Si algo caracteriza al Seiscientos es el permanente estado de conflictividad que generaban las rivalidades (territoriales, religiosas, económicas) entre los distintos estados. Aunque teóricamente se sostiene que las disensiones de los príncipes cristianos deben solventarse por la vía del diálogo, por medios diplomáticos, lo cierto es que sólo los más débiles recurrían a este procedimiento, optando los poderosos por imponer la dura ley de la guerra en la vida política europea para lograr sus ambiciones, las cuales se justifican con una serie de premisas plenamente aceptadas por todos y que daban una cobertura legal a sus acciones bélicas. En efecto, cuando un reino declara la guerra a otro lo hace con el argumento de que es en defensa propia, de que persigue asegurar la paz y la quietud interior de los reinos o garantizar la tranquilidad del orbe. De este modo se legitima no sólo la guerra defensiva, sobre la cual todos estaban de acuerdo, sino también la guerra ofensiva, estuviese o no guiada, como argumentaban los teólogos, por la conducta recta de los gobernantes, la cual les impulsa a enfrentarse al mal acatando los preceptos de Dios. Desde la óptica de los monarcas españoles y sus consejeros, el recurso a la guerra es inevitable porque los enemigos de la Monarquía, muy numerosos y emuladores de su grandeza, procuran por todos los medios a su alcance minar su prestigio y su poder, sea en el terreno militar o en el político, en el económico o en el religioso. De aquí, por tanto, que la política exterior española del siglo XVII gire en torno a una serie de objetivos básicos, heredados de la centuria anterior, y que en síntesis son los siguientes: conservar la integridad de los reinos bajo la soberanía de los monarcas españoles, mantener la reputación de la Monarquía hispánica -una especie de honor y de prestigio internacional-, defender la religión católica que los soberanos profesan frente al avance del protestantismo (luteranismo y calvinismo) y evitar que el monopolio comercial de América se resquebraje o se pierda ante el acoso de las restantes potencias europeas, en particular de las Provincias Unidas y de Inglaterra. Para acometer estos objetivos, la Corona utilizará los medios más adecuados (diplomáticos, financieros, militares e incluso económicos), según el talante de los gobernantes, la influencia de las facciones cortesanas -belicistas versus pacifistas- o las circunstancias internacionales, sin tener en cuenta lo que el padre Vitoria escribiera en su libro De iure bellis, a saber: "que ninguna guerra es justa si consta que se sostiene con mayor mal que bien y utilidad de la república, por más que sobren títulos y razones para una guerra justa". Esto explica que desde el final de la fase bélica heredada de Felipe II hasta la Paz de Rijwick, en 1697, la Monarquía hispánica participe en todos los conflictos internacionales que se desarrollan en Europa, a menudo de manera decidida y firme, en ocasiones a remolque de las circunstancias internacionales, a veces también con desgana, sin ilusiones, como sucede a partir de la Paz de los Pirineos (1659), cuando España pierde la iniciativa militar y diplomática, que pasa a Francia, y se repliega en sí misma para poder remontar la crisis económica y financiera que sufre, recayendo desde entonces la defensa de sus posesiones europeas en Holanda, Inglaterra y el Emperador ante la falta de recursos propios.
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Otro de los rasgos novedosos del gobierno de Calígula reside en su peculiar política de fronteras. Augusto y Tiberio continuaron las líneas marcadas por M. Antonio de mantener un entramado de reinos clientes en los bordes del territorio romano. Ahora bien, Tiberio se vio obligado a una intervención más directa, como la que condujo a la anexión de los reinos de Capadocia y Comagene. Calígula deshizo la labor de Tiberio: el caso de Comagene fue escandaloso para los políticos romanos pues no sólo la entregó de nuevo al descendiente del antiguo rey sino que le amplió el territorio a costa de la provincia de Siria y devolvió al nuevo rey todos los impuestos cobrados por Roma durante los años en que permaneció anexionada. Tales comportamientos con los reinos clientes de Oriente pueden responder a relaciones personales de amistad con los hijos de los antiguos dinastas que habitualmente se educaban en Roma y varios de ellos eran antiguos compañeros de Calígula (el príncipe de Iturea, el príncipe judío Julio Agripa...) más que a una auténtica actuación bien meditada que fuera coherente con la política general del emperador. En el otro extremo del Mediterráneo, en Mauritania, aplicó medidas distintas: Juba II de Mauritania, educado en Roma bajo la tutela del dictador César, ya se había adaptado a todas las variantes del programa romano para esa zona del norte de África. Su hijo Ptolomeo siguió igualmente siendo un rey cliente de Roma, pero Calígula lo mandó asesinar, decidiendo la anexión de Mauritania al Imperio romano. Por otra parte, preparó una expedición militar contra los germanos en el más viejo estilo del momento del expansionismo romano y tal vez también para ser merecedor del título de imperator. No se constatan razones objetivas que justificaran tal campaña. Es posible que pretendiera continuar el proyecto fracasado de su padre Germánico de llevar la frontera hasta el río Elba. La campaña fue minuciosamente preparada y resultó totalmente inútil. A pesar de todo, se hizo conceder por el Senado los honores del triunfo. Y su posterior proyecto de conquistar Britania se quedó en la concentración de tropas en la costa de las Galias, para devolverlas a sus cuarteles después de firmar un pacto con uno de los reyes de las islas Británicas.
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Los primeros pasos de Bismarck en el Gobierno estuvieron encaminados a afirmar el poder del monarca frente a la amenaza representada por el Parlamento, aunque evitó un choque directo con la Asamblea que le atara las manos para conseguir los objetivos de su política exterior. Por eso retiró la propuesta de presupuesto para 1863 y prefirió entablar negociaciones secretas con los líderes liberales. Pero, a la vez, quiso dejar claro que las posibilidades de la unificación alemana pasaban por un Ejército y por un Estado fuertes. Las grandes cuestiones advirtió en su discurso de 30 de septiembre de 1862- no se decidían con discursos y votaciones, sino "con sangre y hierro". Bismarck pretendía manos libres para sacar adelante su política pero la insistencia de la Cámara en el control presupuestario, le llevó a prescindir de la misma, interpretando que la Constitución daba atribuciones al monarca para aprobar el presupuesto contando sólo con la Cámara alta, y resolver así el conflicto constitucional planteado. Se trataba, en realidad, de una simple solución de fuerza, que provocó fuertes críticas en los sectores liberales, pero que no consiguió desviar a Bismarck de sus objetivos marcados. De ahí que la ratificación de la mayoría de los liberales de izquierda en las elecciones de septiembre de 1864 no alterara profundamente la situación. Por otra parte, el respeto a la autoridad del Estado y el mantenimiento del principio del orden eran valores compartidos por muchos liberales nacionalistas. A medida que la política de Bismarck comenzara a dar sus primeros frutos, muchos de esos liberales terminarían adhiriéndose a las filas del ministro-presidente. Por otra parte, fuera de ciertos ambientes burgueses, la oposición al Gobierno era desdeñable. El mundo rural dependía notablemente de los terratenientes mientras que las primeras organizaciones obreras, no sólo no eran contrarias al Gobierno, sino que ponían en un Gobierno fuerte sus esperanzas de conseguir las metas que se habían propuesto. En enero de 1864 Bismarck se entrevistó con el líder socialista Lassalle, que buscaba el apoyo de un Estado fuerte para conseguir mejoras en las condiciones de vida de las clases trabajadoras. Incluso en el Partido de Progreso, había algunos pensaban que era necesario sacrificar los principios de la libertad para hacer posible la unificación política. Había quienes pensaban que el desarrollo del nacionalismo pondría a Bismarck en la necesidad de contar con ellos, para asegurarse el apoyo popular. La realidad, sin embargo, resultó ser muy otra. Fue la política exterior de Bismarck la que contribuyó eficazmente al fortalecimiento del ministro-presidente en la dirección de la política prusiana.
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La muerte de Felipe II cuya figura es exaltada en los diferentes catafalcos que con dicho motivo se levantan en las catedrales de las principales ciudades de la Monarquía, en contraste con las críticas que desde varios sectores -palatinos, eclesiásticos- se hacían a su gobierno personal, por distanciarse de los Consejos y recurrir al asesoramiento de unos pocos ministros reunidos en la Junta de Noche, suscita enormes expectativas de cambio. Pese a las instrucciones legadas a su hijo, éste optará de inmediato por delegar el poder en el duque de Lerma, iniciándose así el régimen de los validos y con él la pujanza de la aristocracia, hasta entonces relegada a un plano secundario.
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En Estados Unidos, como en el resto del mundo, la paz había creado grandes expectativas de transformación social. El liderazgo paternal y casi percibido como el de un profeta o un santo de Roosevelt había creado la expectativa de una pronta vuelta a los programas del New Deal, nada más concluir la guerra. El presidente había prometido una "ley de derechos económicos" y la mayor parte de los liberales pensaban que volvería a sus programas de reforma social gracias al incremento del gasto público (uno de los ensayistas más conocidos del momento, Chester Bowles, había prometido una profunda transformación social a partir de estos ideales). Sobre la conciencia de Truman también gravitó el hecho de que en los últimos meses de la guerra había existido una protesta social grave, principalmente entre los mineros. Aunque dudó considerablemente sobre la política a seguir, acabó por resumirla en veintiún puntos con la denominación de Fair Deal. Se trataba de un conjunto de medidas omnicomprensivas destinadas a promocionar un sistema de seguridad social y a favorecer a los más desamparados. Al tratar de llevarlas a cabo, Truman se encontró con graves problemas explicables por muy distintas razones. Su intento de que se aprobara una ley para el fomento del pleno empleo en el Congreso fracasó y Truman se enfrentó pronto con acusaciones de corrupción en el reparto de los cargos públicos. También fue incapaz de lograr de la Cámara un servicio médico generalizado. El mayor problema para él resultó la composición del legislativo que en 1945 estaba dominado por republicanos y demócratas conservadores; además, y sobre todo, estaba ansioso de librarse de un liderazgo invasor y que le reducía a comparsa como fue el caso de Roosevelt. Por otro lado, existía una rebelión en buena parte de la sociedad norteamericana en contra del excesivo intervencionismo estatal (por ejemplo, en los controles de precios). En 1947 y 1949, por ejemplo, el Congreso votó reducciones de impuestos que, según Truman, eran injustificables. El enfrentamiento con el legislativo le llevó al presidente a vetar muchas de sus decisiones, pero doce de los vetos de Truman fueron superados finalmente por el legislativo, una cifra muy superior a la de cualquier época anterior. El estilo provinciano de Truman y su conservadurismo fiscal, por otra parte, le alejaron de los liberales relacionados con el mundo intelectual. Todo esto hizo que en un plazo muy corto, precisamente en el mismo momento en que tenía que habérselas con el estallido de la guerra fría, el presidente sufriera una grave impopularidad. En las elecciones de 1946 los republicanos consiguieron una ventaja aplastante en las dos Cámaras (246 republicanos frente a 188 demócratas y 51 frente a 45 en Congreso y Senado, respectivamente). "Equivocarse es Truman" -decía la propaganda republicana con un mal juego de palabras con el término "humano" ("human"). De este modo, cuando, en 1948, Truman anunció su candidatura para la reelección presidencial pareció que tenía nulas posibilidades. "Hubiera sido feliz -explica con sinceridad en sus memorias- sirviendo a mi país como juez del condado". Todo parecía contra él: en su propio partido le salieron candidatos alternativos cuando todavía estaba lejos de concluir su mandato. Proliferaron también los candidatos independientes: uno de ellos fue el general Eisenhower a quien el mismo Truman se lo propuso. Al comienzo de la campaña era imaginable que obtuviera tan sólo un tercio del voto y la viuda de Roosevelt le quiso convencer de que retirara su candidatura. Sin embargo, los estrategas demócratas le convencieron de que, a pesar de todo, él podía obtener la victoria si conseguía resucitar la alianza que en su día hizo Roosevelt entre diferentes grupos de interés, como negros, campesinos, pobres y grupos étnicos, coalición que constituía la esencia misma del partido demócrata. Así lo hizo y su energía, unida a la ineptitud de sus adversarios, acabó por darle la victoria. En sus memorias, Truman asegura que "la mayor proeza fue ganar sin los radicales extremistas y sin el Sur". Wallace, al frente de un partido progresista, hubiera podido ser un peligro de haber mantenido una postura más realista en política exterior y de haber logrado el apoyo de los sectores más liberales del partido demócrata. Pero no tomó en consideración ni siquiera el golpe de Estado en Checoslovaquia (1948) y eso le quitó los votos del mundo intelectual y de los sindicatos, donde el anticomunismo era un sentimiento bastante extendido. Un grupo denominado "Americans for Democratic Action", al frente del cual estaba Eleanor Roosevelt, se opuso a los progresistas por vincularlos con el partido comunista. El candidato republicano Dewey siempre fue distante y demasiado confiado: un historiador le ha descrito como "tan excitante como un trozo de tiza". El senador demócrata sureño Thurmond, con una candidatura defensora de los derechos de los Estados, dividió el voto conservador mientras que, por su parte, Truman hizo campaña en Harlem, lo que le dio más votos que los que perdió en los Estados del Sur. No debe minusvalorarse tampoco lo largo y apasionado de la campaña del presidente saliente. Sin embargo, ganó por poco: no consiguió algunas zonas habituales de los demócratas y quedó por debajo del 50% del total del voto. Le apoyaron los sindicatos y las zonas rurales pero, sobre todo, consiguió la victoria gracias a que los norteamericanos estaban mucho mejor en 1948 que con anterioridad. Éste es un factor de primera importancia para explicar la sociedad norteamericana de la segunda posguerra mundial. A lo largo del conflicto se había producido un incremento del gasto público que multiplicó su cuantía por diez y que provocó una extraordinaria prosperidad económica. Nada más concluida la guerra, un factor decisivo para comprender el crecimiento estuvo constituido por el conjunto de facilidades concedidas a los veteranos, una vez que regresaron de la guerra, en forma de préstamos para vivienda, para iniciar negocios o reanudar sus estudios. Pero el crecimiento económico, producto de la proyección de la etapa de crecimiento anterior, fue obra de la empresa privada, de lo que el sociólogo Daniel Bell denominó como "la revolución de los conocimientos" y del consiguiente incremento de la productividad. Hacer un coche costaba 310 horas de trabajo pero en el plazo de 10 años ese tiempo se redujo a la mitad. Lo que importa de forma especial es constatar el volumen de este progreso económico. Con el 7% de la población mundial a fines de los años cuarenta, Estados Unidos tenía el 42% de la renta total: producía el 57% del acero, el 62% del petróleo, el 43% de la electricidad y el 80% de los automóviles. Su renta per cápita casi duplicaba a la de Suiza, Suecia y Gran Bretaña, ejemplos de países desarrollados. En 1947-60 la renta per cápita creció tanto como en el conjunto de la mitad del siglo precedente y el PIB creció un 250% durante ese mismo período. Todavía más importante que todos estos datos cuantitativos son las realidades cualitativas, mucho más difícilmente mensurables. Por ejemplo, la sensación de apertura de oportunidades al conjunto de la sociedad y, en especial, a los más jóvenes: esto es lo que contribuye a explicar que éstos se endeudaran, actitud que era incomprensible para sus padres que habían pasado por la crisis de los años treinta. Pero, además, se debe tener en cuenta también la aparición, aunque fuera en estado germinal, de industrias que estaban destinadas a un futuro extraordinariamente prometedor. El primer computador data de 1946 y el primer transistor de 1947 por más que en el mercado aparecieran mucho más tarde. La electrónica pasó en los tres lustros posteriores a la finalización de la guerra de ser la industria que hacía el número cuarenta y nueve en los Estados Unidos al cinco en el ranking total. La industria de los plásticos creció un 600% durante el mismo período. El punto de partida de la Segunda Posguerra Mundial no había sido tan optimista. Aunque en Estados Unidos nació y se desarrolló la civilización de consumo que luego se transmitiría de forma sucesiva al conjunto del mundo en 1945, sólo el 40% de las familias americanas era propietaria de sus casas; sólo un 37% pensaba que sus hijos tendrían mejores posibilidades que las suyas y sólo el 46% de los hogares tenía teléfono. Pero las cosas cambiaron de forma sustancial en el transcurso de sólo década y media. Un óptimo indicio del cambio de mentalidad y, al mismo tiempo, un testimonio singular de la recuperación de la posguerra fue el "boom" demográfico: en 1946 nacieron un 20% de niños más que en el año anterior. En los cuarenta se incorporaron al censo diecinueve millones de americanos y en los cincuenta la cifra ascendió ya a treinta millones. Como ya se ha sugerido, el "boom" fue el resultado del retorno a la normalidad de los más viejos pero también de una actitud nueva de los más jóvenes, menos preocupados por el posible cierre del horizonte de oportunidades. Para estos jóvenes padres se convirtió en famoso (e imprescindible) el libro de un médico pediatra, el Dr. Spock, uno de los más reeditados en los cincuenta. Si la Norteamérica de la posguerra se caracterizó por el peso en ella de los niños, otro rasgo fundamental suyo es que se convirtió en una sociedad suburbana. En los años cincuenta las ciudades crecieron seis veces menos que los suburbios y si se construyeron trece millones de casas, de ellos once se levantaron en los suburbios. Ya en 1960 el 60% de los norteamericanos eran propietarios de sus casas en medios suburbanos. El fenómeno nuevo de la aparición de interminables urbanizaciones de casas repetidas fue criticado por ensayistas y periodistas, porque parecía ir acompañado por la monotonía arquitectónica y la radical despersonalización, pero no cabe la menor duda de que la mayoría de los norteamericanos desearon este cambio que, por otro lado, introdujo también cambios en la sociabilidad, fomentando la relación de barrio. Por otro lado, este tipo de viviendas fue característico de una transformación social irreversible. De acuerdo con el nivel de ingresos atribuidos a la clase media, se llegó a decir que ésta pasó desde antes de la Segunda Guerra Mundial al final de los cincuenta del 30 al 60% de la población. Se había producido, según el sociólogo Daniel Bell, la transformación de buena parte del proletariado en "asalariado" o de los "blue collar" en "white collar". Esta transformación vertiginosa de la sociedad se vio acentuada por la tradicional movilidad geográfica: el 25% de los norteamericanos cambiaron de lugar de residencia una vez al menos al año durante los años cincuenta. Pero desde el punto de vista de las expectativas de los marginados y de los cambios que habrían de venir en el futuro, esa sociedad norteamericana también resultó muy a menudo decepcionante. En 1945, los negros, las mujeres y los sindicatos no hubieran querido volver al punto de partida anterior al comienzo de sus reivindicaciones y vieron en la victoria bélica la posibilidad de un avance significativo en sus reivindicaciones. Sin embargo, ya a comienzos de los años cincuenta se había producido una inversión de tendencia hacia unos Estados Unidos cada vez más conservadores y poco propicios a aceptar innovaciones. En 1944, por vez primera, un periodista negro fue admitido en una conferencia de prensa presidencial. Además, a lo largo de la guerra, los negros adquirieron una especial conciencia de su marginación, de manera especial aquellos que fueron veteranos en el Ejército. Así sucedió a pesar de que esta institución no se caracterizaba precisamente por su apertura en estas materias: la Armada sólo aceptaba a los negros en tareas manuales y en el propio Ejército la discriminación duró hasta 1954. Pero no fueron sólo ellos los que lucharon por sus derechos políticos: durante el período 1940-1947 el número de negros censados en el Sur pasó del 2 al 12%. Habían desaparecido ya las muestras más palpables de marginación -el analfabetismo en la población negra se situaba sólo en torno al 11%- pero la protesta se concentraba sobre todo en el Norte a pesar de que dos tercios de la población negra vivía todavía en el Sur. Allí, en la práctica, las Administraciones estatales no los admitían, por ejemplo, como jueces. No faltaban los casos más graves de violencia contra la población discriminada; hubo aún linchamientos de negros en 1940-44 pero la cifra iba en disminución. El mismo hecho de votar era peligroso. En el mismo año 1948 en que fue reelegido Truman un veterano que votó en Georgia acabó asesinado. El presidente, antes de serlo, aseguró en privado que no era partidario de las leyes contra los linchamientos pero que tenía que cuidar el voto negro de su Estado. En un principio fue muy poco avanzado en lo que respecta a la desegregación y sólo al final apoyó la existencia de un comité de derechos civiles y acabó por ser el primer presidente norteamericano que se dirigió en un discurso a la NAACP (la Asociación Nacional de Americanos de Color). Merece la pena señalar la diferencia de su comportamiento con respecto a otra minoría, menor en número pero muy influyente en el seno del partido demócrata: en lo que atañe al Estado de Israel alineó a los Estados Unidos con los judíos y creó así una alianza férrea que duraría mucho tiempo. Lo importante respecto a la discriminación es que en estos años, por vez primera, apareció la conciencia de que era una situación inaceptable y contradictoria con los principios fundamentales de la sociedad norteamericana. Ése fue el tema del libro del sociólogo Gunnar Myrdal en An American Dilemma (1944) acerca de la desigualdad real entre blancos y negros. No obstante, dos de las presunciones en que se basaba resultaron radicalmente falsas: la de que los blancos llevarían la iniciativa en la tarea de combatir la discriminación y la de que los negros acabarían por adecuarse a la forma de vida predominante entre los blancos. Sólo en los años cincuenta empezó la llamada "música negra" a ser considerada como un ingrediente imprescindible en la música popular. Después de haber desempeñado un papel de importancia decisiva en la fuerza de trabajo durante la guerra, resulta lógico que la mujer no deseara volver exclusivamente al hogar, pero la actitud oficial de la Administración y la de la mayor parte de la sociedad fue más bien propicia a ese retorno. De acuerdo con la legislación se consideraba que los veteranos debían sustituir a las mujeres que habían desempeñado un papel tan sólo circunstancial y, en consecuencia, unos dos millones y cuarto de mujeres perdieron sus empleos en el momento de concluir la Guerra Mundial. Aquellas que permanecieron en el trabajo padecieron una evidente discriminación. El setenta y cinco por ciento de las mujeres tenía trabajos tan sólo femeninos y, como media, la mujer no ganaba más que dos tercios del salario masculino. A mediados de los años cuarenta el setenta por ciento de los hospitales no querían médicos internos que fueran mujeres. En política sólo había ocho congresistas y una senadora en el legislativo norteamericano. Todas las medidas tendentes a la igualdad laboral de la mujer carecieron de los votos suficientes en el legislativo. Toda esta situación se explica por un estado de conciencia muy arraigado, sobre todo en la población masculina. El sesenta y tres por ciento de los hombres consideraba que las mujeres no debían trabajar si sus maridos podían mantenerlas (sólo en 1973 la proporción fue ya en sentido inverso). A menudo, en las revistas dirigidas al público femenino, se hacían afirmaciones como la de que "el hombre moderno necesita a su lado una mujer pasada de moda". Años después, la femenista Betty Friedan describiría la concepción del hogar como único horizonte vital para la mujer como, en realidad, "un confortable campo de concentración". Los modelos de comportamiento sexual y las referencias al ideal de belleza femenina remitían a ese recuerdo del predominio masculino. En muchos Estados de la Unión era todavía ilegal vender medios para el control de la natalidad. El modelo de belleza incluso cuando parecía transgresor -Rita Hayworth en Gilda- ofrecía la complementaria imagen de la decencia convencional, Incluso la caracterización del símbolo sexual por excelencia, Marilyn Monroe, fue la de una mujer ingenua en el fondo, aunque pareciera otra cosa en ocasiones. Si los negros y las mujeres se vieron decepcionados como consecuencia de la oleada de conservadurismo que se produjo en los años de la guerra fría, en el caso de los sindicatos se produjo un manifiesto retroceso. En 1945 se partía de una tasa de sindicalización muy elevada, próxima al treinta y cinco por ciento. Además, los líderes sindicales manifestaban una decidida voluntad de llegar a una "democracia industrial" en la que a los sindicatos les correspondiera un papel decisivo. Por otra parte, en los medios industriales y políticos existió siempre un evidente temor a que los sindicatos cayeran en las manos de radicales. Originariamente, los propios sindicatos vieron en Truman la actitud de un presidente que parecía interesado en romper las huelgas. Sin embargo, cuando el Congreso y el Senado votaron la Ley Taft Hartley (1947) cambiaron de opinión. La ley ponía dificultades objetivas a los sindicatos, como crear períodos de enfriamiento de los conflictos, impedir la afiliación compulsiva a un solo sindicato en un lugar de trabajo y suponer la obligación de declarar los jefes sindicales que no eran comunistas. Truman vetó la ley pero su decisión fue derrotada en las dos Cámaras del legislativo norteamericano. Hasta mediados de los cincuenta, los sindicatos más radicales, que representaban un millón de afiliados, tuvieron fuerte implantación comunista. Sin embargo, estaban condenados en la práctica a la marginalidad y a convertirse en inviables porque los propios grandes sindicatos se enfrentaron a muerte con ellos. Éstos fueron los aspectos menos positivos de una sociedad en que, como en todas partes, las expectativas creadas durante la Guerra Mundial se vieron decepcionadas en un elevado porcentaje. Pero esa sociedad tenía vertientes mucho más positivas. Aunque el 5% de la población era propietaria del 19% de la riqueza, era también una de las sociedades de todo el mundo en que la movilidad social era mayor. Seguía siendo, además, una sociedad muy estable. Homogénea -las leyes de la preguerra habían restringido severamente el número de los inmigrantes- aparecía, además, caracterizada por actitudes conservadoras: hubo un momento en el que la tasa de divorcios se aproximó a un tercio del número de matrimonios, pero después de la guerra disminuyó mientras que crecía el peso social de la religión. Había, además, aparecido a comienzos de los cincuenta una civilización del consumo. Pronto hubo un coche por cada tres adultos y la compra para el consumo en el hogar empezó a llevarse a cabo en los grandes supermercados suburbanos. En ellos era posible encontrar toda una serie de novedades que parecían de ciencia-ficción para la generación anterior: el secador eléctrico de ropa, el disco, la cámara Polaroid.
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En el año 469, un terremoto en Laconia favoreció la promoción de una revuelta servil entre los hilotas de Mesenia, que se hicieron fuertes en el monte Ítome, lugar sagrado de Zeus en que se sentían protegidos. A pesar de que ya se definen las diferencias entre ambas ciudades, los espartanos, en situación muy agobiante, buscan la solidaridad de los propietarios de esclavos y la reciben de algunas colectividades, entre ellas de Atenas. Aquí todavía triunfaba el orgullo de la victoria, como si el apoyo a los espartiatas fuera a repercutir en la consolidación de la hegemonía, incluido el territorio del Peloponeso. Los argumentos de Cimón se dirigían hacia la consideración de una Grecia bifronte, formada por dos ejes que no se podían perder. En este debate se sitúa la primera actuación de Efialtes, opuesto a que tal ayuda se llevara a cabo. El demos vota de momento a favor de la propuesta de Cimón. Es el punto culminante de la política evergética. Plutarco aclara el sentido que pudiera atribuírsele a ésta. Para él, no hay que ver en ella algo que pueda confundirse con la democracia. Cimón era aristocrático y laconizante. Éste fue el momento clave para que se revelaran los contenidos de sus actitudes. En efecto, la revuelta no se sofocaba a pesar de que los espartanos habían confiado en la capacidad de los atenienses. No sólo ésta resultaba inútil, sino que, incluso, comenzaron a surgir sospechas de que los atenienses no mostraban interés, a causa de sus diferentes etnias, pues no pertenecían a la rama griega de los dorios, pero tampoco compartían sus modos de concebir las relaciones humanas. Los atenienses tuvieron que marcharse, ante las sospechas de que colaboraban con los rebeldes, lo que repercutiría en la orientación de las relaciones entre ambas ciudades y en el prestigio de Cimón dentro de Atenas. Al revelarse el sentido exterior de sus proyectos políticos, para el demos ateniense se aclararon también los aspectos externos, revestidos de demagogia, pero consistentes más bien en que la capacidad distributiva de los poderosos, enriquecidos gracias al trabajo del demos, de los esclavos, de los tributos y de las acciones navales en que participa el demos, aumenta su poder y aparta al demos del mismo. Éste se dedica a los erga, labores económicas, productivas y de consolidación del poder imperial, mientras deja los prágmata, la labor política, en manos de aquéllos, que son los que ponen en circulación el dinero. El texto conocido como "Anónimo de Jámblico" alaba esta actitud como creadora de circulación frente a la tesaurización propia del hombre tiránico, aislado de la colectividad. Aquél se encuadra dentro de la democracia, pero en una línea que reproduce los aspectos económicos del arcaísmo.
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Las monedas de bronce o folles siguieron circulando. El denarius argenteus de Diocleciano, moneda de plata pura, equivalía a 1/96 de libra y pesaba 3,27 gramos. Era de la misma pureza y peso que el denario de la época de Nerón. Paralelamente, lanzó la emisión del aureus, de 1/60 de libra, de oro. Pero la emisión de buenas monedas de plata y oro propició que la moneda fraccionaria, el follis de bronce, fuera depreciado y muchos comerciantes se negaran a aceptarla como pago. La reacción fue un encarecimiento de los productos y un deterioro de las condiciones de vida de las clases inferiores puesto que, lógicamente, el follis de bronce era la moneda más accesible para los pobres. Fue esta situación la que llevó a Diocleciano en el año 301 a publicar un Edicto de precios máximos con el fin de defender el curso de la moneda fraccionaria. Este decreto establecía el precio máximo que debía pagarse por cada producto agrícola o manufacturado e incluso por la mano de obra de un trabajador y amenazaba con la pena de muerte a los compradores y vendedores que la contravinieran. Los resultados del Edicto fueron mediocres mientras estuvo en vigor, pero la reforma monetaria emprendida años después por Constantino volvió a plantear un problema similar. El solidus áureo creado por Constantino en el año 310 pesaba 4,55 gramos. Inicialmente se impuso en las Galias, Hispania y Britania. A partir de la derrota de Majencio, se extendió por todo el Imperio Occidental y, posteriormente, por todo el Imperio romano. A partir del año 320 creó dos monedas de plata: la miliarensis, de mayor peso (1/60 parte de libra) y otra más ligera (1/72 de libra) que equivalía a la cuarta parte del solidus. Continuó además en curso el argenteus de Diocleciano. La abundancia de solidi áureos redujo rápidamente el valor de las monedas de bronce. De aquí resultó una gran inestabilidad de los precios y la ruina de los humiliores, cuyos salarios e ingresos se pagaban con esta moneda inflacionada; mientras que la moneda de oro salió pronto de este circuito comercial para utilizarse sólo en las transacciones entre los potentiores o tesaurizarse. En este comportamiento monetario ha visto Mazzarino una de las causas de la decadencia del Imperio: "La revolución constantiniana del sistema monetario permite el nuevo orden jerárquico de la sociedad... los posesores de oro se han convertido en dueños de esa sociedad y los posesores de la moneda de vellón han sido arruinados". Piganiol constata el hecho de que las compras de seda, perfumes y demás productos de lujo que se exportaban desde Oriente y Extremo Oriente eran pagados en oro. También a los germanos reclutados como soldados se les pagaba en oro e incluso cuando se compraba la paz, el precio se fijaba en oro. Esta hemorragia, sin compensaciones monetarias, ha sido también invocada por el gran historiador como una de las causas de la crisis del Imperio. Cierto que las reservas de oro imperiales debían ser cuantiosas tras tantos siglos de confiscaciones, Además, el Estado percibía en oro y, a veces plata, un buen número de tasas: la chrysargira o impuesto de los mercaderes, la gleba de los senadores, el canon de las vastísimas tierras imperiales cedidas mediante arriendos enfitéuticos o perpetuos, los donativos con ocasión de los aniversarios de los emperadores que se exigían a los senadores (oro oblaticio) y a los decuriones (oro coronario), además del oro extraído en las minas -no las hispanas del noroeste, que en esta época ya no eran explotadas-. El autor anónimo de un texto del siglo IV, el De rebus bellicis, dice que sólo la confiscación del oro y plata a los templos paganos permitió a Constantino todas sus prodigalidades. Hasta el año 318 se siguió utilizando el follis diocleciáneo como moneda de vellón. A partir de ese año fue sustituido por otra moneda revalorizada llamada nummus que inicialmente equivalía a 25 denarios y que fue devaluándose progresivamente. Así, tres años después equivalía a sólo 12,5 denarios, lo que da idea del ritmo de inflación. En el 337 se disminuyó el peso del nummus de 2,6 a 2 gramos. La estabilidad constante del solidus se opone sistemáticamente a la creciente depreciación de la moneda de vellón. El De rebus bellicis hace un análisis de la reforma monetaria de Constantino en estos términos: "Fue en época de Constantino cuando una excesiva prodigalidad asignó el oro, en lugar del bronce -hasta entonces muy apreciado- a los comercios viles, pero el origen de tal avidez es, según se cree, el siguiente: cuando el oro, la plata y gran cantidad de piedras preciosas depositadas en los templos fueron confiscadas por el Estado, aumentó el deseo que todos tenían de poseer y regalar. A consecuencia de esta abundancia de oro, las casas de los poderosos se enriquecieron y aumentaron su nobleza en detrimento de los pobres, que se encontraban oprimidos por esta violencia. En su aflicción los pobres se veían empujados a diversas tentativas criminales y no mostrando ningún respeto hacia el derecho, confiaban su venganza al mal. Frecuentemente ocasionaron al Imperio grandes daños, despoblando las campiñas, perturbando el orden con sus saqueos, suscitando el odio y, de una iniquidad a otra, favorecieron a los tiranos, que son mucho menos producto de la audacia que de los tizones encendidos para hacer valer la gloria de sus méritos". La referencia alude, sin duda, a los bagaudas, los humiliores empobrecidos que durante el Bajo Imperio sembraron el pánico actuando como bandas armadas y saqueando las grandes propiedades de los poderosos. Los sucesores de Constantino intentaron remediar los inconvenientes del sistema constantiniano procurando revalorizar la moneda de vellón. En el año 348 Constante y Constancio II acuñan nuevas monedas que pasan a sustituir al devaluado nummus de Constantino. La mayor, de plata y cobre, pesaba 5,20 gramos y se llamó la maiorina o maior pecunia. La segunda, de cobre, pesaba 2,60 gramos y se llamó nummus centenionallis. No obstante y en contra de sus previsiones, los precios no bajaron y la maiorina tendió a desaparecer de la circulación. Constancio lI creó posteriormente una nueva moneda de plata, el silicum, con un peso de 2,27 gramos y que valía en torno a 1/24 parte de solidus. Durante el breve reinado de Juliano pareció superarse esta polarización entre los poseedores de oro y los poseedores del vellón. Juliano siguió acuñando la maiorina y el centenionallis. Para aumentar su valor reajustó la política de precios y de impuestos. Por Amiano Marcelino sabemos que disminuyó el impuesto canónico obligatorio en las Galias -posiblemente también en Hispania- de 25 solidi por unidad imponible a 7. Pero esta medida tenía además la finalidad de evitar los abusos cometidos por los funcionarios o curiales perceptores del impuesto de la aderatio. La práctica fue instituida en época de Constantino, en el año 324, y consistía en que los contribuyentes, que tradicionalmente pagaban sus impuestos en especie, pudieran pagarlos en dinero si querían. Pero los funcionarios traducían a dinero la contribución valorada en especie fijando para éstas un precio más alto que el del mercado. Cuando estos mismos burócratas tenían que pagar a los soldados su sueldo en especie, las adquirían en el mercado a un precio inferior. Así la diferencia de precio entre estas dos operaciones suponía un beneficio para el intermediario. Contra esta forma de robo actuó Juliano bajando el impuesto percibido por unidad fiscal, reajustando los precios oficiales con los del mercado e intentando que éstos bajaran. Para que los fraudes no se hicieran en el peso de los productos hizo distribuir pesos marcados con el sello estatal, de los que debían dejar constancia. Además comenzó a pagar al ejército en metálico, práctica que continuó durante todo el siglo IV y que, en el caso de Hispania, se aduce como una de las razones por las que esta diócesis careció de ceca a lo largo de este siglo al no disponer de un gran contingente de tropas. La moneda que con más frecuencia se encuentra en Hispania es la de bronce, sin duda en relación con los intercambios comerciales. Escasas piezas de oro se han hallado en los tesorillos de la diócesis y, menos aún, de plata. Esto no quiere decir que no la hubiera, pues existía incluso en grandes cantidades, pues como hemos visto era exigida para el pago de determinados impuestos. Las cecas de las que se nutría el numerario hispano eran principalmente las de Arlés y las de Roma, aunque también hay mucha moneda procedente de cecas orientales. El mayor número de monedas halladas corresponde a la época de la dinastía constantiniana, un 63,9% del total de monedas del siglo IV y un 45% del total general del Bajo Imperio. También hay gran cantidad de monedas pertenecientes a la época de Teodosio, que se han encontrado en varios tesorillos como los de Cástulo, Tarragona, Tarifa, Monte do Castro o Caldas de Monchique, entre otros. En esta época de finales del siglo IV, la producción monetaria de los talleres occidentales parece haber disminuido sensiblemente o, al menos, así lo demuestran los hallazgos numismáticos en Hispania que proceden casi por completo de talleres orientales. Es significativo que en la época de Honorio hubiera un aumento de la circulación monetaria en Hispania, incluso bastante moneda de oro y plata y que, tras la entrada de los bárbaros, se observe la casi total ausencia de monedas en Hispania. Cabe suponer que los hallazgos numismáticos aún pueden modificar este panorama que hace pensar en una relativamente escasa circulación monetaria en Hispania. En este sentido se puede aducir como prototipo el caso de Conimbriga (Coimbra) de lo que más o menos sucedería en el resto de la Península. En Coimbra se han hallado más de 5.000 monedas del siglo IV que representan el 70 del total de las halladas en la diócesis. El valor de la moneda sigue vigente durante todo el Bajo Imperio en Hispania. Prueba de ello son los tesorillos o, en otros términos, la ocultación de moneda aunque en ocasiones se trate de cantidades modestas. Las razones de este ocultamiento a veces parecen justificadas por la inestabilidad política, peligro exterior o de tipo local desconocidos para nosotros, o invasiones aunque esta práctica habitual de tesaurizar la moneda pudo obedecer también a cuestiones de índole personal difíciles de entender desde nuestra óptica.
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La concesión de los privilegios de municipio siguió ritmos distintos en las diversas provincias del Imperio. Mientras que en las provincias de Hispania hubo dos momentos significativos en el avance de la municipalización (el de César-Augusto y el de los Flavios), en las provincias de Africa fueron muchas más ciudades las que obtuvieron el estatuto de municipio durante los Antoninos y los Severos. La obra de Claudio ha quedado en gran parte desdibujada; el emperador concedía privilegios de ciudadanía a particulares o a comunidades sin exigir que siempre fueran inscritos en una sola tribu. Pero a través de múltiples dedicaciones en honor del emperador testimoniadas en la epigrafía provincial así como por la información de los miliarios, se va desvelando paulatinamente que Claudio contribuyó al desarrollo de muchas ciudades provinciales; los efectos de su obra se comienzan a ver unos años más tarde, bajo los Flavios. Pero también hay testimonios más explícitos que ponen de manifiesto la creación de colonias y municipios: así, Baelo Claudia, Bolonia, cerca del estrecho de Gibraltar; colonia Claudia en la actual Colonia, etcétera. Los soldados de las tropas auxiliares al ser licenciados y otros muchos provinciales griegos, galos, hispanos e incluso britanos recibieron la ciudadanía romana. Pero Claudio también se sirvió del procedimiento de conceder el derecho de ciudadanía latina a comunidades o particulares como paso previo a su plena integración posterior en la ciudadanía romana. Y este rasgo de su política demuestra que fue menos parco que Augusto en la concesión de privilegios de ciudadanía y, sobre todo, que comprendió que el Imperio no podía continuar con una marcada diferencia entre Italia y las provincias cuando éstas soportaban las cargas fiscales y militares en mayor grado que Italia. Como prueba de ello, baste comparar los datos de dos años del censo: el 28 a.C., como resultado del censo realizado por Augusto, la cifra de ciudadanos romanos adultos ascendía a 4.063.000; en el censo de Claudio del año 47 d.C. los ciudadanos romanos ascendían a 5.984.072 (Tác., Ann., XI, 25 ). En ese marco político, se debe entender la decisión aún avanzada de integrar en el Senado romano a los nobles de las tres Galias, tal como se nos cuenta en la Tabula Lugdunensis, cuyo contenido está refrendado por las noticias de los autores antiguos.
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Rivales en el sur por el control de las parias, los reyes de Aragón y los condes de Barcelona chocan también en el Norte: en 1108, Alfonso el Batallador recibía el homenaje feudal del conde de Tolosa, que ofrecía al rey las ciudades de Rodez, Narbona, Beziers y Agde, y poco más tarde, el vizconde de Beziers ratificaba el acuerdo y se acogía a la protección aragonesa vendiendo a Alfonso, para recibirla inmediatamente en feudo, la ciudad de Razes, venta y feudo que no tienen en cuenta los acuerdos firmados en 1057 entre Ramón Berenguer I de Barcelona y Ramón Bernardo de Beziers ni impedirán que en 1112 Bernardo Atón se reconozca vasallo de Ramón Berenguer III por Carcasona, especificando que en lo referente al castillo y condado de Razes, éste se incluiría en el vasallaje si el conde de Barcelona pudiera conseguir su cesión por Alfonso el Batallador. A través de éstos y otros pactos o conveniencias, condes de Barcelona y reyes de Aragón se convierten en señores feudales al Norte de los Pirineos, con claro predominio catalán cuando el barcelonés consigue unir a su condado los de Besalú, Cerdaña, Carcasona, Razés y Provenza, este último por el matrimonio de Ramón Berenguer III con Dulce de Provenza en 1112; aunque en su testamento el conde deja Provenza al segundo de sus hijos, la presencia barcelonesa es continua y se reafirma en 1144 al hacerse cargo Ramón Berenguer IV de la tutela de su sobrino provenzal y recibir el vasallaje de numerosos señores del condado. Entender la política occitana desde mediados del siglo XII hasta la incorporación de Toulouse y Provenza a la monarquía francesa en los años iniciales del siglo XIII no es fácil: el territorio está dividido en multitud de condados y vizcondados relacionados entre sí por una maraña de acuerdos feudales que permiten cambiar de alianzas continuamente en función de los intereses del momento o prestar vasallaje simultáneo al conde de Toulouse y al de Barcelona. Tolosanos y catalano-aragoneses están condicionados, además, por la situación europea: los enfrentamientos entre franceses e ingleses repercuten en la zona, al apoyar los primeros a Toulouse y contrarrestar esta ayuda los ingleses aliándose a Provenza, y por encima de Capetos y Plantagenets está el emperador alemán que es, legalmente, señor de Provenza, y aunque su fuerza efectiva en la zona sea nula, no es conveniente prescindir de su apoyo y éste será solicitado por tolosanos y catalanes procurando no entrar en conflicto con la Iglesia, enfrentada al Imperio durante estos años. Los problemas religiosos suscitados por la difusión del catarismo en Toulouse y Provenza influyen igualmente en la política, por cuanto la situación eclesiástica puede servir de pretexto para intervenir en favor de unos o de otros y, por último, el control político dependerá también de la situación económico-social de la zona dividida por los enfrentamientos entre burgueses y señores feudales en las diversas ciudades y por la rivalidad pisano-genovesa por el control del comercio provenzal en el que intervienen o aspiran a intervenir las ciudades de Montpellier, Niza, Marsella, Toulouse y Barcelona. La combinación de todos estos factores da como resultado un sistema móvil de alianzas en el que el enemigo de ayer puede ser el más firme aliado de hoy, en el que las paces o treguas firmadas por cinco años duran meses o días, en el que el fallecimiento de un personaje puede poner en marcha nuevas alianzas para controlar la herencia..., sin que sea posible describir todos y cada uno de los cambios efectuados. En líneas generales, podemos distinguir tres etapas: la primera se extiende hasta la muerte de Ramón Berenguer IV en 1152 y tiene como característica esencial la intervención del emperador alemán, que confirma los derechos del conde-rey sobre Provenza; en la segunda (1162-1176) el motor de las alianzas es la rivalidad entre pisanos y genoveses y se traduce en un relativo equilibrio entre tolosanos y provenzales, que firman un tratado de paz en 1176; y en la tercera (1176-1213) la política occitana se complica con la intervención eclesiástica frente a los cátaros, cuyos seguidores tienen obispos en las principales ciudades del sur de Francia y en el valle de Arán, incorporado a la Corona en 1176 por vasallaje de sus habitantes. La paz firmada este mismo año coincide con un período de entendimiento entre el Pontificado y el Imperio y permite a la Iglesia intervenir contra los cátaros en el III Concilio de Letrán (1179), que prohíbe defender a los herejes y comerciar con ellos (la herejía se extiende a través de los mercaderes) al tiempo que pone bajo la protección eclesiástica dispensada a los cruzados a cuantos tomaran las armas para reducir a los cátaros. Ante el problema albigense, Pedro intentó conjugar los intereses de sus vasallos y aliados con sus deberes hacia Roma y con esta intención acudió a la ciudad pontificia (1204) y se hizo coronar por el papa, al que renovó su vasallaje. Inocencio III no dejó de recordar a su vasallo la obligación de combatir a los herejes. Tras realizar algunas campañas que le justificaran ante el papa, Pedro abandonó el sur de Francia y volvió a ocuparse de los asuntos peninsulares, a pactar con el monarca castellano una nueva división de Navarra; Alfonso VIII de Castilla recuperó Álava y Guipúzcoa, pero el monarca aragonés tuvo que renunciar a las campañas militares por no disponer de medios económicos, situación que permitió a Sancho VII de Navarra comprar la paz mediante un préstamo hecho al aragonés. En 1212, el rey de Aragón colaboró en la cruzada castellana contra los almohades e intervino activamente en la victoria de Las Navas de Tolosa. Un año más tarde moría en Muret al intentar defender a sus aliados y vasallos contra los cruzados de Simón de Montfort, es decir, contra Francia.
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El viraje religioso promocionado por Calígula se puede relacionar con una parte de su programa político. Desde César se había aceptado en Occidente la divinización de los emperadores difuntos; Augusto llego a permitir un culto a su persona en vida, pero siempre que se asociase al culto a la diosa Roma y en ámbitos alejados de Italia. En las tradiciones orientales, se aceptaba el carácter divino del monarca. Calígula pretendió presentarse igualmente como divino, comenzando por la propia Roma, lo que chocaba con la mentalidad y tradiciones occidentales así como con la del pueblo judío. Esculturas de Calígula podían encontrarse en el interior de los templos. Para dar más autenticidad a la idea de su carácter divino, se presentaba a veces ataviado con barba dorada, atributo de los dioses, o vestido con atuendos propios de dioses. Así, un poder político de origen divino no podía ser compartido por humanos ni someterse a las críticas de los senadores. La pretendida divinización del emperador vivo era una de las ideas que más repugnaban a la mentalidad occidental: contra ese modelo de rey oriental, se había movilizado todo el Occidente al lado de Augusto antes de la batalla de Accio. Calígula volvió a permitir el culto de Isis en Roma, a la que erigió un templo en el campo de Marte. Este culto no sería suprimido a su muerte y, años más tarde, terminó teniendo una gran difusión por todo el Imperio. En los comportamientos anteriores, se constata la referencia a la monarquía helenística de Egipto, donde era permitido el matrimonio entre hermanos y el carácter divino incluía a los familiares más próximos del rey. El intentar repetir ese modelo explica las noticias sobre la pretensión de que sus hermanas fueran invocadas en las oraciones públicas; la acusación de mantener relaciones incestuosas con su hermana Drusila se explica igualmente desde la incomprensión occidental de la propaganda del modelo político del Egipto helenístico.