Es escasa la información que tenemos para la zona en materia de reconstrucción paleoambiental y de estudios sobre la producción vegetal o animal. No obstante, parece confirmarse que durante el siglo V a.C. el paisaje natural del área mediterránea occidental estaba compuesto preferentemente por encinas y pinos, como lo demuestran los estudios polínicos realizados en puntos tan distantes como Puente Tablas en el Alto Guadalquivir o el santuario rural de Pantanello en Basilicata, a 3 kilómetros de la colonia de Metaponte. Se desconoce hasta qué punto estos núcleos eran ya reductos del bosque mediterráneo, ya que en sitios como Castellones de Ceal, aguas arriba del Guadalquivir o Puntal dels Llops en Valencia, los restos polínicos recuperados destacan el papel del pino de forma dominante, aunque puede deberse a su disposición excéntrica respecto a los bosques de encinas. En el plano de la agricultura, continúa ejerciendo un fuerte predominio la producción cerealista, que en el Alto Guadalquivir domina sobre el resto de las herbáceas de forma poderosa, en una curva que tiende a alcanzar su óptimo a mediados del siglo V a.C. para descender después y recuperarse a fines del siglo IV. Dominan en el grupo la espelta y la cebada, así como el trigo duro, y comparte el cereal su presencia con las leguminosas, además del olivo y la vid. En Pantanello se da la misma articulación, con la salvedad de que no se documenta trigo duro y que, a partir de finales del siglo IV, se produce la caída del olivar y la vid, quizá por efecto de una estrategia diseñada por la colonia de Metaponte, y se desarrolla la producción de cereal con una tendencia al monocultivo, que incluso puede haber puesto en cuestión el modelo rotativo con las leguminosas, a juzgar por la baja que éstas también presentan en la curva polínica general. En el marco de la fauna, las variaciones son muy amplias, aunque parece apuntarse una tendencia al dominio porcentual de los ovicaprinos, a tenor de los resultados obtenidos en asentamientos muy distantes entre sí del ámbito mediterráneo. Pantanello, que mostraba primero una tendencia, durante los siglos VI y V a.C., al dominio del ganado bovino, sin embargo, a partir del IV a.C. da signos de potenciar los rebaños de ovicaprinos; igual sucede en la mayor parte de los asentamientos de la zona de Metaponte a partir de su inclusión en la chora, es decir, desde el siglo V a C.; un caso sintomático de estos cambios es Cozzo Presepe, un hábitat indígena que, en el siglo VI a.C., articulaba las tres especies (ovicaprinos, bovinos y suidos) de forma equilibrada, pero que a partir del siglo V a.C. ve caer la tasa de bovinos y suidos y aumentar considerablemente el número de ovejas. En el valle del Guadalquivir, conforme se desciende hacia su desembocadura, el dominio del bovino es significativo, como lo demuestran las series de El Carambolo Bajo, durante la fase orientalizante; sin embargo, conforme se asciende hacia la parte alta del valle, los porcentajes dominantes caracterizan a los ovicaprinos no sólo atendiendo a esta razón geográfica, sino al tiempo. En Puente Tablas, en el siglo III a.C., se confirma ya el dominio de los ovicaprinos, y en Peña Negra se realiza esta transición durante el periodo orientalizante. En términos generales, la fase que se inicia en el siglo V a.C. supone una importante transformación del paisaje, porque se hacen efectivos los cambios abiertos por las colonizaciones no tanto en materia de incorporación de nuevas especies, ya que el aceite o la vid se conocen desde el milenio anterior, sino porque se generaliza su cultivo. De este modo, en Basilicata se advierte que áreas que no habían sido cultivadas con anterioridad ahora con las especies arbóreas pueden ser puestas en producción, sin necesitar para ello demasiada mano de obra. Este proceso expansivo hacia nuevas tierras se define, hacia la mitad del siglo II a.C., en zonas del valle del Guadalquivir hasta entonces no cultivadas por la dureza de sus suelos, posiblemente por un cambio tecnológico que Wells recoge, como es la sustitución de la reja de arado de madera por la de hierro y la extensión del uso de la guadaña.
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La economía basada en la agricultura y en la ganadería como uno de los mayores logros de la humanidad hasta el punto de convertirse, según V. G. Childe, en la primera revolución de la humanidad, ha ido matizándose poco a poco en su significación y cronología, a partir del proceso de expansión basado en el modelo difusionista adoptado por el propio Childe, según las interpretaciones fundamentadas en las fechas de radiocarbono de J. G. A. Clarck o las propuestas más recientes de C. Renfrew, basadas en el modelo de oleada de avance, propuesto por Ammerman y Cavalli-Sforza que indican que hacia el 3.500 la agricultura ha alcanzado, por un lado, las islas Orkney en el norte de Escocia, lo que "...posibilitó en pocos siglos un aumento demográfico en todas las áreas, cuyas poblaciones habrían pasado de 0,1 a algo parecido a 5 ó 10 personas/km2. Tal como predice el modelo, con sólo pequeños movimientos locales de veinte o treinta kilómetros, toda Europa pudo quedar totalmente poblada de pueblos agricultores, que serían los descendientes de los primeros agricultores-ganaderos europeos". Por otro, el valle del Indo, desde el noreste del Irán, montes Zagros, Jarmo, Tepe Guran y tal vez de Turkmenistán, con evidencias de cultivo de cereales en Mehrgash, en Beluchistán, antes del 6000 a.C., que pudieron llevar algo más tarde este cultivo a los centros de Mohenjo-Daro en el Indo medio, o a Kalinbaugan o Harappa en el Punjab, en un proceso similar al europeo, considerado como "wave of advance" u oleada de avance, según Renfrew. Una vez completado ese avance, si aceptamos esta hipótesis como base de una explicación de su introducción y práctica en tan amplios espacios, habría que señalar que la práctica de la economía de producción no fue ni general en todos los territorios descritos ni su empleo se produjo siguiendo un ritmo y una intensidad similares, con lo que, tras ese periodo de expansión, su uso era desigual en su reparto espacial y su importancia relativa dentro de la economía de las sociedades prehistóricas de finales del cuarto y comienzos del tercer milenio. Además de ello, la economía del periodo se basaba, desde el principio, en dos sectores complementarios para la mayoría de las economías primitivas: la agricultura y la ganadería.
Personaje
Escultor
Pintor
Inicia sus estudios en la Escuela de Bellas Artes y Artes Aplicadas de Berlín Oriental en 1956, bajo la tutoría de Walter Womacka como profesor. En esta institución conoce a Ralf Winkler y Peter Graf. Al año siguiente inicia estudios de pintura en Berlín occidental con Hans Trier en la Escuela de Artes. En 1961 adopta Baselitz como seudónimo, interesándose por Breton y el surrealismo, escribiendo sus propios manifiestos para acompañar a sus cuadros de acción. Frente al tachismo y la abstracción, Baselitz empieza a incluir la figuración en sus obras, empleando paisajes y retratos colocados al revés. En 1965 viaja a Florencia con una beca. Su fama le permitirá alcanzar la cátedra en la Academia de Artes de Karlsruhe en 1978, un año antes de iniciarse como escultor, utilizando la madera como material, un material conocido para él ya que era muy aficionado a la elaboración de grabados. Su actividad académica continuará en Berlín desde 1992. Tres años más tarde, el Guggenheim de Nueva York celebraba la más importante retrospectiva de su obra.
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En el siglo XVII, la población y la economía de los reinos hispanos presentan una evolución muy diferente a la observada en la centuria anterior. Si en ésta la tendencia era alcista hasta 1580-1600/1606 en ambas Castillas y Andalucía, hasta 1600-1609 en Valencia y Aragón, o hasta el decenio de 1620 en Cataluña, en el Seiscientos, por el contrario, se produce una regresión o un estancamiento general que comienza a superarse, en la mayoría de los casos, en la década de 1650, acelerándose -o iniciándose en algunas regiones, como se aprecia en la Tierra de Campos- a partir de la reforma monetaria de 1680/1686. Este fenómeno, que afecta a las Coronas de Castilla y de Aragón, incluidas las posesiones italianas, especialmente Nápoles y Milán se manifiesta por igual en el comportamiento de las variables demográficas y económicas, sobre las que inciden no sólo factores estructurales sino también factores exógenos, como epidemias y adversidades climáticas que actúan negativamente.
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La ley de la guerra, en el mundo antiguo, otorga al vencedor el derecho a disponer a su antojo del vencido. Puede destruirlo o apropiarse de sus bienes. También puede, guiado por la clemencia o el interés político, reconocer su existencia jurídica total o parcial, como si estos pueblos sometidos hubieran decidido negociar antes de su sometimiento. Puede convertirlos en aliados -socii- en virtud de un tratado común, pero ciertamente establecido en los términos que la potencia vencedora estipulaba y colocando en una posición de inferioridad al pueblo derrotado. Puede permitir que las instituciones de un pueblo pervivan y que el Estado intervenga, parcialmente, en algunos aspectos de la vida social. Puede, incluso, concederles la ciudadanía romana o imponerles, a titulo de compensación por su protección, contribuciones de guerra permanentes y levas de tropas destinadas a crear cuerpos auxiliares. Ciertamente las directrices políticas de Roma, a lo largo de muchos años de guerras ininterrumpidas, crearon un sistema administrativo que contempla la aplicación de fórmulas diversificadas. Pero la unificación de Italia no puede en absoluto ser considerada, como hoy sostienen bastantes historiadores, una confederación. En el término confederación itálica subyace la idea de una igualdad más o menos implícita, entre los diversos pueblos itálicos y de una voluntariedad. Tal confederación no existió durante la República y mucho menos durante el siglo III a.C. En el proceso de unificación de Italia hay varios aspectos que conviene señalar. En primer lugar, Roma apoyó sistemáticamente a la aristocracia de los pueblos sometidos. Las relaciones entre las distintas comunidades pasaban por los vínculos personales, por las clientelas, formadas por la aristocracia romana y las clases superiores de los pueblos aliados. Estos últimos, generalmente cómplices de la derrota de su pueblo. El apoyo de Roma era seguro en caso de una revuelta interior, frente a una catástrofe, etc. En tiempos normales, los vínculos personales entre los estamentos superiores de Roma y los de otras ciudades eran el modo habitual de funcionamiento. Estas relaciones permitían transmitir y ejecutar las directrices del Senado o de los comicios y, en contrapartida, garantizaban a los aliados el apoyo de intermediarios eficaces con capacidad para arreglar cualquier dificultad surgida en sus relaciones con Roma. Así, se creó una especie de administración semiprivada. En segundo lugar, el comportamiento romano propició en términos generales la coexistencia y asimilación con los aliados. Con la fundación de las colonias, Roma exportó su propio modelo jerárquico de organización social y facilitó la adquisición de la ciudadanía latina o romana a los aliados. Generalmente respetó las formas organizativas preexistentes de las diversas ciudades, así como sus cultos y santuarios. No obstante, su actitud no fue la misma frente a todos los pueblos. Un ejemplo de dureza es sin duda la adoptada hacia la Galia Cisalpina. Ya en el siglo III a.C. fueron prácticamente destruidos los galos senones y posteriormente -y a consecuencia de la actitud favorable que éstos adoptaron respecto a Aníbal- la Galia Cisalpina fue saqueada brutalmente. Otro ejemplo es el de las ciudades hérnicas de Anagni y Frosinone. En ambas ciudades las clases dirigentes fueron deportadas, su territorio confiscado y entregado a colonos romanos. Por otra parte, la principal demanda de Roma a las comunidades sometidas era el suministro de tropas. Los aliados en general no estaban sujetos a pesados impuestos. Su obligación era proporcionar soldados que engrosaran los ejércitos romanos. Sobre el sistema de reclutamiento de éstos, se sabe que se hacía basándose en los censos elaborados por los aliados. Probablemente las levas se hicieran siguiendo un sistema de rotación entre las comunidades aliadas. De cualquier forma, Roma vinculó los intereses propios con los de los aliados, ya que las tropas conjuntas adquirían botines y nuevas tierras y si bien la parte más generosa correspondía a los ciudadanos romanos, los aliados también compartían con ellos los beneficios cada vez mayores de la victoria. El sistema administrativo o, más precisamente, de relaciones entre Roma y los pueblos itálicos contemplaba formas diversas. Además de las colonias de ciudadanos latinos y colonias de ciudadanos romanos, el sistema que más frecuentemente utilizó Roma, al menos hasta finales del siglo III a.C., fue el de la consideración de la civitas sine suffragio a muchas ciudades itálicas. Este estatuto configuraba un tipo de ciudadanía que contemplaba todos los derechos y obligaciones que poseían los demás ciudadanos romanos excepto el ius suffragii o derecho de voto. En muchos casos, la concesión de civitas sine suffragio a una ciudad funcionaba como un primer paso para el acceso posterior a la plena ciudadanía. Este ascenso se dio sobre todo en aquellas comunidades que fueron rápidamente romanizadas y en las que se habían asentado ciudadanos romanos. Así, por ejemplo, Fondi, Arpino y Formia obtuvieron la plena ciudadanía en el 188 a.C. Los sabinos la obtuvieron en torno al 290 a.C. y, en el 230 a.C., las ciudades del Piceno. La civitas sine suffragio comportaba el mantenimiento de una amplia autonomía de gobierno local, aunque desde el siglo III los pretores nombraban a unos praefecti destacados en estas ciudades y cuya función principal era la de administrar justicia conforme al derecho romano. La concesión de este estatuto era ciertamente revocable. Así, Capua, que debió ser la primera civitas sine suffragio ya en el 338 a.C., fue posteriormente degradada a simple civitas sin privilegios en el 211 a.C., después de separarse de Roma durante la Guerra Annibálica. Más tarde, en el 188 a.C., se le volvió a conceder el estatus anterior y poco después obtuvo la plena ciudadanía. Los foedera o tratados establecidos por Roma con otra comunidad tratada como libre, fueron también uno de los instrumentos fundamentales utilizados por Roma para el control de los pueblos itálicos. Estos foedera permitían un notable grado de flexibilidad. Los romanos definían algunos de estos tratados como foedera aequa. Parece que contemplaban un amplio margen de libertad para la comunidad aliada a fin de que ésta desarrollara su propia política, aunque establecía la obligación de mutua defensa. Este foedus aequum fue el que Roma estableció con Nápoles en el 326 a.C., con Camerino en el 310 a.C. y con Heraclea en el 273 a.C. Así mismo existían otros foedera distintos de los anteriores que, por otra parte, fueron los más utilizados. En éstos no se contemplaba sólo la mutua defensa, sino sobre todo la obligación de estas comunidades de suministrar contingentes de tropas o de naves y, puesto que no se les permitía desarrollar una política propia, no podían tener tampoco sus propios enemigos. Éstos, habrían de ser forzosamente los mismos que los de Roma. Este foedus fue, por ejemplo, el que Roma impuso a Tarento. En algunos casos, Roma recurrió a la práctica de la deditio, que podía consistir en anexionarse el territorio vaciándolo de sus habitantes, que eran transportados a otra parte. Este fue, por ejemplo, el caso de Volsinii, en el 264 a.C. y de Faleri, en el 241 a.C., cuyos pobladores fueron en parte trasladados a nuevas ciudades menos defendibles y otros, deportados. La dureza empleada por Roma se debía más a la necesidad de dar ejemplo que al peligro real que suponían, sobre todo en el caso de Faleri. El siglo III a.C. marcó la cima del sistema de alianzas de Roma con Italia. La hegemonía romana en Italia estableció un conjunto de relaciones voluntariamente diferenciadas, tanto en el plano jurídico como en el plano de las obligaciones que Roma asumía respecto a las diversas comunidades aliadas. Pero el potencial económico y militar de Roma tras la anexión de Italia era enorme y sin duda le permitió contrarrestar el choque que supuso la invasión de Italia por Aníbal. Polibio describe los recursos humanos disponibles en Roma hacia el 225 a.C. y aunque su lista no es muy fiable, sugiere que la cantera disponible para Roma, contando a romanos e itálicos, era el de una población del orden de los 6 millones.
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Desde un punto de vista demográfico el periodo de las grandes invasiones en Occidente plantea el problema de la incidencia de las mismas sobre la población provincial romana. Desgraciadamente los datos a nuestra disposición no permiten concretar con exactitud dicha incidencia. Por un lado, el número de invasores no puede en absoluto calcularse con precisión. Pero, por otro, también surgen graves dificultades a la hora de señalar su posible incidencia demográfica en las estructuras económicas de base, fundamentalmente en la agricultura. Y ello porque el asentamiento de los invasores tuvo diferentes modalidades entre los diversos pueblos invasores y según las distintas áreas de asentamiento. En principio, cabría señalar una significativa diferencia entre el asentamiento, en los primeros momentos, de los pueblos ósticos, realizado principalmente sobre áreas centrales de la Romania próximas a las riberas del Mediterráneo, y aquellos otros más tardíos de los germanos occidentales -fundamentalmente francos, anglosajones, alemanes y bávaros-, realizados en zonas más marginales próximas a la antigua "libera Germania" y producidos en el curso de un prolongado espacio de tiempo. Antes de seguir adelante convendría señalar ciertas limitaciones de los métodos empleados usualmente por la investigación para dilucidar tales problemas: la onomástica y la arqueología, principalmente. La toponimia puede haber conservado trazas de un antiguo poblamiento germánico, bien en grupos aldeanos inmersos en una mayoría de población romana -del tipo Gutones o Alani, o los compuestos en Italia y Francia sobre el término germánico "fara"-, o bien en asentamientos de un miembro de la aristocracia germánica con sus dependientes de diverso origen. Estos últimos serían los tipos compuestos de un antropónimo germánico con el sufijo -ingus, que denotarían un mantenimiento aún de su lengua vernácula, o con la palabra latina villa o curtis. Pero desgraciadamente muchos de estos topónimos pertenecen a momentos bastante posteriores a las invasiones y al "Landnahme" germánicos, y denotan tan sólo el prestigio irradiado por las nuevas cortes y aristocracias de origen germánico, puesto que en toponimia, al igual que en antroponimia, la difusión de los compuestos germánicos se debe a una moda -un hecho, pues, de civilización más que demográfico- impuesta con posterioridad. Por su parte, aunque los datos arqueológicos podrían parecer a primera vista más seguros, también en este caso puede hablarse de difusión ocasionada por una moda: enterramientos en hilera, ornamentación animalística, etc. Los problemas de fuentes deberían tenerse muy en cuenta, sobre todo a la hora de analizar el asentamiento de los grupos de germanos orientales. Su menor número, y el hecho de haberse asentado sobre las áreas más densamente habitadas de la Romania, hizo que estos invasores tendieran a establecerse en grupos compactos en los puntos neurálgicos del territorio para conseguir el control y dominio militar de un área regional más amplia. Estos puntos neurálgicos eran las ciudades; lo que no impedía que los miembros de la aristocracia germana pudiesen ser propietarios a la vez de dominios fundiarios exteriores, administrados por lo general de modo absentista. En el caso de las áreas meridionales de la Galia -Aquitania y Provenza-, el poblamiento visigodo se documenta fundamentalmente en zonas cercanas a los centros urbanos más importantes; principalmente, en torno a Burdeos y, sobre todo, a Tolosa, centro del poder político de la Monarquía y de sus seguidores aristocráticos. En cambio, no parece que pueda seguirse admitiendo la tesis de M. Broens de un planificado asentamiento gótico en las áreas costeras de la Narbonense inmediatamente después de la conquista de esta región. Además del establecimiento de los visigodos, en la Galia meridional han sido documentados los de otros grupos menores de germanos, por lo general junto a centros urbanos o puntos de particular interés estratégico: los asentamientos fortificados de piratas sajones en las desembocaduras del Garona y el Loira; los de grupos de alanos en las áreas de Orleans, Valence, Bazas, Tolosa y en la estratégica calzada que iba de esta ciudad, la capital visigoda, a Narbona; o los taifales de Poitou. Estos grupos menores podían ser los descendientes de asentamientos laéticos del siglo IV o bien el resultado de pequeñas bandas autónomas o, ya en el siglo V, unidas con los visigodos. La conciencia de su individualidad étnica se conservaría durante bastante tiempo en el seno del reino merovingio, como mínimo hasta finales del siglo VI. Algo en parte semejante podría decirse del asentamiento de los burgundios en el sudeste de la Galia. En un principio el gobierno imperial los habría asentado como federados en la Sapaudia, zona limítrofe defensiva frente a los avances alamánicos -en la Suiza occidental, en torno a Ginebra, y al sur del Jura-; posteriormente, a mediados del siglo V, algunos grupos se asentaron en la llanura del Saona para defender los intereses de la aristocracia senatorial lionesa frente a los visigodos. Al haberse producido en algunas zonas un cierto vacío de población galorromana, con un particular debilitamiento y destrucción de la red urbana, varios de estos asentamientos pudieron adquirir un marcado carácter rural, patente en la toponimia. Después de la conquista franca, en pleno siglo VII, algunas familias nobles de las zonas del Jura y de Lyon aún podrían mantener la conciencia de su individualidad étnica burgundia. Para la Península Ibérica no parece que el cuadro del posible poblamiento germano difiriese en mucho de los casos antes señalados de la Galia meridional. El elemento suevo -cuyo número no debía superar los 20.000 individuos- se asentó seguramente en torno a algunas ciudades de importancia estratégica, militar o político-administrativa del occidente hispano: Lugo, Oporto, Lisboa y, sobre todo, Braga, convertida en su capital. En la zona galaica habría tal vez que señalar también el muy probable asentamiento, en unas fechas indeterminadas del siglo V, de un grupo reducido, pero compacto, de bretones. Cohesionados por una organización eclesiástica propia, de tradición irlandesa, y establecidos en las proximidades de Mondoñedo (Lugo), estos britones conservarían su identidad étnica al menos hasta bien entrado el siglo VI. Mayores problemas ha planteado a la crítica histórica el asentamiento de grupos visigodos en la Península Ibérica; este asentimiento, que no se inició antes de la década de los sesenta del siglo V, se acrecentó al finalizar la centuria y sobre todo al comenzar la siguiente con el hundimiento del poder visigodo en la Galia después del año 507. Aumentado su número con inmigrantes ostrogodos durante la etapa de influencia (511-526) del rey ostrogodo Teodorico, el asentamiento godo se realizó principalmente en áreas urbanas de importancia estratégica y en una serie de grandes ejes ruteros que unían el N.E. con la zona de Mérida-Sevilla, que recorrían el valle del Duero, desde la actual provincia de Soria hasta la de Palencia, y aseguraban la unión entre ambos; posiblemente con su finalidad estratégico-defensiva frente a las penetraciones suevas y para asegurar la comunicación con los centros de poder aquitanos y con la rica zona de Mérida-Sevilla. Actualmente no parece posible afirmar que estos últimos asentamientos conservaran una clara conciencia de su identidad étnico-nacional -su misma continuidad cronológica es incierta- más allá de finales del siglo VI, siendo por ello muy dudoso considerar como una herencia atávica germana ciertos rasgos arcaicos del derecho y la épica primitivos castellanos. Durante algún tiempo también pudieron conservar una cierta identidad étnica asentamientos menores de otros germanos orientales asociados a los visigodos, como pudo ser el caso de los taifales establecidos en la estratégica Tafalla (Navarra) sobre una ruta de penetración desde Aquitania en el valle del Ebro. También el asentamiento citado de los 80.000 vándalos y alanos de Genserico en el norte de África parece que tuvo un aspecto fundamentalmente urbano. Aunque Genserico repartió un importante número de propiedades fundiarias en la antigua Proconsular -las llamadas sortes vandalicae- entre los miembros de la aristocracia y de su séquito e incluso entre algunos guerreros libres, la mayoría de los vándalos-alanos se encontraba acantonada en torno a Cartago y en otras ciudades y puertos de importancia estratégica: Thysdro (el-Djem), Mactar (Mactaris), Thala, Theveste (Tebessa), Ammedara (Haidra) e Hipo Regio (Bona). Por el contrario, cabe señalar que la invasión y el establecimiento del poder vándalo en Tunicia facilitó y acrecentó las penetraciones -ya iniciadas por lo menos desde el siglo III- de grupos de beréberes nómadas, bien encuadrados por una aristocracia tribal romanizada, en áreas de antigua ocupación romana, hasta el punto de que, en los siglos V y VI, las penetraciones de los pueblos nómadas de los límites del desierto -gétulos y arzuges- y de las cabilas bereberes de los macizos montañosos del Aurés y la Dorsale dieron lugar a la formación de embriones de Estado situados al sur de la Proconsular, Bizacena, Numidia y la Mauritania Sitifense y la Cesariense; Estados que integraban a la población provincial y a la immigrante bajo formas políticas de tipo romano. Un carácter bastante distinto tuvo el poblamiento germánico en Britania, en áreas septentrionales de la Galia y en las provincias danubianas occidentales. En Britania, las penetraciones de anglos, sajones y frisios, y de unos enigmáticos jutos, se realizaron durante un largo espacio de tiempo, al menos entre 450 y 550, creciendo en intensidad sobre todo a partir del ano 500. La amplitud de estas migraciones -que llegaron a producir un verdadero vacío humano en el Schleswig oriental- y asentamientos, realizados en grupos de linaje fraccionados y muy mezclados, produjeron una profunda germanización de toda la porción de la isla al este de una línea que iría de Edimburgo a Portland. Lo masivo de estas migraciones se demostraría por el cambio profundo del paisaje y del hábitat de la isla. Por lo general, los nuevos asentamientos germanos no se superpusieron a los antiguos célticorromanos, ni siguieron la anterior ordenación territorial impuesta por la red de calzadas y ciudades romanas. Mientras que éstas eran abandonadas en su mayoría o quedaban degradadas a estadios preurbanos, los nuevos habitantes germanos procedían a la roturación y puesta en cultivo de nuevas tierras en los fondos de los valles, anteriormente negligidos por sus dificultades de drenaje. Allí donde la población célticorromana subsistió -la matanza en masa de ésta y su huida hacia el oeste no pueden considerarse como fenómenos generalizados-, acabó asimilada étnica y culturalmente al invasor. Tan solo se testimoniarían supervivencias -y mucho más célticas que romanas- de una cierta consistencia, tras el 500, en las zonas situadas más al oeste, siendo prácticamente nulas en el sudeste, expuesto a la invasión y a los asentamientos germánicos desde los primeros momentos. Paralelamente, desde mediados del siglo IV se venían produciendo invasiones por parte de los belicosos escotos de Irlanda sobre las costas occidentales de Britania. Estas incursiones se transformaron en verdaderas migraciones a partir de finales del siglo IV, hasta el punto de que en el siglo V surgirían algunos pequeños reinos, dotados de gran originalidad, y en los que el recuerdo de su antigua identidad étnica podría haberse conservado hasta el siglo X. Los escotos, también desde mediados del siglo IV, hablan sometido asimismo el área escocesa, débilmente habitada por los pictos, a continuas incursiones y asentamientos. Y terminaron estableciendo, a finales del siglo VI, un reino unificado, dotado de una consistente identidad nacional favorecida por un cristianismo de características muy particulares. En la Galia, las áreas septentrionales y limítrofes con el Rin se habían visto sometidas, desde el siglo IV, a una constante presión germana que conduciría muy pronto a unas verdaderas colonización y germanización -en parte favorecidas por los mismos asentamientos léticos organizados por el gobierno romano- de las zonas marginales del Imperio. A finales del siglo IV, los llamados francos salios habían ocupado y colonizado ya el Brabante holandés y algunas otras áreas dispersas, más meridionales, de la orilla izquierda del Rin, que en gran medida habían sido evacuadas por Roma. Más al sur, la potente confederación alemana había logrado invadir toda la región de los Campos Decumates; y la población romana que no huyó fue esclavizada. Tras la ruptura del limes en 406, la penetración al oeste del Rin de los grupos francos, al norte, y de los alamanes, al sur, con su consiguiente asentamiento, sería ya incontenible. Por el norte, hacia el advenimiento de Clodoveo, los francos habían avanzado hasta las proximidades de Soissons y Verdún. Aunque es indudable que en toda esta zona se ha testimoniado la supervivencia de la población romana, especialmente notable en las ciudades y sus proximidades, siendo el caso de Tréveris el mejor conocido; y también pudieron subsistir bastantes de sus asentamientos agrícolas, ante todo en las zonas de colinas dedicadas a la viticultura. Sin embargo, aquí se puede afirmar que por lo general la colonización franca fue densa y cambió profundamente las estructuras agrarias. Así, se ha señalado la esencial discontinuidad entre los fundi galorromanos y los grandes dominios carolingios del norte y el nordeste de la Galia; pues, entre los siglos IV y V, junto a un sensible avance del bosque, se habrían producido también nuevas roturaciones en las tierras más altas. Y sobre todo no puede olvidarse que la densidad de la población germana en dichas áreas estaría en la raíz de un desplazamiento de la frontera lingüística entre las hablas romances y las germánicas de unos 100 km hacia el sur. Ya en el siglo VI se produjeron posiblemente nuevos avances del pueblo franco y, por tanto, la expansión del Reino merovingio. Sin embargo, se trataba sobre todo de una colonización de tipo aristocrático, capaz de producir cambios en el paisaje y en las estructuras agrarias de ciertas zonas -como en las altiplanicies del Sena y el Oise, en la región parisina, bastante despoblada a partir del siglo III-, pero de una potencia demográfica, étnicamente germana, muy dudosa. En Aquitania, concretamente, a pesar de la temprana conquista merovingia, la presencia de francos seria casi nula. Más al sudeste, el avance de los alamanes se había extendido ya por la orilla izquierda del Rin. Tras ocupar sólidamente -a partir de mediados del siglo V- el Palatinado y Alsacia, los alamanes, frenados en su avance septentrional por los merovingios, comenzaron la ocupación de la actual Suiza -hasta los contrafuertes del Jura- y de la vieja Recia (alta Suabia, Thurgau y Vorarlberg), esta última bajo protectorado ostrogodo. No obstante, la ocupación alamana dejó subsistir numerosos islotes romanos durante bastante tiempo, testimoniados sobre todo en las ciudades. Pero el carácter compacto de la colonización de los alamanes -la cristianización no comenzaría antes de 590, y la continuidad y duración del movimiento migratorio hasta casi el siglo XIII-, terminaría por hacer retroceder la frontera lingüística del romance. También el carácter compacto, junto con la focalización geográfica precisa, fueron factores coadyuvantes para que en la Galia merovingia se mantuviese hasta finales del siglo VII una clara diferenciación del elemento germano frente al antiguo provincial romano; ello sería sustituido a partir de la siguiente centuria por un sentimiento de identidad regional -aquitanos, francos (austrasios y neustrios) y burgundios-, favorecido por los repartos hereditarios y por la personalidad del Derecho. Finalmente, también hay que tener en cuenta que, paralelamente a estas inmigraciones y a estos asentamientos germánicos en la Galia, se dieron asimismo procesos semejantes protagonizados por otros pueblos de estirpe no germánica. Al menos desde mediados del siglo V, numerosos grupos de britones debieron de comenzar a emigrar desde su isla al vecino continente, ya que se veían presionados por los invasores germanos y escotos. Esta migración alcanzaría su momento álgido en la segunda mitad del siglo VI. Los emigrantes britones procedían en su mayor parte del sudoeste de la isla, y se asentaron en grupos compactos en la región de Armórica. Organizados en pequeñas comunidades rurales cohesionadas en torno a un monasterio, los britones serían capaces de imponer su lengua céltica y su propio etnónimo a toda la zona situada al oeste de una línea que iría, aproximadamente, desde Dol hasta Vannes. Favorecida, tal vez, por ciertas resurgencias o permanencias galas prerromanas, la inmigración britona tan sólo dejaría subsistir ciertos islotes latinos, apoyados principalmente en los núcleos urbanos residuales. En el rincón sudoccidental de la Galia, en la vieja Novempopulania romana, los siglos V y VI contemplaron tal vez una nueva expansión de grupos de población vasca, escasamente romanizada, a partir de sus reductos de los Pirineos. Esta expansión vasca, comenzada quizá ya a finales del siglo III o en el IV y apoyada muy posiblemente en fuertes identidades de substrato en toda Aquitania, acabaría por euskaldinizar completamente la zona. Ante esta expansión tan sólo lograrían sobrevivir algunos islotes de romanidad en los núcleos urbanos debilitados y situados casi en el límite de la región, como Bayona y Dax. Un carácter también compacto tuvieron las penetraciones y asentamientos germánicos en las provincias danubianas de Occidente, al este de los asentamientos de los alamanes: Recia Segunda y el Nórico. La germanización de estas provincias fue realizada por elementos populares bastante dispersos: suevos del Danubio, marcomanos, turingios, esciros, hérulos y, principalmente, bávaros. Sobre un territorio en gran medida abandonado por la población romana -como consecuencia de las condiciones impuestas por los numerosos pueblos invasores que por allí circularon en el siglo V, cuyo mejor testimonio es, sin duda, la "Vita Severini" de Eugipio-, el asentamiento definitivo de tales poblaciones germanas se inició en el tránsito del siglo V al VI. En este proceso los grupos germanos ocuparon de una manera un tanto desorganizada los valles, mientras que en las zonas altas pudieron subsistir islotes de romanidad dispersos y residuales -principalmente en el valle del Inn y al norte y oeste de Salzburgo-, conscientes aún de su identidad en pleno siglo VIII. Tradicionalmente se considera que en el proceso de cristianización de tal poblamiento germano -verdadera etnogénesis de la Baviera histórica- pudieron desempeñar un papel de primer orden la política de amistad del ostrogodo Teodorico con los turingios y, sobre todo, la cohesión del elemento mayoritario bávaro dada por la familia de los Agilolfingos, cuyos miembros, a partir de mediados del siglo VI, se convirtieron en los duques nacionales. Cohesionado de este modo, el poblamiento germano continuaría avanzando en los dos siglos siguientes hasta situar sus fronteras en el Iller por el este, en Carintia por el oeste, en el Alto Palatinado por el norte y en el Alto Adigio por el sur, lo cual supuso también en este caso un nuevo retroceso de la frontera lingüística del romance. Hemos dejado para el final el caso de Italia, porque en ella el poblamiento germano presenta dos modalidades e intensidades bastante diferentes, de las cuales se dedujeron en el futuro consecuencias históricas fundamentalmente distintas. La primera de ellas la constituiría en esencia la penetración ostrogoda de Teodorico el Grande y vendría a continuar, en gran medida, la vieja tradición de los acantonamientos de contingentes compactos de federados bárbaros del siglo V en suelo itálico. Estos últimos -cuyo número bajo Odoacro no superaba la cifra de 15.000 hombres- debían consistir básicamente en hérulos, esciros, turcilingos, suevos, sármatas y taifales. Sus acantonamientos se encontraban situados en las proximidades de los principales núcleos urbanos, sobre todo cuando éstos eran de gran valor estratégico, de la Italia septentrional: Ravena, Verona y Milán. Los combatientes ostrogodos, y elementos afines ostrogotizados llegados con Teodorico a Italia eran aproximadamente unos 25.000, lo cual suponía una cifra total y máxima de unos 100.000 individuos. A este elemento ostrogodo habría que añadir otros grupos minoritarios, como el de los refugiados rugios asentados en la Italia septentrional en una sola masa compacta, o el de los réfugas alamanes y hérulos, llegados a la península tras la respectiva destrucción de sus reinos en 507 y 508. Dadas las características del Estado ostrogodo en Italia todos estos pequeños grupos bárbaros serían acantonados en grupos compactos, con preferencia en ciudades fuertes y castella de Lombardía y Venecia, y, en menor grado, de Tuscia y las Marcas, en el poderoso fuerte de Auxium (Osimo). De este modo, mientras que la influencia de estos grupos germanos en las estructuras agrarias sería mínima -los repartos de tierras, además, afectaron principalmente a elementos de la aristocracia germana, y en gran medida el ejército godo siguió siendo mantenido, al igual que antes el de Odoacro, por medio del donativum en dinero y libramientos de raciones de annona-, fueron capaces de conservar su identidad (lengua, escritura, literatura épica y elementos de su derecho consuetudinario) durante un largo espacio de tiempo y en determinados puntos incluso con posterioridad a la conquista de Italia por el emperador Justiniano. Por el contrario, el asentamiento de los lombardos presentó características bastante distintas, como consecuencia en gran medida de las peculiaridades de la invasión y conquista lombardas y de las relaciones de los invasores con la población romana sometida. El número total de invasores lombardos, en principio, no debía de ser superior al de los ostrogodos de Teodorico. Por otro lado, la agitada historia de los lombardos había hecho que en su etnogénesis entrasen elementos étnicos muy diversos. Junto a los lombardos propiamente dichos había también grupos de gépidos, búlgaros, sármatas, panonios, nóricos, turingios, sajones y taifales. A todos ellos prestarían cohesión y uniformarían su encuadramiento militar y su sentimiento de comunidad de linaje; lo que se expresaba con el término germánico fara, palabra de la que hay numerosas huellas en la toponimia de la Italia actual. El carácter discontinuo del dominio lombardo y la gran inestabilidad de sus fronteras coadyuvaron también en gran parte a que el asentamiento de tales grupos no sólo se hiciese en las viejas ciudades -en Pavía y Siena la población romana fue en gran medida arrinconada-, sino de manera preponderante en el campo; en las zonas más amenazadas se establecieron verdaderas colonias de carácter militar, dotadas de un gran sentimiento comunitario: las arimanniae. Estos hechos, junto con un cambio muy extendido de la propiedad fundiaria, producirían una profunda huella del poblamiento lombardo en las áreas principales de su dominio -Lombardía, Friul, Toscana y Campania en torno a Benevento-, hasta el punto de que la zona central de éstas recibiría su etnómino: la citada Lombardía. El elemento invasor fue capaz durante bastante tiempo, como mínimo hasta la segunda mitad del siglo VII, de mantener su total identidad nacional frente a la población romana. Y Paulo el Diácono nos ha transmitido la noticia de que un grupo de búlgaros establecido en Sepino aún hacía uso de su lengua nacional en la segunda mitad del siglo VIII. Por todo lo que llevamos dicho se puede deducir, pues, que el poblamiento germano, desde un punto de vista estrictamente cuantitativo, habría tenido, excepción hecha de ciertas áreas marginales de la vieja Romania, una escasa incidencia demográfica. Ciertamente, se pudieron producir movimientos migratorios y traslados de población -sobre todo entre los grupos dirigentes, con las consiguientes consecuencias de orden político y cultural-, de una cierta magnitud al calor de las invasiones y del consecutivo asentamiento; pero un global y auténtico crecimiento de la población de la Romania como consecuencia de tales aportaciones germanas habría que negarlo con la mas absoluta certeza. Contrariamente a lo que cabría pensar en un principio, las invasiones, más que un fenómeno estrictamente demográfico, fueron un acontecimiento político y de civilización. Es indudable que las condiciones políticas imperantes en las diversas áreas de la vieja Romania tras el asentamiento de los invasores y la constitución de los nuevos Estados favorecieron y posibilitaron la continuidad de las guerras, con sus conocidas incidencias de orden demográfico: tala de cosechas, mortalidad, hambre, esclavitud y subsiguiente traslado de residencia de grupos humanos. De los textos de naturaleza jurídica de los siglos VI y VII se deduce que la escasez de mano de obra agrícola fue un hecho constante en toda la Romania. Así se explicarían fenómenos tales como el progreso de la esclavitud -o, cuando menos, un repetido interés de los grandes propietarios por asegurarse la necesaria mano de obra-, la desvalorización de la tierra, desprovista de la necesaria fuerza de trabajo humana, y la progresión de las reglas monásticas -como las de san Benito, san Columbano y san Fructuoso-, que estipulaban y valoraban el trabajo manual, en el campo o en el pastoreo, de los miembros de las comunidades regidas por ellas. La población campesina, además de ser escasa, estaba mal alimentada. Esta nula alimentación era consecuencia casi siempre de dos series distintas de factores que, en gran medida, se encuentran interrelacionados: el gran número de cambios de propiedad en la tierra, con la posible reducción de la productividad por la falta endémica de mano de obra, en parte huida de los mismos campos por causas varias, y las insuficiencias de la tecnología agrícola. Las fuentes hagiográficas del periodo se refieren con frecuencia a las bandas de gentes empobrecidas que deambulaban por los campos -especialmente en los momentos de hambre- y cuya subsistencia se basaba en la caridad de las grandes casas o, de una forma institucionalizada, de la Iglesia. A finales del siglo VI, un numeroso grupo de pobres acudía todos los días a la puerta del palacio episcopal de la rica sede de Mérida para recibir allí lo más esencial de su alimentación diaria; y todas las reglas monásticas de la época prescriben la obligación de dar cobijo y alimento a los pobres vagabundos que acudiesen a los monasterios. La escasez de alimentos suponía una esperanza de vida escasa y un bajo crecimiento vegetativo. Estudios realizados sobre necrópolis campesinas muestran de forma generalizada para todo el Occidente la multitud de deformaciones o degeneraciones óseas y dentarias -imputables a una alimentación deficitaria e inadecuada, basada principalmente en los cereales y las legumbres- , así como una fuerte tasa de mortalidad, que afectaba principalmente a los niños y a las jóvenes madres. Los inventarios señoriales del siglo VII y VIII que se conservan permiten comprobar la débil consistencia numérica de las familias campesinas en la Galia merovingia y la Italia lombarda. Las que dependían de la importante abadía de Farfa, en Toscana, tenían por término medio 4,8 miembros. En el Reino visigodo de Toledo hay indicios, a lo largo del siglo VII, de una especie de malthusianismo practicado por los humildes, contra el que difícilmente podían luchar las leyes civiles y los cánones conciliares; siendo la utilización generalizada de prácticas abortivas y la exposición de los recién nacidos las más frecuentes. Sobre una población tan debilitada las posibilidades de extensión de las epidemias eran enormes. Las fuentes nos informan de la presencia en Occidente de una gran epidemia de peste negra a partir de mediados del siglo VI, procedente de Asia. Llegada a las costas italianas e hispánicas en 545-546, la epidemia se extendió con rapidez por el interior del continente hasta el Rin; en los años sucesivos se producirían nuevos brotes, hasta bien entrado el siglo VIII, sobre todo en las zonas mediterráneas más expuestas al contacto con Oriente y con condiciones climáticas más favorables a la enfermedad. Carecemos de cifras concretas sobre las consecuencias demográficas de la peste, pero ciertos indicios hacen sospechar que pudieron ser considerables, sobre todo en las zonas más meridionales, en las que los efectos de la peste venían a descargar un último golpe sobre una población previamente castigada por el hambre, producto de las frecuentes sequías y de las consiguientes plagas de langosta. En Italia, sobre una población diezmada y hambrienta por los efectos de la guerra gótica y las plagas antes señaladas -gran hambre de 540-542, que habría afectado principalmente a la Emilia, Toscana y Piceno, contabilizándose en esta última región hasta 50.000 muertos- se abatió la gran peste bubónica de Justiniano. En la Península Ibérica, las fuentes nos hablan de la periódica repetición, desde mediados del siglo VI hasta el VIII, cada 30 o 35 años, de la fatídica secuencia siguiente: sequía, plaga de langostas, hambre y peste. Ciertamente es imposible ignorar los efectos demográficos, a veces catastróficos, de una suma tal de factores. En España las repetidas plagas de langosta y la sequía debieron de acabar por convertir en desierto, a finales del siglo VI y principios del VIII, una parte de la submeseta sur; lo cual supuso la desaparición de ciudades como Ercávica, Segóbriga, Valeria y Cástulo. En la Narbonense los efectos repetidos de la peste -y en parte también de la guerra- a lo largo del siglo VII debieron de disminuir en gran medida su fuerza demográfica. En Italia, el catastro imperial evaluaba, en el año 395, en 13.201,5 hectáreas los campos que en aquel momento se encontraban sin cultivar en Campania por falta de mano de obra. Esta misma falta de hombres supuso el abandono de las costosas obras hidráulicas y de drenaje que se llevaban a cabo en numerosas zonas de la llanura costera, lo cual facilitó su encenagamiento y la aparición de la malaria, con efectos demográficos devastadores. Así los desastres de la cruel guerra gótica terminaron por despoblar toda la zona de la marisma toscana. En las regiones más septentrionales de Europa la despoblación abrió el camino, en los siglos IV y V, a un nuevo avance de los bosques, como se ha podido comprobar en áreas como la cuenca parisina, las altiplanicies entre el Sena y el Oise, el sur de Bélgica o el sudoeste de Alemania, hasta Alsacia y Lorena. Bosques que seguramente recubrieron anteriores establecimientos agrícolas galorromanos. Esta progresión se vería favorecida por la existencia de una fase climática más fría y húmeda en los siglos IV-VII. Sin embargo, tampoco convendría exagerar los rasgos de la debilidad demográfica señalada. En primer lugar no se puede ignorar el hecho de la posible existencia de considerables diferencias regionales. De una forma sumaria y bastante general habría que distinguir entre las zonas meridionales y mediterráneas de Occidente y las más septentrionales. Fue seguramente en las primeras donde la despoblación y la subsiguiente desertización tuvieron una mayor incidencia. Pues a unas condiciones geográficas más vulnerables se sumaban la antigüedad e intensidad de la implantación y explotación agrícolas, mientras que el poblamiento germánico era nulo o muy escaso. En segundo lugar convendría tener siempre muy presente que ciertos hechos, a primera vista muy claros, pueden al final resultar sumamente engañosos. Así, por ejemplo, una mutación característica sufrida por la campiña italiana en esos siglos -sobre todo en las áreas mas meridionales o cercanas a las costas-, como era el traslado de los establecimientos rurales del llano a las alturas, no fue consecuencia directa del abandono de los campos de cultivo, la malaria y la despoblación, sino que se debió a la inseguridad reinante, es decir, a razones eminentemente políticas. Más significativo aún que estas matizaciones puede ser señalar la existencia de una serie de indicios que muestran un inicio de recuperación demográfica a partir ya de mediados del siglo VII en adelante. Una recuperación demográfica incipiente, muy varia y geográficamente dispersa y discontinua, pero que prácticamente afectó a todas las grandes áreas del Occidente europeo de la época. Se ha señalado que fue en esa época cuando en la Galia merovingia comenzaron a ponerse en cultivo una serie de superficies en sus áreas centrales y septentrionales -centro y norte de la cuenca parisina, en dirección a Hainaut y Picardia; sur de Flandes y Brabante, Lorena, Alsacia y norte de Borgoña-, caracterizadas por tener un relieve homogéneo, ya que eran altiplanicies calcáreas o llanuras limosas, muy aptas para el cultivo de la vid y de los cereales. En estas tierras, en su mayor parte perteneciente al antiguo fisco imperial y confiscada por los reyes francos, los verdaderos impulsores de las roturaciones y de los nuevos establecimientos agrícolas fueron los miembros de la aristocracia laica, beneficiados por importantes donaciones regias, y sobre todo la Iglesia. Fundamentalmente se trataba de una colonización monástica motivada no sólo por causas económicas, sino también ideológicas: el irresistible deseo de construir los monasterios en verdaderas solitudines, según quería la muy difundida regla de san Columbano. Tales monasterios se convirtieron así en centros de atracción de campesinos, originando no sólo movimientos migratorios, sino también a la larga un despegue demográfico en dichas regiones, discernible ya con claridad en tiempos carolingios. Por su parte en las tierras situadas al este del Rin, donde el siglo VI parece haber constituido el punto más bajo en su historia demográfica, en el siglo VII, sobre todo a finales, comenzó a manifestarse una cierta recuperación, facilitada por la estabilización de los pueblos germánicos. Dicha recuperación queda testimoniada por el importante movimiento roturador iniciado por entonces en la región de Franconia. En la Península Ibérica también se detectan síntomas de nuevas roturaciones en aquella época, aunque como en el caso galo, no siempre es posible saber si corresponden a un verdadero crecimiento demográfico o a simples transferencias de población. Aquí también dos reglas monásticas del siglo VII, bien diversas, la de san Isidoro de Sevilla y la de san Fructuoso de Braga, promovieron la construcción de monasterios en lugares desolados y alejados. A la primera se le pueden atribuir nuevas roturaciones y establecimientos rurales en las serranías béticas -Sierra Morena, sierra de Córdoba-, y a la segunda establecimientos fundamentalmente ganaderos en el noroeste peninsular, principalmente en la montañosa zona de el Bierzo. Por otra parte, numerosos y dispersos establecimientos eremíticos pudieron realizar pequeñas y aisladas roturaciones -con frecuencia antecesoras de una posterior colonización monástica, ya en los siglos VIII o IX- en numerosas zonas marginales del norte (Burgos, Santander, Alava, Navarra y Logroño). Pero tal vez fue en Italia, fundamentalmente en la zona lombarda, donde estas roturaciones, y el posible aumento demográfico, se iniciaran antes y con mayor fuerza. El edicto de Rotario de 643 se refiere a lo frecuente de la aparición de nuevas viviendas campesinas, así como a la realización de obras de bonificación y drenaje de tierras, y a la construcción de canales; hechos todos ellos detectables cuanto más posterior es la documentación. En la centuria siguiente haría su reaparición en la Italia septentrional el viejo contrato romano de plantación (ad pastinandum).
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Todo lo cual entraba en colisión frontal con los derechos naturales del hombre, por lo que el gobierno, al actuar así, devenía en tiránico e ilegítimo, según la doctrina ampliamente extendida entre los anglosajones cultos y popularizada en América gracias a figuras como James Otis, abogado de Massachusetts, y que enraizaba con las tesis roussonianas del contrato social (publicado en 1762), con claros antecedentes en la filosofía de John Locke (precursor del liberalismo moderno, muerto en 1704), y en sintonía con los postulados de Montesquieu. La humanidad posee determinados derechos fundamentales (a la vida, a la libertad, a la búsqueda de la felicidad, a la propiedad) y el gobierno, cuyo poder nace de un libre acuerdo reciproco con el pueblo, está obligado a protegerlos. Cuando el gobierno incumple este compromiso, "el pueblo tiene el derecho e incluso el deber de alterarlo o abolirlo e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios y a organizar sus poderes en la forma que a su juicio ofrecerá las mayores probabilidades de alcanzar su seguridad y felicidad", según dejaron escrito los 56 padres fundadores, firmantes de la Declaración de Independencia del 4 de julio de 1776.Los norteamericanos fueron, en este sentido, aventajados discípulos de los políticos radicales ingleses, pero llegaron más lejos en su afán por buscar una sociedad más libre y justa, en la que los derechos naturales inherentes a la condición humana estuviesen plenamente a salvo de cualquier poder. Y debe notarse que en esta lucha por la independencia sería realmente el Parlamento, que no el rey de Londres, el poder que actuaba como tirano a ojos de los colonos. Por ejemplo, frente a la exigencia del pago de ciertos impuestos que ellos no habían votado, replicaban: "impuesto sin representación es tiranía", feliz frase de James Otis pronunciada durante la campaña contra la Stamp Act y que se convirtió en el lema de muchísimos habitantes de las trece colonias desde aquella primavera de 1765.Uno de los argumentos esenciales de los tratadistas y de los políticos norteamericanos Benjamín Franklin, James Wilson, Thomas Jefferson, John Adams- expuestos en periódicos (Novanglus) o en libros (Consideraciones sobre la autoridad del Parlamento) era que habían de ser las asambleas legislativas de cada una de las colonias y no el Parlamento de Londres, al que no acudía ningún representante elegido por los colonos, quienes tuvieran la potestad de dirigir, legislar e imponer tributos. Las Cámaras británicas no tenían autoridad alguna sobre las colonias. Éstas debían, eso sí, respeto y aun obediencia al soberano, aceptando la política exterior seguida por él; en esta curiosa teoría antiparlamento se llegaba a aceptar que los colonos acudiesen a la guerra en nombre de su majestad británica, pero se rechazaba la pretensión de los miembros de las Cámaras de los Comunes y de los Lores de imponer sus decisiones a los súbditos norte-americanos del Imperio británico. Ellos tenían sus propias asambleas, y en cada una de ellas, por separado, radicaba la soberanía.De hecho, aunque en la Declaración de Independencia se acumulan las acusaciones contra Jorge III ("la historia del presente rey de la Gran Bretaña es una historia de repetidas injurias y usurpaciones, destinadas todas a establecer una tiranía absoluta sobre estos Estados") y no contra el Parlamento, debe verse como una hábil y política maniobra de los patriotas más radicales que querían erosionar el fuerte sentimiento de lealtad hacia la Corona británica, mayoritariamente experimentado por los norteamericanos hasta las vísperas de la Independencia.Aunque hay que decir que en el verano de 1776, cuando se firma ese trascendental documento, han cambiado notablemente las circunstancias y se ha acelerado el ritmo de la historia en el norte de América en tan sólo unos meses: muchos colonos ya han leído con avidez un panfleto publicado en enero por un inglés recién llegado a América, Thomas Paine, titulado Common Sense (Sentido común), que ha extendido vertiginosamente por las trece colonias unos postulados violentamente antibritánicos y antimonárquicos. Con un lenguaje directo y vehemente, Paine ganó para la causa de la Independencia a muchos indecisos; la monarquía es una forma ridícula de gobierno, la aristocracia es una carga inútil, la separación de Inglaterra beneficiará al comercio norteamericano al abrirle los mercados de todo el mundo, América debe desentenderse de las guerras en Europa... Y frente a unos súbditos esclavizados por la "real bestia de su majestad británica", los habitantes de la República de los Estados Libres e Independientes de América, cuyo "padre patria" no era Inglaterra sino Europa, anunciaban el nacimiento de un nuevo mundo. (Esta apelación a todos los amantes de las libertades civiles y religiosas que habían encontrado asilo en América viniendo desde cualquier parte de Europa, y no solamente de Inglaterra, decantó a muchos colonos de ascendencia alemana, francesa y holandesa hacia las filas de los insurgentes.)
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Como ocurre en el área mediterránea, uno de los factores que caracteriza el periodo es el desarrollo de una estrategia agrícola extensiva a partir de la ampliación de las áreas a cultivar, es decir, colonizaciones de tierras altas que antes no habían sido tratadas desde este sector económico; es éste el caso de los Vosgos en Francia, donde se documenta por primera vez la agricultura en el 300 a.C., en Westerwald en Alemania central o en los Alpes suizos. Paralelamente, se advierten ciertos cambios en la producción de especies vegetales y animales, que profundizan en la línea de especialización planteada en el periodo anterior; de hecho, se constata un significativo aumento del centeno, junto a las tradicionales producciones de cebada y espelta. En la fauna, al menos los resultados de Manching y de Altburg bei Bundenbach en Alemania, muestran la importancia de los bovinos, que en el caso del primero de los asentamientos pueden suponer hasta el 85 % del total del consumo de carne, siendo la caza en Manching sólo el 0,2 % del total de los restos faunísticos. Ello no quiere decir que el modelo agropecuario celta fuera único, y buena prueba de ello es el papel que los grandes rebaños de ovejas jugaron en la zona francesa tal y como reconocen las fuentes escritas. Los cambios en el sector agropecuario se articulan, en opinión de Champion, con dos factores: de un lado, el aumento demográfico, que ya supuso a principios del siglo IV un avance de la población céltica sobre el norte de Italia y en el III a.C. sobre los Balcanes y Grecia, y de otro, la demanda de productos básicos de las regiones mediterráneas, que provocó la exportación a Italia de grano inglés, carne de cerdo alemana y productos lácteos de los Alpes. Si son importantes las informaciones que nos inducen a pensar en un sector agropecuario que sigue modelos cada vez más especializados y extensivos, según las zonas, en relación con ello hay que poner los cambios tecnológicos producidos a lo largo del siglo II a.C., como las puntas de arado en hierro y las guadañas que Wells cita como factores básicos para aumentar la producción y poner en desarrollo nuevas tierras y suelos más duros; otros factores, asimismo tecnológicos como el molino giratorio, parecen imponerse hacia la misma fecha en toda Europa central; por último, hay que añadir también los campos célticos de dudosa adscripción cronológica, pero que de ser localizados en esta fase debieron permitir un mejor cuidado de los campos al ser cercados, ya que evitarían la entrada de los animales y debieron potenciar la tendencia a la afirmación de la propiedad familiar. Hasta el momento, sin embargo, los campos célticos con sus pequeñas parcelas sólo se documentan en áreas del norte de Europa, es decir, en zonas no célticas como Holanda, Dinamarca y Suecia, advirtiéndose también en las islas Británicas, en Woolbury o Danebury en Hamsphire y en zonas marginales de Francia, de relativa pendiente en la vertiente occidental de los Vosgos, o en algunos bosques de la Lorena. Con los estudios agrarios de este periodo se han establecido los primeros modelos teóricos agrarios. El más conocido es el de Glastonbury en Somerset, Inglaterra, desarrollado por D. Clark para el siglo II a.C. El asentamiento se localiza en una zona pantanosa, casi impracticable para la agricultura de noviembre a mayo; atendiendo a ello, el territorio en torno al poblado se articula en tres círculos: el primero - el infield - se dedicaría al cultivo de la cebada de invierno; el siguiente - el outfield -, al trigo de primavera y a los guisantes alternativos del barbecho; el último círculo, el más exterior, ocupado por el pantano, permitiría ser explotado por la caña y los pastos. Ello, en lo que hace referencia a un territorio restringido de producción, ya que a un nivel más amplio se localizarían áreas compartidas con otros grupos para el desarrollo de la trashumancia. El segundo modelo ha sido elaborado por G. Lambrick para el alto valle del Támesis. Su modelo es extremadamente especializado, ya que considera que sobre la primera terraza, frecuentemente inundada, se localizaría un tipo de hábitat estacionario dedicado a la cría de ganado bovino y caballar, mientras que en la segunda terraza se localizarían las granjas, las labores agrícolas y el ganado ovino. Un proceso diferente caracteriza la Europa septentrional, donde el ambiente climático se hace más duro y los suelos ya no responden, por el agotamiento que les produce el uso continuado, al modelo agrícola documentado en la primera mitad del primer milenio. De hecho, Kristiansen documenta en Dinamarca para esta fase las primeras concentraciones sobre los mejores terrenos. Sin embargo, la solución no se hizo en esta línea, sino modificando las estrategias agrarias en varias direcciones. Por una parte, intensificando el trabajo agrícola mediante la parcelación y la concentración del ganado en la parcela para usar el abono; por otra, cambiando como se hacía en Europa algunas especies vegetales por el centeno, más resistente al frío, y, desde luego, fomentando el trabajo del hierro. En otro nivel se han de destacar avances tecnológicos de interés. La fabricación de la cerámica, por ejemplo, hará aparecer el torno de alfarero y nuevos hornos, pero también auténticos barrios artesanos. En Manching se ha comprobado que el oppidum producía cuatro tipos diferentes de cerámica. De los nuevos hornos se conoce el de Gellerthegy-Taban, en Hungría, que formaba parte de un complejo de producción cerámica con las fuentes de extracción de arcilla muy próximas. En l'Ile-à-Martigues, en la desembocadura del Ródano, se conoce un modelo de horno con tres cuerpos: una cámara de cocción apoyada sobre otra de calor desmontable y ambas dispuestas sobre el hogar, que es portátil. La arcilla no ofrecía, como es sabido, grandes problemas para su localización, lo que propició que los centros de producción no dependieran de las áreas donde ésta existía, como ocurrió con otras materias primas; no obstante, en algún caso se produjo una especialización por ella; se trata de la arcilla utilizada para la elaboración de la cerámica grafitada, que era muy apreciada por su capacidad para soportar las altas temperaturas que imponía la nueva técnica. Esta demanda propició la explotación de los bancos de arcilla de Passau en Baviera y Ceské Budejovice en Checoslovaquia. Se ha podido saber que esta arcilla se transportó a una serie de centros productores como Manching. Diferente es el sistema productivo cuando se trata de explotar los filones de hierro, sobre todo de hematita, que es de fundición más fácil, de lignito o las minas de sal, porque se tiende a situar el centro productor cerca de la mina; así se comprueba para el caso de la producción del hierro en Manching y Kelheim, en Alemania o en Trisov y Stare Hradisko en Checoslovaquia. La producción no solamente se hacía en los oppida, granjas como Steinnebach en Baviera o Gussane All Saints en Inglaterra, también ofrece restos de esta producción. En general, la localización de los hornos de fundición se hacía fuera de la zona habitada o en barrios bien aislados por el peligro del fuego; en algún caso como Burgenland en Austria, se organizó un pequeño centro productor, con más de un centenar de puntos de fundición, dos tercios de ellos contemporáneos del siglo I a.C., para completar la producción de un asentamiento mayor: Velemszentvid. El tipo más frecuente de horno de fundición se practicaba en un pequeño hoyo circular, con una chimenea troncocónica de cerámica y un sistema de toberas para la entrada del aire al nivel del suelo. De la explotación de la sal, el caso más conocido es Dürrnberg que, a partir del 400 a.C., heredó la tradición económica y la hegemonía de Hallsttat. Su traslado se debió posiblemente a las mejores tierras que aparecían en torno al nuevo asentamiento, pero sobre todo a la mayor facilidad de comunicación. Según Wells, la unidad productora estaba compuesta por tres o cinco familias cada una, es decir, entre diez y veinte personas. Un último aspecto en el campo de las nuevas tecnologías se produce por efecto del desarrollo de la metalurgia del hierro. En Manching, las herramientas fabricadas en este metal superan las doscientas en opinión de Jacobi, lo que implica una especialización que ya no se explica en los ámbitos domésticos, sino en los talleres artesanales de profesionales del metal. Para este momento, la producción de hierro ya se ha generalizado a toda la población y el metal, que da nombre a la época, se utiliza de forma indiscriminada en todos los sectores económicos e incluso para levantar las fortificaciones.
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La primera impresión de los viajeros portugueses cuando arribaron a la India fue la de un país inmensamente rico y floreciente, donde los productos alimenticios eran abundantes y baratos. La gran mayoría de la población difícilmente podía compartir esta idea y se hubiese dado por satisfecha con tener al menos la supervivencia asegurada. La India era un país muy densamente poblado, al que se le calculan para comienzos del siglo XVI unos 100.000.000 de habitantes. A pesar de la producción exuberante, que tanto admiraba a los europeos, la alta densidad de población motivaba la precariedad de la alimentación, y la nula comercialización de los productos básicos hacía que cualquier alteración del frágil equilibrio entre población y cosecha pudiese provocar escasez, hambre y muerte. La reorganización del sistema fiscal llevada a cabo por Akbar tenía por finalidad tanto la obtención de los recursos necesarios para mantener el Imperio unido, como la elevación del nivel de vida del campesinado lo suficiente como para posibilitar la reinversión de cara a la mejora de los rendimientos, que, a su vez, permitirían el aumento de la base impositiva. Esta reorganización estuvo así en la base del éxito del Imperio mogol en la India, pues proporcionó los medios de pagar una administración y un ejército unitarios. A pesar de sus riquezas en productos de lujo, la India era un país eminentemente agrícola, sector de donde habían de recaudarse la mayor parte de los impuestos. Uno de los grandes aciertos del gobierno de Akbar fue el haber levantado un catastro con la clasificación de las calidades del suelo, para poder imponer las contribuciones de la forma más ajustada a la realidad. Este impuesto sobre la tierra sustituía a numerosos gravámenes locales, lo que en definitiva mejoró la situación del campesino. En buena parte de la península fueron recuperados por la Corona numerosos feudos y sus rentas. Y se prefirió la utilización de funcionarios pagados por el Estado para el cobro de impuestos antes que el arrendamiento de las rentas, aunque tal medida no se llevase a rajatabla cuando se consideró conveniente. El cambio en la situación del campesinado le posibilitó la introducción de mejoras en la explotación y a su vez le obligó a ello, puesto que los impuestos venían a suponer la tercera parte de la cosecha, porcentaje no excesivo para arruinarlo y hacerlo emigrar, pero lo suficientemente alto como para empujarlo a arrancar del suelo todo lo que éste pudiese dar. A pesar de la dependencia de la climatología, en general a finales del siglo XVI el aumento de la producción agrícola había evitado las grandes hambrunas del pasado. Estimaciones generales nos hacen pensar que la productividad del suelo cultivado de la India estuvo por encima de la europea, al menos hasta el siglo XIX. Las dos cosechas anuales, de arroz y de trigo sobre todo, marcaban asimismo la superioridad de la agricultura india sobre la occidental. El cultivo que mejor permitía el mantenimiento de gran número de personas era el arroz de regadío, por su alta productividad, por encima de la alcanzada entonces en Europa. El arroz de regadío, conocido en la India desde el segundo milenio a.C., se ceñía al valle de los ríos, mientras en el resto, la mayoría del territorio, predominaba el cereal de secano, trigo y cebada como grano de primavera y mijo como grano de otoño. La India diversificaba sus posibilidades de nutrición con una horticultura variada de frutales y la caña de azúcar. Apenas una pequeña parte de la población puede acceder a la volatería y la mantequilla, sustituto del consumo de carne, impedido por la moral brahmánica. Por otro lado, la presión de las numerosas bocas por alimentar obligaba al aprovechamiento más idóneo del suelo, que implicaba el cultivo de los cereales frente a los pastizales. Pero sin duda era la pimienta el producto estrella del suelo indio. La región de Malabar producía los mejores granos de pimienta verde, que se exportaban por los puertos de Cannanore y Cochín. Ella sola alimentó un intenso tráfico en el Indico, que se extendía, por un lado, hacia el Japón, y por el otro, hacia el mar Rojo, y después por la ruta portuguesa que bordeaba África. La pimienta alargada, de calidad inferior, se producía en Bengala y Ceilán y tenía una importancia muy secundaria. Otras especias variaban los sabores de la monótona alimentación asiática y permitían convertirla en exquisita. En Malabar y en Bengala se sembraba el jengibre, rizoma que era la especie más barata, al contrario que la costosa canela, cuya mejor calidad la producía Ceilán, en régimen de monopolio real, frente a la más mediana de Malabar. Otras plantas producían drogas, término genérico para denominar a medicamentos, perfumes, afrodisíacos y tintes. El opio del Gujarat, el betel de la costa occidental, el sándalo rojo de Coromandel, los áloes de Bengala y Gujarat, los cardamomos de Ceilán y Malabar eran objeto de un tráfico intenso de China a Portugal, de Malaca a Adén. Pero para el campesino indio los impuestos se fueron volviendo cada vez más duros y apenas le quedaba para la subsistencia una vez los había pagado. Aurangzeb dictó una serie de medidas encaminadas al aumento de la productividad del suelo, como una forma de incrementar los recursos del Estado, cada vez más necesitado para hacer frente a los levantamientos, insurrecciones y guerras que estaban estallando en el Imperio. Así, se alzaron los precios de los productos agrícolas, para mejorar la situación del agricultor y beneficiar su labranza, e igualmente se suprimieron tasas que gravaban al campesinado, muchas de ellas ya en el reinado de Akbar. En principio, tales medidas sólo tenían aplicación en las regiones bajo control directo del Gobierno central y no en los territorios autónomos, pero, además, había que contar con la buena voluntad de los altos funcionarios que conseguían buenas entradas con el cobro de tales contribuciones. El descontrol creciente a fines del siglo XVII da lugar a muchas dudas respecto a la efectividad de las órdenes imperiales. De hecho, muchas de las rebeliones religiosas estaban alentadas por el descontento campesino y su negativa a pagar más impuestos. Los impuestos, las levas, las hambres, como las terribles de 1630 y 1650, la tiranía y arbitrariedad de los jefes locales creaban en el campo indio un ambiente mucho más sombrío de miseria y desolación que el que nos pueden indicar el lujo de la vida cortesana, la suntuosidad desmesurada de los palacios y tumbas y los hermosos templos que salpican el paisaje indio. Mientras, ciertos cultivos dedicados a la exportación y que exigían fuertes inversiones para financiar las preparaciones industriales de transformación, como el índigo o la caña de azúcar, dieron lugar a empresas capitalistas en las que participaban los sectores que disponían de mayor cantidad de numerario, como comerciantes, recaudadores de impuestos o el mismo Gobierno. Producción agrícola de lujo, y producción artesanal de lujo también. El boato y el fasto que presidía la Corte imperial eran imitados por los funcionarios, por los nobles y, en definitiva, por todo aquel que pudiese permitírselo. Los numerosos palacios, mezquitas y hasta ciudades edificados por Akbar requerían también productos suntuarios para su acabado: joyas, marfil, cuero, muebles, sedas y, sobre todo, tapices. Así, la artesanía de lujo era muy abundante en la India y existían excelentes artesanos de cada ramo, que maravillaban a los pueblos extranjeros y los hacían desear apoderarse del país. La multiplicación del comercio exterior, con la apertura directa a los mercados europeos, supuso también un aumento en la demanda de productos artesanales, ya de por sí solicitados por el crecimiento del consumo interior. Innumerables artesanos se afanaban en ampliar la gama de los productos ofertados, y para ello traspasaban las barreras que levantaba una sociedad de castas, lo que en principio habría dejado estancada a la India, al impedir ejercer otra profesión que no fuera exactamente la de los padres. Así, los oficios se diversificaron: más de cien se distinguieron en Agra en este siglo, como ocurría en las otras grandes ciudades. La abundancia de mano de obra barata y de fácil conformar no alentaba, o más exactamente no hacía rentables, las innovaciones técnicas, lo que no impidió la realización de productos de excelente terminación. Así se fabricaba un acero de alta calidad, que se exportaba a alto precio. Esta buena factura del metal permitía una industria militar, que abastecía las propias necesidades de armas de fuego. Los astilleros navales eran otro sector en auge, puesto que ya no sólo se construían navíos para las propias necesidades, sino para las de las compañías comerciales europeas. Pero era la industria textil la que absorbía mayor cantidad de mano de obra, y las telas de algodón la rama principal de su producción artesanal. Las indianas, con sus vistosos estampados, desconocidos por los occidentales hasta entonces, hicieron furor entre las europeas en cuanto los portugueses se las mostraron, como ya lo habían hecho en los mercados de Extremo Oriente. Bengala, Gujarat y Cachemira serán las grandes zonas productivas. La manufactura se desarrollaba en cualquier parte, en el campo, en las aldeas y, sobre todo, en el entorno de los puertos comerciales. En la India, a diferencia de Europa, el trabajo se realizaba en horizontal, por medio de redes productoras dedicadas a cada fase de la fabricación. Por ello, a los europeos les resultaba más fácil dirigirse a un solo proveedor, y utilizar los servicios de los comerciantes locales como intermediarios entre tan variadas ramas de la producción. El sistema de trabajo doméstico era el predominante, y, al contrario que en Europa, se remuneraba al trabajador antes y no después de realizado el encargo. Sin embargo, también existían concentraciones manufactureras, que generalmente trabajaban para un solo gran cliente, un noble o el mismo emperador, aunque les estaba permitida la exportación. Las caravanas atravesaban el interior del Imperio llevando hasta las ciudades del interior los artículos que demandaba la sociedad cortesana. Igualmente trasladaban desde Cachemira hacia el Sur maravillosas indianas estampadas, así como cereales del campo a las capitales. Productos de lujo y de consumo básico, desde la plata hasta el mijo, recorrían el Imperio para abastecer el mercado interior. Las asociaciones de comerciantes indios asentadas en las ciudades también seguirán manteniendo relaciones con el exterior, pero ahora cada vez más como intermediarios de las florecientes compañías europeas, que en muchas ocasiones se servían de sus naves y sus marineros para los intercambios en el índico. El comercio que hiciese viable tan gran trasiego debía ser forzosamente floreciente. Y, efectivamente, en las grandes ciudades importantes mercaderes locales abastecían la demanda interna, mientras en determinados puertos -Calcuta, Cochim, Cannannore, Goa- bullía un intenso tráfico de productos propios e importados: alcanfor chino, almizcle y ruibarbo de Asia Central, benjuí de Insulindia, incienso árabe, mirra etíope, azafrán del Levante mediterráneo y, finalmente, oro y plata de diversas procedencias asiáticas y, sobre todo, de América. Los mercaderes indios, como en toda esta zona del sudeste asiático, formaban estrechas asociaciones regionales -guiaratíes, bengalíes- al estilo de las europeas. Pero los comerciantes indios fueron desbancados en su actividad internacional por los árabes y después por los portugueses, asentados desde 1500 en Goa, centro de su Imperio asiático. Las dificultades de los portugueses para mantener su imperio colonial frente a otros europeos les hizo ceder posiciones en la India, donde al finalizar el silo XVII sólo les restaban Diu y Goa. La "East India Company", fundada en 1600, inició su andadura en esta parte de Asia con la concesión en 1615 por Jahangir de la licencia de apertura de una factoría en Surat, centro de sus operaciones durante mucho tiempo. Más tarde consiguió las de Masulipatam (1633), Madrás (1640), Bombay (1668) y Calcuta (1686). La "Vereenidge Oostindische Compagnie" (VOC) se asentó también en Surat, Masulipatam, Pulikat y Negapatam, y arrebató Ceilán (1656) y Cochim (1663) a Portugal. Pero tras la doble derrota ante ingleses y franceses, la VOC se ciñó fundamentalmente a las especies de Indonesia y la porcelana de Extremo Oriente, y retrocedió en el Indostán. La "Compagnie Française des Indes Orientales", por su parte, consiguió Pondichery (1673) y Chandernagor (1686). Los comerciantes daneses también habían extendido sus redes comerciales por estas alejadas costas y contaban con instalaciones en Tranquebar y Sarapore. La altísima fiscalidad impuesta al comercio occidental y el craso latrocinio de los funcionarios locales eran fuente de tensiones, incrementadas por el clima de inseguridad existente. La creciente presencia de los europeos no será ociosa, sino que intervendrán activamente en los conflictos internos, apoyando a quien mejor podía garantizarles, no sólo la permanencia, sino la defensa militar. A fines de siglo se agudizará la necesidad de este intervencionismo, dado que la mayoría de las factorías se situaban en la mitad sur, donde los mahratas y los príncipes del Dekán estaban en abierta insurrección.