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Personaje Pintor
Monje camaldulense, aprende en el convento de Santa María degli Angeli el arte de la miniatura. Completaría sus conocimientos de la mano deAgnolo Gaddi, aunque es posible que pasara por el taller de los Orcagna y los Gerini. Entre sus creaciones iniciales destacan las miniaturas que realizó en formato pequeño como la Virgen del Fitzwilliam del Museo de Cambridge. Con el paso del tiempo evoluciona hacia formas más alargadas. En su producción las líneas y la gama cromática dominada por tonos metálicos ganan cada vez mayor interés. Sus obras muestran ciertas repercusiones de Spinello Aretino y Fra Angélico, que se mezclan con la escuela sienesa y el gótico final. Todo este conjunto de influencias se aprecian en obras como la "Anunciación" o "La coronación de la Virgen".
obra
El estudio Carter, Drake & Wight de Chicago fue el punto de encuentro para Daniel H. Burnham y John W. Root. En 1873 ambos arquitectos unieron sus firmas para crear el estudio más floreciente de la Escuela de Chicago. En 1890 construyeron el Reliance Building; un año después levantaron el Monadnock Building, 16 pisos con muchos cargaderos de ladrillo y ventanas tipo bow-windows que constituyen un efecto grandioso. El exterior fue privado de decoración porque el propietario no quiso gastar dinero en una zona que no creía rentable; de ahí el viene la pureza formal que ha sido tan elogiada por los arquitectos modernos.
Personaje Militar Político
Formado en la carrera militar, en 1810 se unió a los independentistas y seis años después asciende a comandante en jefe. Consiguió en 1820 la pacificación de Barcelona. Será elegido en 1830 miembro del Congreso y jefe de Venezuela al año siguiente. Paez le brindó el poder en 1847, gobernando de manera despótica durante una década. La habitual práctica del nepotismo durante su mandato no estuvo reñida con un importante avance en cuestiones sociales, como la abolición del trabajo obligatorio y de la esclavitud. Será en 1864 cuando vuelva a la escena política al derrocar al presidente Falcón y hacerse con la presidencia. Tras su fallecimiento dejó como continuador de la dinastía a su hijo José Ruperto.
obra
En la segunda mitad del siglo XIX son frecuentes en Europa los asuntos anecdóticos protagonizados por monaguillos que abandonan sus funciones. Pinazo utilizará esta temática en varias ocasiones surgiendo una serie de la que esta imagen que observamos es una de las más atractivas. Todas las escenas serán protagonizadas por sus hijos, especialmente Ignacio que será su modelo favorito, otorgando así a la escena un cierto aire familiar. El pequeño está tumbado en el banco de una iglesia, entonando las notas musicales de la partitura que sujeta en sus rodillas. Junto a él contemplamos un decorativo ramo de flores mientras que al fondo se aprecia una balaustrada y los brillos de las velas del altar. La manera de trabajar de Pinazo se encuentra presente en esta composición al apreciarse una soltura y rapidez de ejecución significativa, quedando algunas zonas del lienzo sencillamente esbozadas para centrarse en la expresión del rostro del niño y en sus manos, acercándose al Impresionismo. La luz resbala sobre el personaje, creando un significativo contraste con el fondo, obteniendo un resultado decorativo con el que Pinazo obtendrá notable fama.
contexto
El monaquismo apareció por vez primera en Oriente, tomando gran fuerza en Egipto en el siglo IV, donde desarrolló sus dos grandes tendencias: la anacoreta y la cenobítica. La constitución de la regla de san Basilio Magno (360) sirvió para unificar en gran medida el cenobitismo en toda la cristiandad oriental, que en tiempos de Teodosio experimentaría una enorme expansión. En Occidente el movimiento monástico fue algo más tardío, aunque las causas del mismo serían en gran parte iguales a las del oriental. En un primer momento se intentó una aclimatación de las prácticas orientales, con su rigorismo y tendencia a la vida anacorética, no obstante que las condiciones ecológicas y climáticas eran muy diferentes de las del desierto egipcio. Sin duda el gran impulsor del monaquismo oriental en las Galias sería Martín de Tours, que lo desvió hacia modalidades cenobíticas, con su monasterio de Marmoutier. Este mismo origen tendría el gran centro monástico de la isla de Lerins en Provenza, auténtico foco monástico en las Galias de los siglos V y VI. Fundado por gentes que conocían muy bien el monaquismo oriental, Lerins fue sobre todo una escuela de ascética, más que de formación espiritual. En él se cumplió el ideal martiniano del monje-obispo en un gran número de casos, pasando por sus celdas todas las grandes figuras de la Iglesia sudgálica de la época: Salviano de Marsella, Fausto de Riez, Cesáreo de Arlés, etc. Además sería allí donde se redactarían unas normas de organización de la vida monástica de enorme influencia en todo el monaquismo occidental posterior: "Las instituciones" de Casiano. Mayor singularidad caracterizó al movimiento monástico irlandés. En dicha isla, en la periferia de Occidente y en ambiente celta, encontró refugio la cristiandad bretona. Según la tradición irlandesa posterior a principios del siglo V, Patricio, un bretón educado en Italia y Lerins, procedería a la primera cristianización de la isla, organizando su Iglesia. Falta de auténticas ciudades y con una organización social con usos comunitarios y señoriales de tradición céltica, en Irlanda el cristianismo se difundiría y organizaría más sobre la base de los centros monásticos rurales que de los obispados. A imitación del monaquismo oriental se constituirían auténticas teópolis monásticas, con las cabañas de los monjes solitarios agrupadas en torno a la del abad, cuyo ejemplo más famoso sería la existente en la isla de Iona. El monaquismo irlandés se caracterizó por su exhumado ascetismo de origen oriental, y su desprecio por la vida eclesiástica secular. Durante los siglos VI y VII el Occidente europeo se vería recorrido por monjes irlandeses, entre otras cosas en búsqueda de escritos religiosos. Columbano (muere en 615) compondrá una regla de enorme dureza, bajo la que se regirían las nuevas fundaciones monásticas realizadas por el santo, entre ellas las tres de los Vosgos, con Luxeuil a la cabeza, y la de Bobbio en Italia. Un discípulo suyo, Galo, fundaría en Suiza el gran monasterio de Saint Gall. En la Península Ibérica el movimiento monástico era antiguo. Ya a principios del siglo V tenemos atestiguados monasterios urbanos y rurales en la zona del nordeste, pudiéndose relacionar su fundación con miembros de la aristocracia teodosiana. Pero su intensificación sería en el VI, mostrando una gran singularidad en la segunda mitad del siglo VII. En el siglo VI hay que mencionar como hechos principales la fundación del monasterio Servitano y el de Dumio. El primero, a situar posiblemente en la actual provincia de Cuenca, fue creado por monjes venidos de África (hacia 560-570). La importante biblioteca religiosa venida con sus monjes africanos tendría bastante trascendencia para la cultura de la España visigoda. A mediados del siglo VI se fundó el monasterio de Dumio (Braga) por un monje venido de Constantinopla, pasando por Italia, Martín, que tendría enorme trascendencia para la conversión al catolicismo del Reino suevo y para la organización de una Iglesia nacional sueva. En este monasterio dumiense sería muy intensa la influencia del monaquismo oriental. También en este mismo siglo VI cabría situar la primera hipotética penetración del monaquismo irlandés en la Península, con la erección del monasterio de Máximo en Britonia, cerca de Mondoñedo (Lugo), tal vez relacionado con una emigración celtobretona a Galicia. Se debe destacar cómo las principales figuras de la Iglesia hispanovisigoda en esta época compusieron reglas monásticas para monasterios fundados bajo su inspiración: Juan de Bíclaro, Leandro e Isidoro de Sevilla, Justiniano de Valencia, etc. También es de recordar lo frecuente del reclutamiento de obispos entre miembros de los principales claustros monásticos, especialmente urbanos o suburbanos: el monasterio Agaliense en Toledo, el de Cauliana en Mérida, el de San Félix en Gerona, o el de los XVIII Mártires en Zaragoza. Pero, sin duda, la corriente monástica más interesante del periodo visigodo sería de la segunda mitad del siglo VII, siendo obra de Fructuoso de Braga. La personalidad y actuación de san Fructuoso caracterizan muy bien a su época. Hijo de un gran personaje del Reino godo y de sangre real con varios obispos en su seno, desde su infancia se inició en la vida eclesiástica, comenzando hacia el 640 su carrera monástica que le llevó a recorrer todo el occidente peninsular fundando monasterios. Muy interesante fue el modo como se llevó a cabo la primera fundación fructuosiana, la del monasterio de Compluto en El Bierzo. Pues ésta se realizó sobre tierras públicas, patrimonializadas por su padre, entrando a formar parte del monasterio los miembros de su casa, incluidos esclavos domésticos. Fructuoso escribió varias reglas para sus monasterios. Éstos eran auténticas unidades autosuficientes, con una economía silvo-pastoril bien adaptada a la zona del noroeste peninsular. Parece que Fructuoso llegó a crear una gran confederación monástica con los monasterios por él fundados en el noroeste, regido por una Regla Común. Cada comunidad se encontraba regida por un abad, teniendo los monjes una serie de obligaciones pero también derechos especificados en un pactum firmado al entrar en el monasterio. En caso de abuso por parte del abad los monjes podían recurrir al sínodo de los abades de la congregación, y en última instancia al obispo-abad de Dumio, jefe supremo de la congregación. Característico de la Regla de Fructuoso fue la posibilidad de admitir en un monasterio a familias enteras como huéspedes. Con ello se quiso regular un abuso frecuente, cual era la creación de monasterios familiares con fines nada religiosos, como evadir impuestos o liberarse del peligro de confiscaciones regias. Pero sin duda el movimiento monástico de mayor trascendencia para el futuro sería el iniciado por Benito de Nursia, con la fundación hacia el 520 del cenobio de Monte Casino, tras haber pasado por una propia experiencia anacorética. El gran acierto de San Benito y de su Regla consistió en limitar el rigorismo ascético del monaquismo occidental y el adaptarlo a la realidad del Occidente de la época. Se consideraba a cada monasterio como una comunidad independiente bajo la autoridad de un abad. Los monjes no podían, tras haber profesado, abandonar el monasterio en el que entraron, y estaban obligados por votos de castidad, pobreza y obediencia a la autoridad del abad. Rasgo característico de la regla benedictina fue la alternancia y mezcla de la labor contemplativa o intelectual con la actividad manual, sobre todo el trabajo en los campos dependientes del monasterio. De este modo los monasterios benedictinos se convirtieron en importantes centros productivos, en los que se practicaba una agricultura más racional y rentable que en la generalidad de los dominios laicos. La regla en el caso de monasterios de fundación particular no impedía que la influencia de la familia del fundador se continuase, mediante la herencia del cargo de abad en su seno. Además, los monasterios benedictinos se convirtieron pronto en centros de irradiación cultural y religiosa, sobre todo a partir de la fundación por Casiodoro de Vivario, en Calabria, al que donó una gran biblioteca. Fundamental para el rápido progreso del monacato benedictino fue la protección y favor dispensados por el papa Gregorio Magno. La evangelización de la Gran Bretaña se realizó con una misión benedictina enviada por el pontífice. Durante la séptima centuria el movimiento benedictino se extendió por Francia, asimilando las antiguas fundaciones irlandesas de san Columbano, tomando bajo su cargo la evangelización de Germania con la misión papal de san Bonifacio, en la tercera década del siglo VIII. A la Península Ibérica el monaquismo benedictino llegaría más tarde, muy avanzado el siglo VIII y por influencia carolingia.
Personaje Científico
Cursó artes y filosofía en la Universidad de Alcalá y luego medicina. En este tiempo, Antonio de Nebrija ejerció una enorme influencia sobre su formación. Tras doctorarse en Sevilla, permaneció en esta ciudad hasta el final de sus días. Además de la medicina se dedicó al comercio de materias medicinales y al tráfico de esclavos. De su legado literario hay que destacar "Diálogo llamado pharmacodilosis", donde se declara seguidor de la corriente humanística. Dioscórides es, a su juicio, la mejor fuente para el estudio de la medicina. También realizó un estudio sobre las rosas y los frutos cítricos y tradujo la "Sevillana Medicina" de Juan de Aviñón. De todos sus escritos, el que más fama alcanzó fue "Historia Medicinal de las cosas que se traen de nuestras Indias Occidentales".
escuela
contexto
El fortalecimiento del aparato gubernamental vino acompañado de un deslizamiento en los componentes de las capas altas de la sociedad, pues la nobleza tradicional se vio desplazada y superada por una nueva aristocracia cortesana, de servicio, con una fuerte influencia alemana, sustitución que se operó ostensiblemente durante el siguiente reinado, el de Cristian V (1670-1699), en cuyo transcurso continuó afianzándose el absolutismo regio sin que esto supusiera, como tampoco ocurrió en el caso sueco, cambios esenciales en la jerarquización social, continuando la renovada nobleza con su potencial económico y territorial en perjuicio sobre todo de un campesinado en servidumbre, totalmente sometido al poder de los señores.
contexto
La mayoría de los historiadores actuales comparten la idea de una Roma en progreso que alcanzó, en la últimas décadas del siglo VII a.C. y sobre todo en el siglo VI a.C., un auge comparable al de las grandes ciudades etruscas. La ciudad-estado romana estaba ya plenamente formada en esta época, con una imagen externa monumental, con templos importantes, un foro pavimentado y unos ordenamientos constitucionales que fueron actualizados durante el siglo VI a.C. Las características de los tres últimos reyes (los tres etruscos, dos de ellos pertenecientes a la gens Tarquinia y el otro oriundo de la ciudad etrusca de Vulci y de origen servil) se adaptaron mal al carácter tradicional de la monarquía romana. En primer lugar, el que fuera electiva planteaba dudas acerca de la elección de una serie de reyes etruscos. También resultaba sorprendente la interrupción de la dinastía tarquinia con la inserción entre Tarquinio Prisco y Tarquinio el Soberbio de un hombre nuevo, Servio Tulio. También resulta excesivo el número de años que abarca el período de estos tres reyes. Según la cronología de Dionisio de Halicarnaso, éstos reinaron del 616 a.C. al 510 a.C., lo que supone un periodo de 106 años sobre los 244 que se atribuyen a la época monárquica. Del conjunto de estas objeciones podemos suponer que durante estos 106 años hubo más de tres reyes, probablemente más de dos Tarquinios, siendo Servio Tulio el único ajeno a la dinastía. Como ya antes dijimos, el advenimiento de Tarquinio Prisco es visto por algunos historiadores como una consecuencia de la dominación etrusca sobre Roma. Se apoyan, además, en el hallazgo en los niveles inferiores del que debió ser el templo de Fortuna, de un fragmento de inscripción en etrusco, más otras dos inscripciones, fechadas en el siglo VI a.C., sobre vasos de bucchero, descubiertos a los pies del Capitolio. Estos hallazgos pueden explicarse por la existencia en Roma de elementos etruscos, incluso de un barrio etrusco -Virus Tuscus- entre el Palatino y el Velabro. También la pavimentación del Foro, que implicaba la construcción de canales que secaran las aguas estancadas y la construcción de la Cloaca Máxima, son considerados exponentes de esta dominación. Los etruscos conocían estas técnicas hidráulicas. Asimismo el Foro, la plaza pública, es característica de las ciudades etruscas. Por la misma razón, durante mucho tiempo se ha considerado que el silencio de Tito Livio y Dionisio de Halicarnaso sobre tal dominación, obedecía bien al desconocimiento de este hecho, bien a una actitud de ocultamiento a fin de no ensombrecer el pasado de Roma, siendo esta última hipótesis la más probable. Actualmente se tiende a aceptar cada vez más las informaciones de los historiadores romanos sobre la época arcaica de Roma. Como en muchos otros aspectos sobre los que hoy se ha rehabilitado su autoridad, también el de la dominación etrusca ha sido reavivado y ha cobrado fuerza la idea de que Roma, durante esta segunda fase monárquica, siguió siendo una ciudad latina, independiente políticamente, aunque muy vinculada al mundo etrusco. Se acepta la presencia de elementos etruscos en la ciudad, principalmente artesanos y comerciantes, su influencia en las costumbres y en la religión, pero no el sometimiento político. Estas influencias se justifican plenamente si consideramos que el Lacio se encontraba entre dos zonas etruscas: los etruscos del Norte y los etruscos de la Campania. Las relaciones comerciales entre las dos áreas etruscas se efectuaban, con mucha frecuencia, atravesando el Tíber por la isla Tiberina. La aparición de cerámica etrusca no es válida como argumento ya que, en los mismos depósitos, se han encontrado grandes cantidades de cerámica griega y ello no es argumento para hablar de un dominio griego sobre Roma. Por otra parte, el advenimiento del primero de estos tres reyes, Tarquinio Prisco, no parece que se efectuara con ningún acto de violencia ni se impusiera por las armas, como cabría suponer si se tratara de una conquista de la ciudad. Otro argumento a favor de la autonomía de Roma es que el único documento oficial romano de época arcaica (siglo VI a.C.), la inscripción del Lapis Niger, que contiene una reglamentación sagrada, está escrita en latín. Como también estaba escrito en latín el tratado de Tarquinio con los habitantes de Gabii y la lex del templo de Diana en el Aventino, de época de Servio Tulio. Obviamente, latín escrito en el alfabeto griego, como corresponde a las inscripciones de esta época. Una dominación habría supuesto, además, el pago de determinados tributos que habrían estrangulado o dificultado el sorprendente progreso social y económico de la Roma de esta época, que se convirtió en la ciudad hegemónica del Lacio. Así pues, lo más probable es que la Roma de este período continuara siendo una ciudad latina, no dominada políticamente, al menos de forma permanente, por una o varias ciudades etruscas, aunque sí fue una Roma etrusquizada en los aspectos culturales y religiosos. También fue decisiva en este período la influencia griega. Se buscan paralelos en algunos aspectos de la Roma de esta época con la tiranía popular de Mileto o la Atenas de Solón y Pisístrato, pero los modelos pueden también encontrarse en las colonias griegas de la propia Italia. Así, el carácter de la monarquía romana durante la época de los Tarquinios es similar al de los tiranos griegos. Al igual que éstos, los monarcas etruscos de Roma estaban dotados de un gran poder personal y su legitimidad es bastante sospechosa. Los reyes anteriores eran designados por los patres de las gentes que integraban el Senado y el pueblo, en los comicios curiados, aprobaba el nombramiento. Los reyes etruscos de Roma se vinculan directamente con Júpiter, mediante la toma de auspicios y la investidura sagrada, fuentes del imperium personal y el pueblo no podía sino aclamarlos, dado que era una designación de origen divino. Los símbolos de la monarquía de los Tarquinios son de clara importación etrusca: la silla curul, el manto de púrpura, el cetro coronado por un águila, la corona de oro y el séquito del rey con los doce lictores que llevaban los fasti como símbolo del poder del rey de castigar incluso con la muerte.
contexto
El siglo XVII fue para España una centuria difícil. En su transcurso atravesó fases muy cruciales y etapas críticas, tanto en lo económico como en lo social y en lo político. Ha sido habitual caracterizar a la España del Barroco con el signo de la decadencia y, aunque hoy se puedan hacer muchas matizaciones acerca de la crisis del Seiscientos, aclarando su periodización y los ámbitos territoriales sobre los que se dejó sentir con mayor o menor intensidad, lo cierto es que desde la perspectiva del análisis político hay que seguir manteniendo en líneas generales la visión de un Estado que se mostró inoperante e ineficaz para hacer frente a los graves problemas que se le presentaron, incapaz de frenar la pérdida de una buena parte del Imperio y de mantenerse a la cabeza de las potencias europeas. En un régimen definido por el absolutismo monárquico, donde la realeza es la cúspide del sistema, concentrando en su figura todos los poderes, con una capacidad de decisión casi ilimitada en la práctica, no es algo anecdótico sino por el contrario de suma importancia el tipo de persona que esté en esa posición privilegiada. Desgraciadamente para los intereses hispanos, los reyes que ocuparon el trono a lo largo del siglo XVII dejaron bastante que desear como gobernantes, uno por apatía, como Felipe III (1598-1621); otro por falta de voluntad y decisión a la hora de asumir sus compromisos regios, a pesar de tener algunas aptitudes para ello, como fue el caso de Felipe IV (1621-1665), y otro por incapacidad física y mental, como Carlos II (1665-1700). Basta hacer una simple comparación entre este último y su coetáneo Luis XIV de Francia para comprender fácilmente la magnitud del problema que supuso para la Monarquía hispana la debilidad de sus titulares, circunstancia que se veía todavía más acentuada al haberles precedido en el ejercicio del poder soberano dos figuras de gran talla política y de fuerte personalidad como fueron Carlos V y Felipe II. No en vano se suele mencionar la distinción entre Austrias mayores y Austrias menores para referirse a unos y a otros. Por tanto, aunque hay que hacer jugar otros muchos factores (demográficos, económicos, sociales) para explicar la postración de la España barroca, resulta claro que la crisis política destaca sobremanera en cuanto a su incidencia, motivada no sólo por la inhibición de quienes ocuparon el trono, sino además, en mucha mayor medida, por la confluencia de una serie de factores internos e internacionales que provocaron, en definitiva, el deterioro de la organización estatal y la pérdida del esplendor que se había logrado alcanzar en la anterior centuria.