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Sexto Propertio es uno de los mejores representantes de la poesía amorosa y elegíaca romana. También se interesó por asuntos históricos y mitológicos, siendo fuente de inspiración para algunos autores del siglo XX.
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Ya León VI permitió que los funcionarios -salvo los estrategas- compraran tierra en las demarcaciones donde actuaban, y redujo el tiempo de derecho de compra preferente o preempción de tierras en venta de que disponían los campesinos de cada pueblo de treinta años a seis meses, de modo que en lo sucesivo sólo pudieron aprovecharlo grandes propietarios pues eran los únicos capaces de acumular capitales para invertir sin demora en cualquier circunstancia, sobre todo en momentos de crisis, cuando más pequeños campesinos habían de vender sus tierras para sobrevivir, como sucedió en el invierno del año 927, aunque siguieran en ellas como cultivadores o parecos. Los efectos de la crisis del 927 -aquel invierno heló 120 días seguidos en Constantinopla- fueron tan funestos que siete años más tarde, en el año 934, Romano Lecapeno intentó anularlos promulgando leyes de difícil cumplimiento en las que se preveía que los antiguos propietarios pudieran volver a comprar al mismo precio las tierras que habían vendido, y que fueran nulas las ventas hechas a menos de la mitad del precio habitual, además de restaurar el antiguo plazo de treinta años para el derecho de preempción a favor de los parientes y convecinos de los antiguos dueños, y al prohibir que los grandes propietarios de cada chôrion pudieran ejercerlo. Pero a los intereses en contra de los poderosos se unía a veces, incluso, el de los parecos temerosos de la presión fiscal menos evadible cuando eran propietarios. No obstante, las resistencias campesinas a aquellos avances de la gran propiedad fueron a menudo fuertes, apoyadas en la solidaridad de poblado, y también acabaron siendo relativamente frecuentes los abandonos de tierras. El emperador lo había descrito bien en el texto de su ley: "la dominación de los poderosos ha aumentado las desgracias de los débiles y, para el que sabe ver, llega a la ruina completa del Estado... porque el gran número de campesinos cultivadores es fuente de abundancia, tanto para el pago de impuestos como para el cumplimiento de las obligaciones militares..." Las medidas legislativas continuaron bajo el mandato de otros emperadores: en el año 967 Nicéforo Focas elevó el nivel de propiedad rústica preciso para ser stratiota de cuatro a doce libras, lo que favorecía a propietarios más potentes, pero prohibió también que los poderosos compraran propiedad de campesinos humildes (penetas). Basilio II, en 996, hizo un nuevo intento, que resultó ser el último y de dudosa eficacia, al legislar declarando nulas las compras de tierra hechas a pequeños campesinos desde el año 927 y ordenando la devolución a sus herederos. Pero poco después, en el año 1001, intentaba que el pago solidario del impuesto (allelengyon) recayera sobre los grandes propietarios, incluso los de distritos fiscales próximos: la penuria fiscal importaba al emperador más incluso que conseguir una redistribución de propiedad para volver a los viejos tiempos. Es más, las necesidades financieras llevaban ya con frecuencia a los emperadores a no mantener el usufructo de los campesinos del chôrion sobre las tierras abandonadas una vez pasado el plazo de treinta años sino a venderlas definitivamente al mejor postor, que era un gran propietario seglar o monástico, con lo que se las fragmentaba (klasma) del ámbito de solidaridad e intereses del poblado, debilitándolo aún más.
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El territorio en el que asienta cualquier comunidad tiene una importancia fundamental para su sistema cultural. El territorio sirve como mecanismo de adscripción del individuo y del grupo, pues ambos se declaran ligados a él. Además está su importancia económica, pues provee de los recursos necesarios para su sostenimiento. Por último, el territorio funciona como una seña de identidad social: individuos y comunidades lo transforman conforme a sus propios deseos y necesidades, marcándolos y diferenciándolos de otros territorios. En Micronesia, dado el pequeño tamaño de las islas, la tierra es un bien escaso. Por eso existe un fuerte apego de individuos y comunidades hacia el territorio en el que se asientan. La tierra es la principal propiedad, pero los derechos de uso y tenencia varían en cada isla. Normalmente pertenece a familias extensas o linajes. Cada individuo adquiere derecho de uso en función de sus propios lazos de parentesco. A cambio, está obligado a pagar de alguna forma el disfrute de este derecho; por ejemplo, regalando a su familia los primeros frutos o realizando ofrendas periódicas. En las islas del oriente de Micronesia algunos jefes ejercen una fuerte autoridad y confiscan la tierra de quien no acata su mandato, aunque esto no es lo habitual. Como bien escaso, se crean mecanismos para distribuir la tierra entre los individuos de cada comunidad. En áreas donde domina el derecho matrilineal de herencia de la tierra se garantiza que, si sobra, los hijos del hombre del linaje tendrán derecho a cultivarla en usufructo. En general, la tierra no podía ser vendida, aunque sí puede darse a cambio de determinados bienes o servicios, como medicinas o asistencia en una situación determinada. También puede ser entregada para pagar una ofensa o una injuria, o para realizar una compensación. En las islas Marshall la tierra (wato) era administrada por un linaje matrilineal (bwij). El jefe tomaba las decisiones correspondientes a su cargo a cambio de recibir una parte de las cosechas de cada miembro del linaje. El jefe acapara parte de la producción y la transmite a su vez a una autoridad superior. En las Carolinas el linaje es la unidad básica de propiedad de la tierra, siendo sus miembros los únicos que la explotan y viven sobre ella. Los nativos de Nauru clasifican las tierras en función de su uso. Así, distinguen entre terrenos para vivienda, para plantación de cocoteros, tierras yermas y pandanos. Ocurre igual con los lugares de pesca, en los que realizan subdivisiones colocando piedras. Esto da lugar a frecuentes disputas. Incluso, cuando se trata de lagunas ricas para la pesca se colocan vigilantes para obligar a respetar los derechos de uso. También en Nauru realizan la distinción entre el derecho a la propiedad de la tierra, por un lado, y el derecho a la propiedad de los árboles y los cultivos. Para concluir este somero repaso, en Marianas y las grandes islas elevadas de Micronesia las regiones interiores no explotadas sistemáticamente se consideran propiedad comunal. En estos terrenos las poblaciones recolectan frutos silvestres o cuidan de huertos temporales.
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Durante la etapa protohistórica dinástica temprana los templos son los propietarios de la tierra, agrupada en grandes latifundios. Según los textos, las tierras arables, dedicadas básicamente al cereal, eran de tres tipos: ni-enna o tierras del señor, dedicadas al sostenimiento del templo; kur o tierras de sostenimiento, que son trabajadas por los funcionarios del templo después de que se les hubiera asignado en usufructo por lotes; y urula, terrenos dados en arriendo a cambio de un tributo. En época neosumeria, aunque se mantiene la misma división jerarquizada, las tierras del señor o ni-enna pasan a denominarse gana gu o tierras del gu, lo que implica, de hecho, que pasan a ser controladas directamente por el poder civil, el rey. Por último, es preciso señalar que los sumerios conocieron la propiedad privada de las tierras, que se concentraron en general en manos de unas pocas familias. También había granjeros y pequeños propietarios que poseían su propio terreno, pero las frecuentes guerras, inundaciones o sequías les arruinaban y obligaban a endeudarse para sobrevivir.
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Es innegable que en aquella época todo Occidente conoció la pequeña propiedad campesina. A pesar de la fuerte tendencia hacia la concentración de la propiedad en el Bajo Imperio, en todos los países del Occidente mediterráneo debieron continuar manteniéndose numerosos pequeños y medianos campesinos libres, quienes a menudo, agrupados en comunidades aldeanas con usos comunitarios, vivían en vici, donde las pequeñas propiedades colindaban a veces con porciones de los grandes patrimonios. Las grandes invasiones de los siglos V y VI tuvieron efectos contradictorios para el mantenimiento de tales tipos de pequeña y mediana propiedad. Si, por un lado, los asentamientos de los invasores, con los consiguientes repartos de tierra, pudieron reforzar la pequeña y mediana propiedad, por otro, como señala Salviano de Marsella, al socaire de las invasiones del siglo V en la Galia e Hispania, muchos pequeños propietarios campesinos perdieron sus tierras y se convirtieron en colonos en el marco de la gran propiedad. Así pues la instauración de los nuevos Estados no debió cambiar mucho la situación, aunque produjo diferencias regionales importantes. En la España visigoda la disminución de la pequeña propiedad campesina fue un acontecimiento esencial en los siglos VI y VII. El mantenimiento de una pesada maquinaria fiscal, heredada del Bajo Imperio, y el fuerte control del Estado, ejercido por la aristocracia fundiaria, provocaron el endeudamiento y empobrecimiento final de muchos pequeños campesinos; quienes al final se vieron obligados a malvender, o aun entregar sus tierras a un poderoso vecino y entrar, en el mejor de los casos, en una relación de dependencia personal -bajo la fórmula tardorromana del patrocinium- y recibir sus antiguas tierras en concesión condicional (iure precario), con la obligación de pagar una serie de rentas. Una situación muy semejante puede detectarse en la Galia meridional y central en aquellos mismos siglos, tal y como revelan ciertas fórmulas de encomendación (patrocinium) y precaria provenientes de Tours. Por el contrario en la Italia dominada por los lombardos se produjo un cierto renacimiento de la pequeña y mediana propiedad campesina. En este caso a la destrucción -o cuando menos radical disminución- de la antigua propiedad senatorial tardorromana y a los numerosos y desiguales repartos entre los invasores -que, entre otras cosas, hicieron surgir una significativa mediana propiedad de explotación directa, reflejada la sustitución del término villa por el de curtis o fundus- habría que unir la recreación de pequeña propiedad aldeana: los asentamientos de colonos militares (los arimanni). Asentamientos que tuvieron también su contrapartida en la Italia dominada por los bizantinos. Sin duda, una mayor importancia y extensión habría de tener la pequeña propiedad campesina en las áreas marginales de la Romania de más denso poblamiento germánico; en ellas se produjeron procesos de roturación de una cierta importancia al menos en el siglo VII. En la Galia se puede observar la actuación de ambos factores. Mientras que para sus partes más septentrionales y orientales el pactus legis Salicae, en sus tres estadios de redacción más antiguos -aproximadamente hasta finales del siglo VI-, atestigua una cierta importancia de la pequeña propiedad como consecuencia del nuevo poblamiento franco, en áreas comprendidas entre el bajo Sena y el Loira inferior y medio la aparición del mismo fenómeno se debió principalmente a la fuerza de los agrupamientos aldeanos surgidos de las nuevas roturaciones. En las tierras situadas al este del Rin, ya en zona propiamente germánica, la presencia de una significativa pequeña propiedad era consecuencia de ambos tipos de factores. La ley de los alamanes (titulo 81) ponía ciertas limitaciones a la desmembración por herencia de los pequeños patrimonios, para así defenderlos mejor de su desaparición. Algo muy parecido hay que suponer que sucedía en la Inglaterra anglosajona. Como consecuencia de la conquista y roturación surgió en la isla un potente grupo de medianos -fundamentalmente, en el caso de Kent- y pequeños campesinos libres, los ceorls. Como sus congéneres del continente estos ceorls vivían de la explotación directa de un patrimonio fundiario familiar denominado "hide" (en Kent, "sulung") -comparable a la "huba" de Germania-, de una extensión semejante al manso medieval; es decir, la tierra que podía arar una familia con una sola yunta. Pero en definitiva fue la gran propiedad la verdaderamente determinante y significativa en las relaciones socioeconómicas existentes en el ámbito rural de Occidente en esos siglos. Esta significación aumentó con el tiempo y, como acabamos de señalar, fue más intensa en las zonas centrales de la vieja Romania, en las que sus raíces históricas eran también más antiguas. Durante el Bajo Imperio, en estas zonas se formó una gran propiedad en manos del poderoso grupo de los senadores. Resulta evidente que, salvo contadas excepciones -principalmente en la Italia lombarda y en el África vándala-, los grandes patrimonios fundiarios no sólo se conservaron en lo esencial, sino que incluso se reforzaron. Como consecuencia de la fragmentación política de Occidente, tales patrimonios, aunque se vieran disminuidos, se concentraron geográficamente. A este respecto habría que señalar que los repartos de tierras efectuados en virtud del sistema de hospitalitas significaron una cierta salvaguardia para los grandes patrimonios. En principio, el sistema respetaba los derechos eminentes de propiedad, afectando sólo el usufructo y asegurando con precisión e insistencia los antiguos límites y estructura de los dominios. Entre los burgundios y los visigodos de Tolosa, los senadores obtuvieron ciertas ventajas indudables, aunque el reparto afectase casi exclusivamente a sus patrimonios: en primer lugar, y en ambas zonas, la seguridad frente a las graves sublevaciones campesinas de tipo bagaúdico; no obstante, como acabamos de indicar, tanto en uno como en otro reino el huésped germano obtuvo dos tercios de la tierra cultivable, mientras que el propietario romano se quedaba con la mitad de los bosques y baldíos -sin duda la proporción más amplia de los dominios senatoriales- y con dos tercios de la fuerza de trabajo humana. Aún más favorable para los senadores fue el régimen de hospitalitas aplicado por el ostrogodo Teodorico en Italia, ya que el reparto, que afectó a todos los tipos de propiedad, otorgaba al huésped godo tan sólo una tercera parte tanto de los bienes muebles como de los inmuebles, y con frecuencia se concedieron indemnizaciones a base de la antigua propiedad imperial. Finalmente, en el caso del Africa vándala y de la Italia lombarda -donde la expropiación de las tierras de la antigua gran aristocracia senatorial, e incluso de la Iglesia católica en el caso vándalo, fue profunda y bastante generalizada-, los repartos entre los germanos fueron muy desiguales, dando lugar a la conversión en grandes terratenientes de los miembros de la vieja aristocracia gentilicia o de la nueva nobleza de servicio. Una vez constituidos los nuevos Estados, la mayor debilidad del poder central y el establecimiento de lazos de dependencia de naturaleza protofeudal entre el rey y los grandes propietarios ofrecieron magníficas oportunidades para redondear y ampliar sus grandes patrimonios, sobre todo por el juego de las donaciones y confiscaciones regias a éstos, enormemente acelerado en países como la Galia merovingia o la España visigoda del siglo VII, a consecuencia de las intrigas y frecuentes rebeliones. Pero frente a esta esencial dinámica de destrucción/reconstrucción, típica de la gran propiedad laica, la eclesiástica gozó de una enorme estabilidad, al tiempo que su crecimiento fue constante a consecuencia de las numerosas donaciones regias o testamentarias y de la propia roturación monástica. Aunque el tamaño de los grandes dominios -en la Galia del siglo VII, dominios de más de 1.100 hectáreas debían de ser todavía raros, fuera del patrimonio regio o eclesiástico- era muy diverso, así como sus denominaciones (villa, locus, massa, etc.), su estructuración debía de ser, en líneas generales, bastante parecida en todo Occidente. Dicha estructuración consistía, fundamentalmente, en la existencia de una porción reservada para el cultivo directo del propietario y de una serie de tenencias campesinas de tamaño y estatuto diferentes, que constituían unidades autónomas de producción en el seno de la gran propiedad. Sin embargo, esta estructuración no debe llevarnos a pensar que ya en esos siglos se había constituido en Occidente el típico sistema señorial o curtense de la época carolingia. Las diferencias con este último eran fundamentales; en esencia afectaban a la importancia respectiva de reserva y tenencias, y a los modos de explotación. En principio se podría afirmar para todo el Occidente de la época que existía una mayor extensión de reservas con respecto a las del llamado sistema señorial clásico posterior; sería incluso posible señalar algunos puntos extremos. Así, en las zonas de la Galia del norte, en áreas boscosas y arenosas, las reservas ocupaban grandes extensiones de terreno, mientras sus correspondientes tenencias campesinas eran, aún en el siglo VII, débiles explotaciones surgidas de una incipiente roturación. En las áreas mediterráneas existían importantes latifundios compactos, heredados del Bajo Imperio -tierras del antiguo fisco imperial o de la Iglesia, principalmente-, carentes de tenencias y explotados directamente, o con el conocido sistema de arrendamiento a gestores intermedios (conductores), por lo menos hasta mediados del siglo VI. Las reservas, explotadas cada vez más frecuentemente de forma directa por sus propietarios -por intermedio de administradores o prebostes (actores, vilici o maiores loci)-, solían ser trabajadas por medio de mano de obra esclava, puesto que en aquella época, a favor de la perpetua inseguridad política, se produjo un incremento notable de la esclavitud, con aportes -en el caso de la Galia- de gentes procedentes de las avanzadas eslavas. Así, a mediados del siglo VII, las tierras dependientes directamente de la gran abadía de Dumio (cerca de Braga, Portugal) eran trabajadas por un número de esclavos no inferior a 500. Junto a la mano de obra esclava se encontraban otros operarios, en número por lo general bastante inferior, de condición jurídica semilibre o libre: jornaleros eventuales, campesinos pobres de los alrededores o ministeriales empleados en funciones especializadas de la producción artesanal (minería, canteras y salinas, herrerías, tejedurías, etc.) integrada en la gran propiedad, en conjunción con mano de obra esclava especializada de alto precio. Con respecto a las tenencias campesinas habría que señalar, en primer lugar, la existencia de grupos de éstas, de un modo disperso y sin verse integradas en ningún sistema patrimonial articulado en torno a una reserva. Este fenómeno podía obedecer a tradiciones campesinas locales o a las mismas vicisitudes históricas de la gran propiedad, como es el caso reflejado en el famoso testamento del obispo Vicente, de mediados del siglo VI, para la zona del Prepirineo aragonés. A este respecto tienen particular interés las pequeñas o medianas explotaciones entregadas para su cultivo a campesinos libres en virtud de un contrato fijado en principio por un tiempo limitado -con frecuencia no alcanzaba los 50 años- y a cambio de la prestación de una renta fija o calculada sobre la cosecha -por lo general el 10 por 100- satisfecha en dinero o en especie y de ciertas prestaciones de trabajo, casi siempre de transporte. Este tipo de campesinos -denominados en Italia libellarii, con la obligación de mejorar la explotación, y en la Galia y España precaristas, o aún con referencia a la tierra colonica en Borgoña y en el este galo- era particularmente frecuente en el caso de las tierras de la Iglesia, y significaba en cierto modo una reconversión de la gran propiedad en pequeña. En segundo lugar, las tenencias, de extensión muy variable, estaban trabajadas por una mano de obra con un estatuto jurídico aún bastante diferenciado, lo que incidía en la relación económica de aquellas con respecto a la reserva. También hay que señalar que se observa una diferente evolución en los estatutos de dicha mano de obra en las distintas regiones de la vieja Romania, aunque siempre a partir de una herencia tardorromana semejante. En la Galia merovingia dichas tenencias recibían nombres diversos, que en principio podían hacer referencia al estatuto jurídico del campesinado adscrito a ellas, o a su carácter de constituir en esencia una explotación familiar autónoma: colonica (París, cuenca del Oise, áreas del noroeste, oeste, Borgoña y países alpinos), casata (huba en el país germano) y, en fin, mansus, que sólo se impondría a partir de la época carolingia, desde la Ile de France. En cuanto a los campesinos que ocupaban estas tierras había dos grupos: el de los esclavos asentados (servi casati) y el de los colonos (coloni ascripticii). Los primeros, aunque estaban dotados de su propio peculio (animales, instrumentos, etc.), no podían abandonar su trabajo -aunque sí podían ser trasladados a voluntad del dueño-, y junto a las pesadas cargas en especie también estaban obligados a realizar importantes corveas agrícolas en la reserva señorial. A finales del siglo VI, las leyes de los bávaros y de los alamanes fijaron las corveas a llevar a cabo en los patrimonios reales en tres días de trabajo a la semana, lo que sin duda representaba una significativa contribución a la explotación de la reserva y un paso fundamental en la plena constitución del sistema señorial clásico. Más favorable era, sin duda, la situación de los colonos. Siguiendo una tendencia ya iniciada en el Bajo Imperio, el colono había terminado por quedar de facto indisolublemente unido a la tierra que trabajaba, y aunque estaba bajo la tuitio -a patrocinio del gran propietario, condición que era heredada por sus hijos- no podía sin embargo ser desposeído de su tierra ni trasladado de lugar. A cambio de ello, el colono se veía obligado al pago de diversas contribuciones en especie -por lo general, cuando menos, un décimo de la cosecha- y a realizar limitadas corveas, que en lo fundamental eran de tipo industrial y de transporte, siendo, por el contrario, insignificantes las de tipo agrícola: en todo caso, el cultivo de una estrecha franja de tierra (riga o andecinga en el país germánico) en la reserva. La situación que podemos señalar en Italia, en especial la de los lombardos en el siglo VII, no era muy diferente. También aquí las tenencias eran trabajadas, además de por esclavos asentados, por una serie de campesinos dependientes herederos tanto de los colonos tardorromanos como del numeroso grupo de los semilibres germanos. Como en otros lugares de la Romania, también en Italia se reforzó la tendencia a la unión de tales campesinos a sus tenencias, por lo que éstas recibirían denominaciones derivadas de su particular estatuto jurídico: coloniciae (aunque, a diferencia de lo ocurrido en la Galia, en Italia un colono podía ser obligado a trasladarse), aldiariciae, tributariae. Las tenencias italianas eran de extensión variable -el inventario de la iglesia de Ravena en el siglo VI señala por término medio unas 8 o 6,5 hectáreas- y sus ocupantes debían pagar por ellas rentas en especie y corveas, a lo que parece fundamentalmente de carácter no agrario. Ciertas particularidades dignas de ser tenidas muy en cuenta pueden observarse, a su vez, en la Península Ibérica, donde las tenencias -que en las fuentes legales del siglo VII reciben genéricamente la denominación de sors- eran trabajadas casi siempre por esclavos asentados y por campesinos libres situados bajo el patrocinio del propietario fundiario. Estos últimos provenían, fundamentalmente, de esclavos manumitidos, ya que desde mediados del siglo VII todos los libertos quedaron sujetos a la tuitio -por la que debían obseqium- de sus antiguos propietarios, con la obligación de seguir trabajando, y posteriormente sus hijos -sobre todo en el caso de libertos de la Iglesia-, la tierra de su patrono. Por el contrario, en el caso de la Península Ibérica las fuentes desconocen por completo para el siglo VII la existencia de colonos, cuya desaparición debió de haber tenido lugar, mediante su reconversión en esclavos, en los siglos V y VI en un proceso ya denunciado por Salviano de Marsella. Esta particular desviación hispánica indica algo muy característico de la época en todo Occidente: la tendencia a la igualación entre todos los grupos de campesinos no propietarios. Pero tal igualación tendió a realizarse por la base, afectando ante todo a su condición jurídica, y por tanto cada vez fue menos significativa la noción de esclavitud/libertad. A este respecto son especialmente indicativas las legislaciones del Reino burgundio en los siglos V y VI, y las de los visigodos Chindasvinto y Recesvinto a mediados del siglo VII, sobre la responsabilidad penal de los esclavos y demás grupos humildes con estatuto dependiente, libertos o libres en relación de patrocinium. O la reglamentación lombarda del matrimonio entre esclavos y libres, que concedía en el siglo VIII la ingenuidad a los hijos habidos de tales uniones. Esta tendencia se vio favorecida en el caso de los campesinos pobres jurídicamente libres por las nociones paralelas de la Hausherrschaft germánica y del derecho de autopragia tardorromano. Es más, la monopolización creciente por parte de la gran aristocracia latifundista de los altos puestos de la administración en los reinos romano-germánicos de la época hizo que confluyese el poder coercitivo del gobierno con el derivado del dominio sobre la tierra. Así, pues, fueron los principales beneficiados por tal unión de poderes -el rey, la Iglesia, con las inmunidades concedidas en el Reino franco a partir de 635, y los grandes vasallos regios: duques y condes entre los merovingios, visigodos y lombardos- quienes iniciaron el proceso de aumento de las prestaciones de trabajo personal de los campesinos dependientes, lo cual estaba en la raíz de la constitución y extensión del régimen señorial clásico. Pero, al mismo tiempo, este proceso no podía realizarse sino en compañía de una creciente oposición y resistencia campesinas. Junto a los típicos y violentos brotes bagaúdicos en la Galia e Hispania en el siglo V en las siguientes centurias aparecieron otras formas más pasivas de oposición campesina: fundamentalmente, la huida de esclavos de su lugar de trabajo, el auge del eremitismo y ciertas reminiscencias paganas, el bandidaje, etc. Este tipo de resistencias degeneró a veces en auténticas coniurationes -el edicto de Rotario (280) habla de las sediciones rústicas, confluyendo en ellas tanto esclavos como libres- o movimientos de tipo mesiánico, como el protagonizado en 590 en la Galia por un taumaturgo que se hizo pasar por Cristo y formó una banda de más de 3.000 miembros. Precisamente fue en el Reino visigodo de Toledo, donde la polarización social fue más acusada, donde la resistencia alcanzó extremos muy peligrosos a principios del siglo VIII, los cuales facilitaron la subsiguiente conquista islámica.
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En efecto, como afirma Alain Croix, otra dimensión fundamental en la situación de los campesinos era la de la propiedad. En muchos casos la libertad personal no sustituía las duras condiciones de existencia que implicaba el no disponer de tierra propia para cultivar y el depender por completo del trabajo asalariado. El grado de subordinación de los jornaleros andaluces a los grandes señores latifundistas del sur de España reflejaba unas condiciones de miseria que hacen olvidar cualquier consideración jurídica. El ejemplo puede calificarse de extremo, pero es sin duda elocuente. La propiedad de la tierra constituye el eje de la organización social de la producción agraria, así como un activo elemento diferenciador en el seno de la comunidad rural. Las formas de tenencia eran muy variadas. No todos los campesinos eran propietarios de las tierras que trabajaban; para ser más exactos: una buena parte no lo era. Es difícil fijar la proporción de tierras que estaban en manos de los campesinos, así como cuántos de ellos eran propietarios y cuántos no. Al considerar el primero de estos aspectos no debe olvidarse que una importante porción de la propiedad rústica estaba en poder de la nobleza, la Iglesia y la burguesía urbana. Como es lógico, las diferencias entre zonas eran notables. También lo eran las existentes entre las diversas modalidades de propiedad. Ciñéndose exclusivamente al campesinado y dejando a un lado el resto de propietarios de otras condiciones sociales, hay que destacar la existencia en el siglo XVI de un sector relativamente acomodado, por lo general propietarios de una suficiente extensión de tierras y de un buen número de cabezas de ganado. Se trataba de un sector minoritario, en ocasiones con suficiente capacidad económica como para tomar a su servicio a domésticos y campesinos asalariados. A veces estos elementos destacados de la sociedad campesina, a los que quizá un tanto impropiamente se ha catalogado como burguesía rural, no eran tanto propietarios como arrendatarios de parcelas de tierra pertenecientes a otros sectores rentistas. Los campesinos que encajan en esta definición eran llamados en Francia, con cierta ironía, "coqs de village" (gallos de aldea). En Castilla la definición del campesinado acomodado encaja con el tipo del labrador, al que la literatura clásica idealizó como compendio de honestas virtudes (respetabilidad, laboriosidad, austeridad, sentido del honor, reverencia a la legítima autoridad). Lejos de esta visión, las "Relaciones topográficas" ordenadas por Felipe II dibujan más bien un panorama de enfrentamiento entre los villanos ricos y los jornaleros pobres que convivían con ellos en la comunidad aldeana. Al lado de los hacendados ricos cabe reconocer un sector bastante numeroso de pequeños propietarios cuya situación se solía caracterizar por el padecimiento de dificultades económicas crónicas. A éstos, en mayor grado que a los primeros, afectó el inexorable proceso de deterioro de la propiedad campesina que se activó en el siglo XVI y culminó en el XVII. Dicho proceso se debió a varias causas. Una de las principales consistió probablemente en las onerosas exacciones impuestas sobre el producto agrario. A las habituales detracciones eclesiásticas (en los países católicos el diezmo de todo lo que se labraba y todo lo que se criaba pertenecía a la Iglesia) hay que unir los derechos señoriales cuando la propiedad se situaba en territorio bajo jurisdicción de señorío y, especialmente, la creciente presión de la fiscalidad estatal. Ésta no resultó igualmente agobiante en todos los países, pero se incrementó en los que la acción del Estado resultó progresivamente eficaz. En los territorios de la Corona de Castilla, por ejemplo, pueden percibirse con claridad los negativos efectos del fisco real sobre el campesinado, el cual representaba la base numérica de la población pechera, estando sujeto a contribuciones ordinarias y extraordinarias y a la enojosa obligación de alojar soldados en caso de presencia de tropas. Además de la obligación de hacer frente a pesadas cargas fiscales, el campesinado castellano se vio acuciado por la política de tasas de la Corona. El temor a las carestías propició la fijación de aranceles para el trigo, a cuyo precio máximo debía sujetarse la venta de este producto alimenticio básico, al que se dedicaba la mayor parte del terreno en cultivo. En la práctica, los revendedores lograban burlar esta medida, por lo que con frecuencia, y a pesar de las denuncias formuladas, el trigo alcanzaba un precio de mercado superior al de tasa. A los campesinos, sin embargo, les resultaba muy difícil eludir la tasa, lo que reducía notablemente sus ganancias. La plaga de los impuestos no hacía más que agravar las plagas naturales que los aldeanos cíclicamente padecían. La extrema dependencia de las cosechas respecto a las condiciones climatológicas deparaba periódicas pérdidas cuando el tiempo no resultaba propicio. Todo ello condenaba al campesinado -y en especial a sus capas propietarias más débiles- a una situación de precariedad económica que con frecuencia lo arrastraba a endeudarse. No siempre el campesino obtenía de la tierra el producto suficiente para hacer frente a sus tres obligaciones elementales: alimentar a su familia, resembrar para garantizar la continuidad del ciclo agrícola y pagar sus impuestos. En ocasiones la necesidad determinó la aparición de ciertos mecanismos de previsión. Los pósitos castellanos, por ejemplo, fueron instituciones municipales que sirvieron, entre otras cosas, para adelantar trigo a los aldeanos para la sementera. Pero en otros casos, la necesidad obligó a los campesinos a pedir prestado a los burgueses de las ciudades, lo que no hizo sino agravar aún más su precaria situación. Al ofrecer como garantía sus tierras corrían el grave riesgo de perderlas cuando la adversidad les impedía satisfacer sus deudas con regularidad, viéndose abocados a la ruina. Mala climatología, impuestos y deudas constituyeron los enemigos más temibles de la población rural. Aunque las consecuencias más estridentes de esta situación endémica se podrán observar con mayor claridad en un siglo de crisis como el XVII que en un siglo de expansión como el XVI, su resultado seria un inevitable proceso de expropiación del pequeño campesinado y de polarizacion creciente de la sociedad rural. Además de la propiedad, es necesario contemplar otras formas de tenencia. El arrendamiento constituía una de las más frecuentes. En algunas regiones persistían ciertas formas de cesión del dominio útil de la tierra heredadas del pasado medieval. Los foros gallegos y ciertas formas tardías de enfiteusis representaban una especie de arrendamiento a muy largo plazo (por toda la vida, por tres generaciones) en el que el reconocimiento de la propiedad se efectuaba a través del pago de un censo o canon anual. Con el paso del tiempo el valor de tales censos se deterioró a causa de la inflación, lo que resulto ventajoso para los campesinos. Las favorables circunstancias de la coyuntura agraria iniciada a fines del siglo XV, que tuvo corno consecuencia la revalorización de la tierra y el incremento de su demanda, determinaron la presión de los propietarios para acortar el plazo de los contratos de arrendamiento y para subir su precio. Los campesinos arrendatarios quedaron así sujetos a unas peores condiciones. El precio del arrendamiento se satisfacía unas veces en especies y otras en dinero. En el primer caso la cantidad de frutos podía ser fija o proporcional a lo cosechado. Una modalidad del contrato agrario distinta del arrendamiento era la medianía, conocida en Castilla como aparcería, como "métayage" en Francia y como "mezzadria" en Italia. Se trataba de un acuerdo según el cual el propietario aportaba la tierra y el aparcero el trabajo, repartiéndose a partes iguales entre ambos el fruto de la cosecha. El trabajador solía aportar también los animales y aperos de labranza, aunque este aspecto quedaba también sujeto a variaciones. Se trataba, como puede comprobarse, de un sistema desfavorable al campesino aparcero, que debía ceder una alta proporción de su trabajo en beneficio del titular de la propiedad. Finalmente, un nada despreciable número de campesinos sin tierras y sin capacidad económica para acceder al mercado de arrendamientos trabajaban como asalariados por cuenta ajena. La proporción de estos jornaleros respecto al total de la fuerza de trabajo campesina era también muy variable. Su número era elevado en aquellas zonas en las que dominaban las propiedades latifundistas en régimen de explotación directa, y era por el contrario muy pequeño en las áreas de dominio de la pequeña propiedad. La mano de obra jornalera era numerosa, por ejemplo, en el centro y en el sur de España. En el caso de Castilla la Nueva la proporción respecto al total del campesinado ascendía para algunos autores al 50 por 100, aunque otros reducen esta proporción al 20 por 100. Las condiciones de trabajo y de vida de los jornaleros eran muy precarias. Su empleo era por lo general eventual. La demanda de trabajo era mayor en las épocas en que abundaban las faenas agrícolas, en especial la cosecha, pero descendía drásticamente en otros períodos del año, circunstancia que les obligaba a veces a itinerar en búsqueda de contratos estacionales. Ser jornalero equivalía a ser pobre. Los campesinos asalariados y sus familias sobrevivían en condiciones extremas; padecían una subalimentación crónica y dependían dramáticamente de jornales míseros y faltos de continuidad. "La vida de esta masa empobrecida -afirman C. Lis y H. Soly- fue, por lo tanto, una lucha diaria por la mera subsistencia, una lucha cuyo resultado era extremadamente incierto".
acepcion
En la arquitectura griega, entrada monumental cubierta. Consta de dos muros paralelos y en su interior, otros muros soportan las puertas. El tejado es sostenido por columnas.
obra
Aunque Klenze fue también propagador del Rundbogenstil, sus estudios arqueológicos, su amplio conocimiento de Grecia y la fuerza de sus construcciones antiquizantes lo caracterizaron, aún tardíamente, como arquitecto neogriego. Los Propileos son la puerta que abre a la Königsplatz, en la que levantó la Gliptoteca, y figuran como monumento emblemático de la grecomanía romántica. Frente al colosalismo de las arquitecturas visionarias con las que está indirectamente emparentada esta severa construcción, en la idea de Klenze priman las dimensiones más serenas y accesibles y menos impositivas, aunque busque una plasticidad masiva de efecto mayestático. Las columnas con éntasis recuerdan su compromiso historicista.