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Dentro del núcleo de Europa occidental, durante el Magdaleniense la Península Ibérica forma parte del conjunto cultural, aunque presente características específicas. En la región cantábrica se reduce la secuencia a dos períodos: Magdaleniense Inferior Cantábrico y Magdaleniense Superior Cantábrico. El Magdaleniense Inferior Cantábrico es, en parte, contemporáneo del Solutrense. Hacia el año 16.000 a.C. tenemos aún la presencia de niveles solutrenses y magdalenienses. El Magdaleniense Inferior Cantábrico se caracteriza por esos núcleos raspadores, y útiles similares a los Auriñacienses, también por muchas lascas de cuarcita, que le dan un aspecto arcaico, lo que recuerda el caso del Badegouliense. Abundan los útiles de hueso, con azagayas de secciones cuadradas y redondas ricamente decoradas. También aparecen algunos elementos específicos como los omóplatos de ciervo grabados que nos permiten relacionar los yacimientos arqueológicos con las figuras del mismo tipo representadas sobre las paredes de las cuevas, pudiéndose así utilizar como marcadores cronológicos del Arte Rupestre. Podemos pensar que la decoración debe tener referencias sociales, por lo que podríamos hablar así de grupos estilísticos. La decoración puede ser muy simple, pero otras veces presenta modelos complejos que se repiten bastante. Lo importante sería saber si la decoración responde a un código o no (un tipo de decoración = un grupo) y si es propia de un código individual o colectivo. Dentro de este conjunto, un yacimiento interesante es la Cueva del Juyo. En ella se descubrió una estructura compleja en la que se encontró una piedra cuya forma recuerda una cara humana. Es una piedra natural, pero lo importante es que se recogió en el exterior y se transporto a la cueva. Junto a ella aparecieron diversos niveles de ofrendas que hacen pensar en algo complejo, vinculado a elementos rituales. Esta máscara responde al mismo modelo que otras descubiertas en yacimientos de arte rupestre como Altamira o el Castillo. La existencia de omóplatos con grabados de ciervas, presentes tanto en los niveles arqueológicos como en las paredes de las mismas cuevas, permiten hablar también de una relación entre ellas. En el Magdaleniense Inferior cantábrico por primera vez hay un aprovechamiento intensivo de los recursos marinos (con restos de conchas de moluscos) como fuente alimenticia. La trucha y el salmón también serían importantes pero sus restos se conservan muy mal. Como en los demás momentos del Paleolítico será el ciervo la especie fundamental como fuente de recursos alimenticios. En el Magdaleniense Superior Cantábrico lo más importante es también la industria de hueso. Paralelo a Francia, lo más característico son los arpones. Sin embargo, encontramos un rasgo regional pues suelen tener una perforación para enmangarlos mientras que en Francia presentan una protuberancia. También aparecen decorados y el número de filas de dientes se ha interpretado como dos periodos pero no está claro. El Magdaleniense Superior Cantábrico será contemporáneo del Magdaleniense Inferior de la misma forma que el Medio Pirenaico lo es del Superior. Aparece, como dijimos, vinculado al auge del arte rupestre sobre todo durante ese momento de contemporaneidad entre ambos. Los principios del Magdaleniense Superior serán uno de los pocos momentos en que tenemos atestiguado el reno en la Península. Es un momento de máximo frío en el suroeste de Francia lo que provocaría que los renos bajasen y aprovechasen las áreas de marisma dejados por el retroceso de los mares. En la industria lítica la microlitización está muy avanzada destacando yacimientos donde las hojitas de dorso alcanzan más del 70 por 100, por lo que se piensa que incluso algunos arpones podrían ser de madera con dientes de piedra. El Mediterráneo español presenta una serie de problemas. En general la densidad de excavaciones es menor, con lo que no podemos hacer una secuencia con la misma fiabilidad que en la Cordillera Cantábrica, aunque en los últimos años el aumento de las excavaciones nos permite tener una visión más completa. Además es una zona muy grande con una diversidad geográfica, no es lo mismo Cataluña, Valencia, el Suroeste, o Málaga, implicando diferencia internas. Lo que encontramos después del Solutrense se tiende a denominar Epigravetiense por la presencia en importantes cantidades de hojitas de dorso, con raspadores y buriles, y sin industria ósea. Lo único que los diferencia es la ausencia de industria de hueso (Epigravetiense) o si la hay (Magdaleniense). Lo más posible es que Epigravetiense y Magdaleniense representan lo mismo y la presencia de hueso no sea tan característica del Magdaleniense, estando en relación con adaptaciones a la caza de los animales de la zona (cabras) y las características del medio. La presencia de hueso o no en un yacimiento también podría estar relacionada con una ocupación estacional. Destaca de nuevo la Cueva de Parpalló con más de mil plaquetas grabadas y pintadas que abarcan desde el Perigordiense Superior hasta el Magdaleniense.
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En la Península Ibérica encontramos tres regiones en donde mejor se conoce la existencia del Epipaleolítico: la Cornisa Cantábrica, el litoral mediterráneo y la fachada atlántica. En los últimos años se ha intensificado la investigación en la región pirenaica y la cuenca del Ebro, ofreciendo diversas secuencias influidas por unas u otras series, según las regiones más cercanas. En la Cornisa Cantábrica encontramos fuertemente arraigado el Aziliense, que muestra una evolución a partir del Magdaleniense final y cuya cronología se corresponde del Alleröd al Boreal. Los emplazamientos se sitúan en cuevas a poca altura, en donde se registran escasos restos de estructuras de habitación, casi siempre hogares. La industria lítica se corresponde claramente con la comentada en Europa occidental, habiéndose interpretado el Aziliense cantábrico como una derivación del pirenaico. Sin embargo, los recientes trabajos muestran cómo los arpones planos de tipo Aziliense, tanto en los Pirineos (La Vache) como en el cantábrico (La Pila), aparecen ya en el Magdaleniense Superior, lo que indica que el Aziliense se desarrolló al mismo tiempo en ambas regiones. La cueva de Los Azules presenta una importante secuencia del Aziliense que proporcionó cantos pintados, así como una estructura funeraria con un individuo masculino de gran robustez acompañado de ofrendas. Las dataciones de dicho yacimiento presentan una antigüedad del 9320 al 7400 a.C. El yacimiento de Ekain presenta el nivel más antiguo de 7540 a.C., y el de Berrobería (Navarra) tiene una dotación ligeramente más antigua: 8160 a.C. Los depósitos del Asturiense, cultura costera caracterizada por la presencia de amontonamientos de conchas o concheros, tienen las fechas más antiguas en el yacimiento de Mazaculos: hacia 7290 a.C., por lo que R. González Morales desestima la interpretación de G. Clark y L. Strauss sobre una economía alternativa de los cazadores azilienses. Todos los yacimientos del Asturiense se sitúan entre el Boreal y la fase Atlántica y contienen el denominado pico asturiense, fabricado sobre un canto rodado, al que acompañan unas pocas lascas y en los que hojitas y geométricos están ausentes. El análisis reciente de algunos yacimientos ofrece pautas sobre la estacionalidad y explotación. Así la recogida de moluscos se realizaba durante el otoño, invierno y comienzo de la primavera, mientras que la caza de una parte significativa de herbívoros se producía a finales de la primavera y el verano, lo que muestra una utilización del yacimiento durante todo el año, con la explotación de fuentes alternativas de alimento. El final del periodo Atlántico muestra ya la presencia de cerámica en los yacimientos del norte peninsular. En el nivel siguiente posterior al conchero de Mazaculos hay poca industria lítica, con un pico asturiense, microlitos y fragmentos de cerámica. El Epipaleolítico en el valle del Ebro ofrece datos importantes, dada la intensidad de las investigaciones llevadas a cabo en los últimos años. La secuencia que presenta en el noreste peninsular puede resumirse en un Epipaleolítico antiguo con industrias microlaminares de tradición aziloide, un Epipaleolítico pleno microlaminar con una facies con material geométrico y un Epipaleolítico final con huellas de neolitización. Realmente la cuenca del Ebro ofrece una síntesis del Epipaleolítico de tradiciones que vienen de las costas cantábricas y mediterráneas y en menor importancia del lado norte de los Pirineos, así, al menos, muestran las secuencias del covacho de Berrobería, la cueva de Zatoya, abrigo de la Peña, La Botiquería dels Moros y Costalena, investigados fundamentalmente por I. Barandiarán y A. Cava. En Cataluña y el levante mediterráneo se observa una delimitación basada en la franja litoral. Encontramos la secuencia establecida por J. Portea basándose en dos complejos: microlaminar y geométrico. El complejo microlaminar, que deriva de las industrias anteriores magdalenienses y epigravetienses, se muestra en dos facies, que reciben el nombre de dos yacimientos: San Gregori (Tarragona) y Mallaetes (Valencia). La primera de ellas presenta características azilienses, mientras que la facies Mallaetes probablemente se deriva del Magdaleniense local. La actividad económica está basada en la captura de cabras, caballos, ciervos y conejos, detectándose en los yacimientos costeros actividades pescadoras y marisqueras. El complejo geométrico se corresponde con las industrias que llevan geométricos, presentándose en dos facies: Filador (Tarragona), con influencias de tipo sauveterriense, y Cocina, con influencias tardenoisienses. En el primero no se detecta la presencia de trapecios, mientras que en Cocina I (trapecios) y Cocina II (triángulos) la industria presenta una gran cantidad de los mismos. Estas dos facies se sitúan en el Boreal y el Atlántico. Se observan penetraciones hacia el interior por el valle del Ebro, como Botiquería dels Moros y Costalena, ya mencionadas. En la fase de Cocina II aparecen plaquetas con decoración lineal y geométricos. En las últimas fases Cocina III y IV, nos encontramos con la neolitización de la región. En la fachada atlántica encontramos que en el periodo Atlántico aparecen yacimientos costeros y en la cuenca de los ríos (Muge y Sado), caracterizados principalmente por concheros, como hemos visto en otras regiones cantábricas y en el norte de Europa. En el río Muge, cerca de Lisboa, encontramos una concentración de concheros de grandes dimensiones (como Moita do Sebastiao, Cabeço de Amoreira y Cabeço de Arruda) con inhumaciones y restos de estructuras de habitación. Los asentamientos se caracterizan por cabañas de planta rectangular con agujeros de poste. La industria presente muestra la influencia del complejo geométrico mediterráneo llegada a través del Tajo. Su economía parece tener un amplio espectro relativamente estable que en algunos aspectos presenta ya las bases para la neolitización. Hacia el sur, en la costa occidental del Algarve y el Alentejo, se han recogido en los últimos años evidencias sobre una intensa ocupación durante los primeros momentos del postglaciar. De hecho, 20 yacimientos se han identificado distribuidos entre el cabo de Sines y San Vicente. La mayoría de estos yacimientos son talleres (Palheiroes do Alegra), pero también se han detectado varios concheros (Castelejo, Fiais).
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El proceso de cambio socioeconómico que implica el Neolítico no es sincrónico en el territorio peninsular ya que en el territorio mediterráneo y sus zonas de influencia se manifiesta el fenómeno con mayor prontitud que en el resto de las zonas. Esta es la razón por la que se puede dividir, para su mejor estudio, la península en diversas zonas: nordeste y Aragón, sur peninsular y Portugal y el resto del territorio. También podemos establecer una distinción cronológica entre las primeras huellas del Neolítico, el Neolítico Antiguo y el Neolítico Medio con el fin de estudiar las diferentes innovaciones técnicas, económicas, sociales y artísticas que se van a producir a lo largo de este amplio período. La aparición de la cerámica en primer lugar impresa para después ser incisa o coloreada será una de las significativas características del Neolítico peninsular.
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<p>A lo largo del primer milenio antes de Cristo, las costas del sur y del este de la Península Ibérica constituyen el asiento de altas civilizaciones que, con facies culturales diferentes según las épocas y los lugares, presentan, sin embargo, numerosas características comunes: las culturas tartésica, turdetana e ibérica. No resulta fácil establecer las relaciones mutuas existentes entre estas culturas, pero grosso modo podemos decir que la cultura tartésica alcanza su máximo esplendor a lo largo de la primera mitad de este milenio, como consecuencia de la asimilación y, en muchos casos, reinterpretación, de no pocos de los elementos culturales aportados por las minorías comerciantes y colonizadoras semitas -las por lo común denominadas fenicias- y griegas que, en esta época, llegan a las costas del sur de la Península. Los tartesios alcanzan en estos momentos elevadas cotas de desarrollo cultural, económico y artístico, hasta generar en torno a sí un aura mítica que atrajo poderosamente la atención de escritores, poetas e historiadores griegos y romanos, que glosarán a lo largo de varios siglos su prosperidad, cultura y riqueza. De este núcleo común derivarían posteriormente, por una parte, la cultura turdetana, y, por otra, la cultura ibérica; la primera sería una derivación directa de la tartésica, matizada y mediatizada hasta cierto punto, por las influencias griegas y especialmente por las púnicas. La segunda resultaría de una evolución, en parte local y en parte favorecida por los impulsos fenicios primero y griegos después, de las poblaciones periféricas o más alejadas de los núcleos tartésicos.</p>
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En la Península Ibérica la presencia humana no parece corresponder a fechas excesivamente antiguas. Las evidencias de Venta Micena, en Orce, y de la Cueva de la Victoria no son suficientemente convincentes como para poder considerarlas como prueba de la presencia humana. La investigación del Paleolítico Inferior peninsular se basa fundamentalmente en los trabajos de M. Santonja. Para este autor, el yacimiento más antiguo podría ser El Aculadero en la provincia de Cádiz. Aunque, como el mismo autor plantea, se trata de una presencia aislada sin fechas absolutas o restos de fauna que los puedan situar en el tiempo. Las industrias con bifaces se pueden dividir en tres momentos. Las más antiguas aparecen en las terrazas medias-altas de los ríos del interior de la Meseta con ejemplos como Pinedo, en el Tajo, y quizá La Maya III, en el Tormes. Son industrias con bifaces gruesos e irregulares junto a hendedores simples sobre lasca cortical. También aparecen aún los cantos trabajados en grandes cantidades, mientras que las lascas presentan formas poco retocadas. No se detecta la presencia de técnica Levallois aunque sí la técnica centrípeta. Una fase posterior se detecta en las terrazas medias-inferiores con yacimientos como el clásico de San Isidro, descubierto en 1862 en el valle del Manzanares en Madrid, y Aridos en el Jarama, La Maya II y I en el Tormes, Monte Famaco y el Sartalejo en el Tajo y Albala o el Martinete en el Guadiana. Su industria presenta ya bifaces y hendedores de formas regulares junto a la presencia de técnica Levallois y una industria sobre lasca elaborada. En un yacimiento en cueva de especial importancia tenemos los únicos restos físicos de los primeros grupos humanos en la Peninsula. Nos referimos a la Sima de los Huesos en el complejo kárstico de Atapuerca, en la provincia de Burgos. Este complejo presenta varios yacimientos, algunos de los cuales, como la Trinchera con materiales achelenses, eran conocidos desde principios de siglo. En 1976 y en otra zona del complejo, en la denominada Sima de los Huesos, T. Torres descubrió una serie de restos humanos que fueron estudiados por E. Aguirre y atribuidos a varios individuos de Homo sapiens arcaicos, con dataciones por Uranio-Torio de más de 300.000 años. Los restos parecen pertenecer a un número mínimo de diez individuos, de los que cuatro serian adultos, cuatro subadultos, uno juvenil y otro infantil. Esta concentración, una de las mayores de restos humanos conocida, es de gran interés y complejidad. ¿Cómo pudieron llegar a esa sima ese número de individuos? Nuestro conocimiento de los procesos tafonómicos hace siempre complicada la interpretación de un conjunto de esas características. La explicación más plausible parece indicar un proceso catastrófico, en el que una arroyada o un proceso igualmente brusco enterró y arrastró un grupo humano casi completo. La propia estructura por edades del conjunto podría indicar también un grupo familiar. Otros yacimientos, claves para conocer las formas de vida de los primeros grupos humanos en la Península, serán el soriano de Torralba y el cercano de Ambrona. Las excavaciones, tras los trabajos pioneros del marqués de Cerralbo, se iniciaron en 1962 por un equipo interdisciplinar dirigido por C. Howell, tanto en Torralba como en Ambrona. EL conjunto Torralba/Ambrona destaca por la abundancia de fauna. Dentro de ella sobresale la presencia de Elephas antiquus, E. trogonterii, Equus caballus, Cervus elaphus, formas arcaicas de Bos primigenius, Dama (o posiblemente Predama), Dicerorhinus hemitoechus, así como Felis leo, Canis lupus, Rangifer y restos de aves, posiblemente Anatidae y Ciconidae. Dentro de la industria humana destaca la presencia de restos vegetales que han sido atribuidos a lanzas (semejantes a la encontrada en Clacton-on-Sea). También es interesante la presencia de huesos, trabajados por percusión, con morfología semejante a las piezas bifaciales en piedra. De la industria lítica destaca la ausencia de cantos trabajados, mientras que son numerosos los bifaces y los hendedores. El complejo de Torralba/Ambrona se presenta como un lugar de gran interés prehistórico. Sin embargo, las interpretaciones sobre estos yacimientos no siempre han coincidido. La presencia de los restos de elefantes ha sido, por un lado, utilizada para defender la identificación de los achelenses como grandes cazadores; por otro, dado el gran tamaño de los mismos, se ha postulado también que no eran grandes cazadores sino meros carroñeros. Es difícil distinguir entre ambos extremos, en general este problema nos lleva hasta los limites del propio método arqueológico. Ambas posturas parten, en general, de los mismos datos y de los mismos materiales. El problema básico se centra en la posición del investigador: son los grupos humanos del Paleolítico Inferior capaces de atacar y derrotar a un animal de las dimensiones y la fuerza de un elefante o un rinoceronte, o bien el aprovechamiento de estos animales es tan sólo una acción de carroñeo. En general, el conjunto Torralba-Ambrona parece indicar un medio de tipo palustre o de un río de curso lento. De esta forma, se da una zona muy rica en nutrientes que será punto de obligado paro y lugar de agrupación, adonde las especies animales acuden a buscar agua y alimentos. También los grupos humanos tendrían esta zona como lugar de actividad. La presencia de restos animales ha sido interpretada como procedente de animales muertos por razones naturales o por el ataque de otros predadores no humanos. La comparación proviene de los estudios taxonómicos que se han realizado en las reservas africanas, donde el espectro de animales por dimensiones es semejante. En ellos se observa cómo los puntos de agua son un lugar donde se detecta la presencia constante tanto de herbívoros como de predadores. También son los puntos de agua el lugar central donde se detecta la presencia de animales muertos, tanto por causas naturales como atacados por otros animales. La última fase del Paleolítico Inferior, según M. Santonja, se detecta en los ríos de la Meseta Norte como El Basalito o Burganes III junto a los de los areneros de Madrid como Oxigeno, o Porzuna y El Sotillo en la Meseta Sur. Ésta es una industria poco conocida por el pequeño tamaño de las industrias; sin embargo, se documentan bifaces retocados con percutor blando con formas simétricas de tipo micoquiense y filos rectos. Junto a ellos aparecen hendedores con retoque bifacial hechos sobre lasca Levallois. Cronológicamente, se podría situar también en este momento el nivel Achelense de la Cueva del Castillo en Cantabria. Éste se sitúa encima de una serie musteriense antigua que según V. Cabrera demuestra la contemporaneidad de ambos. Según M. Santonja la división del Paleolítico Inferior de la Península no se corresponde de igual a igual con la división clásica, lo que confirma su carácter teórico aun en los lugares definidos como clásicos en Francia. Como yacimiento situado ya en el Paleolítico Medio, aunque para algunos autores sea aún Achelense Superior, debemos citar la Solana del Zamborino en Granada. Su fauna permite una situación cronológica entre el final del Pleistoceno Medio y los inicios del Superior. En la industria destaca la presencia abundante de raederas y denticulados, lo que lo vincula al Musteriense. La presencia de bifaces cordiformes y hendedores podría hacer pensar también en su atribución a un Musteriense de Tradición Achelense con cronologías de finales del Pleistoceno Medio semejantes a las de otros yacimientos europeos.
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Entre 1365 y 1389 el horizonte geográfico de la Guerra de los Cien Años se amplió a toda Europa occidental. La entrada de los reinos hispánicos en el conflicto respondió a la proyección del conflicto anglo-francés sobre los contenciosos internos peninsulares, pero también a la condición de grandes potencias que los reinos peninsulares -sobre todo Castilla- habían alcanzado a mediados del siglo XIV. El caballeresco Juan II de Francia murió en 1364. Su hijo Carlos V (1364-80), enfermizo, culto y más burócrata que guerrero, fue un brillante político que supo escoger colaboradores capaces -los nobles Felipe de Borgoña (1365) y Flandes (1384) y Luis de Anjou; los teóricos Raúl de Presle, Felipe de Mézieres y Nicolás de Oresme; y los militares Bertrand du Guesclin y Juan de Vienne- con los que ejecutar con éxito un proyecto político concreto: la revisión del tratado de Brétigny. Esta labor comenzó pronto. La crisis sucesoria de Borgoña permitió a Carlos V eliminar del escenario político a Carlos el Malo, derrotado en la batalla de Cocherel, aunque no pudo impedir la independencia de Bretaña (1364). Libre de Carlos II, en 1365 Carlos V debía evitar el azote de las bandas de "routiers" desempleadas tras la paz. La situación de la Península Ibérica le brindó la oportunidad de planear una atrevida solución. A mediados del siglo XIV, la Castilla de Pedro I (1350-1369) y la Corona de Aragón de Pedro IV el Ceremonioso (1336-1387) iniciaron la carrera por la hegemonía peninsular. Esta lucha culminó en la llamada Guerra de los dos Pedros (1356-1365), donde quedó de manifiesto que la Corona de Aragón -con menor población y recursos, y muy afectada por la Peste Negra- no podía resistir la superioridad política, económica y militar de Castilla ni en tierra ni, por primera vez, tampoco en el mar (ataque naval castellano a Barcelona en 1359). Para debilitar a su rival, Pedro IV había apoyado desde 1356 la rebelión de la nobleza castellana dirigida (desde 1354) por el infante Fernando de Aragón y, después, por el conde Enrique de Trastámara y sus hermanos, hijos bastardos de Alfonso XI. La revuelta, consecuencia de la dura política autoritaria de Pedro I -de aquí su sobrenombre de Cruel y Justiciero-, acabó con la oposición nobiliaria diezmada o expulsada. La victoria real hizo que los Trastámara, refugiados en Francia, proyectaran el destronamiento de Pedro I, al que acusaron de cruel, tirano y amigo de judíos y musulmanes. Otra de las claves de esta situación era la posición de Castilla respecto al conflicto anglo-francés. Mediante una política de neutralidad activa, Alfonso XI había querido compaginar la tradicional alianza con Francia -establecida desde Sancho IV y apoyada por la nobleza y el clero-, con el interés de la emergente marina castellana en la alianza con Inglaterra, única potencia naval capaz de garantizar la seguridad de las rutas comerciales con Flandes. La francofilia final de Alfonso XI había provocado la reacción inglesa en Winchelsea (1350). Desde 1353 Pedro I se inclinó definitivamente por la alianza con Inglaterra en beneficio de los marinos vasco-cantábricos. El agitado panorama peninsular propició la confluencia de diferentes intereses. Pedro IV de Aragón quería aliviar el peso de la hegemonía castellana y los Trastámara necesitaban a las expertas compañías francesas para derrocar a su hermanastro. Por su parte, Francia necesitaba neutralizar la peligrosa alianza anglo-castellana, obtener el apoyo naval de Castilla y eliminar la molesta presencia de los "routiers". A sugerencia de Pedro el Ceremonioso y la nobleza trastamarista, Carlos V decidió intentar una solución compleja y ambiciosa: sustituir un rey anglófilo -Pedro I- por otro francófilo -Enrique de Trastámara-. A finales de 1365 la revuelta castellana se internacionalizó. Con apoyo de Carlos V y Pedro IV, Enrique de Trastámara invadió Castilla junto a los "routiers" de las "Compañías Blancas" francesas de Du Guesclin, y con el apoyo de la nobleza fue coronado como Enrique II (1365-1379). Pedro I, con respaldo portugués y nazarí pero casi solo en Castilla, huyó a Guyena y pidió ayuda al Príncipe Negro, señor de Aquitania. Ambos acordaron el tratado de Libourne (septiembre-1366). Eduardo de Gales se comprometió a restaurar a Pedro I a cambio del señorío de Vizcaya, y Carlos II el Malo dejaría pasar a las tropas anglo-gasconas a cambio de Guipúzcoa, Álava y parte de la Rioja. La Península se convirtió en el nuevo teatro de operaciones de los ejércitos anglofranceses. A principios de 1367 el Príncipe Negro y Pedro I entraron en Castilla y derrotaron a los trastamaristas en la espectacular batalla de Nájera (3-abril). El rey Cruel recuperó el trono, pero se negó a cumplir el tratado de Libourne. Sin apoyo inglés, Pedro I no pudo oponerse a una nueva invasión francesa planeada por Carlos V y dirigida por Enrique II y Du Guesclin. Durante esta campaña, la alianza franco-castellana, destinada a durar un siglo, quedó suscrita en el tratado de Toledo (1368). Los trastamaristas derrotaron a Pedro I en Montiel, donde murió a manos de su hermanastro en marzo de 1369. La victoria de Enrique II supuso el triunfo de la gran estrategia de Carlos V, que desde entonces podría contar con la alianza de Castilla en su lucha contra Inglaterra. Entre 1369 y 1375 la política de "mercedes enriqueñas" con la nobleza, su capacidad militar y el equilibrio entre nobleza y Cortes permitieron a Enrique II asegurar la integridad territorial de Castilla frente a una coalición peninsular antitrastamarista (Aragón, Portugal, Navarra y Granada), garantizar su hegemonía ibérica y legitimar diplomáticamente la nueva dinastía mediante sucesivos tratados y acuerdos matrimoniales (Portugal y Navarra en 1373, Aragón en 1375). Con el apoyo de Castilla, en 1369 Carlos V se encontró en condiciones de exigir la revisión de los tratados de Bretigny. Iniciada la guerra, sus eficaces medidas militares (reparación de fortificaciones, pagos regulares a tropas, promoción de mandos competentes) permitieron resistir la embestida inglesa sobre Artois y Normandía e infligir la primera derrota campal al ejército inglés en Pontvallain (1370). Entre 1369 y 1374 Du Guesclin y el duque Luis de Anjou recuperaron la mayor parte de lo perdido en 1360 mediante una eficaz guerra de desgaste. En 1372, año crucial, Carlos V pudo contar por primera vez con la colaboración militar de Castilla, decidida a quebrar la hegemonía naval de Inglaterra: el 23 de junio la flota castellana derrotó a la inglesa a la altura de La Rochelle, victoria que abrió un periodo de predominio castellano en el Atlántico Norte que se extiende prácticamente hasta la derrota de la Armada Invencible en 1588 (Hillgarth). Carlos V prosiguió la reconquista francesa ocupando Poitou, Saintonge, Angumois y Bretaña. La vejez de Eduardo III y la enfermedad del Príncipe Negro elevaron al primer plano a Juan de Gante, hijo del rey y duque de Lancaster. Este concibió una ambiciosa cabalgada que acabaría con el bloque franco-castellano. Atravésaría Francia para derrotar a Carlos V, luego invadiría Castilla y allí sería entronizado como esposo de Constanza, hija de Pedro I y heredera legitima del trono castellano. Esta empresa (junio/diciembre 1373) fue un absoluto fracaso debido a la tácticas evasivas dirigidas por Du Guesclin. A ello se sumaron las depredaciones de las flotas castellano-francesas en las costas inglesas del Canal (1373-1374). El agotamiento general condujo a las treguas de Brujas (1375). Eduardo III, humillado en la guerra, aceptó la única posesión de Bayona, Burdeos, Calais y Cherburgo. Francia había recuperado el equilibrio de la guerra y, por primera vez, Inglaterra era la vencida. Entre 1377 y 1383 el eje franco-castellano supo mantener la hegemonía militar lograda desde 1369. Carlos II el Malo fue derrotado en su última aventura y Navarra quedó convertida en un protectorado militar castellano en el tratado de Briones (1379). Poco después, la flota castellana remontó el Támesis e incendió el arrabal londinense de Gravesend, culminando su superioridad naval en el Atlántico (1381). Y con apoyo naval castellano, Francia aplastó la revuelta de Flandes en la batalla de Roosebeke (1382). Por su parte, Inglaterra sólo obtuvo una victoria parcial en Bretaña, que se garantizó su independencia en 1381. Durante este periodo varias circunstancias redujeron la tensión de la guerra e hicieron presagiar su pronto final: el comienzo del Cisma del Pontificado (1378); la revuelta de los "tuchins" en Languedoc (1378); una nueva sublevación flamenca dirigida por Felipe van Artewelde -hijo de Jacobo- (1379); la revolución de la "Poll-tax" en Inglaterra (1381); y las revueltas de la "herelle" de Rouen y de los maillotins" de París (1382). Este ambiente de crisis social coincidió con un verdadero relevo generacional (Contamine) en Occidente. Las muertes del Príncipe Negro (1376), Eduardo III (1377), Enrique II (1379), Carlos V y Bertrand Du Guesclin (1380) dejaron paso a Ricardo II de Inglaterra (1377-1399), Juan I de Castilla (1379-1390) y Carlos VI de Francia (1380-1422). En 1383 se abrió para Inglaterra una inesperada oportunidad de romper el bloque franco-castellano con la crisis sucesoria surgida a la muerte de Fernando I de Portugal (1367-1383). Juan I de Castilla (1379-1390), casado con la heredera portuguesa Beatriz, reclamó el trono apoyado en el partido nobiliario procastellano de la regente Leonor Téllez, segunda esposa del difunto monarca. La amenaza de una anexión castellana polarizó rápidamente Portugal. Juan I fue apoyado por gran parte de la alta nobleza y rechazado por la burguesía mercantil de las ciudades atlánticas, la burguesía rural, el pueblo y la nobleza lusa enemiga de la regente, que se situaron tras Juan, bastardo real y maestre de Avis. La cuestión dinástica alcanzó enseguida connotaciones de guerra civil y revolución burguesa cargada de tintes nacionalistas. En 1384 Juan I quiso forzar la situación, pero fracasó en el asedio de Lisboa. A principios de 1385 las cortes de Coimbra apoyaron la entronización de Juan I de Avis (1383-1433), es decir, un nuevo cambio dinástico inscrito en el contexto del gran conflicto anglo-francés. La postrera ofensiva castellana fue aplastada por Juan de Avis en la batalla de Aljubarrota (14-agosto-1385) gracias a los refuerzos ingleses enviados por Juan de Gante. Esta victoria aseguró la independencia portuguesa frente a Castilla y debilitó la hegemonía franco-castellana. La victoria de Aljubarrota llevó a Juan de Gante a reintentar un nuevo asalto al trono castellano. En julio de 1386 desembarcó en Galicia dispuesto a reanimar los focos petristas (emperegilados) y proclamarse rey. Pero tampoco esta aventura tenía posibilidades de éxito, pues Juan I contaba con el apoyo de sus súbditos -cortes de Valladolid (1385) y Segovia (1386)-, con la neutralidad de Aragón (en paz con Castilla desde la paz de Almazán de 1375) y Navarra (desde la paz de Briones de 1379) y con una nueva colaboración militar francesa. Juan de Gante quedó aislado en un país hostil y la desorganizada ofensiva inglesa con apoyo portugués quedó estancada en León. Como en Portugal, también en Castilla esta invasión excitó unos primarios sentimientos nacionalistas. El empantanamiento de la guerra en Castilla coincidió con el agotamiento bélico de franceses e ingleses, incapaces de dar el giro definitivo a su enfrentamiento. En 1388 se avanzó hacia la paz en las treguas de Bayona, que pusieron fin al conflicto dinástico castellano iniciado en 1366: Juan de Gante renunció al trono de Castilla a cambio de una fuerte suma y una renta anual; Juan I casó al futuro Enrique III con Catalina, hija del duque de Lancaster y nieta de Pedro I -para los cuales creó el título de Príncipes de Asturias-, uniéndose definitivamente las dinastías trastamarista y petrista enfrentadas desde 1354. Finalmente, las treguas de Leulinghen-Monçao (1389) entre Francia, Inglaterra, Castilla, Escocia, Borgoña y Portugal aseguraron el fin de las hostilidades en todos los frentes. El agotamiento general abrió un largo periodo de distensión que se prolongaría durante dos décadas.
contexto
Los países escandinavos, en estos siglos de la plenitud medieval, irán evolucionando desde sus estructuras primitivas hasta constituirse en sociedades feudales, a semejanza de las occidentales, aunque conservando una serie de rasgos propios y específicos. Factores decisivos en la evolución de dichas estructuras fueron: la experiencia anterior de incursiones violentas hacia el exterior -que hizo estrechar paulatinamente los contactos con el oeste de Europa- la proximidad del Sacro Imperio Romano Germánico, la vinculación con otros países más evolucionados (caso de Inglaterra), pero sobre todo la conversión al cristianismo, que fue el mejor vehículo para canalizar su integración en el concierto de Occidente, aún cuando la existencia de reminiscencias paganas estuviera todavía presente en el siglo XII. Efectivamente, los monarcas escandinavos, una vez abrazado el cristianismo, se mostraron deseosos de ser admitidos en la civilización de la nueva fe y pusieron gran empeño en lograr la conversión de todos sus súbditos. En torno al año 1000, los misioneros germanos ya habían cruzado Dinamarca y, poco después, penetrado en Noruega y Suecia. De estas "iglesias jóvenes" se responsabilizarían las grandes metrópolis alemanas de Bremen, Magdeburgo, Hamburgo, hasta la creación de las sedes episcopales nacionales de Lund (Dinamarca), Nidaros (Noruega), Uppsala (Suecia), que encuadrarían su propia vida eclesial en el contexto de la problemática religiosa romana. Si en el primer momento, para consolidar su posición, los reyes se apoyaron en la Iglesia, favoreciéndola con cuantiosas mercedes y privilegios, ésta, cuando esté bien asentada, se mostrará como un elemento bien organizado, dispuesto a hacer valer sus prerrogativas y disputar el poder a la realeza, alineándose para lograrlo a la nobleza feudal, a la que había ayudado a cristalizar. De manera que con el cristianismo, además de la fe, penetraron múltiples elementos occidentales. De ellos, podemos destacar concepciones monárquicas más avanzadas, corrientes de signo feudalizante y nuevas formas económicas que cambiaron su cerrado sistema. Respecto a esta última cuestión, las dificultades climáticas condicionaron su escasa demografía, un poblamiento rural aislado y una dedicación preferente a actividades agropecuarias. Un panorama que se modificará algo en el siglo XIII, pues la prosperidad, al igual que en toda Europa, alcanzó también al mundo escandinavo. El aumento de población condujo a la roturación de nuevas tierras e incrementó la ganadería. Los mercaderes alemanes, que anteriormente habían penetrado en estos países, monopolizaron el creciente comercio minero y pesquero. A cambio de obtener esta sólida posición, la Hansa proporcionó un activo crecimiento de la vida urbana. En cuanto a la organización social, el impacto de Occidente se dejó sentir en la feudalización. El principal elemento de esta evolución, como en todas partes, fue una combinación del ejercicio de las armas y la administración. Según L. Musset, "en los tres reinos, la monarquía de los siglos XI y XII constituye una curiosa forma de transición, muy diferente de la antigua sociedad en la que el rey no era más que un primus inter pares y de la monarquía feudal que triunfaría en el siglo XIII con la aparición de la caballería". En efecto, la introducción en 1134, por vez primera, de la caballería en Dinamarca, acentuó esta tendencia feudal, naciendo en este reino una nobleza de tipo militar, siempre preparada para la guerra, y exenta de tributación. Esta clase social se convirtió en el grupo dirigente, al que la monarquía recompensaba con cargos y tierras por los servicios de armas y de gobierno local. Desde Dinamarca, dicha organización se extendió hacia Noruega y Suecia, complicando de forma creciente las luchas dinásticas en sus respectivos países e impidiendo el reforzamiento y la normal evolución del poder real. En esta sociedad militar, la obsesión por la guerra hizo que el arte literario alcanzara una original y curiosa perfección. Bajo el mecenazgo de monarcas, como Sverre de Noruega, surgieron poetas de escaldas y narradores épicos, especialmente en Islandia, que fueron gestando las famosas "sagas". El máximo exponente de este nuevo arte fue Snorri Sturlusson (1178-1241), autor del "Edda Nuevo", que contiene los viejos mitos y una colección de antiguos poemas islandeses. Obra única, está considerada la última manifestación de la literatura islándica que, como legado, pretende dejar un tratado de poética y toda una práctica centrada en la producción literaria. En Dinamarca, la principal figura de las letras fue el historiador Saxo Grammaticus, cuyos "Gesta Danorum" serán la fuente principal para inspirar la leyenda de Hamlet. Ambos autores, Snorri y Saxo, estuvieron imbuidos de los ideales de sus mecenas. Los principios de la unidad nacional, el fortalecimiento de la autoridad real y la resistencia al poder nobiliario, se plasmaran en sus obras, como reflejos socio-ideológicos de la época.
termino
acepcion
Para los cristianos la penitencia es la reconciliación con Dios y la Iglesia, tras el perdón de los pecados. La penitencia como sacramento es la expresión simbólica del perdón de los pecados y la conversión.
contexto
En la Edad media cristiana, alcanzado el uso de razón todos los fieles estaban obligados a cumplir con las prácticas de tipo ascético características del calendario eclesiástico. El sínodo de Benevento (1041) en época de Urbano II señaló ya como fecha del inicio de la Cuaresma el miércoles anterior al primer domingo del ciclo (caput ieiunii), que se conocería posteriormente como "miércoles de ceniza". El periodo cuaresmal abarcaba 40 días y se caracterizaba por la abstinencia completa, prohibición de carne, huevos y leche y una sola comida diaria. Al tratarse de una época de mortificación quedaba también en suspenso toda fuente de placer, como las fiestas, cacerías, bodas, relaciones sexuales, etc. Aparte del ciclo cuaresmal existían también otras jornadas marcadas por el ascetismo. Así los "ayunos de témporas", establecidos por Gregorio VII para señalar el paso de las cuatro estaciones y los "ayunos de vigilia", en vísperas de celebraciones solemnes. Finalmente, todos los viernes del año se dedicaban a la abstinencia, salvo que coincidiesen con una fiesta religiosa. En cuanto al sacramento de la penitencia o expiación de los pecados, conoció durante la Plena Edad Media una autentica eclosión, al calor de su madurez doctrinal y práctica, íntimamente ligada con la teología del purgatorio. Característico sacramento de muertos, al restaurar la unión con Cristo rota por el pecado, la penitencia tomó como eje fundamental de su doctrina hasta el siglo XII la declaración verbal, publica o privada, de las faltas. De ahí que, ya en el siglo XI, se instaurase la costumbre de otorgar la absolución -sobre todo a los moribundos- antes incluso del cumplimiento de la pena. La fórmula empleada por el sacerdote era aún sin embargo de carácter deprecatorio, no quedando claro si el perdón de Dios se realizaba ya entonces o con la reparación penitencial. Al calor de la obligatoriedad de la confesión anual dictada en el IV Concilio de Letrán surgió la actual formula imperativa, unánimemente aplicada desde mediados del siglo XIII, y por la que el sacerdote administraba la absolución de los pecados en nombre de la Trinidad. El papel central dado a la absolución a partir de entonces restó importancia a las formas arcaicas del sacramento, como la penitencia pública o la confesión laica. Ésta se mantuvo sólo en los ambientes caballerescos, en tanto que aquélla se transformó definitivamente en un simple instrumento penal de los tribunales eclesiásticos. Desde el punto de vista de la práctica sacramental se impuso así mismo la confesión auricular privada, cuyos orígenes hay que buscarlos en la Iglesia irlandesa, y que había venido difundiéndose por el continente desde el siglo VIII. Con el triunfo de este rito se tarifaron rigurosamente las penas, ateniéndose a la jerarquización oficial de los pecados, tal y como puede encontrarse en los manuales de confesores de Raimundo de Peñafort (Summa de Penitentia) y Juan de Friburgo (Summa confessorum), ambos del siglo XIII. Respecto al régimen penitencial, se moderó sustancialmente, abarcando desde los rezos, limosnas y genuflexiones para las faltas leves, hasta los ayunos, la peregrinación expiatoria o la entrada en un monasterio para las más graves. Se reguló asimismo canónicamente el secreto de confesión, castigándose con enorme rigor al sacerdote que incumpliera el sigilo sacramental. Si bien la absolución tenía el efecto inmediato de perdonar el pecado, no ocurría lo mismo con las consecuencias de éste, que debían saldarse mediante penas temporales a cumplir en la tierra o en el purgatorio. Tradicionalmente se había venido admitiendo la llamada redención pecuniaria, que a cambio de limosnas o incluso mediante el contrato asalariado de una tercera persona se destinaba a solventar la pena impuesta. A pesar de las condenas eclesiásticas, esta práctica sólo pudo desterrarse gracias a la maduración teológica del sacramento, paralela a la referente al purgatorio. Doctrinalmente hablando, el nuevo sistema de indulgencias, destinado a cubrir las penas temporales producto del pecado, se basaba en el principio del tesoro de la Iglesia, definitivamente perfilado en el siglo XII. Según este principio, la Iglesia administraba los abundantísimos méritos de la Virgen y los santos y los infinitos de Cristo en favor de los fieles, acortando así su estancia en el purgatorio. Desde el punto de vista práctico las indulgencias surgieron en el Midi francés y la Península Ibérica en el siglo XI, aplicándose a quienes aportaran fondos para la construcción de iglesias y obras piadosas. En 1063 Alejandro II proclamó la llamada indulgencia plenaria para el supuesto de la lucha contra al-Andalus, renovándose en 1095 a todos los cruzados. A partir del XII la indulgencia se aplicó también a los que colaborasen en la dotación de obras de interés general, y naturalmente a cualquier participante en guerras contra musulmanes, paganos o herejes. El IV Concilio de Letrán aplicó también el beneficio de la indulgencia a los que colaborasen económicamente con la cruzada, extendiéndose al fin a los difuntos a fines del siglo XIII, aunque esta medida fuese contestada.