La pintura del siglo XVII es sin duda una de las aportaciones españolas más importantes al Arte europeo, por la gran calidad de su conjunto, por la genial personalidad de algunos de los pintores del momento y por sus especiales cualidades, que la hacen poseer, por vez primera y única, una entidad propia frente al resto de las escuelas pictóricas del continente.Inciden en su génesis y desarrollo los factores históricos y sociales que ya han sido apuntados, los cuales la confieren una peculiar forma de expresión, en la que la nota predominante es un marcado realismo que, aunque coincidente con la tendencia naturalista creada por Caravaggio en Italia, presenta en España un sentido y una interpretación en cierto modo independientes, porque se fundamentan, no en influencias foráneas, sino en una sensibilidad artística tradicionalmente atenta a lo real y en una expresión vital inmersa en la decadencia política y económica del país, pero profundamente condicionada por el mundo religioso.Precisamente los sentimientos religiosos son los que impulsaron la sencillez, credibilidad e intensidad expresiva que caracterizan a la pintura de la época, pero no sólo en cuanto a la elección o interpretación de los temas, sino sobre todo en relación con la jerarquía de valores que la inspiraron. Por un lado los modelos individuales, la descripción del detalle y las expresiones inmediatas formaban parte de un lenguaje destinado a conmover e impresionar el alma de los fieles, para atraerles así a la auténtica fe como propugnaban los ideales contrarreformistas, pero por otro lado respondían también a un fin simbólico: "descubrir tras de todo, su existir y depender del Creador", en palabras de Orozco. Tanto este autor como Gállego han puesto de manifiesto en sus escritos el carácter trascendente del realismo español, para ambos de significado dual, ya que la apariencia concreta, que posibilitaba la lectura para todos, era a la vez un medio para expresar ideales más profundos, al alcance sólo de unos pocos.Espiritualizar lo sensible y hacer sensible por medio de lo alegórico lo espiritual, es decir, fundir lo milagroso con lo cotidiano, constituye la esencia del realismo español, que sirvió sobre todo a los intereses de la Iglesia Católica, principal cliente de los pintores de la época.La hegemonía religiosa en la vida del país, la confesionalidad de la Corona, la vinculación de la nobleza al mundo eclesiástico y la inexistencia de una auténtica clase burguesa, determinaron que la temática imperante en el siglo XVII español fuera de carácter religioso, encargada principalmente por monasterios, conventos y parroquias, pero también por los monarcas y los grandes señores, que ejercieron un importante papel de mecenazgo hacia las instituciones eclesiásticas y por ende a la pintura dedicada a estos asuntos.El retrato ocupa, aunque a distancia, el segundo lugar dentro de la temática del barroco español. Concebido con gran sencillez y sobriedad, refleja también la ideología de la época, porque su intención principal era la de representar imágenes llenas de dignidad y nobleza, fijándolas para la eternidad en un momento de su existencia, con esa sed de inmortalidad personal que según Unamuno es resorte de todo lo español.Las nuevas aportaciones del Barroco -género, paisaje, cuadros de flores, bodegón, etc.-, no hallaron en España el ambiente propicio para su desarrollo, debido a la singularidad de la clientela. Sólo el bodegón, a pesar de su escasa presencia, alcanzó una tipología personal y característica, basada en un lenguaje extraordinariamente realista y preciso con el que se realzaba la sencillez y la calidad material de los elementos representados. Al menos en su origen y de la mano de Sánchez Cotán, esta intención respondía también a planteamientos religiosos, puesto que buscaba la acción creadora de Dios a través de los objetos más humildes, dando una visión trascendente de la naturaleza.Las mismas circunstancias que imposibilitaron el desarrollo de otros temas, motivaron también la escasa dedicación de los artistas españoles a la mitología, cuyas cualidades -presencia del desnudo y carácter intelectual y profano- eran evidentemente ajenas a los intereses de la clientela dominante.Sin embargo, cuadros dedicados a estos asuntos, aunque ejecutados por pintores italianos y flamencos, formaban parte de las principales colecciones de la época, no muy numerosas pero sí de gran riqueza, entre las que destacan la del propio Felipe IV, las de los condes de Monterrey y Benavente y las de los marqueses de Leganés y Heliche. Este hecho demuestra que en los ambientes más cultos y socialmente elevados del país, en especial entre aquellos que en virtud de sus cargos políticos y circunstancias personales viajaban por el continente, la pintura mitológica fue aceptada y admirada, pero sólo desde el punto de vista privado y para decorar los salones de las residencias palaciegas, lo que llevaba implícito la elección de las más prestigiosas firmas y escuelas europeas, quedando así al margen la mayoría de los pintores españoles del momento que, en general, no podían competir con los maestros foráneos a la hora de realizar este tipo de obras, debido a su tradicional dedicación al mundo religioso.Sin embargo, las colecciones facilitaron al artista hispano del XVII el acercamiento a algunos de los grandes maestros del Renacimiento y a las novedades de la pintura europea del momento, sobre todo a aquellos que trabajaron próximos a la corte, puesto que la colección real atesoraba el más relevante y rico conjunto de obras. Este protagonismo de la capital como principal foco receptor de invenciones foráneas, se vio también incrementado gracias a la actividad que en ella ejercieron ilustres pintores europeos, como Rubens y Lucas Jordán, sin olvidar a los boloñeses Mitelli y Colonna, que introdujeron en la pintura española de los años centrales del siglo las fórmulas de la quadratura (decoración mural de arquitecturas fingidas).
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Ya hemos señalado cómo la pintura de la dinastía Song se centró en la Academia y en el círculo de los pintores-letrados. Paralelamente a estas dos formas de entender la pintura, se desarrolló un antiacademicismo aglutinado en torno a la filosofía chau. La palabra channa (en japonés zanna), procede del concepto indio de chyana, que significa meditación. Esta idea de meditación fue introducida en China hacia el año 520 por el monje indio Bodhidharma, al cual se le considera el fundador de la filosofía chan. En realidad el chan o zen es una secta budista integrada con elementos de la filosofía taoísta, que se aleja de los dogmas y la colectividad, propugnando una vía o camino (dao) individual para acercarse a la percepción inmediata de la realidad. Es, pues, una experiencia personalizada con ausencia total de enseñanzas y un método para conseguir la ausencia de método. Con ello no se niega la realidad sino que se pretende llegar a la abstracción para comprender la esencia de las cosas. Su razonamiento vital se extendió a todas las artes impregnándolas de una nueva estética igual a invención y poesía. El trazo caligráfico en poesía y pintura es el medio ideal para la transmisión del absoluto basado en la espontaneidad del pincel. Aunque el chan se desarrolló primero en China, fue en Japón (siglo XIII) donde encontró un mayor número de adeptos, extendiéndose a todos los aspectos cotidianos: la ceremonia del té, cerámica, jardinería, arquitectura, pintura... En la dinastía Song del Sur proliferaron las comunidades monásticas zen en los alrededores de Hangzhou, donde acudieron artistas y letrados procedentes de la corte en busca de nuevas vías de conocimiento. Entre ellos destacó la obra de Liang Kai y Mu Qi, menospreciada en China pero muy valorada en Japón en el siglo XIII y en Occidente en el siglo XX por su acercamiento a planteamientos estéticos contemporáneos (abstracción, pintura gestual ...). La pintura chan no despreció la tradición sino que, partiendo de ella, pretendió reflejar su filosofía de absoluta vacuidad. El pincel y la tinta aplicados en el trazo caligráfico fueron el punto de partida de la pintura monocroma chan. La espontaneidad del trazo, basada en el aprendizaje, enfatizaba los aspectos compositivos de la obra: simplicidad y valoración del vacío. Los pintores chan aprovecharon el cambio de composición realizado por Ma Yuan y Xia Gui, depurándolo con el rechazo de la artificiosidad que se muestra en la preferencia por la tinta monocroma y sus infinitos matices que se complementan con los trazos. La inmediatez del pensamiento chan se corresponde con la de la ejecución del trazo y ahí es donde se unen poesía y pintura con la filosofía chan. Liang Kai fue primero pintor de la Academia iniciándose con Li Longmian, del que heredó el gusto por el trazo y el refinamiento en el detalle que se observa en las obras de su primer período. Apreciado y premiado en los círculos académicos, rechazó todos los honores para retirarse al Monasterio de Liutong Si, en Hangzhou, donde se convirtió en monje chan. Allí aprendió los principios esenciales del chan, que se manifestaron en sus obras con una mayor soltura y libertad de trazo en pos de la espontaneidad. Las obras que conocemos de Liang Kai se centran en la pintura de personajes asociados al chan. Dos retratos del patriarca Huineng, fundador de la Escuela Chan (zen) del Sur, resumen el propósito de su pintura. En uno de ellos y mediante un majestuoso trazo caligráfico, recoge el momento en que Huineng corta bambú, centrando la fuerza de la obra en la idea de absoluto entre el patriarca y el tronco de bambú; trazos más oscuros en la nuca y otras zonas equilibran y enfatizan la emoción contenida. En el segundo retrato de Hui Neng representa el momento de rasgar las sutras budistas, como rechazo a las enseñanzas escritas, mostrando indignidad y mofa. Mu Qi (1210-1275) no perteneció a la Academia y su formación se centró en la comunidad chan. En sus obras utilizó una aguada muy suelta tanto en sus paisajes como en temas de valor simbólico: el dragón y el tigre (la fuerza de la vida) o monos y grullas (el grito de la soledad). Quiso expresar la mutabilidad de la naturaleza mediante la oposición de claros y sombras. Tanto Liang Kai como Mu Qi jugaron con la ambigüedad y sugerencia, intuyendo el tema central mediante trazos esenciales y matices de tinta. La tradición chan no se apagó con la caída de la dinastía Song, pero no volvió a ser tan fructífera. Sus seguidores hay que buscarlos más en Japón que en China, o bien en casos aislados de la pintura de las dinastías Ming y Qing (Ni Zan, Shen Zhou, Da Jin, Ba Da shan ren, Shi Tao ...), que participaron en cierta medida del sentido de lo absoluto de la pintura chan. A partir de la dinastía Song, la pintura china se agrupó en torno a dos grandes escuelas: Norte y Sur, procedentes de las dos sectas chan, más diferenciadas por la actitud del artista ante el modo de entender el hecho pictórico que por concepciones técnicas o compositivas.
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Si las arquitecturas magníficas de Bramante y los colosos marmóreos debidos al Buonarroti joven forjaron un espacio de magnitudes que no conoció el Quattrocento, si exceptuamos la cúpula de Brunelleschi, el Clasicismo del primer Cinquecento quedaría incompleto si no lo hubieran definido también los grandes pintores. La disputa sobre la primacía de las artes, que dio tanto que hablar entonces y después, pese a la inclinación por la escultura que rubrican los mármoles de Miguel Angel, se desplazaría del lado de Leonardo, que con abundantes razones, extendidas a lo largo y lo ancho del Tratado y por su misma obra pictórica, proclamaba la supremacía de la pintura, capaz de penetrar en las emociones humanas cómo en el análisis del pensamiento, en la recreación del mundo y la naturaleza que nos rodea. En la consecución definitiva del ideal clásico perseguido ya por los neoplatónicos del Quattrocento, van a intervenir creadores excepcionales, en una década también excepcional que reunió en Florencia a dos eximios florentinos: Leonardo, el verdadero precursor del Clasicismo por haber adivinado desde el último cuarto del XV los derroteros del estilo, y Miguel Angel, veinte años más joven y sólo ocupado de pintar pasado el año 1500, a los que ha de agregarse al más joven Rafael que, nacido en Urbino y formado en Umbría, habría de coincidir con ellos dos en Florencia en idénticas fechas. Con todo y a pesar de que la convergencia de tres magnos fundadores, a los que cabría añadir el nombre de Fra Bartolommeo della Porta, permitió a Florencia ser cuna de la nueva estilística, las condiciones políticas y sociales de la ciudad en ese momento no fueron tan propicias para retenerlos unidos. Tras la expulsión de los Médicis y la instauración del penúltimo gobierno republicano con el gonfaloniero Soderini al mando, la trayectoria hegemónica de Florencia se eclipsó y también naufragó su prosperidad económica. En 1512 recuperaron el poder los Médicis, pero pesó más en el futuro de la dinastía el nombramiento de Julio de Médicis como papa León X, y esta elección confirmó el desvío hacia Roma de la capitalidad artística que ya Julio II había potenciado como cabeza de la renovación religiosa y cultural. Los tres pintores trasladarán a Roma su residencia y su taller, Miguel Angel desde 1506, Rafael en 1508, y algo después Vinci, que no abandonó la clientela florentina o milanesa. Salvo la dilatada longevidad de Buonarroti, Leonardo, ya emigrado a Francia en 1517 y muerto dos años después, y Rafael en 1520, puede afirmarse que el momento cumbrero de la vigencia del Clasicismo en vida de sus creadores quedó ceñido a dos décadas, incluso menos, porque en los años finales de la corta vida de Rafael, como antes en el estilo de Miguel Angel, ya se advierten fracturas y síntomas anticlásicos y manieristas. No será Roma, pese a los cuatro colosos incluyendo a Bramante, al que también ha de contarse como pintor que en los filósofos y guerreros de la Pinacoteca Brera de Milán demuestra su talla como conformador de patrones plenos y rotundos, el único crisol del Clasicismo. También Venecia, precisamente en las dos décadas citadas, habrá de conocer el surgimiento de otra escuela que, en esencia, se aproxima a los mismos ideales. Iniciada por Giorgione, a quien por cierto influyó Leonardo, y proseguida por Tiziano, el Clasicismo veneciano conoció una más dilatada cronología y, sobre las regiones a que llegó su influjo, un prestigio que sobrepasó el Renacimiento y perduró en el Barroco.