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El cambio en el equilibrio del poder que se dio en 1942-43 y la presión interna contra el Régimen, trajeron como consecuencia el inicio de una redefinición de la política española. Se empezó por el término totalitario, que se había empleado con mucha frecuencia, aunque de forma ambigua, en los primeros años del Gobierno de Franco. A comienzos de 1942, Alfonso García Valdecasas, uno de los fundadores de la Falange en 1933 y primer Director del Instituto de Estudios Políticos bajo el Régimen, publicó un artículo en el que intentó trazar la diferencia entre Los Estados totalitarios y el Estado español. En los puntos originales de Falange se define el Estado como instrumento totalitario al servicio de la integridad de la Patria. "Es pues, expreso -deliberadamente expreso- que es la nuestra un concepto instrumental del Estado. Todo instrumento se caracteriza por ser medio de algo, para una obra a la que con él se sirve. Ningún instrumento se justifica por sí. Vale en cuanto cumple el fin a que está destinado. No es, por tanto, el Estado, para nosotros, fin en sí mismo, ni en sí puede encontrar su justificación. ...Para justificarse positivamente, el Estado habrá de actuar como instrumento para la consecución de ulteriores valores morales. ...EI pensamiento español se niega a reconocer en el Estado el supremo valor. Este es el sentido de la actitud polémica de todo el pensamiento clásico español contra la razón de Estado enunciada por Maquiavelo" (Revista de Estudios Políticos, enero 1942, 5-32). En el Primer Congreso de la Juventud Europea, organizado por el nazismo y celebrado en Viena en 1942, la numerosa delegación española defendió vivamente conceptos paralelos. Tuvo mucho cuidado de no identificarse con las típicas declaraciones nazis de corte racista y pagano, e insistió en reconocer la moralidad católica, la importancia de la familia y el papel secundario que jugaba el Estado en la educación. En 1943 Franco y los líderes de la Falange bajo Arrese tomaron medidas para hacer una distinción entre el autoritarismo español católico y los regímenes de Europa central. En un largo discurso que dio en Burgos el 8 de septiembre, Arrese declaró que el objetivo primordial de la FET y de todo el Movimiento de Franco no era un sistema totalitario, sino la integración del hombre en una comunidad universal libre del bolchevismo. El 23 de septiembre se prohibió que se hablara de la FET como partido; era un movimiento, y el 27 de noviembre la Delegación Nacional de Prensa de la FET dictó unas instrucciones muy precisas para el futuro de su prensa: "Como norma general deberá tenerse en cuenta la siguiente: en ningún caso, y bajo ningún pretexto, serán utilizados, tanto en artículos de colaboración como en editoriales y comentarios..., textos, ideario o ejemplos extranjeros al referirse alas características y fundamentos políticos de nuestro movimiento. El Estado español se asienta exclusivamente sobre principios, normas políticas y base filosóficas estrictamente nacionales. No se tolerará en ningún caso la comparación de nuestro Estado con otros que pudieran parecer similares, ni menos aún extraer consecuencias de pretendidas adaptaciones ideológicas extranjeras a nuestra Patria. El fundamento de nuestro Estado ha de encontrarse siempre en los textos originales de los fundadores, y en la doctrina establecida por el Caudillo" (F. Díaz Plaja (dir.), La España franquista en sus documentos. Esplugues de Llobregat, 1976, 139-40). En una reunión nacional de los jefes falangistas provinciales a mediados de diciembre, Arrese recomendó que se relajaran un poco la censura y los controles gubernamentales. También exigió que se pusiera fin a las persecuciones por responsabilidades políticas de tiempos de la Guerra Civil, con el fin de alcanzar la hermandad nacional en tareas constructivas de profunda comunidad (J. L. Arrese, Treinta años de política, Madrid, 1966, 40-72). Mientras otros ponían especial énfasis en la libertad dentro de la doctrina falangista, Arrese plasmaba sus teorías en un breve trabajo que tituló El Estado totalitario en el pensamiento de José Antonio. En él proclamaba que la ideología falangista estaba basada fundamentalmente en la Historia de España, la tradición e incluso la teología. La innovación institucional más sobresaliente que hizo el Régimen fue la instauración de unas Cortes corporativas. Antes de 1943 la estructura del Gobierno de Franco era la más arbitraria del mundo. Stalin y Hitler hicieron el esfuerzo de mantener unos parlamentos ficticios y carentes de poder, pero en España no había ni eso. El 17 de junio de 1942, se promulgó una ley que anunciaba la idea de unas Cortes corporativas, una especie de reencarnación de la Asamblea Nacional de Primo de Rivera pero con una base permanente. En esto, como en todos los cambios, el Régimen se tomó su tiempo. Las funciones de las Cortes serían más técnicas que políticas. Sería una fuerza de legitimación y apoyo y, en teoría, tendría el derecho a aprobar la legislación que pasara el Gobierno. La reunión de las Cortes no se anunció hasta el 7 de febrero de 1943, tras la resaca de Stalingrado. De los 424 escaños, 126 se adjudicaron a miembros del Consejo Nacional de la FET y a otros falangistas, 141 a oficiales de la Organización Sindical -nominalmente falangista- y 102 a los alcaldes de las ciudades más importantes. Además, estaban todos los ministros los presidentes de las instituciones estatales más destacadas, como el Tribunal Supremo y los rectores de todas las universidades. Por último, las organizaciones profesionales elegían a 7 representantes y el Caudillo elegía a otros 50. Es decir, que absolutamente todos los miembros eran elegidos por el Estado; era imposible concebir una asamblea más dócil. El cambio en el equilibrio militar animó a casi todas las fuerzas de la oposición, pero al principio los únicos que se encontraban en situación de aprovecharse de las circunstancias eran los monárquicos, seguidores del desaparecido Alfonso XIII. Podían presentar a su sucesor como sustituto de Franco en unos términos aceptables para los Aliados, que cada vez estaban más cerca de la victoria. Esta táctica no empezó a tomar forma hasta 1942, ya que la familia real había apoyado enormemente a los nacionales tanto política como económicamente durante la Guerra Civil y en los años posteriores. El heredero al trono, don Juan de Borbón, Conde de Barcelona, se había presentado dos veces como voluntario; primero para el Ejército Nacional al comienzo del conflicto y varios meses más tarde para prestar servicio en el crucero Baleares. El alto mando militar rechazó sus servicios en ambas ocasiones para evitar comprometer su causa con la de la monarquía -que no estaba en su mejor momento en cuanto a popularidad- y para no arriesgar la vida del heredero de la Corona. De hecho, el Baleares se hundió y hubo numerosas víctimas mortales en 1938. Durante la primera parte de la guerra europea don Juan se había acercado al Eje -Alfonso XIII vivió en Roma hasta su muerte en 1941- y varios intermediarios habían mediado para obtener el apoyo alemán de una restauración monárquica en España. Por tanto, la conversión de don Juan a la monarquía constitucional y la democracia era resultado de las circunstancias. Durante 1942 sus consejeros y seguidores empezaron a dirigir su interés hacia los aliados. Desde su residencia en Lausana, empezó a marcar la nueva línea a seguir inmediatamente después del desembarco de los aliados en el noroeste de África. Afirmó que el futuro del Gobierno de España estaba en manos del pueblo español. El 8 de marzo de 1943 don Juan escribió a Franco por vez primera en casi un año, asegurándole que la permanencia de su régimen provisional estaba exponiendo a España a graves riesgos, por lo que le pedía que tomara medidas para realizar una restauración de la monarquía. Franco era antes que nada y sobre todo franquista, obviamente, pero en segundo lugar era monárquico -aunque lo era de forma algo circunstancial- y siempre había mantenido la esperanza de una restauración, aunque sin comprometerse del todo con ella. Estaba de acuerdo con su consejero más cercano, Carrero Blanco, en que el futuro de España a largo plazo estaba en la instauración de una monarquía tradicional, autoritaria y corporativa, pero supeditada enteramente a la voluntad y criterio de Franco. De modo que tardó dos meses y medio en responder a don Juan. El 27 de mayo le comunicó que el Gobierno no era simplemente de transición, sino que representaba un movimiento organizado cuyo futuro sólo Franco podía interpretar. Le informó de que sí consideraba al heredero como su sucesor potencial, pero siempre y cuando la monarquía aceptara las directrices del Movimiento (el texto está en L. López Rodó, La larga marcha hacia la Monarquía, Barcelona, 1978, 511-15). Entonces procedió a realizar varios cambios en las misiones militares con el fin de debilitar la postura de los generales monárquicos más veteranos, a la vez que aceleraba el ascenso de los comandantes más jóvenes que se habían destacado en la Guerra Civil y que, en general, le eran completamente fieles. Sin embargo, Franco no tardaría en enfrentarse con el reto más duro hasta el momento procedente de miembros de su propio Régimen, cuando 27 procuradores -diputados- monárquicos de las nuevas Cortes le pidieron abiertamente que completara la definición y ordenamiento de las instituciones fundamentales del Estado, por medio de la restauración de la monarquía. El derrocamiento de Mussolini en julio, seguido de la retirada de Italia de la guerra dos meses escasos después, tuvo un impacto considerable en los círculos políticos españoles. El 2 de agosto don Juan le hizo llegar por telegrama un ultimátum a Franco, quien respondió varios días después con un estilo contenido, pero absolutamente firme, exigiendo al pretendiente al trono que no hiciera nada en semejante coyuntura que pudiera fraccionar la unidad española. Llegado este punto, la única institución capaz de forzar un cambio era la misma que había elevado a Franco al poder supremo desde el primer momento: el Ejército. La insatisfacción política de muchos veteranos que habían estado tan expuestos en los últimos tres años, por fin tomó forma en una carta firmada por siete de los 12 tenientes-generales y enviada a Franco tres días más tarde por el Ministro del Ejército, Asensio. Decía así: "Excelencia: No ignoran las altas Jerarquías del Ejército que éste constituye hoy la única reserva orgánica con que España puede contar para vencer los trances duros que el destino puede reservarle para fecha próxima. Por ello no quieren dar pretexto a los enemigos exteriores e interiores para que supongan quebrantada su unión o relajada la disciplina, y tuvieron cuidado de que en los cambios de impresiones a que les obligó su patriotismo, no intervinieron jerarquías subordinadas... Son unos compañeros de armas los que vienen a exponer su inquietud y su preocupación a quien alcanzó con su esfuerzo y por propio mérito el supremo grado en los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire, ganado en victoriosa y difícil guerra; los mismos, con variantes en las personas, impuestas algunas por la muerte, que hace cerca de siete años en un aeródromo de Salamanca os investimos de los poderes máximos en el mando militar y en el del Estado . ... El acto de voluntad exclusivo de unos cuantos Generales se convirtió en acuerdo nacional por el asenso unánime, tácito o clamoroso del pueblo, hasta el punto de que fue lícita su prórroga del mandato más allá del plazo para que fue previsto. Quisiéramos que el acierto que entonces nos acompañó no nos abandonara hoy al preguntar con lealtad, respeto y afecto a nuestro Generalísimo, si no estima como nosotros llegado el momento de dotar a España de un régimen estatal, que él como nosotros añora, que refuerce el actual con aportaciones unitarias, tradicionales y prestigiosas inherentes a la forma monárquica. Parece llegada la ocasión de no demorar más el retorno a aquellos modos de gobierno genuinamente españoles que hicieron la grandeza de nuestra Patria, de los que se desvió para imitar modas extranjeras. El Ejército unánime, sostendrá la decisión de VE., presto a reprimir todo conato de disturbio interno u oposición solapada o clara, sin abrigar el más mínimo temor al fantasma comunista vencido por su espada victoriosa, como tampoco a injerencias extranjeras. Este es, Excmo. Sr, el ruego que unos viejos camaradas de armas y respetuosos subordinados elevan dentro de la mayor disciplina y sincera adhesión al Generalísimo de los Ejércitos de España y Jefe de su Estado." Aunque en tono servil -la mayoría de los firmantes había rechazado un borrador más duro- ésta fue la única vez en 39 años que la mayoría de los generales veteranos de Franco le pedían que renunciara. Franco exigió a Asensio absoluto silencio respecto a este asunto en sus relaciones con el resto del Ejército y éste accedió. El Generalísimo se limitó a prometer que hablaría con los firmantes de la carta personalmente. Habían cometido el error de no exigir una reunión colectiva. Franco se preparó para mantener una actitud firme y vio a algunos de ellos algún tiempo después, a solas o de dos en dos. Confió especialmente en los más veteranos que no habían firmado el escrito, y obtuvo mayor apoyo personal de oficiales más jóvenes que no eran falangistas, pero eran leales al Caudillo, al que consideraban su líder victorioso. Al menos dos de los que respaldaban la carta no tardaron en cambiar de parecer. Asensio también empezó a dudar, particularmente después de un incidente en la inauguración del curso de la Escuela Superior de Guerra, donde la aparición de Franco provocó una prolongada ovación de un público compuesto por unos 80 oficiales y 50 sargentos. A finales de septiembre y principios de octubre, el Generalísimo se dirigió a un grupo de comandantes veteranos para explicarles que, aunque el objetivo final era una restauración adecuada de la monarquía, la situación actual era demasiado peligrosa tanto internamente como en el exterior, para arriesgarse a ningún cambio inmediato. Luego ascendió a Teniente General a dos fieles oficiales, ampliando así el rango superior hasta que hubo al menos el mismo número de opositores que de seguidores de una restauración monárquica. En enero de 1944 la tensión entre don Juan y Franco terminó en una ruptura total de sus relaciones personales. La táctica de Franco era aparecer calmado y con aire de confianza en sí mismo. No mostraba reacción o sobresalto alguno, pero no hacía la mínima concesión, a la vez que convencía a los monárquicos de que él era indispensable. Estos representaban a una elite social y económica; nadie tenía tanto miedo como ellos de dar un salto en el vacío. El peligro de que cualquier intento serio de sustituir a Franco podía resultar en subversión, desórdenes internos o una nueva guerra fratricida era suficiente para disuadir a casi todos los demás.
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Concluido el periodo de diez días establecido para la elección de nuevo Papa, se reunió el cónclave en San Pedro, siendo elegido, en la primera votación, el cardenal Nicolás Boccasini, uno de los pocos que había permanecido en todo momento junto a Bonifacio VIII en los tensos momentos del asalto al palacio pontificio de Anagni por las gentes de Nogaret y de los Colonna. Aunque no se había significado personalmente en el enfrentamiento con Felipe IV, era considerado un partidario del difunto Pontífice, cuyo nombre tomó como Papa, convirtiéndose en Benedicto XI. Contaba el nuevo Papa con el apoyo de Carlos II, seguramente porque, siendo legado en Hungría, había apoyado la candidatura de Carlos Roberto, hijo de aquél, al trono húngaro, aunque sin éxito. Un fuerte contingente de tropas napolitanas tomó Roma y con ellas fue posible eludir la presión francesa y las maniobras de los Colonna y proceder a la elección sin contratiempos. La situación, pese a todo, era extraordinariamente difícil; a la tensión con Francia había que sumar la enemistad de los dos cardenales Colonna, a los que se había excluido del cuerpo electoral por su condición de excomulgados. La permanencia en Roma se hizo para él imposible. Levantó las penas canónicas a los Colonna y les restituyó su dignidad cardenalicia, pero sin restitución de bienes, repartidos por Bonifacio VIII entre los Gaetani y los Orsini, y que aquellos reclamaron airadamente. Absolvió a Felipe IV y a sus colaboradores de cualquier responsabilidad en los sucesos de Anagni, pero condenó duramente aquellos hechos y a sus responsables directos, entre ellos Guillermo de Nogaret, con quien se negó a tratar; sólo la temprana muerte impidió a Benedicto XI pronunciar solemnemente nuevas condenas contra los responsables directos del atentado de Anagni. Levantó todas las condenas emitidas contra Francia y sus gobernantes, pero se negó absolutamente a la convocatoria de un concilio en el que se juzgase la actuación de Bonifacio VIII, petición en la que pronto veremos empeñada a la diplomacia francesa. En abril de 1304 abandonó la inhabitable Roma y un mes después hallaba sosiego en Perusa; este abandono de Roma abre un largo periodo de ausencia del pontificado de la ciudad, para cuyo correcto entendimiento es preciso subrayar tanto los hechos ocurridos en Anagni como la propia decisión de Benedicto XI. Pésima era también la situación económica, ya que las reservas acumuladas por la buena gestión de Bonifacio VIII habían sido saqueadas durante el asalto de Anagni; fue preciso recurrir a préstamos de banqueros florentinos. A pesar de ello, su breve pontificado fue muy importante: sin ceder en lo sustancial, manteniendo incluso las condenas contra altos personajes, suavizó las relaciones internacionales. Menos personalista que su predecesor, dio mayor participación a los cardenales en la marcha de la Iglesia. Su actividad fue considerable, no sólo en relación con Francia, sino con todo el mundo cristiano: con Sicilia, a cuyo título renunció Federico para titularse únicamente rey de Trinacria; con Aragón, acerca de la toma de posesión de Córcega y Cerdeña; con el Imperio, tratando de establecer al hijo de Carlos II en Hungría; y también con el norte y este de Europa. Actividad considerable, pero demasiado corta en el tiempo; el 7 de julio de 1304, en Perusa, fallecía Benedicto XI, seguramente de muerte natural. La división existente en el Colegio cardenalicio, y las presiones diplomáticas que sobre él se ejercieron, se tradujeron en un cónclave de once meses de duración; la diplomacia francesa no quiso dejar escapar una situación favorable como, en cierto modo, había sucedido con ocasión de la elección anterior. Así, el 5 de junio de 1305 era elegido Bertrand de Got arzobispo de Burdeos; no es exactamente un francés, ya que Burdeos es posesión inglesa, aunque bastante vinculado a Francia: su elección debe ser considerada como un éxito francés. El nuevo Pontífice dio muestras enseguida de su deseo de trasladarse a Italia, pero, previamente, deseaba lograr la definitiva paz entre los reyes de Francia e Inglaterra, presupuesto imprescindible para la organización de una cruzada. Por ello fijó su coronación para el 1 de noviembre de 1305 en Vienne, en el Delfinado; no es territorio italiano, pero tampoco es territorio francés en aquel momento, sino del Imperio, y podía ser lugar adecuado para que los dos reyes se entrevistaran con el Pontífice. Son cuestiones que conviene precisar para situar en sus justos términos la instalación pontificia en Aviñón. Las presiones francesas fueron intensas desde el primer momento y de ellas fue saliendo Clemente V con cesiones parciales; cuando ese verano una embajada francesa solicitó la apertura de un proceso contra Bonifacio VIII, logró desviar la presión aceptando la petición francesa de que la coronación tuviera lugar en Lyón, ciudad, en ese momento, perteneciente al Imperio. Allí fue efectivamente coronado el 14 de noviembre. Era sólo el comienzo de las coacciones; después de la coronación insistió Felipe IV en sus peticiones ante el Pontífice. Este consiguió aplazar la decisión remitiéndola a una entrevista ulterior; se ganaba tiempo, pero en cada encuentro iban quedando retazos de la autoridad pontificia: en esta ocasión el monarca francés lograba de Clemente V la anulación de las dos polémicas bulas de Bonifacio VIII, "Clericis laicos" y "Unam Sanctam". Ello obligaba además a aplazar el traslado a Italia. Desde mayo de 1406 enfermó gravemente el Pontífice, abriendo un paréntesis de casi un año; una nueva entrevista en Poitiers en abril de 1307 terminó también sin conclusiones al respecto. Quizá Felipe IV llegó al convencimiento de que no podría vencer la resistencia del Pontífice sin nuevos elementos de presión. El proceso a los templarios sería el elemento nuevo en la pugna, sin abandonar, al mismo tiempo, la solicitud de proceso contra Bonifacio VIII. La fama de los templarios era mala; eran muy ricos y el secreto de su Regla y sus prácticas de iniciación excitaban los más increíbles rumores. Desde la caída de San Juan de Acre, y la consiguiente liquidación del Reino Latino, los templarios carecían de una misión que justificase su existencia; se había intentado, sin éxito, fusionarles con los hospitalarios que, en situación similar, habían hallado una razón de existencia en la lucha contra los piratas y estaban logrando limpiar el Mediterráneo de su presencia. Desde hacia un siglo los templarios se habían convertido, especialmente en Francia, en banqueros, ofreciendo la invulnerable seguridad de sus casas y transporte de dinero; su riqueza les permitía adelantar fondos a una Monarquía, como la de Felipe IV, continuamente necesitada de dinero. Los templarios eran acreedores del monarca y reunían un poder que no encajaba con el centralismo de Felipe IV y sus colaboradores. El control de su riqueza y poder y el ejercicio de otra presión sobre el Papa son razones que es preciso tener en cuenta para explicar la arriesgada decisión de Felipe IV. El 13 de octubre de 1307, todos los templarios de Francia fueron detenidos por orden real, y sus bienes retenidos. Se habían acumulado en los últimos meses las más terribles acusaciones sobre la Orden, cuyo contenido fue hábilmente difundido; inmediatamente se dispuso de un arsenal de acusaciones procedentes de las confesiones de los propios templarios, sometidos a las más terribles torturas. Protestó el Pontífice logrando únicamente la cesión de los templarios a un tribunal cardenalicio, ante el que los acusados se retractaron de sus confesiones. En junio de 1308, Clemente V y Felipe IV se entrevistaban nuevamente en Poitiers con los dos grandes temas pendientes: el solicitado proceso a Bonifacio VIII y el incoado contra los templarios. El rey presentó todas las demandas en bloque, ante las que el Papa se defendió como pudo: continuación de los procesos, canonización de Celestino V, exhumación y quema de los restos de Bonifacio VIII, celebración del próximo concilio en Francia. A ello se añadió la demanda de apoyo a Carlos de Valois como rey de romanos, dignidad recientemente vacante. En cuanto a los templarios, impresionado por las declaraciones de un grupo de ellos convenientemente escogido, encomendó la custodia de todos los arrestados a Felipe IV, que administraría también los bienes de la Orden. El proceso sería doble: ante tribunales episcopales se verían los delitos individuales; ante la Curia, las acusaciones contra la Orden y los grandes dignatarios. En definitiva, la sentencia final se remitía a un concilio convocado para el 1 de octubre de 1310 en Vienne, en el Delfinado. En lo que se refiere al proceso a Bonifacio VIII, Clemente V se negó inicialmente, para, a continuación, inclinarse a oír las acusaciones que se quisiesen hacer acerca de aquél, con la esperanza de cerrar definitivamente el asunto. Las audiencias comenzaron en marzo de 1310 y se alargaron por la deliberada intención del Papa, que soportó un aluvión de infamantes testimonios perfectamente amañados por la Administración francesa. El proceso embarrancó finalmente un año después, no sin grandes esfuerzos y considerables cesiones; entre ellas, la anulación de todos los actos de Bonifacio VIII contrarios a Francia y la absolución de Nogaret, con ciertas condiciones que él nunca se molestó en cumplir. Algún tiempo después, en mayo de 1313, Celestino V era canonizado, lo que, indirectamente, constituía otra satisfacción para Felipe IV. Otro curso bien distinto siguió el proceso contra los templarios; los distintos tribunales franceses, pese al férreo control establecido por los funcionarios reales, fueron recogiendo retractaciones de los templarios, respecto a sus anteriores confesiones, en cuanto se sintieron mínimamente protegidos. Pese a todas las precauciones tomadas, el juicio contra la Orden iba tomando un sesgo contrario a los intereses del rey a lo largo del año 1309. Las noticias que llegaban de los demás Reinos tampoco eran satisfactorias para él: en todos los no sometidos a la influencia de Francia, los templarios eran declarados inocentes, aunque en algún caso se procediera a la detención de templarios y secuestro de sus bienes. Por ello probablemente, Felipe IV, siguiendo el habitual estilo de sus consejeros, se decidió a dar un nuevo giro de tuerca; el 12 de mayo de 1310 fueron quemados 54 templarios, condenados por el arzobispo de Sens como relapsos, por haberse retractado de sus anteriores confesiones. Quedaba claro que en el futuro nadie defendería a la Orden, ni los representantes pontificios o los obispos, ni, salvo casos muy excepcionales, los propios templarios. Cuando después de un gran aplazamiento, en octubre de 1311, abría sus sesiones el Concilio de Vienne, la suerte de la Orden estaba echada. Felipe IV volvió a sus maniobras con nuevas peticiones sobre la ya vieja cuestión del proceso a Bonifacio VIII, de tal manera que, cuando los conciliares solicitaron estudiar la cuestión de los templarios en las sesiones del concilio, Clemente V zanjó la cuestión declarando, por bula "Vox in excelso" de 3 de abril de 1312, la disolución de la Orden por vía administrativa. En teoría, los bienes de los templarios serían transferidos a los hospitalarios; en la práctica, la mayor parte quedaron en manos de Felipe IV que presentó una crecida cuenta de gastos de proceso. En cuanto a los dignatarios del Temple, su caso fue visto por una comisión de tres cardenales franceses que les sentenció a cadena perpetua; cuando protestaron negando las autoinculpaciones que habían venido sosteniendo, fueron condenados también a la hoguera (18 de marzo de 1314).
Personaje Músico
Cuando todavía está en la escuela de su pueblo natal gana un concurso de canto. Unos años después se traslada a Memphis y allí encuentra trabajo como conductor de camiones. Con diecinueve años empieza a cantar y graba un single. Su música suena en las emisoras, cada vez con más frecuencia y empieza a ser conocido por esta región. Elvis inicia una serie de actuaciones e, incluso, es invitado por algunos programas de televisión. A sus canciones las acompaña de un peculiar movimiento de cadera que le hace cada vez más conocido entre el público juvenil. Aunque su fama es cada vez mayor, es en 1956 cuando se convierte en una estrella. En esta época interpreta temas como "Hound Dog", "Jailhouse Rock", etc. Sin embargo, en esta fecha es llamado a filas e ingresa en el ejército. A su regreso inmediatamente se pone a trabajar y graba una serie de baladas. Uno de los temas más sonados en esta época fue "Are you Lonesome Tonight?". Reclamado por su público interviene en la gran pantalla, especialmente en comedias y musicales. Su fama alcanzó cotas hasta el momento desconocidas. De los films que interpretó cabe destacar "King Creole". Hacia finales de los sesenta las tendencias musicales comienzan a cambiar y el número uno de las listas pasa a estar ocupado por los Beatles. Aunque Elvis sigue siendo el rey su fama merma. Actúa en Las Vegas y realiza giras por el país. Una de las canciones que más llegó a sus incondicionales fue "In The Ghetto". Llegada la década de los setenta sufre alguna crisis de salud y su físico experimenta un notable cambio. Su incremento de peso le lleva a ingerir pastillas sin ningún control. Se convierte en un gran consumidor de narcóticos. A lo largo de su trayectoria profesional, Presley logró cientos de discos de oro y situarse en el número uno de los listas en dieciocho ocasiones. Un paro cardiaco acaba con su vida en 1977. Tras su fallecimiento se convirtió en un mito, todavía adorado por miles de personas que peregrinan todos los años a su tumba.
Personaje Religioso Político
El Preste Juan fue el centro de conversaciones y escritos durante buena parte de la tardía Edad Media, considerado como un príncipe o religioso cristiano que gobernaría un reino situado al Oriente del mundo islámico. Las teorías sobre su existencia le consideran un religioso de la Iglesia nestoriana en la India que ayudó a los cruzados a tomar Jerusalén; o bien se la ha identificado con Toghrul, rey del pueblo kerait, convertido al nestorianismo y asolado por Gengis Kahn en 1203. Las fuentes de las que nace el personaje parecen estar en los relatos de Marco Polo o en una carta enviada a Manuel I, emperador de Bizancio. Una última teoría lo sitúa como un rey de Etiopía de los siglos XIV y XV.
Personaje Arquitecto
Uno de sus proyectos más importantes es la Villa Pisani en Stra. Para el diseño de la fachada recurrió a la villa all'antica de Palladio. Aunque frente a las creaciones del veneciano, las dimensiones de la Villa Pisani son mucho mayores al tiempo que incorpora nuevos elementos.
termino
acepcion
Muro protector de piedra u otra materia que se pone en los puentes y en otros lugares para preservar de caídas. Antepecho.
fuente
Magistrado romano cuya misión era controlar el sistema judicial romano, bien de Roma o sus provincias.
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