Según una de las estadísticas mas fiables de la época, como era el llamado Censo de Godoy de 1797, la población española ascendía, a fines del siglo XVIII, a diez millones y medio de habitantes. El recuento de población de 1822 nos proporciona una cifra de 11.661.867 habitantes para toda España, y en 1834, es decir al año siguiente de la muerte de Fernando VII, la población española había alcanzado los 12.162.172 habitantes. Miguel Artola cree que a estas tres evaluaciones hay que aumentarles en un diez por ciento al menos, puesto que de no hacerlo el perfil demográfico resultante sería demasiado sorprendente para cualquier proceso poblacional, no en lo referente al ritmo de crecimiento del primer tercio del siglo XIX, sino en relación a la distancia existente entre estas cifras con las del periodo anterior y, sobre todo, con el periodo posterior. Lo que trata de corregir con esa matización es que unas cifras tan bajas entre 1797 y 1834 no produzcan un salto tan brusco con las que hay que aceptar a partir de 1860 y que por consiguiente no haya que admitir una tasa media de crecimiento anual intercensal tan elevada, que estaría alejada de la realidad. Teniendo en cuenta estas cifras, parece que el primer tercio del siglo XIX puede definirse como un tramo cronológico en el que la población muestra un comportamiento dubitativo dentro de un proceso general de crecimiento que puede haberse acelerado después de la última epidemia de cólera que se registró en 1833. La explicación de este fenómeno habría que centrarlo en tres causas fundamentales: la Guerra de la Independencia y sus efectos; las consecuencias de las epidemias de 1800, 1821 y 1833; y la incidencia de las guerras civiles entre 1814 y 1823 y posteriormente en 1827. De todas formas, la utilización de los datos oficiales no permiten realizar muchas precisiones sobre el comportamiento demográfico de este periodo. Sería necesario disponer de las suficientes gráficas de nacimientos-bautismos y de defunciones-entierros para obtener un panorama mucho más claro del crecimiento de la población. Se han realizado estudios en este sentido en Cataluña, Galicia y Andalucía, pero sus resultados no son suficientes para aplicarlos al total de la nación. En todo caso, lo que hay que tener en consideración es que en esta etapa la población española era mucho más reducida que la de los países de su entorno, cosa que llamaba la atención de los extranjeros. Según los datos que recogió el diplomático francés Boislecomte, los Países Bajos contaban con 4.659 habitantes por milla cuadrada en 1825, Gran Bretaña 3.875, Francia 3.085 y Portugal 1.815; España sólo tenía 1.636. Una de las cosas que también podía sorprender a los visitantes extranjeros era la concentración de la población en grandes núcleos urbanos y la inexistencia de grandes casas de campo o de castillos. Entre las grandes ciudades que destacaban por su población en esta época estaban Barcelona, con 120.000 habitantes; Sevilla con 100.000; Valencia con 82.000; Granada con 80.000; Málaga con 70.000; Cádiz con 53.000; Córdoba con 47.000; y Zaragoza con 40.000. La capital, Madrid, superaba ya los 200.000 habitantes, y aunque su población seguía creciendo, no parecía tener a los ojos de algunos observadores, como el diplomático francés citado anteriormente, la influencia que en otros países tenía la capital sobre el resto del país.
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La población hispanoamericana creció mucho a lo largo del siglo XVIII. Según Sánchez Albornoz, con tasas de hasta el 0,6% en la primera mitad de la centuria y del 0,8% en la segunda (Europa crecía a un ritmo del 0,4 al 0,6% ). Naturalmente los valores de crecimiento eran muy variables, según las regiones. Faltan, además, estudios de muchas de ellas, por lo que hay que aceptarlos con muchas reservas. Peor es aún el problema de la demografía general hispanoamericana, ya que aunque se hicieron algunos censos durante el último cuarto del siglo no abarcaron las grandes unidades administrativas, ni fueron sincrónicos. A título meramente referencial, puede decirse que la población hispanoamericana pasó de unos 10.300.000 habitantes en 1700 a unos 16.910.000 en 1810, lo que representa un aumento del 69%. Su distribución por grupos étnicos era aproximadamente en la misma fecha unos 700.000 blancos, 9.000.000 indios, 100.000 mulatos y 500.000 negros. En 1810 habitan el territorio unos 3.276.000 blancos, 7.530.000 indios, 5.328.000 mulatos y 776.000 negros, para hacer un total de 16.910.000 habitantes. Poco significa esto, dada la enorme disparidad de cifras existente. Así, para fines de la colonia (1823), Barón Castro calculó una población total de 15.814.000 habitantes, Humboldt de 17.410.000 y Rosemblat de 18.806.000. Mas útil que las cifras en sí mismas será el empleo de los porcentajes de las distintas etnias, que en 1700 conforman un 6,8 % de población blanca, un 87, 4% de indios, un 1% de mestizos y mulatos y un 4,8% de negros. Un siglo más tarde, la población blanca supone un 19,4%, la india un 44,5%, la de mestizos y mulatos es una 31,5% y los negros son el 4,6%. Vemos así un extraordinario aumento de las mezclas interétnicas (mestizos y mulatos) y de los blancos, así como la permanencia de una enorme masa indígena que, pese a su contracción, suponía todavía cerca de la mitad de la población. Esto último demuestra un indudable propósito político de sostener la sociedad colonial contando con los indígenas, ya que de no ser así los indios habrían desaparecido. La sociedad seguía organizada por estamentos, pero el dinero había irrumpido como factor de nivelación.
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La dinámica de la población española en el siglo XVII se ajusta en todo al modelo demográfico antiguo, caracterizado por una natalidad y una mortalidad elevadas. En 1591 se estima que la población de Castilla ascendía a 5,3 millones de habitantes -aunque hay autores que la evalúan en torno a los 6 millones-, la de la Corona de Aragón a más de un millón, lo mismo que la de Portugal, mientras que en Navarra y las Provincias Vascas no superaba las 350.000 almas. Desde 1580 parece ser que el crecimiento demográfico de la Corona de Castilla ya se había detenido -en la Bureba, por ejemplo, el cambio de tendencia se venía observando a partir de la década de 1550-, iniciándose a continuación un fuerte descenso, más tardío en Andalucía y La Mancha, que se prolongará durante la mayor parte del siglo XVII, motivado sobre todo por factores estructurales. Estos mismos factores condicionarán a su vez la evolución demográfica de la Corona de Aragón, aunque aquí el proceso se inicia más tarde, en unos casos (Valencia y Aragón) a finales del Quinientos y primera década del Seiscientos, en otros, por el contrario, en el segundo y tercer decenio (Cataluña, Mallorca, Menorca y Murcia). Como consecuencia de este estancamiento o regresión, según los casos, se puede afirmar en líneas generales que a mediados de la centuria las pérdidas demográficas de los reinos hispanos eran considerables: la población de Castilla desciende en un veinte o veinticinco por ciento, alcanzando la cifra de 4,2 ó 4,5 millones de habitantes, y la de Aragón entre un quince y un veinte por ciento. La epidemia de peste atlántica de 1596-1602, que penetra por los puertos del Cantábrico y se irradia hacia el interior peninsular, en medio de una cosecha catastrófica, se calcula que pudo causar unos 500.000 muertos, es decir, el diez por ciento de la población castellana. Su incidencia, en una fase de claro declive demográfico, conectado con un descenso de la producción agraria e industrial, con un cambio en la propiedad de la tierra en detrimento de los campesinos, así como con un aumento de la presión fiscal -recordemos que en 1591 se impone el servicio de millones-, resultó, sin duda, traumática, ya que la caída de los nacimientos, estrechamente asociada al aumento de la mortalidad adulta, y el retraso de los matrimonios, ocasionaron una especie de generación perdida, difícil de recuperar, sobre todo porque en los años inmediatos se produce una fuerte corriente migratoria hacia América -se ha calculado recientemente que en el período 1598-1621 emigraron más de 30.000 personas- y se suceden periódicas epidemias de difteria (garrotillo) y de tifus (tabardillos) relacionadas con crisis de subsistencias, como las de 1606-1607, 1615-1616 y 1631-1632. Este descenso demográfico fue especialmente intenso en los núcleos urbanos del centro peninsular, salvo Madrid. Muchas de las ciudades y villas perdieron la mitad de los habitantes que tenían en menos de cincuenta años -es el caso de Segovia, Medina de Rioseco, Ávila, Salamanca, Toledo y Badajoz-, y otras sufrieron pérdidas mayores, como Valladolid, Medina del Campo, Palencia, Burgos y Cuenca. Desde mediados del siglo XVII, a pesar de las crisis de 1647-1650, 1659-1662, 1684-1685 y 1694-1699, se observa un cambio en esta tendencia, ya que la población comienza a crecer, a ritmo lento, es verdad, pero sostenido, en los núcleos rurales -los de Andalucía parecen haber mantenido su población-, aunque en La Mancha y en Toledo las mayores pérdidas se producen en los años 1681-1683. Este crecimiento es mayor y más acelerado en las regiones septentrionales, según se desprende de las series de bautismos recogidas de los archivos parroquiales de Galicia y Asturias. En ambos casos, como sucedió también en Navarra y en el País Vasco, a excepción de Álava, tal crecimiento debe conectarse con la introducción del cultivo del maíz a partir de la crisis de 1628-1633 y la escasa incidencia de las crisis de mortalidad. El comportamiento demográfico de las ciudades fue, sin embargo, de estancamiento, cuando no de recesión, salvo en Segovia y Ciudad Real, que se recuperan a partir de 1650. En la Baja Andalucía, que había empezado a perder su prosperidad con el colapso del comercio americano en 1640, circunstancia agravada por las crisis de subsistencia y por las levas de soldados al frente catalán, la epidemia de 1647-1652 se llevó en torno a 200.000 personas, diezmando la ciudad de Sevilla, después de prender en Cádiz y Málaga, para extenderse por Córdoba y Jaén. En Murcia, los estragos de la epidemia fueron asimismo notables, pues la capital pierde la mitad de su población y Cartagena el 46 por ciento de sus habitantes. En los años siguientes, sin embargo, su población comenzó a recuperarse con cierta rapidez, alcanzando un saldo ligeramente positivo al concluir el siglo, y ello a pesar de la epidemia de 1677-1678 -en realidad, todo apunta a que su impacto fue menor-, merced a la revitalización del comercio americano que trajo consigo el crecimiento de Almería, Málaga, Granada, Cádiz, Jerez, Sanlúcar y El Puerto de Santa María. En Extremadura, por el contrario, la guerra con Portugal, que se desencadena en 1640, si bien las acciones militares de mayor envergadura sólo tienen lugar entre 1650 y 1660, cuando Felipe IV intenta como sea recuperar el reino desafecto, causó un enorme vacío demográfico, ya que al mantenimiento de los ejércitos y las tropelías de los soldados se sumaban las correrías del enemigo, y con ellas la devastación de los poblados fronterizos, que eran abandonados. En Aragón, Valencia y Murcia, que se vieron libres de la peste atlántica, la expulsión de los moriscos causó graves pérdidas demográficas -lo mismo aconteció en determinadas localidades de Extremadura-, especialmente en los dos primeros reinos. En Aragón fueron expulsadas unas 14.000 familias, en Valencia alrededor de 117.464 personas y en Murcia cerca de 13.000 individuos. Sus efectos, al igual que ocurrió en Granada después de la sublevación de los moriscos de la Alpujarra, fueron duraderos en Aragón, donde las condiciones abusivas de la nobleza impidieron una rápida repoblación, aunque no tanto en Valencia y Murcia, pues en uno y otro reino las condiciones económicas evolucionaron positivamente en la segunda mitad de la centuria. A este desastre, le seguirá años más tarde la epidemia de peste de 1647-1654, la más perniciosa de cuantas se padecieron en la región, superando con mucho los efectos de la peste milanesa, que se desarrolló en Valencia y el Rosellón entre 1629-1631. Los primeros brotes epidémicos aparecen en la ciudad de Valencia en 1647, propagándose la enfermedad por el sur a Alicante -de aquí saltaría a Cádiz- y por el norte hasta el Bajo Aragón, donde se detiene, si bien a comienzos de 1650 penetra en Tortosa y el sur de Cataluña, afectando a continuación a todo el Principado y la mayor parte de Aragón. En 1652 la epidemia pasa de Barcelona a Mallorca y Cerdeña, y de aquí a Nápoles en 1656. Su impacto fue enorme en la población. En el reino de Valencia ocasionó cerca de 47.000 víctimas -sólo en la ciudad del Turia falleció un quinto de sus moradores- y en Cataluña afectó a un quince por ciento de sus habitantes. En Aragón las pérdidas humanas fueron asimismo considerables: Zaragoza perdió cerca del veintiocho por ciento de su población y Jaca el cuarenta y dos por ciento. También en Mallorca y Menorca la enfermedad causó estragos, reduciéndose el vecindario de Palma de Mallorca en una cuarta parte y en un quinto el de Ciudadela. Superado este bache, la recuperación demográfica en la Corona de Aragón fue muy rápida, excepto en el reino de Aragón, donde las condiciones económicas eran poco favorables para su desarrollo. En efecto, mientras que aquí la inversión de la tendencia depresiva se sitúa en torno a 1685, siendo insuficiente para alcanzar los niveles poblacionales de la centuria anterior, en Valencia -lo mismo sucede en Mallorca- el crecimiento demográfico se afianza a partir de 1652, no obstante la epidemia de 1676-1678, coincidiendo con el aumento de la producción agrícola y el abaratamiento de los cereales, factores que permitirán que se produzca una nupcialidad precoz y una fecundidad moderadamente alta. En Cataluña, la crisis política, económica y demográfica de los años 1630-1660 no impedirá que su población crezca, alcanzando un saldo positivo al finalizar el siglo, pues a la precocidad en los matrimonios, a la elevada tasa de natalidad y de fecundidad hay que añadir una fuerte migración procedente de Francia, truncada en 1635 a raíz del enfrentamiento hispano-francés pero retomada tras la Paz de los Pirineos y que bastará por sí sola para compensar las pérdidas sufridas durante la Guerra dels Segadors y la epidemia de 1647-1652. Al concluir el siglo XVII la población de los reinos hispanos puede decirse que era la misma que existía en 1591, si bien su distribución geográfica había experimentado cambios muy significativos, pues mientras el centro peninsular se hallaba prácticamente despoblado, no obstante la recuperación iniciada a finales de la década de 1650, sin comercio y sin industria, en la periferia sucedía todo lo contrario. Contraste que también se aprecia entre las zonas rurales y las urbanas, ya que el crecimiento demográfico fue mayor en las primeras que en las segundas, al menos en Castilla y Murcia, debido, sin duda, a una superior vitalidad económica del campo, aunque tampoco conviene descartar, sobre todo desde los años 1660, un reparto más equitativo de los tributos o las exenciones fiscales que se concedieron a quienes se establecían en lugares despoblados, según la Real Cédula de 14 de junio de 1678.
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En la Italia primitiva se distinguen, entre la primera y la segunda Edad del Hierro, dos áreas de elevado crecimiento económico: la Etruria centro-meridional y el Lacio hasta la Campania y, por otra parte, las colonias griegas. Al margen de estas últimas, las zonas más desarrolladas coinciden con las áreas ocupadas por la cultura villanoviana y lacial, mientras que las áreas menos evolucionadas son: por un lado, la zona de la cultura de tumbas de fosa y la Apulia y, por otro, el resto de la Península, desde el centro de los Apeninos hasta las costas adriáticas, las llamadas culturas itálico-orientales, área de gran pobreza material que se mantuvo en unas posiciones subalternas respecto a la zona tirrénica más evolucionada. Las investigaciones epigráfico-lingüísticas de los últimos años han permitido conocer mejor la etnografía de Italia antigua. Se pueden distinguir varias zonas lingüísticas que representan grupos étnicos homogéneos: el área latina coincidiendo con el Latium vetus, más las montañas ocupadas por los sabinos y algunos grupos sabélicos, donde se hablaba el latín. El área mesápica que coincide con la zona de Salento pero cuyos límites hacia el Norte no son muy precisos. Aquí se hablaba el mesápico, probablemente emparentado con el ilírico. Por último, el área itálica que, a su vez, se divide en tres bloques lingüísticos afines entre sí: el umbro-sabino, desde Sabina, la Umbría y el Piceno, el osco en el centro-sur hasta Calabria y el sículo o sicano de Sicilia. Obviamente, a éstos habría que añadir el etrusco en Etruria y el griego en las colonias de la Magna Grecia. Las zonas más desarrolladas económicamente, Etruria y el Lacio, son las que primero se organizaron en ciudades, mientras que en las áreas con menor desarrollo, la organización no pasó durante mucho tiempo de modelos tribales y pequeñas aldeas más o menos conectadas entre sí. En el área mesápica y la zona itálica central no se conoce, durante los siglos VIII-V, la existencia de ciudades, pero sí la existencia de santuarios que parecen atestiguar formas de culto colectivas tales como el templo de Zeus de Ugento o el culto a Feronia, en los extremos del territorio sabino; éste último santuario cumplía también funciones de centro de mercado. También en estas zonas se han hallado restos de edificios y tumbas -como la necrópolis de Alfedena, en el Samnio- que atestiguan la existencia de una clase aristocrático-gentilicia o principesca. En el sur de Italia, sin embargo, la colonización griega retardó el desarrollo local al marginar a los indígenas en áreas que constituían verdaderas reservas. Los pueblos más próximos al Lacio y con los que Roma mantendrá en primer lugar relaciones, generalmente hostiles, fueron los sabinos, los hérnicos, los volscos y los ecuos. Los sabinos, contiguos al Lacio, tuvieron una estrecha relación con la Roma primitiva. La tradición presenta a tres reyes de Roma como de origen sabino: Tito Tacio, Numa Pompilio y Anco Marcio. Hasta Rieti, que era una aldea situada en el centro del territorio sabino, llegaba la vía Salaria que desde Campania pasaba por Roma. La actividad económica primordial en la Sabina era la ganadería. La discusión sobre la presencia de sabinos en la Roma primitiva ha oscilado entre los que mantienen la existencia de un dualismo latino-sabino, hasta los que han borrado toda presencia sabina destacable en Roma hasta la llegada de Attus Clausus, a comienzos de la República. Hoy día se admite que ya desde el siglo VIII a.C. hubo grupos de sabinos asentados en Roma atraídos por la importancia de esta ciudad como centro comercial y, sobre todo, como centro redistribuidor de la sal que llegaba hasta la Sabina. Debemos tener en cuenta la importancia de la sal en el mundo antiguo tanto para las personas como para el ganado, la conservación de alimentos, etc. Pero la existencia de sabinos en la Roma primitiva no permite hablar de un origen sabino de ésta. Los hérnicos, situados al sureste del Lacio, mantuvieron una estrecha relación con los latinos e incluso llegaron a formar parte de la Liga Latina para protegerse frente a los volscos y ecuos, también vecinos suyos. En el 362 a.C. fueron sometidos por Roma, como consecuencia de lo cual perdieron gran parte de sus territorios. Entre los hérnicos parece que no se había alcanzado un desarrollo urbano notable. Su núcleo urbano más importante, Anagni, era más que una ciudad, un centro religioso. Al suroeste del Lacio antiguo, entre los montes Albanos y el mar, se extendía una vasta llanura que entonces y ahora es una importante zona cerealística y hortícola, además de ofrecer buenas condiciones para la pesca y el cultivo de la vid. Es la llanura Pontina. Desde comienzos del siglo V a.C., los volscos consiguieron adueñarse de la mayor parte de esta región que anteriormente había servido de zona de expansión para los latinos. En el tratado romano-cartaginés del 509 a.C. se dice que los cartagineses no debían molestar a las ciudades pontinas, aludiendo expresamente a Ardea, Anzio, Laurentum, Circei y Terracina. Sin duda es ilustrativo de los intereses que Roma tenía en esta región, rica y bien comunicada, ya que era la salida del Lacio hacia la Campania, por donde mas tarde se construiría la vía Apia. La apropiación de gran parte de la Pontina por los volscos, que la ocuparon durante más de cien años, fue una de las razones que explican la crisis económica de Roma durante el primer siglo de la República. Todo el siglo V a.C. de la historia de Roma está salpicado de enfrentamientos con los volscos. Aunque Roma logró varias victorias sobre ellos, como la de Algido en el 431 a.C., el peligro volsco sólo se conjuró definitivamente cuando Roma concluyó un tratado con los samnitas en el 354 a.C. que colocaba a los volscos entre dos fuegos. Por este tratado, ambas partes se comprometían a repartirse el territorio volsco a conquistar. En el 338 a.C. tuvo lugar la derrota decisiva de los volscos, cuyo territorio pasó a manos de romanos y samnitas. Los ecuos, cuyo territorio se extendía al este del Lacio, entre los sabinos y los hérnicos, no conocían la organización urbana. Su población se mantenía en aldeas dispersas y fortines en las alturas, a semejanza de los samnitas. Estos fortines, además de servir de refugio a la población, solían encerrar un templo o santuario. Ya en el siglo VII a.C., los ecuos suponían una amenaza constante para la ciudad latina de Preneste. Desde comienzos del siglo V éstos, unidos a los sabinos y a los volscos, constituían un grave peligro para Roma y la población del Lacio, pero la victoria del dictador romano A. Postumio Tuberto, en el 431 a.C., sobre ecuos y volscos logró conjurar definitivamente dicha amenaza.
monumento
Situado en lo alto de un terraplén y dominando las aguas que corren por el Segre se sitúa la iglesia y el poblado visigodo de El Bovalar. El conjunto eclesiástico mide 25,80 m de longitud por 12,10 m de ancho, ocupando una superficie de 312 m2. El edificio es de planta rectangular y se compone de tres naves separadas por medio de columnas, una cabecera tripartita recta y en el lado opuesto un contracoro donde se ubicaba el baptisterio, compuesto de un baldaquino formado por varias columnas con sus capiteles sosteniendo la arquería. Alrededor de la iglesia se halla la aglomeración del poblado, que ocupa una superficie superior a los 2000 m2. Las casas responden a viviendas unifamiliares de varias habitaciones. Los utensilios hallados hacen referencia a actividades de tipo agrícola y ganadero, además de la plantación de árboles frutales. El conjunto fue ocupado a lo largo de toda la Antigüedad tardía y abandonado entrada ya la segunda década del siglo VIII.
monumento
El poblado de Los Millares (Santa Fe de Mondújar, Almería), ha dado nombre a una peculiar cultura que se extendió desde el sureste peninsular hasta Portugal, siendo el horizonte cultural más significativo del Calcolítico peninsular. Fechado hacia el 3000 a.C., el poblado está situado sobre un estratégico espolón, rodeado de cuatro recintos amurallados producto de las sucesivas ampliaciones que experimentó el lugar; una de estas líneas de muralla conserva una serie de torres circulares huecas dispuestas a intervalos regulares, con carácter defensivo. Todo ello es muestra de un asentamiento estable y permanente constituido como centro regional, que pudo contar con cerca de 1000 habitantes y una compleja división social, como muestran los diferentes tipos de enterramientos encontrados. Este poblado, situado en un territorio árido, donde el agua era esencial, controlaba el cauce del río y las cercanas explotaciones mineras. Asociada al poblado, se descubrió una gran necrópolis de carácter megalítico en la que destacan las tumbas denominadas tholoi, formadas por un corredor y una cámara circular con falsa cúpula, donde se depositaban los enterramientos acompañados de sus ajuares, entre los que se encontraban piezas de cierta riqueza que en ocasiones, como el marfil o las cáscaras de huevos de avestruz, denotan relaciones e intercambios con regiones lejanas.
monumento
Esta vistosa muralla de planta ovalada es una de las mejor conservadas de la isla realizada con losas de grandes dimensiones y en la que destaca un portal adientelado. En el interior, hay restos de habitaciones de planta absidial, así como un monumento central turriforme y una sala columnada adosada a él. Se considera que la muralla y el monumento central pueden datar del año 1000 a.C. La muralla se construyó con grandes bloques que sobrepasan los dos metros de altura y los dos de anchura, directamente colocados sobre el suelo, a veces hincados en él y otras sobre una piedra base que sirve de zócalo. La construcción interior más característica es el talaiot. A los talaiots se les adosan habitaciones realizadas en mampostería seca, normalmente con piedras de pequeño y mediano tamaño. El poblado prehistórico de Ses Païsses pertenece a la cultura talayótica, la fase más significativa de la prehistoria de Mallorca y Menorca. En ocasiones presentan barro en la unión de los bloques y es frecuente que estén asociadas unas a otras con medianeras comunes. Suelen tener un vano de acceso, que en casos aparece enmarcado con piedras de mayor tamaño. En el caso de Ses Paisses resulta evidente la situación del talaiot central en el punto dominante del poblado, a manera de rudimentaria acrópolis, con una serie de edificaciones adosadas que le dan relevancia sobre el resto del conjunto.
obra
El poblado prehistórico de Ses Païsses pertenece a la cultura talayótica, la fase más significativa de la prehistoria de Mallorca y Menorca. La configuración del poblado es lo que se considera como poblado talayótico típico, con una serie de construcciones rodeadas por una vistosa muralla de planta ovalada. Esta muralla, con sus impresionantes losas, y su portal adintelado, es una de las mejores conservadas de la isla. En el interior, hay restos de habitaciones de planta absidial, así como un monumento central turriforme y una sala columnada adosada a él. Se considera que la muralla y el monumento central pueden datar del año 1000 a.C. La muralla se construyó con grandes bloques que sobrepasan los dos metros de altura y los dos de anchura, directamente colocados sobre el suelo, a veces hincados en él y otras sobre una piedra base que sirve de zócalo. La construcción interior más característica es el talaiot. A los talaiots se les adosan habitaciones realizadas en mampostería seca, normalmente con piedras de pequeño y mediano tamaño. En ocasiones presentan barro en la unión de los bloques y es frecuente que estén asociadas unas a otras con medianeras comunes. Suelen tener un vano de acceso, que en casos aparece enmarcado con piedras de mayor tamaño. En el caso de Ses Paisses resulta evidente la situación del talaiot central en el punto dominante del poblado, a manera de rudimentaria acrópolis, con una serie de edificaciones adosadas que le dan relevancia sobre el resto del conjunto.
obra
En el poblado talayótico de Ses Paisses se han encontrado una serie de habitaciones rodeando el talaiot central y dos estancias de planta absidial separadas de este conjunto. En cualquier caso, se trata de habitaciones realizadas con mampostería seca, normalmente con piedras de pequeño y mediano tamaño. En ocasiones presentan barro en la unión de los bloques y es frecuente que estén asociadas unas a otras con medianeras comunes. Se ha podido constatar la existencia en su interior de puntos de apoyo o pilares rudimentarios para sostener la cubierta, probablemente formada por elementos vegetales.