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obra
Vittoria Colonna fue una importante personalidad de la intelectualidad romana de mediados del siglo XVI. Su amistad con Miguel Ángel fue tardía pero muy fructífera e intercambiaron epístolas, poemas y obras de arte, que el artista le dedicaba o en las que reflejaba su retrato (parece ser que la incluyó entre los bienaventurados del Juicio Final en la Capilla Sixtina). El refinamiento de su relación tuvo como uno de sus frutos esta exquisita pieza, un dibujo a carboncillo con la imagen de Cristo muerto en el regazo de su madre. Según los postulados neoplatónicos que ambos cultivaban, tanto María como Jesús poseen la misma edad indefinida que los dota de una extraña juventud y excelente presencia física. Esta atemporalidad de madre e hijo se refiere al amor eterno descrito por Platón y adoptado por los humanistas cristianos que rodearon a Miguel Ángel durante su carrera artística. El amor perfecto no tiene edad ni deterioro, es atemporal y su más alta expresión es el amor divino, ejemplificado por esta madre que llora por su hijo muerto.
contexto
Hablar de ordo laicorum es hablar de algo demasiado heterogéneo. A su cabeza, puede pensarse, con razón, estaba el monarca. Sin embargo, los soberanos carolingios (Carlomagno en especial) dieron a la realeza un sentido cuasi sacerdotal que les distanciaba del resto de los mortales. Los reyes eran, así, unos laicos muy especiales que habían tomado plena conciencia de su papel como defensores de la Iglesia. Ello suponía, por ejemplo, la utilización de la fuerza para, en caso de necesidad, defender o expandir el catolicismo. Y suponía también la iniciativa legislativa no sólo en materia civil sino también eclesiástica. Carlomagno fue, al igual que sus predecesores, un ferviente cristiano pero subordinó con frecuencia los intereses estrictamente espirituales de la Iglesia a los temporales de la nueva estructura imperial. Por todo ello, el modelo de Carlomagno y sus familiares sólo serviría muy parcialmente para reconstruir lo que fue la religiosidad del cristiano medio del momento. Incluso si ésta la tratamos de rastrear en ciertos testimonios -por ejemplo, las obras de algunas tratadistas- tendremos una visión un tanto sesgada e incompleta. En efecto, estos autores hablan preferentemente de modelos de perfección para las élites y de determinadas virtudes cuyo escaso arraigo lamentan. Así se pronuncian, por ejemplo, Alcuino de York con su "De los vicios y de las virtudes"; Jonás de Orleans con su "De institution laicali" o Sedulio Escoto con su "De rectoribus christianis". De todos los textos educativos para laicos el más singular es el "Manual de Dhuoda". Se redactó en tiempos de Luis el Piadoso por la esposa de Bernardo de Aquitania para la formación de su hijo Guillermo. En estas obras se glosan generalmente aquellas virtudes y prácticas piadosas que se recomiendan al laico: bondad, paciencia, castidad, respeto a los padres y gobernantes, confesión y penitencia como medios para un progreso espiritual, etc. El bautismo, verdadera carta de ciudadanía de los súbditos del Imperio, fue impuesto obligatoriamente por la legislación canónica y los capitulares. Algunos personajes como San Bonifacio o Alcuino abogaron por un periodo catecumenal previo a la recepción del sacramento, aunque sin demasiado éxito. Carlomagno, en efecto, era partidario de una política compulsiva que impuso el bautismo por la fuerza y de forma inmediata a las poblaciones -el caso de los sajones fue el más significativo- que se iban integrando en el edificio político carolingio. Estos comportamientos fueron enormemente negativos para el mantenimiento de un aceptable nivel medio de cultura religiosa cristiana. Ello forzó a los espíritus más avisados a poner en marcha un permanente diálogo con una masa popular muy superficialmente cristianizada. Así, desde el 743 circuló un "Indiculus superstitionum" en donde se destacaba el arraigo popular que aún tenían ciertos cultos paganos y la forma en que podían ser combatidos. Un siglo más tarde (en el Concilio de Maguncia del 847) se recomienda la predicación en lengua vulgar a fin de ser mejor entendidos por las masas. Sobre dos aspectos abundan los tratadistas de la época en relación con la formación religiosa de los laicos: la penitencia y el matrimonio. La primera se consideraba como el sacramento por excelencia para la reconciliación del cristiano. Durante el periodo carolingio se dieron pasos importantes para profundizar en las directrices anteriores: avances de la penitencia privada, reserva de la penitencia pública para las faltas más graves, dirección de conciencia de los fieles mediante la difusión de ciertos textos-guía, etc. El matrimonio era considerado como el estado ideal de los laicos. Sin embargo, en amplios sectores de la sociedad segaría siendo considerado como un gesto privado que, en muchos casos, se confundía con las uniones temporales sin sanción eclesiástica. El ejemplo de Carlomagno puede resultar ilustrativo: de sus cuatro matrimonios canónicos, uno al menos (con la princesa lombarda hija del rey Desiderio) acabó en repudio de la esposa por motivos políticos. Se conocen, además, los nombres de al menos cinco concubinas del emperador. Con tan poco modélico ejemplo del mismísimo defensor ecclesiae la jerarquía eclesiástica poco podía hacer para difundir los ideales de la vida matrimonial por más que algún papa (Nicolás I frente a Lotario II) protagonizara algún gesto decidido. Los penitenciales y ciertas obras teóricas trataron de popularizar lo que se consideraba era el matrimonio cristiano y cuáles debían ser las normas de conducta de los esposos. Las uniones no debían ser incestuosas, de ahí la prohibición de contraer matrimonio hasta el séptimo grado de consanguinidad. Sólo el incesto, el rapto, el adulterio de la esposa, o la impotencia del marido se consideraban causas justificadas para la anulación. La única finalidad de la cópula era la procreación. Pero el acto, considerado en sí mismo como impuro, contaba dentro del matrimonio con numerosas limitaciones. Los penitenciales de tiempos carolingios y otónidas (por ejemplo, el de Burchard de Worms de principios del siglo xi) recuerdan las circunstancias en las que se pide la abstención sexual: períodos de gravidez o menstruales, ciertas festividades litúrgicas, etapas cuaresmales, etc. Junto a la práctica sacramental, el estamento eclesiástico contaba con otros medios para la educación religiosa de los laicos. No era de los menores el culto a los santos. Cobró un creciente impulso no sólo porque en ellos se tuvieran modelos de vida, sino también porque el vulgo les consideraba los mediadores naturales ante una divinidad lejana. La propaganda política no dudó tampoco en utilizar este instrumento: san Arnulfo y santa Bega como antepasados de los carolingios; monarcas del Norte y el Este erigidos en cristianizadores y luego elevados a los altares; prestigio del reino asturleonés por tener en su suelo el sepulcro del apóstol Santiago, etc. Tampoco el Pontificado quiso estar al margen de este movimiento. En efecto, la elevación a los altares era por lo común resultado de movimientos de piedad popular que daban a los santos una advocación generalmente local. Desde fines del siglo X y con la canonización por Juan XV de Ulrico de Augsburgo, se daba el primer paso para que Roma monopolizase el proceso de canonización.
obra
Nos encontramos todavía en la producción inicial del artista barroco Annibale Carracci. Su estilo aún no ha cobrado la personalidad del creador del idealismo. Por el contrario, se trata de la obra de un joven artista que domina la técnica y la ejecución pero que depende todavía de los modelos anteriores, sobre todo en lo que se refiere a la construcción de la imagen. La escena nos plantea una división entre el plano terrenal y el divino, una visión típicamente manierista. Del manierismo también podemos rastrear la disposición de los personajes, que debe mucho a los gestos contorsionados y las espirales compositivas de artistas a los que el joven Carracci admiraba mucho, como Correggio o Parmigianino. La Virgen, desmayada con gesto teatral, es asistida por San Juan. En su regazo está el Cristo muerto, similar a los de Sebastiano del Piombo. Los santos que velan la escena son San Francisco, con las llagas en las manos y la calavera a los pies. Al otro lado está la hermosa Magdalena, con el cabello suelto y el frasco de perfumes a su lado.
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Esta tabla de El Bosco resulta particularmente hilarante en el tratamiento del tema. La Extracción de la Piedra de la Locura era una supuesta operación quirúrgica realizada durante la Edad Media. Según los testimonios escritos, consistía en la extirpación de una piedra que causaba la necedad en el hombre, la suprema estupidez. Los testimonios dan a entender que algunos casos que realmente se ejecutaron tenían el carácter de una lobotomía. En la práctica más frecuente, esta extracción era un rito simbólico que el curandero realizaba sobre el paciente, para curarle de la estulticia. El Bosco plantea la escena en un círculo, rodeado por una leyenda en hermosos caracteres góticos: "Maestro, quíteme la piedra, me llamo Lubbert Das". Este nombre es un tópico en la cultura neerlandesa para designar al culmen de la estupidez humana. Además, el personaje que le opera lleva en la cabeza un embudo, tal vez alegoría de la locura, y está acompañado por dos religiosos, un clérigo y una monja, que lleva sobre su cabeza un libro cerrado; esto nos inclina a pensar que sean alegorías de la superstición y la ignorancia, de la cual se acusaba frecuentemente al clero. Este tema, unido al formato circular que podría remitir al de un espejo, parecen arrojar al mundo la imagen de su propia estupidez al desear tan erróneamente superarla. Por cierto, que la piedra del tema no es tal, sino que de la frente del gordo campesino sale una flor, similar a la que yace sobre la mesa del "médico".
obra
En el siglo XVI, sobre la derruida Tenochtitlan, capital del imperio azteca, se inició la edificación de los nuevos templos y palacios de los españoles. El basamento de la pirámide dedicada a Tezcatlipoca, una de las divinidades más importantes dentro de la religión nahua, sirvió de cimiento al antiguo Arzobispado. Esta deidad prehispánica se caracteriza en los códices por un espejo humeante colocado en la sien y otro que le sustituye una pierna. Representa principalmente, el cielo nocturno, el viento y la destrucción. Durante la reestructuración y rescate del edificio, se descubrió en 1987 un monolito prehispánico debajo de la fuente del segundo patio: una piedra labrada que se conoce como Temalacatl Cuauhxicalli y reseña las conquistas de Moctezuma I sobre los pueblos del Valle de México. La pieza se llevó al Museo Nacional de Antropología e Historia para su restauración y exhibición.
monumento
La historia de la llamada "piedra del milagro" tiene su origen en un hecho acontecido en 1453. Cuenta la leyenda que un tal Pedro Fernández de Teresa pidió dinero a un judío llamado Matudiel Salolmón. Expirado el plazo no le devolvió el préstamo, por lo que fue excomulgado. Al ver su situación Pedro Fernández pagó su deuda, pero olvidó confesar su falta. Estando muy enfermo y en el lecho de muerte, pidió los últimos sacramentos y cuando fue a comulgar, el párroco se percató de que la Forma esta pegada a la patena con tal fuerza que resultaba imposible separarla. Entonces le preguntó al moribundo si había olvidado confesar algún pecado, y Pedro recordó su falta. Ya absuelto comulgó otra Forma. Después, Pérez de la Monja, el párroco del pueblo, tomó la Forma del Milagro, tal como estaba en la patena y la colocó en custodia en San Martín. Hoy, en la casa donde ocurrieron todos estos acontecimientos todavía se conserva la estola del sacerdote, deshilachada, y en la puerta se encuentra la llamada "piedra del milagro".