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Los pende fueron considerados entre sus vecinos, hasta el siglo pasado, como los grandes maestros en todo tipo de técnicas. Testimonio fidedigno de su fama tenemos en variados objetos, entre los que no faltan estatuillas; pero, sobre todo, hoy los conocemos por su gran producción de máscaras. Son éstas muy variadas, pues sirven tanto para las ceremonias de iniciación como para pequeñas representaciones en festejos aldeanos, y la más característica es la llamada mbuya, donde se repite el rasgo más propio de toda la plástica pende: la típica frente abombada dominando unos ojos cubiertos por pesados párpados. Con estas mismas facciones, este pueblo talla en hueso, madera o marfil unas mascaritas que, como las de los dan y otras etnias, sirven de protectores personales. Actualmente parecen ser los chokwe los que más rasgos comunes tienen con el arte pende, pero en siglos pasados fueron los kuba quienes con más ahínco se proclamaron sucesores de su cultura en los aspectos plásticos. El reino Kuba tuvo la fortuna, allá por 1908, de recibir la visita del gran explorador E. Torday, pues éste dedicó a él lo mejor de su producción científica, recogió numerosas piezas de su magnífico arte -hoy en el Museo Británico- y reconstruyó su historia a través de las tradiciones orales. Gracias a sus escritos, conocemos muy bien las raíces míticas de esta monarquía, que pueden hundirse en la Edad Media, y la sucesión de todos los reyes que componen la dinastía hoy reinante, así como a su fundador, el gran estadista Shamba Bolongóngo (1601-1620), verdadero héroe primordial al que se atribuyen mitos variados y múltiples invenciones. Nada mejor, por tanto, que evocar con las palabras de dicho investigador esta institución monárquica y su protocolo: "El nyimi (o rey) debe respetar ciertas prohibiciones; por ejemplo, no debe hablar mientras sostiene un cuchillo en la mano, y tampoco puede hablársele en estas condiciones; en ningún caso debe verter sangre humana, ni siquiera en la guerra. Hasta estos últimos años, les estaba prohibido a las personas de sangre real tocar el suelo: debían sentarse sobre una piel, sobre una silla o, como hacía el nyimi antiguamente, sobre la espalda de un esclavo colocado a cuatro patas, y deben colocar sus pies sobre los de otras personas... Si el nyimi estornuda, todos los presentes han de realizar tres series de aplausos cada vez menos fuertes". Lo que se dice en este párrafo tiene particular interés porque, con algunas variantes, sería aplicable a todas las monarquías del ámbito bantú, y nos evoca muy bien el rígido ambiente, cargado de ritualismos simbólicos, que rodea estas cortes y el arte a ellas destinado. Sin embargo, ningún reino tendrá la peculiar afición de los kuba por las coronas, por los tronos y tambores regios, y hasta por varios tipos de máscaras que, apartadas de las sociedades secretas, cumplen la función de adornos oficiales; las hay incluso reservadas al rey y a miembros de su familia. Ninguna monarquía africana puede, además, enorgullecerse como la kuba de una magnífica serie de efigies regias o ndop; poco importa que, a pesar de lo que creyese Torday, estos retratos idealizados no se realizasen en la época de los reyes correspondientes, sino en el siglo XIX: su dignidad y medido realismo los convierte en verdaderos paralelos de las representaciones faraónicas, sin que ello sugiera el menor contacto con ninguna cultura mediterránea.
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En diversas ocasiones y por rigurosos historiadores ha sido puesto de manifiesto el papel que los monarcas de los reinos hispanos jugaron en el panorama de la producción artística medieval. No es raro encontrar alusiones de especialistas europeos, que destacan el mecenazgo artístico, en el sentido amplio del término mecenazgo, protagonizado por nuestros reyes como un factor diferenciador del arte medieval español, no porque no existiese en otros lugares la promoción regia, sino porque ésta no representaba, por lo general, un porcentaje tan elevado, y de modo tan permanente, del total de las realizaciones artísticas. Las peculiares características del reino navarro, entre las que encontramos su limitada extensión (sobrepasaba un poco los 11.000 kilómetros cuadrados), su emplazamiento surcado por importantes vías de comunicación, su vinculación geográfica o política con algunos de los principales focos artísticos medievales -Norte de Francia, Midi, Inglaterra, Castilla, Aragón-, la riquísima documentación conservada en sus archivos -miles y miles de documentos, accesibles y en buen número catalogados o incluso publicados-, y su fascinante trayectoria histórica en los siglos XIV y XV, permiten valorar correctamente las distintas variables que intervienen en la plasmación final del mecenazgo artístico. Entre ellas se cuentan dinastías y monarcas de intereses contrapuestos; circunstancias históricas completamente divergentes, desde el cénit de la expansión a profundas crisis causadas por hambres y mortandades (peste de 1348), guerras externas (Carlos II y los Cien Años), internas (invasiones castellanas) e intestinas (el implacable conflicto entre agramonteses y beaumonteses); atracción y presencia de artistas extranjeros y salida en busca de mejores mercados; realización de grandes proyectos, o décadas de verdadera escasez artística; asimilación inmediata de la vanguardia o inexplicables retrasos, incluso ausencia de corrientes que supondríamos debían haberse asentado en el reino navarro. Trataremos de abordar éstas y otras cuestiones como las razones que llevaban a los reyes a promover obras de arte, en ocasiones expresadas de primera mano por los monarcas. Intentaremos calibrar hasta dónde llegaba su intervención, cuál era su seguimiento de las obras y en qué debemos fundarnos para atribuirles determinadas empresas. Con ayuda del conocimiento de sus intereses artísticos podremos quizá matizar los juicios históricos establecidos acerca de algunos monarcas como Carlos II, no siempre el Malo. La comparación de actuaciones de reyes sucesivos asimismo facilitará ver cuándo una obra respondía a la voluntad particular de un individuo o a convencionalismos y tradiciones de su época. En ocasiones comprobaremos cómo los reyes fueron causantes de la destrucción de obras artísticas, como los conventos extramuros derruidos durante las guerras o las piezas de plata fundidas para permitir la ejecución de nuevos encargos. Para ello, tras unas consideraciones iniciales pasaremos revista a los doscientos años que nos ocupan.
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Para entender el aparato institucional de los Austrias hay que partir de un triple planteamiento. El marco general es deudor de los principios del dualismo típico de una sociedad de estados en el que rey y reino participan en el gobierno, correspondiendo al reino el papel de aconsejar y auxiliar al rey y a éste el de gobernar como un monarca preeminente con respeto a todos los privilegios de los estados que componen el reino. En segundo lugar, no se puede olvidar la enorme dimensión que va adquiriendo la tarea de gobierno al sumarse los de tantos territorios y que exigirá un esfuerzo organizativo llevado a cabo desde la corte. En tercer y último lugar, los propios intereses del monarca, que o bien desea robustecer su capacidad voluntaria de decisión dentro de cada reino o bien pretende superar las trabas particularistas que la estructura de su Monarquía le impone en aras de su política internacional. Esto se puede ver bien en la red de consejos que residían junto al rey en la corte y que es conocida bajo el nombre de polisinodia hispánica. Tribunales y órganos consultivos colegiados al mismo tiempo, unos habían nacido como símbolo del reconocimiento de la distinción entre reinos, otros lo habían hecho para agilizar y facilitar una negociación que no dejaba de crecer o para facilitar el gobierno de materias que se extendían bien al conjunto de toda la Monarquía, bien a varios reinos. De lo que no cabe duda es de que en todos se pudo llegar a sentir la pretensión real de incrementar su poder y su campo de acción. En un texto clásico -El Concejo y consejeros del Príncipe, Amberes, 1559-, Fadrique Furió Ceriol definió qué era un consejo, aunque él prefiere llamarles siempre concejo: "... es una congregación o ayuntamiento de personas escogidas para aconsejarle (al Príncipe) en todas las concurrencias de paz y de guerra, con que mejor y más fácilmente se le acuerde lo pasado, entienda lo presente, provea en lo por venir, alcance buen suceso en las empresas, huya los inconvenientes, a lo menos (ya que los tales no se pueden evitar) halle modo con que dañe lo menos que se pudiere... Es el Concejo para con el Príncipe como casi todos sus sentidos, su entendimiento, su memoria, sus ojos, sus oídos, su voz, sus pies y manos. Para con el pueblo es padre, es tutor y curador. Y ambos, digo, el Príncipe y su Concejo, son tenientes de Dios acá en la tierra". Para Furió Ceriol, el consejo es, sin duda, el necesario y principal instrumento de un monarca para que éste pueda, en suma, gobernar un reino -sus ojos, su voz, sus manos-, pero el consejo también tiene obligaciones para con el pueblo -aquí en el sentido de populus como comunidad, no como plebs, la plebe-, del que resulta, nada menos, padre, tutor y curador. Por tanto, no es sólo un útil al servicio de los deseos del rey, sino también un garante de la rectitud del gobierno. Veamos, ahora, qué consejos formaban la polisinodia hispánica. De cronología muy complicada porque algunos trabajaron en la práctica mucho antes de ser creados formalmente o de recibir instrucciones para su funcionamiento, a finales del siglo XVI la Monarquía poseía un sistema de catorce consejos -trece en la corte y sólo uno, el de Navarra, fuera de ella, en Pamplona- que suelen dividirse en dos grupos en función de su específica vinculación con un territorio o con un tipo de asuntos. La larga lista de consejos entonces existentes se componía de los de Estado, Guerra, Inquisición, Hacienda, Cruzada, Castilla o Real, Cámara de Castilla, Ordenes Militares, Indias, Navarra, Aragón, Italia, Flandes y Borgoña y Portugal. Juntamente con los territorios, los Austrias heredaron todo un aparato institucional de consejos existentes, aunque, en general, ninguno de ellos se libró de sufrir modificaciones de importancia. Así, fueron mantenidos los consejos de Inquisición, Ordenes Militares, Cruzada, Navarra, Castilla y Aragón, siendo reorganizados estos dos últimos a comienzos de la década de 1520 bajo el impulso de Mercurino Gattinara. Estos años resultaron cruciales para la formación del sistema polisinodial, porque, además de las reformas ya citadas, se crearon los consejos de Estado, Indias y Hacienda, poniéndose las bases del de Guerra. En la segunda mitad del siglo se añadieron al conjunto los de Italia, desgajado del de Aragón, Flandes y Borgoña, Portugal y, por último, la Cámara de Castilla separada del Consejo Real. El Consejo de Castilla era heredero del antiguo Consejo Real de la monarquía castellano-leonesa y había sufrido una importante reorganización en tiempos de los Reyes Católicos al imponer éstos su conversión en un organismo en el que los letrados iban a tener una presencia dominante. Su Presidencia era considerada "el mayor cargo de justicia que hay en la Cristiandad", en palabras del Conde de Portalegre, pues su principal cometido era la administración de justicia en el reino, de la que el Consejo venía a ser tribunal supremo, pero que también ponía en sus manos las materias de su gobierno general. El gobierno de un reino -la gobernación como se decía- también era una forma de justicia. De este Consejo acabaría por separarse la llamada Cámara de Castilla que, a partir de 1588, se convirtió en un consejo más con el nombre de Consejo de Cámara o Cámara de Castilla, pero que continuó siendo presidido por el Presidente de Castilla. Desde esa fecha le fue encomendada la importantísima materia de la gracia real, quedando en su ámbito la provisión de cargos en consejos, chancillerías y audiencias, así como las mercedes y el patronazgo regio. Por su parte, el antiguo Consejo de Aragón fue reorganizado por Carlos I en 1522 sobre la base del que había sido fundado en 1494 para que acompañase en la corte a Fernando el Católico y que, a su vez, se remontaba en origen al antiguo Consejo Real de los monarcas aragoneses. Sus funciones acabarán siendo similares a las desempeñadas por el de Castilla, entrando, por tanto, en materias de justicia y gobierno. Estaba presidido por un Vicecanciller, seis consejeros o regentes, dos por Aragón, Valencia y Cataluña, respectivamente, un tesorero general y cuatro secretarios letrados, uno para cada uno de los dominios peninsulares y otro más para Mallorca-Cerdeña. El Consejo de la Inquisición, que será conocido como la Suprema, había sido creado en 1483 y siempre se movió en un espacio ambiguo entre la condición de tribunal eclesiástico para la persecución de delitos contra la fe que era propia del Santo Oficio y la pretensión real por controlarlo desde los mismos tiempos fundacionales de los Reyes Católicos. Instancia última de las causas de los tribunales inquisitoriales locales, la Suprema, con el Inquisidor General a la cabeza, se ocupaba del nombramiento de los inquisidores y agentes del Santo Oficio. También en abierta ambigüedad entre lo eclesiástico y lo real, el Consejo de las Ordenes Militares, cuyo origen se remonta a finales del siglo XV, extendía su campo de actuación al régimen privativo de los caballeros de hábito, ocupándose de velar por la pureza de su sangre a la hora de ingresar en alguna orden, sin olvidar las atribuciones de gobierno y justicia en las tierras de las órdenes militares cuyos maestrazgos fueron incorporados a la Corona de forma perpetua a partir de 1523. El Consejo de la Cruzada, creado por Juana I en 1509, nació para la recaudación y administración de las llamadas tres gracias (bula de la cruzada, subsidio y excusado) que Roma concedía al Rey Católico para la organización de cruzados como Defensor de la Fe. Era presidido por un Comisario General y su campo de acción abarcaba los territorios de las coronas de Castilla, con las Indias, y Aragón, con Sicilia y Cerdeña. El Consejo de Navarra era el único que no residía en la corte, sino que se reunía en Pamplona. Su origen se remonta al antiguo Consejo Real de los reyes navarros y fue mantenido como símbolo de su particular agregación a la Monarquía, concluida en 1515. Sus funciones eran similares a las del Consejo de Castilla, abarcando tanto la justicia como el gobierno del reino. Estaba presidido por un Regente y compuesto por seis consejeros. Creado por Carlos I a comienzos de la década de 1520, el Consejo de Estado era presidido por el monarca que con él consultaba las llamadas materias de Estado, nombre con el que en la época se conocían todos los asuntos referentes a la política exterior de la Monarquía. En este sentido, el de Estado era el único consejo cuyo campo de acción podía abarcar al conjunto de todos los territorios de la Monarquía y parece que en su diseño inicial se contemplaba la función de elemento cohesionador del gobierno de tan dilatado mosaico territorial múltiple, aunque tal iniciativa, patrocinada por Gattinara, no llegó a cuajar definitivamente. Especial relación con Estado tuvo siempre el Consejo de Guerra, que, en realidad, no era más que una derivación suya que funcionaba desde tiempos de Carlos I. En él entraban consejeros de Estado y militares para la discusión de materias relacionadas con los asuntos de la guerra. En 1586 la antigua Secretaría de Guerra se transformó en un consejo específico, siendo dividida en dos secretarías, una para Mar y otra para Tierra, y fijándose en seis el número de sus miembros. El Consejo de Indias fue fundado formalmente en 1524, aunque ya en tiempos de los Reyes Católicos se habían puesto las bases de un gobierno específico de las Indias en relación con el Consejo de Castilla. Se componía de un Presidente y un número variable de consejeros que solía cifrarse en cuatro o cinco. Sus atribuciones eran amplísimas pues el Consejo era tribunal supremo para las causas indianas, al tiempo que se ocupaba de las materias de provisión de cargos y de los asuntos relativos al regio patronato en Indias. También nació en la primera década del reinado de Carlos I el importantísimo Consejo de Hacienda (1523-1525), aunque no recibió plena jurisdicción hasta 1593. Tuvo que ocuparse de la financiación de la Monarquía mediante el control de las rentas y del patrimonio de que se nutría la hacienda real. El Consejo acabó por desbancar completamente el antiguo sistema de Contadurías (Hacienda y Cuentas), ocupándose tanto de la política fiscal como de la obtención de recursos ajenos para la puesta en práctica de la política general de la Monarquía. Para completar la red polisinodial se contaba con consejos especiales para los territorios de Flandes y Borgoña, Italia y Portugal. El de Flandes y Borgoña no recibió ordenanzas hasta 1588, pero estuvo funcionando con anterioridad como un consejo que acompañaba tanto al Emperador como a Felipe II y con el que se consultaban las materias de los territorios correspondientes a la herencia borgoñona de los Austrias hispanos. Las materias de Milán, Nápoles y Sicilia fueron separadas del Consejo de Aragón y entregadas por Felipe II a un Consejo de Italia de nueva creación. Se componía de seis consejeros o regentes y sus competencias eran las típicas de tribunal supremo de justicia, sin olvidar las de carácter fiscal y de provisión de cargos para aquellos tres territorios italianos. Por último, el origen del Consejo de Portugal hay que colocarlo en el Estatuto de las Cortes de Tomar de 1581, acordándose entonces que se crease un órgano consultivo compuesto exclusivamente por portugueses para que se ocupase de todas las materias que, referentes al reino, pudiesen ser tratadas en la corte. En Portugal siguió en pie toda la compleja maquinaria institucional e consejos y tribunales de la Corona de los Avís, quedando para el Consejo de Portugal que residía en la corte como principal actividad las materias de gracia, distribución de mercedes, provisión de dignidades eclesiásticas y nombramiento de oficiales. La razón última de ser de esta complicada polisinodia era, claro está, la colaboración con el rey en el gobierno de la Monarquía, bien porque los consejos existieran como expresión del dualismo rey-reino característico de la sociedad de estados, bien porque su fundación o reforma se debieran a la necesidad de poner orden en el volumen enorme de materias que había que tratar y que no cesaron de crecer a lo largo de la centuria. Si consideramos la polisinodia desde el primer punto de vista, los consejos venían a ser un límite del poder regio; si, en cambio, hacemos hincapié en el segundo, podían ser un elemento al servicio de los intereses administrativistas del monarca. En cualquier caso, para entender la polisinodia hispánica hay que referirse a las formas de despacho de la Monarquía, es decir, la manera en la que esa función consiliar se traducía en la toma de las decisiones regias que deberían ser puestas en práctica.
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A partir de 1450 se aclara el desenlace de los grandes conflictos arrastrados desde el siglo XIV. Las monarquías serán las grandes beneficiadas de las reformas y soluciones intentadas durante los tiempos de crisis y el perfeccionamiento de los aparatos de gobierno permitirá a los monarcas occidentales alcanzar el siglo XVI al frente de unas estructuras capaces de ejercer un poder casi indiscutible. La Francia de Luis XI y los conflictos con Borgoña; la Guerra de las Dos Rosas que vivirá Inglaterra y la unión de los reinos ibéricos serán las cuestiones fundamentales que vivirá la Europa Occidental, donde se manifiestan los orígenes medievales del Estado moderno.
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Entre 1275 y 1355 la zona occidental de Europa va a vivir una etapa caracterizada por las transformaciones que suponen los primeros síntomas de la gran crisis que afectará al siglo XIV. Los diferentes estados occidentales sufren diversos cambios: en Francia la dinastía Capeto es sustituida por los Valois; Inglaterra estará definida por el reinado de Eduardo II; Castilla vivirá inmersa entre numerosos conflictos nobiliarios y la Batalla de Estrecho; Aragón manifestará un periodo de apogeo; Portugal procederá a fortalecer su monarquía con Dionís I; y Navarra entrará en la órbita de Francia. En este ambiente se gesta la Guerra de los Cien Años.
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Dentro del mundo helenístico de los reinos una vez configurados como tales, según las características específicas del territorio de su asentamiento, así como las vicisitudes de su historia particular en el proceso de su formación, cada una de las monarquías, dentro de un mundo globalmente unitario, tiende a marcar su propia especificidad. Dentro de un sistema que tiende a identificar al estado con el monarca, para crear un eje integrador de la nobleza, que interviene con la prestión de donaciones y la obtención de los cargos de la burocracia, pueden considerarse diferencias importantes. Así, en Macedonia, a la muerte de Alejandro, existe un intento de recuperar la que se define como monarquía primitiva, basada en la asamblea militar. El proceso de helenización ha consistido fundamentalmente en la creación de ciudades integradas en el sistema económico esclavista, pero sin autonomía real en el ámbito político. Grecia se convirtió en el objetivo específico de los jefes militares, sobre todo de Antígono y Demetrio, con lo que se pretende también que la ciudad griega pierda igualmente su autonomía política. Ello plantea problemas de reacción, pero también de aceptación, pues para muchos era el modo de obtener la sumisión de las poblaciones más pobres, ahora sin derechos políticos en que apoyar sus reivindicaciones. Para Antígono y Demetrio, su papel de defensores del demos fue el que les permitió controlar la situación al tiempo que ganaban el apoyo popular para hacerse con el título de rey. Los reyes desempeñan el papel de ejes de la helenización y de la integración de los griegos en el sistema monárquico. Pirro favorece la helenización del Epiro, al tiempo que intenta controlar Grecia aplicando el sistema monárquico. Éxitos y fracasos forman el amplio mosaico en que se aplica de modo variado el sistema general. En Macedonia, todavía Antígono Dosón pretende gobernar como representante de la comunidad de los macedonios. Su situación se mantuvo en genera en un difícil equilibrio entre las tradiciones macedónicas y las mutaciones operadas según se iban produciendo las intervenciones en ciudades que los acogen como reyes evergéticos y soteriológicos, capaces de beneficiar a sus poblaciones y de salvar a sus habitantes más desdichados, elementos que los elevan a un estadio sublime ante sus súbditos. La presencia de guarniciones y gobernadores inclina otras veces el panorama hacia la visión de una monarquía autoritaria. Las transformaciones fueron en todo caso más radicales en las monarquías que se superponen en los territorios orientales a sistemas monárquicos de mayor tradición despótica. Es el caso de Egipto, donde la confluencia de un Alejandro influido por la tradición de la realeza amónica en tiempos en que los faraones han experimentado anteriormente un importante proceso de helenización, da el resultado híbrido o sintético representado por los Lágidas. La estructura social conserva su base apoyada en las grandes propiedades trabajadas por las masas de campesinos. La administración está en manos de los griegos, conocida específicamente gracias a la colecciones de papiros halladas en las excavaciones, sobre todo las del archivo de Zenón, que administraba grandes extensiones explotadas y grandes sumas de dinero, obtenidas con el trabajo de masas que no pueden considerarse propiamente de esclavos, sino de poblaciones serviles similares a las existentes previamente en el Egipto faraónico. Las rentas de los Lágidas se calculan en el equivalente a una cantidad entre 500.000 y 750.000 salarios de trabajadores. Por encima de la administración griega, el rey lágida ocupa posiciones propias de los antiguos faraones. Lo mismo ocurre con la monarquía seléucida en Siria, donde los reyes heredan el sistema aqueménida y se, convierten en los propietarios de la mayor parte de las tierras, aunque en muchos casos aquí las administran a través de los templos o de las ciudades como formas de organización, que obtienen así una mayor entidad. A ello se añade un elemento específico y creciente constituido por el importante control del comercio en las rutas orientales que conectan con zonas productoras de objetos de lujo. El rey se convierte en la mayor entidad económica, por lo que la competencia por la realeza y los controles del territorio se hacen igualmente instrumentos de control de los medios de producción. El panorama se hace aún más variado si se tienen en cuenta las monarquías menores, como la de los Atálidas de Pérgamo, capaces de mantener formas externas próximas a la de los Antigónidas, pero igualmente dominados por la tendencia a la expresión lujosa de la realeza que se manifiesta tan claramente en el famoso altar de Pérgamo, representante simbólico del mundo helenístico de la realeza en su totalidad.
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Tras momentos de esplendor, el Sacro Imperio vivió un prolongado declive. El mayor beneficiario de él serían los Estados situados en su flanco occidental: las llamadas "monarquías feudales" de las que Francia e Inglaterra son modelos clásicos. Reyes, nobleza y organismos de carácter representativo (Cortes en la Península Ibérica, Estados Generales en Francia, Parlamento en Inglaterra) constituyen el trípode político sobre el que estas monarquías descansan. El que cada uno de ellos aspirara a extender su esfera de influencia será causa de numerosas tensiones desde el siglo XIII hasta el ocaso del Medievo. Hacia el año 1000 las relaciones exteriores de los príncipes europeos era cuestión de familia o de los intrincados lazos de naturaleza feudovasallática. Tres siglos más tarde, puede hablarse ya de un verdadero esbozo de política internacional que preside las relaciones entre los grandes poderes territoriales que han fraguado en Occidente.
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Derecha y antirrepublicanismo no eran conceptos totalmente equiparables en la España republicana, y menos aún derecha y monarquismo. Pero es indudable que esta última opción aglutinaba a una parte considerable del conservadurismo social y que incluso la derecha "accidentalista", unificada desde comienzos de 1933 en la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), hubiera aceptado de buen grado una restauración monárquica. Pero fue precisamente el desarrollo de esta accidentalidad táctica lo que frustró por algún tiempo la reorganización del monarquismo alfonsino, del que procedía la inmensa mayoría de los seguidores de la Confederación. Por el contrario, los carlistas, opuestos por principio a cualquier forma de Estado liberal, encontraron en el cambio de régimen el impulso preciso para reunificarse rápidamente y atraer hacia la Comunión Tradicionalista a muchos conservadores abiertamente antirrepublicanos. Carentes del apoyo popular de otros sectores, los alfonsinos renunciaron pronto a levantar un movimiento de masas y buscaron consolidar su posición en tres frentes: a) el cultural, básicamente centrado en la actualización del discurso tradicionalista, para lo que contaron como principal instrumento con un grupo de intelectuales agrupados en torno a Acción Española, una revista de considerable influencia entre los sectores burgueses más proclives a la radicalización; b) el insurreccional, teorizado por el sacerdote Castro Albarrán como "el derecho a la rebeldía" de los católicos frente a un orden que consideraban injusto, y que inspiró la formación de sucesivas tramas conspiratorias dirigidas por militares antiazañistas; c) el político, consolidado desde comienzos de 1933 por una opción propia, Renovación Española, partido muy minoritario cuyos intentos de desestabilizar al sistema republicano le llevarían a intentar instrumentalizar al naciente fascismo español y a buscar, de forma intermitente, la formación de un frente monárquico con los carlistas o de una unión de derechas con la CEDA y otros grupos no específicamente republicanos. En sus orígenes, la conspiración contra la República tuvo como eje a un grupo de nostálgicos primorriveristas, como los generales Barrera, Ponte y Orgaz. Ya desde mayo de 1931, buscaron atraerse el apoyo de los oficiales descontentos con las reformas de Azaña y de monárquicos acaudalados, dispuestos a financiar un golpe de Estado. Se acercaron sin éxito a los carlistas, que iniciaban en Navarra la reorganización de sus milicias requetés, y al nacionalismo vasco. Los conspiradores buscaron aproximaciones, aún mal conocidas, a una trama civil paralela, inspirada por el antiguo grupo constitucionalista de Burgos y Mazo y Melquíades Álvarez, quienes, con la colaboración del propio jefe del Estado Mayor del Ejército, general Goded, y quizá con alguna connivencia por parte de Lerroux, se disponían no a terminar con la República, sino a rectificar su rumbo, expulsando a la izquierda del Poder. En enero de 1932, el antiguo responsable de la Guardia Civil, general Sanjurjo, fue colocado al frente del cuerpo de Carabineros, un puesto de menor relieve, en lo que se interpretó como un castigo por sus críticas a la política gubernamental de orden público. Era lo que necesitaban los conspiradores para captar a un militar de gran popularidad. Poco después, Sanjurjo se convertía en responsable máximo de una trama golpista tan confusa como mal organizada. El debate en las Cortes del Estatuto de autonomía para Cataluña y el desarrollo de las reformas militares contribuyeron a aumentar la determinación de los conspiradores, pese a que el Gobierno les seguía los pasos. Por su parte, los responsables carlistas volvieron a negar la colaboración formal de la Comunión, pero autorizaron la participación individual de sus militantes, que debían formar grupos civiles de apoyo a los golpistas, juntamente con otros elementos de la extrema derecha. Cuando, a comienzos de agosto de 1932, la policía comenzó a desarticular la organización de estos grupos civiles, los militares comprometidos decidieron adelantar el golpe, que se fijó para el día 10. En Madrid, fracasaron en el asalto al Ministerio de la Guerra, donde se encontraba Azaña, y en el intento de sublevar a la guarnición. En Sevilla, Sanjurjo logró hacerse con el control de la ciudad y publicó un manifiesto anunciando una dictadura militar, pero sin mencionar la restauración de la Monarquía. Falto de los apoyos prometidos desde otras guarniciones, y enfrentado a una huelga general convocada por los sindicatos, el general intentó huir a Portugal, pero fue detenido cerca de la frontera. Condenado a muerte por un consejo de guerra, recibió el indulto del presidente de la República y, tras una temporada en la cárcel, terminó estableciéndose en el país vecino. Los efectos de la sanjurjada fueron los contrarios de los que buscaban sus protagonistas. El régimen republicano salió consolidado. La izquierda gobernante reforzó sus lazos de solidaridad y sacó adelante con rapidez los atascados proyectos legislativos de la Reforma Agraria y del Estatuto de autonomía de Cataluña. La derecha, con su Prensa clausurada por el Gobierno, hubo de poner fin a su campaña obstruccionista. Los "accidentalistas" de Acción Popular -nombre adoptado por AN en la primavera- alarmados ante las consecuencias negativas que el fracasado golpe podía tener para su táctica de oposición dentro de los cauces legales, multiplicaron sus manifestaciones de acatamiento del juego democrático y aceleraron la expulsión de los monárquicos fundamentalistas de su partido. Sobre éstos, alfonsinos y tradicionalistas, señalados por la opinión pública como inductores del golpe, cayeron casi todas las medidas represivas previstas por la Ley de Defensa de la República. Se clausuraron las sedes de sus organizaciones políticas y culturales y algunos de sus más significados órganos de Prensa, como Acción Española y ABC; muchos de sus activistas fueron detenidos y más de un centenar de ellos deportados al Sahara occidental; la alta nobleza, acusada de sufragar el golpe, sufrió la expropiación de sus tierras por el Parlamento, etc. La eclosión del fascismo español se produjo en 1933, y obedeció en buena medida al interés con que los monárquicos contemplaron el triunfo del nazismo en Alemania, que parecía señalar el camino para terminar con la democracia republicana. Durante la primavera y el verano, se sucedieron varias iniciativas que buscaban impulsar el lanzamiento de una organización fascista: - En marzo, el director del diario primorriverista La Nación, Manuel Delgado Barreto, reunió en torno al proyecto de un semanario de carácter doctrinal, El Fascio, a varios miembros de la reducida intelectualidad fascista -Ledesma, Giménez Caballero, Sánchez Mazas- junto con algunos derechistas radicales susceptibles de un rápido proceso de fascistización, como el abogado José Antonio Primo de Rivera y el periodista Juan Aparicio, con la intención de establecer las bases de un "fascio intelectual", del que terminaría surgiendo un núcleo político. Pero el primer número de El Fascio fue secuestrado por las autoridades republicanas y la publicación no tuvo continuidad. - Las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista, fundadas en 1931 por Ramiro Ledesma Ramos y Onésimo Redondo, intentaron incrementar su reducida capacidad sacando en mayo una revista doctrinal, JONS, y organizaron "escuadras", pequeños grupos de asalto que desarrollaron actuaciones violentas contra los estudiantes republicanos y algunas organizaciones izquierdistas. Pero la enérgica reacción policial, que detuvo poco después a gran parte de la exigua militancia "jonsista", frenó la pretendida progresión del movimiento que, por otra parte, no logró rentabilizar las simpatías de algunos monárquicos -José M? de Areilza, José Félix de Lequerica- bien relacionados con los medios del capitalismo vasco. - Pese a estos fracasos, los alfonsinos siguieron manifestando interés por la creación de un fascismo subordinado a sus intereses, católico y socialmente más conservador que el nacional-sindicalismo "jonsista". Surgió así el Movimiento Español Sindicalista, un grupúsculo liderado por el abogado José Antonio Primo de Rivera, el periodista Rafael Sánchez Mazas y el aviador Julio Ruiz de Alda. A lo largo del verano de 1933, el MES intentó sin éxito un pacto político con las JONS, cuyos dirigentes estimaban demasiado reaccionario al grupo primorriverista. En cambio, logró la adhesión del filofascista Frente Español, constituido por un grupo de intelectuales discípulos de Ortega y Gasset bajo la dirección de un antiguo integrante de la Agrupación al Servicio de la República, Alfonso García Valdecasas. La formación resultante seguía siendo muy débil, pero en agosto, Primo de Rivera concluyó con los alfonsinos el llamado Pacto de El Escorial, por el que éstos se comprometían a financiar su partido a cambio de que éste asumiera un programa político satisfactorio para los monárquicos. Ello reforzaba la dependencia de la pequeña formación fascista respecto de sus protectores conservadores, pero a cambio obtuvo un mayor margen de maniobra e incluso el hijo del dictador y uno de sus colaboradores, el marqués de la Eliseda, fueron incluidos en el otoño en la candidatura derechista a Cortes por Cádiz, lo que les permitiría conseguir dos actas de diputado. En plena campaña electoral, el triunvirato director del MES, Primo, Ruiz de Alda y García Valdecasas, protagonizaron un acto de afirmación españolista en el Teatro de la Comedia, de Madrid (29-10-1933), que ha sido comúnmente considerado como un punto de inflexión en la hasta entonces vacilante trayectoria del fascismo español. Tras el mitin, el partido fue refundado con el nombre de Falange Española. El fascismo era ya una realidad política en la España republicana.
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Fotografía cedida por la Sociedade Anónima de Xestión do Plan Xacobeo
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No son muchas las grandes empresas constructivas de en época gótica en Portugal, contra lo que ocurrirá luego con el arte manuelino. Sin embargo, una sobrepasa a todas: el monasterio de Batalha, levantado a partir de 1387 para conmemorar la victoria contra los castellanos en Aljubarrota. Constituido en emblema político fue utilizado como lugar de enterramiento por el mismo rey que lo mandó levantar. La presencia de elementos del perpendicular inglés y la presencia como arquitecto entre 1402 y 1438 de un tal Ouguête, han hecho suponer que no era portugués sino inglés. El conjunto, inmenso e impresionante, continuó en obras hasta el siglo XVI, con importantes partes manuelinas.