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Los bienes eclesiásticos se nutrían principalmente de las donaciones de los fieles, que podían revestir formas variadas: las oblaciones manuales o colectas durante las celebraciones litúrgicas, los diezmos y primicias, los derechos de estola, las donaciones de bienes muebles o inmuebles, los legados y las herencias. En el Concilio de Elvira encontramos cinco cánones que aluden a cuestiones patrimoniales de la Iglesia. En el canon 19 se permite a los clérigos ganarse su propio sustento mediante la negotiatio (dedicación al comercio), siempre que no acudan personalmente a las ferias y mercados extraprovinciales. Esta actividad aparece bastante extendida en otras provincias y sin duda debió reportar sustanciosos beneficios a muchos clérigos, sobre todo a partir de Constancio II, que los exoneró del impuesto exigido a los comerciantes (collatio lustralis). Esta disposición no sólo liberaba del impuesto a los clérigos, sino también a las mujeres -de los clérigos-, a sus hijos y a sus servidores (C. Th. XVI, 2, 14 y 16). Sin duda fue una grave capitulación del emperador ante las exigencias de un clero ávido de enriquecerse. Así, se comprende que a partir de entonces se desencadenase una oleada de vocaciones religiosas entre los tenderos y artesanos. El propio Constancio expresa pocos años después su contrariedad ante tal situación y se ve obligado a reducir las exenciones (C. Th. XVI, 2, 15). El Concilio de Elvira limita este comercio, bien de los productos de las tierras de las iglesias o de las de los propios clérigos, al marco provincial, probablemente para que los clérigos no dejasen abandonada la iglesia durante mucho tiempo, pero sí se les autoriza a realizarlo en otras provincias a través de agentes. En el canon 20, se prohíbe a los clérigos el préstamo con interés. Esta es otra de las actividades que también aparecen atestiguadas en otras provincias imperiales e incluso en la propia Roma. Sabemos de la existencia de una banca que dirigía el entonces diácono y posteriormente obispo de Roma, Calixto. El desastre que parece resultó dicha banca debió acarrear la pérdida de bienes de muchos clientes, según se desprende del conflicto que esta quiebra generó. Los préstamos con interés continuaron siendo una actividad nada ajena a muchos clérigos, a juzgar por la frecuencia con que tal prohibición aparece en muchos concilios de esta época. Una actividad relacionada con este tipo de préstamos era la que consistía en hacer entrega de los bienes a la Iglesia a cambio de que ésta le pagara al donante el usufructo de sus propios bienes. Esta práctica -que en cierto modo era una especie de seguro de vida- aparece atestiguada en el caso de muchas viudas. En el Ambrosiaster (Comm. I, Tm. V, 3-11 P.L. 17, col. 504) se alude a la protección que los obispos ejercían sobre los bienes de las viudas y, en concreto, se menciona la concedida por el obispo de Pavía. Ambrosio de Milán (Ambr. Ep. LXXXII), nos dice que había logrado librar de las exigencias del fisco a una viuda que pertenecía a una distinguida familia. La salvación consistió -tal como él nos relata- en la entrega a Ambrosio por parte de la mujer de todo su patrimonio. Otra ilustre mujer colocó sus bienes bajo la tutela del Papa Gelasio (Gel. Fragm. 35, ed. de Thiel, p. 501) y aun hay más ejemplos como éstos. En Hispania también se dio este compromiso financiero, aun cuando la noticia pertenece a comienzos del siglo VII. En el Concilio IV de Toledo, canon 38, se dice que todos -no sólo viudas- cuantos hubieran colocado su dinero o patrimonio en los monasterios o iglesias, obtendrían a cambio un subsidio en la vejez, o antes, en caso de invalidez. Puesto que las tierras de la Iglesia estaban libres del impuesto obligatorio y de otros munera o cargas fiscales, la conclusión es evidente: la Iglesia engrosa su patrimonio y la caridad individual sustituye a la justicia fiscal. Los cánones 28 y 29 del Concilio de Elvira rechazan las ofrendas de los excomulgados y de los energúmenos, respectivamente. Eran estos últimos aquellos que se consideraban poseídos por un demonio; en la práctica, la mayoría de ellos epilépticos, enfermedad que no sólo se consideraba tenebrosa, sino además contagiosa. Hay prescripciones contra estos enfermos en sínodos y obras de autores cristianos de otras provincias del Imperio. En el caso de los excomulgados, probablemente se tratara de evitar toda ocasión de que éstos comprasen el perdón por medio de dinero, ya que las ofrendas se entregaban durante el acto de la comunión. Por último, en el canon 48 del mismo Concilio, se establece que no se reciban ofrendas con ocasión del bautismo. Alude esta prohibición a los llamados derechos de estola que, si bien no fueron admitidos, en la práctica eran casi exigidos. La reiteración de dicha prohibición en numerosos concilios demuestra la ineficacia de la misma y la continuidad de la práctica. En el Concilio II de Braga (canon 48) se acaban tolerando estas ofrendas sólo como voluntarias y se prohíbe que sean violentamente arrancadas a los pobres. Al tolerarlas como voluntarias quedó abierta la puerta al abuso, ya que la presión y el ambiente moral las establecieron como costumbre y, a partir de ahí, como obligación. Por otra parte, tales ofrendas no sólo se limitaban al bautismo, sino a la bendición del crisma y a la administración de los demás sacramentos.
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La teoría del califato llega a su perfección en los Estatutos Gubernamentales del gran cadí de Bagdad, al-Mawardi, concluidos en el año 1058, pero su práctica había ido evolucionando a lo largo de los siglos anteriores, a partir de los cuatro califas iniciales o perfectos, sin que hubiera una mínima regulación sobre los procedimientos de acceder o ejercer aquella autoridad, que se tenía en nombre y representación de Dios y del profeta, según el único versículo del Corán que alude a cuestiones de poder: "Obedeced a Dios, a su enviado y a los que ejercen su autoridad". De modo que la práctica política califal hubo de basarse en modelos bizantinos y persas para asegurar la continuidad, que entre omeyas y abbasíes se logró por vía dinástica, aunque sin reglas fijas, y defendiendo el carácter vitalicio del cargo, mientras que los jariyíes exigieron siempre el mantenimiento del principio electivo y los si´ies aceptaban la transmisión personal y oculta del poder de un imam a otro, pues eran personajes carismáticos que representaban especialmente la voluntad divina y, según algunas sectas, tenían incluso capacidad para precisar más la revelación anunciada por Muhammad. El califa, al hacer cumplir la ley de Dios y definir, hasta cierto punto, lo que era correcto en relación con ella, fue sobre todo un autócrata que combinaba el ejercicio de la autoridad religiosa con el del poder coactivo necesario para gobernar protegiendo los intereses y fines del Islam según su criterio y, por supuesto, según las condiciones políticas lo permitieran: cuando al-Ma'mun fracasó en su empeño de imponer el mu'tazilismo quedó claro que el poder califal no podía interpretar la ley ni añadir nuevas normas más allá de ciertos límites fijados por la autoridad de los doctores (ulema) y no por él. Pero, en general, los creyentes le debían obediencia y tenían que permanecer unidos en torno a su autoridad, evitando toda división o fitna. A él tocaba la dirección del rezo y de la peregrinación, la suprema capacidad de predicar y de interpretar la ley, la defensa de la comunidad y la expansión del Islam mediante la guerra, la administración de la limosna legal, de las diversas contribuciones y del botín obtenido. Cualquier otro poder debía actuar como delegado suyo o en su nombre, so pena de quedar fuera del amparo de la legitimidad: por eso se mantuvo la figura del califa durante siglos aunque el gobierno efectivo estuviera en otras manos, y por eso fue compatible con la gran autonomía conseguida por gobernadores, jueces y jefes militares. Y, por la misma razón, los procedimientos ceremoniales empleados en torno al califa y la imagen política que debía tener se aplicaron, en menor escala o parcialmente, a otros poderes. Ceremonias y tratados políticos solían tener origen o inspiración persa, aunque no siempre: el califa se rodeaba de elementos de sacralización y distanciamiento en torno a su diván o trono, la prosternación o el beso en tierra eran prácticas obligadas al dirigirse a él, el ritmo de su vida estaba totalmente regulado por la etiqueta de palacio, en especial cuando recibía en audiencia o cuando salía para acudir a la oración del viernes o para pasar revista a tropas, y, en fin, disponía de emblemas propios de su autoridad religiosa suprema: la lanza del profeta y el texto primitivo del Corán, que habría pertenecido al califa Utman. Bajo la autoridad califal debería haberse organizado políticamente una sociedad ideal, tal como la que imaginaba al-Farabi en el siglo XI al escribir sobre la ciudad perfecta. La realidad fue muy diferente, ante todo por la necesidad de articular administrativamente las relaciones entre poder político y sociedad, tarea en la que también fue imprescindible heredar situaciones y ejemplos de tiempos anteriores hasta llegar a la madurez, en tiempos de Harun al-Rasid y al-Ma'mun: los servicios principales u oficinas (diwan) eran la cancillería, el correo y el tesoro, y a su frente había diversos secretarios (katib, plural, kuttab) que a veces recibían el titulo o rango de visir (wazir) aunque hasta mediados del siglo IX no parece que haya habido un Gran Visir al frente de toda la administración en cuanto fuera la voluntad del califa. El gran visir, el gran cadí de Bagdad y el emir o jefe del ejército, formaban la cúspide del poder, sin una especial limitación de tiempo o fijación minuciosa de competencias. La fiscalidad que sustentaba aquel poder era compleja tanto en su composición como en su administración y en el reparto de sus rentas. La limosna legal se tipificó como diezmo sobre la producción agraria completado con porcentajes sobre el ganado y sobre los bienes muebles que no eran para consumo propio sino para comercio. Las contribuciones de los no musulmanes también habían evolucionado: sólo ellos tenían que pagar el impuesto personal o capitación (yizya), pero el impuesto territorial (jaray) había sido adscrito a la tierra, por lo que muchos propietarios musulmanes tenían que pagarlo de hecho. Además, los califas disponían de la renta de tierras de su propio fisco, ejercían a veces monopolios comerciales o manufactureros, acuñaban moneda, tenían derecho al quinto de cualquier botín de guerra, tomaban para sí los bienes vacantes o los dejados por quienes no tenían herederos, y tenían parte en las herencias también en otros muchos casos. Al lado de los anteriores conceptos, que poseían fundamento legal, aparecieron otros, de importancia creciente, basados en la idea de pago a la protección que el poder ofrecía a la actividad mercantil, bajo la forma de aduanas internas y exteriores, sisas sobre las compraventas, control de derechos de peso y medida o sobre la instalación de talleres y tiendas. Al margen permanecían siempre los bienes y rentas afectados a fundaciones religiosas y asistenciales (waqf, habus o habices). Averiguar quién tenía capacidad para recaudar las contribuciones y disponer de su importe equivale a saber en qué manos estaba el poder efectivo. En principio, había un intendente (amil) en cada provincia que tenía el control de catastros y cuentas, gestionaba directamente el cobro o, con mayor frecuencia, lo arrendaba por sectores y especialidades. Era costumbre, por razones de economía, pagar con los recursos obtenidos, en primer lugar, los gastos provinciales, y transferir el sobrante al tesoro califal en la corte, que se nutria además de los recursos propios del califa y de las contribuciones y rentas percibidas en Bagdad y su región. La crisis financiera del califato fue parte principal de su crisis política durante el siglo X, a medida que aumentaba la capacidad de los gobernadores provinciales para retener el conjunto de las rentas cobradas en su distrito. Sin embargo, los primeros abbasíes habían aplicado las antiguas técnicas de división de funciones en la administración provincial para evitar, en lo posible, aquellas acumulaciones de poder, al nombrar por una parte al gobernador militar de cada provincia mientras que, a través del gran cadí de Bagdad, se designaba por otra al o a los jueces, y permanecía al margen el intendente o amil que dependía del correspondiente diwan palatino. Pero la indisciplina e independencia de hecho de los jefes militares provinciales fue en aumento y les permitió controlar también los recursos hacendísticos: cuando tal cosa ocurría, el gobernador o amir era un poder independiente y recibía a veces el título, de origen turco, de sultán. Esta institución ya es considerada por los teóricos de la política a partir del siglo XI, en especial por Ibn Jaldun, y se justificaba su existencia porque aseguraba el cumplimiento de las funciones de protección, orden y defensa de los musulmanes que el califa, reducido a símbolo religioso, había dejado de ejercer en la realidad. Al margen de aquellas situaciones, donde los linderos entre legitimidad y despotismo eran a menudo borrosos, permanecía la figura y la actuación de los cadíes o jueces y su entorno formado por jurisconsultos y doctores de la ley. Aunque dependían en su nombramiento del poder gubernativo, como antaño del califa, directa o indirectamente a través del gran cadí (qadi l-qudat) de Bagdad o de la capital provincial correspondiente, en el ejercicio de su cargo solían actuar con gran autonomía pues afectaba a materias del ámbito privado, penal y mercantil. Así fue como los cadíes articularon en torno suyo muchos aspectos fundamentales y a la vez cotidianos del orden social, controlando una función, la de la administración de justicia y buen orden de la comunidad, que permanecía relativamente al margen de los avatares políticos y promovía una cohesión social en torno a la ley imprescindible. Desde el siglo XI, al menos, dependían de ellos los almotacenes (muhtasib) a cuya competencia pertenecía asegurar el buen funcionamiento de los servicios urbanos, entre ellos el mercado, según se lee en diversos tratados de hisba (por ejemplo, en al-Andalus los de Ibn Abdun y al Saqati). La guardia urbana (surta) dependía de la autoridad política, aunque también pudiera auxiliar al cadí; en Bagdad, ciudad inmensa y capital del imperio, su jefe era lógicamente uno de los hombres de máxima confianza del califa.
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En las relaciones entre los dos grandes poderes, dice Leopold Genicot, entraron en juego dos teorías. Una con sentido fuertemente jurídico y otra con acusadas tendencias teológicas. La primera, apoyada en los textos del canonista Graciano, hablaba de un poder religioso y otro civil. Este, ostentado en ultimo término por el emperador, tenía su autonomía propia. El soberano no tenía que rendir cuentas al Papa ni podía ser despojado por él. El Pontífice sólo podía intervenir en casos (ratione pecati) en los que los actos políticos chocasen con la moral, momento en el cual podía ejercer aquellos poderes que Cristo había concedido a Pedro y a sus sucesores. La tendencia teológica insistía, por el contrario, en la unidad de la Creación y en la superioridad incuestionada de lo espiritual. Teoría que quedó expresada en la "Summa Coloniensis" (en torno a 1170) en la que se presentaba al Papa como "verus imperator" y al emperador como "vicarius eius". El ejercicio del poder por los Papas del siglo XIII (Inocencio III y sus sucesores) condujo a un radicalismo de las posiciones teocráticas y, como contrapartida, a despertar numerosos recelos. De ahí que fueran surgiendo voces que, o bien abogaban crispadamente por la independencia del poder universal del Imperio o, de forma más templada, defendían un dualismo de poderes mitigado. La relación de autores es muy amplia pero bastaría remitirse a unos cuantos ejemplos. El polifacético Santo Tomas de Aquino, en su "De regimine principum" defendía la existencia de un Estado con finalidades propias, aunque éstas se vieran reducidas a la mera potestad administrativa. Los dos poderes procedían de Dios. Al secular hay que obedecerle en las materias civiles; pero dada la finalidad última de la humanidad -la salvación- el príncipe y su pueblo están subordinados al Papa, que puede castigar a un gobernante "ratione peccati". De la misma generación que Santo Tomas fue el también dominico Vicente de Beauvais, autor de una magna obra enciclopédica titulada "Speculum maius". En una de sus partes, el "Speculum doctrinale", defendió la diferencia entre "cuerpo místico del Estado y cuerpo místico de la Iglesia". Continuador de la obra del Aquinatense a su vez, será Tolomeo de Luca. En su opinión, a los cuatro imperios bíblicos había sucedido un quinto: el de Cristo, verdadero señor y monarca del mundo cuyos primeros vicarios (aunque ellos lo ignoraban) fueron los propios emperadores romanos. Sin embargo, en otros pasajes, Tolomeo se sitúa en una línea más acorde con las ideas teocráticas: el dominio del Papa sobrepasa a todos los demás ya que es a la vez sacerdotal y real. El emperador sólo ejerce su jurisdicción por intermedio de la Iglesia. En los años del Gran Interregno alemán, Jordan de Osnabrück redactó su "De praerrogativa Romani imperii" en la que defendía a éste como poder universal encargado de hacer reinar la paz en el mundo. La espada espiritual del Pontífice en absoluto, decía, podía considerarse superior a la temporal. En los años ochenta del siglo XIII, y con motivo de la elección como papa de Martín IV, el canónigo de Colonia Alejandro de Roes defendió una interesante síntesis entre imperialismo, nacionalismo y ejercicio del poder espiritual. En su "Memorando" habló de cómo la voluntad divina había hecho a los germanos dirigentes de derecho del mundo; es decir, les había otorgado el poder político en virtud de su mayor fortaleza militar. Pero, a su vez, había otorgado a los italianos el liderazgo espiritual en función de que el Papado había estado incardinado tradicionalmente en la península itálica; y había concedido a los franceses la rectoría intelectual, en virtud de la enorme autoridad cultural que por esas fechas tenía la Universidad de París. Esta última observación de Alejandro de Roes revelaba la nueva relación de fuerzas a la que se había llegado en los siglos del Pleno Medievo. La pugna -a la postre estéril- entre Pontificado e Imperio jugó a favor de unas monarquías occidentales que supieron utilizar todos los intersticios ideológicos y materiales del sistema político europeo.
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El Islam es "religión y Estado". Por lo tanto, la base de dicho Estado es ideológica y la misión del soberano es, precisamente, la protección de dicha fe. El califato legal y legitimado por la sucesión del Profeta servía al individuo para lograr la salvación eterna, con lo que se alcanzaba una perfecta conjunción entre gobierno y súbditos. Bajo este sistema, la religión es la base de todo el poder y el soberano sólo un fiel reflejo de Dios en la Tierra. De esta definición deriva la palabra califa, es decir, "sicario". En este orden ideal, el bien individual y el del Estado coinciden, y la ley canónica o sharía es la vía de conducción. Así, el califato en el Islam sunní o el immanato en el shií son el Estado islámico justo y verdadero, mientras que los otros únicamente buscan fines terrenales. Sin embargo, teoría y práctica no recorrieron juntas mucho camino en la historia del islam debido a las dificultades para conjuntar religión y política. El hecho de establecer el origen divino del poder político obligaba a los gubernativos a colocar la política bajo enfoques teológicos y jurídicos, como les sucede a las otras dos grandes religiones monoteístas, el cristianismo y el judaísmo.
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El mundo político de Madrid muy vinculado a la prensa y a las tertulias y asociaciones como el Ateneo y la Sociedad Matritense, estaba compuesto por presidentes del consejo, ministros, secretarios de ministerio, altos funcionarios y diputados más o menos habituales con un peso especial. Casi todos ellos fueron intercambiables en sus puestos y los ocuparon alternativamente o incluso al mismo tiempo. El poder ejecutivo, o lo que propiamente se llama gobierno, se componía de seis, siete u ocho secretarías de despacho (ministerios), que se fueron fijando a lo largo del siglo XIX, formalmente nombrados por la Corona, con mayor o menor influencia de partidos o espadones militares. Todos los ministros reunidos formaban el Consejo de ministros, cuyo presidente era quien el rey designara al efecto, con frecuencia vinculado al Ministerio de Estado, o bien otra persona que ocupaba específicamente tal cargo. Las carteras fueron las de Estado (relaciones exteriores), Gracia y Justicia (Justicia, asuntos eclesiásticos, nobleza y, durante un tiempo, la enseñanza), Hacienda, Fomento (comercio, agricultura, industria, obras públicas, comunicaciones y, a partir de un momento, enseñanza), Guerra y Marina fueron estables en todos los gobiernos del siglo XIX. Hay otros dos ministerios que fueron más cambiantes: el de Ultramar, creado en 1858, y el de Gobernación del Reino. Este último, restablecido en 1836, tenía competencias en estadística, administración provincial y local por medio de los jefes políticos o gobernadores provinciales, alistamientos y sorteos para el ejército y la marina con la intervención de los ministerios correspondientes, cuidado de la riqueza nacional en arbolado de montes, caza y pesca, beneficencia y sanidad pública, elecciones para diputados, correos, imprenta y periódicos, teatros y diversiones públicas, cárceles y presidios, guardia civil y, en general, el orden público y la vigilancia. La nómina de ministros fue considerable. Entre 1833 y 1868, hubo nada menos que cincuenta y cinco gobiernos diferentes. Es decir, una media de un gobierno cada siete meses (treinta y cuatro de ellos duraron menos). El número de ministros es mucho mayor que el número de gabinetes multiplicado por el de ministerios, pues en una gran mayoría de los gobiernos, a pesar de su brevedad, hubo reorganizaciones y crisis parciales. En total, fueron más de quinientos cargos ministeriales. Como muchos de ellos ocuparon carteras en diversos gobiernos, el número de personas que realmente fueron ministros de Isabel II o sus regentes fueron unas trescientas cincuenta. Los ministros se elegían fundamentalmente entre hombres de leyes (abogados, magistrados, profesores de derecho) y militares. Con frecuencia, unían a una de las condiciones anteriores la diplomacia y el periodismo, actividades que muchas veces se confundían con la propia política. Como excepciones, nos encontramos algún historiador aficionado, como el Conde de Toreno, propietario y rico por su casa. Algunos, muy pocos (entre los que destacan Cea Bermúdez, Mendizábal y, especialmente, José Salamanca) se dedicaban profesionalmente al mundo de los negocios, si bien otros muchos ministros hicieron negocios aprovechándose de su condición en la política. Llama la atención que prácticamente todas las demás profesiones y actividades estuviesen casi completamente ausentes de una posible carrera ministerial en estos años. Los gobiernos formados por esta reducida clase política se forman por iniciativa de la reina, o sus regentes hasta 1843. La Corona actúa como poder arbitral, aunque, con más frecuencia, tiende a orientarse abiertamente por los moderados. El poder legislativo estaba compuesto de dos cámaras: Congreso y Senado, con función y composición variable según el ordenamiento constitucional y sus correspondientes leyes y reglamentos por las que estuviesen reguladas, muy variables por cierto para tan corto número de años. Los partidos judiciales, en los que se subdividieron en 1834 las provincias creadas en 1833, adquirieron también significado político al constituir la base para la elección de procuradores del Reino (Estatuto Real) o diputados (Constituciones de 1837 y 1845). El sistema parlamentario por el que oficialmente se regía la política era falaz. Los grupos políticos, a veces con la presión de las armas o con la algarada, actúan sobre la Corona logrando muchas veces el encargo de formar gobierno, lo que lleva consigo la posibilidad de "manejar la elección que siempre proporciona mayorías sumisas" (Jover). En el período 1833 a 1868, que abarca el período de Isabel II, hubo veintidós elecciones generales. Prácticamente en todos los casos, los presidentes de gobierno que convocan las elecciones son los que continúan como presidentes de gobierno con mayorías parlamentarias. El hecho que explica el sistema es que los cambios de gobierno, cuando implican cambios de partido político, no se llevan a cabo a través de unas elecciones sino por la decisión de la Corona, forzada en bastantes ocasiones. Como norma bastante general, se puede afirmar que los políticos dinásticos manipulan la máquina parlamentaria. Las tres fuerzas internas del poder liberal en la España de Isabel II, la corona, el ejército y los partidos, se muestran unidas frente a las amenazas externas: carlistas, republicanos y las nacientes asociaciones proletarias. Pero, como ha señalado Raymond Carr, conspiran dos contra la otra en diversos momentos. En el origen de cada uno de los períodos políticos se encuentra una situación anómala en lo que hubiera sido una situación normal parlamentaría: el golpe de Estado. Un general, apoyado por un sector del ejército, pasa a ser dirigente de un partido e intérprete ocasional de la voluntad popular a través de una institución castiza: el pronunciamiento. Este está apoyado con frecuencia por revueltas callejeras en algunas ciudades que a través de las Juntas locales, otra institución nacida en la Guerra de la Independencia, darán un carácter civil al golpe. Además de los ministros y parlamentarios, había otra serie de puestos de representación y altos cargos en la política y la administración radicada en Madrid. Por una parte, el mundo de la representación española en el exterior, que frecuentemente, estaba ocupada en sus escalones más altos por los propios políticos, o si se quiere, al revés. Por otra, los ministerios contaban con una secretaría general y una serie de altos cargos, normalmente denominados directores generales. De cada uno de ellos dependía una oficina, en la que el director general actuaba como jefe auxiliado con un número variable de subalternos. En todo caso, no hay que pensar en una administración muy numerosa, ni excesivamente ágil. Por ejemplo, en 1860, según el Censo que corresponde a ese mismo año, los empleados activos del Estado no llegaban a 31.000, bastante distribuidos por las provincias. En Madrid no llegaban a los 5.000.
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Las fórmulas cancillerescas del Alto Medievo utilizan una gran variedad de términos a la hora de hablar del estatus personal del individuo. Los poderes públicos, sin embargo, insistieron en que no había más que dos categorías de hombres: los libres (ingenui) y los no libres (servi, ancillae, mancipia...). Las proporciones entre ambas categorías varían según las regiones y los momentos aunque para el conjunto del Occidente podamos reconocer ciertas tendencias comunes que conviene analizar. Bajo el término ingenui se ocultan individuos de muy diverso nivel económico y reconocimiento social: los miembros de aquellas familias (aristocráticas o no) relacionados por los lazos de fidelidad vasallática, pequeños propietarios alodiales, comunidades campesinas comprometidas en procesos de colonización de nuevas tierras, o campesinos que cultivan un manso ingenuil inmerso en una superior estructura dominical. Todos ellos tienen unos derechos y unas obligaciones comunes: respeto a su estatuto de libertad, servicio judicial y juramento de fidelidad al monarca. Bajo el término servus se oculta el esclavo o sería mejor decir, el heredero de la esclavitud antigua que, con algunas variaciones, se prolonga hasta fines de los tiempos carolingios. Hasta la mutación del año Mil, el Occidente mantuvo una alta proporción de mano de obra esclava e incluso se convirtió en exportadora de esclavos capturados en los confines eslavos. Núcleos como Ratisbona, Verdún, Arlés, Pavía, etc., fueron importantes mercados de hombres. La documentación de la época nos habla de distintas categorías de servi. P. Toubert ha reconocido, para el Lacio y la Sabina a: servi residentes asentados en tenencias campesinas; servi manuales adscritos a la reserva señorial; ministeriales afectos a ciertos sectores de la producción o la gestión económica dominical; y servi familiares identificables con los esclavos domésticos. En otras partes de Europa se encuentran categorías similares. Y se percibe también una tendencia: el esclavo del Alto Medievo va a diferenciarse sensiblemente del de la Roma clásica. No sólo porque la Iglesia le haya elevado a la dignidad de persona humana. También porque la vieja cabaña humana (la esclavitud-cuartel definida por Max Weber) deriva hacia nuevas formas: el servus puesto en condiciones de proveer su alimentación y contribuir con su esfuerzo a mantener al señor. Todo ello se lograba mediante el asentamiento del servus y su familia en un manso servil. Los servi residentes o servi casati tienden, así, a diferenciarse de los manuales o de los familiares y a parecerse cada vez más a aquellos ingenui también asentados en el gran dominio. Lo que acabará contando no será tanto la condición jurídica original de la familia sino el vínculo de dependencia personal que tiene su contrapartida en la tierra que se ocupa. Cabe, por todo ello, hablar de una cierta promoción de servi de distintas categorías. Así, junto al ascenso de los casati radicados en tenencias, ciertos ministeriales servidores y agentes de un señor (conde, obispo, abad...) pueden conseguir un cierto prestigio político y social. Miembros de familias de servi emancipadas -aunque estemos ante casos excepcionales- pueden llegar a ocupar incluso altos puestos: caso del arzobispo Ebon de Reims, hijo de un siervo real manumitido. Pero cabe hablar también de un proceso inverso: la desaparición práctica de ciertas categorías sociojurídicas a mitad de camino entre la libertad y la servidumbre. Así, los laeti y los aldiones acaban convirtiéndose en simples curiosidades. Un capitular de Carlos el Calvo extiende a los coloni (originalmente ingenuos aunque coartados en su libertad de movimiento) las mismas obligaciones y penas que a los servi. ¿Simplificación de la escala social entre los no privilegiados mediante la dignificación de las capas más bajas y la degradación de las otras? Es evidente que el gran propietario tenía sobrados medios para presionar sobre el campesinado, libre o no. Las circunstancias políticas -disolución del imperio, debilitamiento del poder central, incursiones de sarracenos, normandos o magiares aumentaron la indefensión y empujaron a los más débiles a buscar a cualquier precio la protección de los poderosos. Los lazos de dependencia (noble o no) acaban extendiéndose al conjunto de la sociedad. Aunque los despojemos de la retórica, ciertos textos nos ilustran bien sobre el grado de empobrecimiento al que habían llegado amplias capas de la sociedad carolingia. El concilio celebrado en Tours a finales del reinado de Carlomagno habla de la multitud de hombres libres que "por muy distintas causas han sido reducidos a un grado extremo de pobreza". Unos años más tarde, los missi dominici de Luis el Piadoso hablan del "número ingente de personas que han sido despojados de sus tierras y de su libertad". A medida que nos acercamos al milenario del nacimiento de Cristo la violencia desatada sobre los campos por los poderosos y sus clientelas se hace cada vez más detectable. Frente a la rapiña de una minoría convertida en casta guerrera y ante la impotencia del poder político, la Iglesia trató de imponer su autoridad. Surgieron así los Concilios y Asambleas de Paz y Tregua de Dios. El Mediodía de la actual Francia fue la primera zona afectada por este movimiento ya que en ella fue donde más tempranamente desapareció la autoridad real. Así, el Concilio de Charroux del 989 y otras reuniones posteriores trataron de imponer una condena frente a aquellos milites culpables de todo tipo de violencias entre las que se encontraba el despejo de los campesinos. Cuando se habla de éstos se les define sistemáticamente como pobres: pauperes, id est agricultores. Se consagra, así, una dialéctica entre el miles heredero del potens de años atrás, y el pauper cultivador de la tierra. Sólo habrá que esperar unos años para que Adulberón de Laón complete esta imagen que será la de la sociedad feudal clásica.
termino
acepcion
Plataforma sobre la que se eleva el templo romano.
acepcion
Plataforma que separa la arena del público en el circo romano.