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Esta escena se aleja de las pinturas costumbristas identificativas del Romanticismo andaluz y de Valeriano Bécquer. El pintor nos presenta una escena familiar protagonizada por un oficial carlista que pinta una escena de batalla. El militar aparece acompañado de sus hijas y de su esposa, tocando éste el piano, creando Bécquer un sensacional ambiente intimista en el que la luz tiene un destacado papel.
Personaje Pintor
Conocemos más de ciento cincuenta vasos de su autoría, en todos ellos emplea la técnica de las figuras rojas. En los de más temprana edad representa escenas con mayor acción y movimiento, sin embargo, según va evolucionando el tema es más estático.
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Podríamos encontrarnos ante un autorretrato del propio Gerrit Dou en su estudio, siguiendo la estela de su maestro Rembrandt, uno de los pintores más aficionados a plasmar su rostro en sus obras. El artista interrumpe su trabajo para dirigir su mirada hacia el espectador, como solicitando nuestra opinión sobre el cuadro que está en el caballete - una escena del Antiguo Testamento - antes de la inminente llegada del cliente, al que observamos en la puerta de la estancia. En el desordenado estudio contemplamos diversos objetos militares en primer plano que formarían parte del "atrezzo" de los retratos, variados elementos en la pared, entre ellos un retrato oval. La iluminación apenas crea contrastes entre luces y sombras pero dota a la estancia de una sensación atmosférica que recuerda a Tiziano o al propio Rembrandt maduro. Las tonalidades pardas dominan el conjunto, animadas por el malva-grisáceo de la pared, aportando un elemento de modernidad.
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Los primeros trabajos de Monet fueron una serie de caricaturas realizadas a los personajes más significativos de Le Havre, obteniendo por ellas unos 2.000 francos. Cuando se trasladó a París para continuar sus estudios artísticos siguió dibujando caricaturas para financiarse los gastos, eligiendo la "Brasserie des Martyrs" como lugar trabajo. Los clientes gustaban de retratarse por el joven artista que mostraba un aspecto bastante extravagante como podemos apreciar en este autorretrato caricaturesco. El joven Claude aparece de frente al espectador, vistiendo un sombrero puntiagudo y un tabardo rematado con un amplio pañuelo al cuello. Estrechos pantalones y zapatos bicolores completan el atuendo. En su mano izquierda porta su caja de trabajo y dirige su mirada divertida al espectador, destacando en su rostro el amplio bigote, la ligera perilla y el largo cabello alborotado. El propio Monet parece reírse de su propio aspecto de "haragán", como él calificó después a esta época bohemia.
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Aunque la pintura de género no puede definirse como un arte plenamente barroco, puesto que continúa el estilo de los artistas del Naturalismo de la primera mitad del siglo, sin embargo, en algunos artistas del momento se ven influencias en el sentido más dinámico de la disposición de los objetos y en el uso de una pincelada más suelta. Así entre los pintores de flores destacarían Juan de Arellano (1614-1676) o Bartolomé Pérez (1634-1693); entre los pintores de naturalezas muertas, Andrés Deleito (trabaja en Madrid hacia 1680), célebre por sus Vanitas, y entre los pintores de paisaje, Benito Manuel Agüero (hacia 1626-1670), discípulo de Mazo, que revela un sentido dramático y muy romántico de su paisaje de inspiración clasicista, similares a los de Salvator Rosa.
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Desde Baudelaire y aún más desde los impresionistas, la ciudad es el escenario de la vida moderna. En ella se desarrolla la Modernidad, y en ella padecen o triunfan sus protagonistas. Así lo vieron los expresionistas, Kirchner y Meidner especialmente. Después de la disolución de El Puente, en 1913, Kirchner empieza a pintar casi exclusivamente escenas de las calles de Berlín y en 1931 escribe: "La luz moderna de las ciudades, el movimiento en la calle; esos son mis estímulos. Una nueva belleza cubre la tierra... La observación del movimiento excita mi pulsión vital, fuente de creación". Sus inquietantes mujeres encerradas en abrigos largos, estiradas y geometrizadas por contacto con el cubismo y el futurismo, se paran delante de los escaparates o se mueven por calles de perspectivas aceleradas, en un mundo tenso a punto de estallar.Si comparamos las Mujeres en la Postdamer Platz, de Kirchner, con la Postdamer Platz, de Meidner, en "Die Aktion", ambas de 1914, vemos cómo en la primera esas mujeres, situadas en el centro de la plaza y tan grandes como los edificios, son las protagonistas, mientras los hombres, pequeños, las miran o se dirigen tímidamente hacia ellas. En Meidner, por el contrario, la multitud estalla y la plaza también. Da igual si son hombres o mujeres, lo importante es el estallido, el movimiento de la ciudad.Ludwig Meidner (1884-1966), un hombre muy relacionado con el activismo literario y miembro del grupo Los Patéticos (con Richard Janthur y Jakob Steinhardt), con los que expuso en Berlín en 1912 en la galería Der Sturm, publicó en 1914 su "Guía para pintar las grandes ciudades": "Tenemos que empezar a pintar de una vez el lugar donde hemos nacido, la gran ciudad que tanto amamos -escribía-. Nuestras manos febriles deberían trazar sobre innumerables telas, grandes como frescos, toda la magnificencia y la extrañeza, toda la monstruosidad y lo dramático de las avenidas, estaciones, fábricas y torres". Meidner propone penetrar profundamente en la realidad, pintar la vida en su plenitud, no recubrir superficies de una manera puramente decorativa y ornamental: "Pintemos -dice- lo que está cerca de nosotros, nuestro mundo urbano..., las calles tumultuosas, la elegancia de los puentes colgantes de hierro, los gasómetros suspendidos entre blancas montañas de nubes, el colorido excitante de los autobuses y de las locomotoras de trenes rápidos, los hilos ondeantes del teléfono (¿no son como un canto?), las arlequinadas de las columnas publicitarias y por último la noche, la noche de la gran ciudad.El dramatismo de una chimenea de fábrica bien pintada, ¿no podría conmovernos más profundamente que todos los incendios del Borgo de Rafael y las batallas de Constantino?".La suya es una ciudad sin espacios libres, con paredes angulosas, como en los decorados de cine expresionista, que se curvan comprimiendo y destruyéndolo todo. Calles llenas de gente que las ocupan por completo, tranvías y ventanas que sólo dejan ver angustia y soledad, opresión. Un espacio comprimido y destruido, un espacio negativo, de pesadilla, como los poemas de Van Hoddis o de Heym. La ciudad estalla ante un Meidner entre asustado y burlón, que se retrata en muchos de estos cuadros -Explosión sobre el puente (1914, Stuttgart, Galería Valorasen)-. Entre 1912 y 1920 pinta una serie de Paisajes apocalípticos, en los que las ciudades arden, estallan, se destrozan en mil pedazos, como en los poemas de Van Haddis que él mismo ilustró.Pero esta amenaza es todavía abstracta; no podemos precisarla con claridad; la notamos, pero no vemos su rostro. Y eso precisamente es lo que mostrará sin complejos George Grosz en sus ciudades. La calle será el escaparate de la sociedad: asesinos, prostitutas, soldados, curas, burgueses y suicidas se exhibirán como frutas en el mercado.
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El término de Pintores de la realidad surgió en la célebre exposición del año 1934 en la Orangerie de las Tullerías. En ella se pretendía agrupar a unos pintores de comienzos del siglo XVII que, siendo diferentes en su estilo, presentaban como rasgo común el estar apartados de los principios academicistas. Aunque en la actualidad historiadores como Pierre Francastel consideran que el término no es plenamente correcto, lo emplearemos por razones didácticas.La diversidad de caracteres en estos artistas está en que no pertenecen a una misma escuela ni trabajan en el mismo lugar; en realidad, proceden y actúan en algunas de las antiguas provincias francesas. Lo que, por el contrario, les une es una marcada influencia de la pintura tenebrista y la temática que representan, que, aunque variada, se centra sobre todo en retratos de pícaros, soldados, mendigos, escenas campesinas, naturalezas muertas o cuadros religiosos.Pero previamente a ellos conviene comentar por separado la figura de Philippe de Champaigne (1602-1674), que ante todo fue un retratista que conjugó su actuación en la Corte, dominada por los condicionantes de la pintura de tipo oficial, con una etapa posterior en que se acercó a los presupuestos que han servido para conformar el grupo que se ha denominado como pintores de la realidad.Nació este artista en Bruselas, donde recibió una primera formación como paisajista. Tras estos primeros pasos, a los diecinueve años emprendió el camino hacia Italia donde pensaba completar su aprendizaje. Esto es harto significativo, pues, siendo flamenco, no acude a Amberes, al ambiente de Rubens, o a Utrecht, sino que dirige sus pasos al sur, el gran centro artístico que era la península italiana y en especial la ciudad de Roma.Sin embargo, al pasar por París decidió no proseguir su viaje y quedarse en esta ciudad donde residía un pariente suyo que le facilitaría la estancia. Y es en aquellos momentos cuando entablará amistad con Nicolas Poussin y llevará a cabo sus primeras actuaciones. A partir de este momento se puede dividir su producción en dos períodos, el primero desde el año 1621 al 1645 en el que sigue las pautas de la pintura oficial, y el segundo de 1645 a 1674 en que su pertenencia al movimiento jansenista le lleva a hacer un tipo de pintura más austera, en la que predomina la plasmación de la vida interior sobre el boato de la alta sociedad.Comienza su actividad colaborando en la decoración del palacio del Luxemburgo bajo la dirección de Nicolas Duchesne. Tras un regreso a Bruselas en 1627, al año siguiente es llamado por María de Médicis para suceder a Duchesne como Pintor de la Reina y Ayuda de Cámara del Rey. Ya en este puesto, el primer encargo lo recibió en el mismo año de 1628 de parte de la reina, quien le encomendó una serie de pinturas para el convento de carmelitas de la rue Saint-Jacques, conservadas hoy en los museos de Grenoble y de Dijon.También en 1628 pintaba el retrato, conservado hoy en el Louvre, de Luis XIII coronado por la Victoria, que era el primero que hacía del monarca y que sirvió para ganarse su favor. Esta obra también fue importante por señalar el camino a los posteriores retratos de este tipo, pues no cabe duda que la composición se adaptaba perfectamente al aparato que comenzaba a dominar la vida de la Corte francesa. Esto se aprecia en la Victoria alada que, flotando en el aire, corona al rey como vencedor sobre los hugonotes en la toma de La Rochelle, escena que ha sido representada como parte del fondo que se completa con un cortinaje rojo y una recia pilastra. Pero frente a estos elementos de tipo barroco, Champaigne dejó bien patente en el retrato del rey sus muchas cualidades para este género pictórico, que en obras posteriores llevó hasta sus últimas consecuencias.Algún tiempo después fue el cardenal Richelieu quien se dejó seducir por su arte, encargándole una serie de actuaciones para obras que él había propiciado de una manera especial. Así pintó en la propia residencia parisina del cardenal, el actual Palais Royal, la decoración de dos galerías, una de ellas, la de Hombres Ilustres, en colaboración con Simon Vouet; también por encargo suyo pintó los frescos de la cúpula de la iglesia de la Sorbona.Pero, sin duda, las obras más importantes son los retratos del propio cardenal. En estas pinturas, marcadas por una fuerte influencia de Van Dyck en las posturas del personaje, llega a reflejar la personalidad del retratado a pesar de los constreñimientos a que obligaba la pintura de tipo oficial, que coartaba las libertades de expresión artística del pintor.Debe comentarse también cómo Anthony Blunt ha señalado que el modelo de los paños de estas obras está muy cercano a la escultura, lo que hace suponer a este historiador una influencia de los estudios que el pintor hizo de las esculturas clásicas. Esto también entra en relación con las famosas Tres cabezas de Richelieu, obra conservada hoy en la National Gallery de Londres y que fue hecha para servir de modelo a un busto en mármol que había que hacerse del cardenal.Pero estando en un momento triunfal, hacia 1645 entró en contacto con el movimiento jansenista de la abadía de Port Royal, que también había atraído a otros importantes hombres del siglo XVII por sus principios de austeridad y devoción. Desde este momento quedó ligado por el resto de sus días al jansenismo, que influyó en sus pinturas, tanto en las de tipo religioso como en las laicas.En las obras religiosas desapareció la aparatosidad de influencia barroca de su primer período, tendiendo ahora a un arte más sencillo, que había de llamar al corazón de los fieles por su austeridad. Como ejemplo cabría citar la Crucifixión del Museo del Louvre.Pero donde su nuevo estilo tuvo una especial importancia fue en las innovaciones que introdujo en el campo del retrato, de los que constituye una muestra singular el célebre Retrato de un desconocido de hacia 1650, del Museo del Louvre, y que algunos han considerado pueda ser algún destacado personaje de Port Royal, e incluso un miembro de la familia Arnauld.La composición de estas obras es realmente sencilla. En esencia, es un retrato de medio cuerpo en el que el retratado aparece tras el marco de una ventana apoyando una mano en el alféizar; de esta forma se agudiza la sensación de relieve al aparecer claramente dos planos perfectamente marcados. El esquema pudo tomarlo de modelos flamencos o venecianos, aunque él le da un nuevo carácter que hace que se revalorice aún más el sentido realista de la composición, y es que como ya se ha señalado anteriormente, la fidelidad al aspecto físico del modelo es una de las máximas aspiraciones de Philippe de Champaigne, que conjugó además con una especial maestría en la captación de la psicología del retratado.Por otra parte, el conjunto general muestra una gran severidad, pues la figura aparece sobre un fondo oscuro, que si bien revaloriza los rasgos del rostro, por otra parte sirve de complemento a la vestimenta negra del personaje y a la sobriedad del marco de la ventana, lo cual no hace sino recordar la austeridad jansenista.En el año 1648, Champaigne participaba en la fundación de la Académie Royale de Peinture et de Sculpture de la que llegó a ser profesor en el año 1653. Y en aquel mismo año de la fundación pintaba el retrato colectivo de Los regidores de la villa de París, cuya composición parece distar mucho de la del retrato del desconocido, pues está realizada con un carácter más torpe, lo cual es debido al tipo de retrato en el que hubo de atenerse a unos presupuestos de tipo oficial. Hay así un hieratismo y unas posturas muy forzadas en las actitudes de los dignatarios de la ciudad del Sena, aunque, superando estas restricciones, una vez más dio muestras de su genio en el tratamiento de los rostros, con la plena captación de los rasgos exteriores e interiores del retratado, por lo que cada uno de estos retratos tomados de manera independiente se convierte en una auténtica obra maestra.Fue en 1662 cuando pintó la que quizás sea su auténtica obra maestra, tanto por el carácter del retrato como por su composición general y la adecuación del conjunto a las ideas que emanaban de Port Royal. Nos referimos al Cuadro votivo de sor Catherine de Sainte-Suzanne del Museo del Louvre.El motivo del cuadro está en el agradecimiento por parte del pintor al Altísimo por la milagrosa curación de su hija, sor Catherine de Sainte-Suzanne, que era novicia en Port Royal. Los hechos se remontan al año 1660 en que la religiosa comenzó a dar muestras de padecer una parálisis progresiva en las piernas que en 1661 la dejó totalmente impedida. Ante ello, la superiora del monasterio, la célebre Agnés Arnauld, ofreció una novena a cuya conclusión se produjo la curación de sor Catherine.La obra es de una enorme austeridad, desarrollándose la escena en una celda de paredes de color ocre en las que exclusivamente cuelga una sencilla cruz de madera. En ese espacio de luz tenue están las dos religiosas orando en una composición de gran naturalidad, en la que lo único que señala la acción divina es el rayo de luz que desde la parte superior se sitúa entre las monjas. Esta sencillez plenamente jansenista es especialmente llamativa si se compara la pintura con otras del mismo tipo pintadas en Italia, en las que la presencia divina se hacía rodeada de una gran aparatosidad.En el lienzo también se aprecia una gran calidad en el tratamiento de los paños, tanto en el logro de las tonalidades como en la representación de los plegados, casi al estilo zurbaranesco, y que pueden ponerse en contraste con los del cuadro de Los regidores de la villa de París, en que las restricciones por el tipo de retrato oficial les daban un carácter más torpe.Por otra parte, si bien la formación de Philippe de Champaigne fue como paisajista, solamente al final de su carrera se dedicó de forma importante a este género. Pintó entonces una serie que narraba vidas de ermitaños para las habitaciones de Ana de Austria en el Val-de-Gráce, aunque en un estilo que se asemejaba al de Poussin. Otro ejemplo, también de su última etapa, puede verse en la versión de la curación de su hija del Musée National de Port Royal, en el que las dos religiosas aparecen retratadas ante una amplia ventana por la que se ve el monasterio y su entorno en un tipo de paisaje naturalista.
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Varios pintores contemporáneos acusaron la huella de Murillo y Valdés pero sin perder su personalidad, lo que obliga a considerarlos aparte. Matías de Arteaga y Alfaro (Villanueva de los Infantes, 1633-Sevilla, 1703) fue uno de los más singulares de ese entorno, pues supo crear una manera peculiar y propia, al enriquecer su capacidad de pintor con la de grabador. Respecto a su formación no hay certeza de que transcurriera con Valdés y aunque así fuese parece seguro que también fue permeable al arte de Murillo. Entre ambos compuso un modo de hacer, conjugando la sensibilidad de este último con el toque chispeante de Valdés. Completaría tal sincretismo con un amplio bagaje determinado por su faceta de grabador, pues mediante la realización de estampas sobre obras de esos artistas y de otros no menos famosos como Cano y Herrera el Mozo contactó por una parte con la mejor producción pictórica sevillana y por otra con los repertorios impresos extranjeros que implicaba este arte. A todo ello sorprendentemente bien pudo añadir, según sugerimos hace ya algún tiempo, el influjo de lo flamenco al modo de un Frans Francken II, de quien en Sevilla vería pintura que todavía existe. En apariencia coincidió con aquél en un afán por lo narrativo e imaginario, concibiendo los asuntos como grandes y suntuosas puestas en escena, donde figuras ligeras ocupan acusadas perspectivas y arquitecturas aparatosas, tomadas a menudo de estampas flamencas e italianas y que evocan un influjo de los espectáculos visuales como el teatro, tan presente en Sevilla hasta su prohibición. Esos rasgos caracterizan su cuantiosa producción, integrada fundamentalmente por series de temas bíblicos, marianos y de santos, no siempre del todo autógrafas al contar con un buen taller que las repitió. Pero la destreza del maestro destaca en muchas como la de la Hermandad del Sagrario, de 1690 y la más famosa, dándose la circunstancia de que como Herrera el Mozo, también perteneció a ella desde 1666. En este mismo año tuvo también cierto protagonismo en la Academia sevillana, pasando de miembro fundador a Secretario y en 1669, a cónsul. Una línea distinta de independencia estilística y mayor relevancia incluso social tuvo don Pedro Núñez de Villavicencio (Sevilla, 1640-¿1698?), por su trayectoria y condición de hidalgo noble, hijo de un almirante sevillano. Su prolijo perfil, actualizado con reflexiones hace ya algún tiempo por Martínez Ripoll, resulta singularísimo, pues transcurrió en un ir y venir no sólo entre Sevilla y Madrid sino más aún de España a Italia, por un rango que fue elevando paulatinamente. Por esta razón también su pintura evolucionó más que la de sus contemporáneos, especialmente aquellos locales cada vez más anclados en lo murillesco, herencia ésta que Villavicencio resolvió mediante componentes italianos, de origen napolitano y romano. Su secuencia personal se entrelaza con la artística pues en 1660, con 19 años, participó en la fundación de la Academia, con tanto entusiasmo que ofreció costear la puerta y llave que la cerraba. Tal comparecencia junto a maestros más veteranos y a Murillo especialmente sugiere que para entonces ya estaba formado, pudiendo hacerlo con este último como siempre se ha dicho. Desde luego fueron grandes amigos, ya que posteriormente aquel le escogió como albacea testamentario, y por ello ante el influjo murillesco del Sueño de Jacob (Murcia, colección Stoup) parece aceptarse que sea ésta una obra suya temprana. A partir de aquí algunos hitos personales son dignos de mención, pues van ligados con su actividad artística y a la vez encarnan bien el ejemplo de noble hispano dedicado a la pintura, pese a la consideración general de esta última como oficio manual impropio de la nobleza del personaje. A finales de 1661 con su admisión como Caballero de Justicia en la Orden de Malta inició una alta carrera funcionarial, que favoreció su renovación artística. Durante la obligada estancia en dicha isla, conoció al italiano Mattia Preti de cuya pintura extrajo nuevos componentes en una dirección de barroco academicista con ecos de tenebrismo atemperado que aflorarían en obras posteriores. Vuelto en 1664 a Sevilla, un nuevo ascenso en 1668 de tipo militar precedió en poco a su retrato del arzobispo hispalense Don Ambrosio Ignacio de Spínola, de 1670, cuyo vivo naturalismo no excluye la relación tipológica siempre apuntada con el Autorretrato de Murillo, hecho por esas fechas. El encargo del prelado trasunta que pintaba para clientela de alcurnia, pero marchó a Roma donde aparecía en 1673, iniciando así una nueva estancia italiana que acabó de forjar su arte. En efecto, entre su Judith mostrando la cabeza de Holofernes, de colección sevillana, firmada en 1674 y la Piedad del Prado, posterior a 1680 se evidencia una maduración de lo aprendido con Preti, al enriquecerla con la experiencia romana y quizá también napolitana. Los años siguientes a su regreso a España, donde ya estaba en 1682 cuando accedió en Sevilla al albaceazgo de Murillo, son difíciles de concretar en modos y producción. Salvo los Niños jugando a los dados (1685?, Madrid, Prado) ofrecido a Carlos II en agradecimiento a la concesión de una Encomienda, otras obras suyas de este género de infantes y pícaros son de difícil datación. En cualquier caso parece que tuvo éxito con tal temática en los círculos nobiliarios de Madrid, donde residía por entonces, siendo ésta la que le ha perpetuado como italiano, que conoció, y que su tratamiento es en muchos aspectos más libre y desenvuelto que el de Murillo, con quien sólo es comparable. El conjunto de obra escaso y problemático de cronología se adecua bien a su perfil de noble y pintor, que acabó su carrera con la designación regia en 1693 de secretario de embajada. Por fin, Cornelio Schut (Amberes, 1629-Sevilla, 1685) interesa no tanto por la calidad de su pintura como por ser el mejor de los flamencos que trabajaron la temática religiosa, en el amplio círculo existente en Sevilla de ese origen. Llegó acompañando a su padre, un ingeniero de Felipe IV, aunque al parecer adiestrado en Flandes por un tío suyo homónimo, discípulo a su vez de Rubens. Desde 1654, cuando superó el examen para ejercer de pintor, su presencia y actividad debió de crecer en los ámbitos locales de este arte, y más al constituirse la Academia. Aparecía entre los primeros afiliados y desarrolló en ella una activa labor, pues fue maestro de dibujo y fiscal el mismo año fundacional, así como dos veces cónsul (1663 y 1666) y presidente (1670 y 1674). Tal progresión en los cargos de la entidad vendría motivada quizá por su experta práctica del dibujo, parcela donde realizó muestras de tanta calidad que han pasado como de Murillo. En cambio, su pintura, no muy abundante, revela mucho de su primera formación flamenca, por presentar formas a lo Van Dyck aunque tendentes a cierta dureza y sequedad, sobre todo en los paños, que aun así confirman la transcendencia que tuvieron en la evolución de la pintura local. Buen ejemplo es la tan reproducida Anunciación de colección malagueña. Tampoco fue del todo ajeno a lo murillesco, pues por fuerza hubo de influir en él su conocimiento del gran maestro y el peso que su estética tuvo en Sevilla. La Santa Teresa de la catedral de Cádiz, con firma y fecha de 1688, prueba por su técnica más esponjosa y las tipologías angélicas que su adaptación al estilo de Murillo coincide con los años de rotunda consagración de éste. Hizo alguna incursión en el campo del retrato y como buen nórdico compaginó además la temática de naturaleza muerta, tan practicada por otros colegas paisanos suyos en la ciudad, que permanecen en cambio sin obra que pueda atribuírseles.
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La prolongada madurez de Tiziano, durante las cuatro décadas posteriores a la muerte de su maestro Giorgione, sostuvo la dicción clasicista, luminosa y pletórica de éxitos en Venecia y en Europa, solicitado y condecorado por Carlos V y Felipe II que reunieron la más fastuosa colección de óleos suyos. Los treinta y nueve originales que guarda el Museo del Prado, sin contar con los que posee El Escorial y el Monasterio de las Descalzas Reales de Madrid, constituyen la más cuantiosa galería del artista existente en el mundo. Sólo tardíamente y tras su viaje a Roma en 1546, cuando retrató al Papa Paulo III con sus sobrinos Alejandro y Octavio Farnesio, se puso en contacto directo con Miguel Angel, quien admiró su colorido, pero descalificó su preterición del dibujo preparatorio, para Buonarroti fundamental como para todos los florentinos, padre de las tres artes en afirmación de Vasari. Compara Argan la diferencia tonal y dramática que separa dos interpretaciones del mismo tema, el Cristo coronado de espinas del Louvre, pintado hacia 1542, antes de su viaje a Roma, y el de la Pinacoteca de Munich de alrededor de 1570, con la introducción de más acusados vectores oblicuos y del lampadario llameante que dramatiza el ambiente y los rostros. En esto último se adhería a los resplandores artificiales que agradaban a Tintoretto y Bassano, que bañan de golpes de luz algunos de los lienzos de Tiziano como la Oración del huerto y el diagonal Martirio de San Lorenzo, en El Escorial. La disposición que adopta en el último retrato del monarca español, Felipe II ofrece al cielo al infante don Fernando, en el Prado (h. 1571-1575), donde también los disparos de la armada en la batalla de Lepanto ponen resplandores en el paisaje, confirman su inevitable concesión al desvío manierista del protagonista del centro del lienzo. La dramática Piedad que deja inconclusa a su muerte en 1576 (Academia, Venecia), a más de la escalinata descendente y pesimista de los acompañantes del Cristo difunto, no deja de situarla en mitad de una atmósfera cerúlea de funeral, aunque menos expresionista que la llamarada de la Piedad Rondanini de Miguel Angel petrificada en mármol. Bastante tiempo antes de que Tiziano adoptara esta retardada inflexión manierista, otro pintor veneciano cuya obra ha merecido en años recientes una subida valoración crítica, se situó en frente del credo clasicista con una protesta anticlásica que le obligó a exiliarse largo tiempo, Lorenzo Lotto, nacido en Venecia en 1480 y muerto en 1556 en Loreto. Sus comienzos no parecían romper la correlatio entre contenido y continente formal, tal como lo entendían a fin del siglo XV Antonello de Messina o Carpaccio, y apenas se separaba de Giambellino por su naciente desplante inconformista. Su oposición luego a Giorgione y a Tiziano le hizo acogerse a mecenas lejanos a Venecia, como hizo en Roma bajo la tutela del Papa Julio II, que le dio ocupación, junto a Sodoma, en la bóveda de la Estancia de la Signatura, ya iniciada por ellos cuando en 1508 la tomó Rafael en sus manos. El retorno a Venecia (1526) le devolvió la estimación de Tiziano, tras viajar por las Marcas y Bérgamo, acumulando experiencias analizadas con su talante objetor. Es notoria la actitud popularista con que enfoca los temas religiosos, tomando del sentir de los humildes la verdad evangélica que no encuentra en los escrituristas. Después de vivir en Ancona, se replegó a Loreto, donde murió como oblato de la Santa Casa. Sus retratos destacan por sus colores esmaltados y distintos de las fórmulas vigentes, como el del Obispo Rossi que pintó en Treviso (Capodimonte, Nápoles), y el retrato de la pareja Micer Marsilio y su esposa del Museo del Prado, coronados del laurel por un pícaro Cupido de cómplice sonrisa (1523). También destellan los brillos sobre el ropaje oscuro del Gentilhombre que el novelista argentino Mújica Laínez postula como retrato del jorobado Orsini, protagonista de su novela "Bomarzo". Si acude al esquema centrado de Fra Bartolommeo en Sagradas Conversaciones como la Pala de San Bartolomé (Bérgamo, 1516), la agitación de las figuras y la distonía cromática da apariencia de juego festivo. Lo mismo se ve en la Pala de San Bernardino, de cinco años más tarde, pintada también en Bérgamo. Contrapone a la versión de Tiziano en el Duomo de Treviso, su Anunciación de Recanati (h. 1528), en la que María aparece asustada ante la irrupción del arcángel Gabriel que asimismo espanta al gato. La Caridad de San Antonino (1542) en San Giovanni e Paolo de Venecia, contemporánea del Cristo coronado de espinas de Tiziano en el Louvre, es ocasión para glorificar al Santo mientras sus limosneros agasajan a una multitud de pordioseros. Una alfombra llamada Lotto por cuadros como éste demuestra la aceptación que gozaban en Europa estas artesanías de taller español. La actitud insumisa y cambiante de Lotto no fue, con todo, el único camino para que el pleno Manierismo se introdujera en la pintura veneciana. Otros pintores del entorno tizianesco como Palma el Viejo o Paris Bordone no derivaron hacia la nueva maniera. El que más se acercó en su particular ilusionismo al anticlasicismo pregonado por el estilo fue Pordenone, que trabó contacto con Parmigianino, y en su Crucifixión de la catedral de Cremona dejó patente su inquietud ajena al aplomo sereno de Tiziano.