Cuéntase lo que pasó en este puerto de la Navidad, hasta que salimos dél Surta que fue la nao, como no había barca, se hizo al punto de una verga y dos pipas una balsa. El capitán ordenó a cuatro hombres que, con la provision necesaria de bizcocho y arcabuces, fuesen en ella a tierra a buscar unas estancias de que había noticia. La balsa con la fuerza de las olas dio a la costa. Tres marineros que la llevaron, hallaron en cierto puesto una barca nueva, y en una casa pajiza dos tinajas, y un río en que las hinchieron de agua que trajeron, y con ellas y con veinte y siete botijas de nao a que se dio franca mano y no había otras, apagó la gente la grande sed que tenía; y con esperanza de que los cuatro compañeros habían de traer buen recaudo, pasaron todos noche y día, y la mañana siguiente volvieron los cuatro diciendo que toda la noche anduvieron por entre grandes y espesos árboles, por ríos y pantanos sin haber hallado camino ni rastro de las estancias. Con esto quedó la gente muy triste: mas luego dos briosos marineros, el uno ayamontés, otro gallego, dijeron al capitán que si les daba licencia querían ir, como fueron, a buscar indios o pueblos, por donde Dios los guiase. Este día se acabó un botiquín que se hizo dentro en la nao. En la playa se armaron ciertas tiendas y ramadas. El capitán se desembarcó sin pulso, llevando el estandarte y bandera, y fue a tierra con mitad de gente y armas, y ordenó que de la nao fuesen tiradas tres piezas al salir y poner del sol y a medio día, por si acaso fuesen oídas de vaqueros u otras gentes. Tratóse luego de cazar aves, conejos y venados, y de pescar con atarrayas, cazones, pargos y lizas, haciendo cuenta que cuando todo faltase, con esto se suplirían las necesidades presentes. Estando las cosas en este estado, el otro día a la tarde se vieron dos hombres a caballo venir por la playa a gran priesa, y llegados al punto se apearon. Los nuestros los recibieron con increíble gozo: diéronse muchos, muy apretados abrazos. Era el uno un indio estanciero, ladino; el otro un jerónimo jurado de San Lúcar de Barrameda, que dijo que luego que oyó las piezas entendió ser de nao necesitada, a cuya causa, por encaminar sus cosas, había venido y allí estaba para hacer cuanto pudiese por que tuviesen recurso. El capitán que vio esta buena voluntad, lo abrazó segunda vez, y a ambos los contentó con darles cosas de la nao, y le rogó que luego al punto volviese con el sargento mayor, que iba a México a llevar cartas al virrey, y con otras dos personas que llevaban dinero para comprar la provisión; que el otro día enviaron de gallinas, huevos, pollos, y se trajo de ternera y novillos lo que bastó y sobró. Llegaron el mismo día aquellos dos buenos marineros con indios y con caballos y con socorro de cosas. Parecióles que por segundos no era su hecho de estima. El capitán los abrazó y les dijo cuánto estimaba su determinación tan honrada, y cuán agradecido estaba y lo debían estar todos por el trabajo que tomaron. Corrió la nueva de nuestra estada en el puerto y del buen trato que había. Muchos indios que estaban escondidos en los montes, por razón de aquellas agregaciones de unos pueblos a otro, vinieron a traernos frutas, maíz, y otras cosas que les fueron pagadas al doble de su valor; y porque asistiesen mejor y en todo nos ayudasen, les hizo dar el capitán mucho bizcocho, sal y vino y otras cosas, y vistió de tafetán a tres o cuatro. El almirante mayor de la Colima, don Juan de Ribera, a petición del capitán y por dinero envió cantidad de bizcocho y de gallinas, con que todos, en veinte y siete días que allí estuvimos, fuimos cobrando nuevas fuerzas y sanando de cierto mal de encías, que en la costa destas tierras suele dar a los que vienen de Manila. No se descuidó Satanás en este puerto de sembrar las malas y dañosas semillas que hasta aquí había sembrado, y lo peor que halló tierras dispuestas a recibir y brotar y darle el fruto dellas, que es todo lo que pretende. Luego que nuestro padre vio indios, pretendió le diesen los caballos para irse a México. Supo esto el capitán, y le rogó muchas veces mirase lo poco que faltaba para allegar a Acapulco, y que ninguna cosa le estaría más a cuento que acabar aquel viaje. A esto dijo, que él sabía lo que más le convenía, y no quería en ese poco morir y que lo echasen a la mar, como al padre comisario, sino irse derecho a una celda, y allí vivir y morir cercado de sus hermanos. Dijo a esto el capitán, que si se iba había de parecer muy mal, quedando la nao sin sacerdote que acudiese a las necesidades de almas que podrían ofrecerse; y pues a falta del otro padre, su compañero, él era nuestro cura, que no nos dejase solos por asegurar lo menos digno de temer, por usar de caridad, para lo cual le daría Dios tanta vida como le daba salud. A esto dijo: --Parezca lo que pareciere, que más obligación tengo a mí, y la caridad concertada ha de comenzar de mí mismo. Otras demandas y respuestas hubo, que fuera bien de excusar; y obligado destas y de las que se callan, le dijo el capitán: --Padre mío, en remate de un tan largo viaje no nos cieguen nuestras pasiones, que hay otro viaje que hacer. Por lo que el padre se echó a los pies del capitán y, sin lo poder estorbar por su flaqueza por haberlo asido, le besó ambos empeines. El capitán se tendió de largo a largo, a nivel de como el padre, y le besó las plantas de ambos pies, diciendo: --No pienso quedar corto en esto. Hubo aquí ciertas personas que, por sí y terceras, dijeron al capitán los dejase ir por tierra. El capitán dijo a éstos que para lo que ellos servían ya se hubieran de haber ido. Otro hubo que pidió al capitán certificase no haber recibido sueldo Real, habiéndoselo él mismo dado, y también quiso el título de almirante y que hiciese otro el oficio. Otros muchos quisieron ser cada uno el que llevara la carta enviada al virrey, alegando para ello sus grandes merecimientos; y por esto, y por mucho que no se cuenta, hubo aquí muchas contiendas y quejas, con que se podrá bien juzgar, y por todo lo de atrás, cuánto más cuestan los descubrimientos hechos de voluntades de hombres que no descubrir nuevas tierras. Había ido en la jornada sirviendo a los padres un indio mozo de hasta veinte años, su nombre era Francisco, su natural el Pirú, su hábito de donado, su vida de cudiciar. Era, pues, éste un hombre humilde, templado y grato, muy amigo de la paz, y tan celoso del bien de las almas de las gentes descubiertas, que puso en prática el quedarse allá con ellos. Tenía a Dios grande amor y respeto; en cada cosa que había, por rigurosa que fuese, se conformaba con su santa voluntad. En suma, a todo mostró buen ánimo y alegre rostro, y no vi que lo hiciese bueno a ninguna cosa mal hecha; ni hizo queja, ni pidió paga, ni trató della; cuyo ejemplo en muchos causó envidia y en un soldado pesar de oír alabar sus virtudes: con que digo, que no veo que uno sólo escape de las lenguas de los hombres, y que o sea por alto o por bajo él ha de llevar su golpe. Veníase acercando la fiesta de Todos los Santos, que era uno de los días del jubileo de la jornada. Por esto se confesaron todos los nuestros, y fue armado dentro de un pabellón un altar; habiéndose traído ostias de un pueblo que se dice Utlan, y avisado a las estancias que viniesen como vinieron españoles, indios y otros, a oír la misa que allí dijo nuestro padre. Estuvieron Pedro y Pablo de rodillas, cada uno con una hacha encendida, alumbrando todo el tiempo que duró el sacrificio y la comunión. A pocos días se fue este religioso por tierra, y nosotros aprestando para irnos por la mar. Estando, pues, muy deseosos de huir de la playa y molestia de tanta suma de mosquitos jejenes, zancudos y rodadores, cuantos hay en este puerto, de día y de noche sin haber quien de ellos se pudiese defender, dimos vela a diez y seis del mes de noviembre.
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De los alborotos y escándolos que hobo en la tierra De aquí adelante comenzaron los alborotos y escándalos entre la gente, porque públicamente decían los de la parte de Su Majestad a los oficiales y a sus valedores que todos ellos eran traidores, y siempre de decía y de noche, por el temor de la gente que se levantaba cada día de nuevo contra ellos, estaban siempre con las armas en las manos, y se hacían cada día más fuertes de palizadas y otros aparejos para se defender, como si estuviera preso el gobernador en Salsas; barreando las calles y cercáronse en cinco o seis casas. El gobernador estaba en una cámara muy pequeña que metieron, de la casa de Alonso Cabrera en la de Garci-Venegas, para tenerlo en medio de todos ellos; y tenían de costumbre cada día el alcalde y los alguaciles de buscar todas las casas que estaban al derredor de la casa adonde estaba preso si había alguna tierra movida de ellas para ver si minaban. En viendo los oficiales dos o tres hombres de la parcialidad del gobernador, y que estaban hablando juntos, luego daban voces diciendo: "¡Al arma, al arma!" Y entonces los oficiales entraban armados donde estaba el gobernador, y decían, puesta la mano en los puñales: "Juro a Dios que si la gente se pone en sacaros de nuestro poder, que os habemos de dar de puñaladas y cortaros la cabeza, y echalla a los que os vienen a sacar, para que se contenten con ella"; para lo cual nombraron cuatro hombres, los que tenían por más valientes, para que con cuatro puñales estuviesen par de la primera guarda, y les tomaron pleito homenaje que en sintiendo que de la parte de Su Majestad le iban a sacar, luego entrasen y le cortasen la cabeza; y para estar apercibidos para aquel tiempo, amolaban los pufiales, para cumplir lo que tenían jurado; y hacían esto en parte donde sintiese el gobernador lo que hacían y hablaban; y los secutores de esto eran Garci-Vanegas y Andrés Hernández el Romo, y otros. Sobre la prisión del gobernador, demás de los albo. rotos y escándalos que había entre la gente, había muchas pasiones y pendencias por los bandos que entre ellos había, unos diciendo que los oficiales y sus amigos habían sido traidores y hecho gran maldad en lo prender, y que habían dado ocasión que se perdiese toda la tierra, como ha parescido y cada día paresce, y los otros defendían al contrario; y sobre esto se mataron e hirieron y mancaron muchos españoles unos a otros; y los oficiales y sus amigos decían que los que le favorescían y deseaban su libertad eran traidores, y los habían de castigar por tales, y defendían que no hablase ninguno de los que tenían por sospechosos unos con otros; y en viendo hablar dos hombres juntos, hacían información y los prendían, hasta saber lo que hablaban; y si se juntaban tres o cuatro, luego tocaban al arma, se ponían a punto de pelear, y tenían puestas encima del aposento donde estaba preso el gobernador centinelas en dos garitas que descubrían todo el pueblo y el campo; y allende de esto traían hombres que anduviesen espiando y mirando lo que se hacía y decía por el pueblo, y de noche andaban treinta hombres armados, y todos los que topaban en las calles los prendían y procuraban de saber dónde iban y de qué manera; y como los alborotos y escándalos eran tantos cada día, y los oficiales y sus valedores andaban por tan cansados y desvelados, entraron a rogar al gobernador que diese un mandamiento para la gente en que les mandase que no se moviesen y estuviesen sosegados, y que para ello, si necesario fuese, se les pusiese pena; y los mismos oficiales le metieron hecho y ordenado, para que si quisiese hacer por ellos aquello lo firmase; lo cual, después de firmado, no lo quisieron notificar a la gente, porque fueron aconsejados que no lo hiciesen, pues que pretendían y decían que todos habían dado parescer y sido en que le prendiesen, y por esto dejaron de notificallo.
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Cómo se dijo misa estando presentes muchos caciques y de un presente que trajeron los caciques viejos Otro día de mañana mandó Cortés que se pusiese un altar para que se dijese misa, porque ya teníamos vino e hostias; la cual misa dijo el clérigo Juan Díaz, porque el podre de la Merced estaba con calenturas y muy flaco, y estando presente Mase Escaci y el viejo Xicotenga y otros caciques; y acabada la misa, Cortés se entró en su aposento, y con él parte de los soldados que le solíamos acompañar, y también los dos caciques viejos y nuestras lenguas, y díjole el Xicotenga que le querían traer un presente, y Cortés les mostraba mucho amor, y les dijo que cuando quisiesen; y luego tendieron unas esteras, y una manta encima, y trajeron seis o siete pecezuelos de oro y piedras de poco valor, y ciertas cargas de ropa de henequén, que toda era muy pobre que no valía veinte pesos; y cuando lo daban, dijeron aquellos caciques riendo: "Malinche, bien creemos que como es poco eso que te damos, no lo recibirás con buena voluntad; ya te hemos enviado a decir que somos pobres, e que no tenemos oro ni ningunas riquezas, y la causa dello es que esos traidores y malos de los mexicanos y Montezuma, que ahora es señor, nos lo han sacado todo cuanto solíamos tener por paces y treguas, que les demandábamos porque no nos diesen guerra; y no mires que es poco valor, sino recíbelo con buena voluntad, como cosa de amigos y servidores que te seremos"; y entonces también trajeron aparte mucho bastimento. Cortés lo recibió con alegría, y les dijo que en más tenía aquello por ser de su mano y con la voluntad que se lo daban, que si le trajeran otros una casa llena de oro en granos, y que así lo recibe, y les mostró mucho amor; y parece ser tenían concertado entre todos los caciques de darnos sus hijas y sobrinas, las más hermosas que tenían, que fuesen doncellas por casar; y dijo el viejo Xicotenga: "Malinche, porque más claramente conozcáis el bien que os queremos, y deseamos en todo contentaros, nosotros os queremos dar nuestras hijas para que sean vuestras mujeres y hagáis generación, porque queremos teneros por hermanos, pues sois tan buenos y esforzados. Yo tengo una hija muy hermosa, e no ha sido casada, e quiérola para vos"; y asimismo Mase-Escaci y todos los más caciques dijeron que traerían sus hijas y que las recibiésemos por mujeres, y dijeron otros muchos ofrecimientos, y en todo el día no se quitaban así el Mase-Escaci como el Xicotenga, de cabe Cortés; y como era ciego, de viejo, el Xicotenga, con la mano aten taba a Cortés en la cabeza y en las barbas y rostro, y se la traía por todo el cuerpo; y Cortés les respondió a lo de las mujeres, que él y todos nosotros se lo teníamos en merced, y que en buenas obras se lo pagaríamos el tiempo andando; y estaba allí presente el padre de la Merced, y Cortés le dijo: "Señor padre, paréceme que será ahora bien que demos un tiento a estos caciques para que dejen sus ídolos y no sacrifiquen, porque harán cualquier cosa que les mandáremos, por causa del gran temor que tienen a los mexicanos"; y el fraile dijo: "Señor, bien es; pero dejémoslo hasta que traigan las hijas, y entonces habrá materia para ello, y dirá vuesa merced que no las quiere recibir hasta que prometa de no sacrificar: si aprovechare, bien; si no, haremos lo que somos obligados"; y así quedó para otro día, y lo que se hizo se dirá adelante.
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Capítulo LXXVI De cómo el adelantado don Pedro de Alvarado y el mariscal don Diego de Almagro se vieron; y del concierto que entre ellos se hizo, guiado y encaminado por el licenciado Caldera, y por otros varones cuerdos de los que venían con el adelantado Habiendo pasado las cosas que se han contado, y el adelantado aposentádose en el lugar dicho (para lo cual salió un alcalde de la ciudad de Riobamba con Caldera y Moscoso), el mariscal hablaba siempre a los que con él estaban, para que si algo intentase el adelantado estuviesen avisados y con buen ánimo; certificándoles que cuando a tal término viniesen las cosas él tenía palabra de muchos de los suyos que se le habían de pasar: en todos ellos se conoció voluntad entera para morir por lo que les mandase. Y el adelantado tenía varios pensamientos, parecíale por una parte que era mengua suya, teniendo tanta gente y tan principal, hacer caudal de Almagro, sino a su pesar pasar adelante y hacer lo que bien le tuviese; por otra, consideraba que estaba en gobernación ajena y que el emperador se tendría por deservido de cualquier cosa que sucediese. Parecíale también que había gastado mucha suma de pesos de oro en los navíos, y gastos de la armada, y que lo mismo habían hecho los que ventan con él; y si quería volver a la mar para embarcarse en naves y descubrir la costa adelante era cosa infinita, porque los navíos habían vuelto a los puertos de Nicaragua, a Tierra Firme; y volver, aunque estuvieran en la costa, por las nieves acabarían todos de morir y de se perder; pues caminar de luengo de la sierra hasta salir de los límites de la gobernación de Pizarro parecíales otro mayor trabajo, y que no le darían lugar allá. En los suyos habían grandes pláticas y juntas sobre esta materia. Porfiaban unos, uno, y otro, otro, por una parte, le aconsejaban los que eran más mancebos, y tenían la sangre hirviente que para qué aguardaba a cumplimiento con Almagro: que amaneciesen sobre él y prendiesen a él y a los que con él estaban, y que poblase de su mano aquella tierra, y descubriese el tesoro de Quito; por otra, contradiciendo esto, otros de éstos le animban a que, a pesar de Almagro y Pizarro, fuese por la tierra comiendo de lo que hallase sin hacer más daño hasta salir de la gobernación de Pizarro, que se acababa en Chincha, de donde para adelante podía él poblar y conquistar; mas los cuerdos y buenos hombres, que entre ellos venían muchos y muy honrados, afeaban estos dichos, diciéndole que no diese lugar a ningún escándalo ni a que su majestad fuese deservido en la nueva ciudad y en su campo. Pasaron aquella noche con gran recato sin ser parte el embelesamiento del sueño a les impedir que no estuviesen en vela, recelándose los unos de los otros. Mas como fue venido el día, el adelantado, acompañado de algunos caballeros fue a la ciudad de Riobamba a verse con el mariscal, estando todos armados con armas secretas. Abrazáronse como se vieron, y el adelantado hizo una oración larga, diciendo que público era en todos los reinos de las indias los servicios que él había hecho al emperador y con cuánta lealtad; y que, puesto que su majestad se los había pagado con los repartimientos que le había dado y merced de que gobernase en su nombre tan gran reino como él de Guatimala, no le parecía honesto el estarse ocioso ni que cumplía con su pundonor sino emplearse en nuevos trabajos para que la fama tuviese más que contar; y para salir con su intención había ganado de su majestad nueva provisión para descubrir por mar, y que teniendo determinado de ir al descubrimiento de las islas de Tarsis, lo dejó por lo que supo de haber tan gran tierra y tan rica en este mar del Sur, donde tuvo por cierto con su gente descubrir lo de adelante de lo que Pizarro gobernaba; y que se habían guiado las cosas muy diferentes de lo que él pensó y que, pues Dios así lo había permitido, que él, pues lo hallaba poblado y tomado posesión en nombre de la corona de Castilla de aquella tierra, se metía debajo de su jurisdicción porque no quería, ni fuera su voluntad, dar lugar a que Dios nuestro señor y su majestad fuesen deservidos. Respondió Almagro al adelantado: le respondió que no se presumía otra cosa de él sino que siempre haría lo que fuese servicio de Dios y del rey. Y estando en estas pláticas, llegaron Belalcázar, Vasco de Guevara, Diego de Agüero, Pacheco, Girón y otros de los que estaban en Riobamba a le besar las manos. Recibióles muy bien, tratándoles con mucha cortesía y asimismo los que habían venido con el adelantado se humillaron al mariscal, hablando a los caballeros que con él estaban. Antonio Picado pareció delante del adelantado, y lo perdonó sin mostrar mal rostro; Felipillo fue vuelto a Almagro, a quien tampoco riñó ni castigó por lo que había hecho. Vuelto el adelantado a su campo, hubo muchas pláticas y consideraciones sobre lo que les convenía hacer. No se concluyó nada de ello, y por eso no trataré sino la definición del negocio, que fue entreviniendo en ello el licenciado Hernando de Caldera, y otros varones cuerdos de aquellos caballeros, que allí estaban, se determinó de que el adelantado dejase la gente y navíos en el Perú y se volviese a su gobernación con que le pagasen los grandes gastos que en el armada había hecho. Pesó a muchos esta determinación y otros se alegraban, pareciéndoles que les era mejor quedarse en tal tierra y tan rica que no volver a descubrir de nuevo. Fueron y vinieron de Riobamba al campo y del campo a Riobamba hasta que vino en la conclusión final: fue que se le diesen al adelantado cien mil o ciento y veinte mil castellanos para recompensa de lo mucho que gastó en la armada, los cuales se le habían de pagar en donde Pizarro estuviese, y el adelantado había de entregar los navíos y gente, sin tener mando ni poder ninguno en ello. El adelantado, con las más amorosas palabras que pudo, dio a entender a los suyos haber hecho aquella conveniencia por no deservir al rey y que ellos quedasen en tan próspera tierra, rogándoles que lo tuviesen por bien y fuesen a hablar al mariscal donde estaba. Entendido claramente, algunos lo sintieron diciendo que si eran ellos negros que los habían vendido por dinero. Diego de Alvarado, con grande saña arrojó las armas, diciendo: "Gran mengua ha sido ésta para los Alvarados". El adelantado procuraba de lo amansar, diciendo, sin lo que había dicho, que él se vería con Francisco Pizarro y haría que les diese de comer y tuviese en lo mucho que merecían, y que debían de ir a hablar al mariscal. Respondió Vitores de Alvarado "y le iré yo a ver para lo conocer por señor, pero no por cumplir el mandado de vuestra señoría". Estas cosas pasaron, y otras, en el campo de Alvarado, mas como ya estaba capitulado y jurado, los más principales fueron a le hablar y a se conocer con él; el cual los recibió muy bien dando grande esperanza de que todos brevemente serían ricos y prósperos en el Perú. Y luego enviaron Alvarado y Almagro mensajeros a don Francisco Pizarro de estas cosas: de quien diremos lo que hizo después que reedificó la ciudad del Cuzco.
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Capítulo LXXVI Que trata de la llegada al valle de Jaquijaguana y de cómo se rompió Gonzalo Pizarro Jueves, ocho días andados del mes de abril del año de nuestro Salvador de mil y quinientos y cuarenta y ocho, acabó de subir todo el campo de Su Majestad a lo alto de la cuesta, donde reposó dos días, teniendo el campo de Gonzalo Pizarro cinco leguas adelante. Estaba en un sitio que hallaron a su propósito en el valle de Jaquijaguana, que está del Cuzco cuatro leguas, de suerte que está el Cuzco de donde estaba sitiado el campo de Su Majestad nueve leguas. Y así en la mitad del camino estaba Gonzalo Pizarro con su campo. Pasados dos días caminó el ejército de Su Majestad adelante... dos leguas. Y otro día siguiente por la mañana mandó el coronel Valdivia a todos los sargentos, que formado el escuadrón, estuviesen quedos y seguros, que no marchasen. Luego mandó salir corredores del campo, e cuando aclaró el día subieron el un campo al otro. Pues dada la orden que convenía, fue el coronel y el mariscal Alonso Alvarado hasta donde estaban los corredores, que era cerca del campo de los enemigos, y con ellos trabó escaramuza. Y fue tal que los hizo retirar. Y de esta forma allegaron el coronel Valdivia y el mariscal hasta ver dónde estaba sitiado Gonzalo Pizarro con su campo. Juntamente con esto vieron el sitio que les convenía tomar para el campo de Su Majestad. Pues ya visto lo uno y lo otro, dijo el coronel al mariscal que volviesen por el campo, aunque era tarde, porque convenía traerlo esta noche allí a lo llano de este valle, "para que en la mañana demos en los enemigos y hacerlos levantar de donde están". Dichas estas palabras caminaron los dos, el coronel y el mariscal, y fueron a lo alto de la loma y levantaron el campo que estaba alonjado, y lo llevaron al sitio que había visto. Y puesto allí, mandó el coronel que estuviese toda la noche en escuadrón, como había venido marchando, y que allí les trajesen de comer, sin ir ninguno a su toldo. Y de esta suerte pasaron toda la noche. Y el coronel y el mariscal no se apearon, mirando el escuadrón y rondas y centinelas, y visitando las órdenes cómo estaban sitiadas, animando y connortándoles a todos, dándoles a entender cuán justa y santa demanda llevaban, que era defender la honra de su príncipe y punar y morir por ella. Rendida la prima, ya casi pasada media noche, apercibió el coronel cuatro compañías de arcabuceros y mandóles que estuviesen a punto cuando los llamase. Pues ya rendido el segundo cuarto, envió el coronel al capitán Pardavel con cincuenta arcabuceros para que trabase escaramuza con los enemigos por la parte de nuestra retaguardia. Y ansí fue. El coronel y el mariscal, después de haber oído misa, dieron parte al presidente de lo que habían de hacer. Y mandó el coronel que saliesen con él cuatrocientos arcabuceros, y luego pasado media hora marchase el artillería hacia el campo de los adversos. Allegó el capitán Gerónimo de Alderete con cuatro tiros de campo y tras él venía el campo marchando, el cual mandó el coronel asentar en medio de una loma. Y como el coronel vido junto a sí las cuatro piezas de artillería, mandó a los artilleros las asestasen, y mandó a un artillero que tirase a una tienda grande, la cual era de Gonzalo Pizarro. Disparada la pieza de artillería, derribó la tienda y mató a un paje, el cual estaba armando a Gonzalo Pizarro. Visto la gente contraria el daño que se le hacía, cada uno percuraba escapar la vida, unos con pasarse a Su Majestad, y otros con irse a esconder. Y de esta suerte se desbarataron y fue preso Gonzalo Pizarro y muchos de sus capitanes.
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Que trata de la contienda que hubo entre los hijos de Nezahualpiltzintli sobre la sucesión del reino Luego que se le hicieron las honras funerales al rey Nezahualpiltzintli, dieron aviso al rey Motecuhzoma y Totoquihuatzin de Tlacopan sobre lo que se debía hacer en la elección de nuevo rey, porque (como se ha dicho) dejaba Nezahualpiltzintli hijos legítimos, pero a ninguno había dejado declarado que le había de suceder, y que a quien por herencia y mayoría le podía pertenecer, que era Tetlahuehuetzquititzin, no era apto para poder regir y gobernar un reino tan grande como era el de Tetzcuco, y en tiempo y ocasión que requería fuese de muy gran valor para que pudiese resistir los golpes de la fortuna que tan adversa se mostraba; y por otra parte, Coanacochtzin y Ixtlilxóchitl, aunque tenían valor y esfuerzo, por ser menores contradecían algunos el poder elegir alguno de ellos, por anteponérseles su hermano Tetlahuehuetzquititzin, aunque demasiadamente hombre pacífico y muy poco dado a las armas; con cuya discordia halló camino el rey Motecuhzoma de intentar y poner por efecto que entrase en la sucesión el infante Cacama, su sobrino, hijo de su hermana mayor la señora de la casa de Xilomenco, y así despachó sus embajadores para que juntos con los electores y grandes del reino, diesen los votos a su sobrino, pues además de que le quería infinito, tenía edad suficiente para poder gobernar, y que en las guerras pasadas había probado muy bien su valor y era muy valeroso capitán; y que habiéndose determinado el reino, todos los grandes y señores de él se fuesen con su sobrino a la ciudad de México, en donde quería fuese jurado como lo había sido su padre y abuelo. Tratada esta determinación y deseo del rey Motecuhzoma, aunque hubo varias opiniones, fue acordado entre todos que juntaran a los tres infantes, Cacama, Coanacochtzin y Ixtlilxóchitl, y en la sala del consejo les dieron a entender la voluntad del rey Motecuhzoma, y cómo convenía que fuese jurado Cacama, por las causas que allí alegaron. Coanacochtzin a quien competía la contradicción de esta elección, por ser él y sus hermanos los legítimos, ora fuese por amor y demasiada voluntad, que tenía a su hermano Cacama, o por estar del lado del rey Motecuhzoma, dio su voto diciendo que era muy justa la elección que se hacía en su hermano Cacama, pues lo merecía por su valor, y aunque de la parte legítima tenía hermano mayor, a quien competía el derecho del reino, no era apto ni conveniente. Ixtlilxóchitl, mancebo de poca edad y hombre belicosísimo, no pudo sufrir la tiranía y extorsión que se hacía a la parte legítima, y contradijo esta elección y alborotó a todo el senado de tal manera, que no se pudieron convenir, y le fue fuerza a su hermano Cacama retirarse a la ciudad de México a pedir ayuda y favor a su tío, el rey Motecuhzoma, para que fuese recibido en el reino. Ixtlilxóchitl después de haber tenido grandes contiendas con su hermano Coanacochtzin, que defendía y amparaba el partido de Cacama, se salió de la ciudad y se fue retirando hacia la sierra de Metztitlan, convocando a todos los que le querían seguir, con voz de oponerse contra su tío el rey Motecuhzoma por el agravio y extorsión que contra el reino de Tetzcuco se hacía y contra sus dos hermanos; y llegado que fue a aquella provincia, que los señores de ella eran sus ayos y maestros, le dieron todo favor y ayuda y convocaron a todas las gentes de las sierras de los totonaques, y habiendo juntado un poderoso ejército se vino a gran prisa sobre la ciudad de Tetzcuco, y por el camino sojuzgó y venció a los que se le oponían, y habiendo atraído a su devoción todas las tierras y provincias que caen hacia la parte del norte, a unos de grado y a otros compelidos con el rigor de las armas, sitió la ciudad de Tetzcuco y la de México, poniendo sus fronteras y presidios en los pueblos de Papalotlan, Acolman, Chiuhnautlan, Tecacman, Tzompanco y Huehuetocan, que eran las partes por donde los mexicanos y los de Tetzcuco le podían entrar y hacerla guerra, confrontándose con su tío Motecuhzoma y con sus hermanos Cacama y Coanacochtzin. En el ínter que estas cosas pasaban, pudo tanto el poder del rey Motecuhzoma, que de fuerza o agrado fue admitido en el reino su sobrino Cacama, especialmente en las ciudades y provincias que no había ocupado Ixtlilxóchitl, y viendo el rey su tío, su osadía y atrevimiento, llamó a consejo de guerra para atajarle los pasos y designios que llevaba, y después de haber tratado en él muy bien de los que se debía hacer, uno de los capitanes más valerosos de los ejércitos mexicanos llamado Xúchitl, principal y natural de Iztapalapan, ofreció al rey de que lo prendería sin daño de sus gentes y lo traerla a su presencia, con que cesarían estos motines y alteraciones, lo cual pareció muy bien al rey Motecuhzoma, y así quedó a cargo de este soldado el remedio que convenía a la quietud del imperio, y pacífica posesión que deseaba tuviese el rey Cacama su sobrino. Ixtlilxóchitl que no se dormía, y que siempre tenía aviso de lo que pasaba en la corte del rey su tío, salió con un escuadrón de gente hacia los campos mexicanos, sólo a fin de encontrarse con el capitán Xúchitl, lo cual se vinieron a encontrar, y haciendo que sus gentes estuviesen quedas porque ellos dos sólos querían tener la batalla y contienda que se les ofrecía, y admitida de ambas partes, se trabó entre los dos una pelea, y a pocos lances fue vencido el capitán mexicano y preso por el infante Ixtlilxóchitl, quien mandó que luego en la presencia de los dos ejércitos fuese quemado vivo con carrizo que hizo traer al efecto, con cuya hazaña sus enemigos desde allí en adelante le tuvieron más respeto y temor. Sabido por el rey su tío el caso, mandó que lo dejasen por entonces, que quería descuidarlo para prenderlo y castigarlo en mejor oportunidad de tiempo, mas como no prosiguiese con su intento, sino que tan solamente tenía sitiada la ciudad de Tetzcuco, sin hacer daño a persona que fuese de ella, sino que antes a la gente ilustre trataba muy bien, hubieron los tres hermanos de confederarse y tratar de paces, aunque con el rey su tío nunca quiso verse, porque le tenía muy gran odio y enemistad por haber sido causa de la muerte del rey Nezahualpiltzintli su padre, y deseaba mucho ven aria si pudiese; quedando en esta sazón con el señorío y mando de todas las provincias septentrionales y por capitán general del reino de Tetzcuco. Asimismo en este atrevimiento y discordia que hubo entre hermanos y tíos, se alteraron muchas provincias que querían negar la obediencia a Motecuhzoma, por las demasiadas imposiciones de tributos que cada día les ponía, usando más de crueldad y tiranía que e piedad, corno había sido costumbre entre los reyes sus pasados; y los que esto más frecuentaban fueron los de las provincias de Tonacapan, que llegaban hasta las costas del Mar del Norte, que parece que su Divina Majestad iba disponiendo las cosas como veía que convenía para la entrada de su santa fe católica en este nuevo mundo. En estos triunfos tuvieron los ejércitos de las tres cabezas del imperio guerra contra las provincias de Mictlantzinco y Xaltianquizco que fueron las últimas que tuvo el imperio, y las redujeron debajo de su dominio con las calidades que las demás que se han referido. Las cuales guerras y conquistas sucedieron en el año de 1516 que llamaron matlactlioce técpatl.
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De la fundación de la ciudad de Arequipa, cómo fue fundada y quién fue su fundador Desde la ciudad de los Reyes hasta la de Arequipa hay ciento y veinte leguas. Esta ciudad está puesta y edificada en el valle de Quilca, catorce leguas de la mar, en la mejor parte y más fresca que se halló conveniente para el edificar; y es tan bueno el asiento y temple desta ciudad, que se alaba por la más sana del Perú y más apacible para vivir. Dase en ella muy excelente trigo, del cual hacen pan muy bueno y sabroso. Desde el valle de Hacaro para adelante, hasta pasar de Tarapacá, son términos suyos, y en la provincia de Condesuyo tiene asimismo algunos pueblos subjetos a sí, y algunos vecinos españoles tienen encomienda sobre los naturales dellos. Los hubinas y chiquiguanita y quimistaca y los collaguas son pueblos de los subjetos a esta ciudad, los cuales antiguamente fueron muy poblados y poseían mucho ganado de sus ovejas. La guerra de los españoles consumió la mayor parte de lo uno y de lo otro. Los indios que eran serranos de las partes Ya dichas adoraban al sol y enterraban a los principales en grandes sepulturas, de la manera que hacían los demás. Todos, unos y otros, andan vestidos con sus mantas y camisetas. Por las más partes destas atravesaban caminos reales antiguos, hechos para los reyes, y había depósitos y aposentos, y todos daban tributo de lo que cogían y tenían en sus tierras. Esta ciudad de Arequipa, por tener el puerto de la mar tan cerca, es bien proveída de los refrescos y mercaderías que traen de España, y la mayor parte del tesoro que sale de las Charcas viene a ella, de donde lo embarcan en navíos que lo más del tiempo hay en el puerto de Quilca, para volver a la ciudad de los Reyes. Algunos indios y cristianos dicen que por el paraje de Hacari, bien adentro en la mar, hay unas islas grandes y ricas, de las cuales publica la fama que se traía mucha suma de oro para contratar con los naturales desta costa. En el año de 1550 salí yo del Perú, y habían los señores del audiencia real encargado al capitán Gómez de Solís el descubrimiento destas islas. Créese que serán ricas si las hay. En lo tocante a la fundación de Arequipa, no tengo que decir más de que cuando se fundó en otro lugar, y por causas convenientes se pasó adonde agora está. Cerca della hay un volcán, que algunos temen no reviente y haga algún daño. En algunos tiempos hace en esta ciudad grandes temblores la tierra. La cual pobló y fundó el marqués don Francisco Pizarro, en nombre de su majestad, año de nuestra reparación de 1530 años.
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Capítulo LXXVI Cómo los capitanes de Cusi Tito Yupanqui prendieron al Padre Fr. Diego, y le mataron muy cruelmente Cada uno tiene el fin conforme sus obras, como hemos visto en el de Cusi Tito Yupanqui Ynga, hijo de Manco Ynga, que así trató a los religiosos que por hacerle bien y encaminar su alma al paradero y remate de la bienaventuranza entraron en la provincia donde él estaba. En muriendo Cusi Tito Yupanqui, una india, Mama Cona Suya, llamada Angelina Polanquilaco, manceba que estaba con él cuando acabó, movida de algún espríritu maligno que entró en su corazón, queriendo acabar al bendito fraile por cuyos medios y predicación él iba perdiendo tierra en la conquista de aquella provincia -que tan de su mano y voluntad tenía- salió diciendo a voces a los capitanes e indios que allí estaban con el Ynga, que prendiesen al fraile, que él había muerto al Ynga y dádole ponzoña con Martín Pando, mestizo, que era su secretario. Para ello movidos por esta infernal india, los capitanes que allí estaban, especial Guandopa Macora Sotic Palloc, como gente inhumana y sin razón ni discurso, no advirtiendo que el bendito Padre no había entrado en casa del Ynga, ni estado con él cuando le dio la enfermedad para poderle dar ponzoña, con otros muchos fueron luego a la casa del Padre dando voces, y le echaron mano y en un instante le pusieron una soga a la garganta y con la otra le ataron las manos y los molledos de los brazos hacia atrás, y con tanta fuerza y violencia le apretaron, que le hicieron salir los, huesos del pecho hacia afuera y desencajarse de su lugar. Sacándole a un patio le empezaron a decir millones de palabras afrentosas, que les diese su Ynga, que él lo había muerto, y mojicones y garrotazos; y para darle mayor dolor le tuvieron toda la noche al frío, rodeado de muchos indios, desnudo, en carnes, sólo puesto unos zaragüelles de paño blanco, y de rato en rato le echaban agua en los cordeles para que le lastimaran más y le causaran más dolor. Venida la mañana se juntaron los capitanes y demás indios, y el Padre, estando así atado, les preguntó que por qué usaban con él de tanta crueldad, pues era su Padre, y que los había doctrinado y enseñado con tanto amor y deseo de su bien, que si el Ynga estaba muerto se lo dijesen, que rogaría a Dios por él y por su alma, y que si era vivo y estaba enfermo, le diría misas de salud para que mejorase. A estas palabras le respondieron que Cusi Tito Yupanqui, su Ynga y Señor, era muerto, que luego dijese misa y le resucitase, pues decía y les predicaba que su Dios podía resucitar a los muertos. A esto respondió el bendito Padre que el resucitar los muertos era sólo obra de Dios, y que él era un sacerdote pecador, pero que él diría misa, y le encomendaría a Dios para que su Majestad hiciese con él lo que por bien tuviese y le echase adonde fuese servido, y con esto le dijeron que luego dijese misa. Como el Padre, de los tormentos que aquella noche había pasado y del dolor que los cordeles le causaban atado tan fuertemente, no se podía rodear, particularmente de los huesos del pecho, que tenía desencajados, uno de los capitanes que allí estaban atormentándole, le echó en el suelo, y poniéndose de pies sobre el pecho del Padre y asiéndole de las manos con mucha fuerza le dio muchas coces en los pechos para encajarle los huesos y aún añadir con esto más dolor. Con este maltratamiento y crueldad lo llevaron a la iglesia que en el pueblo de Puquiura habían hecho los padres, y allí se fue al altar y se revistió para decir misa, la cual empezó a decir con mucha devoción, muy despacio, y en ella se estuvo gran rato, y eran tantas las lágrimas que destilaban de sus ojos, que bañaba con ellas el misal y corporales, dando grandes suspiros y gemidos mientras duró la misa, porque bien conoció los pechos dañados y mala intención que tenían los indios de matarle en acabando, que cada vez que volvía a decir Dominus Vobiscum le amenazaban con las lanzas que en las manos tenían, haciendo ademanes de quererle matar. Como hubo acabado de decir misa, con grandes alaridos y voces le tornaron a asir y atarle como de antes, diciéndole que por qué no resucitaba al Ynga como ellos le pedían, y él les respondió que el Hacedor de todas las cosas, que era Dios, lo podía hacer, pero que no resucitaba porque no era la voluntad de Dios, que no debía de convenir que el Ynga volviese a este mundo. Entonces le sacaron de la iglesia y le ataron por la cintura, y en una cruz que estaba en el cementerio le amarraron, y allí le azotaron por grandísimo rato cruelísimamente y le apercibieron que había de caminar con ellos la tierra adentro a Vilcabamba. Estando el buen fraile cansado y atormentado, pidió que por amor de Dios le diesen algo que comer, que tenía hambre y grandísima sed, y ellos fueron a su casa y trajeron dos costras de bizcocho que tenía en una petaca, de las cuales comenzó a comer, y como no lo podía pasar, que con el trabajo y aflición se le había aumentado la sed, pidió le diesen una poca de agua, y los indios le trajeron en lugar de agua orines y salitre, revuelto con unos brebajes amargos y asquerosos, en un vaso. Como el bendito Padre lo gustase y viese ser tan amargo y hediondo, desviólo de la boca no lo queriendo beber. Entonces muchos de aquellos ministros de Satanás se levantaron de donde estaban sentados y, amenazándole, le pusieron las lanzas a los pechos, diciendo que lo bebiese luego y si no le matarían. Así, alcanzando las manos al cielo, con mucha humildad, lo bebió, diciendo: sea por amor de Dios, que más merezco yo que esto, lo cual dijo en la lengua general de los indios, de suerte que todos ellos lo entendieron, y entonces lo desataron de la cruz para caminar hacia Marcanay. Como al tiempo que le desataron se sentase junto a ella, descansado, y no se pudo levantar tan presto como se lo mandaron los indios, y entonces un indio llamado Joan Quispi, por señalar y dar contento a los demás con su atrevimiento, o por mejor decir desvergüenza, alzó la mano y le dio al buen sacerdote un gran bofetón, y quiso la omnipotente Majestad de Dios castigar la desvergüenza y poco respeto tenido a su Ministro, que la mano y el brazo se le secó poco a poco, y desta manera, para muestra y ostentación de la divina justicia, este indio vivió muchos años más que los demás que allí se hallaron con él, con el brazo y mano seca, publicando con ello las maravillas de Dios y lo mucho que siente los agravios que se hacen a sus sacerdotes, como después diremos. Y para llevarlo, le horadaron los carrillos y le metieron por ellos una soga de yerba cortadera, que es asperísima, y a manera de freno le tiraban, brotando de las heridas mucha sangre, y así salieron con él, llevándole descalzo y desnudo, sólo con una saya blanca. Por el camino le daban de empellones, palos y bofetones, diciéndole mil palabras injuriosas, y desta manera, a la primera jornada, yendo caminando, llovió un aguacero tan grande que corrían por el camino arroyos de agua, y como con el lodo y agua y la priesa que le daban de coces y bofetadas y rempujones, cayese por momentos en el suelo, a gran prisa le hacían levantar. A todo esto, con una paciencia extraña y una humildad profunda, sólo decía: ¡ay, Dios! que no hay duda sino que el sumo Señor en esta ocasión socorría a su sacerdote con ayudas y auxilios sobrenaturales para que, imitando a Cristo Nuestro Redentor, lo llevase con alegría y paciencia. Alzaba los ojos al cielo, y con mucha humildad pedía perdón de sus pecados, de lo cual los indios hacían escarnio y burla, y le volvían de nuevo a dar. Llegando a la dormida aquel día, le pusieron en una cueva debajo de una piedra donde caía mucha agua sobre él. Preguntando con palabras mansas a los indios que por qué le trataban tan mal y con tanta crueldad, pues él los quería y amaba como sus hijos, y los había doctrinado y enseñado y por sólo hacelles bien se había quedado en la provincia, pudiendo irse al Cuzco, le respondían los indios que era un mentiroso engañador, que no había resucitado al Ynga, y desta manera, dándole por los caminos mil martirios y tormentos, lo llevaron hasta llegar a Marcanay. Allí le arrastraron por el suelo, atado de pies y manos, y lo ataron a un palo, habiéndole quitado los hábitos que llevaba puestos, y habiéndole azotado con una inhumanidad terrible, le metían por las yemas de los dedos unas espinas de palmas de los Andes, y le dieron un zahumerio de cosas hediondas a las narices que le quitaba el resuello y le ponía sin habla. Al fin, le dieron con un hacha de cobre en el cogote con que lo acabaron, y su santa ánima fue a gozar en la presencia de Dios el premio debido a su santo celo, y a la paciencia y humildad con que sufrió la muerte de manos de aquellos a quien él había venido a procurar la vida espiritual y que debían con todas las veras posibles procurar su vida corporal, para tener en él en aquella tierra, tan sola de sacerdotes, refugio en las necesidades de sus almas. Pero como no estimaban el bien que tenían, no hay que espantar que así le quitasen la vida, para mejorársela en el cielo.
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Cómo Roldán incitó a los indios del país contra el Adelantado, y se fue con los suyos a Xaraguá Viendo Roldán tan cambiado el fin de su esperanza, y que ninguno de los del Adelantado se iba con él, como había pensado, resolvió marcharse a tiempo y continuar su primer camino a Xaraguá, pues no tuvo valor de esperarle; pero le sobraba lengua para hablar contra él vituperios, y para provocar los indios, por do quiera que pasaba, al odio y a la rebelión contra el Adelantado; diciendo que la causa por que se retiraba de su compañía, era el ser éste un hombre de condición terrible y vengativo, lo mismo con los cristianos que con los indios; avaro en alto grado; insoportable por las muchas cargas y tributos que les echaba, de modo que si le hubiesen pagado ordenadamente la suma que pedía, cada año la aumentaría, aunque esto fuera contra la voluntad de los Reyes Católicos, que no pedían a sus vasallos más que obediencia y libertad, y los mantenían en justicia y en paz; y que si tenían miedo de defenderla, él con sus amigos y secuaces les ayudaría y se declararía su protector y defensor. Dicho esto, acordaron suprimir el pago de aquel tributo que dijimos había sido impuesto a los indios, de donde provino que de los que habitaban lejos de donde estaba el Adelantado, no se podía cobrar nada a causa de la mucha distancia; menos aún se obtenía de los más cercanos, por no darles ocasión de que se enojasen y siguieran el partido de los rebeldes. Pero esta benevolencia que se tuvo con ellos no fue provechosa, pues luego que salió de la Concepción el Adelantado, Guarionex, que era el cacique principal de la provincia, con el auxilio de Roldán, se atrevió a sitiar la villa y la fortaleza, para matar a los cristianos que la guardaban. Para conseguir mejor esto reunió a todos los caciques parciales suyos y concertó con ellos, secretamente, que cada uno matase los cristianos de su provincia; porque no siendo los pueblos de la Española tan grandes que cada uno pueda sustentar mucha gente, los cristianos se veían obligados a repartirse en cuadrillas o compañías de ocho o diez, en cada lugar; por lo que alentaron esperanza los indios de que, acometiéndoles de improviso a un tiempo, se bastarían para no dejar uno vivo. Pero, como para medir el tiempo o preparar otra cosa en que se necesite contar, ellos no saben números, ni cuentan más que por los dedos, acordaron que el primer día de luna llena cada uno estuviese dispuesto para matar los cristianos. Teniendo el mencionado Guarionex preparados para esto sus caciques, uno de ellos, el principal, deseoso de adquirir honra, y creyendo ser negocio muy fácil, aunque no era buen astrólogo para saber con certeza el día del plenilunio, asaltó la tierra antes del tiempo convenido entre ellos; tuvo que salir huyendo malparado, y pensando encontrar ayuda en Guarionex, halló en éste su ruina, pues lo castigó con la muerte que tenía merecida por dar ocasión a que se descubriese la conjura y estuviesen apercibidos los cristianos. De este fracaso recibieron no poco dolor los rebeldes, porque, según hemos dicho, era trama que se había urdido con el favor de aquéllos, que se había concertado para ver si Guarionex llevaba el negocio a términos de que, apoyándose en él, pudiesen destruir al Adelantado. Pero visto que esto no salió bien, no se creyeron seguros en la provincia donde estaban, y huyeron a Xaraguá, diciendo a voces que eran protectores de los indios; siendo así que sus obras y sus deseos eran de ladrones, pues no tenían freno alguno, ni de Dios ni del mundo, más que su desordenado apetito; pues cada uno robaba lo que podía, y Roldán, su cabeza, más que todos, pues aconsejaba y mandaba a los principales indios y a todos los caciques que cogiesen cuanto pudieran, pues él defendería a los indios y a los rebeldes del tributo que les pedía el Adelantado, cuando en verdad era mucho mayor lo que con tal pretexto les exigía, pues de un solo cacique, llamado Manicaotex, recibía cada tres meses una calabaza con tres marcos de oro fino, y para tener seguridad de la paga, bajo título de amistad, tenía un hijo y un sobrino de aquél en su casa, Y no se maraville quien lea esto, al ver que deducimos los marcos de oro a medida de calabaza, pues lo hacemos para demostrar que los indios, en este particular, recurrían a la medida, porque no sabían pesar.
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De cómo tenían preso al gobernador en una prisión muy áspera En el tiempo que estas cosas pasaban, el gobernador estaba malo en la cama, y muy flaco, y para la cura de su salud tenía unos muy buenos grillos a los pies, y a la cabecera una vela encendida, porque la prisión estaba tan escura que no se parescía el cielo, y era tan húmeda, que nascía la yerba debajo de la cama; tenía la vela consigo, porque cada hora pensaba tenella menester, y para su fin buscaron entre toda la gente el hombre de todos que más le quisiese, y hallaron uno que se llamaba Hernando de Sosa, al cual el gobernador había castigado porque había dado un bofetón y palos a un indio principal, y éste le pusieron por guarda en la misma cámara para que le guardase, y tenían dos puertas con candados cerradas sobre él; y los oficiales y todos sus aliados y confederados le guardaban de día y de noche, armados con todas sus armas, que eran más de ciento cincuenta, a los cuales pagaban con la hacienda del gobernador, y con toda esta guarda, cada noche o tercera noche le metía la india que le llevaba de cenar una carta que le escribían los de fuera, y por ella le daban relación de todo lo que allá pasaba, y enviaban a decir que enviase a avisar qué era lo que mandaba que ellos hiciesen; porque las tres partes de la gente estaban determinados de morir todos, con los indios que los ayudaban para sacarle, y que lo habían dejado de hacer por el temor que les ponían diciendo que si acometían a sacarle, que luego le habían de dar de puñaladas y cortarle la cabeza; y que, por otra parte, más de setenta hombres de los que estaban en guarda de la prisión se habían confederado con ellos de se levantar con la puerta principal, adonde el gobernador estaba preso, y le detener y defender hasta que ellos entrasen, lo cual el gobernador les estorbó que no hiciesen, porque no podía ser tan ligeramente sin que se matasen muchos cristianos, y que comenzada la cosa, los indios acabarían todos los que pudiesen, y así se acabaría de perder toda la tierra y vida de todos. Con esto les entretuvo que no lo hiciesen, y porque (dije que la india que le traía una carta cada tercer noche, y llevaba otra, pasando por todas las guardas, desnudándola en cueros, catándole la boca y los oídos, y trasquilándola porque no la llevase entre los cabellos, y catándola todo lo posible, que por ser cosa vergonzosa no lo señalo, pasaba la india por todos en cueros, y llegada donde estaba, daba lo que traía a la guarda, y ella se sentaba par de la cama del gobernador, como la pieza era chica; y sentada, se comenzaba a rascar el pie, y ansí, rascándose quitaba la carta y se la daba por detrás del otro. Traía ella esta carta, que era medio pliego de papel delgado, muy arrollada sotilmente, y cubierta con un poco de cera negra, metida en lo hueco de los dedos del pie hasta el pulgar, y venía atada con dos hilos de algodón negro, y de esta manera metía y sacaba todas las cartas y el papel que había menester, y unos polvos que hay en aquella tierra de unas piedras con un poco de saliva o de agua hacen tinta. Los oficiales y sus consortes lo sospecharon o fueron avisados que el gobernador sabía lo que fuera pasaba y ellos hacían; y para saber y asegurarse de ellos de esto, buscaron cuatro mancebos de entre ellos para que se envolviesen con la india, en lo cual no tuvieron mucho que hacer, porque de costumbre no son escasas de sus personas, y tienen por gran afrenta negallo a nadie que se lo pida, y dicen que ¿para qué se lo dieron sino para aquello?; y envueltos con ella y dándole muchas cosas, no pudieron saber ningún secreto de ella, durando el trato y conversación once meses.