El archiduque Alberto de Austria, gobernador de los Países Bajos, tras renunciar a sus dignidades eclesiásticas y ser dispensado de su estado religioso, en 1598 abandonó Bruselas en busca de su prometida y prima la infanta española Isabel Clara Eugenia, con la que compartiera educación y juegos. Ya casados, entraron solemnemente en sus Estados como soberanos, siendo calurosamente acogidos en las tierras del Sur, cuyas principales ciudades les recibieron con festivas celebraciones: procesiones religiosas, cabalgatas cívicas, banquetes, conciertos y bailes. Enraizadas en la tradición local y en las costumbres europeas del Renacimiento, las felices entradas les fueron tributadas en Lille, Arras y Bruselas, permaneciendo célebre la que -diseñada y ejecutada bajo la dirección de O. Venius- le rindió Amberes (1599), perpetuada por los Plantin-Moretus en una edición con 31 láminas calcográficas (J. Bocchius, "Pompae triumphalis et spectaculorum in aduentu et inauguratione Seren. Prin. Alberti et lsabellae..." Amberes, 1602).Sin menospreciar el flujo cultural del jesuitismo postridentino y la aportación formal y estilística de Rubens, es evidente que, sin la activa intervención de los archiduques Alberto e Isabel -proseguida, sin solución de continuidad, aunque cada vez con menor intensidad, por el cardenal-infante Fernando y el archiduque Leopoldo Guillermo-, el arte flamenco hubiera ido por unos derroteros paralelos, cuando no muy similares, a los de sus vecinos del Norte. Sin embargo, la necesidad celebrativa de la Monarquía y la propagandística de la reputación del Estado, les llevó a favorecer un arte áulico centrado en plasmar la grandeza y los intereses políticos de la Corona, comisionando obras glorificadoras de la institución monárquica y de sus regias personas o de sus órganos de gobierno y sus representantes, junto a otras puestas al servicio de los ideales de la Iglesia, que -defendidos por las órdenes religiosas- estaban en íntima ligazón con el hecho público.De ahí, por ejemplo, que el retrato cortesano y de aparato alcanzase entre los pintores flamencos unas cotas altísimas, procurando hacer evidente, si es que no realzar, con pompa -hasta por las dimensiones del soporte y a la complejidad temático-compositiva de los cuadros-, el empleo político o la dignidad eclesiástica, además de la clase social, de la persona retratada, empleando en ocasiones, y según conveniencia, el simbolismo cristiano o la alegoría pagana. O que abunden en Flandes las obras de arte de tema alegórico y mitológico, adaptadas en cuanto a su dramatismo, alcance y significado a las exigencias políticas y morales del momento histórico, y destinadas a la ostentosa decoración -hasta por la desmesura de sus tamaños- de palacios y residencias campestres, de palacetes o de casas urbanas y de edificios públicos.Cultos y sinceros aficionados a las artes, educados en Madrid por Felipe II en el amor a la arquitectura y particularmente a la pintura, los archiduques le imitaron en la política que emprendieron en Flandes en favor de las artes. Apreciaron las creaciones pictóricas del Bosco, Patinir y P. Brueghel el Viejo y buscaron las de Mabuse y Metsys o los cuadros de Raffaello y Tiziano, con los que decoraron el Palacio real de Bruselas y el Castillo residencial de Tervuren, convirtiendo sus salas en maravillosas kunstkammeren con las piezas de mayor rareza de sus colecciones. Allí, entre pinturas, esculturas, obras de orfebrería y joyas, tapices, monedas, libros, estampas o instrumentos de música, se amontonaban ingenios técnicos y aparatos científicos, elementos de estudio y medición, más otros objetos tan curiosos como extraños.Prueba del delicado y ecléctico gusto de Alberto e Isabel son las tablas de J. Brueghel de Velours: La Vista y el Olfato, y El Tacto, el Oído y el Gusto, encargadas en 1618 por la ciudad de Amberes como una ofrenda a sus soberanos (destruidas, sólo se conocen las excelentes repeticiones ejecutadas por el artista con G. Seghers, F. Francken el Joven, H. van Balen y J. de Momper (Madrid, Prado). Como aquéllas de la magnífica serie de Los Cinco Sentidos, pintadas en colaboración con Rubens (Madrid, Prado), nos introducen en la naturaleza del refinado y cosmopolita mecenazgo y en el planteamiento de la política emprendida en los Países Bajos españoles por los archiduques que, apoyándose en sus súbditos más cultos, en las órdenes religiosas más emprendedoras y en la inquietud de los artistas, potenciaron antiguas tradiciones del país (D. van Alsloot, Fiesta del Ommeganck, de 1615. Madrid, Prado) y lograron que su pequeña corte se convirtiera en centro de intensa vida social alta cultura en los inicios del siglo XVII (Pourbus el Joven, Fiesta palatina ante los archiduques (La Haya, Mauritshuis). Para el cardenal Bentivoglio, nuncio en Flandes, la corte de Bruselas (a pesar de la rígida etiqueta hispano-borgoñona y de la dura tutela española) era, frente a Madrid, "más alegre, más agradable, a causa de la mayor libertad del país y de la mezcla de naciones que allí se encontraban" ("Memorie", edic. Milán, 1807).No en vano, entre 1631-38, fue albergue de señores franceses que, con sus familias y casas, huían del poderoso cardenal Richelieu, como María de Médicis, Gastón de Orleans y Carlos de Lorena. Y ello, sin arrebatar a Lovaina su carácter intelectual y universitario o sin anular la índole mercantil y la función financiera de Amberes. Por respetar, hasta consintieron que los mejores artistas cortesanos no residieran en Bruselas; ejemplares fueron los casos de Brueghel de Velours y Rubens que, nombrados pintores archiducales en 1609, siguieron -gracias a su permisividad- con sus casas y talleres abiertos en Amberes, la verdadera capital artística de Flandes, núcleo generador de una de las versiones más originales y atractivas del arte barroco transplantado desde Italia.Reveladora de la protección dispensada a las artes, de la aureola con que se rodearon y del gusto que fomentaron entre sus súbditos, más allá de la nobleza, es la imagen (familiar casi) que de su mecenazgo nos ofrece El gabinete de Cornelis van der Geest (1628) (Amberes, Rubenshuis), obra del antuerpiense W. van Haecht (1593-1637). En ella. se pretendió representar la visita que en 1615 giraron a la galería de ese rico comerciante y aficionado al arte, uno de los más tempranos protectores de Rubens y miembro de honor de la guilda amberina de San Lucas, o de los pintores. A pesar de su aire realista, es una visión ideal, no documental, reveladora del refinado gusto y las preferencias estilísticas de la burguesía flamenca (Van Eyck, Metsys, Rottenhammer, Tiziano, Elsheimer, Venius, Rubens, Giambologna, etc.) y de aquellos personajes que, como comitentes, aficionados y coleccionistas o como creadores, más influencia ejercieron sobre la sociedad del momento: Rubens, que habla con el archiduque sobre la tabla que les muestra el anfitrión; aparte de Ladislao Segismundo Vasa, futuro rey de Polonia, rodean a los príncipes el general y consejero A. de Spínola y la dama de honor de la infanta, duquesa de Croy; conversando con Van Dyck, el maestro de la ceca de Bruselas J. de Monfort; delante de la condesa de Arenberg, el regidor de Amberes N. Rockox, coleccionista de Rubens (F. Francken el Joven, Gabinete del burgomaestre Rockox. Munich, Alte Pinakothek), y el humanista J. van den Wouwer, consejero del Tribunal de Cuentas bruselense; aparte, J. de Cachiopin, coleccionista italiano, residente en Amberes, y P. Stevens, mejor marchante que pintor. Además de Rubens y Van Dyck, figuran los pintores P. Snayers, J. Wildens, F. Snyders y H. van Balen, así como el autor del cuadro, y los escultores H. van Mildert y el alemán J. Petel.Tan dilecto y experto fue el mecenazgo de los archiduques, que se potenció la tradicional afición de los flamencos por el arte, y muy en especial por la pintura, multiplicándose por todas partes los cabinets d'amateurs, sobremanera entre la alta burguesía mercantil, y no sólo entre la aristocracia. Además de los casos citados, Balthazar Moretus, el nieto del gran tipógrafo Ch. Plantin, encargó en 1613 doce retratos de hombres ilustres para decorar, con fin ejemplarizante, la remozada imprenta familiar antuerpiense de los Plantin-Moretus.
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Don Gaspar de Guzmán, conde de Olivares y duque de Sanlúcar la Mayor, sería el nuevo hombre fuerte del Gobierno hispano durante la mayor parte del reinado del siguiente rey, Felipe IV, pues, aunque no le faltaban cualidades para poder ejercer personalmente el mando, éste prefirió depositar toda su confianza en el valido, dándole en consecuencia las riendas del poder. Así pues, el fenómeno del valimiento siguió cobrando importancia en menoscabo del protagonismo de la Corona, cuyo titular claudicó muy pronto como dirigente político, dedicándose casi enteramente a disfrutar de la vida cortesana y los placeres culturales a los que tan aficionado era, aun a costa de tener ciertos remordimientos por su actuación y por los graves problemas que se iban a suscitar durante su reinado, sin que fuera capaz de cambiar su comportamiento ni de atajar las dificultades. No obstante, el rumbo de la política española sí que cambió pues la personalidad de Olivares era muy distinta a la de Lerma o a la de Uceda, teniendo una talla de estadista que éstos no tuvieron y unos objetivos, en exceso ambiciosos, que contrastaban con la mediocridad de los planteamientos de los anteriores validos. A grandes rasgos, la política de Olivares se orientó hacia los siguientes objetivos: reforzar el poder estatal, que implicaba llevar a cabo una serie de reformas administrativas que acabasen con la corrupción y pusieran orden en la gestión burocrática; acentuar la centralización de decisiones y la unificación del territorio, exigiendo una mayor participación de todos los componentes en los destinos comunes y también la contribución material y humana correspondiente; moralizar la sociedad española y racionalizar el ordenamiento estamental para que los diferentes grupos actuaran de acuerdo con sus funciones; una proyección exterior de grandeza que convertiría a la Monarquía hispana en gran potencia mundial. Desgraciadamente para Olivares, la situación que atravesaba España por aquellos tiempos no era la más idónea, ni mucho menos, para la realización de sus objetivos. El choque entre lo que se quería y lo que se podía hacer por entonces iba a ser muy fuerte, terminando por provocar la caída del conde-duque. Pero a pesar del fracaso de su política, muchos planes renovadores se intentaron poner en práctica, aunque la mayoría de ellos no pasaron de la fase inicial a la hora de su realización. En los primeros años de su mandato Olivares efectuó una verdadera purga en el anterior equipo dirigente, ordenando castigos ejemplares para demostrar que pretendía acabar con la corrupción generalizada existente, a la vez que hacía suyos los capítulos de reformas que al final del anterior reinado se plantearon como posibles remedios para dinamizar de nuevo la vida nacional, abarcando éstos cuestiones de todo tipo (económicas, sociales, políticas, morales...). Las oposiciones se hicieron sentir desde muy pronto, lo que unido a las crecientes dificultades de financiación y a la ausencia del personal idóneo para llevar adelante su programa de gobierno, contando además con los muchos rechazos que la propia figura del valido suscitaba tanto por su arrogancia como por su encumbramiento, explica la paralización de los cambios y el surgimiento de los problemas internos, que la ambiciosa política exterior de Olivares no hizo sino agudizar e incrementar. La presión sobre los grupos privilegiados para que ayudasen más a los gastos estatales, el aumento de la carga fiscal sobre las clases humildes, la petición de dinero y hombres a los distintos reinos que formaban la Monarquía hispana, la venta de cargos y de tierras de realengo, las manipulaciones monetarias que tanto daño iban a producir en la economía española, en fin, todo cuanto pudiera servir para recaudar fondos que posibilitasen los planes de grandeza exterior sería utilizado. Las nefastas consecuencias de estas disposiciones gubernamentales no tardarían mucho tiempo en hacerse notar, alcanzándose en la década de los cuarenta una crítica situación de la que fueron buena muestra las agitaciones, revueltas y rebeliones que estallaron por doquier, amenazando con romper en múltiples pedazos el complejo entramado del Estado absolutista montado con tantas dificultades desde tiempo atrás.
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Las relaciones entre Estado y economía a lo largo del siglo XIX estuvieron guiadas por el progresivo desmantelamiento de las prácticas mercantilistas desarrolladas por el Estado absoluto, atravesadas por el régimen señorial. En teoría, el liberalismo económico planteaba la retirada del Estado del ámbito económico, dejando al mercado el predominio en la asignación de recursos. Sin embargo, en todo el conjunto europeo estos presupuestos doctrinales se ejecutaron, en la práctica, a diferente ritmo, según la voluntad política de los poderes públicos y la capacidad de influencia sobre los mismos de los grupos de interés, más o menos articulados, o de la influencia de determinadas clientelas políticas asociadas a individuos de las elites económicas. Así, el debate proteccionismo-librecambismo, uno de los puntos centrales de la desarticulación de dichas prácticas mercantilistas, adquirió un tono diferente en los distintos países europeos, según se percibieran las posibilidades internas para el despegue industrial. En la propia Gran Bretaña, cabecera de la industrialización, la derrota definitiva del proteccionismo tuvo que esperar a 1846 con la abolición de la ley de granos. En el caso español resulta visible la interferencia de la ruptura del Estado transoceánico y la pérdida del mercado colonial, lo cual, al coincidir en el tiempo con la crisis interna del Antiguo Régimen y la construcción del Estado liberal, hizo asimétrico lo que en teoría estaba planteado como una evolución paralela que llevara al unísono la renuncia de las prácticas mercantilistas y el fin de las relaciones económicas del antiguo régimen, con su máximo en la abolición del régimen señorial. Al igual que durante su primer ensayo práctico de 1820-1823, el liberalismo derrumbaba la sociedad señorial y las relaciones estamentales, respondía a la pérdida del Imperio con la reivindicación de los principios proteccionistas para el sector exterior. Un proteccionismo agrario que posteriormente se vería acompañado de similar tendencia por el sector punta de la industrialización española: el textil catalán. Así, el mercantilismo quedaba disociado de su noción global: mientras el proteccionismo continúa aplicado al sector exterior, la legislación económica y social de los años treinta edificó un mercado interno bajo presupuestos liberales. La articulación real, y no sólo virtual, estará sujeta, entre otros condicionantes, a partir de entonces, a las mayores o menores dosis de proteccionismo exterior. De ello se derivarán diversas formas de integración de la economía española en el mercado mundial. La tendencia secular se encaminó hacia una reducción paulatina del proteccionismo que culminará con la potencialidad librecambista de la legislación de 1869 al abrir el horizonte de un futuro librecambismo truncal de 1875. Así, el arancel de 1869 respondería a la concreción del ideario demócrata, que vincula el desarrollo de la economía española a una mayor competencia con el exterior. A la altura de 1870, cuando los demócratas librecambistas tuvieron la ocasión de llevar las riendas de la política económica, España había empezado, desde hacía quince años, a integrarse de forma más coherente en el mercado mundial. El contexto internacional había creado nuevas pautas a partir del viraje librecambista británico de finales de los años cuarenta, y de la posterior firma del tratado comercial francobritánico de 1860, inaugurando una secuencia librecambista para el resto de países europeos. Esta mayor integración provocó transformaciones radicales en el comercio exterior español como condición necesaria para asegurar los proyectos de modernización económica emprendidos. El sector exterior, pues, se convirtió en un acicate fundamental para el crecimiento económico. Un sector exterior que fue alejándose de la estructura monoexportadora. Las exportaciones se diversificaron al socaire de las transformaciones del mercado interior. Igualmente fueron significativas las variaciones en la estructura de las importaciones: la progresiva disminución de los artículos alimentarios y el paralelo incremento de las materias primas, y, principalmente, de los bienes de equipo, en consonancia con el aumento de la producción industrial interior. Los demócratas del Sexenio fueron más lejos que los progresistas del Bienio en su valoración de las ventajas de una integración más profunda de la economía española en el contexto internacional. Durante el Bienio la acción del exterior se había entendido en la lógica del auxilio, la necesidad de tecnología, capitales y gestores. Los demócratas de 1868 valoraban la cuestión en términos de la necesidad de una mayor competencia con el exterior, de un contraste que asegurase mayores cotas de modernización y de crecimiento. Esta vocación extravertida incorporaba ingredientes políticos y doctrinales en un largo debate proteccionismo-librecambismo que venía desarrollándose desde decenios atrás y se prolongaría más allá del Sexenio, pero que había alcanzado una especial intensidad en los años sesenta. Había sido en esta época cuando la reivindicación librecambista alcanzó su máximo nivel teórico y de elaboración con la creación y expansión de la Asociación para la reforma de los aranceles. En su interior confluyó la intelectualidad demócrata que, por coherencia doctrinal, abanderó la causa librecambista. Esta había sido una constante en los comerciantes españoles, sobre todo aquellos vinculados al mercado exterior y al capital extranjero. Utilizaban el término librecambio en una doble acepción, interior y exterior, al igual que para los teóricos demócratas, hasta componer un discurso arbitrista en el que todos los males de la economía se atribuían al sistema proteccionista, desde la incapacidad de los fabricantes para adaptar las innovaciones tecnológicas, hasta la rigidez de la demanda. Según esta perspectiva, el sistema arancelario proteccionista encarecía las importaciones y favorecía un sistema de impuestos indirectos basado en los derechos de puertas y consumos, que entorpeció la circulación interior, creando, de hecho, una tela de araña aduanera que compartimentaba el mercado interior. En ambas direcciones, interior y exterior, se dirigió la política comercial de los Gobiernos del Sexenio desde sus orígenes. Respondiendo a la reivindicación popular, pero también por lógica doctrinal, tal como hemos apuntado, los derechos de puertas y consumos fueron abolidos. Se perseguía una mayor cohesión del mercado interior y un abaratamiento de los productos de beber, comer y arder, que permitiría destinar un porcentaje mayor de las rentas domésticas a otros tipos de consumo. Por su parte el ministro Figuerola, que había presidido la Asociación para la reforma de los aranceles, dio un viraje aperturista en materia de comercio exterior que se materializó en la Ley de Bases Arancelarias, promulgada el 12 de julio de 1869, que potenciaba el librecambismo. La ley no llegó a consumar plenamente sus objetivos, relacionados con la fijación de los derechos arancelarios en un máximo del 15%, pero sí logró una reducción apreciable de los mismos. Como resultado, los intercambios con el exterior provocarían una mayor competitividad interior, incrementándose considerablemente, por añadidura, la recaudación. Además del plano comercial los Gobiernos del Sexenio, sobre todo el Provisional, acuciado por una Hacienda Pública en pésimas condiciones y una grave crisis económica, se vieron forzados a maniobrar en los ámbitos fiscal, hacendístico y monetario. Laureano Figuerola intentó la recuperación de la Hacienda Pública. Para ello se hacía necesaria la disminución del déficit presupuestario y, por consiguiente, de una deuda pública que superaba los 22.000 millones de reales. Se puso en marcha una operación financiera a gran escala que, además de comprometer al Estado en un conjunto de préstamos, afectó sobremanera al sector minero, utilizado como garantía de la devolución de los mismos. El 1 de enero de 1869 entraba en vigor la nueva Ley de Minas. Inspirada en el principio librecambista de la propiedad perfecta, creaba las condiciones objetivas adecuadas para impulsar la minería española hasta un momento de auge que repercutiría favorablemente sobre la recaudación tributaria. La ley permitía el traspaso prácticamente a perpetuidad de la propiedad de las minas, antes pertenecientes a la Corona, a manos de inversores privados, para quienes la compra y explotación de las mismas sería más rápida y sencilla. La liberalización del sector atrajo hacia sí cuantiosas inversiones extranjeras que lo reanimaron y aumentaron el nivel de recaudación fiscal. España se convirtió en uno de los principales proveedores de minerales de las economías industriales europeas, con el consiguiente alivio de la balanza de pagos. Este proceso ha sido denominado la desamortización del subsuelo español. La legislación minera de 1868 abrió los cauces de una segunda oleada de inversiones extranjeras, antes centradas en el ferrocarril, que ahora acabarán por controlar los recursos básicos del subsuelo español. Las consecuencias de estas inversiones han sido objeto de amplio debate historiográfico. Para Sánchez Albornoz las minas terminaron por convertirse en una suerte de enclaves extranjeros sólo ligados territorialmente a España, pero sin articulación con el resto de la economía, salvo en el caso del hierro. En la misma onda se sitúan Ramón Tamames y Juan Muñoz. El extremo opuesto lo ocupa Gabriel Tortella: "Ejercieron una demanda de mano de obra, estimularon el desarrollo de una tecnología minera nacional, de una industria de bienes de equipo y de explosivos, que ocasionaron considerables inversiones en infraestructuras, como la construcción de ferrocarriles y puertos, y vinieron a paliar el déficit en la balanza de pagos". Es un tema abierto. En el caso del hierro, la nueva situación coadyuvó, según los análisis de González Portilla, al despliegue de la industria siderúrgica vasca, sobre todo por la presencia de capitales vascos en la explotación del hierro de Somorrostro y en la combinación de los beneficios de la venta de hierro a Gran Bretaña y de la importación, desde allí, de la energía necesaria. Sin embargo, la explotación del cobre y el plomo, casi enteramente en manos extranjeras, no desembocó en un proceso industrializador afín. La balanza comercial quedó aliviada, pero las expectativas tributarias resultaron frustradas al convertirse el sector en un auténtico paraíso fiscal, sometido a una baja presión y a todo tipo de fraude. Además, la penuria hacendística forzó, en 1870, la concesión de la explotación y comercialización del mercurio de Almadén a los Rothschild, por un período de cincuenta años, y en 1873 la venta de las minas de cobre de Riotinto al capital británico, por 22.800.000 pesetas. En el terreno monetario lo primero que Figuerola planteó fue la implantación de la peseta como unidad monetaria española, bajo los acuerdos de la Unión Monetaria Latina, firmados en 1865, que establecían un patrón bimetálico, en plata y oro, para la acuñación de monedas. Este patrón bimetálico, a medio plazo, no podría sostenerse y acabaría siendo sustituido por el predominio de la circulación fiduciaria. El decreto de fijación de la peseta como unidad monetaria fue de 19 de octubre. En su preámbulo se hacía un canto a la soberanía nacional: "la moneda de cada época ha servido para marcar los diferentes períodos de la civilización de un pueblo, presentando en sus formas y lemas el principio fundamental de la constitución y modo de ser de la soberanía, y no habiendo hoy en España más poder que la nación ni otro origen de la autoridad que la voluntad nacional, la moneda debe ofrecer a la vista la figura de la Patria... borrando para siempre de este escudo las lises borbónicas". En 1874 la concesión del monopolio de emisión al Banco de España vendría a regular el ordenamiento monetario, además de posibilitar una sustitución estable y ordenada del dinero metálico por dinero fiduciario. Los antiguos bancos emisores se transformaron en sucursales del Banco de España, o tuvieron que cambiar su horizonte. El privilegio de emisión descansaba, además, sobre razones hacendísticas. Se trataba de establecer las bases de un modelo más estable de tratamiento de la deuda, para evitar las desventajas del Estado en la consecución de anticipos, que había mediatizado hasta entonces su actuación, dadas las onerosas condiciones de los prestamistas y la inmediatez con que siempre fue intentado el arreglo de la deuda. Ahora se vinculaba Hacienda y banco emisor, permitiendo sentar las bases de una estabilidad a medio plazo, sin recurrir a las urgencias y las negociaciones desventajosas, además de que el Banco de España, al financiar al Tesoro, aseguraba la canalización de recursos ajenos hacia la deuda pública. Y es que el problema de la crisis hacendística, heredada del pasado, agobió hasta límites insospechados a los diferentes gobiernos del Sexenio. Técnicamente el Estado estaba en suspensión de pagos. En 1868 el monto de la deuda pública se elevaba a 22.109 millones de reales, con unos intereses de 591 millones de reales, aproximadamente. Si a ello añadimos las deudas a corto plazo por anticipación de fondos de la banca extranjera, los efectos de la crisis agraria de 1867-1868, y la reciente abolición de los derechos de puertas y consumos, se completa un panorama para cuya solución quedaban pocos márgenes de actuación. Los empréstitos exteriores se negociaron cada vez en condiciones menos ventajosas, conforme el Estado se hacía más insolvente, hasta desembocar en la bancarrota hacendística de 1870-1874. El Estado se convirtió, durante la segunda mitad del siglo, en rehén de los grandes prestamistas exteriores, que obtuvieron notables ventajas directas e indirectas, tanto políticas como económicas. Así lo que en principio podría parecer un ruinoso negocio para el prestamista de un Estado insolvente, encubría una especulación beneficiosa a base de concesiones y privilegios. El servicio de la deuda acabó por convertirse en el capítulo más importante del gasto público, llegando a su máximo en 1870, cuando supera la mitad del presupuesto. A largo plazo en la estructura del gasto, entre 1850 y 1890, la partida deuda pública y clases pasivas absorbió un tercio de los gastos, igual proporción que el destinado a gastos militares, de orden público y de mantenimiento del clero, y situándose por encima del presupuesto, atribuido a otros ministerios, y, desde luego, muy superior a la inversión del Estado en obras públicas".
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Como ha señalado Eric J. Evans, el Reino Unido comenzaba a rebasar, a comienzos de los años setenta, el punto cenital de su influencia como potencia económica y diplomática, pero eso quedó oculto a muchos de los contemporáneos, impresionados por la consolidación de un gran Imperio colonial. A los avances realizados hasta mediados de siglo sucedió, en los años objeto de este capítulo, la consolidación de un Imperio librecambista, en el que los intereses comerciales parecían ir acompañados de una voluntad civilizadora que era consecuencia de un profundo sentimiento de superioridad moral. Pero también siguieron contando las consideraciones estratégicas y la voluntad de impedir, mediante el asentamiento colonial, la presencia de competidores o el desarrollo de conflictos que pudieran perjudicar los intereses británicos. En la India, que continuaba siendo la pieza fundamental del Imperio, se realizó la anexión de Oudh en 1856 y la gran insurrección de los cipayos en 1857 permitió una profunda reorganización del territorio con la supresión, en 1858, de la East India Company, y la transferencia a la Corona de todos sus territorios y propiedades. El gobernador general se convirtió en virrey. En Australia, el descubrimiento de oro en Victoria a comienzos de los cincuenta aceleró el crecimiento de la población colonizadora, a la vez que aumentaba la importancia económica de la colonia. La opinión favorable al autogobierno de las colonias, desarrollada en la metrópoli desde mediados los cuarenta (Edward Gibbon Wakefield y William Molesworth) se tradujo en la concesión de estatutos de autonomía a Nueva Zelanda, Nueva Gales del Sur, Victoria, Tasmania, Australia del Sur y Queensland entre 1852 y 1859. En cuanto a Canadá, la Columbia Británica se convirtió en colonia de la Corona en 1858, y poco después se iniciaron los trabajos que desembocaron en la British North America Act de 1867, por la que las colonias de Canadá, Nueva Escocia y Nueva Brunswick pasaban a constituir un dominio de la Corona. Poco después se les unirían Manitoba y la Columbia Británica.El Imperio parecía sólido, pero el motín de la India, que tuvo ecos en otras colonias, dañó profundamente la autoestima de los colonizadores, que veían que sus afanes civilizadores no eran correspondidos con el aprecio de los colonizados. Aún tendrían que venir peores tiempos.
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Aunque en otro lugar se tratará acerca de la evolución entre los dos mundos en que quedaron divididos los antiguos aliados hasta 1945, es necesario considerar de forma somera algunos aspectos fundamentales de la posición soviética respecto a estas cuestiones. En consecuencia, lo primero que resulta preciso es abandonar las opiniones simplificadoras. Ni Stalin estaba dispuesto a emprender una expansión sin límites, siempre al borde del estallido de una guerra mundial, ni fue posible en ningún momento una verdadera paz entre los países con instituciones democráticas y la URSS. Lo que caracterizó a Stalin desde el punto de vista de las actitudes básicas respecto a la política exterior fue una mezcla muy particular de ideología, paranoia, dureza de fondo, expectativas carentes de fundamento y deseos de imposible cumplimiento. La ideología le hacía pensar, por ejemplo y como ya sabemos, que la convivencia entre el mundo democrático y el capitalista era simplemente imposible e incluso que, en el caso de un enfrentamiento, tenía todas las de ganar en su favor. La paranoia nació de esta imposibilidad de acuerdo entre los dos mundos, de la conciencia de que las destrucciones le imponían un alto en el camino de cualquier propósito expansivo y en la visión conspiratorial de la Historia que siempre le caracterizó. A los yugoslavos les comentó que se tomaría un descanso de quince o veinte años para luego reanudar la confrontación con el capitalismo. Las medidas de espionaje, las operaciones de servicios especiales y guerra psicológica que los occidentales desarrollaron tendieron de forma inevitable a acentuar su sensación de peligro. Pero si éstas no hubieran existido, el resultado hubiera sido idéntico. En el fondo, Stalin necesitaba la guerra fría incluso de cara al interior de la URSS. Aunque no quisiera la guerra, llevó a cabo una serie de acciones que de forma inevitable favorecían su posible estallido. Por otro lado, una concepción brutal y despiadada de la política explica su incomprensión radical con respecto a los aliados. En pura teoría, Stalin, más que en la posesión territorial, confiaba para después de la guerra en un orden internacional que le protegiera, por más que a medio plazo juzgara que el enfrentamiento era inevitable. Eso es lo que explica la diferente percepción respecto a las conversaciones de Yalta. Stalin no pensó nunca que sus aliados democráticos pudieran imaginar que él no tomaría el poder de forma total en Europa del Este, mientras que estos últimos no concebían las razones por las que él pudiera hacerlo, ya que se le habían dado todas las seguridades de que se le otorgaba una hegemonía en esta zona, con la que podía crearse un glacis protector. Un elemento esencial para comprender la política exterior de Stalin es su ansiosa búsqueda de la seguridad. Más que expansivo, Stalin parece haber sido inseguro, hasta el punto de que necesitaba la sumisión completa de quienes estaban en sus fronteras. Eso suponía la adopción del mismo sistema político y social y, además, el aprovechamiento absoluto de cualquier debilidad, aunque fuera aparente, del adversario para mejorar la posición propia. De esta forma, la guerra fría fue inesperada pero, al mismo tiempo, estaba predeterminada desde el mismo momento de concluir las operaciones bélicas y, aun estando muy lejos de haber sido planeada por Stalin, al mismo tiempo resultaba muy difícilmente evitable. Litvinov, que había sido el principal inspirador de la diplomacia soviética, en sus indiscreciones de cara al mundo occidental les dijo a sus interlocutores que el factor principal de inestabilidad era la búsqueda de seguridad sin límites claramente definidos, así como la ausencia de determinación occidental a resistir pronto y con firmeza. Irónicamente para lo que se juzgaba en las democracias, resultaba que la URSS era menos peligrosa cuando lanzaba grandes y enfervorizados ataques a los países occidentales que en los momentos en que parecía estar dispuesta a aceptar el orden internacional, pero podía en cualquier momento aprovecharse de la supuesta debilidad del adversario. Todas estas circunstancias explican que, apenas dos años después de haber obtenido la gran victoria en la guerra, Stalin llegara nuevamente a la conclusión de que su seguridad estaba en peligro. De ahí el brusco cambio de la tendencia de la política soviética, desde una actitud de frente popular a otra basada en la confrontación con Occidente, aunque ésta no tuviera que llevarse a cabo por procedimientos bélicos. Stalin, en efecto, actuó con respecto a los comunistas de otras latitudes de idéntica manera a como lo hacía con la dirección soviética, es decir, como un dios todopoderoso rodeado por sus arcángeles. En realidad, transmitió órdenes y no pretendió en ningún momento intercambiar pareceres. Mantuvo contactos con los líderes comunistas de todo el mundo por el procedimiento de organizar conversaciones secretas en Moscú. Esos dirigentes acudían a la capital de la URSS como los fieles del Corán a La Meca y, una vez allí, debían soportar largas esperas hasta ser recibidos. Stalin les atendía con maneras corteses y les concedía ayudas pero, al mismo tiempo, les hacía sugerencias, incluso algunas muy precisas como, por ejemplo, la que hizo a Tito para que sumara a Bulgaria en una federación balcánica. A muchos de estos líderes les dio instrucciones que se referían a la más estricta política interna, acerca de cómo tenían que dirigir sus países. A Mao, por ejemplo, le recomendó plantar caucho en la isla de Hainan. El comunismo de la época, por tanto, implicó una absoluta sumisión a la URSS y a Stalin. Incluso quienes mantuvieron una línea de independencia, como fue el caso de los yugoslavos, sentían un entusiasmo sincero y sin límites por la URSS, lo que tenía como consecuencia que aceptaran los súbitos cambios de posición a los que se vieron obligados porque Stalin los había decidido sin contar con ellos. En política exterior, puede decirse que el comunismo soviético, que en los años veinte había pasado de la revolución a la construcción de un Estado, ahora había alcanzado la etapa imperialista. Durante estos años, la URSS utilizó el movimiento revolucionario universal como un procedimiento diversivo y como un instrumento de actuación en beneficio de la URSS. Desaparecida la Internacional Comunista, se creó en 1948 una oficina en teoría dedicada tan sólo a la transmisión de las informaciones entre unos y otros Partidos Comunistas, pero en realidad consagrada a la transmisión de instrucciones. De todos modos, Stalin mantuvo actitudes muy diferentes con respecto a sus aliados. La ruptura con Tito resulta muy significativa acerca de la propensión a la paranoia que sufría Stalin. El dirigente yugoslavo pensó siempre que estaba cumpliendo la estricta voluntad del líder soviético y consideró además que era en la URSS donde se había hecho realidad el ideal utópico de una sociedad sin clases. Pero entre Tito y Stalin había "afinidades incompatibles": ambos asentaron su poder de otras tantas revoluciones acompañadas por una guerra civil, con el resultado de la implantación de regímenes fuertemente arraigados en sus respectivos países. La situación era, de este modo, muy distinta de la que se mostraba en la mayor parte de la Europa del Este, donde sólo la presencia de las tropas soviéticas explica la creación de regímenes como los de las democracias populares. La posición de Stalin respecto a Yugoslavia era tan incoherente que, en dos cuestiones fundamentales relativas a la estrategia de la región, mantuvo políticas contradictorias: ofreció y luego negó la posibilidad de que Yugoslavia creara una federación eslava en los Balcanes o permitió y luego negó la posibilidad de incorporación a ella de Albania. En realidad, nunca valoró a Tito y a su revolución en su justa medida. Lo más probable es que pensara que el Partido Comunista francés era mucho más importante para él que el yugoslavo. China, por su parte, le produjo a Stalin la satisfacción de ver que se había ampliado el sistema soviético hacia un área geográfica inesperada. Las relaciones con Pekín fueron relativamente buenas, dado que nadie esperaba que el comunismo pudiera mantenerse en Asia de no ser por la unidad mantenida de manera muy estricta. La dependencia de la China maoísta con respecto a Stalin fue de esta forma muy grande durante sus primeros años de existencia. Probablemente, fue en este continente donde se corrió un mayor peligro de estallido de una guerra mundial. Lo sucedido en Corea es un buen testimonio de que Stalin podía no querer la guerra pero, al mismo tiempo, siempre estaba en condiciones de pasar por la tentación de permitir o realizar operaciones que de hecho ponían en peligro la paz mundial. La Guerra de Corea, que causó un millón de muertos, fue autorizada por él. Fue el dirigente norcoreano Kim il Sung quien tuvo la iniciativa y mantuvo la insistencia en intentar la conquista del Sur, arguyendo que allí existía una situación revolucionaria y que tenía una superioridad militar muy considerable sobre él. Stalin le recibió y escuchó en abril de 1950 y luego armó a los norcoreanos y los animó a la guerra, pero al mismo tiempo estuvo dispuesto a abandonarlos en cuanto percibió la posibilidad de que fueran derrotados. Su deseo era ayudarles pero también, y al mismo tiempo, evitar cualquier compromiso que pudiera significar el descubrimiento de la presencia allí de consejeros soviéticos. Dio instrucciones sobre las operaciones militares e indujo a los chinos para que desplazaran seis divisiones a la frontera. Mao parece haber afirmado que si la guerra era inevitable, resultaba mucho mejor que se produjera en ese preciso momento y acabó enviando hasta diez divisiones. Pero el material bélico fue soviético, puesto que la China de Mao carecía de capacidad industrial para proporcionarlo. La posibilidad de acceder a los archivos soviéticos ha revelado en los últimos tiempos que, a partir de un determinado momento y dadas las dificultades de chinos y norcoreanos para enfrentarse a los norteamericanos en el aire, Stalin decidió también la utilización de aviadores soviéticos en su contra. Hubo unos diez o quince mil voluntarios soviéticos, casi exclusivamente aviadores. Las rigurosas instrucciones que dio para impedir que ellos -o sus cuerpos- cayeran en manos de los norteamericanos impidió hasta mucho tiempo después el conocimiento de esta realidad. Fue precisamente el interés que Stalin puso en Corea lo que contribuye a explicar la frustración creciente que sintió en los años finales de su vida como consecuencia de no haber podido ganar aquella guerra. Este caso ratifica lo que ya se ha señalado sobre la política exterior soviética en la época de Stalin. Los líderes de la URSS nunca quisieron superar los límites del irreversible estallido de una nueva guerra mundial, pero el temor occidental a ellos estaba plenamente justificado, aunque no el hecho de que como consecuencia derivaran hacia actitudes poco menos que histéricas. En su perpetua búsqueda de la seguridad y en su conciencia de que el enfrentamiento entre las dos formas de organización social y política era inevitable, los soviéticos estaban dispuestos a aprovecharse de las circunstancias allí donde consideraban que el balance les favorecía de forma ocasional, como puede ser el caso de Corea. En los momentos iniciales del estallido de la guerra fría, Stalin pudo permanecer ignorante de hasta dónde podía llegar. Siempre tuvo muy claro, como les dijo a los yugoslavos, que la Guerra Mundial significaba un cambio radical con relación a las anteriores en el sentido de que quien ocupaba el terreno imponía su propio sistema político y social hasta allí donde llegaba su Ejército. Una vez que la cortina de hierro fue corrida resultó inevitable que los dos campos quedaran constituidos en una incompatibilidad radical entre ambos. La guerra fría derivó de esta situación y, en definitiva, supuso la aplicación de los métodos de organización del poder político en la URSS al escenario internacional.
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A comienzos de 1937 el Comité de no-intervención había ya decidido un plan de control para España pero no pasó mucho tiempo para que se demostrara su ineficacia. En el mes de abril de ese año, gracias al convenio Fagoili, la Italia de Mussolini cedió dos submarinos modernos a la España de Franco que ésta pretendió demostrar que eran, en realidad, dos unidades capturadas a sus adversarios; además, la flota franquista se vio incrementada también por cuatro destructores de inferior calidad. Unas y otras unidades desempeñaron un papel importante en el bloqueo de la zona controlada por la República en el Mediterráneo. Por este procedimiento obviamente Italia violaba el espíritu de la no intervención, pero además ésta resultó inaplicable cuando se intentó que buques de los principales países que formaban parte del comité supervisaran la aplicación de lo pactado. En mayo y junio de ese mismo año dos buques alemanes, el Deutschland y el Leipzig, fueron bombardeados por la aviación republicana, hechos que motivaron respectivamente una brutal respuesta de Alemania y la retirada de la flota alemana y la italiana de las misiones de control. Por esas mismas fechas el relevo en el Gobierno de izquierdas francés de Blum por el radical Chautemps tuvo como consecuencia que aumentaran las dificultades para los aprovisionamientos del Ejército Popular republicano a través de la frontera francesa. Pero no tardaron mucho tiempo en verse también puestos en grave peligro en el mar Mediterráneo. En efecto, desde agosto de ese mismo año, submarinos (y en algún caso unidades de superficie) italianos fueron empleados para hundir a los mercantes que transportaban armas y aprovisionamientos destinados a la República. Esta ayuda a Franco, que no tiene parangón ni siquiera similar con ninguna de la que recibió la República de otras potencias, llegó a ser tan abrumadora y excesiva que ni siquiera, si hubieran actuado a la vez todos los submarinos de Franco, podía considerarse posible que obtuvieran tantos hundimientos del adversario, ya que incluso ni en los Dardanelos estaban a salvo los buques rusos de camino hacia España. En total se realizaron una veintena de ataques y es más que presumible que su carga, condenada a reposar en el fondo de los mares, fuera pagada con cargo a los recursos de la República. El exceso de la intervención italiana tuvo como consecuencia que la ayuda soviética tuviera que elegir otra ruta pero acabó volviéndose en contra de quienes la habían practicado. En efecto, en el mes de septiembre, bajo presión inglesa, los italianos tuvieron que aceptar una conferencia en la población francesa de Nyon destinada a estudiar los actos de "piratería" en el Mediterráneo. Se decidió en ella que las potencias patrullaran por la totalidad de este mar y se redujo la zona donde lo harían los italianos a tan sólo en el mar Tirreno. El resultado fue que los hundimientos desaparecieron y que Churchill, que había considerado una "vergüenza" que no se dejara patrullar a Italia para comprobar el cumplimiento de lo previsto, ironizó diciendo que desde los tiempos de Julio César una decisión de Roma nunca había tenido tanta importancia en relación con un asunto mediterráneo. Solucionado, al menos parcialmente, este conflicto así como el abandono del control por parte de italianos y alemanes durante los meses siguientes, incluida la mayor parte de 1938, se discutió principalmente en el Comité de no-intervención la cuestión de la retirada de los extranjeros combatientes en España que Franco no quería o, por lo menos, vinculaba de manera absoluta con su propio reconocimiento como beligerante. Esto hubiera sido dejar en una situación detestable al régimen republicano, más aún de aquella en la que estaba. Durante la guerra la República perdió el puesto que hasta entonces había tenido España de miembro siempre reelecto del Consejo de la Sociedad de Naciones y en el propio convenio de Nyon fueron excluidos los buques españoles pertenecientes a la República, como demostración de que ésta era ya un régimen considerado por una parte de la sociedad internacional como peculiar o poco digno de confianza. Durante los últimos meses del Gobierno de Largo Caballero hubo un intento por parte de los dirigentes de la España del Frente Popular, principalmente inspirados por Araquistain, embajador en París, para superar esta situación. Con una visión de las potencias democráticas o de las fascistas basada en unos criterios puramente economicistas se quiso comprar su neutralidad por el procedimiento de estar dispuestos a cesiones territoriales en Marruecos. También se pensó seriamente en provocar allí una sublevación que hubiera tenido como consecuencia privar a Franco de parte de sus tropas más valiosas. El año 1938 trajo nuevas incidencias internacionales ninguna de las cuales resultó positiva para la República. En febrero Eden dimitió como secretario del Foreign Office, cuya postura en el seno del partido conservador tenía importantes elementos de similitud con la de Churchill, en cuanto que tenía especialmente en cuenta el factor estratégico y, por tanto, el peligro de que Italia sustituyera a los británicos en el dominio del Mediterráneo. Este cambio fue importante, ya que permitió al "premier" Chamberlain llevar hasta sus últimas consecuencias su política de "apaciguamiento", que venía a ser en última instancia de cesión ante los países fascistas. En abril de ese año, británicos e italianos entablaban contactos que dejaban bien claro que los segundos no abandonarían su apoyo a la España de Franco hasta el final del conflicto. Durante este año siguió habiendo intentos de mediación que, como siempre, tenían como centro Londres, capital de la única gran potencia verdaderamente neutral. Sin embargo, tampoco el Foreign Office estaba en condiciones de intervenir de una manera resolutiva para llevarla a cabo dada la complicada situación internacional. Ya en 1937, Besteiro, enviado por Azaña como representante ante la coronación de Jorge V, no había obtenido esa intervención cuando la situación militar estaba más equilibrada y peores eran las alternativas en el momento en que Franco parecía ya el casi seguro vencedor. Con respecto a Francia, la vuelta al poder de Blum, en marzo de 1938, mejoró la situación internacional de la República. Es posible que las decisiones estratégicas de Franco en el sentido de dirigir su avance hacia Valencia y no hacia Cataluña estuvieran motivadas por la eventualidad de una invasión francesa. En cualquier caso, el Gobierno Blum duró poco y su sustitución por Daladier, con el muy apaciguador Bonnet en Exteriores, perjudicó de nuevo al régimen republicano. La crisis de Munich, en septiembre de 1938, tuvo un resultado poco satisfactorio para la República española en cuanto que constituyó una nueva cesión ante los países del Eje por parte de las potencias democráticas. El mismo hecho de que Franco, con gran irritación por parte de Mussolini, se declarara neutral ante un eventual conflicto europeo dio la sensación a Francia de que suponía para ella un menor peligro estratégico del que había pensado. En cuanto a Negrín el desenlace de los acontecimientos (ni guerra ni posición firme frente al Eje) le había de resultar necesariamente perjudicial. Munich, además, había tenido como consecuencia facilitar el acercamiento de Alemania e Italia: si podía existir un cierto resquemor entre ambas como consecuencia de la incorporación de Austria a la primera ("Anschluss", a comienzos de año), se desvaneció por el procedimiento de permitir que Mussolini ejerciera un papel de aparente árbitro entre las potencias europeas. También fue decisivo Munich para la URSS, pues a partir de este momento llegó a la conclusión de que no podía confiar en absoluto en las potencias democráticas. El único momento en que los mecanismos de no intervención parecieron funcionar, aunque tuviera lugar muy tardíamente, fue cuando en el otoño de 1938 se produjo la retirada de los voluntarios internacionales. La verdad es que en esas fechas desempeñaban ya un papel de escasa importancia en las operaciones militares. El círculo de relaciones de la República había ido cerrándose a medida que se multiplicaban sus derrotas militares. Hacía ya un año que los franquistas mantenían relaciones con la Gran Bretaña y a comienzos de 1939 un crucero británico participó en la rendición de la Menorca republicana a Franco. Todavía éste pensaba a comienzos de 1939 en la posibilidad de una intervención francesa en Cataluña, pero no faltaba mucho para que, tras el llamado pacto Jordana-Bérard, la España de Franco y la España republicana establecieran relaciones diplomáticas. En marzo de 1939, Franco se mostró dispuesto a suscribir un nuevo tratado con Alemania de carácter cultural, pero, además y sobre todo, firmó el pacto Antikomintern cuya existencia no se reveló hasta concluido el conflicto. Mientras tanto la Unión Soviética parecía ya mucho más interesada en los problemas de Extremo Oriente que en los españoles, y a fines de 1938 ni siquiera los patéticos llamamientos de Negrín parecían hacerle mucho efecto. En definitiva, para los republicanos la derrota militar era paralela a la diplomática. Ahora bien, ¿cuánto y cómo ayudaron cada una de las potencias europeas teóricamente no beligerantes a cada uno de los contrincantes españoles? En el pasado se ha solido mantener que la ayuda recibida por Franco no sólo habría sido abrumadoramente superior sino que, además, por sí sola habría sido la razón explicativa del desenlace del conflicto. En la actualidad, sin embargo, con matices importantes y disparidad de cifras significativas, se tiende a indicar que, en cuanto al monto total de ayuda recibida y respecto de los pagos efectuados, existe una similitud bastante considerable. Es probable que el debate historiográfico de mayor interés sea no tanto el monto de la ayuda como su empleo, su oportunidad y el beneficio obtenido por quien la proporcionaba. En efecto, si se suma, por un lado, el oro y demás metales preciosos vendidos por la República y los préstamos logrados por Franco resultan cantidades similares que, en cada caso, pueden equivaler a algo más de 5.500 millones de pesetas de la época y a un quinto de la renta nacional. Para apreciar lo que significó la ayuda, tanto para el receptor como para quien la enviaba, quizá lo mejor sea referirse por separado a cada uno de los países que participaron en ella. Para los franquistas, la ayuda "más importante, delicada, desinteresada y noble", en palabras de Serrano Suñer, fue la proporcionada por la Italia fascista, que a cambio no recibió casi nada inmediatamente a no ser promesas de amistad y de influencia política. La ayuda italiana consistió a la vez en material y en colaboración con recursos humanos. Italia entregó a España entre 600 y 700 aviones, dos tercios de los cuales eran cazas, entre 100 y 200 carros, en su totalidad pequeños, y casi 2.000 cañones, además de algunos submarinos y otros buques. El importe de todo este material fue alrededor de 7.500 millones de liras, una cifra que luego en negociaciones con los españoles se vio considerablemente reducida y que no acabaría de pagarse hasta una fecha tan tardía como 1967. Italia dispuso de una compañía destinada a concentrar el comercio con España, denominada SAFNI, pero los intercambios, comparados con los de Alemania, fueron muy escasos. Por si fuera poco, las unidades militares italianas que acudieron a España a fines de 1936 y que actuaron durante la guerra como unidades de choque aunque con resultado muy desigual, denominadas Corpo di Truppe Volontarie, llegaron a ver pasar por sus filas unos 73.000 hombres y otros 5.700 pasaron por la aviación; la cifra máxima de soldados presentes a un tiempo puede haber rondado los 40.000 y en la fase final la oficialidad italiana, en realidad, mandaba en gran parte a combatientes españoles. La ayuda alemana a Franco revistió unas características bastante diferentes. También Alemania proporcionó un número importante de aviones, que puede situarse alrededor de 500, pero probablemente lo más efectivo de su ayuda fue la llamada Legión Cóndor, formada por un centenar y medio de aviones y utilizada como unidad de combate independiente igual que las italianas. La Legión Cóndor debió tener algo más de 5.000 hombres pero en total debieron pasar por ella casi 20.000, de tal modo que favoreció considerablemente el adiestramiento de la Luftwaffe de Göring. Los alemanes también enviaron instructores para la milicias y equipos artilleros y, en general, material militar sofisticado como torpederas y equipos de señalización. A cambio de esta ayuda, cuyo monto puede haber sido inferior en más de un tercio de la italiana, los alemanes descubrieron en el transcurso de la guerra que podían obtener contrapartidas importantes que, además, les iban a servir para preparar su posible participación en una guerra mundial. A tal efecto crearon una serie de compañías dirigidas precisamente por los inspiradores de su intervención en la guerra civil (HISMA, ROWAK, SOFINDUS), cuya misión principal fue apoderarse del capital de las compañías mineras españolas. Franco opuso cierta resistencia inicial a la penetración del capital alemán, de acuerdo con sus criterios nacionalistas, pero en 1938 acabó cediendo a la presión de los alemanes que agruparon sus participaciones en una compañía denominada Montana. Ya en 1937, desplazando a la Gran Bretaña, Alemania había obtenido de España 1.500.000 toneladas de hierro y cerca de 1.000.000 de toneladas de piritas. En enero de 1939 casi la mitad del comercio de la España franquista se dirigía a Alemania y si ésta hubiera invertido la totalidad de su deuda en nuestro país hubiera cambiado radicalmente su peso entre los países con intereses en España. Así como Franco supo obtener considerables ventajas de Mussolini, en cambio no puede decirse lo mismo de los alemanes. Franco contó también con la ayuda de voluntarios portugueses e irlandeses aunque su significación fue mínima respecto del desarrollo de la contienda. En cambio un papel de importancia cabe atribuir a los marroquíes que, sólo de acuerdo con unos criterios estrictamente puristas, pueden ser considerados como extranjeros en la época. La ayuda recibida por el Frente Popular dependió principalmente, como sabemos, de Francia y de la Unión Soviética. Francia pudo entregar unos 300 aviones a la República, pero la ayuda exterior fundamental para ella fue de procedencia soviética. Los rusos adoptaron en su intervención en el conflicto español una actitud muy parecida a la de los alemanes: enviaron material y no personal y exigieron una inmediata contrapartida económica. El número de rusos presentes en la Península sigue siendo una incógnita, pues mientras que Prieto afirma que no hubo más de 500, otros historiadores elevan la cifra hasta 7.000 u 8.000. Da la sensación, sin embargo, que su intervención en las operaciones militares testimonia una capacitación elevada: futuros mariscales como Zhukov o Malinovsky estuvieron presentes en la Península, y en ocasiones, además, combatientes soviéticos participaron en operaciones militares suponiendo un refuerzo considerable al Ejército del Frente Popular, por ejemplo, en el contraataque con carros en Seseña y en los combates aéreos en torno a Madrid. Da la sensación de que la fragmentación del mando y las disputas de carácter político entre quienes resultaron vencidos en la guerra civil facilitaron considerablemente que la influencia de los asesores militares soviéticos fuera muy grande: durante la batalla del Norte Prieto, ministro de Defensa, no lograba, por ejemplo, que se cumplieran sus órdenes relativas al auxilio de la aviación a aquella zona. Con respecto al material se ha calculado que la URSS entregó a la España del Frente Popular unos 1.000 aviones y un número reducido de torpederos, aparte de una cifra considerable de carros que fueron los de más poderoso blindaje que estuvieron presentes en la guerra española. Este hecho nos pone en contacto con otra cuestión de importancia que ha sido muy discutida respecto de la guerra civil española: se ha dicho que el material de guerra ruso era deficiente, pero esta afirmación no parece corresponder a la realidad, sino que debió ser el mejor material que tenían aunque fuera inferior en calidad al de países como Alemania. Un último aspecto de la presencia rusa en España se refiere a su supuesta o real influencia política. Todo hace pensar que fue superior a la que tuvieron alemanes e italianos en el otro bando en donde, por ejemplo, el embajador Faupel fue cesado por entrometido. Algunos dirigentes rusos en España habían tenido un papel considerable en la URSS en el inmediato pasado: éste puede ser el caso de Ovseenko, un viejo bolchevique que participó en la Revolución de 1917 y que asumió la representación consular en Barcelona. Parece, sin embargo, que si pudieron tener mayor influencia fueron también más discutidos a lo largo de todo el período bélico y sobre todo en su fase final, como lo testimonian las Memorias de algunos personajes políticos o militares importantes (Prieto o Guarner). Si directamente la URSS no proporcionó un número elevado de combatientes, en cambio organizó las Brigadas Internacionales en beneficio del Frente Popular, cuyos efectivos totales sucesivos pudieron superar los 60.000 hombres pero cuyo momento álgido debió situarse en torno al verano de 1937 con algo más de 40.000. No todos los componentes de las Brigadas eran comunistas aunque este partido fue, de acuerdo con lo escrito por Dolores Ibárruri, el "motor organizativo". Las Brigadas Internacionales constituyeron un excelente procedimiento para Stalin de satisfacer las ansias revolucionarias de la Komintern a la que, sin embargo, Stalin designaba como "lavotchka", es decir, "pandilla de estafadores", y al mismo tiempo hacer olvidar la persecución que se estaba produciendo por aquellos días en Rusia en contra de los seguidores de Trotski y, en general, cualquier tipo de disidencia fuera real o imaginaria (en el Ejército, por ejemplo). Así se explica que en las Brigadas formara parte un buen elenco de la élite dirigente del comunismo mundial, que luego ejerció el poder en los países del Este tras la segunda guerra mundial: un presidente y cuatro futuros ministros de la República Democrática Alemana, un futuro presidente de Hungría, cuatro futuros ministros, polacos, etcétera. El propio Marty, principal organizador de las Brigadas, era una figura importante del comunismo francés, que acabaría abandonando, y había conseguido su fama como organizador de la protesta de la flota de su país contra la intervención militar en la Rusia revolucionaria. Todos los testimonios presentan a las Brigadas como unidades regidas por una extremada disciplina, lo que las hizo convertirse en fuerzas de choque del Ejército republicano y tener un elevado porcentaje de bajas. El ideal que las guiaba era el antifascismo y en muchos casos, además, el deseo de llegar a una revolución mundial, como se demuestra por los muchos exiliados procedentes de Alemania e Italia que militaban en sus filas y por las divisas de sus banderas ("Hoy en España, mañana en Italia"; "Por vuestra libertad y la nuestra"). Prematuros antifascistas, los brigadistas desempeñaron un papel de importancia en sus países respectivos durante la segunda guerra mundial, pero luego solieron padecer las consecuencias de la guerra fría. Esta descripción de la ayuda internacional a cada uno de los dos bandos en la guerra revela la importancia que tuvo para ellos. Sin ella, en última instancia, la guerra no se habría producido porque Franco no hubiera podido franquear el Estrecho de Gibraltar, los sublevados hubieran perdido Mallorca, no habrían detenido el flujo de armas por el Mediterráneo, ni hubieran tenido la superioridad de fuego durante la campaña del Norte o tomado Málaga. Por su parte, el Frente Popular tampoco habría sido capaz, probablemente, de ofrecer resistencia a la toma de Madrid, emprender la ofensiva de Brunete o atacar atravesando el Ebro. Como ya se ha señalado, es posible que el volumen total de la ayuda fuera semejante en los dos bandos: así parece indicarlo el cómputo del número de aviones y la similitud entre el monto del oro enviado a Rusia y la suma de los préstamos concedidos a Franco por Italia y Alemania. Sin embargo, para Azaña la ayuda rusa fue siempre lenta, problemática e insuficiente. En parte puede deberse a que el Ejército Popular hizo un uso poco eficaz de ella, pero también a que la causa de la España republicana tampoco era tan decisiva para la URSS y las potencias democráticas, por sus especiales características, su división interna y su política de apaciguamiento o no quisieron intervenir en España o lo hicieron con titubeos. Franco recibió una ayuda más generosa (porque era en préstamo), más decidida (era pedida por los propios embajadores) y más arriesgada (porque comprometió a unidades militares propias). La URSS de Stalin no llevó a cabo operaciones como el torpedeo al que sometieron a sus buques los submarinos italianos. Puede que por ella sola y por su monto local la ayuda exterior no explique el resultado de la guerra, pero, en comparación, el fundamental beneficiario de esa intervención exterior fue Franco, aunque fuera sólo por el carácter de sublevado contra un régimen comúnmente aceptado en 1936 y por la continuidad con que la recibió. En la política internacional del momento quien salió mejor parado de lo sucedido en la guerra fue, por supuesto, Hitler. Aprovechando plenamente la circunstancia de crisis europea consiguió atraerse definitivamente a la Italia fascista, hacer desconfiar a la URSS de Stalin del sistema de seguridad internacional y, sobre todo, en la fiabilidad de los países democráticos, atemorizar a éstos con el peligro de una conflagración general y dejar a Austria y Checoslovaquia inermes por completo. Aunque luego no sería decisivamente peligroso, Franco no era en 1939 un dirigente en que pudieran confiar británicos o franceses. Rusia había recibido al menos una parte de la derrota y después de alzar, con su ayuda, a los comunistas españoles a un puesto de primera importancia en la política nacional los vio caer a la misma velocidad marginados por todos. Italia vengó la derrota de Guadalajara pero había obtenido más supuesta gloria y propaganda que beneficios materiales.
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Durante el reinado de Felipe II, la Monarquía española alcanzó el cenit de su poderío, siendo sin duda la potencia hegemónica del Continente. La separación del Imperio le permitió centrarse en sus propios intereses, aún excesivos debido a la dispersión y la variedad de sus territorios. Pese a ello, su política continuará las líneas trazadas por el emperador, con los cambios lógicos que impondrán las diferentes circunstancias. El endurecimiento de la política en los Países Bajos proseguía la represión religiosa iniciada por su padre, que había introducido en ellos la Inquisición. Pero Felipe II se mostró proclive a la flexibilidad siempre que era posible: así, se opuso a la expulsión de los moriscos, no suprimió los fueros aragoneses cuando pudo, mantuvo la autonomía de Portugal cuando la anexionó, intentó prorrogar la amistad inglesa (aunque sin resultado) y mantuvo buenas relaciones con Catalina de Médicis. Incluso en el caso donde el peso de su poder se manifestó con más rigidez, en los Países Bajos, aceptó finalmente la posibilidad de su autonomía cuando nombró como gobernadora a su hija Isabel Clara Eugenia.
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La política exterior y colonial española en el período isabelino gira en Europa en torno a los problemas derivados de la política interior y la relación con Portugal tendente a crear lazos especiales que deriven en la unidad ibérica. Respecto a los primeros, los principales son las consecuencias de la guerra carlista (1833-39), por la necesidad de buscar apoyos internacionales tanto políticos como económicos, y la ruptura con la Santa Sede de algunos gobiernos liberales de los años treinta, provocada por una cadena de hechos entre los que destacan la exclaustración y la desamortización, así como la intromisión en la administración eclesiástica sin que sea ajena la actitud de muchos eclesiásticos en apoyo al carlismo. Pacificado el país y con predominio de gobiernos liberales moderados, se intentarán reconstruir las relaciones con Roma a través de un Concordato. Las relaciones con Portugal serán, por una parte, de interferencias en la política interna de ambos países con dificultades semejantes en la implantación del liberalismo emanadas de tensiones entre fuerzas muy parecidas carlistas (miguelistas) frente al liberalismo moderado o progresista (cartistas) que, a su vez, se enfrentan entre sí y cuentan con mayor o menor apoyo de sus colegas transfronterizos. Una corriente de nacionalismo aglutinador como la italiana o alemana, común a buena parte de los liberales, será la de unidad hispano portuguesa en una Iberia fuerte. El iberismo será una doctrina recurrente a lo largo de buena parte del siglo XIX. En otros continentes, había que atender los territorios y las áreas de influencia de los restos del antiguo imperio colonial. La intención española es mantener lo que quedaba, basándose en el equilibrio entre las potencias europeas y Estados Unidos. Por otra parte, en el periodo de Unión Liberal tendrán lugar varias acciones bélicas exteriores que se acometen con doble fin: Recuperar el prestigio internacional que tuvo España hasta el siglo XVIII y crear en la ciudadanía un enemigo externo que desvíe la atención de la política interior. Las expediciones a Cochinchina y a México, la vuelta temporal al dominio de Santo Domingo y, sobre todo, la guerra de África , cumplen parcialmente el segundo objetivo indicado anteriormente. Todas estas acciones tienen lugar en las áreas de influencia colonial española.
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Si algo caracteriza al Seiscientos es el permanente estado de conflictividad que generaban las rivalidades (territoriales, religiosas, económicas) entre los distintos estados. Aunque teóricamente se sostiene que las disensiones de los príncipes cristianos deben solventarse por la vía del diálogo, por medios diplomáticos, lo cierto es que sólo los más débiles recurrían a este procedimiento, optando los poderosos por imponer la dura ley de la guerra en la vida política europea para lograr sus ambiciones, las cuales se justifican con una serie de premisas plenamente aceptadas por todos y que daban una cobertura legal a sus acciones bélicas. En efecto, cuando un reino declara la guerra a otro lo hace con el argumento de que es en defensa propia, de que persigue asegurar la paz y la quietud interior de los reinos o garantizar la tranquilidad del orbe. De este modo se legitima no sólo la guerra defensiva, sobre la cual todos estaban de acuerdo, sino también la guerra ofensiva, estuviese o no guiada, como argumentaban los teólogos, por la conducta recta de los gobernantes, la cual les impulsa a enfrentarse al mal acatando los preceptos de Dios. Desde la óptica de los monarcas españoles y sus consejeros, el recurso a la guerra es inevitable porque los enemigos de la Monarquía, muy numerosos y emuladores de su grandeza, procuran por todos los medios a su alcance minar su prestigio y su poder, sea en el terreno militar o en el político, en el económico o en el religioso. De aquí, por tanto, que la política exterior española del siglo XVII gire en torno a una serie de objetivos básicos, heredados de la centuria anterior, y que en síntesis son los siguientes: conservar la integridad de los reinos bajo la soberanía de los monarcas españoles, mantener la reputación de la Monarquía hispánica -una especie de honor y de prestigio internacional-, defender la religión católica que los soberanos profesan frente al avance del protestantismo (luteranismo y calvinismo) y evitar que el monopolio comercial de América se resquebraje o se pierda ante el acoso de las restantes potencias europeas, en particular de las Provincias Unidas y de Inglaterra. Para acometer estos objetivos, la Corona utilizará los medios más adecuados (diplomáticos, financieros, militares e incluso económicos), según el talante de los gobernantes, la influencia de las facciones cortesanas -belicistas versus pacifistas- o las circunstancias internacionales, sin tener en cuenta lo que el padre Vitoria escribiera en su libro De iure bellis, a saber: "que ninguna guerra es justa si consta que se sostiene con mayor mal que bien y utilidad de la república, por más que sobren títulos y razones para una guerra justa". Esto explica que desde el final de la fase bélica heredada de Felipe II hasta la Paz de Rijwick, en 1697, la Monarquía hispánica participe en todos los conflictos internacionales que se desarrollan en Europa, a menudo de manera decidida y firme, en ocasiones a remolque de las circunstancias internacionales, a veces también con desgana, sin ilusiones, como sucede a partir de la Paz de los Pirineos (1659), cuando España pierde la iniciativa militar y diplomática, que pasa a Francia, y se repliega en sí misma para poder remontar la crisis económica y financiera que sufre, recayendo desde entonces la defensa de sus posesiones europeas en Holanda, Inglaterra y el Emperador ante la falta de recursos propios.
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Otro de los rasgos novedosos del gobierno de Calígula reside en su peculiar política de fronteras. Augusto y Tiberio continuaron las líneas marcadas por M. Antonio de mantener un entramado de reinos clientes en los bordes del territorio romano. Ahora bien, Tiberio se vio obligado a una intervención más directa, como la que condujo a la anexión de los reinos de Capadocia y Comagene. Calígula deshizo la labor de Tiberio: el caso de Comagene fue escandaloso para los políticos romanos pues no sólo la entregó de nuevo al descendiente del antiguo rey sino que le amplió el territorio a costa de la provincia de Siria y devolvió al nuevo rey todos los impuestos cobrados por Roma durante los años en que permaneció anexionada. Tales comportamientos con los reinos clientes de Oriente pueden responder a relaciones personales de amistad con los hijos de los antiguos dinastas que habitualmente se educaban en Roma y varios de ellos eran antiguos compañeros de Calígula (el príncipe de Iturea, el príncipe judío Julio Agripa...) más que a una auténtica actuación bien meditada que fuera coherente con la política general del emperador. En el otro extremo del Mediterráneo, en Mauritania, aplicó medidas distintas: Juba II de Mauritania, educado en Roma bajo la tutela del dictador César, ya se había adaptado a todas las variantes del programa romano para esa zona del norte de África. Su hijo Ptolomeo siguió igualmente siendo un rey cliente de Roma, pero Calígula lo mandó asesinar, decidiendo la anexión de Mauritania al Imperio romano. Por otra parte, preparó una expedición militar contra los germanos en el más viejo estilo del momento del expansionismo romano y tal vez también para ser merecedor del título de imperator. No se constatan razones objetivas que justificaran tal campaña. Es posible que pretendiera continuar el proyecto fracasado de su padre Germánico de llevar la frontera hasta el río Elba. La campaña fue minuciosamente preparada y resultó totalmente inútil. A pesar de todo, se hizo conceder por el Senado los honores del triunfo. Y su posterior proyecto de conquistar Britania se quedó en la concentración de tropas en la costa de las Galias, para devolverlas a sus cuarteles después de firmar un pacto con uno de los reyes de las islas Británicas.