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La India es un inmenso país poblado por cerca de 1.000 millones de personas. La enorme extensión de su territorio y el aporte constante de poblaciones y culturas extranjeras ha dado lugar a un complejo mosaico cultural y étnico que hace necesario hablar, más que de país, de subcontinente, en el que conviven una enorme variedad de religiones, lenguas y formas de pensamiento. La población de la India resulta del cruce de los antiguos habitantes con invasores de origen europeo (arios) que llegan a la península entre los año 1700 y 1500 a.C. Este primer sustrato resultó muy fructífero, dando lugar a la cultura llamada védica y al surgimiento del sánscrito. Paulatinamente, los primitivos pobladores fueron empujados hacia el este y el sur de la India, creando allí la llamada civilización drávida, de la que, entre otros, derivan los actuales tamiles de la India meridional y Sri Lanka. Persas, griegos, escitas y árabes fueron los siguientes invasores, aportando todos ellos nuevas formas culturales. Además, turcos y mongoles se establecieron en el norte de Pakistán, mientras que tibetanos y birmanos se asentaron en el nordeste de la India.
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Durante el siglo XVIII, y especialmente en su segunda mitad, se produjo un notable incremento de la población europea. Aun cuando por la imposibilidad de conocer los totales exactos de población, las cifras que se manejan no son sino indicadores de magnitud y tendencias y pueden variar de unos autores a otros, las estimaciones de J. N. Biraben muestran una Europa (Rusia excluida) que pasaría de 95 millones de habitantes, aproximadamente, en 1700, a 111 en 1750 y a 146 en 1800: Se trata, pues, de un crecimiento de más del 50 por 100 en el siglo, que equivale a un ritmo anual del 0,43 por 100. Y si nos fijamos sólo en la segunda mitad, el crecimiento es de casi un tercio (tasa anual: 0,55 por 100). Era el mayor incremento demográfico conocido hasta entonces y cerraba la época del crecimiento discontinuo, en que cada etapa de expansión era seguida por otra de estancamiento o descenso -con lo que aquéllas no dejaban de ser simples recuperaciones-, inaugurando la del crecimiento sostenido, que persiste en la actualidad. Los historiadores, al referirse a ello, hablaban todavía no hace muchos años de la revolución demográfica iniciada en el siglo XVIII. La reciente multiplicación de los estudios de demografía histórica, sin embargo, no ha permitido apuntalar dicha interpretación. Por el contrario, hoy se subraya más la modestia del crecimiento de la población durante el Setecientos comparado con el que tendrá lugar en el siglo siguiente y, sobre todo, la esencial permanencia del denominado régimen demográfico antiguo. Las modificaciones producidas en el XVIII, valoradas en su justa medida, no aparecen sino como los tímidos comienzos de la transición al régimen demográfico moderno -o, simplemente, transición demográfica-, realizada en un proceso lento, complejo y diverso, según los países, y que no se afianzará definitivamente hasta muy avanzado el siglo XIX. Parece cierto que la población crecía no sólo en Europa. La búsqueda de una explicación de conjunto no se ha mostrado, sin embargo y por el momento, muy fecunda: únicamente el posible debilitamiento de las epidemias en general, quizá por desconocidos procesos biológicos, o bien modificaciones climáticas, que influirían en la mejora general de las cosechas, podrían afectar a todo el globo. Dadas las actuales dificultades para avanzar más por este camino, limitaremos nuestra exposición al caso europeo, mejor conocido, y donde, por otra parte, encontraremos diversidad de situaciones fruto de la conjunción de factores no siempre idénticos. Porque, si bien el crecimiento de la población europea fue prácticamente general, la diversidad entre los distintos países J.-P. Poussou habla de crecimientos más que de crecimiento-, incluso entre las regiones de un mismo país, como corresponde a una realidad socio-económica aún muy fragmentada, fue grande, y, aunque un tanto artificiosamente, podríamos señalar tres grandes grupos. En el bloque de mayor crecimiento estarían los bordes orientales de Europa, por una parte; Irlanda, por otra. Prusia oriental, por ejemplo, pasará de 400.000 a 880.000 habitantes; Pomerania, de 210.000 a 400.000, aproximadamente; Silesia, de 1 millón a 1,7 millones. Hungría, que sobrepasaba ligeramente los 4 millones de habitantes en 1720, llegará a algo más de 7 millones en 1786. El Imperio ruso pasó de unos 15 millones hacia 1720 a más de 37 millones a finales de siglo. En el otro extremo de Europa, Irlanda, con algo más de 2 millones de habitantes a principios de siglo y 5 millones, aproximadamente, hacia 1800, duplicaba ampliamente su población. En un plano intermedio, pero superando el crecimiento medio, podemos situar a Inglaterra-Gales, que de poco más de 5 millones de habitantes en 1700 pasa a 5,7 millones a mediados de siglo -el ritmo es todavía moderado- y, en una gran aceleración, a algo más de 8,5 millones en 1800. Y también a los Países Bajos austriacos: de algo más de 1,5 millones de habitantes a principios de siglo, se aproximarán a los 3 millones en 1790. Finalmente, hubo otros países de crecimiento más moderado. Son, por ejemplo, Francia -el país más poblado de Europa-, que contaría con 22 millones de habitantes, aproximadamente, en 1700, 24,5 millones en 1750 y sólo algo más de 29 millones en 1800; España, que pasaría de 7,5-8 millones de habitantes a 10 millones, aproximadamente, a lo largo del siglo y con un desequilibrio regional en favor de la periferia; o el conglomerado de Estados italianos, con 13,2 millones de habitantes en 1700, 15,3 millones en 1750 y algo menos de 18 millones al acabar el siglo, siendo en este caso el Reino de Nápoles la zona que creció a mayor ritmo. Las peculiares circunstancias socio-económicas de cada país pueden ayudar a explicar los diferentes ritmos y pautas de crecimiento. Aunque los mayores incrementos de población no tienen porqué corresponder necesariamente a los países de mayor crecimiento económico o con transformaciones más importantes en este campo. Así, por ejemplo, la elevada tasa de crecimiento irlandés durante la segunda mitad del XVIII estaría relacionada con la demanda de sus productos agrarios desde Inglaterra, la roturación de tierras y la difusión de la patata como alimento básico en la isla, lo que permitió mantener una población creciente a niveles de mera subsistencia y en un equilibrio precario... que terminará por romperse con la Gran Hambre de mediados del XIX, causante de una elevadísima mortalidad y del éxodo masivo en los años siguientes. En Pomerania, Prusia oriental y Silesia se combina la todavía inconclusa recuperación de los trágicos efectos de la Guerra de los Treinta Años con la decidida acción colonizadora y de atracción de inmigrantes por parte de Federico II. En la base del gran crecimiento húngaro está también la inmigración y recolonización de la Llanura tras su reconquista a los turcos. Al hablar de Inglaterra y los Países Bajos austriacos hay que hacer referencia, necesariamente, al proceso de crecimiento económico que estaban experimentando, así como el caso francés, de crecimiento ralentizado, suele explicarse por el excesivo tradicionalismo de su economía. Al final del siglo que estudiamos, en un mundo muy desigualmente ocupado, había continentes enteros prácticamente vacíos. En Oceanía apenas había presencia humana, América no llegaba a 0,6 habitantes/km2 y África tenía una densidad de 3,4 habitantes/km2. También en el Viejo Continente había, por el Este sobre todo, zonas inmensas casi despobladas. En conjunto, las tres cuartas partes de la superficie emergida terrestre sólo estaban ocupadas por la quinta parte de la población. El contraste era brutal: en China y la península indostánica (décima parte de la superficie) vivía algo más de la mitad de la población mundial. Y Europa (3,6 por 100 de la superficie global) concentraba al 15 por 100 de la población mundial, alcanzando una densidad media de 30 habitantes/km2. Los mecanismos demográficos mediante los que se produjo el crecimiento parecen ser bastante generales, observándose un ligero descenso de la mortalidad frecuente, pero no sistemáticamente acompañado de cierto incremento de la fecundidad -elemento este último, sin embargo, decisivo en algún caso concreto-. Pero todavía, insistimos, dentro del antiguo régimen demográfico, cuyas características generales vamos a recordar.
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La España del siglo XVIII es un país escasamente poblado. Las áreas con mayor densidad de población son Madrid y Guipúzcoa, con más de 60 habitantes por kilómetro cuadrado. Entre 51 y 60 habitantes presentan Navarra, Valencia y Baleares. La densidad de población es algo menor en zonas como Asturias, Toro y Sevilla, situándose entre los 41 y los 50 habitantes por kilómetro cuadrado. En Cataluña y el antiguo reino de Granada la densidad está entre los 31 y los 40 habitantes. Las zonas de menor densidad de población corresponden al interior. Entre 11 y 30 habitantes por kilómetro cuadrado tienen áreas como Galicia, Aragón, prácticamente toda Castilla la Vieja, Córdoba y Murcia. Las zonas más despobladas son León, Zamora, Salamanca, Extremadura, La Mancha, Cuenca y Jaén, con una densidad inferior a 10 habitantes por kilómetro cuadrado.
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Los gobernantes borbónicos pronto se preocuparon por lo que a su juicio resultaba una evidencia: la Monarquía adolecía de una importante merma poblacional que era el resultado de una precaria situación económica y una de las causas de la pérdida de peso en el ámbito internacional. Desde esta perspectiva, las referencias míticas a una España pletórica de habitantes en tiempos de los Austrias mayores fueron una constante. Como no lo fue menos, desde la predominante óptica mercantilista, la reclamación urgente de un aumento de la población. Se precisaban más hombres para las fuerzas armadas, más individuos para trabajar más hectáreas de tierra o producir más manufacturas, más súbditos de los que conseguir impuestos destinados a la defensa de una potente monarquía. Buena parte de los políticos y pensadores postularon que un aumento de la fuerza de trabajo posibilitaría una mayor producción nacional que serviría para alimentar más bocas en el interior, proveer mejor los mercados coloniales y comerciar en condiciones más ventajosas con las potencias extranjeras. Todo ello conduciría, además, a crear una balanza comercial favorable a los intereses españoles. Con estas creencias quedaba claro que la primera premisa para el renacimiento nacional y la prueba palpable del mismo pasaba por la misma variable: la población. Si el número de habitantes se multiplicaba era que las cosas en la Monarquía iban razonablemente bien. Los recuentos generales de población elaborados durante la centuria (Campoflorido en 1712-1717, Ensenada en 1752, Aranda en 1768, Floridablanca en 1787 y Godoy en 1797), así como los diversos estudios parroquiales elaborados en los últimos años, muestran bien a las claras que la población española tuvo un evidente crecimiento secular. En efecto, el número de habitantes inició en el Setecientos un lento pero seguro despegue que supuso finalmente un crecimiento aproximado de 3 millones de personas entre 1717 y 1797. Este aumento de un 40%, hizo pasar al país de 7,5 u 8 millones de habitantes en 1717 a 10,5 u 11 en 1797. Un auge de tono europeo, algo inferior al inglés o al de los países nórdicos, similar al italiano y superior al francés. Debe advertirse, sin embargo, que esta importante expansión no puso en entredicho las características básicas del modelo demográfico antiguo en el que seguía anclada la población española: alta natalidad (42 por mil), alta mortalidad (38 por mil), significativa incidencia de epidemias y hambrunas, mortalidad infantil del 25% de los nacidos y una esperanza de vida inferior a los 30 años. En conjunto, pues, un aumento nada espectacular, más bien moderado y que en algunas zonas supuso la mera recuperación de cifras poblacionales alcanzadas antes de la época de hierro que el siglo anterior había dictado. El Setecientos abrigó la última expresión del incremento poblacional que el tardofeudalismo podía amparar sin alterar sus propias características esenciales. Si bien debe recordarse que en algunos lugares el crecimiento poblacional había empezado en las últimas décadas del Seiscientos, parece lícito afirmar que el incremento se produjo especialmente en la primera mitad de la centuria, mientras que a finales del siglo se vivió una etapa de dificultades generalizadas que frenaron un tanto la expansión. No obstante, si adoptamos un punto de vista regional las conductas se diversifican en tres comportamientos demográficos básicos. En la España norteña el movimiento resultó precoz en el tiempo y fuerte en su intensidad, llegando en ocasiones a una tasa de crecimiento anual del 6 y 7 por mil, aunque el fuelle pareció disminuir desde mediados de la centuria. El aumento en la España meridional resultó sin duda más pausado pero también más constante y sostenido, debido quizá a que el punto de partida de la densidad poblacional con respecto a los recursos era inferior. Por último, el área oriental ofreció un modelo de crecimiento algo menos temprano pero con una continuidad secular que se mantuvo en Valencia y Murcia y que tan sólo pareció frenarse en Cataluña en los últimos años del siglo. Con todo, la mayoría de las regiones acabaron experimentando un perceptible aumento. Valencia, Aragón o Cataluña duplicaron su población mientras Murcia la triplicaba. Galicia o Castilla crecieron más de un tercio en tanto que Andalucía, Baleares o el País Vasco estuvieron alrededor de un 40% de aumento poblacional. La expansión se confirma también si fijamos nuestra atención en la densidad poblacional. Si a principios de la centuria había una media de 15 habitantes por kilómetro cuadrado, a finales la cifra ascendía a 21. Las variables regionales son también aquí significativas. La costa levantina, el norte vascongado y algunas zonas gallegas conseguirán importantes densidades. En 1787 la media de Vizcaya alcanzaba los 52, mientras que Guipúzcoa llegaba a los 62. En Valencia se consiguieron los 33, en Cataluña los 25 y Murcia se quedó anclada en los 12. Galicia por su parte alcanzará a finales del siglo la media de 45. Sin embargo, en el interior peninsular el panorama cambia al darse densidades máximas de 10 en Extremadura, de 12 en la Mancha o de 17 en la zona leonesa. El resultado último de este proceso es doble. Primero, acabó por consolidarse una situación diametralmente opuesta a la existente en el Quinientos: la periferia se encuentra finalmente más poblada que el interior. Incluso en las propias regiones periféricas, sus zonas litorales crecen más que las interiores: la Galicia costera se mueve en una banda entre 56-100 h/km2, mientras que la interior lo hace entre 15 y 33. Y segundo, en la dialéctica poblacional campo-ciudad, bien puede decirse que el aumento demográfico afectó por igual al hábitat urbano y al rural, consolidándose de este modo un paisaje similar al de siglos precedentes, muy alejado del fenómeno típicamente moderno y capitalista de la supremacía de las urbes. Unas ciudades que asimismo continuaron teniendo sus principales aglomeraciones en el sur y en el Mediterráneo al tiempo que en el norte la población vivía en una mayor dispersión rural. No obstante, el importante crecimiento de algunas núcleos periféricos como Barcelona, Cádiz, Valencia o Bilbao, fue también una realidad secular que no cabe desdeñar. Realidad a la que vino a añadirse la notable transformación que durante el siglo experimentaría Madrid. Además, el aumento demográfico y económico de estas poblaciones y los nuevos aires ilustrados favorecieron los cambios urbanísticos. Las acciones principales se centraron en la creación de infraestructuras urbanas a través de una planificación racionalista encaminada a la mejora de la calidad de vida y también al control del orden público. Así, se elaboraron nuevos planes urbanísticos, se reorganizaron los espacios urbanos en barrios, se derrumbaron murallas, se construyeron grandes edificios públicos y frente a la aristocrática plaza mayor se construyeron explanadas y paseos de corte protoburgués tan bien representados en algunos cuadros costumbristas. ¿Cuáles fueron los motivos del aumento poblacional? Aquí cabe señalar la imbricación dialéctica de causas demográficas de primer orden con factores socieconómicos coadyuvantes. En el caso de estos últimos, no parece que las políticas poblacionistas realizadas por los Borbones tuvieran efectos significativos. De hecho, las preocupaciones se centraron en medidas natalistas algo irreales, tales como ennoblecer a los padres que tuvieran más de doce hijos (hidalgos de bragueta), medida procedente de siglos anteriores y que continuó mostrando su ineficacia. Escasos ecos poblacionales tuvo asimismo la creación de nuevas colonizaciones de trabajadores extranjeros en Sierra Morena, más interesante como proyecto ilustrado global que por su trascendencia demográfica. En cambio, algo más de eficiencia obtuvieron algunas acciones encaminadas a la regulación de las carestías alimentarias tales como la construcción de innumerables pósitos, especialmente en Castilla. Hubo también mejoras de la medicina y la sanidad (construcción de hospitales, Junta de Sanidad, lazaretos portuarios, resguardos de sanidad contra la peste), así como de la higiene (creación de cementerios o diversas medidas de urbanidad). Sin embargo, todas estas actuaciones no consiguieron tampoco efectos poblacionales espectaculares. Desde el punto de vista demográfico, los dos factores de más peso fueron la mayor natalidad de un matrimonio algo más precoz que en otros países y una muerte menos operante que en siglos precedentes. En el caso de la mortalidad catastrófica hay que decir que no desaparecieron del todo las pandemias (1706-1710, 1762-1763 y 1783-1786) y que las crisis de subsistencias locales siguieron regulando la relación entre economía y demografía en el marco regional. Sin embargo, el siglo resultó en este aspecto bastante más benévolo que los anteriores. Aunque el paludismo, las fiebres amarillas o la viruela continuaron llevándose muchos españoles al cementerio, especialmente niños, el lápiz rojo de la muerte actuó con mayor clemencia y ese fue sin duda el factor más influyente en el aumento poblacional del Setecientos. A pesar de un celibato relativamente alto (en 1787 era de un 12% para los varones y 11% para las mujeres entre 40 y 50 años), lo cierto es que el modelo matrimonial español facilitó una precoz nupcialidad y una mayor fecundidad legítima. En general, los españoles se casaban entre los 23 y los 25 años, antes por tanto que en otras naciones europeas. Como fruto de la unión tenían alrededor de cuatro hijos de media, de los cuales un par no pasarían de los 20 años y uno de los supervivientes, voluntariamente o no, abrazaría el celibato. Aunque la tasa media de reproducción superaba en poco la unidad, dado que de cada 100 mujeres casadas sobrevivían hasta las primeras edades adultas poco más de 100 hijas, lo cierto es que la combinación del descenso de la mortalidad y la precocidad matrimonial permitieron un saldo favorable al finalizar la centuria. Con todo, comparada con otras potencias europeas, España resultaba un país menos densamente poblado y además con claros desequilibrios internos en cuanto a la distribución de su población. Unos desajustes que procedían de antaño pero que deben relacionarse también con los diferentes crecimientos económicos regionales que la Monarquía experimentará en el siglo ilustrado.
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Los musulmanes, que suman más de mil millones en todo el mundo, son mayoría en más de cincuenta países, constituyendo una minoría importante en muchos otros. La población musulmana supera el 90 % en casi todo el Norte de Africa, Sudán y Somalia. El mismo porcentaje se alcanza en Albania, Turquía, países del Oriente Próximo y Medio, la península Arábiga, Afganistán, Pakistán, Bangladesh e Indonesia. Porcentajes muy altos, entre el 50 y el 90% de la población, se alcanza en países como algunos del Africa subsahariana, Líbano, Siria, varias naciones ex-soviéticas y Malasia. En Surinam, países del Africa tropical, Bosnia-Herzegovina, Kazajstan y Kyrgyzstan el porcentaje de población musulmana se sitúa entre el 20 y el 50 %. Por último, porcentajes inferiores al 20% son los que hay en varios países del Africa tropical y oriental, así como algunos de Europa del este, Georgia, la India y Sri Lanka.
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Se calcula que en el mundo actual viven unos 13 millones de judíos, de los que un tercio aproximadamente, 4,7 millones, se halla en Israel. Del resto, muy repartido, 5,8 millones viven en los Estados Unidos. En orden decreciente, 600.000 judíos habitan en Francia y 550.000 en Rusia. Ucrania, Canadá, Reino Unido y Argentina tienen una población judía superior a las 250.000 personas. Son numerosas también las poblaciones judías de Brasil, Sudáfrica y Australia, superiores a los 100.000 individuos. Más de 50.000 judíos viven en países como Alemania, Eslovaquia y Bielorrusia. En México, Venezuela, Uruguay, Italia, Bélgica y Holanda, Turquía, Irán, Azerbaiján y Uzbekistán viven más de 25.000 judíos. Por último, en países como Chile, España, Suiza, Austria, Suecia, Letonia, Rumanía, Georgia y Kazajstán viven poblaciones de entre 10.000 y 25.000 judíos, siendo inferior a 10.000 la población judía que habita en el resto de países del mundo. Con respecto a las ciudades, la mayor población urbana judía corresponde a Nueva York, con 1,75 millones, seguida de Miami, Los Angeles y, ya en Israel, Jerusalén. También son notables las poblaciones judías de San Francisco, Buenos Aires, París, Londres o Moscú, entre otras.
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Aunque, como en toda Europa y aun por delante de la media continental, la población urbana tuvo un especial protagonismo en el crecimiento que supone el siglo, el tipo de poblamiento fue de carácter marcadamente rural en atención a que la agricultura constituía la principal actividad laboral y, en consecuencia, a ella se dedicaba el porcentaje mayor de la población, que debía, así, residir en los campos, donde pueden encontrarse pueblos con concentraciones demográficas de gran importancia. Por ello, más de las tres cuartas partes de la población española del XVI habría vivido en el medio rural. De otro lado, partiendo de la básica impronta agraria que tenía la estructura económica, el campo entraba también en la producción ciudadana, quedando las fronteras entre lo rural y lo urbano mucho más difusas entonces de lo que serán más tarde. La calidad de las tierras y las modalidades de su cultivo eran factores que repercutían de forma directa tanto sobre la mayor o menor densidad demográfica como sobre el tamaño de los núcleos en que se asentaba la población. También hay que tener en cuenta que esta circunstancia podía determinar la paradoja de encontrar páramos demográficos, por ejemplo zonas montañosas o insalubres, no muy lejos de ricas tierras que, como llanuras o valles, podían estar extraordinariamente pobladas. Cuando se procede a cartografiar las cifras de densidad de población de la Corona de Castilla para finales del siglo XVI es posible observar una tendencia a la disminución paulatina en dirección norte-sur. Tomando como base la ya clásica presentación de Antonio Domínguez Ortiz, se describiría una primera zona desde las costas cantábrica y atlántica hasta la cuenca del Tajo que habría estado dominada por una densidad de población superior a la citada media, elevándose incluso por encima de los 20 hab./km2. Después de atravesar un cinturón de territorios cuyas densidades se situarían por debajo de esa media (entre 5 y 15 habitantes por km2) formado por Extremadura y Ciudad Real (bastante menos poblada ésta que aquélla), o muy por debajo (menos de 5 hab./km2) en la actual provincia de Albacete, se recuperarían de nuevo las densidades superiores en la Andalucía Occidental (Sevilla, Córdoba y Jaén). Tras esta cuña de densidades por encima de la media que dibuja el perfil de la cuenca del Guadalquivir, se retornaría a las bajas de Murcia y el reino de Granada (con Almería y Málaga), afectado por la expulsión de los moriscos posterior a la Guerra de las Alpujarras. A estos datos hay que añadir que la densidad demográfica de Navarra rozaría la media y que en Canarias se situaría en torno a los 7 hab./km2 En cuanto a los tipos de asentamiento también sería posible observar esa disposición en fajas desde el norte al sur. La zona más septentrional estaría dominada por una extraordinaria atomización en pequeñas aldeas con muy pocas villas o ciudades de verdadera relevancia, que empiezan a ser más frecuentes en la Meseta Norte con Palencia -unos 10.000 habitantes- o Burgos -unos 20.000 habitantes-, para ir dando paso a la aparición de un poblamiento más concentrado a medida que se desciende desde la parte superior de la Meseta, cuya red de ricas ciudades y villas da muestras de la vigencia de un auténtico esplendor urbano. En la Meseta Sur son las concentraciones -Toledo alcanzaría los 60.000 habitantes; la mudanza de la corte a Madrid haría de esta pequeña villa una aglomeración de casi 100.000 personas- las que destacan entre amplios espacios mucho más vacíos, hasta llegar a la red urbana andaluza, donde son numerosas las poblaciones con más de 5.000 habitantes y donde todo lo enseñorea el emporio sevillano con sus más de 125.000 almas. En los territorios de la Corona de Aragón, retomando la cartografía de Domínguez Ortiz, la menor densidad de población le correspondía al reino aragonés (7,5 hab./km2), seguido por Cataluña (11 hab./km2), muy por detrás de Valencia que alcanzaba una densidad de 20 hab./km2, lo que la equiparaba a la zona septentrional de la Corona de Castilla, y de Mallorca, con densidades por encima de los 25 hab./km2. En cuanto a la población ciudadana, la red urbana era de menor densidad que en Castilla, aunque Zaragoza, Barcelona y Valencia destacaban como focos de atracción en sus respectivos territorios. Es indudable que el peso demográfico de la Corona de Castilla en el conjunto de la población española del XVI era abrumador, pues habría representado unas tres cuartas partes del total de la población y contaría con la mayor extensión en cuanto a zonas de más alta densidad relativa. En la coyuntura finisecular, la población castellana ya había empezado a mostrar algunos síntomas de crisis, habiéndose alcanzado los momentos de mayor crecimiento antes del gran censo de 1591, durante las décadas centrales del siglo, entre 1530 y 1570, tal y como apuntó hace años Felipe Ruiz Martín. Recientemente, Bartolomé Yun ha propuesto que se retrase hasta el XV el momento inicial del movimiento al alza, para, después del escalón que supuso el difícil período 1504-1525, relanzarse el crecimiento desde 1530 a la década de 1570. A partir de ese momento crucial, empiezan a menudear las noticias regionales de parálisis o estancamiento en el último cuarto de la centuria. Sin embargo, en la Corona de Aragón la fase de expansión se habría mantenido hasta comienzos del siglo XVII, llegando en el caso catalán hasta la tercera década del siglo, y quedando frenada en Aragón y Valencia por los efectos de la expulsión de los moriscos. El crecimiento secular de la población se produjo bajo el signo del régimen demográfico antiguo, en función del diferencial de una elevadísima tasa de natalidad (40 por mil habitantes) sobre una también altísima tasa de mortalidad (35 por mil habitantes), en especial la perinatal e infantil (150 por mil habitantes). El índice de celibato permanente era elevado. El tamaño medio de las familias, que correspondía al modelo nuclear, no habría sido muy grande, con unos 6 hijos nacidos, de los que varios acabarían por morir en la infancia (c. 3). El número de viudas sería importante -los viudos volverían, por lo general, a contraer un segundo matrimonio-, en especial en el medio urbano, donde se ha calculado que cerca de un sexto de los vecinos eran viudas que actuaban como paterfamilias. La población habría estado sujeta a los efectos de la mortandad catastrófica -los "checks" represivos de Malthus- bajo las formas de epidemias y hambrunas asociadas a las clásicas crisis agrarias periódicas de tipo antiguo. El siglo se cierra con la gran peste atlántica en Castilla (1596-1602) y se abre con la devastadora crisis agraria de 1502-1507, estando todo él recorrido por cíclicos episodios de malas cosechas y epidemias de peste, fiebres tifoideas, etc. Aunque localmente sus efectos pudieron ser graves -por ejemplo, en alguna zona de germanías-, la guerra no supuso un factor añadido de sobremortalidad en la España del XVI porque no se vivieron grandes conflictos militares en su interior. En suma, se ha calculado que la esperanza media de vida al nacer sería de 25 a 30 años. En función del privilegio de naturaleza que reservaba a los españoles la posibilidad de pasar a Indias y de otros factores -como la proximidad al puerto de salida-, la emigración hacia América fue un fenómeno que en el siglo XVI afectó principalmente a la población -ante todo, masculina- de Andalucía, Extremadura, Castilla la Nueva y que supuso una pérdida de un cuarto de millón de habitantes como máximo en el transcurso de la centuria. Por su parte, la Corona de Aragón se benefició de la llegada masiva y continua de inmigrantes procedentes de los Pirineos y el sur de Francia, calculándose que un quinto de los habitantes de Aragón y Cataluña serían de este origen. La causa del crecimiento demográfico experimentado durante el siglo habría que ponerla en relación con la fase expansiva que estaría desarrollando la economía, lo que habría abierto la posibilidad de incrementar tanto la tasa de nupcialidad con la formación de nuevas familias como rebajar la edad media en que se solía contraer matrimonio.
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Mientras tanto, el Reino Unido había experimentado profundas transformaciones de carácter demográfico y económico. De acuerdo con los datos proporcionados por P. Deane y W. A. Cole, el Reino Unido, que tenía algo menos de 16.000.000 de habitantes a comienzos de siglo, había pasado de los 24 en 1831, con una tasa de crecimiento que, en la segunda década del siglo, había superado el 16 por 100. Las magnitudes de crecimiento eran aún mayores en la misma Inglaterra, que se beneficiaba del flujo migratorio desde las otras naciones (Escocia, Gales e Irlanda) que formaban el Reino Unido. El crecimiento de la población se mantuvo hasta 1845, pero fue duramente afectado por la crisis irlandesa de la patata en los años siguientes. En todo caso, la población total del Reino Unido casi alcanzaba los 27,5 millones en 1851.Inglaterra, que significaba en 1851 casi los dos tercios de la población total del Reino Unido, había visto cómo aumentaba su población en los condados de carácter comercial e industrial, especialmente en el norte, a costa de la zona de las Midlands y de East Anglia, en donde predominaban los condados de carácter rural. En estas transformaciones se encerraba un acusado proceso de urbanización que, en el caso de Londres, le llevó desde el millón escaso de habitantes que tenía a comienzos de siglo, hasta los casi 2.500.000 de 1851.Sin embargo, el crecimiento proporcional más espectacular fue el de las nacientes ciudades industriales y puertos que, como término medio, cuatriplicaron el volumen de su población. Es el caso de Liverpool, que pasó de 82.000 a 376.000 habitantes durante la primera mitad de siglo; de Glasgow, de 77.000 a 345.000; de Manchester, de 75.000 a 303.000; o de Birmingham, de 71.000 a 233.000.El crecimiento demográfico de estos años se sostuvo sobre altos índices de natalidad, siempre cercanos al 3,5 por 100 anual, que compensarían sobradamente unos índices de mortalidad muy estables hacia mediados de siglo (en torno al 2,2 por 100 en los años centrales del siglo).La población dedicada a la agricultura y otras actividades primarias disminuyó sensiblemente entre 1801 y 1851 (de un 35,4 por 100 a un 21,6 por 100 del total de la población activa estimada) mientras que aumentaba significativamente la que se dedicaba a la industria (del 29,1 al 42,2 por 100) y al comercio (del 10,4 al 15,5 por 100). Era el reflejo demográfico del profundo cambio económico que se conoce como la Revolución industrial, de acuerdo con el concepto puesto en circulación por Arnold Toynbee en 1881.En 1831, las actividades industriales y mineras, junto con las de comercio y transporte, representaban ya más de la mitad del producto nacional total, mientras que la agricultura y las demás actividades primarias representaban menos de un cuarto del producto nacional. Estas alteraciones sugieren la aparición de una economía decididamente volcada a la industria como consecuencia de un proceso de maquinización que se tradujo en un notable aumento de la producción de manufacturas.En ese proceso de transformación jugó un papel destacado la mejora de la red de comunicaciones, que hizo posible la articulación de un mercado nacional. Al establecimiento de los primeros tendidos, en 1825, siguió un fuerte desarrollo de la construcción en la década de los treinta. A finales de la misma se habían ya construido 2.400 kilómetros, y había quedado establecida la relación entre Londres y la zona industrial de Manchester y Liverpool, eje fundamental de la economía británica. Hacia 1850 eran ya casi 10.000 los kilómetros construidos y se había hecho más densa la red que unía la capital con otras ciudades del norte (Leeds, Derby, Nottingham y Birmingham). A esa red ferroviaria, habría que añadir la mejora de la red viaria (turnpikes) y el aumento de los canales navegables, de acuerdo con un programa de construcción que se había intensificado a mediados del siglo anterior. Hacia 1850 Inglaterra contaba con 6.500 kilómetros de canales y ríos navegables, que permitían la conexión de Londres con las ciudades industriales del norte y con las de la costa galesa.El Reino Unido fortaleció también su papel de gran potencia en el comercio exterior. Según los cálculos de R. Davis el total de las importaciones británicas (dos tercios de materias primas y uno de alimentos) duplicaba ampliamente en los años cuarenta las cifras de los años anteriores a las guerras napoleónicas, y las exportaciones (especialmente textiles manufacturados) aún habían crecido más en el mismo periodo. Se calcula que, durante la primera mitad del siglo XIX, el Reino Unido había controlado más de la cuarta parte del comercio mundial. Asia y América Latina eran mercados en los que los británicos aumentaron significativamente su presencia.Instrumento decisivo en la consolidación de este comercio internacional fue la existencia de una gran flota mercante. Los 15.000 barcos registrados a comienzos del siglo XIX, que desplazaban algo menos de 1.500.000 toneladas, eran ya casi 25.000 a mediados de siglo, de los que mil eran barcos de vapor. El conjunto de esos barcos desplazaba más de 3.000.000 de toneladas.Este crecimiento del comercio ultramarino hizo que no fuera extraño que la presencia comercial se viera pronto acompañada de la presencia política colonial.
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En los siglos XVI y XVII, las únicas ciudades de los reinos peninsulares con más de 100.000 habitantes son Lisboa, Sevilla y Madrid. Con una población entre 50.000 y 100.000 destacan Barcelona, Valencia, Granada y Toledo. Entre 25.000 y 50.000 habitantes se sitúan Valladolid, Zaragoza, Córdoba, Jerez y Málaga. La principal actividad económica es la agricultura. Trigo se produce fundamentalmente en Castilla; arroz en Valencia y maíz en Galicia. La vid se cultiva en Oporto, Zaragoza, Ciudad Real y Cádiz, y la caña de azúcar en Granada. La actividad minera es también importante. Azufre se extrae en Hellín; cobre en Riotinto y estaño en Orense. El hierro se produce en Asturias, Santander, el País Vasco y el Rosellón. El mercurio se extrae de las minas de Almadén. La industria naviera se concentra en Barcelona y Bilbao, y la de cañones en Málaga, Sevilla, La Coruña y Barcelona. La industria textil tiene sus centros principales en Barcelona, Huesca, Zaragoza, Cuenca, Segovia y Córdoba. Pieles y cueros se trabajan en Ciudad Real y Toledo; seda en Granada. Por su importancia, destacan las cerámicas de Teruel, Daroca y Talavera, mientras que el aceite se produce sobre todo en Andalucía y Valencia. Lisboa es el principal centro de comercio de esclavos. Imprentas hay en Barcelona, Zaragoza, Valencia, Sevilla, Madrid y Valladolid. El saber está representado por las universidades de Santiago, Pamplona, Perpiñán, Barcelona, Zaragoza, Valencia, Granada, Alcalá, Salamanca y Valladolid. El comercio con América parte básicamente de Lisboa y Cádiz. Del sureste peninsular salen mercancías para Italia, mientras que los productos enviados a Marsella embarcan en Barcelona. De Santander, Laredo y Bilbao parten productos con destino a Flandes y Francia.
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Las transformaciones que hemos aducido hasta el momento a través de las páginas precedentes, referidas esencialmente al cristianismo y a la presencia de los visigodos, afectaron también al mundo rural. Si bien sabemos poco sobre la perdurabilidad de los catastros romanos durante la Antigüedad tardía, también es cierto que el campo tuvo que estar organizado y vertebrado por una serie de hechos que por el momento conocemos poco. El fenómeno mejor conocido es el de la explotación agrícola y ganadera que estaba en manos de grandes propietarios. Esta explotación, relativamente importante en esta época, generó una serie de fuertes transformaciones en la arquitectura de las villae, extendidas con mayor o menor densidad por toda la geografía peninsular, dependiendo del grado de romanización y posibilidades de explotación de la zona. Así, por ejemplo, en la Meseta castellana, que pertenecía en gran parte a la Carthaginensis, nos encontramos ante propietarios que tienen un gran patrimonio de tierras cultivables, al igual que ocurría en la Baetica. Por el contrario, en zonas como la Lusitania, la extensión de las explotaciones es mucho menor y debido a ello su densificación mayor. Debemos tener en cuenta que esta explotación agrícola y ganadera no sólo estuvo en manos de estos possesores, sino que existía una población agrupada en núcleos de hábitat de muy diferente condición. El análisis del paisaje rural requiere en primer lugar acudir a la cuestión sobre la repartición de tierras, que vimos al hablar de los factores diferenciadores entre hispanorromanos y visigodos, puesto que se relaciona estrechamente con la organización y vertebración del campo durante los siglos VI y VII. A tenor de lo dicho sobre el reparto, quedando, pues, en el paisaje rural tierras divididas de un lado, de otro algunas compartidas y otras indivisas, probablemente entre estas últimas tanto algunas tierras de cultivo como otras baldías y bosques, abordaremos ahora cómo se llevó a cabo la explotación de las tierras y cuáles fueron las estructuras arquitectónicas y los núcleos de hábitat de estas explotaciones. Por último trataremos de los productos debidos a la agricultura y ganadería. La explotación de las tierras fue una de las principales ocupaciones de la población de los siglos VI y VII. Las grandes extensiones -latifundia- que configuraban las tierras de los propietarios eran explotadas por siervos, esclavos (servuli) y campesinos libres (rusticoni) o dependientes. Por regla general los campesinos dependientes del propietario vivían en condiciones lamentables, sujetos a una larga serie de obligaciones y protegidos por muy pocos derechos. La situación en la que se encontraba gran parte de este campesinado libre originó el que se viera obligado a depender del patronus para poder seguir con la explotación de las tierras, pasando la relación de patrocinio de padres a hijos. Esta situación de dependencia equivalía a obtener una protección a cambio de la prestación de una serie de servicios y de un pago. La explotación de la tierra, además de los grandes possesores, estuvo en manos de pequeños propietarios, en su mayoría privati, que estaban obligados a pagar un tributo territorial. Este tipo de tierras no podían ser transferidas a ninguna otra persona que no tuviese la misma condición social, asegurándose así que nunca pasarían a personas con privilegios relativos a la exención fiscal.