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monumento
Esta mole granítica (gneiss) formaba la pared del estanque de abluciones del recinto sagrado de la antigua ciudad de Mamalla I (el gran luchador). El eje compositivo central consistía en un manantial natural (hoy cegado) que alimentaba el estanque y protagonizaba la escena: el río Ganges descendiendo sobre la tierra, uno de los acontecimientos más impresionantes de la mitología hindú. Del Descendimiento del Ganges son testigos numerosos dioses, hombres y animales, que quedan paralizados ante tan milagroso suceso. Resulta evidente la especial atención y naturalismo que los artistas Pallava dedicaron a la manada de elefantes que acude a beber al río.
Personaje
Científico
Sus investigaciones se centran en la gravedad cuántica, los agujeros negros y recientemente se ha interesado en la ciencia de la mente. Sus estudios ha permitido que científicos de todo el mundo se adentraran en nuevos campos de investigación, además de profundizar en la teoría de la relatividad general. Todos estos trabajos le han convertido en uno de los científicos más célebres de este tiempo. Con Stephen W. Hawking ha compartido el Wolf Prize, uno de los galardones más prestigiosos, además de recibir la medalla de la Royal Society y el Premio Albert Einstein. Es autor de obras como "La nueva mente del emperador", "Las sombras de la mente", "Lo grande, lo pequeño y la mente humana". Trabajó en la Universidad de Oxford como catedrático de Matemáticas.
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Durante los siglos XIII y XIV aparecieron tímidamente en Europa los primeros síntomas de lo que se conoce como primer capitalismo o capitalismo mercantil. El proceso de su formación se avivó en el siglo XV, cuando confluyeron y se combinaron armónicamente factores tan poderosos como la tendencia de las Monarquías autoritarias a intervenir en las economías nacionales, el espíritu de empresa de los individuos, el deseo de conquista y de lucro y la racionalización de la producción y de los negocios. Igualmente, la transformación de la economía medieval fue posible gracias a la acumulación de capitales procedentes de rentas rústicas y urbanas, a la recaudación y administración racional de los impuestos estatales y a la explotación de las minas de plata de Europa central, que aumentaron con rapidez la riqueza pública, la circulación monetaria y la demanda. El resultado de todo ello fue la aparición de una coyuntura favorable para las transacciones mercantiles. A todos esos factores de expansión de la economía europea se unieron, desde comienzos del siglo XVI, los grandes descubrimientos geográficos auspiciados por los nuevos Estados, el crecimiento de los mercados, la ampliación de las fuentes de materias primas y la renovación de las técnicas de organización empresarial, de producción y de financiación, que no hicieron más que acelerar el proceso de formación del capitalismo inicial. Paralelamente, las políticas de las nacientes Monarquías nacionales estaban exigiendo, para lograr la mayor concentración de poder y de soberanía posible, sumas cuantiosísimas de dinero, es decir, recursos financieros para mantener ejércitos permanentes y burocracias, que no procedían de ingresos por impuestos, sino de empréstitos de particulares. Nacen de esta manera desde finales del siglo XV, aunque lentamente, las economías nacionales vinculadas al poder de las Monarquías autoritarias. Como consecuencia de ello, la actitud del poder político frente a los problemas económicos tenderá a ser cada vez más proteccionista, reglamentista e intervencionista. O dicho de otra manera, la política no tuvo en adelante más objetivo que asegurar la supervivencia, el engrandecimiento y la prosperidad del Estado con relación a los demás Estados soberanos. De este modo surge en la Inglaterra de Enrique VIII, en la Francia de Luis XII y de Francisco I y en la Castilla de los Reyes Católicos un conjunto de prácticas y de medidas económicas estatales encaminadas a fortalecer la soberanía nacional, denominadas historiográficamente "mercantilismo". En realidad, las teorías que se formularon desde el siglo XVI (incluso algunas, de forma rudimentaria, aparecen a principios del siglo XV), aunque sirvieron para elaborar las primeras políticas económicas de las Monarquías autoritarias, nunca constituyeron un cuerpo de doctrina que hiciera posible hablar de mercantilismo como tal. Existieron, eso sí, teóricos de muy diverso y, a veces, controvertido pensamiento que se preguntaron unánimemente de qué manera se podría enriquecer a las Monarquías o a los países y que explicaron durante decenios la conducta de los estadistas y les sirvieron de fundamento. Sin embargo, la historiografía del siglo pasado interpretó de manera simplificada el pensamiento de los tratadistas economistas de los siglos XVI y XVII. En primer lugar, consideró que aquéllos partían de una idea básica: la administración y la gestión de las finanzas públicas es similar en su funcionamiento y en su finalidad a la de un patrimonio privado, estimando que ningún Estado podía enriquecerse si no vendía a otro Estado más que le compraba y que sólo una balanza de comercio favorable podía impulsar la entrada en el país de metales preciosos, prueba irrefutable de enriquecimiento nacional. Finalmente, se interpretaba que, desde el punto de vista de las técnicas y prácticas económicas, estos tratadistas mercantilistas recomendaban a los Estados, para conseguir tales fines, un sistema de primas a la exportación y de altos obstáculos arancelarios a la importación, así como medidas de control de los movimientos monetarios. Sin embargo, sería inexacto reducir el pensamiento de los llamados mercantilistas a las cuestiones relativas al funcionamiento de una economía estatal. Además de tratar esos problemas, el pensamiento económico de los siglos XVI y XVII se ocupó también de examinar la naturaleza de la propiedad privada, las cargas impositivas, el socorro o la asistencia de los pobres, los transportes, el trabajo, la población, el precio del dinero, la usura y la banca, etc. No cabe duda de que los problemas monetarios fueron los preferidos por los estudiosos de la economía política del siglo XVI y, especialmente, por los españoles.
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El período más creativo y fructífero de la filosofía china fue el correspondiente a la dinastía Zhou en su última etapa, históricamente conocido como período de Primavera y Otoño y el de los Reinos Combatientes. Las escuelas filosóficas como las de Confucionismo, Legalismo -Legitimismo- y Taoísmo (Daoísmo) han perdurado durante muchos siglos, aunque en aquel período hubo tantas divergencias entre ellas que llegó a crearse la denominación de las Cien escuelas de Pensamiento. Los seguidores de Confucio aceptaron las doctrinas de su fundador, basadas en el acatamiento de los ritos y la práctica de la benevolencia. Estas doctrinas ponían de ejemplo a la dinastía Zhou del Oeste, considerada como la edad de oro, y mediante su imitación, un gobernante podría intentar restablecer aquella utopía. Los legalistas predicaban que los intereses de los gobernantes son supremos, preeminentes, y que el Estado se regiría mejor bajo reglamentos y leyes duros y rigurosos, bajo un control policial férreo, calificable de sistema totalitario. Sin embargo, los taoístas desterraron las ambiciones terrenales y se concentraron en conseguir la armonía con la naturaleza, viviendo en ocasiones como ermitaños en zonas despobladas e inhóspitas. Excepto los taoístas, varias teorías filosóficas fueron presentadas a los señores feudales por los eruditos itinerantes con el deseo de ser asignados a altos cargos de la gobernación. Algunos señores feudales mantenían, en efecto, cortes en las que vivían centenares de eruditos letrados. Desde el establecimiento de la dinastía Qin por el primer emperador chino Qinshi Huangdi, en el año 221 a.C., se fomentó la victoria de los seguidores del Legalismo. La quema de libros ocurrida en el año 213 a.C., en la que se destruyeron todos los textos confucionistas así como los relacionados con ellos, fue ordenado por el emperador, fiel seguidor de aquella doctrina. Pero la dinastía Han efectuó un cambio de dirección, y el confucionismo se convirtió en la doctrina filosófica oficial, aunque muchas de las prácticas administrativas vigentes procedían de las de los legalistas, como se apuntaba más atrás. La restauración de los textos de Confucio estaba basada en los pocos que habían sido salvados del fuego, y conservados ocultos, junto a otros que fueron recreados por los letrados confucionistas que los habían memorizado. Mientras que ello sirvió para preservar las enseñanzas de Confucio, muchos de los argumentos esenciales de otras escuelas filosóficas, únicamente conservados en textos escritos, se perdieron irremediablemente, por lo que pocos de ellos pudieron llegar hasta la era contemporánea. El Confucionismo se convirtió así en la ideología oficial de la dinastía Han, sirviendo para la elaboración de los temas principales para los exámenes de selección de los nuevos funcionarios, elementos clave en la gobernación del Estado.
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La atención prestada a los problemas monetarios y la importancia adquirida por los Estados y las Monarquías autoritarias en Europa occidental permitieron el desarrollo de un pensamiento mercantilista. En efecto, en España no todos los estudiosos de la economía política pertenecían a la Escuela de Salamanca y, aunque atendían a los problemas monetarios en su relación con el alza de los precios, estaban alejados de la pura especulación teórica. Sin formar una corriente formal de pensamiento (algunos de ellos también pertenecían a la Escuela de Salamanca o partían de supuestos teóricos escolásticos) estaban más atentos a relacionar los hechos con la teoría, más motivados por la coyuntura económica ante la cual hacían propuestas de solución; esto es, más preocupados por la carestía de los precios y sus causas y por la fuga de metales preciosos al exterior, más alertas por conocer los mecanismos del comercio internacional español y de la balanza de pagos, más ocupados por el caos de las finanzas del Estado y de sus repercusiones fiscales interiores. La figura más destacada de todos los analistas españoles del siglo XVI, tal vez el primer mercantilista y economista político español, fue el contador y consejero real Luis Ortiz. En su "Memorial para que no salga dinero del Reino", dirigido al rey Felipe II en 1558, se condensa todo su pensamiento sobre la situación económica de España y especialmente una novedosa y lúcida doctrina de la balanza de pagos. Para Luis Ortiz la debilidad económica de la España de su tiempo residía en su incapacidad para retener los metales preciosos procedentes de América. En opinión del contador real la ausencia de sectores productivos competentes obligaba a exportar materias primas (lana, cueros, hierro, seda) y a importar manufacturas, de tal manera que los metales huían y el país se empobrecía. La solución que proponía pasaba, en primer lugar, por prohibir o reducir drásticamente las primeras y evitar o penalizar fuertemente las segundas. No bastaba con eso. En su atinada opinión era necesario revalorizar el trabajo, crear una cultura del trabajo, puesto que en la legislación y en la mentalidad de los españoles los trabajos mecánicos o artesanales eran rechazados por deshonrosos. Todo el mundo debía ponerse a trabajar y a aprender un oficio, pues esos constituían los verdaderos tesoros. Del déficit de la balanza no sólo eran responsables los excesos de las importaciones sobre las exportaciones, sino determinadas partidas del presupuesto del Estado: los intereses que se pagaban a los banqueros extranjeros del rey, es decir, el endeudamiento crediticio con el exterior, las sumas remitidas a la Iglesia de Roma en concepto de impuestos eclesiásticos, los monopolios que la Hacienda Real había cedido a extranjeros, etcétera. Era obligado, por consiguiente, disminuir cualquiera de estos gastos y fomentar, a cambio, la producción interior, la riqueza agrícola y forestal, la navegabilidad de los ríos, etc. A juicio de Ortiz, el mantenimiento y la retención de metales preciosos que se conseguiría finalmente con esas medidas no tendría por qué generar un aumento de los precios. Alejado de posiciones cuantitativistas, para Ortiz las causas de la revolución de los precios eran otras: las excesivas reexportaciones a Indias de productos manufacturados, la especulación con la escasez de las oligarquías urbanas y la deficiente organización (sistema de transportes, proliferación de aduanas interiores y política fiscal hostil a los intercambios) del comercio español. Sus recetas para remediar estos males forman parte de lo que podríamos denominar primer mercantilismo: reforma de la marina de guerra para proteger el comercio exterior, reforma de la moneda y el sistema impositivo, creación de un tesoro de guerra, reforestación de los montes y mejora de los canales y vías navegables para facilitar y abaratar el comercio interior. En Francia se compartía ese conjunto de ideas favorecedoras de la intervención del Estado en la vida económica, partidarias de la autarquía conjugada con la voluntad exportadora, hostiles a las clases ociosas, enemigas de la ostentación desmedida y el lujo, confiadas en la importancia del oro y la plata como forma de riqueza de una nación, atentas no sólo a la bondad de una balanza comercial favorable sino también al desarrollo de la agricultura, la industria y la minería. Pero ningún autor las recogió en una obra única y coherente como la de Ortiz. Con anterioridad a 1600 sólo Laffemas se interesó por el desarrollo de la industria francesa, arruinada después de las guerras civiles y acosada por la competencia inglesa. Los remedios propuestos por Laffemas eran mercantilistas: supresión de las importaciones de seda favoreciendo su producción interna, establecimiento de obstáculos aduaneros y reorganización de las industrias del cuero y de las sargas. Para llevar a cabo tales objetivos, Laffemas preconizaba una organización profesional sumamente estricta para lo cual era necesario la creación de organismos de control de todo el proceso productivo, integrados por oficiales, nombrados por los mismos trabajadores, con autoridad para el restablecimiento de la disciplina laboral, que hicieran desaparecer los conflictos, que lograran la abolición de la mendicidad, la fijación de salarios, la vigilancia de las costumbres, el control y la visita regular y mensual de los talleres, etc. Con todo, en el sistema de Laffemas, industrialista y corporativista, había un intento por convertir a la clase industrial en un grupo aparte, sin tener en cuenta el interés de los comerciantes y de los consumidores. En Inglaterra el pensamiento mercantilista había tenido éxito probado. El "Compendieux", partiendo de la idea de que Inglaterra se encontraba en una posición comercial muy ventajosa, ya que podía prescindir de las mercancías foráneas mientras que las suyas seguían siendo necesarias para los otros países, se interesaba por el comercio exterior al recomendar que la cantidad de dinero pagado por las importaciones no debía superar nunca a las exportaciones, de tal manera que para aumentar la cantidad de dinero metálico en circulación era necesario practicar el sistema llamado de balanza de contratos así como el proteccionismo agrario.
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El siglo XVII conoció una extensa crisis demográfica, económica y política, cuyas pruebas más incontestables fueron la guerra de los Treinta Años, las revueltas populares y campesinas, la revolución y el cambio de régimen político en Inglaterra, los desórdenes en los Países Bajos y las guerras expansivas promovidas por Luis XIV. Desde el punto de vista político el absolutismo salió aparentemente reforzado de esta crisis, de tal manera que el siglo XVII ha sido presentado como el del apogeo del absolutismo. Pero se trata, en realidad, de un absolutismo precario, híbrido y en vías de ser superado. Precario, porque los factores que lo favorecían temporalmente provocaron a largo plazo, y en Inglaterra a corto, su disolución. Híbrido, porque el absolutismo del siglo XVII hizo descansar la noción de soberanía simultáneamente sobre elementos tradicionales (como los deberes del monarca, la costumbre, las leyes fundamentales del Reino) y sobre elementos nuevos, como el mercantilismo. Las principales obras políticas de la época provienen de Inglaterra y de los Países Bajos, pues, de Francia, los que escriben tratados políticos son, en su mayoría, hombres que hacen política, no teoría política; es decir, sus libros están llenos de experiencia política. La primera gran novedad en el terreno de la teoría política pura se produce acerca de la interpretación del derecho natural y su relación con la política. En ese sentido, la noción de un derecho natural distinto al derecho positivo se encuentra en la Antigüedad griega y después fue recogida por el Cristianismo que la presentó como la expresión de la voluntad divina. Sin embargo, durante el siglo XVII se produjo una transición desde el derecho natural metafísico y teológico al derecho natural racionalista. Sin olvidar las de carácter económico, las causas de esta evolución tienen mucho que ver con el progreso de las ciencias y el descubrimiento de nuevas tierras que trajeron consigo una concepción laica de la Naturaleza, de tal manera que el derecho es separado de la religión y la política se independiza de la teología.
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Si el auténtico renacimiento artístico tuvo sus orígenes en Florencia, también en la ciudad toscana se produjo el florecimiento de la filosofía social y política. Como respuesta a la lucha por la libertad cívica que los florentinos sostuvieron desde comienzos del siglo XV contra el despotismo de los Visconti, se tomó mayor conciencia de los asuntos políticos y se intensificaron los ideales republicanos de libertad y de participación cívica. Nació, de ese modo, lo que se denomina el humanismo cívico, una nueva filosofía de la participación política y de la vida activa. Los pensadores que formaron ese movimiento (Leon Battista Alberti, Coluccio Salutati y Leonardo Bruni) eran estudiosos del derecho y de la retórica y trabajaban como cancilleres, secretarios o embajadores de la ciudad. Todos consideraban en sus obras los mismos problemas: el ideal de libertad, como independencia y autogobierno, y su conservación. Analizando los peligros que amenazaban la libertad política (la contratación de condotieros y de ejércitos mercenarios para defender a las ciudades-repúblicas frente a las amenazas exteriores representadas por el Imperio, el Papado y las Monarquías autoritarias de Francia o España), aquellos humanistas llegaron a la conclusión de que los hombres son los únicos responsables del bien o del mal que les ocurra, que hay que luchar por la patria, que hay que luchar por la gloria y no por el dinero, que todo ciudadano disfruta de iguales oportunidades de participar activamente en la vida política. En el desarrollo de estas ideas jugó un papel primordial la recuperación del ideal ciceroniano de "virtus", como excelencia humana superior. Para alcanzarlo (posibilidad que era negada por el Cristianismo agustiniano) los humanistas confiaban en la necesidad y en el desarrollo de una educación adecuada, centrada en el estudio de la retórica (como uso práctico de la sabiduría) y de la filosofa antigua, básica para la preparación del carácter. Tal educación, capaz de producir "virtus", preparaba para ingresar en la vida pública. Así pues, entendida como aprendizaje y adquisición de "virtus", esa educación clásica sería útil, pues todo conocimiento ha de servir al hombre no sólo para alcanzar la verdad, sino para ser perfecto, esto es, para conseguir la felicidad. En aquel tiempo, tal metodología era, además, especialmente novedosa, pues contradecía la concepción escolástica y medieval según la cual el único ideal al que debe aspirar el hombre en la tierra es la vida contemplativa y especulativa. Esta reacción de los humanistas florentinos ante la falta de interés de los escolásticos por la vida política promovió un ideal del compromiso, que hasta finales del siglo XV produjo una literatura política dirigida a toda la sociedad en defensa de los valores republicanos. No obstante, el triunfo en esas fechas y durante los primeros decenios del siglo XVI de las formas de gobierno despóticas o principescas, hizo que los humanistas, a pesar de su fe en las forma de gobierno republicana, dirigiesen sus escritos a los signori, adoptando el género del consejo o del espejo de príncipes. En la segunda mitad del siglo XV Francesco Patrizi dedicó al papa Sixto IV su obra "El reino y la. educación del rey", y en 1471 Bartolomeo Sacchi dedicó "El Príncipe" a los duques de Gonzaga de Mantua. En España Diego de Valera escribirá para el rey Fernando II de Aragón su "Doctrinal de príncipes" (1476) y Gómez Manrique dedicará a la reina Isabel de Castilla su "Regimiento de príncipes", obras cuyos contenidos no se distancian mucho de las escritas en Italia. Estos humanistas difieren de sus predecesores republicanos en cuanto a los propósitos que según ellos deben guiar al gobernante. La idea de conservar la libertad y la justicia como valores superiores de la vida política fue sustituida por la de mantener al pueblo en estado de seguridad y de paz. Para conseguirlo es preferible el gobierno de los príncipes al del pueblo. Por la misma razón, sólo el príncipe deberá poseer la "virtus", considerada como fuerza creadora para conservar su estado y rechazar a los enemigos. La virtud del pueblo se limitaría a la práctica de la pasividad benigna, que le alejaría de toda participación en la vida política. Por último, en todos estos espejos se mantiene la vieja idea de que el príncipe ha de practicar de manera equilibrada las virtudes teologales y morales, y entre éstas ha de ejercitar la justicia, la equidad, la clemencia, la liberalidad, la firmeza, el cumplimiento de la palabra dada, el respeto a la verdad, el desdén de las cosas transitorias, etc. No obstante, esta escala de valores para guía de los príncipes no tardaron en ser modificadas.
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Después de 1660 se produjo en Francia una honda transformación en el terreno religioso. Tal fenómeno está relacionado tanto con la reforma de la espiritualidad, como con la presencia cada vez más importante en las mentalidades del racionalismo cartesiano. La desaparición de la experiencia mística en la vida cristiana y el creciente moralismo espiritual en la literatura edificante son igualmente los factores que contribuyeron a esta profunda transformación. Pero ellos, a su vez, son consecuencia de otras causas. En efecto, el desarrollo del psicologismo en la espiritualidad había conducido a una desconfianza con respecto a la mística, cuya cristalización tuvo lugar con la aparición y el éxito de una mujer piadosa, Mme. Guyon du Chesnoy (1648-1717), que se dedicaba a una mística exagerada. La publicación de su Moyen court et très facile pour l´oraison (1685) alcanzó tanta difusión, que sus dones espirituales llegaron a ser reconocidos y admirados por Fénelon (François de Salignac, 1651-1715). Sin embargo, acusada de propagar el quietismo, se inició un proceso contra ella, para lo cual se pidió la intervención del prelado de Meaux y famoso predicador Bossuet, con la misión de revisar críticamente su obra. En 1694, Bossuet emitió un informe con un juicio negativo y censuró todas las ideas de Mme. Guyon acerca del estado pasivo que, según él, no era compatible ni con la práctica de la oración de petición ni con la de las virtudes cristianas. Poco tiempo después, Bossuet, con el fin de separar a Fénelon de la influencia de Mme. Guyon, volvió a redactar una amplia instrucción pastoral refutándola por extenso, pero no consiguió desvincular a Fénelon de la fidelidad hacia aquella mujer. Es más, en 1696, siendo ya arzobispo de Cambrai, Fénelon compuso su Explication des Maximes des Saints sur la vie intérieure (publicadas en 1697), donde se explicaban sus propias posiciones sobre la mística y cuyo tema central giraba en torno a la idea del amor puro y del amor desinteresado hacia el prójimo. A raíz de esta publicación la polémica en torno al quietismo se avivó, hasta tal punto que Fénelon hubo de presentar explicaciones en Roma, mientras que Bossuet publicaba en 1698 su Relation sur le quiétisme, una parodia sobre la situación y una condena moral de Mme. Guyon y de Fénelon. La respuesta de éste no sirvió para salvar su prestigio ante el Pontífice Inocencio XII, que presionado por el rey francés le condenaba, aunque sólo en principio. Sin embargo, el breve Cum alias (1699), que condenaba globalmente 23 tesis de las Maximes de Fénelon, sin calificarle en ningún momento de herético, no agradó a Bossuet ni a Luis XIV, quien había desterrado a Fénelon de la Corte. La mística francesa iniciaba, en cualquier caso, una crisis de compleja solución. El cartesianismo también se encuentra en la génesis de la crisis de la espiritualidad francesa de la segunda mitad del siglo XVII, abonada, además, por la existencia de una vieja corriente librepensadora escéptica. Muy cercano a ésta, aunque de formación cristiana, se hallaba René Descartes. Al construir su ensayo acerca del dominio racional de toda la realidad sobre la base de la duda metódica, Descartes se limitó a intentar ofrecer una explicación total de la vida espiritual y material desde un principio único, sin menoscabo de la fe y del Cristianismo. Pero el Discours de la Méthode (1637) creó un pensamiento antiescolástico que además suministró argumentos a los librepensadores escépticos por su aplicación sistemática de la duda. El éxito del cartesianismo en los ambientes cortesanos y en los eruditos fue muy grande. También lo obtuvo entre los miembros de Port-Royal, donde produjo un enorme interés por las ciencias. Sin embargo, la reacción contra las ideas cartesianas se produjo muy pronto. En 1671, es la Sorbona quien condenaba la doctrina de Descartes. A ella se adhirieron la mayor parte de las congregaciones religiosas. No obstante, hubo quienes, como Malebranche, intentaron con éxito en sus obras (Recherche de la verité, 1674, y Méditations chrétiennes et métaphysiques, 1683), una síntesis entre cartesianismo y Cristianismo, identificando la razón con la palabra de Dios.