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De los valles que hay desde Pachacama hasta llegar a la fortaleza del Guardo, y de una cosa notable que en este valle se hace Deste valle de Pachacama, donde estaba el templo ya dicho, se va hasta llegar al de Chilca, donde se ve una cosa que es de notar por ser muy extraña, y es que ni del cielo se ve caer agua ni por él pasa río ni arroyo, y está lo más del valle lleno de sementeras de maíz y de otras raíces y árboles de frutas. Es cosa notable de oír lo que en este valle se hace: que, para que tenga la humidad necesaria, los indios hacen unas hoyas anchas y muy hondas, en las cuales siembran y ponen lo que tengo dicho; y con el rocío y humidad es Dios servido que se críe; pero el maíz por ninguna forma ni vía podría nacer ni mortificarse el grano si con cada uno no echasen una o dos cabezas de sardinas de las que toman con sus redes en la mar; y así, al sembrar, las ponen y juntan con el maíz en el propio hoyo que hacen para echar los granos, y desta manera nace y se da en abundancia. Cierto es cosa notable y nunca vista que en tierra donde ni llueve ni cae sino algún pequeño rocío puedan gentes vivir a su placer. El agua que beben los deste valle la sacan de grandes y hondos pozos. Y en este paraje, en la mar matan tantas sardinas que bastan para el mantenimiento destos indios y para hacer con ellas sus sementeras. Y hubo en él aposentos y depósitos de los ingas, para estar cuando andaban visitando las provincias de su reino. Tres leguas más adelante de Chilca está el valle de Mala, que es adonde el demonio, por los pecados de los hombres, acabó de meter el mal en esta tierra que había comenzado, y se confirmó la guerra entre los dos gobernadores, don Francisco Pizarro y don Diego de Almagro, pasando primero grandes trances y acaecimientos, porque dejaron el negocio del debate (que era sobre en cuál de los gobernadores cala la ciudad del Cuzco) en manos y poder de fray Francisco de Bobadilla, fraile de la orden de Nuestra Señora de la Merced; y habiendo tomado juramento solemne a los unos capitanes y a los otros, los dos adelantados Pizarro y Almagro se vieron, y de las vistas no resultó más de se volver con gran disimulación don Diego de Almagro a poder de su gente y capitanes, y el juez árbitro, Bobadilla, sentenció los debates y declaró lo que yo escribo en la cuarta parte desta historia, en el primer libro, de la guerra de las Salinas. Por este valle de Mala pasa un río muy bueno, lleno de espesas arboledas y florestas. Adelante deste valle de Mala, poco más de cinco leguas, está el del Guarco, bien nombrado en este reino, grande y muy ancho y lleno de arboledas de frutales. Especialmente hay en él cantidad de guayabas muy olorosas y gustosas y mayor de guabas. El trigo y maíz se da bien, y todas las más cosas que siembran, así de los naturales como de lo que plantan de los árboles de España. Hay, sin esto, muchas palomas, tórtolas y otros géneros de pájaros. Y las florestas y espesuras que hace el valle son muy sombrías; por debajo della pasan las acequias. En este valle dicen los moradores que hubo en los tiempos pasados gran número de gentes, y que competían con los de la sierra y con otros señores de los llanos. Y que como los ingas viniesen conquistando y haciéndose señores de todo lo que vían, no queriendo estos naturales quedar por sus vasallos, pues sus padres los habían dejado libres, se mostraron tan valerosos que sostuvieron la guerra y la mantuvieron, con no menos ánimo que virtud, más tiempo de cuatro años, en el discurso de los cuales pasaron entre unos y otros cosas notables, a lo que dicen los orejones del Cuzco y ellos mismos, según se trata en la segunda parte. Y como la porfía durase, no embargante que el Inga se retiraba los veranos al Cuzco por causa del calor, sus gentes trataron la guerra, que, por ser larga y el rey inga haber tomado voluntad de la llegar al cabo, abajando con la nobleza del Cuzco, edificó otra nueva ciudad, a la cual nombró Cuzco, como a su principal asiento. Y cuentan asimismo que mandó que los barrios y collados tuviesen los nombres propios que tenían los de Cuzco; durante el cual tiempo, después de haber los del Guarco y sus valedores hecho hasta lo último que pudieron, fueron vencidos y puestos en servidumbre del rey tirano; y que no tenía otro derecho a los señoríos que adquiría más que la fortuna de la guerra. Y habiéndole sido próspera, se volvió con su gente al Cuzco, perdiéndose el nombre de la nueva población que habían hecho. No embargante que por triunfo de su vitoria mandó edificar en un collado alto del valle la más agraciada y vistosa fortaleza que había en todo el reino del Perú, fundada sobre grandes losas cuadradas, y las portadas muy bien hechas y los recebimientos y patios grandes. De lo más alto desta casa real abajaba una escalera de piedra que llegaba hasta la mar; tanto, que las mismas ondas della baten en el edificio con tan grande ímpetu y fuerza, que pone grande admiración pensar cómo se pudo labrar de la manera tan prima y fuerte que tiene. Estaba en su tiempo esta fortaleza muy adornada de pinturas, y antiguamente había mucho tesoro en ella de los reyes ingas. Todo el edificio desta fuerza, aunque es tanto como tengo dicho, y las piedras muy grandes, no se parece mezcla ni señal de cómo las piedras encajan unas en otras, y están tan apegadas que a mala vez se parece la juntura. Cuando este edificio se hizo dicen que, llegando a lo interior de la peña con sus picos y herramientas, hicieron concavidades, en las cuales, habiendo socavado, ponían encima grandes losas y piedras; de manera que con tal cimiento quedó el edificio tan fuerte. Y cierto, para ser obra hecha por estos indios, es digna de loor y que causa a los que la ven admiración; aunque está desierta y ruinada, se ve haber sido lo que dicen en lo pasado. Y donde es esta fortaleza y lo que ha quedado de la del Cuzco, me parece a mí que se debía mandar, so graves penas, que los españoles ni los indios no acabasen de deshacerlas, porque estos dos edificios son los que en todo el Perú parecen fuertes y más de ver, y aun, andando los tiempos, podrían aprovechar para algunos efetos.
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Capítulo LXXIII Cómo Diego Méndez y los demás españoles mataron a traición a Manco Ynga Nadie hay que niegue cuán feo y abominable vicio sea el de la ingratitud, porque hacer bien al que me hizo mal es obra de cristiano que sigue las pisadas y ejemplo de Cristo Nuestro Redentor, que lo enseñó con obras y palabras hasta el fin de su vida. Pagar bien con bien eso todos los hombres que tienen un poco de conocimiento de lo que es ley natural lo hacen, pero al que me hizo bien, al que me libró de riesgo y peligro, al que me dio de comer y beber faltándome, al que cubrió mi desnudez pagarle estas buenas obras mal es de ánimo maligno, de entendimiento bárbaro y ciego, pues hasta las mismas fieras a sus bienhechores y de quien habían recibido beneficios los reconocían y respetaban, de lo cual tenemos mil ejemplos en los libros, y así dijo bien el filósofo español Séneca, que en llamando a un hombre de ingrato le habían dicho, con este nombre solo, todas las maldiciones que se le podían decir, de suerte que en este solo vocablo están inclusos y recogidos todos los oprobios e injurias posibles. Digo esto por Diego Méndez Barba y sus compañeros, que habiendo huido donde si fueran cogidos no escaparan con la vida, como otros que delinquieron en el delito que ellos, y habiéndolos amparado Manco Ynga y, en lugar de tratarlos como enemigos, de quien tantos daños había recibido, los recogió y dio de comer y beber, y los tenía en su compañía, haciéndoles el bien posible, le pagaron el hospedaje y acogimiento con quitarle la vida, fundados en una vana esperanza, que les harían merced, no considerando cuán fea e infame cosa cometieron, indigna de imaginarla pechos nobles, contra quien actualmente les hacía bien. Manco Ynga, después de haber despachado sus capitanes y gente, se quedó con los españoles, a los cuales en todo hacía muy buen tratamiento y cortesía, porque en su presencia les hacía poner la mesa y allí les daba de comer y beber abundantemente, haciéndoles mucho regalo, como si estuvieran en sus pueblos, donde eran naturales. Ya los españoles parece que estaban enfadados de tanto regalo y hartos de estar allí, y quisieran volverse al Cuzco y acá fuera, y no sabían cómo hacerlo con seguridad, que no les prendiese Vaca de Castro, y trataron entre sí una grandísima traición, de que matasen a Manco Ynga de la manera que mejor pudiesen, y matándolo se saliesen huyendo, que sin duda ninguna por este servicio tan señalado les perdonaría Vaca de Castro y les haría mercedes, pues desta suerte quedaría pacífica la tierra. Y habiéndolo conferido entre sí, Diego Méndez se prefirió a matarlo en habiendo ocasión, antes que los indios que habían ido a prender a Sitiel y Caruarayco volviesen, que si venían antes sería más dificultoso, por ser mucha la gente que estaba con Manco Ynga. Así anduvieron con cuidado buscando ocasión para ejecutar su dañada y perversa intención. Un día jugaron a los bolos Manco Inga y Diego Méndez, y en el juego ganó cierta plata Diego Méndez a Manco Ynga, y luego se la pagó, y habiendo jugado un rato dijo que no quería jugar más, que estaba cansado, y mandó traer de merendar, y trajéronselo, y Manco Inga dijo a Diego Méndez y a los demás: merendemos, y ellos le dijeron que sí, y se sentaron con mucho contento, y comieron lo que habían traído allí con el Ynga, el cual andaba ya receloso de los españoles, porque les veía andar con cuidado y traer armas secretas puestas. Así le dio mala espina no le quisiesen hacer alguna traición, pues estaba con poca compañía, y des que acabaron de merendar les dijo que se fuesen a reposar, que él quería holgarse con sus indios un rato, y ellos le dijeron que luego se irían, y entre sí los españoles empezaron a burlarse unos con otros de palabra y jugando por hacer reír a Manco Ynga, que gustaba cuando ellos se holgaban. Con esto se fueron entreteniendo un rato, hasta que Manco Ynga, habiendo bebido, se levantó a dar de beber al capitán de su guarda -porque es uso entre ellos hacer esta honra a quien quieren mucho- y diole de beber. Estando parado, que le había dado un vaso en que bebiese, volvió a tomar otro vaso, que lo llevaba una india suya detrás dél, para beberlo Manco Ynga. En esto, Diego Méndez, que estaba alerta para gozar del tiempo si se le ofreciese, como le vio vueltas las espaldas a ellos, arremetió con él a gran furia y con una daga le dio una puñalada por detrás, y Manco Ynga cayó en el suelo, y luego Diego Méndez le dio otras dos, y los indios que allí estaban todos sin armas, turbados de tan no pensado caso, arremetieron a favorecer a Manco Ynga y defenderle, no le hiriese más, y los otros españoles metieron mano a sus espadas y arremetieron también a librar a Diego Méndez, y a gran prisa se fueron corriendo a sus ranchos y ensillaron sus caballos, y tomaron su servicio que allí consigo tenían, y su hato lo cargaron como la prisa les dio lugar, y tomaron el camino del Cuzco, sin parar en parte alguna, y toda aquella noche caminaron sin dormir sueño, y como era montaña, no acertaron bien el camino y anduvieron desatinando de una parte a otra, perdidos y así se detuvieron. Luego como hirieron a Manco Inga y se huyeron Diego Méndez y los demás, los indios principales que allí estaban, con el sentimiento y lástima que se puede entender, no osaron con la gente que allí tenía Manco Ynga, seguir a los españoles, temerosos no hubiese sido traición concertada y hubiese venido más gente del Cuzco en su ayuda, sino con suma diligencia despacharon a los capitanes y gente de Manco Inga que habían ido a prender a Sitiel y Caruarayco, diciéndoles que Diego Méndez y los demás españoles habían dado de puñaladas al Yuga y se habían ido huyendo hacia el Cuzco, y que lo dejasen todo y se volviesen a ver si podían coger a los españoles antes que se escapasen, porque si no se volvían, los españoles se irían. Los indios que fueron a decir esto se dieron tan buena maña que los toparon en el camino, que ya se volvían, y traían preso a Caruarayco, y Sitiel se les había ido de las manos por ligereza de los pies, porque entrambos habían cogido juntos. Como oyeron esta triste nueva, los capitanes y demás gente, de ciento en ciento, los más valientes y ligeros se adelantaron a gran paso y llegaron adonde estaba Manco Inga mortalmente herido, que aún no había muerto, y como vieron así a su señor, con deseo de vengarlo y hacer pedazos a los autores de la traición, dieron la vuelta por donde supieran habían ido los españoles, en su seguimiento, y caminaron con tan buenas ganas que otro día los alcanzaron, que se habían metido en un galpón grande que había en el camino y estaban reposando, pensando que nadie los seguiría y que estaban seguros y en salvo. Los indios que los seguían llegaron antes que anocheciese adonde los españoles estaban recogidos y tenían consigo sus caballos dentro, y los indios no quisieron acometerlos luego porque con el día no se escapase ninguno, sino escondiéronse en el monte, sin que pareciese alguno dellos hasta que la noche cerró, y entonces, juntando mucha cantidad de leña del monte donde se habían ocultado, fueron al galpón y lo cercaron y pusieron la leña en las puertas para que no se pudiesen salir fuera, y con paja les pegaron fuego, y como al ruido se levantasen los españoles y algunos quisiesen salir rompiendo por el fuego, los alancearon los indios, y allí los demás con sus caballos fueron abrasados, sin que ninguno ni cosa de las que dentro tenían escapase, que el galpón todo fue quemado. Hecho esto, muy contentos los indios de ver vengada la muerte de Manco Inga su señor, se volvieron a Vitcos, a do le hallaron que ya quería espirar, porque no habían bastado los remedios que ellos le pusieron para sanar. Cuando supo que ya quedaban los españoles muertos, sin que ninguno hubiese podido escapar, y su muerte castigada, se holgó mucho, y les dijo que no llorasen por él, poque la gente de la tierra no se alborotase y se alzasen, y nombró por heredero a un hijo suyo, el mayor, aunque pequeño, llamado Saire Topa, y que mientras no fuese de edad para regir y tomar en sí el señorío, los gobernase Ato Supa, un capitán orejón del Cuzco que estaba allí con ellos, que era hombre de valor y de gran prudencia y animoso para la guerra, y les dijo que lo obedeciesen y que no desamparasen la tierra de Vilcabamba, y que su maldición les alcanzase si otra cosa en contrario hiciesen, pues aquella tierra la había hallado y fundado con tanto trabajo y sudor de sus personas -y que en conquistarla habían muerto tantos dellos y la habían defendido de los españoles con tanto valor y brío-, y habiendo dicho estas razones murió. Con el sentimiento posible embalsamaron su cuerpo a su usanza, y sin llorar ni dar muestras de tristeza, por lo que él les había mandado, lo llevaron a Vilcabamba, donde se estuvieron, gobernándolos Ato Supa, el capitán orejón. Este fin tuvo Manco Inga Yupanqui, hijo de Huaina Capac, señor universal deste reino, habiendo desde que salió del Cuzco, por las vejaciones y tiranías de Hernando Pizarro y los suyos, pasado infinitos trabajos y desventuras, de una parte a otra, seguido y perseguido de los españoles, de los cuales, ya vencido y ya venciendo, se escapó en millones de ocasiones, todo por conservar su libertad, y lo que tantas veces el marqués Pizarro y sus hermanos, y otros capitanes, no pudieron hacer con tantos soldados e indios amigos, acabó y concluyó Diego Méndez, mestizo a quien, y sus compañeros, el Manco Inga había recogido y amparado y hecho bien en su casa, porque se vea hasta dónde llega una traición.
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Cómo el Almirante fue desde Tierra Firme a la isla Española Navegando el Almirante al poniente de la costa de Paria, cada instante se alejaba más de aquélla, con rumbo al Noroeste, porque las calmas y las corrientes le echaban hacia aquella parte; de manera que el miércoles, a 15 de Agosto, dejó el cabo que llamó de las Conchas, al Mediodía, y la isla Margarita al Poniente, a la cual puso este nombre, tal vez inspirado de Dios, porque junto a esta isla está la de Cubagua, de la que se ha sacado innumerable cantidad de perlas y margaritas; lo mismo que en la Española, cuando volvió de Jamaica llamó a ciertos montes Todos de Oro, y luego se halló en éstos la mayor cantidad de granos de oro que de aquella isla se ha traído a España. Pero, volviendo a su viaje, diré que siguió su camino por seis islillas que llamó las Guardas. A otras tres que estaban más al Norte, les dio nombre de Testigos. Y aunque aún descubrieron mucha tierra al Poniente de la misma costa de Paria, dice el Almirante que no podía dar tan particular cuenta como él deseaba, porque a causa del mucho velar, los ojos se le habían ensangrentado, y había necesidad de anotar la mayor parte de estas cosas por lo que decían los marinos y pilotos que con él iban. Añade que aquella misma noche, que fue jueves, a 16 de Agosto, las agujas, que hasta entonces no habían noruesteado, noruesteaban, apresuradas, más de una cuarta y media, y algunas la mitad de un viento, sin que en ello pudiese haber error, porque siempre habían estado vigilantes en anotarlo. Admirado de esto y con temor de que le faltase comodidad para ir por la costa de Tierra Firme, navegó casi todo el viaje al Noroeste, hasta que el lunes, a 20 de Agosto, fondeó entre la Beata y la Española; desde allí envió algunos indios con cartas a su hermano el Adelantado, dándole a saber su venida y buen éxito. Estaba lleno de asombro viéndose tan a Poniente, pues aunque él sabía que era menor la fuerza de las corrientes, no creyó que fuese en tanta manera. Por lo cual, a fin de que no se le acabasen los bastimentos que tenía, luego fue por Oriente, con rumbo a Santo Domingo, en cuyo puerto o río entró a 30 de Agosto, pues el Adelantado había señalado allí el sitio de la ciudad, a la parte oriental del río, donde hoy. está, y llamó la Santo Domingo en recuerdo de su padre, que se llamaba Domingo.
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Cuéntase cómo acompañó la nao un grande cardume de peces albacoras muchos días, la pesquería que se hizo, y lo de más que pasó hasta la vista de tierra de la Nueva España Con los vientos de Leste y al Nornordeste navegamos hasta veinte y seis de julio altura diez y ocho grados. Este día tuvimos el sol por Zenit. Cortóse el trópico de Cáncer primero de agosto. Hasta este paraje casi todos los días se vieron pájaros garajaos y otros. A cinco tuvimos viento largo: con él se navegó a Leste y a popa casi tres días, y luego al Norte hasta veinte y cinco grados. Este día, que lo fue de San Lorenzo, se cogieron de un aguacero cincuenta botijas de agua, y ciertos peces albacoras y bonitos de un grande cardume que hasta aquí vino siguiendo la nao, de que todos los días se pescaron al anzuelo, fisga y arpón, diez, veinte, treinta y tal vez cincuenta, algunos de peso tres, cuatro y cinco arrobas. Comióse fresco a pasto franco, y en salmuera se hinchieron mucha cantidad de botijas. Juzgóse por dos mil y quinientas arrobas que suplió la falta de carne, y duró hasta el puerto de Acapulco, y sobró. Íbase alargando el viaje por la escasez de vientos y muchas bonanzas, por lo que fue necesario subir a treinta y ocho grados, que seguimos al Leste con viento Susueste, aunque no del todo fijo. El primero día de setiembre, como a las tres de la tarde, hubo un grande temblor de mar y del navío, cosa notable y nueva para mí. Al fin, con viento Sur y Sudueste, se navegó hasta diez y seis de setiembre. Este día, a las tres de la mañana, hubo un grande eclipse de la luna, que duró al parecer tres horas. La variación de la aguja iba ya siendo muy poca; los pilotos haciéndose con tierra, toda la gente cansada de tan duradera tasa de un cuartillo de agua y otras faltas, ayudadas de tantos meses de navegar, deseosos de ver tierra o señales della, cuando fue vista en la mar una grande yerba, que se llama porra. En aquella sazón se iba con el viento Sueste navegando a Lesnordeste. El viento se cambió al Nordeste, y a ser antes fuera fuerza subir a más altura; pero sabiendo el capitán que aquella yerba y otras muchas de su género que por allí se hallan, están cerca de tierra, dijo que se pusiese por la proa a Les-sueste. Así navegó viendo señales que nos servían de consuelo. Este se tuvo mayor con vista de perros marinos, hojas de árboles, y pájaros de playa que se vieron en un tronco. Llevábase mucho cuidado en la guarda de la nao, las noches en el bauprés dos hombres en vela y de día en los topes de ambos árboles, cuando a veinte y tres de setiembre bien de mañana un Silvestre Marselles dijo con gozo increíble: --¡Tierra veo por la proa: es alta, pelada y seca! Y para certificarse desto subieron muchos a verla, que confirmaron la nueva. Los pilotos pesaron el sol a su tiempo, y hallaron treinta y cuatro grados. Luego el capitán dijo a cuatro hombres mirasen bien si eran islas, y todos dijeron: --Tierra firme; y fue engaño, porque aquella prima noche, estando muy claro el cielo, nos hallamos metidos entre dos islas cuya vista dio a todos poco gusto, y al capitán mucha pena; pues aquel día y noche que obligaba a más cuidado se había tenido menos, y mucha más por no saber de quién fiarse dando cada día tientos; y para remedio desto puso un sobreestante en la popa, mas luego éste se hizo con todos los otros, que había allá ciertos medios. Al fin fue Dios servido que la canal era limpia; salimos della y costeando la tierra firme, pasamos a vista de Isla de Cerros, con gasto de algunos días por contrastes y bonanzas. Testamento del capitán Mucho deseo que en aquellas partes de tierras, que Dios fue servido mostrarme, y en todas las que están ocultas y de buena razón tan pobladas como las que pobladas vi, se armen y se fabriquen desde luego unos nidos sin zarzas, ni otros géneros de espinos, albergues y dulces moradas de pelícanos, que lo primero rasgan carnes, abran pechos y muestren claro entrañas y corazón: que no se contenten con esto, sino con dar así mismo a comer a aquellas gentes guisados de muchos modos en los braseros de la encendida caridad, siendo las ollas y las cazuelas la piedad y la misericordia, y la vajilla toda equidad; y lo menos por bebida sea el sudor de sus rostros, si ya no querrán dar la sangre de sus venas: todo esto con un puro y limpio amor siempre jamás sin doblar un paso atrás. No quisiera, en ninguna de las maneras, que entre aquellas tan nuevas y tiernas gentes fuesen a poblar y a vivir, y entrarse en grandes palacios por nidos, unos falcones y sacres y otras aves de rapiña que con rodeos y disimuladamente cojan de salto la presa, y la agarren con sus bien rapantes uñas, y con los picos revueltos y cortadores las hagan dos mil pedazos, sin nunca jamás se hartar, ni de chuparles los huesos cuando ya no tengan carne; y que por dar sabores a guisados en tan impías maldades, ofrezcan allá ciertas salsitas y den por frutas unas melosas disculpas legísimas de toda ley de razón, e indignas de toda buena memoria y dignísimas de un castigo a proporción. Ejemplo desto en las indias con sus islas; y pregúntese a todos sus naturales en todo lo que es libertad, honra, vida y hacienda (dejo lo espiritual), en que tanto hay que decir, como les fue en aquellos tiempos pasados, y digan cómo al presente les va, y cómo esperan les irá si no para la posta a que van corriendo. Mas yo respondo por ellos, y digo desta manera: que las fuerzas, los agravios, las injusticias y los daños grandes que les han hecho y hacen son increíbles, los modos infernales, el número incontable, y que nunca a sus amos vi, ni a otros que gozan muy grandes partes de sus afanes destas gentes, llorar los males que les hicieron y hacen por sólo que ellos descansen con toda comodidad: y que si acaso a alguno he oído gruñir, gritar y reñir, que es para mí muy fingido y lo demás; pues no les han perdonado ni perdonan, ni entiendo perdonarán lo menos que dellos quieren, a todo tirar de edades, cuanto más perdonar dinero. Dinero, digo, que quieren, y más dinero aunque de sus entrañas lo saquen, Esto he visto, y que cuantos menos van siendo más dinero quieren dellos, y que no les vuelven de lo que les tienen quitado a su pesar y pesar un real; mas antes de nuevo y con más reforzadas ansias, teñidas en colores no conocidos, oscuros y extraños, digo pretenden dellos a lo claro siempre más y nunca menos, y de a do diere, aunque sea en la privación de la gloria y eternidad del infierno suya y dellos. Vean esto, con ojos de cuerpo y alma, los señores que han de ser los jueces de tan piadosa causa como les represento aquí, porque con las suyas descargo mi conciencia; avisando en todo cuanto tengo escrito y mostrando con mucha facilidad, que si bien se quiere templar tan diabólica cudicia, se hallará que hay muy sobrado para todos, y que deste y otros modos suaves y razonables no habrá tantos pescadores, cazadores y armadores con tantas correspondencias cuantas vi bien noté; y haránse obras tan honradas y tan hermosas que hagan feas todas las otras de su género. Y más también, que con muy grandes ventajas sean Dios y Su Majestad servidos en todas aquellas partes y tierras, y los naturales dellas sean tan medrados cuanto es justo y debido, so graves penas se pretenda, y se vea en lo más y en lo menos; y éste será mi premio. Las razones que daban al capitán para que castigase a ciertos hombres, y las que dio porque no lo hizo Había en la nao algunas personas, de las que siempre desearon todo el bien de la jornada y que lo procuraron a costa de su mucho cuidado y desvelo, que lastimados de haber visto y ver de otras su poca voluntad, y el mal retorno en lo debido a la obra y a los amorosos tratos y beneficios que el capitán les hizo, se lo dijeron muchas veces, queriendo incitarlo dellos, o a que les diese licencia para darles de puñaladas. A esto dijo el capitán, los tenía obligados a todos y él lo estaba por justas causas a disimular y a sufrir; y pues sufría, sufriesen los que eran sus amigos, y advirtiesen que aquella jornada hizo con ánimo determinado de no quitar vidas ni honras, y que si las hubiera quitado, viviera toda su vida inquieto y descontento y lo tuviera por azar. En lo demás, ¿qué pretende traer presentes hombres muertos o afrentados? Dijeron no conocer buenas obras, ni merecían cortesías tan dobadas, ni se les podía sufrir el saber que iban con ánimo determinado de, poniendo los pies en tierra, decir mal de su persona y de sus servicios, y derribar la causa tan su amada; sin reparar en lo que es verdad, ni en razón y justicia, sólo a fin de vengar sus corazones. El capitán dijo a esto, que seria gran cobardía temer la verdad a la mentira, y que si hubiera de hacer caso de diez o doce desgarrados, que ya lo hubiera mostrado; y bien sabía la mala paga de hombres y que nunca la esperó buena, y así no era engañado ni quería en averiguar desvaríos gastar un solo momento, habiendo menester el tiempo para cosas que más al caso importaban. Dijeron que Dios castiga al que lo merece. A esto dijo el capitán que Dios perdona, sufre y espera, y que cuando se determina a castigar, no se puede engañar ni ser engañado: y que él había entendido el mal narural de algunos y de otros cuán varios y mudables eran, y que temía de muchos las venganzas deseadas por pasiones, de las cuales ciegas se podrían engañar tanto cuanto ser él engañado por ellos: y que perdonar a ingratos y a enemigos sin haber causa de serlo, y hacerles bien por fuerza, si lo querían conocer era muy grande venganza, y mayor valentía teniendo potestad no usar della, y mucho mayor lo era defenderlos, siendo enemigos, y vencerse a sí mismo cuando hacía sus discursos: y que el haber salido sin ensangrentar cuchillo con este primero intento, aunque lo compró muy caro y más le costase adelante, lo daba por bien empleado a trueque de que la jornada presente no dejase la fama que otras pasadas, ni que sobre los huesos de tales mártires se armase aquella tan buena obra, ni tal sonase en el mundo, que era en lo que más reparaba. Dijeron ser la piedad muy buena y también puesto en razón el castigo de los malos. El capitán dijo a esto, que el emperador Teodosio dijo en cierta ocasión quisiera poder dar vida a todos cuantos había muerto, y Carlos quinto sufrió y perdonó muchísimo pudiendo bien hacer castigos medidos a su voluntad, y esto mismo hizo Jorge Castrioto y otros muchos valerosos y prudentes capitanes, espejos en que se estaban mirando días y noches con deseo de acertar; y que la piedad se alaba tanto, y tanto más es celebrada cuanto es más ejercicio, y que si para perdonar yerros a hombres, como él era, esperando la enmienda, no fuera de su natural piadoso, que menos lo habría sido para tratar tan a su costa de una obra toda piadosa: y que pues de su parte la piedad estaba tan pregonada y practicada en lo más, no parecía razón que la negase en lo menos, ni que del todo se le acabase el sufrimiento. Y estando para morir, y en tiempo que ya se iba a buscar puerto a donde a su parecer tenían fin con el viaje todas malas voluntades que había declaradas y encubiertos rencores, y que para más humillarlos, aunque más rebeldes fuesen, los había de apadrinar, diciendo experimentaba desta vez para desengaño de otras y de otros, si había hombres de tan duros corazones a quien el bien no ablandase o por el bien diesen mal: y que cuando fuese así, dijesen lo que quisieren y hiciesen cuanto pudiesen, que sus voces habían de ser tan poco oídas cuanto su poca justicia y menos opinión. Y estaba cierto que el vulgo había de juzgar este hecho con muy diversos sentidos de su intento, y que cuando diese la sentencia más la quería oír de piadoso que no de cruel, o de reputado que de arrojadizo. Y dijo, en suma, ser la justicia una excelente virtud y muy necesaria en el mundo; mas empero que la ejecutasen otros que supiesen, entre cizañas y uso de poca razón siendo los testigos enemigos, averiguar la verdad sin más ni menos. Un caso notable Venía en nuestra compañía un marinero de nación arragoces, mozo dispuesto y soldado y tal de partes y gracias, que por ellas merecía ser tanto como lo era estimada su persona de todos en general. Estando, pues, en veinte y cuatro grados y solas dos leguas de tierra, fue llamado y buscado en toda la nao y en las gavias, sin responder ni ser hallado, para gobernar el timón el cuarto de la modorra. Dada cuenta al capitán, mandó al punto que fuese virada la nao y se buscase aquel hombre, en cuya demanda, mirando a todas partes la mar y llamándole por su nombre y haciéndole señas de fuego, se gastó todo el resto de la noche y parte del día siguiente sin ser visto, ni cosa que nos sirviese de rastro. Con esta confusión y pena grande seguimos nuestro camino; y deseoso el capitán de saber la causa, hizo pesquisa y halló que ciertos días de secreto hinchió dos peruleras de semillas, chaquiras, cascabeles, cordeles, anzuelos, cuchillos y un machete, que las bocas tapó con cera de Nicaragua, y más otra botija mediana de vino y agua y una cajeta de conserva y su espada; y aquella misma mañana había estado muy atento oyendo leer la vida de San Antón ermitaño, y que alabándola mucho dobló la hoja y guardó el libro. Que toda aquella tarde estuvo del tope mirando, y marcando la tierra con un agujón que tenía; que la noche que faltó lo vieron estar muy desvelado, y se entendió que de una tabla, palos y cuerdas que tenía en su rancho, había hecho una balsa, y que en ella se debió de ir, llevando consigo a todo lo referido, pues nada desto se halló. Y más se dijo, que tuvo muchos deseos de quedarse con los indios de las tierras descubiertas, y que había dicho a un hombre que se quedase allá con él, y que como nuestra venida había sido repentina no tuvo lugar de hacerlo; y por esto se había quedado allí por dotrinar a gentiles o vivir en soledad: y estaba de dos días confesado. Abrióse luego su caja y en ella se hallaron sus vestidos, su dinero y otros y una memoria de todo lo que era ajeno que le dieron a guardar, mandando se le volviese. Este hecho es de un hombre que teníamos por de razón y buen cristiano; y cuando pienso en determinación tan estraña me hace lástima, y mucho más por arrojarse en una tabla a tanto riesgo de si había de llegar a poner los pies en la playa, y si luego había de hallar la comodidad tan necesaria para poder conservarse, y si para la buscar había de ir la tierra adentro o por la orilla del mar; quién había de cargar aquellas dos peruleras con las cosas que llevaba dentro en ellas y lo demás principal para sustentar la vida; o si luego o después diese con indios, si lo habían de recebir y tratar bien, y más aquellos que tienen fama de comer carne humana: y juntamente la soledad, la desnudez y la inclemencia de tiempos; y que cuando la tierra no le cuadre, por no hallar en ella disposición para su intento o se arrepienta, cuán lejos está el recurso y cuán cerca el daño; y otras cosas muy dignas de considerarse, y sobre todas la falta que ha de tener de los oficios divinos y sacramentos. Y porque ignoro sus designios, no me atrevo a ser juez de este hecho: sólo quisiera que fuese el Señor servido de guiar sus cosas de tal manera, que él se salve y otros muchos por su medio. Una grande tormenta Seguimos nuestro camino las armas y la gente presta, con centinelas en los topes, porque se iba en demanda de un cabo que se dice de San Lucas, a donde el inglés Tomás Candi robó a la nao Santa Ana. Pasóse presto y en paz, y miércoles once de octubre, estando sereno el cielo, bonancible el mar, sin conjunción ni oposición de luna, en la boca de la California nos dio al cuarto del alba un viento Nordeste y recio con muy grande cerrazón. Pasó al Norte como a las nueve del día, y creció tanto, que obligó a calafatear escutillas, cazar a popa, e ir al Sur con sólo bajo el trinquete que presto hizo pedazos, a cuya causa se atravesó la nao y se rompió el pinjote: y la caña del timón por quedar a su albedrío, daba a una y a otra banda tantos y tan fuertes golpes, que el menor daño temido era hacerse toda rajas, y quedar la nao sin gobierno. Mas luego los marineros, por saber cuánto esto importa, acudieron y le pusieron un aldrope con que quedó sojuzgado, y al envergar de otro tirnquete hubo hombre, que en el penol a donde estaba, dos veces le cubrió el agua y estuvo debajo della grandes espacios Tratóse luego de dar vela y correr; mas tanto creció el viento, que del mar que muy alterado estaba sacaba tanta agua por el aire que parecía un muy continuo aguacero, y sus gotas escocían en los ojos, que por acudir a este daño detenían el remedio de la nao, que con gran priesa se buscaba por la mucha que daba el mar; cuyas olas obligaron por hinchir la barca de agua que con presteza fue echada a la mar, y apenas estuvo fuera cuando tres golpes con tanto ímpetu rompieron dentro en la nao, que la dejaron rendida y a medio combés el agua, con cuyo peso y con la fuerza del viento no pudo la nao surtir; y viéndola, pues, así dijo el Moreno, atambor: --Aquí no hay más que esperar. Luego se echó a la mar, y fue su ventura tanta que le volvió una ola a entrar dentro; y porque no hiciese otra locura semejante, lo prendieron. Los embornales, que es por donde sale el agua, eran pequeños y pocos, y a esta falta quien más podía con barretas, palancas y pies de cabra, dándole el agua a los pechos, procuraban del mareaje quitar tablas para el agua escurrir. Aquí fue visto acudir sin entender, y deber sin querer acudir. Viose más, dar los unos a la bomba, otros alijando apriesa, y muchos roncos gritando: --¡Córtese el árbol mayor, que es el que nos lleva a fondo! Unos decían de sí, otro de no, y en un instante con hachuelas y machetes se cortó la jarcia de sotavento. El capitán llamaba a los pilotos para tomar parecer. Ellos se hacían sordos; por lo que envió a decir a todos que se dilataba el remedio y amenazaba el cuchillo, las diligencias que hicieron eran las que al alma importan. Unos se confiesan luego, otros piden perdón, y perdonan, se abrazan y despiden; unos gimen y otros lloran, y muchos por los rincones esperando estaban la muerte. El capitán a gran priesa hizo traer los dos indios a la cama a donde estaba, y que el padre franciscano les preguntase si querían ser cristianos; y muy fervorosamente ambos dijeron de sí, y ya que habían rezado el Credo al punto los bautizó, llamándose Pedro y Pablo. El capitán, su padrino, los ojos corriendo agua los abrazó, y por verlos temerosos los consoló, y dijo: A Dios las gracias, que debo y puedo Padre Eterno, os doy por merced tan alta; pues habéis sido servido que yo vea de tantos trabajos míos sin merecerlo aqueste pequeño fruto, pequeño para mi deseo y grande, pues son dos almas nuevamente bautizadas, y traídas al gremio de vuestra iglesia católica. Estaban Pedro y Pablo, puestas las manos tan devotos y constantes y cuando la nao parecía sumergirse, diciendo: --¡Jesús María!, y haciendo cruces a la mar, que bastaba oír y verlos, enternecer los más duros corazones. Corrió la nueva y esforzó la esperanza, y hubo allí uno que dijo: --Nadie tema, que pues tal obra está hecha, Dios ha de dar lo que falta para salvarse nao y gente. Eran las tres de la tarde. El viento y mar no amansaban ni paraban de combatir a nuestra rendida nao, que tanto a la banda estaba cuando un grande borbotón con dos espantosos truenos cargó tanto, y tanta fuerza tuvo el viento, que ya no faltaba a la nao más de sólo virar la quilla. Aquí se vieron los semblantes de difuntos cortados; los más briosos, mandar sin saber lo qué, y pilotos mudos; y se oyeron los suspiros, los votos y las promesas y grandes coloquios con Dios: y uno que dijo: --¡Ah!, Señor; ¿y de qué habrá servido todo lo hecho y lo visto si esta nao se va a fondo?: y pasó más adelante con grandes muestras de fe. En suma, todos gritando pedían remedio a Dios, que fue servido que las furias se pasaron al Noroeste y Poniente y fueron dando sota de sí; y la nao levantando el cuello, y sacudiendo los costados se puso presto derecha, y antes de venir la noche dimos velas y seguimos la derrota a Les-sueste buscando el Cabo de Corrientes. La muerte del padre comisario Ya se iba con todas las velas navegando el viento a popa, y la gente alegre cantando los hechos de la batalla pasada en que hubo bien que notar, algo por que reír, y algunos con asombro de haber visto a un tan esforzado viento cuyo rigor hubiera sido mayor y mayor el daño si sucediera de noche. Alababan unos la nao, sus mañas, su fortaleza; otros la osadía y el ánimo y tan prestas diligencias, y todos al Señor Altísimo por las mercedes que nos hizo. Otros hubo que dijeron que la borrasca y sus furias habían sido necesarias para humillar los soberbios, y hacer los ingratos gratos y para que allí se acabasen todas las enemistades causadas por falta de fino amor; pues con éste se pudiera padecer con ánimo varonil lo pasado y un poco más: que tales casos más presto dan que ofrecen, cuanto más a donde no hubo uno que tuviese mal sabor, salvante éste, lo que era más difícil sufrirse unos a otros tanto tiempo en una nao viéndose siempre los rostros. ¿Mas qué digo, si se cansan padres de hijos, riñen hermanos y amigos, y el marido a su querida mujer suele a veces aborrecer? Nuestro padre comisario, que ya de atrás venía enfermo (yo entiendo que a falta de sustancia y por su mucha vejez), el otro siguiente día lo pasó con parasismos y agonías, y cuando la media noche, fue Dios servido de llevarlo de esta vida; y por haber sido la suya de cuarenta años de su hábito, y casi ochenta de edad, y haber muerto en una demanda justa y ganado el jubileo a la jornada concedido, se puede bien esperar que está gozando de Dios. El resto de la noche estuvo su cuerpo alumbrado con cuatro velas de cera. Venido el día, el padre de su compañero con la gente de la nao rogaron a Dios por su alma, y con un sentimiento grande fue sepultado en la mar a vista de las tres islas Marías. Estaba allí Pablo el indio muy atento, mirando lo que pasaba, y como vio que aquel cuerpo con el peso que a los pies le ataron fue a pique, y que al tiempo de su bautismo le dijeron que cuando mueren cristianos van al cielo, preguntó cómo siendo cristiano el padre se iba al fondo de la mar. Lo mejor que se pudo le dieron a entender que por ahora sólo el alma iba al cielo. Y como desto sabía poco quedó suspenso, y todos muy admirados de haber visto tal pregunta de un muchacho de ocho años que el otro día atrás era un bruto gentil.
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Cómo el gobernador llegó con su gente a la Ascensión, y aquí le prendieron Dende a quince días que hubo llegado el gobernador a la ciudad de la Ascensión, como los oficiales de Su Majestad le tenían odio por los causas que son dichas, que no les consentía, por ser, como eran, contra el servicio de Dios y de Su Majestad, así en haber despoblado el mejor y más principal puerto de la provincia, con pretensión de se alzar con la tierra (como al presente lo están), y viendo venir al gobernador tan a la muerte y a todos los cristianos que con él traía, día de Sant Marcos se juntaron y confederaron con otros amigos suyos, y conciertan de aquella noche prender al gobernador; y para mejor lo poder hacer a su salvo, dicen a cien hombres que ellos saben que el gobernador quiere tomarles sus haciendas y casas e indias, y darlas y repartirlas entre los que venían con él de la entrada perdidos, y que aquello era muy gran sinjusticia y contra el servicio de Su Majestad, y que ellos, como sus oficiales, querían aquella noche ir a requerir, en nombre de Su Majestad, que no les quitase las casas ni ropas e indias; y porque se temían que el gobernador los mandaría prender por ello, era menester que ellos fuesen armados y llevasen sus amigos, y pues ellos lo eran, y por esto se ponían en hacer el requerimiento, del cual se seguía muy gran servicio a Su Majestad y a ellos mucho provecho, y que a hora del Ave María viniesen con sus armas a dos casas que les señalaron, y que allí se metiesen hasta que ellos avisasen lo que habían de hacer; y ansí, entraron en la cámara donde el gobernador estaba muy malo hasta diez o doce de ellos, diciendo a voces: "¡Libertad, libertad; viva el Rey!" Eran el veedor Alonso Cabrera, el contador Felipe de Cáceres, Garci-Venegas, teniente de tesorero; un criado del gobernador, que se llamaba Pedro de Oñate, el cual tenía en su cámara, y éste los metió y dio la puerta y fue principal en todo, y a don Francisco de Mendoza y a Jaime Rasquín, y éste puso una ballesta con un arpón con yerba a los pechos al gobernador; Diego de Acosta, lengua, portugués; Solórzano, natural de la Gran Canaria; y éstos entraron a prender al gobernador adelante con sus armas; y ansí, lo sacaron en camisa, diciendo: "¡Libertad, libertad!" Y llamándolo de tirano, poniéndole las ballestas a los pechos, diciendo estas y otras palabras: "Aquí pagaréis las injurias y daños que nos habéis hecho"; y salido a la calle, toparon con la otra gente que ellos habían traído para aguardalles; los cuales, como vieron traer preso al gobernador de aquella manera, dijeron al factor Pedro Dorantes y a los demás: "Pese a tal con los traidores; ¿traéisnos para que seamos testigos que no nos tomen nuestras haciendas y casas e indias, y no le requerís, sino prendéislo? ¿Queréis hacernos a nosotros traidores contra el Rey prendiendo a su gobernador?"; y echaron mano a las espaldas, y hubo una gran revuelta entre ellos porque le habían preso; y como estaban cerca de las casas de los oficiales, los unos de ellos se metieron con el gobernador en las casas de Garci-Venegas, y los otros quedaron a la puerta, diciéndoles que ellos los habían engañado; que no dijesen que no sabían lo que ellos habían hecho, sino que procurasen de ayudallos a que le sustentasen en la prisión, porque les hacían saber que si soltasen al gobernador, que los haría a todos cuartos, y a ellos les cortaría las cabezas; y pues les iba las vidas en ello, los ayudasen a llevar adelante lo que habían hecho, y que ellos partirían con ellos la hacienda e indias y ropa del gobernador; y luego entraron los oficiales donde el gobernador estaba, que era una pieza muy pequeña, y le echaron unos grillos y le pusieron guardas; y hecho esto, fueron luego a casa de Juan Pavón, alcalde mayor, y a casa de Francisco de Peralta, alguacil, y llegando adonde estaba el alcalde mayor, Martín de Ure, vizcaíno, se adelantó de todos y quitó por fuerza la vara al alcalde mayor y al alguacil, y ansí presos, dando muchas puñaladas al alcalde mayor y al aguacil, y dándole empujones y llamándoles de traidores, y él y los que con él iban los llevaron a la cárcel pública y los echaron de cabeza en el cepo, y soltaron de él a los que estaban presos, que entre ellos estaba uno condenado a muerte porque había muerto un Morales, hidalgo de Sevilla. Después de esto hecho, tomaron un atambor y fueron por las calles alborotando, y desasosegando al pueblo, diciendo a grandes voces: "¡Libertad, libertad; viva el Rey!" Y después de haber dado una vuelta al pueblo, fueron los mismos a la casa de Pero Hernández, escribano de provincia (que a la sazón estaba enfermo), y prendieron, y a Bartolomé González, y le tomaron la hacienda y escripturas que allí tenía y así, lo llevaron preso a la casa de Domingo de Irala, adonde le echaron dos pares de grillos y después de habelle dicho muchas afrentas pusieron sus guardas, y tornaron a pregonar: "Mandan los señores oficiales de Su Majestad que ninguno sea osado de andar por las calles y todos se recojan a sus casas, so pena de muerte y de traidores"; y acabando de decir todo tornaban, como de primero, a decir: "¡Libertad, libertad!" Y cuando esto apregonaban, a los que topaban en las calles les daban muchos rempujones y espaldarazos, y los metían Por fuerza en sus casas; y luego, como esto acaba donde el gobernador vivía y tenía su hacienda y escripturas y provisiones que Su Majestad mandó despachar acerca de la gobernación en la tierra, y los autos de cómo le habían recibido y obedecido en nombre de Su Majestad por gobernador y capitán general, y descerrajaron unas arcas, tomaron todas las escripturas que en ellas estaban, y se apoderaron en todo ello y abrieron asimismo un arca que estaba cerrado con tres llaves, donde estaban los procesos que se habían hecho contra los oficiales, de los delitos que habían cometido, los cuales estaban remitidos a Su Majestad; y tomaron todos sus bienes, ropas, bastimentos de vino y aceite, acero y hierro, y otras muchas cosas, y la mayor parte de ellas desaparescieron, dando saco en todo, llamándole de tirano y otras palabras; y lo que dejaron en poder de quien más sus amigos eran y los seguían, so color de depósito, y eran los mismos valedores que los ayudaban. Valía a lo que dicen, más de cien mil castellanos a hacienda, a los precios de allá, entre los cuales tomaron diez bergantines.
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Cómo vinieron a nuestro real los caciques viejos de Tlascala a rogar a Cortés y a todos nosotros que luego nos fuésemos con ellos a su ciudad, y lo que sobre ello pasó Como los caciques viejos de Tlascala vieron que no íbamos a su ciudad, acordaron de venir en andas, y otros en hamacas e a cuestas, y otros a pie, los cuales eran los por mí ya nombrados, que se decían Mase-Escaci, Xicotenga, el viejo e ciego, e Guaxocingo, Chichimecatecle y Tecapaneca de Tepeyanco; los cuales llegaron a nuestro real con otra gran compañía de principales, y con gran acato hicieron a Cortés y a todos nosotros tres reverencias, y quemaron copal y tocaron las manos en el suelo y besaron la tierra; y el Xicotenga, el viejo, comenzó de hablar a Cortés desta manera, y díjole: "Malinche, Malinche, muchas veces te hemos enviado a rogar que nos perdones porque salimos de guerra, e ya te enviamos a dar nuestro descargo, que fue por defendernos del malo de Montezuma y sus grandes poderes, porque creímos que eras de su bando y confederados; y si supiéramos lo que ahora sabemos, no digo yo saliros a recibir a los caminos con muchos bastimientos, sino tenéroslos barridos, y aun fuéramos por vosotros a la mar donde teníades vuestros acales (que son navíos); y pues ya nos habéis perdonado, lo que ahora os venimos a rogar yo y todos estos caciques es, que vayáis luego con nosotros a nuestra ciudad, y allí os daremos de lo que tuviéremos, e os serviremos con nuestras personas y hacienda; y mirad, Malinche, no hagas otra cosa, sino luego nos vamos; y porque tememos que por ventura te habrán dicho esos mexicanos algunas cosas de falsedades y mentiras de las que suelen decir de nosotros, no los creas ni los oigas; que en todo son falsos, y tenemos entendido que por causa dellos no has querido ir a nuestra ciudad". Y Cortés respondió con alegre semblante, y dijo que bien sabía, desde muchos años antes que a estas sus tierras viniésemos, como eran buenos, y que deso se maravilló cuando nos salieron de guerra, y que los mexicanos que allí estaban aguardaban respuesta para su señor Montezuma; e a lo que decían que fuésemos luego a su ciudad, y por el bastimiento que siempre traían e otros cumplimientos, que se lo agradecía mucho y lo pagaría en buenas obras; e que ya se hubiera ido si tuviera quien nos llevase los tepuzques, que son las bombardas; y como oyeron aquella palabra sintieron tanto placer, que en los rostros se conoció, y dijeron: "Pues cómo, ¿por esto has estado, y no lo has dicho?" Y en menos de media hora traen sobre quinientos indios de carga, y otro día muy de mañana comenzamos a marchar camino de la cabecera de Tlascala con mucho concierto, así de la artillería como de los caballos y escopetas y ballesteros, y todos los demás, según lo teníamos de costumbre; y había rogado Cortés a los mensajeros de Montezuma que se fuesen con nosotros para ver en qué paraba lo de Tlascala, y desde allí les despacharía, y que en su aposento estarían porque no recibiesen ningún deshonor; porque, según dijeron, temíanse de los tlascaltecas. Antes que más pase adelante quiero decir cómo en todos los pueblos por donde pasamos, o en otros donde tenían noticia de nosotros, llamaban a Cortés Malinche; y así, le nombraré de aquí adelante Malinche en todas las pláticas que tuviéremos con cualesquíer indios, así desta provincia como de la ciudad de México, y no le nombraré Cortés sino en parte que convenga; y la causa de haberle puesto aqueste nombre es que, como doña Marina, nuestra lengua, estaba siempre en su compañía, especialmente cuando venían embajadores o pláticas de caciques, y ella lo declaraba en lengua mexicana, por esta causa le llamaban a Cortés el capitán de Marina, y para más breve le llamaron Malinche; y también se le quedó este nombre a un Juan Pérez de Arteaga, vecino de la Puebla, por causa que siempre andaba con doña Marina y con Jerónimo de Aguilar deprendiendo la lengua, y a esta causa le llamaban Juan Pérez Malinche, que renombre de Arteaga de obra de dos años a esta parte lo sabemos. He querido traer esto a la memoria, aunque no había para qué, porque se entienda el nombre de Cortés de aquí adelante, que se dice Malinche; y también quiero decir que, como entramos en tierra de Tlascala hasta que fuimos a su ciudad se pasaron veinte y cuatro días, y entramos en ella a 23 de septiembre de 1519 años; y vamos a otro capítulo, y diré lo que allí nos avino.
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Capítulo LXXIV Cómo el capitán Belalcázar, con su gente, volvía a Quito de donde salió Almagro; y de cómo fueron presos ciertos corredores que envió, por Diego de Alvarado Sebastián de Belalcázar, como supo que Almagro estaba en Quito y le mandaba llamar, luego con los que con él estaban dio la vuelta. Reprendióle Almagro, cuando lo vio, el haberse salido de San Miguel sin haber mandado del gobernador. Tomó en sí toda la gente teniendo a Belalcázar, como en son de preso, y algunos de sus amigos lo mismo. Justificaba su intención afirmando que deseo de servir le movió a lo que se había hecho y no lo que sus émulos habían publicado. Engrandecía mucho don Diego de Almagro las riquezas del Cuzco, las grandes provincias de sus comarcas, las muchas ciudades que se habían de fundar donde todos tendrían ricos repartimientos. Ganó gracia con estos dichos en todos ellos. Determinó de salir de aquella tierra para volver donde había venido y proveer a qué parte salía el adelantado Alvarado. Salieron con él de Quito Belalcázar con los españoles todos, que serían poco más de ciento ochenta, entre caballos y peones. Habían los indios muerto a tres cristianos que venían en seguimiento de Almagro, que fue causa que con grande orgullo vinieron por el camino hasta llegar a un río algo grande de donde daban grita a los que venían con Almagro. Ahogáronse más de ochenta cáñares de los amigos de los cristianos; los caballos se echaron al río: los que eran lerdos volvían a la orilla; a la otra parte llegaron diez o doce que bastaron a matar muchos indios, ya que los otros huyesen sin osar aguardar; y procurando de hacer puente, pasar por ella todos los que iban con Almagro. Cautivaron muchos indios y caciques en aquel alcance. Uno de ellos afirmó cómo habían pasado por los montes nevados muchos cristianos y caballos que estaban cerca de ellos. Luego se entendió que no eran otros sino los que venían con el adelantado. Parecióle a Almagro sería bien enviar corredores a reconocer cómo venían y adónde llegaban. Mandó a Diego Pacheco, Lope de Ydiáquez y Cristóbal de Ayala, Lope Ortiz Aguilera, Román Morales, que fuesen a lo hacer y le avisasen con toda presteza. En este tiempo el adelantado, habiendo enviado a correr el campo a Diego de Alvarado con algunos caballos, caminó con la demás gente por el real camino hasta que llegó a Panzaleo, donde tuvo noticias que, en la tierra que llaman Sicho, que queda atrás sobre la siniestra mano, estaba el que había sido gobernador de Quito, llamado Zopezopagua, encastillado en una fuerza por miedo de los cristianos. Parecióle al adelantado que sería cosa muy importante prender aquel señor tan poderoso. Mandó apercibir algunos caballos y arcabuceros y ballesteros para ir en persona a sitiar el lugar para prenderlo. Había vuelto Diego de Alvarado con los que con él fueron; quedóle encomendado el resto del campo. Llegado el adelantado a Sicho, parecióle poca gente la que había llevado. Envió a mandar al real a que viniese alguna más. Quiso el mismo Diego de Alvarado ir con los que señaló y sin haber andado legua entera encontraron con los corredores de Almagro. Mandó como los vio que los cercasen, porque ninguno pudiese volver a dar aviso: como eran tan pocos no se pusieron en nada, antes dieron las armas porque así les fue mandado. Habló Diego de Alvarado con mucha crianza; supo de ellos cómo Almagro estaba en Riobamba con su gente y mandó a Juan de Rada que con toda prisa fuese a dar mandado de aquellas cosas al adelantado, el cual, como lo supo, dejando el cerco que tenía contra Zopezopagua, dio la vuelta a se encontrar con Diego de Alvarado. Y como vio a los mensajeros, les habló muy bien diciéndoles que él no venía a procurar escándalos, ni que hubiese guerra, sino a descubrir nuevas tierras adonde el emperador fuese servido, y otras cosas. A que los respondieron los de Almagro que no se presumía otra cosa de su servicio, especialmente, constándole cómo aquella tierra caía en los límites de don Francisco Pizarro. Dioles el adelantado algunos presentes y joyas de lo que pudo escapar de las nieves.
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Capítulo LXXIV Que trata de la orden que el coronel Valdivia dio en el ejército de Su Majestad Otro día siguiente cuando el sol salía, como hombre que todo el cuidado tenía, comenzó el coronel Valdivia a entender en lo que convenía en el ejército. Y recorrió las compañías e hizo la de los arcabuceros por si, y mandóles proveer de mecha y pólvora y de toda munición, y mandó a las compañías de los piqueros que se les proveyese de picas y mejorar las que llevaban. Visitó a la gente de a caballo y mandó les proveer de las armas que convenían para que mejor se pudiese aprovechar en su tiempo cada uno. Y ordenó los escuadrones, poniéndolos en aquella orden que necesaria y conveniente era a la jornada. Y puso el artillería adonde había de ir cuando marchase el campo, dando la orden de lo que había de hacer los artilleros con su capitán, ansí yendo marchando como cuando asentasen; quedando el general del ejército Pedro de Hinojosa en el campo cada el día. Y el coronel Valdivia tomó al mariscal y maese de campo Alonso de Alvarado para que fuese con él todos los días delante del ejército, con la gente que les parecía que convenía, dos o tres leguas, descubriendo el campo y haciendo los alonjamientos donde más a su salvo estuviesen. Y de esta suerte y con esta orden marchaba el campo muy contento de todos. Del valle de Andaguaylas salió el ejército y comenzó a marchar, caminando cada el día la jornada que al coronel le parecía conveniente, dándola algunas veces larga por el pasar de las nieves, donde se podía recebir detrimento del frío y por la falta del bastimento, y otros días se daban menores para que se reformasen así la gente como los caballos. Con esta orden llegaron a un valle muy grande por donde pasa un río caudaloso que se dice Aporima, que está de la ciudad del Cuzco doce leguas. Cuando el campo salió del valle de Andaguaylas, escribió el coronel Valdivia a Su Majestad, dándole breve cuenta del discurso de su vida y de su venida a servir, y de lo que le pareció más poderse extender, según el poco tiempo que tenían. Fueron sus cartas con los despachos que de allí envió el presidente a trece de marzo de mil y quinientos y cuarenta y ocho años. En comarca de estas primeras veinte leguas que desde el Cuzco había, estaban cinco puentes que no eran de albañería, ni de madera, ni sobre barcos, sino hechas en una forma para quien la oye admirable y para quien la ve y ha de pasar. Y todas estas cinco puentes había mandado quemar Gonzalo Pizarro a fin de acudir a nos defender el paso, en sabiendo por dónde hacían muestra de pasar. Y el coronel por desmentir estas espías, ocho leguas antes que llegase con el campo, proveyó de capitanes que fuesen con arcabuceros a cada una de las puentes quemadas. Y mandó que comenzasen hacer los aparejos con aquella diligencia que más convenía para desmentir a los enemigos, haciendo estas puentes de unas crisnejas de unas vergas a manera de mimbres y torcidas como gruesas maromas, y atados de una parte a la otra del río en gruesos cimientos de piedras, y divisas una de otra aunque atadas bien en cada puente. Echaban cinco y seis maromas y encima rama y tierra, y por éstas pasaba la gente. Cuando el coronel Valdivia despachó aquellos capitanes a las puentes, despachó un vecino del Cuzco que en el ejército iba, que se decía Lope Martín, éste era lusitano, para que así mesmo hiciese con indios aquellas maromas, como los demás, para hacer la puente del río de Aporima. Y cuando el ejército allegó dos leguas del río, se adelantó el coronel a visitar la gente que estaba aderezando las maromas, jueves de la cena, por un camino muy áspero y agro. Y vio la disposición de la puente y sitio de ella donde se había de hacer. Y viendo que ya estaban hechos los aparejos y materiales, mandó a Lope Martín que tuviese aviso y no atase ni pasase las maromas en ninguna manera de la otra banda, y que no entendiese más de estarse allí guardándolo todo hasta que viniese todo el campo y él en persona volviese allí, y aunque le enviase a decir que las armase, no lo hiciese hasta que él viniese a lo mandar, porque así convenía al servicio de Su Majestad y bien y conservación de su felicísimo ejército. Respondió Lope Martín que ansí lo haría. Luego el Viernes de la cruz tornó el coronel a subir la ladera y fue a donde estaba el campo, y allegado luego, se ajuntaron el presidente y el coronel y todos los capitanes para acordar en lo que se había de hacer. Demandaron al coronel que dijese su parecer. Respondió que el parecer era que luego en aquella hora se levantase el campo y pasase aquellas dos leguas de camino con toda brevedad. Y acordando todos en aquello, mandó el coronel apercebir para que luego, sábado víspera de Pascua de flores, se levantase el campo. Y marchó lo que pudo. Y otro día siguiente, de Pascua primero, comenzó a marchar delante del ejército el coronel Valdivia y el mariscal Alonso de Alvarado, como lo tenían de costumbre. Y a hora de tercia toparon un fraile francisco, que se decía fray Bartolomé, que venía la cuesta arriba con gran prisa, y dio nueva al coronel cómo Lope Martín, el que estaba guardando las maromas para hacer la puente, no curándose de lo que le habían mandado, pareciéndole ganar, no sabiendo lo que se aventuraba, echó de la otra parte del río los cabos de las maromas para atarlas y hacer la puente el sábado. Y aquella noche vinieron sus adversos y la quemaron. Y con el temor todos los indios amigos se habían huido. En aquello mandó a dos capitanes arcabuceros que con él iban y con el mariscal, que le siguiesen, que no era tiempo de volver a comunicar aquella cosa con el presidente, que venía en la retaguardia. Y ansí caminaron con el coronel doscientos arcabuceros y con ellos el capitán Palomino. Y mandó dejar el artillería en medio de la cuesta una legua del río, y mandó bajar todos los indios que la traían con cuatro tiros pequeños de campo, para poner en la resistencia de la puente, porque si viniese alguna gente de los adversos, los echasen de allí. Allegado el coronel y el mariscal y el capitán Joan Palomino con sus doscientos arcabuceros a la vera del río, bien era antes que el sol se pusiese, llegado allí, el coronel mandó pasar a nado cien arcabuceros con el cabo de la cuerda que había hecho con gran diligencia con los indios que el coronel había sacado de los que traía con el artillería. Y mandó que en ellas pasasen aquella noche toda la más gente que pudiese de la otra parte. Estando el coronel Valdivia con los doscientos hombres, se hizo la puente. Otro día siguiente, que fue segundo día de Pascua, allegó el presidente con todo el campo a la orilla del río. Y en estos tres días de pascua al último se acabó de hacer la puente, que en este tiempo no se apartó un momento de allí el coronel hasta que la vio acabada.
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Que trata cómo el rey Motecuhzoma cautelosamente con pacto secreto que tuvo con la señoría de Tlaxcala, hizo matar toda la flor de los capitanes y soldados del reino de Tetzcuco, con cuya ocasión se vino a señorear de todo el imperio Era tanta y tan insaciable la codicia que el rey Motecuhzoma tenía de mandar y ser señor absoluto, que pareciéndole menos valor tener en el imperio compañeros iguales a él, todo se le iba en maquinar y buscar modos, ardides y trazas para conseguir su intento; y así en este ocasión, que ya era en los últimos años del reinado de Nezahualpiltzintli, hizo un hecho diabólico, y fue que como vio tan descuidados a los aculhuas tetzcucanos en el ejercicio militar, y muy ocupados en fiestas y saraos, tuvo ocasión de enviar por medio de sus embajadores a reprender al rey Nezahualpiltzintli el descuido en que vivían los suyos, y que los dioses estaban indignados contra él porque había cuatro años que no les sacrificaba cautivos de las provincias de Tlaxcalan y de las otras dos de donde se sacaban los cautivos de que más se servían y agradaban sus falsos dioses, si no era de las remotas, que forzosamente por ampliar y conservar el imperio, habían cautivado y sacrificado, que era lo menos acepto a ellos, además de que con esto borraban la memoria de los heroicos hechos de sus mayores y manchaban la fama y gloria de los chichimecas y aculhuas sus antepasados, y que así convenía hacer una entrada en los campos de Tlaxcalan, para aplacar a los dioses, en la cual se hallaría él personalmente, señalando el día que había de ser la batalla. El Rey Nezahualpiltzintli le respondió que sus soldados no dejaban las armas por cobardía y flaqueza, sino porque era su intento pasar en paz la vida lo poco que podían gozarla, pues tan cercano estaba el año ce ácatl de las mudanzas y calamidades que les pronosticaba, pero que para el día citado iría la flor y nata de sus ejércitos a los campos de Tlaxcalan a probar sus ánimos y valor; dada la respuesta, juntó a consejo de guerra y habiendo en él tratado de lo que se debía hacer, se juntaron todos los más valerosos capitanes y soldados de sus ejércitos, y tomaron la vía de los campos de Tlaxcalan. El rey no quiso ir en persona, por no tener algunas contiendas con el rey Motecuhzoma que iba en persona a esta batalla; mas envió a los infantes Acatlemacoctzin y Tequanehuatzin sus hijos (que habían probado muy bien a valor en las conquistas de las provincias remotas atrás referidas) yendo por caudillos principales de todo el ejército tetzcucano Motecuhzoma, así como supo la resolución de Nezahualpiltzintli, envió secretamente sus embajadores a la señoría de Tlaxcalan, avisándoles de cómo el rey de Tetzcuco tenía convocado todo lo más y mejor de sus ejércitos, no para el ejercicio militar y sacrificio de sus dioses conforme a la ley y costumbres que entre ellos estaba establecida, sino con intento de destruir y asolar toda la provincia y señorío, y hacerse señor de ella, cosa digna de gran castigo, y que a él le culparían y tendrían por cómplice si no les avisara; y que así procurasen juntar todo lo más y mejor de sus soldados, y ganar por la mano, de manera que los aculhuas no tuviesen lugar de cumplir su intento, y que aunque él iba en persona en su favor, más lo haría de cumplimiento que de voluntad, dándoles su palabra de que en lugar de favorecer a los aculhuas, les ayudaría por las espaldas a matarlos, siendo necesario. Esta embajada causó gran alteración y pena a la señoría, viendo cuán mal cumplía Nezahualpiltzintli las obligaciones que tenía a la señoría, así en conservarle sus tierras, como defenderle y ampararle, pues lo que él poseía fue recobrado por la ayuda y favor de sus padres y abuelos los señores tlaxcaltecas, además de ser como eran de un linaje; y enviando las gracias del aviso a Motecuhzoma, se apercibieron y aguardaron las gentes de Nezahualpiltzintli con todo cuidado y recato, de tal manera, que una cañada donde siempre solían hacer noche llamada Tlalpepéxic, que estaba cerca del cerro llamado Quauhtépetl, la tenían tomada, sin ser sentidos de los tetzcucanos, que vivían descuidados de la traición y trato doble que contra ellos estaba hecho; aunque aquella tarde y aquella noche tuvieron mil presagios que les representaban su total destrucción y ruina, entre los cuales, el uno fue que vieron por el aire que andaban remolineando cantidad de auras sobre ellos (aves que no siguen ni buscan otra cosa, sino cuerpos muertos) que parecía salir de la tierra llamas de fuego, y con ser la fuerza de las aguas se levantaban por el aire gran es polvaredas, y los más valerosos capitanes del ejército, como fueron Tezcacoacatl, Temoctzin, Zitialtécatl y Ecatenan, a un tiempo todos cuatro veían entre sueños, que parecía que estaban en la edad de su niñez, que andaban llorando tras de sus madres para que los recogiesen; todo lo cual les dio bien en qué pensar, y sus corazones conocían el daño que tan próximo se les venían, y así aquella noche por desechar, estuvieron después de los sueños chocarreándose, y muy de madrugada, habiéndose levantado a tomar un bocado, por si en aquel día no tuviesen lugar, sobre la rodela en que estaba almorzando vino por el aire un cigarrón de ojo de extraña grandeza que dio en ella un gran golpe y quedó muerto, dividiéndose la cabeza del cuerpo. Estos capitanes a quienes les pareció muy mal agüero, no quisieron esperar más, sino que comenzaron a despertar sus gentes para que se armasen y saliesen de aquella cañada, donde no podían aprovecharse de sus armas e industria, por si los enemigos les tenían hecha una celada como en efecto se las tenían tal, y tan fuerte que así como les vieron que empezaban a levantarse, en un instante los cercaron, con tantos gritos y alaridos, que no pudieron ponerse en orden para poderse defender, y cerrando con ellos los mataron a todos, si no fueron muy pocos los que pudieron escapar y llevar la nueva del lastimoso caso, traición y celada que contra ellos se había hecho. Los cuatro capitanes referidos y otros muchos hicieron hechos hazañosísimos, vengando muy bien sus vidas; y los dos infantes viéndose rendidos de personas no conformes a la calidad de sus personas, aunque mal heridos, decían a sus contrarios que los acabasen de matar, que no consentían entrar con ellos a su ciudad; y llevándolos vivos en su triunfo, hicieron tanto y se iban defendiendo de tal manera, que en el primer templo de los falsos dioses que cerca estaba del campo de batalla, tuvieron por bien de matarlos allí sacrificándolos. Fue tanta la sangre que por aquella cañada había de los muertos y heridos, que parecía un río caudaloso. El rey Motecuhzoma que estaba a la mira con su ejercito en las faldas del cerro que llaman Xacayoltépetl, no se movió ni los soldados, sino que estuvo quedo con sus gentes, gloriándose de ver la matanza y cruel muerte de la flor de la nobleza tetzcucana, donde se echó de ver ser cierta su traición. Entre los que escaparon y llevaron la nueva triste a Nezahualpiltzintli, fue uno de ellos Chichiquantzin, famosísimo capitán, la que fue para el rey y toda su gente muy triste y lamentada; en donde vino el rey a satisfacerse de la traición y celada que contra él cada día intentaba Motecuhzoma, porque además de ésta, por vía de sus hechiceros y nigrománticos le había pretendido hacer mal, y como hombre sabio y astuto se había defendido de él por medio de otros que tenía en su corte, que eran de la facultad diabólica. Vuelto que fue Motecuhzoma a su ciudad, mandó que las ciudades y pueblos de la Chinampa que solán dar cierto reconocimiento a los reyes de Tetzcuco, no se le diesen más, e hizo otras cosas, con que de todo punto mostró su saña, como muy específicamente lo manifiestan los cantos que tratan de esta tragedia, que se intitulan Yacuícatl.
contexto
De la gran provincia de Chincha y cuánto fue estimada en los tiempos antiguos Adelante de la fortaleza del Guarco, poco más de dos leguas, está un río algo grande, a quien llaman de Lunaguana, y el valle que hace, por donde pasa su corriente, es de la natura de los pasados. Seis leguas deste río de Lunaguana está el hermoso y grande valle de Chincha, tan nombrado en todo el Perú como temido antiguamente por los más de los naturales. Lo cual se cree que sería así, pues sabemos que cuando el marqués don Francisco Pizarro con sus trece compañeros descubrió la costa deste reino, por toda ella le decían que fuese a Chincha, que era la mayor y mejor de todo. Y así, como cosa tenida por tal, sin saber los secretos de la tierra, en la capitulación que hizo con su majestad, pidió por términos de su gobenación desde Tempulla o el río de Santiago hasta este valle de Chincha. Queriendo saber el origen destos indios de Chincha y de dónde vinieron a poblar en este valle, dicen que cantidad dellos salieron en los tiempos pasados debajo de la bandera de un capitán esforzado, dellos mismos, el cual era muy dado al servicio de sus religiones, y que, con buena maña que tuvo, pudo llegar con toda su gente a este valle de Chincha, adonde hallaron mucha gente, y todos de tan pequeños cuerpos que el mayor tenía poco más de dos codos; y que mostrándose esforzados, y estos naturales cobardes y tímidos, les tomaron y ganaron su señorío; y afirmaron más: que todos los naturales que quedaron se fueron consumiendo, y que los abuelos de los padres, que hoy son vivos, vieron en algunas sepulturas los huesos suyos y ser tan pequeños como se ha dicho. Y como estos indios así quedasen por señores del valle y fuese tan fresco y abundante, cuentan que hicieron sus pueblos concertados; y dicen más: que por una peña oyeron cierto oráculo, y que todos tuvieron al tal lugar por sagrado, al cual llaman Chincha y Camay. Y siempre le hicieron sacrificios, y el demonio hablaba con los más viejos, procurando de los tener tan engañados como tenía a los demás. En este tiempo los caciques principales deste valle, con otros muchos indios, se han vuelto cristianos, y hay en él fundado monesterio del glorioso santo Domingo. Volviendo al propósito, afirman que crecieron tanto en poder y en gente estos indios, que los más de los valles comarcanos procuraron de tener con ellos confederación y amistad, a gran ventaja y honor suyo; y que, viéndose tan poderosos, en tiempo que los primeros ingas entendían en la fundación del Cuzco acordaron de salir con sus armas a robar las provincias de las sierras, y así dicen que lo pusieron por obra, y que hicieron gran daño en los soras y lucanes, y que llegaron hasta la gran provincia de Collao. De donde, después de haber conseguido muchas victorias y habido grandes despojos, dieron la vuelta a su valle, donde estuvieron ellos y sus descendientes dándose a sus placeres y pasatiempos con muchedumbre de mujeres, usando y guardando los ritos y costumbres que los demás. Y tanta fue la gente que había en este valle, que muchos españoles dicen que cuando se ganó por el marqués y ellos este reino había más de veinte y cinco mil hombres, y agora creo yo que no hay cabales cinco mil: tantos han sido los combates y fatigas que han tenido. El señorío destos fue siempre seguro y próspero, hasta que el valeroso inga Yupangue extendió su señorío tanto que superó la mayor parte deste reino, y deseando tener mando sobre los señores de Chincha, envió un capitán suyo de su linaje, llamado Capainga Yupangue, el cual, con ejército de muchos orejones y otras gentes, llegó a Chincha, donde tuvo con los naturales algunos recuentros, y no pudiendo del todo sojuzgarlos, pasó adelante. En tiempo de Topainga Yupangue, padre de Guaynacapa, concluyeron en decir que hubieron al cabo de quedar por sus súbditos, y desde aquel tiempo tomaron leyes de los señores ingas, gobernándose los pueblos del valle por ellas, y se hicieron grandes y suntuosos aposentos para los reyes, y muchos depósitos donde ponían los mantenimientos y provisiones de la guerra; y puesto que los ingas no privaron del señorío a los caciques y principales, pusieron su delegado o mayordomo mayor en el valle, y mandaron que adorasen al sol, a quien ellos tenían por Dios; y así, se hizo en este valle templo del sol, En el cual se pusieron la cantidad de vírgines que se ponían en otros del reino, y con los ministros del templo para celebrar sus fiestas y hacer sus sacrificios; y no embargante que se hiciese este templo del sol tan principal, los naturales de Chincha no dejaron de adorar también en su antiguo templo de Chinchaycama. También tuvieron los reyes ingas en este gran valle sus mitimaes, y mandaron que en algunos meses del año residiesen los señores en la corte del Cuzco, y en las guerras que se hicieron en tiempo de Guaynacapa se halló en las más dellas el señor de Chincha, que hoy es vivo, hombre de gran razón y de buen entendimiento, para ser indio. Este valle es uno de los mayores de todo el Perú, y es cosa hermosa de ver sus arboledas y acequias y cuántas frutas hay por todo él, y cuán sabrosos y olorosos pepinos, no de la naturaleza de los de España, aunque en el talle les parecen algo, porque los de acá son amarillos quitándoles la cáscara, y tan gustosos que cierto ha menester comer muchos un hombre para quedar satisfecho. Por las florestas hay de las aves y pájaros en otras partes referidos. De las ovejas desta tierra casi no hay ninguna, porque las guerras de los cristianos que unos con otros tuvieron acabaron las muchas que tenían. También se da en este valle mucho trigo, y se crían los sarmientos de viñas que han plantado, y se dan todas las más cosas que de España ponen. Había en este valle grandísima cantidad de sepulturas, hechas por los altos y secadales del valle. Muchas dellas abrieron los españoles y sacaron gran suma de oro. Usaron estos indios de grandes bailes, y los señores andaban con gran pompa y aparato, y eran muy servidos por sus vasallos. Como los ingas los señorearon, tomaron dellos muchas costumbres y usaron su traje, imitándolos en otras cosas que ellos mandaban, como únicos señores que fueron. Haberse apocado la mucha gente deste gran valle halo causado las guerras largas que hubo en este Perú y sacar para llevarlos cargados muchas veces (según es público) gran cantidad dellos.