo tan poco vuestro poder, ¡cómo arrestamos el nuestro por alcanzaros, y cómo si os alcanzamos no sabemos usar de vosotros! Antes por el mesmo caso que sois de algunos más poseídos, mayores cautelas hacemos y más fuertes lazos armamos contra nuestros prójimos. Por llevaros adelante con mayor crecimiento, despreciamos la carne, la naturaleza y a Dios Nuestro Señor, por preciarnos de vosotros. Como se ve, esas ideas se mantienen dentro de la línea ascética tradicional de desprecio y denigración de la riqueza material. Pero el autor se apunta también, más concretamente, a la doctrina de fray Antonio de Guevara en Menosprecio de Corte y alabanza de aldea, como se advierte con claridad en el párrafo siguiente: Dichoso aquel que lejos de negocios, con un mediano estado, se recoge quieto y sosegado, cuyo sustento tiene seguro en los frutos de la tierra y su cultura, porque ella como madre piadosa le produce y no espera suspenso alcanzar su remedio de manos de los hombres tiranos y avarientos. Pero el tema del menosprecio de la riqueza le resultaba tan grato a Rodríguez Freyle, que por ello insiste: Aquel príncipe llevó una mortaja, y este rey lleva otra mortaja, de todos los tesoros que tuvieron en esta vida. Lector, ¿qué llevaron sus antepasados de todo lo que tuvieron en esta vida? Paréceme que me respondes que solamente una mortaja. Por manera que a todos no les duran más las riquezas, bienes y tesoros, que basta la sepultura. Las riquezas son para bien y para mal; y como los hombres se inclinan más al mal que al bien, por esto las riquezas son ocasión de muchos males, principalmente de soberbia, presunción, ambición, estima de sí mismos, menosprecio de todos Y olvido de Dios (cap. XXI). En una obra como El carnero no podía faltar tampoco, en la razón de la época en que está escrita, alguna consideración sobre la muerte. El autor, como ya he dicho, extrae frecuentemente de los hechos que narra consecuencias morales, o hace reflexiones sobre los casos que relata. Así, ésta acerca de la muerte con otro y de la de los que están en la cárcel: De buena gana desea morir juntamente con otro el que sabe sin duda que ha de morir; a los que están encerrados y presos les crece el atrevimiento con la desesperación, y como no tienen esperanza, toma atrevimiento el temor (cap. XII). Ocho capítulos después, refiriéndose a la cambiante fortuna del doctor de Espinosa Saravia, Rodríguez Freyle saca esta conclusión: Por manera que placeres, gustos y pesares acabaron con la muerte. La muerte es fin y descanso de los trabajos. Ninguna cosa grande se hace bien de la primera vez; y pues tan grande como es morir, y tan necesario el bien morir, muramos muchas veces en la vida, por que acertemos a morir aquella vez en la muerte. Como de la memoria de la muerte procede evitar pecados, ansí del olvido de ella procede cometerlos (cap. XX). Pero si todos los datos anteriores fueran insuficientes para demostrar la mentalidad barroca de Rodríguez Freyle, hay una prueba más que la confirma. Me refiero a la idea típicamente barroca del mundo como teatro o representación. El calderoniano gran teatro del mundo aparece, en efecto, en El carnero, cuando, tras referirse a los Presidentes y Gobernadores que fueron a Nueva Granada, el autor escribe: Y para que se entienda mejor esta representación del mundo, es necesario que salgan todas las personas al tablado, porque entiendo que es obra que ha de haber qué ver en ella, según el camino que lleva (cap. XX).
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Nadie como Degas supo recoger el ambiente de las clases de danza y las actuaciones de los ballets, que se convertirán en los temas favoritos, y casi exclusivos, de su pincel. No era fácil pintar sobre los ensayos, ya que estaba prohibido el acceso a estas salas. Degas conocía bien el teatro de la Ópera debido a sus frecuentes visitas y empleó la Sala Verde como marco de esta escena, considerada como la primera que hizo con esta temática. Parece probable que contratara a algunas bailarinas para que posaran en el estudio, puesto que con seguridad él no pudo contemplar estos ensayos previos. En una amplia habitación observamos a una bailarina en el centro, esperando la orden para interpretar su actuación individual. Quizá se trate de Joséphine Gaujelin. Su figura se refleja en el espejo que hay detrás, recurso que en su momento fue un gran atrevimiento pictórico, al confundirse la ilusión con la realidad. Al fondo, otras bailarinas hacen sus ejercicios de estiramiento, apoyándose en la tradicional barra de ballet. Entre ellas se sitúa la puerta de la sala, entreabierta para dejar pasar un ligero rayo de luz. En la zona de la izquierda aparece el grupo más numeroso de figuras, presidido por el maestro de baile, Monsieur Gard. Tras este grupo de bailarinas, en un gran espejo enmarcado se refleja la ventana de la izquierda, cubierta con elegantes visillos blancos. Precisamente la luz es una de las protagonistas indirectas de la composición; penetra por la izquierda de la escena a través de esos finos cortinajes e ilumina a las muchachas que están inmediatamente detrás de Gard. Mucho más tamizada, ilumina la figura central y las del fondo, advirtiéndose otro rayo de luz en la puerta entreabierta. De esta manera, el artista concentra nuestra atención en estos detalles lumínicos, dispersos por todo el lienzo. Otro de sus grandes logros es la perspectiva y la profundidad al abrir el espacio a través de un complejo juego de espejos y reflejos, consiguiendo un magnífico efecto de movimiento y realismo. Pero la gran preocupación de Degas sería el color, la organización armónica de un reducido número de tonos. El color predominante es el blanco de los vestidos, mientras que el rosa de las zapatillas y de las cintas ocupa un papel secundario. La fuente empleada por el pintor para organizar el color blanco sería la obra de James M. Whistler, quien había defendido la idea del paralelismo existente entre la música y el color. A ese predominio del blanco contrasta el color negro del traje del maestro y los sienas de suelo y paredes, que crean un pronunciado contraste entre las tres tonalidades. No hay que olvidar la magnífica sensación atmosférica creada por Degas en la estancia, que diluye los contornos de las figuras, como ya hizo el gran Velázquez. Para ello aplica una pincelada más suelta, sin olvidar una perfecta base de dibujo.
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Compañera de la Clase de danza, en esta escena vuelve Degas a interesarse por los ensayos de ballet. Ahora ha cambiado de sala, eligiendo las más grande y lujosa de las existentes en el Teatro de la Opera. Aunque el pintor no pudiera asistir a los ensayos por estar absolutamente prohibido, su conocimiento del lugar y su gran imaginación hacen que consiga su propósito.El maestro de ballet que pide silencio con la mano levantada es Louis Merante, antiguo bailarín; junto a él contemplamos a un violinista que espera que reine el silencio para iniciar el ensayo. La bailarina preparada en la zona izquierda es Mlle. Hugues, quien posó en el estudio de Degas en numerosas sesiones. Al fondo se abre una puerta donde contemplamos otra bailarina y una ventana por la que penetra un ligero rayo de luz. Un pequeño grupo de bailarinas estira sus músculos en la barra de la pared mientras que la mayor parte se centra en la zona derecha, esperando atentamente la actuación de su compañera. Tras estas figuras contemplamos un gran espejo situado en un arco de medio punto; un pequeño espejo y una nueva puerta completan esta pared. En primer plano aparecen dos sillas, una de ellas ocupada por una bailarina descansando para la que también posó Mlle. Hugues. En la otra vemos un abanico abierto señalando en dirección de la bailarina que va a actuar. Degas ha organizado la composición a través de un círculo vacío que se sitúa en el espacio central. Alrededor de él se colocan las diferentes figuras, equilibrando perfectamente el espacio gracias a las tonalidades blancas de los trajes. La sensación de profundidad también resulta destacable al recurrir a diferentes espejos y puertas abiertas, jugando con la realidad y la ilusión. Por ejemplo, el rostro de Mlle. Hugues reflejado en el espejo parece mirar por encima del hombro a su compañera. La sensación de movimiento es otra preocupación del pintor, conseguida a través de las bailarinas del fondo. Respecto al color, Degas vuelve a tomar como fuente a James M. Whistler al organizar la escena gracias a las tonalidades blancas de los vestidos. Los rosas de las zapatillas y el negro de algunos lazos complementan perfectamente al blanco, mientras que el color siena de paredes y suelo sirve para contrastar. El color rojo de la barra, del lazo de una de las bailarinas y del abanico abierto sirve para otorgar el ritmo a la composición, de igual manera que hizo Velázquez en Las Meninas. La luz procede de la derecha, iluminando ligeramente las figuras y creando sombras que se proyectan en el suelo. El efecto atmosférico de una habitación cerrada e iluminada por un ligero haz de luz está perfectamente conseguido al distorsionar los contornos de las figuras, sin olvidar la existencia de una potente base dibujística.
contexto
A pesar del limitado conocimiento de la historiografía actual sobre el más importante sector de la sociedad española del siglo XIX, intentaré adentrarme resaltando los rasgos de dualidad entre los abundantes restos de la organización del Antiguo Régimen, que a veces se prolongan hasta el siglo XX, y la nueva sociedad que sólo lentamente se abre paso, sobre todo en las más importantes ciudades y su entorno. Ya hemos visto cómo algunas ciudades crecen mucho, en términos relativos y comparadas con ellas mismas, en los primeros dos tercios del siglo XIX. Sin embargo, aún sigue siendo escasa la población que habita en ellas en relación con la que vive en los núcleos rurales. La importancia de la población urbana reside, más que en el número, en su vitalidad, su capacidad de organizar y decidir el futuro de la nación y, en definitiva, en ser el elemento adelantado de la sociedad contemporánea que acabará siendo común en el siglo XX. Sin embargo, no hay que pensar que todos los habitantes de las ciudades formaban parte de una sociedad evolucionada. Esto será una tendencia, una lenta tendencia, que tardará en imponerse. Por el contrario, sobre todo en las primeras cuatro décadas del siglo XIX, buena parte de los vecinos urbanos seguían pareciéndose más a sus antepasados del Antiguo Régimen. En una considerable proporción (en Valladolid en el año 1840 más de 54%) las clases bajas se dedicaban al sector servicios y casi la mitad de ellos, entre los que abundaban las mujeres, trabajaban en el servicio doméstico seguidos de los mozos de comercio o pequeños tenderos autónomos -vendedores en puestos de mercados y similares- más próximos a las clases bajas que a las clases medias. Es destacable el hecho de que aproximadamente una cuarta parte de la población eran chicas de servicio, inmigrantes casi todas y empleadas en su mayor parte en casas particulares. Su trabajo no tenía horario ni días de descanso reglamentados. Su salario, más que en dinero, que era escasísimo, lo recibían en alimentación, habitación y vestido. La idea de que la mujer ha comenzado a trabajar fuera de su propio hogar masivamente en España desde hace poco tiempo debe ser matizada. Es cierto, pero sólo aplicable a las clases medias y altas. En el Antiguo Régimen y en el período que estamos estudiando de la sociedad contemporánea, la gran mayoría de las mujeres, pertenecientes a las clases bajas en porcentajes en torno al 90%, trabajaban fuera de su casa al menos durante algún período de su vida, si no toda la vida. Lo hacían en el servicio doméstico (como fijos o como asistentas, lavanderas, costureras o amas de cría durante algunas horas al día) o en las tareas del campo, especialmente en los períodos de mayor trabajo. Algunas otras, relativamente pocas (menos del 20%), tenían trabajo en talleres, comercios, etc. Sin embargo, había muchas desigualdades, la principal es que percibían salarios inferiores a los hombres. El ideal que relegaba a la mujer exclusivamente al hogar, con un trabajo relativo en cuanto que eran ayudadas por otras mujeres que tenían a su servicio, era exclusivo de las clases medias y altas. Esto explica, que a medida que avanza la Edad Contemporánea y se amplía el número de familias que se integran en las clases medias, disminuyan porcentualmente las mujeres trabajadoras. El número de sirvientes urbanos, entre los que las mujeres eran la abrumadura mayoría en una proporción de tres por uno con respecto a los varones (según reflejan los censos de 1860 y 1877), creció considerablemente entre 1797 y 1860, pero se estabilizó con tendencia a disminuir entre esta última fecha y 1877. El artesanado urbano no sólo sobrevivió a la desaparición legal del régimen gremial sino que creció en las ciudades y grandes pueblos. Representa uno de las aspectos más característicos de esta sociedad dual, como reflejan los censos analizados o estudios monográficos de algunas ciudades a través de los padrones municipales como, por ejemplo, Valladolid (G. Rueda y P. Carasa) y Granada (A.M. Calero). Un sector del artesanado urbano y los inmigrantes procedentes del campo sufrieron un proceso de proletarización y entraron a trabajar en las nuevas fábricas, pocas, pero en número creciente a lo largo de todo el siglo. Esto, lógicamente, es más claro en aquellos núcleos industriales que ya hemos señalado en los epígrafes dedicados a la demografía. En Barcelona y su entorno este fenómeno se observa ya desde el siglo XVIII, como ha demostrado Pedro Molas en su obra sobre Los gremios barceloneses del siglo XVIII. El Censo de 1860 diferencia la ocupación del sector secundario de tipo antiguo, la artesanía que agrupa a cerca de 666.000 individuos y oficios como carpinteros, herreros, zapateros, etc. que sumados a sus ayudantes suponen otras 556.000 personas, de los que trabajan en la industria relativamente moderna. En este último apartado, se distinguen los empresarios (unos 13.500 fabricantes) de los jornaleros en las fábricas (algo más de 154.000, de los que 100.000 son hombres y 54.000 mujeres) y los mineros (23.000). Son pues 177.000 obreros industriales y mineros que, por primera vez, aparecen diferenciados en el Censo de 1860 y que han llegado a los 200.000 en 1877. A ellos habría que sumar los empleados de los ferrocarriles en tareas desde maquinistas a trabajadores en talleres, agrupados en algunas ciudades como Valladolid. Los censos no especifican con claridad cuántos eran los trabajadores en los ferrocarriles, pero en todo caso no pasan de 5.000 en 1860 y 40.000 en 1877. Esta población obrera se concentra en pocos lugares: en la ciudad de Barcelona y su comarca trabajan casi un tercio de todos ellos, con tendencia a aumentar en proporción al total nacional en las décadas siguientes. Otras provincias y ciudades destacadas por el número de trabajadores y por su crecimiento entre 1860 y 1877 son Málaga, Oviedo y Cádiz. Alguna empieza a despuntar como Santander y Vizcaya. Valencia y Sevilla tienden a estabilizarse con ocho y cuatro mil trabajadores, respectivamente, mientras que Alicante (Alcoy), que tenía más de 14.000 obreros, disminuye a poco más de 10.000. Algunas ciudades están en fase de franco declive como, por ejemplo, Gerona, Tarragona, Palencia, Salamanca y Segovia. Por fin, algunas provincias destacan por el número de mineros tales como Almería, Murcia, Oviedo, Ciudad Real, Huelva y Jaén. Como queda dicho, en Barcelona y sus alrededores, se asentaron el mayor número de industrias en la primera mitad del siglo XIX. Contaba con una considerable masa de proletarios industriales, especialmente en la industria textil. Eran unos 50.000 en 1860 y más de 70.000 en 1877. En Barcelona el sistema fabril no supuso, durante muchos años, grandes fábricas sino, más bien, empresas con un tamaño bastante reducido. En 1841 la empresa media tenía 18 obreros. Esta cifra ascendió hasta 52 en 1850 y 72 en 1861, pero la concentración nunca fue mucho más allá de este nivel. En esta y otras regiones había también obreros industriales, por orden de mayor a menor, en los sectores mineros, metalúrgicos, ferroviarios y de la construcción. La jornada de trabajo solía ser bastante larga, en torno a 1850 frecuentemente de 10 a 12 horas diarias. Además, la clase trabajadora sufría todos los inconvenientes de la casi ausencia de contratos y regulación laboral. Un último grupo, que pululaba especialmente en las ciudades portuarias y que constituía un peculiar sector obrero, era el de los marineros de marina mercante, distintos de los pescadores, que constituían una masa de 30.000 trabajadores a principios de siglo XIX, unos 45.000 en 1860 y 50.000 en 1877.
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Dada la enorme desigualdad en el reparto de la propiedad de la tierra, la gran masa campesina, como ha escrito José Rodríguez Labandeira, "resulta(ba) perfectamente asimilable al proletariado rural". No obstante, pueden distinguirse situaciones muy variadas. De mejor a peor, grosso modo, podemos señalar, en primer lugar, a los que trabajaban la tierra en régimen de aparcería, una práctica muy poco extendida en el campo español -dadas el hambre de tierra y la abundancia de mano de obra-. Mucho más común era el arrendamiento, por un período de tiempo corto y con una renta alta, por lo general, aunque también se daban situaciones de arrendamientos que pasaban de padres a hijos por una renta módica. Nada de ello cambió ni presentó problemas especiales en la primera época de la Restauración. No sucedió lo mismo con dos formas específicas de cesión de la tierra, a largo plazo, en Galicia y Cataluña, el foro y la rabassa mona, respectivamente. En el primer caso surgieron conflictos, que habrían de incrementarse en los años siguientes, al negarse los campesinos a pagar rentas de gran antigüedad y titularidad dudosa. En Cataluña, los mayores problemas surgieron en los años 90, a causa de la filoxera. Los payeses reclamaron una mejora de las condiciones de los contratos, para compensar las pérdidas a causa de la plaga y los gastos de las nuevas plantaciones; algunos propietarios -haciendo una lectura literal de los términos del contrato- quisieron dar por terminados los arrendamientos con la muerte de las vides. En el Penedés, el enfrentamiento fue muy intenso; los republicanos federales jugaron un papel muy destacado en la movilización de los campesinos que, en general, consiguieron hacer prevalecer sus tesis. Peor suerte era la de los trabajadores agrícolas asalariados, bien de los que tenían trabajo fijo, o, sobre todo, de los que eran contratados eventualmente, de acuerdo con las necesidades de las labores agrícolas. En todas partes, el atraso tecnológico implicaba bajos salarios para hacer rentables las explotaciones, pero la situación en Andalucía y Extremadura era escandalosa: las ganancias conseguidas -mediante trabajo a destajo de todos los miembros de la familia, de sol a sol (más de 16 horas al día)- en las temporadas de la siega de las mieses, el vareo de los olivos y la recogida de la aceituna, o de la vendimia, no sumaban lo bastante para asegurar ni siquiera una alimentación suficiente durante todo el año, cuando el trabajo era sólo esporádico. En la industria, o en las minas, el trabajo era igualmente duro y largo, pero el salario era mayor que en las tareas agrícolas. A comienzos de los años 70, la jornada en las fábricas o talleres era con frecuencia de 14 horas; sólo en Cataluña parece que eran normales jornadas de 12 horas. El tiempo de trabajo fue reduciéndose en las siguientes décadas, hasta llegar a las 10-11 horas, por término medio, a principios de siglo. Pero mientras el jornal de un obrero no especializado en la agricultura era de 1-1,50 pesetas diarias, en 1900-1910, en las minas de Vizcaya era de 3,25-3,50, y en las de Asturias, de 4,50-5, durante la misma época; en la industria el salario era mayor: en Vizcaya, los metalúrgicos ganaban un 20 por 100 más que los mineros; en Cataluña, un peón albañil ganaba 2,50, pero salarios de 4 pesetas eran bastante normales en los distintos oficios. Por ello se explica, como escribe Juan Pablo Fusi, que "la perspectiva de habitar en un medio insalubre, de vivir hacinados en barrios y viviendas carentes de servicios higiénicos elementales, era para los inmigrantes una perspectiva quizá menos inquietante que la miseria de ciertas zonas rurales del país". El servicio doméstico, por último, suponía un sector importante de las clases trabajadoras -90.000 hombres y 300.000 mujeres, según el censo de 1877-, en las condiciones más variadas.
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Cuando Piranesi y Winckelmann consolidan sus propuestas, durante los años centrales del siglo XVIII, no sólo se trata de ideas e imágenes que alimentarán buena parte del arte posterior y, sobre todo, serán usadas con el fin de establecer criterios para su recepción pública y estética, sino que sus planteamientos adquieren un mayor sentido si son entendidos históricamente y no exclusivamente en función de su fortuna posterior, como, sin embargo, ha insistido en explicarlos la historiografía. Y es que mientras Winckelmann reprochaba a los "profesores de arte" que había encontrado en Roma que no supieran qué "es pensar", recomendando a los pintores que empapasen sus pinceles en la mente, y Piranesi volcaba la arquitectura en su imagen y escribía discursos figurativos, sus contemporáneos podían ser rigoristas o clasicistas, académicos o ingenieros, rococós, palladianos o barrocos, eruditos o anticuarios. Incluso los vitruvianos mantenían, y fueron muchos durante la segunda mitad del siglo XVIII y después, argumentos normativos y reglas canónicas como fundamento tanto del lenguaje arquitectónico, como de la misma concepción del proyecto y de la propia figura del arquitecto.
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La historia de la Humanidad experimentó hacia el siglo V a.C. uno de sus más importantes puntos de inflexión. En ese momento, que coincide a grandes rasgos con la época clásica de Grecia, termina de definirse una de los grandes momentos de la civilización occidental, cuyos efectos perduran aún en nuestros días. Los antiguos griegos nos legaron una explicación racional del mundo y del hombre, la democracia como forma de gobierno y un canon artístico que ha servido como referencia al arte europeo, desde los romanos hasta el Neoclasicismo, pasando por el Renacimiento. Pero es imposible entender el arte, la historia o la poesía de los griegos sin antes hacer siquiera una mención a sus antecedentes, a su paisaje, el clima, las montañas y el mar, en definitiva, al contexto que hizo posible el surgimiento de tan espléndida civilización. La Grecia clásica es el fruto de un largo proceso cultural, con etapas magníficas como las civilizaciones de Creta y Micenas, que se desarrollan entre los años 2100 y 1100 a.C. La civilización griega debe mucho también al paisaje, montañoso y fértil, presidido por un Mediterráneo salpicado por cientos de islas. La presencia del mar, más que separar sirve como nexo de unión entre sus territorios dispersos, una auténtica vía de expansión cultural cuyo influjo se hará sentir incluso en puntos muy alejados, como la península Ibérica. El siglo VIII a.C. es considerado como el punto de partida de un período rico en logros culturales, en transformaciones sociales y políticas y en situaciones conflictivas. En este período, denominado Arcaico, que va hasta el siglo VI a.C., se empieza a gestar la importancia de Esparta y Atenas, mientras que la expansión colonial favorece la ampliación del mundo griego. El siglo VI constituye la etapa de consolidación del carácter griego, sobre todo a partir de la gran prueba que supone su enfrentamiento con los persas en las Guerras Médicas. Durante el siglo V y parte del IV a.C., la etapa Clásica, tras las victorias sobre los persas en las batallas de Maratón y Salamina, los griegos consiguieron un alto nivel en todos los aspectos de su cultura, y lo lograron gracias, en parte, a su gran desarrollo económico. El motor de dicho desarrollo fue el comercio marítimo que sus mercaderes, excelentes navegantes, consiguieron extender por todo el Mediterráneo, apoyándose en las colonias que fueron creando a lo largo de sus costas. Las rutas comerciales siguieron las costas del sur de Europa, comerciando con los etruscos en la península italiana y con los iberos en la península ibérica. Las mismas costas surcadas antes que ellos por los fenicios, abren un camino que deberá tener una importancia vital para el Mediterráneo en los siglos venideros. Para el mundo helénico, y en general para las culturas del oriente mediterráneo, el occidente es un mundo desconocido pero atrayente, los confines del mundo civilizado, límite marcado por las columnas de Hércules. En el siglo V a.C., el siglo de Pericles, Grecia es un mosaico de ciudades-estado o poleis independientes. Cada una de ellas era una unidad política, social, económica y cultural autónoma, y tenía un territorio bajo su dominio para la explotación agrícola y ganadera. La ciudad y su entorno constituían la polis. De nuevo el paisaje nos sirve para explicarnos esta fragmentación territorial, pues el montañoso paisaje griego dificultaba enormemente las comunicaciones entre las distintas poblaciones. En este conglomerado, Atenas ocupaba una posición central dentro del mundo griego. Disponía de un excelente puerto -El Pireo- a pocos kilómetros, lo que le permitía dominar con sus barcos la navegación por el Egeo. También contaba con buenos apoyos al otro lado de este mar, en la costa oriental de Asia. Con estas bases, Atenas se asentó como la polis que alcanzó un mayor desarrollo económico, social, político y artístico entre las demás ciudades, gracias al imperio comercial que sus navegantes y mercaderes crearon en el Mediterráneo. En esta expansión ateniense tuvo mucho que ver, sin duda, la implantación de un sistema de gobierno democrático, así como la atención que sus ciudadanos dedicaron al arte, al teatro, a la filosofía.... poniendo los cimientos de nuestra propia cultura occidental. Tal expansión de Atenas y otras poleis griegas se plasma en la construcción de magníficas obras de arte, cuya importancia trasciende las fronteras del tiempo. El Partenón, terminado de construir hacia el año 432 a.C., los Propíleos, el Erecteion o el templo de Atenea Niké, en la Acrópolis de Atenas, testimonian el magnífico momento que la ciudad atraviesa. Con todo, la hegemonía ateniense tuvo siempre enfrente a su gran rival, Esparta. A finales del siglo V ambas ciudades y sus respectivos aliados se enfrentaron en la Guerra del Peloponeso. Esta lucha provocó una transformación del mundo clásico. La derrota de Atenas abrió una época de enfrentamientos de las ciudades griegas entre sí, que duró casi todo el siglo IV a.C. Este clima de inestabilidad abrió la puerta a la conquista de todas ellas por Macedonia y Alejandro Magno. Esta conquista supone para Grecia la novedad de hallarse bajo un único mando, formando la cabeza de un imperio que se extenderá por Egipto y todo el Oriente, hasta llegar a la India. Poco habría de durar, sin embargo, tan magno imperio. La muerte de Alejandro en el año 332 a.C. significó la división de su imperio entre sus generales, dando lugar a varios reinos independientes. Las continuas luchas entre ellos y sus vecinos permitirá a Roma conquistar Grecia en el siglo II antes de nuestra Era. Desde entonces Grecia se convirtió en una provincia romana. La etapa que va desde la muerte de Alejandro hasta el año 30 a.C., momento en que Augusto se apoderó de Roma, es denominada Periodo Helenístico. Atenas sigue conservando su antiguo prestigio como foco cultural y artístico, aunque ciudades como Pérgamo, Mileto, Rodas o Alejandría se encargarán de la realización de las principales manifestaciones artísticas de esta etapa final de la cultura griega antigua. El contacto directo de Roma con las ideas y el arte griego, así como la adopción de casi todas sus realizaciones como propias, permitirá la pervivencia de la cultura helénica, que a partir de entonces pasa a formar parte de la civilización occidental.
contexto
El peso de la protección real y el control de la Academia de Bellas Artes hace que, a lo largo del siglo XVIII, las formas clasicistas se vayan imponiendo en el ámbito cortesano; luego, con más lentitud, al mediar el siglo, en el regional. Tal como hemos señalado, la Escuela de Dibujo regida por el arquitecto y escultor italiano Olivieri es el embrión de la futura Academia. A ella acuden escultores como Juan de Villanueva (1681-1767), padre de los arquitectos Diego y Juan, quien en 1744 se compromete en la Junta Preparatoria a la fundación de la Academia. En sus esculturas de reyes españoles para la cornisa del Palacio Real, lo mismo que en las de Alejandro Carnicero (1698-1756), aparecen las formas del clasicismo académico siguiendo las líneas dadas por Olivieri. Giovanni D. Olivieri (1708-1762) nace en Carrara, en cuyas canteras se inicia en el arte escultórico. En Turín, colaborando con Juvarra, adquiere su elegancia. Llamado a Madrid para dirigir las labores escultóricas del Palacio de Oriente lleva a cabo algunas de las más bellas esculturas del panorama español, entre las que destaca las de Felipe V, vivo y difunto, y su esposa María de Saboya. Es el creador de una nueva tipología en la escultura española: el retrato real histórico como simbolización del poder y de los orígenes del Estado. También sustituye los antiguos ángeles y hasta los puto renacentistas de nuestra escultura por querubes-amorcillos que durante un siglo adornarán las edificaciones oficiales y aún eclesiásticas de la Península Ibérica. La herencia de Olivieri, tanto formal como iconográfica, será desarrollada sobre todo por el gran escultor gallego Felipe de Castro (1711-1775), quien después de haberse formado en Santiago de Compostela en el duro oficio de escultor-cantero, se traslada a Lisboa y Sevilla; instalándose definitivamente en Madrid alcanzará los puestos de Escultor de Cámara y Director General de la Academia. A De Castro le fue encomendada la supervisión escultórica del nuevo Alcázar, sustituyendo a Olivieri. En sus estatuas el ideal clásico se intensifica logrando matizaciones neoclásicas, a pesar de la sutil envoltura rococó, según vemos en las de Fernando VI e Isabel de Braganza. Por el contrario, el prestigioso escultor francés Robert Michel, que colabora con él, mantiene las formas del rococó francés. Otro de sus adláteres, Juan Pascual de Mena (1707-1784), autor de la famosa Fuente de Neptuno, en Madrid, en la mayoría de sus obras aún está latente la tradición barroca madrileña. Ello es aplicable todavía a su excelente discípulo Francisco Gutiérrez (1727-1784), quien lleva a cabo la más garrida fuente madrileña: la de Cibeles, si bien con la colaboración de Michel. La fuente alcanzará un esplendor inusitado en Madrid. Aunque tiene antecedentes (Fuente de la Fama, barroquísima obra de Pedro Ribera) los escultores de Carlos III le dan el nuevo sentido que imprime su carácter al Paseo del Prado. Es el aragonés Juan Adán (1741-1816) quien aporta un verdadero sentido neoclásico a la escultura española. En Zaragoza, en torno a 1756, ingresa en el taller del prestigioso José Ramírez, quien dirigía las labores escultóricas de la Santa Capilla del Pilar. Finalizadas éstas, en 1765 se traslada a sus expensas a Roma, como hará Goya tres años más tarde; en 1768 comienza a disfrutar la pensión concedida por la Academia de San Fernando. Después de ser nombrado Académico, en 1776 retorna a España y trabaja afanosamente en Lérida. Su labor catalana desapareció en gran parte con motivo de la Guerra Civil, si bien la Asunción que centraba el retablo mayor de la catedral había ardido al poco tiempo de ser realizada, por lo que fue encarcelado al ser acusado de destruir su creación descontento de su efecto visual. Liberado, se dirige a Madrid donde lleva a cabo una espléndida serie de retratos cortesanos, entre los que destacan los de María Luisa, Godoy y la duquesa de Alba. En todos coincide la búsqueda de la verdadera carne, tal como intentaba Antonio Canova, quien llegaría a Roma después de que el español la hubiera abandonado, mas utilizaban modelos comunes, como las obras de Rusconi. Esta apreciación es visible en la Venus de la Concha (1793) realizada para la Alameda de Osuna que, comenzada por el mediocre José Guerra, fue totalmente remodelada por él, logrando una de las obras maestras de la escultura clásico-romántica española. El grupo de Hércules y Anteo (h. 1808) en los jardines de Aranjuez sigue esta línea. José Bonaparte nombró a Adán director de escultura de la Academia madrileña, aunque al ser expulsados los franceses su nombramiento fue anulado; poco después Fernando VII le designaría Primer Escultor de Cámara. Donde el último barroco muestra angustiosa y brillantemente sus estertores es en el grupo de la Matanza de los Inocentes que formaba parte del gigantesco Pesebre del príncipe Fernando. Su autor, el valenciano José Ginés (1768-1823), era también un buen intérprete del neoclasicismo, tal vemos en su Venus y Cupido conservado en el Casón del Buen Retiro. Sin embargo, un coetáneo, José Alvarez Cubero (1768-1827), cordobés formado en Madrid y en Roma, es quien desarrollará el clasicismo-romántico en España. Su amistad con Canova y el conocimiento del hacer de Thorwaldsen hacen posible, junto con su talento, que la nueva corriente penetre en el mundo ibérico con bríos. Indudablemente, su formación como marmolista en Granada y en Córdoba le da un tecnicismo fuera de lo común entre los escultores hispanos, y la ampliación de sus estudios en París e Italia coadyuva a la formulación de un gusto artístico. Por otro lado, sus preocupaciones científicas le llevan a acudir a clases de disección a fin de estudiar el cuerpo humano a lo vivo. En Roma le sorprende la invasión de su país. Al igual que Ginés, se niega a reconocer a José Bonaparte como rey legítimo por lo que es encarcelado; gracias a Canova es puesto en libertad con la condición de realizar relieves para las habitaciones privadas de Napoleón. Sus obras con asuntos mitológicos, conservadas en los museos vaticanos, se muestran a gran altura dentro del panorama del clasicismo europeo. Aunque en ocasiones su producción preludia el romanticismo, jamás abandona su sustrato académico. Al finalizar la Guerra de la Independencia solicita que le sea concedida la plaza de Escultor de Cámara, lográndola en 1816. Dos años más tarde retorna a España, donde continúa su labor. Si en el Apolino y en el Joven con cisne Álvarez Cubero muestra su delicadeza thorwaldsiana logrando una obra dentro de un clasicismo soñado, en la Defensa de Zaragoza el romanticismo da vida a lo clásico. Esta vertiente es perceptible fundamentalmente en sus retratos de cuerpo entero, como el de María Isabel de Braganza, en el Prado, y la marquesa de Ariza, en el palacio de Liria. Pero es en sus bustos, como el del duque de Alba y el del compositor Rossini, también en la colección de Liria, donde el verismo romántico se intensifica. El único competidor que tiene en España Alvarez Cubero es, sin duda, Damiá Buenaventura Campeny (1711-1855). Después de estudiar becado en la Escuela de la Llotja de Barcelona, se traslada en 1796 a Roma, donde permanece hasta 1819. Su contacto con Canova y Alvarez marcará el desarrollo de su estilo. En 1803 envía a la Academia de San Fernando varios relieves que aún mantienen elementos tardobarrocos. Mientras tanto, está modelando su obra capital: la Lucrecia. Enviada a la Junta de Comercio, lleva a la Ciudad Condal los aires del neoclasicismo; su barroquismo interno le infiere un carácter clásico-romántico. A su regreso ofrece al rey cuatro estatuas de yeso, que pasadas a mármol adornan el bello patio de la Llotja. Por este presente el rey le nombra Escultor de Cámara honorario y consigue ser Académico de San Fernando. Entre otros cargos llega a ser Teniente Director de la Escuela de la Llotja. El barcelonés Antoni Solá (1787-1861) es el representante de la generación romántica de la Llotja; hoy aparece como uno de los pioneros de esta corriente en la Península, tal vemos en su Cleopatra moribunda (1805-1810) del Museu d'Art Modern, Barcelona. Aún más expresivos son el Orestes atormentado por las furias y su Matanza de los inocentes, donde se acerca a la estética de Carpeaux. Para Madrid efectúa algunos grupos escultóricos, resaltando el de Daoíz y Velarde (1833), que se conserva, muy maltratado, en la Plaza del Dos de Mayo. La mayoría de su producción es enviada desde Roma, ciudad en la que reside. Aunque no renuncia formalmente a su aprendizaje clasicista, Manuel Vilar (1812-1860) impone el pleno romanticismo en Cataluña dentro de la vertiente nazarena que conoce en Roma. En 1845 aceptó el cargo de Director de Escultura de la Academia de San Carlos de México a la vez que Pelegrí Clavé el de Pintura. Allí muere dejando obras de un acerbado romanticismo, como los monumentos a Colón y al presidente Itúrbide. En Madrid el protagonista del panorama escultórico romántico es José Piquer (1806-1871). Su relieve con el Sacrificio de la hija de Jefté le abre las puertas de la Academia. También viaja a México (1836), donde efectúa algunas obras. Su afán aventurero le conduce a Norteamérica y de allí a París, en donde conoce la obra de Rude. A su retorno a Madrid lleva a cabo una serie de esculturas, entre las que destaca la correspondiente a Isabel II con destino a la Biblioteca Nacional, ejemplo del verismo; por el contrario, en ocasiones se limita al plagio, como ocurre en el sepulcro del general Espoz y Mina en la catedral de Pamplona, donde copia descaradamente a Canova, al que estudia en sus frecuentes visitas a Roma y Florencia. Posiblemente su mejor retrato sea el de Vicente López. Su competidor en la Corte fue el aragonés Ponciano Ponzano (1813-1877), quien llevó a término una producción de raigambre académica, como denota el frontón del Palacio del Congreso de los Diputados de Madrid. Sus cualidadeg personales más que las artísticas, le abrieron las puertas de las instituciones. La plenitud romántica está representada en Madrid por el santanderino José Grajera (1818-1897), quien cultiva esta corriente, aun cuando ha desaparecido de Europa, hasta el final de sus días. Después de iniciarse en Oviedo, en 1839 pasa a Madrid donde se perfecciona en la Academia. Practica la restauración en el Museo del Prado, lo cual le pone en contacto con la estatuaria clásica, perceptible en algunas de sus nobles producciones, como el retrato del político Mendizábal y el del naturalista Rojas Clemente. Mientras tanto, la familia de imagineros valencianos Bellver efectúa deliciosos grupos religiosos; Mariano (Madrid, 1817-1876) renueva la tradición dieciochesca inspirándose en La Roldana y Risueño.