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En América se dio un gigantesco cruzamiento de razas entre pueblos totalmente distintos: indios americanos, blancos europeos y negros africanos. Este mestizaje biológico fue también un vehículo de aculturación pues en muchas ocasiones se dio junto con la mezcla racial, la fusión cultural. En el nuevo modelo nacerá la figura de la madre sola y la del padre ausente. El protagonismo de la madre mestiza que trae al mundo hijos ilegítimos que deberá criar sola no se limita a alimentar y a integrar en la sociedad a esos hijos sino que ella se convierte en un referente para los niños. El factor decisivo para el rápido desarrollo del mestizaje fue la escasez de mujeres blancas. Esta desproporción explica la predisposición de los españoles a establecer relaciones con las indias, favorecido además por la concepción relativamente laxa que los indios tenían a veces del matrimonio y por su deseo de establecer vínculos familiares con los europeos. De todas maneras el virrey Montesclaros hacía notar en los primeros años del siglo XVII que, al menos en Perú, se seguía dando el fenómeno del mestizaje aunque la población de mujeres blancas fuera ya abundante. La llegada de esposas con hijas o amigas casaderas con su séquito de parientes solteras o viudas, servidoras y posibles candidatas al matrimonio originó una enorme competencia con las mestizas que ya habían asimilado la cultura hispánica. Sólo las bien dotadas, hermosas o con padres influyentes pudieron casarse, mientras que el resto fue desplazado por las peninsulares. En los primeros años de la conquista uno de los factores que propició el mestizaje fue la actitud de los propios caciques que ofrecían a sus doncellas a los conquistadores como regalo, como prueba de amistad o para consolidar una alianza. Tampoco faltó complacencia o sometimiento dócil por parte de las indias a los requerimientos de los españoles. En esas relaciones, la diferencia de raza no supuso obstáculo. El contacto no fue definido en términos de raza sino de religión, de distinción entre cristianos y paganos. Por eso no había problemas si las indias estaban bautizadas. Esta actitud impregnó todo el proceso de mestizaje y aunque se dieron los matrimonios mixtos, no fue la tónica general. Las autoridades religiosas procuraron fomentar los matrimonios interraciales para acabar con las situaciones irregulares, pero las autoridades seculares las dificultaron por el miedo al aumento del mestizaje. El resultado fue el concubinato y la barraganía como la forma más común de unión entre indias y españoles. Llegó a consolidarse como una situación cuasimatrimonial. Esta situación no se debía tanto a prejuicios raciales como sociales. De hecho en los primeros años de la época colonial se recomendaba la barraganía a los soldados solteros, mientras estuvieran lejos de Castilla. Los hijos naturales de estas uniones en la primera época fueron aceptados, legalmente podían recibir encomiendas y privilegios y, de esta forma, se incorporaban a la aristocracia novohispana. Unas décadas más tarde era ya muy difícil distinguir quienes eran legítimos o quienes ilegítimos, fueran mestizos o castellanos. A mediados del siglo XVII se dio un mayor rechazo de las relaciones de amancebamiento y aumentó la marginación de los ilegítimos. Gráfico En la primera mitad de siglo XVI, los mestizos no formaron un grupo social propio. Podían ser criados por el padre español o por la madre india. En el primer supuesto se integraban plenamente en la sociedad española. A los hijos mestizos y naturales de los conquistadores se les concedía los mismos privilegios y mercedes que a los legítimos. En el segundo caso quedaban incorporados a la sociedad india como un nativo más y en el estrato social de la madre. Las mujeres mestizas descendientes de los conquistadores que se habían unido a indias de la nobleza, ocuparon un lugar privilegiado en la nueva sociedad indiana. Recibieron el tratamiento de "doñas" y generalmente se casaron con primeros pobladores, aunque tuvieron que contraer matrimonios sucesivos para continuar gozando de las mercedes y privilegios propios de su status. En dos generaciones más, la élite estará tan endogámicamente construida e hispanizada que su inicial componente indígena quedará diluido o blanqueado por las sucesivas uniones con peninsulares. Un caso conocido es el de Doña Inés de Aguiar en el Perú. Casada con su primo, Diego de Almendras, descendiente de los primeros conquistadores. A la muerte de su marido quedó como titular de la mitad de un repartimiento. Tuvo que casarse tres veces más para continuar siendo acreedora de la merced junto a sus maridos que ejercían por ella la vecindad y la administración de sus considerables bienes. Ella había consentido en el primer matrimonio endogámico con su primo Diego para iniciar la construcción de un linaje y ayudar a concentrar el disperso patrimonio, dejado por su malogrado padre. Los dos españoles con los que casó Doña Inés colocaron a sus hermanos y parientes al frente de sus negocios y los integraron en la familia Almendras, contribuyendo a blanquear y disimular su inicial mestizaje. Estas mestizas se convirtieron en verdaderas mediadoras culturales, aunque sus roles y diferencias señalan las profundas distinciones que existieron entre los mestizos. En cualquier caso, no ignoraban su procedencia india y así constaba en sus testamentos. En la segunda mitad de siglo, de forma paulatina la situación varía. La igualación en la distribución de sexos entre los españoles que desembarcan, hacen que el matrimonio adquiera en Indias la misma respetabilidad, sentido contractual y significación social y económica que en la península. Esto convulsiona la estimación social del mestizaje que se convierte en concubinato y del hijo mestizo del español que pasa a ser un hijo ilegítimo. La llegada masiva de españolas no erradicó el mestizaje pero sí creó un grave problema. Se produjo así un mayor deterioro social del mestizo, por el aumento de mujeres consideradas socialmente como blancas, es decir, españolas o mestizas, educadas como españolas, lo que determinó la disminución de los ya escasos matrimonios de españoles con indígenas por considerarlo poco honroso. Esto ocasionó un incremento de mestizos de origen extramarital, el desdén hacia éstos y la disminución de padres que reconocen a sus hijos ilegítimos. Los mestizos crecieron al margen de los españoles, fluctuando entre el poblado de la madre y la ciudad donde se asocia con los negros y demás grupos marginales. Desde épocas tempranas el Estado dispuso la creación de colegios de niñas mestizas, para así convertirlas en jóvenes casaderas. Una vez reconocidos los mestizos como frutos de la unión de dos repúblicas, se asumió que el matrimonio con estas muchachas no impedía ni social, ni jurídicamente la limpieza de sangre, y que algunas resultaban un buen partido, sobre todo si el padre era importante o podían aportar una cuantiosa dote. En niveles inferiores podían aspirar a casarse con algún español al servicio del padre o quizá con alguien proveniente de un rango ligeramente menor. Pero al pasar los años, las mestizas aptas para el matrimonio sobrepasaron ampliamente el número de los españoles dispuestos a desposarlas. En algunos lugares, como en Guatemala, el alto índice de mestizaje obedeció a la elevada proporción masculina en las remesas de esclavos que se llevaron a esas zonas. En consecuencia, tuvieron que buscar compañera entre las indígenas o las castas. Una vez producido el mestizaje, el desequilibrio entre hombres y mujeres disminuyó. Por ejemplo, en Costa Rica durante el siglo XVII, 40% de los esclavos fueron mujeres, 36% hombres y 24% de género no identificado. Esto se explica porque, en Costa Rica, sólo 11% de los esclavos había nacido en África y el 87,5% eran criollos venidos de otras partes de América. Muchas afromestizas libres preferían ser empleadas domésticas o podían llegar a ser amas de llaves de hogares ricos. Algunas mulatas libres manejaban oficio o trabajos propios, viviendo en sus propios hogares. Eran parteras, vendedoras de legumbres, vendedoras ocasionales de comida cocinada como los tamales. Este tipo de mujeres, mulatas libres sin ataduras familiares, podían cocinar para algún señor que al mismo tiempo podía ser su empleador, más no su amo, y con quien tenía relaciones de amistad y protección.
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El mestizaje aumentó mucho a causa del crecimiento vegetativo, sobrepasando el 30% de la población hispanoamericana y alcanzando en algunos lugares como el Nuevo Reino de Granada cifras próximas al 50%. No se trataba del primer mestizaje surgido entre grupos básicos de distintos troncos étnicos, sino fruto del matrimonio de mestizos con mestizos, o de éstos con otros grupos. Las mezclas interétnicas adquirieron gran complejidad y se inventaron pintorescas clasificaciones racistas para designarlas, casi de tipo zoológico, como los quinterones, requinterones o salto atrás. Donde existía gran población de color, como en las regiones circumcaribes, el verdadero mestizo (mezcla de blanco e indio) era asimilado a los españoles, considerándose mestizos a los mulatos. En las regiones de predominio indígena el mestizo estaba mejor identificado. Debajo de estos grupos estaban las castas o resultado de cruzamientos múltiples. La sociedad dominante trató de sostener determinados privilegios en relación con el tipo de pureza o mezcla racial para beneficiarse a sí misma. Incluso logró imponer tales predicamentos a la población mezclada, registrándose casos de exóticas pruebas de sangre de ser pardo puro, con objeto de poder acceder a un puesto en las milicias de pardos, etc. Este universo empezó a tambalearse a fines de siglo, cuando la monarquía dio las Gracias al Sacar, facilitando a las castas el acceso a la baja administración, como señalamos. Los mestizos y mulatos fueron siempre grupos descontentos, dispuestos a secundar motines y levantamientos populares.
Personaje Literato Pintor
Ingresó en la Escuela de Bellas Artes de su ciudad natal y rápidamente destacó por sus dotes para el dibujo. En estos días caricaturizó la imagen de los políticos y sus obras se editaron en distintos diarios. Además, se hizo cargo de ilustraciones para libros de Cervantes y Galdós. No sólo destacó por su faceta como dibujante, sino que fue un importante compositor, poeta y dramaturgo. Sin embargo, una enfermedad en la vista le impidió seguir con esta actividad artística y desde entonces desarrolló su faceta literaria. Se consagró como uno de los escritores más importantes en lengua catalana. Es autor de obras como "Cançons illustrades" o "Balades". También escribió textos para la opereta catalana.
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Los países escandinavos adolecen de recursos metalíferos; y, sin embargo, destacan en la Edad de Bronce por haber producido ingentes cantidades de piezas de metal, especialmente de bronce, de todo género: armas, adornos, objetos personales, utensilios, etc. La Europa nórdica disponía, sin embargo, de la divisa fuerte de la Edad de Bronce: el ámbar, a cambio del cual llegaron al Báltico objetos manufacturados de bronce, y de oro, además de los lingotes de metal, procedentes de los Cárpatos, las regiones del Danubio, las Islas Británicas, etc. Las importaciones de bronce en Dinamarca o en Suecia son frecuentes, pero la producción metalúrgica nórdica presenta rasgos exclusivamente propios de aquellas regiones septentrionales. Los talleres de fundición de la Europa nórdica trabajaron incesantemente en la Edad de Bronce para atender a la demanda local. En Goteland, Jutlandia, o Seeland los enterramientos cubrieron las planicies con prominentes montículos tumulares. Tales túmulos cobijan inhumaciones individuales en cajas de troncos de madera. Colocado sobre arcilla, y cubierto de tierra, el ataúd se beneficia de unas condiciones de conservación extraordinarias. Ello ha permitido no sólo la recuperación de los típicos ajuares metálicos, masculinos y femeninos, sino también de la vestimenta, e incluso se ha conservado el cabello de los que hace tantos siglos fenecieron. De ninguna otra parte sino de Jutlandia conocemos el arte del vestido. De tumbas como las de Skrydstrup, Egtved, Olby, etc., se han extraído las suficientes prendas como para darnos una idea de la forma de vestir de los hombres y mujeres daneses que vivieron en esta época. Los varones llevaban un coselete que les cubría desde el pecho a las rodillas, un manto, una capa y sandalias. Las damas alternaban dos clases de atuendo: falda de cordones doblados y atados en el bajo (tal prenda en el enterramiento de Egtved sólo medía 38 cm de largo) y jersey de manga corta o vestido largo acompañado de chaqueta. La falda llevaba el complemento de un cinturón con un gran disco de bronce como hebilla. En el pelo, un tocado de cinta o red. En los pies, calcetines y calzado de cuero. De la sociedad nórdica conocemos, por fortuna, aspectos externos de su religiosidad, a través precisamente de obras de arte. Con frecuencia, el guerrero de esta época hizo donaciones votivas de sus armas a las aguas de los ríos. En Escandinavia esta forma de proceder, que anhela la protección divina, tuvo una acogida amplísima. Se extendió a los lagos, a las marismas y a los pozos. Los donativos ofrecidos a las divinidades de las aguas fueron, además de las espadas, toda clase de objetos de bronce, algunos de ellos de sutilísimo significado religioso y de gran mérito artístico. Como muestra del virtuosismo técnico de una espada votiva de la época cabe recordar aquí el ejemplar recuperado en el Niers, cerca de Grefrath-Oedt (Viersen), en Alemania. Otras espadas, de parecido mérito, no faltan en el Museo de Copenhague. Por ejemplo, una hallada en Fangel (Odense Amt, Funen), con remaches abollonados en el enmangue y delicadas estrías en el mango y en la hoja. El Museo Británico guarda un puñal, procedente de la localidad de Laguy, en Francia, que es también un buen ejemplo del exquisito gusto de los metalúrgicos; los remaches del enmangue se repiten, de forma decorativa, en la empuñadura, y éstos son el centro de líneas encontradas que forman una cruz de aspa. Pero, aquélla de Niers, en el Museo de Bonn, revela una manufactura muy especial. La pátina verdosa de la empuñadura se recubrió de chapa de oro, y el dorado alcanzó a los remaches del enmangue y del mango mismo. El motivo de los bullones (o bultos redondeados) de oro se repitió en el pomo, acoplados al núcleo abombado y a las seis puntas de una estrella. Complementariamente; el marco de esta empuñadura tuvo filas de triángulos rellenos de trazos incisos y círculos puntillados entre los remaches.
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El fenómeno de la llegada de los griegos, que puede situarse en una fecha amplia a principios del segundo milenio, aunque para algunos es necesario rebajarla hasta la segunda mitad del mismo, aparece como parte del proceso de cambio característico de una época cuyos rasgos más significativos hay que buscarlos más bien en los asentamientos estables y en la formación de determinadas estructuras de poder relacionadas con la difusión y el control del uso de los metales. También pierde adeptos la teoría de que la llegada de los griegos puede identificarse con la difusión de la cerámica minia, pues igualmente pierden crédito las explicaciones históricas que identifican mecánicamente las etnias con las huellas de la cultura material, en este caso identificada con una cerámica que imitaba los objetos metálicos, difundida desde el norte a través de Orcómeno, donde había reinado un Minias que le daba nombre, tal vez reflejo de la difusión del gusto por los metales como objeto de lujo entre sectores que no tenían acceso a su control. La tradición sitúa míticamente en este período las leyendas sobre las primeras dinastías de la Grecia heroica.
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Lamentablemente, se poseen pocos ejemplares de la metalistería y orfebrería acadias, pues dada la nobleza de los materiales en que fueron fabricadas algunas estatuas, numerosas joyas y otros objetos suntuarios, prontamente hubieron de ser saqueados por los invasores qutu. Entre las obras de pequeño formato que han llegado hay que citar, proveniente del mercado anticuario, una estatuilla de oro (hoy en una colección particular) que recuerda por su aspecto a las elaboradas en piedra, de Mari; así como un portador de cabritillo, en bronce (21,5 cm; Museo de Berlín), que fue localizado en Assur, y cuyos rasgos faciales dan a su rostro un aspecto insólito, como perteneciente a una extraña etnia. Pieza de gran interés es la figura de un héroe desnudo, perfectamente modelada, hallada en Bassetki (hoy en el Museo de Iraq) y de la que sólo ha llegado la mitad inferior (35 cm de altura). Fue vaciada en cobre (restan hoy 160 kg) y lleva en el disco de la base -67 cm- una inscripción de Naram-Sin, por lo que es muy probable que perteneciera a tal rey, representado en el acto de hundir un clavo de fundación de algún templo (¿o quizás se halla enarbolando algún estandarte de grueso mástil?). Sin embargo, la obra máxima de la toréutica acadia es la famosísima y muy divulgada Cabeza broncínea de Naram-Sin (36 cm de altura; Museo de Iraq), hallada en una escombrera cercana al templo de Ishtar de Nínive, adonde fue arrojada ya en la Antigüedad tras serle arrebatadas las incrustaciones y ser mutilada intencionadamente (le cortaron las orejas). Esta cabeza, de fina y aquilina nariz, de labios carnosos y bien perfilados, de larga y cuidadosa barba y cabellos recogidos en la nuca en un artístico moño (recuérdese otra vez el casco-peluca de Meskalamdug), irradia ante todo la belleza idealizada de un rey de las cuatro regiones del Universo más bien que los rasgos individuales de un soberano concreto, de Naram-Sin. Finalmente, debemos citar una segunda cabeza de tamaño natural, hallada en la zona del lago Urmia, coetánea tal vez de la que acabamos de comentar; es de cobre (34 cm de altura) y se guarda en el Metropolitan Museum de Nueva York. Considerada obra del arte elamita, hoy ya no se duda, en razón de los análisis comparativos realizados, en afirmar que su estilo es plenamente acadio, aunque represente a un personaje de rasgos elamitas, probablemente a Puzur-Inshushinak.
obra
A Amalia Avia se la ha incluido dentro de la corriente pictórica del realismo social, debido posiblemente a la sordidez que se muestra en sus pinturas, donde habitualmente representa temas cotidianos. Es el caso de esta Metalistería, contemplamos una fachada usada en la que el paso del tiempo ha dejado su huella. Una pintura que está ligada a una realidad urbana, en tonos ocres y grises.
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En metal, sobre todo bronce y cobre, se fundieron también magníficas obras de arte, de las cuales nos han llegado algunas de gran interés. Una de ellas, de Larsa, de controvertida identificación, es la estatuilla de un orante (19,5 cm; Museo del Louvre) que representa a un hombre genuflexo (con manos y rostro recubiertos con lámina de oro) sobre un zócalo ornamentado con relieves muy planos y con una inscripción alusiva a un tal Lu-Nannar. Algunos autores ven en la misma el retrato y la figura de Hammurabi, por cuya vida se había dedicado la estatua; otros consideran que representa al dedicante, a Lu-Nannar. El Museo de Arte de Cincinnati posee una extraña figurilla de bronce (15 cm), también sobre un zócalo, digna del mayor interés; se trata de un hombre sentado, desnudo, prácticamente esquelético, con cráneo y barba rasurados, creído por algunos autores como una de las pocas representaciones babilónicas de la Muerte. A estas dos piezas le siguen en importancia otros bronces localizados en Ischali y hoy en la Universidad de Chicago, que representan a dos divinidades cuatricéfalas, seguramente esposo y esposa. Una (17,3 cm), erecta, figura a un dios guerrero, vestido con la tradicional ropa de volantes, con el pie izquierdo apoyado sobre el lomo de un carnero echado. Lo más significativo es su cabeza, formada por cuatro barbudos rostros perfectamente ensamblados, que miran en todas direcciones (¿dios Amurru?). La otra figura, la de la diosa consorte (16,2 cm) aparece sentada sobre un alto taburete y cubierta con un vestido adornado con líneas verticales y ondulantes, portando el típico vaso manante. Su cabeza, también de cuatro caras, no está tan trabajada como la del dios. De las diferentes piezas en bronce y cobre de la diosa Gama, bástenos citar, para no hacer una enumeración tediosa, el pequeño bronce (hoy en Berlín) de tal divinidad, en el que va tocada con la tiara de cornamentas y cubierta con el vestido de volantes que le tapa incluso los pies. Nos han llegado, también en bronce, numerosísimas estatuas de orantes, por lo general de pequeño formato; se figuran de pie y son de buena factura técnica, cubiertas algunas con lámina de oro. Sirva como ejemplo la magnífica estatuilla del Museo Británico (30 cm), que representa a un orante imberbe, ataviado con un vestido parecido al que lleva Hammurabi en el relieve de su Código. Lamentablemente, no han sobrevivido ninguna de las estatuas metálicas (incluso elaboradas en oro y plata) que, anualmente, y a modo de nombre de año de reinado, depositaban, según dicen los textos, los gobernantes de Eshnunna, en el Templo de Tishpak, el dios titular de la ciudad. Tampoco las que diferentes reyes de Isin, Larsa y Babilonia (aquí hay que destacar a Samsu-ditana, el último rey de la I Dinastía, con más de quince estatuas metálicas) ordenaron fabricar para los templos de sus ciudades. Sí, en cambio, tenemos en el Museo Británico bastantes figurillas femeninas de bronce, por lo general desnudas, que representan tal vez al personal sagrado de los templos. Entre la metalistería hay que citar, finalmente, una magnífica peana (22,5 cm; Museo del Louvre) adornada con tres cabras montesas, perfectamente fundidas y con mascarilla de oro.
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Huelga subrayar la importancia que para los iberos tuvieron las artes del metal, porque en las esculturas puede verse un rico elenco de reproducciones de complementos metálicos, y los exvotos constituyen, por sí mismos, una estupenda muestra de la producción de objetos de bronce. Los textos literarios, además, y los hallazgos arqueológicos, refrendan la fama de los iberos como buenos toréutas y forjadores del hierro. En efecto, en las esculturas de guerreros de Porcuna, Elche y otros lugares, puede verse un rico muestrario de armas ofensivas y defensivas incluibles entre los objetos más cuidadosamente trabajados por los artesanos del metal. El pectoral de Elche, con el relieve de un lobo o un león, es una pieza especialmente significativa. De los originales de estas creaciones tenemos un reflejo, quizá más parcial y aleatorio, pero más directo, en los objetos amortizados en los ajuares funerarios. Y mejor que mencionar unos u otros productos, es casi más mostrativo ver los repertorios completos en los museos o en libros expresivos de conjunto, como la importante monografía dedicada a la necrópolis ibérica de El Cigarralejo, publicada por E. Cuadrado en fecha reciente. Entre las armas, destaca el sable característico de los iberos, la falcata, una espada de hoja curva, parecida a la machaira griega, e inspirada en ella o en prototipos itálicos de la misma familia. En su forma puede ya captarse el gusto por un diseño armonioso, de indudable belleza; y su consideración como algo más que un objeto de batalla se ratifica en la decoración de las empuñaduras, que añaden a sus elaboradas formas, con cabezas de caballo o de pájaro, hermosas incrustaciones de plata, presentes a veces, también, en las hojas. Aparte de las armas, muestran los ajuares funerarios, entre los objetos más cuidados, las fíbulas y los broches de cinturón, trabajados fundamentalmente en bronce. La más propiamente ibérica es la fíbula anular, así conocida por el anillo sobre el que apoyan el resorte y el pie, y la estabiliza sobre la prenda; el puente puede adoptar diferentes formas -aquillada, de timal, etc.- según gustos y épocas. Muy usada fue, también, una fíbula conocida como del tipo La Téne I, con amplio pie levantado hacia el arco del puente, susceptible de decorarlo de modos diversos, incluido el uso de piedras cabujones, pasta vítrea u otros elementos de color. Entre los broches o hebillas de cinturón destacan los que adoptan forma de grandes placas -acorde con los anchos cinturones preferidos por los iberos-, a menudo decoradas con incrustaciones de plata que dibujan lazos en hermosas composiciones geométricas. Son del mismo tipo de las recuperadas en las ricas tumbas de la Meseta (Osera, Cogotas, etc.). Bandejas, jarros y otros recipientes de bronce debían de ser objetos codiciados por cuantos hubieran alcanzando una cierta capacidad adquisitiva, y algunos se han conservado, dejando constancia de la continuidad de un gusto bien asentado desde la época tartésica. Pero aparte de esta producción de mediano nivel artesano, algunas piezas raras acreditan la elaboración de objetos de arte más ambicioso. Cuentan entre los más interesantes los bronces aparecidos en el cortijo de Maquiz (Mengíbar, Jaén), lugar de la antigua ciudad de Iliturgi, conservados en el Museo Arqueológico Nacional y la Real Academia de la Historia. Dos piezas casi idénticas parecen creadas para adornar los barandales de un lujoso carro; tienen forma de teja o media caña, de perfil ondulado, rematados en una imponente cabeza de carnívoro -una vez más casi imposible decir si se trata de un gran felino o un lobo- de fauces abiertas. M. Almagro Basch las asoció a las cabezas de felino halladas en las tumbas orientalizantes de Huelva, y con las esculturas ibéricas del mismo tipo; A. Blanco, sin embargo, las ha relacionado tipológica y estilísticamente con las que ofrecen las páteras helenísticas de Tivissa (Tarragona) y Santisteban del Puerto (Jaén), lo que significa otorgarles una fecha más reciente. Es de interés, también, la decoración incisa en el lomo de estos bronces, con escenas de oscuro significado, seguramente funerario, en las que figuran luchas de hombres caballeros sobre hipocampos, y figuras de presuntos orantes, todo ello de dibujo muy infantil. Otras piezas del mismo lote, de estilo bastante distinto, muestran una cabeza de lobo y una curiosa figura janiforme compuesta de cabeza humana y de carnívoro, quizás una divinidad del desconocido panteón ibérico.
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Aunque Sumer, y en general toda Mesopotamia, careció de numerosas materias primas, supo muy pronto hacerse acopio de ellas mediante una adecuada política comercial. Con el arribo de metales -cobre, estaño, oro y plata- sus metalurgistas y orfebres fabricaron numerosos objetos y herramientas, así como verdaderas obras de arte. El trabajo del metal, por sus propias características técnicas, aplicado al arte figurativo, facilitó a los artistas sumerios una mayor libertad formal, que no advertimos en la plástica en piedra. De gran interés son las esculturillas metálicas que representan a héroes barbados y desnudos (de los tres ejemplares de cobre del Templo oval de Khafadye interesa el mayor -55,5 cm; Museo de Iraq-, dispuesto sobre un zócalo dotado de cuatro patas y con un apéndice en la cabeza destinado a recibir un recipiente); a atletas (hombre desnudo portando un objeto cúbico -38 cm- del Metropolitan Museum de Nueva York); a combatientes (como los Luchadores de Tell Agrab -10,2 cm; Museo de Iraq- que se agarran del cinturón mientras sostienen en sus cabezas grandes vasos); a orantes desnudos (grupo de tres personajes, uno femenino y dos masculinos, en cobre, del Templo de Shara en Tell Agrab -9,6 cm; Museo de Iraq- participantes en ritos de fecundación) e incluso a divinidades (la insólita Divinidad desnuda, en bronce, plata y oro (11,3 cm; Museo de Damasco), localizada en el palacio presargónico de Mari como componente de un ofrenda de fundación. De notable interés es la pequeña cuadriga de onagros, en cobre (7,2 cm; Museo de Iraq), de Tell Agrab, guiada por un auriga, y sobre todo el onagro, en electro (5,5 cm, la altura del animal; Museo Británico), figurado en una anilla para riendas, hallado en la tumba de la reina Puabi de Ur. Testimonio de una manifestación religiosa de tipo propiciatorio son los pequeños bustos masculinos, en cobre (promedio de altura: 7-15 cm), terminados en estípite, de los que podemos citar algunos hallados en Girsu y en Lagash. En realidad, se trata de verdaderos clavos de fundación, que tanto éxito alcanzaron en Sumer, representando, a veces, a divinidades (Shul-utula) tocadas con tiaras de cornamenta, o a reyes: Lugalkisalsi, Enannatum, Enmetena. También debemos citar aquí una serie de excelentes bronces, representando cabezas de toros, antílopes, cabras, leones, y pájaros, que podemos singularizar en el gran panel de cobre, hoy en el Museo Británico, que adornó la fachada del Templo de Ninkhursag en El Obeid. Dicho relieve, que se complementaba lateralmente con ocho magníficos toros broncíneos de bulto redondo, estaba formado por el Imdugud con sus alas explayadas, sujetando a dos ciervos. Su perfección y preciosismo da justa idea del gran dominio de los broncistas del Dinástico Arcaico. Sin embargo, fue la orfebrería la que alcanzó un mayor nivel de calidad y belleza, en razón de las exigencias que las clases dirigentes y la nobleza precisaban para sus templos, necrópolis y vida social. De este modo, tanto las joyas como las vajillas más variadas, así como los instrumentos musicales, tuvieron un amplio desarrollo dentro de las artes menores. Es muy difícil pormenorizar todas las obras que pueden darnos idea de la alta profesionalidad y nivel artístico que los orfebres sumerios alcanzaron, pero quizás las numerosas joyas halladas en la necrópolis real de Ur (h. 2500-2400) sean las que nos testimonian la calidad y belleza de sus obras. Entre las mismas debe citarse uno de los ejemplares maestros de la orfebrería sumeria, el casco del príncipe Meskalamdug (23 por 26 cm; Museo de Iraq). Especie de yelmo o peluca ceremonial, está fabricado en lámina de oro macizo de 15 kilates, repujado, en el que se remarcan moño, trenzas y bucles a modo de carrilleras, verdadera réplica del que lleva Eannatum en la Estela de los buitres. De igual modo, los puñales de ceremonia, con mango y empuñadura de plata, madera y lapislázuli y hojas de oro, plata, cobre y electro, complementados con afiligranadas vainas de oro y plata, dan idea de la fastuosidad de tales armas, en verdad, verdaderos objetos suntuarios. La vajilla ocupó también un lugar importante entre los ajuares funerarios de Ur. Es imposible detenernos en todos los ejemplares que las excavaciones lograron recuperar: lámparas, tazones y tazas, vasos para libaciones... todos de oro, plata o cobre. Asimismo, son notabilísimos los objetos de adorno personal, en los cuales los orífices pusieron grandes dosis de imaginación, por ejemplo, las joyas de la reina Puabi, hoy en el Museo de la Universidad de Pennsylvania. Lo mismo podemos decir de los amuletos encontrados, fabricados básicamente en plata, oro y lapislázuli. Punto y aparte merecen los dos famosísimos carneros de Ur, de parecida factura (uno en Pennsylvania y otro en Londres), encaramados a un arbusto florido de rosetas, símbolo del Arbol de la Vida, singulares esculturas (50 cm de altura) fabricadas en cuatro materiales -oro, plata, lapislázuli y concha- que les proporcionan magnífica policromía natural, y que sirvieron como pedestales de algún objeto religioso o quizá como protomos de arpa. Mucho se ha discutido acerca de su significado, aunque la mayoría de los especialistas los ponen en conexión con los ritos de fecundidad. Diferentes instrumentos musicales, encontrados como componentes de los ajuares de Ur, sirven también para evaluar el trabajo de los orfebres del Dinástico Arcaico. Entre ellos, bástenos citar las diferentes arpas y liras, realzadas con protomos de toros y vacas -¿correspondientes en un caso al sonido de tenor y en otro al de soprano?- elaboradas con lámina de oro batido y lapislázuli, y cuyas cajas de resonancias estaban decoradas con placas de concha. Para muchos, sin embargo, la obra cumbre de la orfebrería del Dinástico Arcaico es el conocidísimo Vaso de Enmetena de Lagash (2404-2375), magnífica pieza (35 cm; Museo del Louvre) fabricada en plata sobre pie de cobre. Su panza ovoidea se halla adornada con un precioso trabajo a buril en el que se figura por cuatro veces el Imdugud, agarrando sucesivamente a dos leones, un par de cabras, nuevamente dos leones y por último dos bueyes.