El lenguaje arquitectónico de Borromini llegó en Sant' Ivo, ápice de su estilo y del Barroco, a una concepción del espacio que -basada en una visión del infinito como sugestión- anula los confines entre masa y atmósfera. La absoluta libertad con la que maneja el repertorio de la tradición, ya fueran elementos tardo antiguos o miguelangelescos (las pilastras del aula musical del Oratorio) o incluso obtenidos del mundo oriental (la forma en espiral ascendente de la cúpula de Sant' Ivo que recuerda las de algunos minaretes, como el de la mezquita de Samarra) o de la naturaleza, no pudo por menos que desconcertar a sus contemporáneos, acostumbrados a las ilusiones teatrales de Bernini.Sin embargo, el alejamiento de la corte papal de Bernini, mentor artístico del triunfalismo de los Barberini a raíz de la elección de Inocencio X, ofrece a Borromini la oportunidad tantas veces deseada. En 1646, recibió el primer encargo pontificio de su vida: la reestructuración de la basílica de San Giovanni in Laterano, en cuya concesión deberá verse la mano de uno de sus pocos amigos y mecenas, el padre Virgilio Spada, supervisor administrativo de la fábrica y consejero privado del papa Pamphili. Precisamente, gracias a su afectuosa tolerancia, que soportó paciente el empeño perfeccionista de Borromini, la obra pudo, aunque parcialmente, acabarse en lo fundamental, con la decoración de estucos de su interior, en 1649, justo a tiempo de poder ofrecer la basílica remozada a los peregrinos del Año jubilar de 1650, razón por la que se habían iniciado los trabajos. En esta obra, Borromini ofrece la que sin duda es el ejemplo más pasmoso de revisión barroca de un antiguo espacio sacro. Y ello, a pesar de que, ante la proximidad del jubileo y las prisas del papa, el arquitecto no pudo realizar íntegro su proyecto previsto, que incluía la erección de una grandiosa bóveda con nervios entrelazados que, como en la linterna de Sant' Ivo, habría resuelto las tensiones acumuladas en la zona baja. Borromini conservó la antigua estructura, englobando por parejas las columnas dentro de enormes pilares, en los que se abren edículos para estatuas, que se alternan con grandes arcos de comunicación con las naves laterales. Como en cualquier obra borrominesca, los más pequeños detalles están integrados en la concepción espacial general: caso de los querubines alados que, además de decorar, conexionan con fluidez las pilastras con los arquitrabes en las naves laterales.La segunda comisión del papa Pamphili, la iglesia de Sant'Agnese in Agone, se presenta como otro clamoroso reconocimiento a sus valores como arquitecto, yendo unida a la idea papal de convertir la plaza Navona en corte familiar y centro de poder de los Pamphili a partir de la secuencia artística palaciofuente-iglesia. En 1652, el proyecto fue confiado a Girolamo y Carlo Rainaldi, padre e hijo, que al año ya tenían muy avanzada la construcción. Despedidos los Rainaldi por el pontífice, la obra fue entregada a Borromini (1653), que conservará el interior, de esquema en cruz griega, pero realzando el tambor de su cúpula, y derrumbará la fachada, reconstruyéndola de nuevo. Tomando como base un original esquema compositivo, conocido en su pureza por los diseños, previó un frontis cóncavo, muy dinámico, prolongado en dos alas laterales sobre las que se erguían los fogosos campanarios exentos que fanqueaban la poderosa cúpula, a cuya aislada plasticidad formal se reservaba la imagen urbanística y simbólica de la plaza. A finales de 1654 estaban, prácticamente, acabadas la fachada hasta su gran comisa y la cúpula a falta de su ¡interna. Pero, de nuevo, la desgracia se abatió sobre Borromini en enero de 1655, al morir el papa Inocencio X, pues sus herederos, entre el escaso interés por continuar y su mezquindad económica -después de proponerle la reducción de su proyecto (a lo que se opuso)-, detuvieron las obras y despidieron a Borromini. Reanudadas en 1657, Carlo Rainaldi corrigió perversamente la obra de Borromini (¿venganza, tal vez, por haber éste derribado la fachada anterior de su padre y suya?). La mayor de las correcciones, que desnaturalizaron por completo la genial idea de Borromini, fue la de añadir un cuerpo a cada una de las torres, que alcanzan la altura de la cúpula y anulan su grandiosidad, banalizando su soledad con una insignificante escenografía, propia de principiante. Si la perspectiva de Sant'Agnese sigue cautivando, es por lo que no pudieron arrasar del sueño quimérico de Borromini.Al mismo tiempo que hacía frente a las obras para los Pamphili, definitivamente excluido de todo proyecto pontificio, Borromini estuvo empeñado en proseguir las obras ya iniciadas, sometido a las continuas limitaciones económicas de sus comitentes, claro está, como aquellas de ampliación de los palacios Carpegna (hacia 1635-50) y Falconieri (1646-49). Entre las últimas obras, por la importancia de la comisión y por su personal dedicación, que es documentada por la cantidad de diseños relativos a las varias fases de su proyección arquitectónica, merece destacarse el Collegio de Propaganda Fide (1646-67), en cuya fachada retoma del Oratorio filipense el tema del prospecto paralelo al eje longitudinal de la capilla, haciendo de frontis tanto de la iglesia como del conjunto residencial. Sin embargo, frente a las delicadas modulaciones de la luz y a la comedida tensión dinámica de la fachada oratoriana, cuya dilatación es dada por su desarrollo ante una plaza, en esta obra la fachada invade la estrecha calle sobre la que se alza, y lo hace con una increíble violencia lumínica y dinámica, sobremanera por sus gigantescas pilastras y el gran vuelo de su increíble cornisa, que expresan la a duras penas contenida tensión de fuerzas.Esa dialéctica de las fuerzas internas que tienden a expandirse al exterior es la que se continúa, muy cerca, en el gran tambor y en el precioso campanario, la cella degli angeli, de la iglesia de Sant' Andrea delle Fratte (1653-65), obra que retoma por expreso encargo del marqués Paolo Del Buffalo, pero que por desgracia quedó incompleta. La estrangulada superposición de diversas formas arquitectónicas de esta jaula de los ángeles es increíble. Desde el paralelepípedo cuadrado con columnas de ángulo en avance se pasa a un cilindro circundado por columnas, de allí a un edículo rodeado por hermes angélicos para terminar en una especie de gran vaso con asas, decorado con las armas de la familia Del Buffalo y sobremontado por una corona marquesal.La fachada de San Carlino, retomada en 1665 y acabada después de la muerte del arquitecto, cierra la carrera de Borromini en donde la inició. Los dibujos autógrafos, verdadero testimonio de su universo interior, muestran que desde el principio había pensado en una fachada curva. La interacción espacial continua entre interior-exterior y la dinámica yuxtaposición pulsante de las estructuras llegan al clímax dramático y al máximo dinamismo expresivo en este alabeado prospecto, concebido como un organismo del cielo y con la escena urbana circundante: como siempre, vuelve a unir la más rigurosa lógica arquitectónica con la más quimérica de las poéticas.
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Desde principios del siglo XIII, el gran Imperio almohade inició su decadencia. En Las Navas de Tolosa, en 1212, andalusíes y magrebíes, aún unidos al califa al-Nasir, midieron, sin éxito, la dimensión de su resistencia bélica contra Castilla, que aglutinó en aquella sonada batalla a buena parte de la Cristiandad peninsular y sus ayudas extrapeninsulares. Graves problemas dinásticos almohades se desencadenaron desde 1213, en el Magreb y en al-Andalus, produciendo rápidos y traumáticos cambios de califa, que acabaron por dejar al-Andalus a su suerte, desde 1228, mientras el Norte de África también se fragmentaba, hasta que los benimerines diesen la puntilla a los almohades en 1268.Al-Andalus se enfrenta, según cae el dominio almohade, con el problema de sustituir ese poder, y así se alzó, desde 1228, una serie de poderes locales, por todas partes, como un último período de taifas, que no llegaron a unificar del todo el territorio andalusí, ni siquiera alrededor del Emir, por un tiempo el más sobresaliente entre todos, Ibn Hud de Murcia. Sólo el jiennense Muhammad I logró reunir, desde 1232 en adelante, lo que iba quedando de al-Andalus, un al-Andalus que, perdida Valencia y el valle del Guadalquivir en aquellos años 30, pronto quedó reducido a las actuales tierras de Granada, Málaga y Almería, donde pervivirán, durante un equilibrista cuarto de milenio, los nazaríes, desde la Alhambra.Este período representa, también en arte y en literatura, la transición. Una transición apagada, desde las ricas manifestaciones de tiempos almohades, hasta el auge de las manifestaciones granadinas que sólo alcanzarán su plenitud en el siglo XIV. Los avances cristianos provocaban la emigración de las elites cultas de al-Andalus, sobre todo hacia el Norte de África, también hacia el Oriente árabe, y así una de las características de al-Andalus, en este período, es haber dado buena parte de sus mejores frutos en el exilio, mientras en la Península, las manifestaciones culturales clásicas quedaban disminuidas y prevalecían las populares, que los mudéjares también cultivaban y transmitían.Los extensos avances cristianos, espectaculares entre los años 30 y 60 de esta centuria, no sólo provocaban la numerosísima emigración de andalusíes, generalmente sus elites, a otros territorios musulmanes, sino también la permanencia, generalmente del común de la población, como súbditos mudéjares de los Estados cristianos, intensificándose, en el siglo XIII, el alcance del característico y marcante mudejarismo peninsular.El vencimiento de al-Andalus, tan notable en el siglo XIII y con causas en cada una de las esferas (política, militar, económica y social) se contuvo, más o menos, dos centurias aún, por diversos factores, entre ellos los procesos internos de Castilla y Aragón, y la situación relativa de al-Andalus frente al auge de las estructuras feudales y de la expansión europea proyectada sobre el amplio marco del Mediterráneo.
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La pretensión de Pedro el Ceremonioso, que en estas fechas todavía no tenía hijos varones, de modificar las pautas sucesorias en provecho de su hija Constanza (1347), propició la ocasión para el conflicto. Los hermanos del rey se pusieron entonces al frente de los nobles de Aragón, que reconstruyeron la Unión y exigieron al rey la convocatoria de Cortes (Zaragoza, 1347). El Ceremonioso, prácticamente secuestrado por los rebeldes, a quienes seguía un sector de las ciudades, tuvo que hacer numerosas concesiones: confirmación de los privilegios unionistas, cambio de consejeros, entrega de rehenes, compromiso de celebrar Cortes anualmente, revocación de la heredera, ratificación de las concesiones hechas a sus hermanos por Alfonso el Benigno, etc. Al final, cuando la agitación aragonesa ya se había contagiado a Valencia, el Ceremonioso pudo dejar Aragón, medio sumido en la revuelta, y trasladarse a Cataluña donde reunió Cortes en Barcelona (1347) y se ganó la adhesión de los estamentos catalanes. Al parecer, las dos Uniones, la Aragonesa y la Valenciana, aunque tácticamente aliadas en su oposición al autoritarismo real, eran de signo opuesto: proclive a la defensa de los privilegios señoriales la aragonesa y partidaria de preservar la autonomía constitucional de villas y ciudades, y el peso del elemento ciudadano en el reino, que los fueros alfonsinos habían perjudicado, en beneficio del estamento señorial, la valenciana (M. Rodrigo Lizondo y E. Belenguer). Las cargas fiscales que las ciudades de realengo tenían que soportar para financiar la política real debieron ser un factor añadido de la revuelta valenciana, que encabezó Valencia y siguieron casi todas las ciudades y villas del reino, y un sector de la baja nobleza. En un primer momento, los realistas valencianos (entre los que se contaba la alta nobleza) fueron derrotados (Pobla Llarga y Bétera, 1347) y el rey, virtualmente secuestrado en Valencia, hubo de hacer también aquí sus concesiones: creación del cargo de Justicia de Valencia, cambios en el consejo real y designación de su hermano Fernando como procurador general del reino. Cuando la propagación de la peste por la ciudad le dio argumentos y fuerza para marchar de Valencia, el Ceremonioso, con la eficaz colaboración de Bernat de Cabrera, Lope de Luna y Pedro de Xérica, preparó el desquite. Finalmente, sus tropas, formadas por nobles fieles, hombres de villas y ciudades realistas de Aragón y Cataluña y mercenarios extranjeros, derrotaron a los unionistas aragoneses en Epila y a los valencianos en Mislata (1348), a lo que siguió una represión dura y cruel (sobre todo para los valencianos) y la anulación de las concesiones efectuadas (Cortes de Zaragoza y Valencia, 1348). Fue un triunfo del autoritarismo real que factores exteriores convirtieron en efímero. Efectivamente, la larga y penosa guerra con Castilla, de 1356-69, llamada de los Dos Pedros, arruinó la obra emprendida. De 1356 a 1365 en conflicto se desarrolló en suelo aragonés y valenciano, donde dejó un reguero de destrucción y muerte, mientras, en general, la Corona sufría una grave hemorragia monetaria impuesta por la necesidad de pagar y aprovisionar a los ejércitos. La penuria de las finanzas de la monarquía, ocasionada por alienaciones de bienes reales efectuadas en época anterior (de Jaime II) y por la crisis demográfica y productiva que reducía la materia imponible, obligaron a emplear todos los recursos entre los cuales el endeudamiento, la continuidad de las ventas de patrimonios y jurisdicciones reales, hasta casi desintegrar el dominio real, y el recurso constante a los subsidios votados por las Cortes. De este modo, el rey, que, como el resto de las monarquías occidentales, a comienzos de su reinado había marchado por la senda del autoritarismo hacia el feudalismo centralizado o absolutismo de la Edad Moderna, acabó cediendo protagonismo a las Cortes y dando fuerza al pactismo que los estamentos catalanoaragoneses habían propugnado desde al menos el reinado de Jaime I. Naturalmente, en plena crisis de la renta feudal, la debilidad de la monarquía sería aprovechada para endurecer el dominio señorial sobre el campesinado. Tiene razón, por tanto, L. González Antón cuando dice que desde hacia 1350 se sentaron las bases para la conversión de la Corona de Aragón en una confederación gobernada por unas aristocracias rurales y urbanas que retrasarían por siglos la posibilidad de progreso social y material. Un índice seguro de la supeditación real a los estamentos es el número excepcionalmente elevado de Cortes que el monarca, acuciado por necesidades monetarias y de defensa, tuvo que convocar en los años 1349-1387 (tres Cortes generales, trece catalanas y once valencianas). En plena guerra con Castilla, las Cortes de Cervera de 1359 otorgaron un generoso donativo, cuya recaudación acordaron efectuar distribuyéndola en tallas por hogares (fuegos), para lo que fue menester realizar un detallado inventario de familias (fogatjement). Pero, tradicionalmente recelosas de la conducta de los oficiales reales y del propio monarca, tanto en la recaudación como en el destino de los fondos recogidos, estas Cortes, siguiendo precedentes, crearon una comisión, llamada Diputación del General de Cataluña, encargada de administrar los subsidios votados. Y la gestión de la Diputación catalana no había terminado cuando las Cortes generales de Monzón (1362-63), unas Cortes verdaderamente dramáticas, en las que los estamentos descaradamente antepusieron sus privilegios al bien común (en la sesión del 11 de febrero de 1363, el monarca, exasperado, llegó a gritar: "mueran los que así nos llevan a todos a la muerte"), completaron el perfil de la institución. A partir de entonces funcionó en cada Estado de la Corona una Diputación o Generalidad propia, formada por tres diputados de cada estamento, dotada de recursos propios (derechos de carácter aduanero), encargada de reunir el montante de los subsidios que las Cortes sucesivas votaban y, poseedora de suficiente autonomía financiera como para convertirse en organismo de gobierno de los estamentos, más o menos paralelo e incluso supervisor del gobierno real. J. Vicens Vives insistía en que el debilitamiento de la monarquía, unido a la consolidación del poder de las oligarquías, al coincidir con la crisis económica que hacía disminuir el nivel de ingresos de los poderosos, propició una época de reacción social: cierre de los gobiernos municipales a los representantes de las clases medias e inferiores y rebrote de las servidumbres en el campo. Podría concluirse con R. d'Abadal que la desproporción entre las ambiciones de la política exterior del rey y la real fragilidad de las finanzas reales llevaron "a la formación de una estructura estatal antimonárquica que anuló la posibilidad de que Cataluña (y la Corona de Aragón, añadiríamos) llegara a ascender con personalidad propia e independiente al nivel de los Estados renacentistas de la época".
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La confrontación intelectual y el debate abierto en las concepciones políticas tiene una fuerte incidencia en el mundo universitario; éste se ve sacudido por aquellas polémicas, además de las circunstancias políticas, militares, económicas y espirituales. La guerra entre Francia e Inglaterra, las nuevas demandas de reforma o vías de piedad, la ruptura de la Cristiandad o el problema conciliar, aun no siendo problemas académicos tuvieron una incidencia decisiva en el mundo universitario. Los fuertes debates intelectuales tuvieron, naturalmente, una influencia decisiva. Aplicar el término crisis a la vida universitaria es frecuente, y hace paralelo con otras crisis que conocen una fuerte agudización durante el siglo XIV; en este caso parece más adecuado hablar de transformaciones, alguna de ellas lo suficientemente importantes como para modificar aspectos esenciales de la universidad, lo que no significa necesariamente decadencia. Se produce un evidente incremento en el número de centros universitarios que no significa un crecimiento paralelo del número de alumnos, sino su distribución en función de las nuevas circunstancias a las que nos vamos a referir; ese incremento suele más bien significar que algunos centros universitarios llevaran una languideciente vida. Como el resto del edificio intelectual y político, y también como la Cristiandad misma, la universidad perderá la unidad de sus enseñanzas y la universalidad de su cultura, arrebatados por las querellas políticas, doctrinales y teológicas, a impulso de los fortalecidos poderes públicos y comprometidas con los emergentes nacionalismos. No servirá de mucho la voluntad pontificia de evitar la proliferación de facultades de teología para detener, al menos en este terreno capital, la multiplicación de doctrinas; fue imposible el mantenimiento de la unidad de enseñanza como también de la unidad de pensamiento. La ruptura de unidad tiene una evidente manifestación en la proliferación de centros universitarios; su número se multiplica en aquellos territorios que ya contaban con antiguas universidades y se extiende a aquellos otros que hasta ahora habían carecido de ellas: los países eslavos y escandinavos, Irlanda y Escocia. Esta proliferación no es la prueba de la buena salud de la institución universitaria, sino de la irrupción de diversos factores que impulsan la creación de nuevas universidades, pero poniendo la institución universitaria al servicio de sus particulares intereses. Hacia 1300, Europa cuenta con 20 universidades; un siglo después, casi es ese mismo el número de las universidades italianas, el grupo más numeroso; a finales del siglo XV el número de universidades europeas es de 80, aproximadamente. El desarrollo de los Estados y la creciente burocratización, convirtió a la universidad en el centro ideal de formación de esos burócratas al servicio de las Monarquías. Inevitablemente, la universidad adquiría una orientación profesional que la convertía en un precioso auxiliar. Demasiado precioso para el poder como para permitir que se le escapase su control; la tendencia de cada Monarquía, de cada príncipe o de cada ciudad o república, es disponer de su propia universidad. El nacionalismo y los enfrentamientos de la época agudizan la tendencia a que los naturales del Reino se eduquen en la propia universidad, y a impedir que viajen a otras universidades foráneas. La universidad pierde el carácter universalista que había caracterizado su nacimiento; pierde también una parte de su autonomía. La fundación y sostenimiento de la institución no se debe a iniciativas particulares, ni a los estudiantes, sino al patrocinio de las Monarquías o grandes mecenazgos a cuyo servicio están las nuevas universidades. Las querellas doctrinales producen desplazamientos de maestros que, en ocasiones, son el origen de otras universidades en las que se acogen las doctrinas rechazadas o los maestros perseguidos. Similares consecuencias tiene la guerra entre Francia e Inglaterra, el Cisma o las diferentes guerras civiles, en particular en Francia e Italia; o también las respuestas heterodoxas como las de Wyclif o Hus. Proliferación indudable, y también transformaciones; algunas de las universidades, con un número demasiado pequeño de estudiantes, languidecieron, y otras vieron afectado su prestigio por su excesiva vinculación a posturas filosóficas o doctrinas políticas. La intrusión de los poderes extrauniversitarios en la vida de la universidad hizo que los maestros perdieran también parte de su libertad de enseñanza. La participación partidista en algunos de los grandes acontecimientos de los siglos XIV y XV hizo que algunas universidades apareciesen a veces como faros intelectuales, pero también las convirtió en portavoces de radicalismos y nacionalismos y en protagonistas de tumultos. Su prestigio no se vio favorecido por ello. Lo que se ha denominado esclerosis del método es otro aspecto que debe ser tenido seriamente en cuenta. En una época en que bullen los espíritus en demanda de soluciones a nuevos problemas, la universidad aparece encerrada en las doctrinas de sus autoridades, en su rutina dialéctica, en el desinterés por los nuevos estudios: la filología o el naciente Humanismo; no aparece como el organismo dotado de la necesaria vitalidad para dar respuesta a las nuevas inquietudes. Acaso, medicina constituye, por su carácter más técnico, una excepción a esa esclerosis del método; progresa en esta facultad el estudio de las hierbas medicinales y el conocimiento del cuerpo humano, al autorizarse, desde mediados del siglo XIV, aunque con numerosas cautelas, la disección de cadáveres. Un fenómeno de gran interés es la fundación de colegios en las grandes universidades, con la finalidad de acoger a estudiantes sin recursos para el desarrollo de sus estudios; no se trata de fundaciones de caridad, sino del intento de formar hombres de valía, independientemente de su condición económica, al servicio de las Monarquías o del Pontificado. El primer ejemplo es el "Colegio español" creado en Bolonia por el cardenal Gil Álvarez de Albornoz. En todas las grandes universidades funcionan estos colegios, desde finales del siglo XIV, y se generalizan en el siglo XV. Son los casos de la Sorbona, Navarra, Clermont, Montaigu, Lisieux y otros, en París; en Oxford, Queen's, New College, Madelen o All Souls; en Cambridge, Kings y Trinity College; en Praga, el Collegium Carolinum; en Salamanca, el colegio de San Bartolomé y Anaya, y en Valladolid, el de Santa Cruz. Muchos de los aspectos políticos, académicos y eclesiásticos estudiados deciden la fundación de nuevas universidades. En 1347 nace la universidad de Praga, como resultado de la voluntad de Carlos IV de fundir a germanos y eslavos en una cultura común, y de difundir el estudio de la teología entre los eslavos; se organiza en cuatro naciones, bávara, sajona, checa y polaca, viviendo un sutil equilibrio hasta que el nacionalismo checo de Hus y sus seguidores desplace a las otras naciones. Muchos príncipes quisieron contar con universidades propias dentro de sus Estados. Es el caso del duque de Austria, fundador de la de Viena en 1365; Casimiro el Grande, Cracovia, 1360; la fundación de Upsala y Copenhague casi simultáneamente hace que los estudiantes suecos y daneses dejen Colonia y París. Las rivalidades políticas y comerciales entre las repúblicas italianas favorecen la creación de nuevas universidades o el desarrollo de las ya existentes: Pisa, Florencia, Pavía, Padua, Ferrara, Piacenza, Milán. Otras nacen a impulso de ciudades importantes, como la hanseática Rostock, a la que seguirán Tréveris, Maguncia, Tubinga, Friburgo y otras. La guerra, en particular el enfrentamiento entre Francia e Inglaterra, y la división generada por el Cisma tienen amplias consecuencias en la orientación y fundación de universidades. La universidad de París se comprometió gravemente en la justificación del asesinato del duque de Orleans y también en la revolución "cabochiana"; además su abierta simpatía hacia la causa anglo-borgoñona será causa de cierto declive y de la distancia con que será vista en el futuro por Carlos VII y Luis XI. El delfín Carlos VII funda la de Poitiers, lógicamente defensora del legitimismo Valois; los ingleses replicarán fundando la de Burdeos, y también la de Caen, una vez perdido el control de París por la doble Monarquía. El duque de Borgoña fundará las universidades de Dôle y Lovaina para acoger a los estudiantes borgoñones expulsados de París. Leipzig nace al abandonar Praga los maestros y estudiantes alemanes ante la presión del nacionalismo checo. El estudio de Dublín nace y, sobre todo, se refuerza a causa del distanciamiento anglo-irlandés y tras la expulsión de los irlandeses de Oxford; similar es el caso escocés, que motiva la fundación de las universidades de Saint-Andrews, Glasgow y Aberdeen. La posición favorable de la universidad de París hacia el Papado aviñonés hizo que la abandonaran muchos maestros que dieron lugar al nacimiento de numerosas universidades alemanas, dentro de la obediencia romana: Erfurt, Heidelberg, Colonia. Consecuencias similares tuvo el nominalismo, provocando movimientos de maestros y la decantación de las universidades por una de las vías. La protección del Pontificado justifica el desarrollo alcanzado por Aviñón, y su posterior decadencia, como consecuencia de la partida de los Papas. En Roma, la "Sapienza" cobrará nuevamente importancia gracias a la protección de Eugenio IV. Clemente VII y Benedicto XIII favorecieron a las de Salamanca, Valladolid, Lérida y Perpiñán; las castellanas, en especial Salamanca, recibirán nuevos favores de Martín V, en consideración al apoyo que recibía el Pontífice de la Monarquía castellana. Ya en el siglo XV nacen las universidades de Barcelona, Zaragoza, Gerona, Mallorca y Alcalá de Henares, muchas de ellas como fruto directo del impulso regio.
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Si las Academias contribuyeron a normativizar la lengua, el derecho y las bellas artes, la Monarquía se preocupó de revitalizar la institución básica de la enseñanza superior, la Universidad. No vamos a extendernos sobre la situación universitaria española anterior a la llegada de los Borbones, sino que ha de bastarnos señalar algunas de sus carencias más llamativas: falta de recursos, falta de dotaciones para el profesorado, negativa influencia de las órdenes religiosas, excesiva dependencia respecto de las instituciones eclesiásticas, desvirtuación de sus funciones por la presencia de la casta de los colegiales mayores, anarquía en la expedición de los títulos, obsolescencia de los planes de estudio, geografía aberrante, diferencia abismal entre los grandes centros tradicionales (Salamanca, Valladolid, Alcalá, Valencia, Sevilla, Zaragoza) y las universidades "silvestres" (Osuna, Baeza, Oñate, Irache, Sigüenza). Pese a este desolador panorama, la reforma universitaria no fue emprendida con urgencia. La primera medida de importancia fue en buena parte accidental, la fundación de la Universidad de Cervera (1717). El retorno de Cataluña a la obediencia borbónica brindó a Felipe V la oportunidad de suprimir todos los centros que habían venido funcionado hasta el momento y fundar de nueva planta una Universidad en la ciudad leal de Cervera. Entre las originalidades que ofreció el nuevo centro, Joaquim Prats ha destacado la dependencia directa respecto de la Corona, que intervenía en su financiación frente a la práctica contraria generalizada universalmente, así como el contenido avanzado de sus estatutos, que preveían profesorado cualificado, planes de estudio racionales y apertura a las corrientes científicas imperantes en los medios europeos. Sin embargo, la que había de ser la Atenas borbónica quedó a medio camino, aceptando el compromiso con elementos retardatarios en el gobierno de la institución y aferrándose a un tibio eclecticismo en las enseñanzas, pese a la presencia de algunas notables figuras científicas, como los filósofos Mateo Aymeric y Antonio Nicolau, el matemático Tomás Cerdá y, sobre todo, el jurisconsulto romanista José Finestres y su discípulo Ramón Lázaro de Dou. Tras esta precoz intervención en Cervera, la acción gubernamental se eclipsa prácticamente durante medio siglo, pese a la presencia de la cuestión universitaria en los debates ilustrados o a la influencia entre los intelectuales hispanos del libro y las ideas del tratadista portugués Luis Antonio Verney, el Barbadiño. Por ello, puede decirse que la siguiente medida con incidencia relevante en la trayectoria de la enseñanza superior fue la expulsión de los jesuitas. No es este el lugar para ocuparse extensamente del proceso que llevó en España a la expulsión de la Compañía de Jesús, acusada de ultramontanismo, de oposición sistemática a la expansión del regalismo, de obstáculo para la necesaria reforma eclesiástica, de conservadurismo político ejercido a través de su implantación en el sistema educativo y de su influjo sobre las elites ilustradas, para culminar con su implicación en el motín contra Esquilache. Al margen del debate sobre la justicia de la medida, la salida de los jesuitas expulsos dejó un inmenso vacío en el ámbito cultural español y, singularmente, en el mundo de la enseñanza superior, que obligó a las autoridades a intervenir de forma urgente en este campo. En este contexto, la Universidad de Cervera hubo de proceder a una amplísima renovación de su profesorado, que despejó el camino para una mayor apertura a la producción intelectual europea. En Sevilla, la necesidad de adoptar disposiciones sobre las seis casas abandonadas por los jesuitas fue la ocasión para la redacción de un nuevo plan de estudios para la Universidad por parte de su asistente, Pablo de Olavide, una de las figuras más significativas de la cultura ilustrada española. El plan perfilaba algunas de las líneas mayores de la reforma universitaria: control estatal de los centros superiores, secularización tanto del profesorado (con exclusión de los religiosos) como de los estudios (que debían incluir junto a las tradicionales disciplinas de filosofía, teología, derecho y medicina las modernas enseñanzas de matemáticas, geometría, física, biología y ciencias naturales), renovación de la metodología (implantando el libro de texto), erradicación de las controversias entre las diversas escuelas y del espíritu escolástico. Aprobado por el gobierno en 1769, el plan de Olavide, que había tomado algunas de sus ideas de otro proyecto previo encargado por el secretario de Gracia y Justicia, Manuel de Roda, al erudito valenciano Gregorio Mayans, fue el punto de partida para el ensayo general de reforma de los planes de estudios ordenado por el Consejo de Castilla a todas las universidades españolas. Mientras llegaban las contestaciones a estas propuestas, el gobierno tomaba una nueva iniciativa, la reforma de los colegios mayores. Los colegios mayores, fundados a lo largo de la época de los Austrias como centros de acogida de estudiantes pobres a los que se concedían becas para seguir sus estudios, habían pasado a ser, en un proceso de desvirtuación de sus primitivos fines, un reducto de privilegiados que, controlando la adjudicación de las becas, detentando los cargos de gobierno y ocupando luego las principales cátedras, habían puesto en marcha todo un sistema basado en el mutuo apoyo para monopolizar la provisión de cargos en la administración pública. Esta casta de colegiales, baluarte de la más rancia concepción tradicionalista y aristocratizante de la sociedad, trataba de mantener esta situación, tan favorable a sus intereses, frente a los golillas o manteístas, estudiantes de extracción más modesta y carentes de apoyo corporativo, entre los que fermentaban las ideas del cambio y la reforma ilustrada. Olavide ya había lanzado su andanada contra los colegios, pero la reforma de 1771 fue sobre todo obra del valenciano Francisco Pérez Bayer, catedrático de griego de Salamanca, bibliotecario de Carlos III y preceptor de los infantes, que, tal vez inspirado en el trabajo crítico de su amigo Manuel Lanz de Casafonda (Diálogos de Chindulza) y contando con el apoyo entusiasta del obispo de Salamanca, Felipe Bertrán, y la protección del secretario de Gracia y Justicia, Manuel de Roda, y del confesor real, Joaquín de Eleta, dirigió todo el proceso, cuyas raíces teóricas había planteado en 1770 en su Memorial por la libertad de la literatura española. La reforma, que afectó a los seis colegios mayores de las universidades de Salamanca, Alcalá y Valladolid, se aplicó escalonadamente, decretándose primero la cancelación de las prórrogas y de las licencias de hospedería (que permitían la permanencia de los colegiales después de haber concluido sus estudios), así como la paralización de las admisiones, para concluir (ya en 1777) con la aprobación de un nuevo plan de becas y la designación de las promociones de colegiales directamente por el poder público. Los resultados no fueron, sin embargo, todo lo halagüeños que se esperaban, probablemente porque la remodelación no fue todo lo radical que debía, permitiendo la reproducción del espíritu de casta pese a las modificaciones del sistema de selección. Por ello, pueda tal vez decirse que la verdadera ruptura no se produjo hasta 1798, cuando se decretó la total supresión de los colegios. La ola aperturista alcanzó también, con mayor o menor timidez, a los planes de estudios de las Universidades de Valladolid, Alcalá, Santiago, Oviedo, Zaragoza, Granada e incluso Salamanca, pese a que su respuesta al requerimiento del Consejo de Castilla no pudo ser más decepcionante. La más importante de estas remodelaciones universitarias fue, con todo, la llevada a cabo en Valencia por el rector Vicente Blasco, que transfirió el control del centro desde el municipio a la Corona (en una línea que el gobierno había prefigurado con la creación, desde 1769, de la figura del director de la Universidad) y que impuso en la enseñanza de filosofía los estudios de filosofía moral, matemáticas y física, y en la de derecho los estudios de derecho natural y de gentes. En cualquier caso, la implantación de la moderna enseñanza en el nivel superior no fue, por lo que se ha visto, un proceso homogéneo, sino muy diferenciado, ya que el gobierno respetó el régimen de autonomía universitaria hasta la instauración de un plan de estudios uniforme por el marqués de Caballero, ya en la tardía fecha de 1807. De este modo, la intervención gubernamental propició una profunda renovación de la Universidad española, que en cualquier caso hubo de llevarse a cabo en medio de las resistencias de los partidarios del jesuitismo, de los colegios mayores y de la ciencia tradicional. De ahí que la Universidad, salvo muy contadas excepciones, no figurase a la vanguardia de la reforma educativa de la España ilustrada. De ahí, por tanto, que el gobierno adoptase la solución de promover nuevos estudios por otros caminos y que determinadas instituciones (como los Consulados o las Sociedades Económicas de Amigos del País) tomasen la iniciativa de organizar nuevos centros de enseñanza, especial pero no exclusivamente en el campo de la formación profesional.
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El Renacimiento del siglo XII había sido más obra de individualidades que de instituciones. Los maestros, como sus alumnos, carecían de una organización verdaderamente sólida y su nomadismo era una clara evidencia de la provisionalidad de su labor. Como cualquier otra profesión urbana, el intelectual necesitaba proteger sus intereses salvaguardando al tiempo su espíritu de cuerpo. La Universidad vino a cubrir de manera idónea ambos objetivos. Esta toma de conciencia, que implicaba la defensa de un interés común, identificaba de hecho a los intelectuales con el resto de grupos profesionales ciudadanos organizados en gremios. De ahí que haya podido afirmarse que "el siglo XIII es el siglo de las universidades porque es el siglo de las corporaciones" (Le Goff). Sin embargo, aunque esta aspiración general de carácter corporativo este clara, los orígenes concretos del sistema universitario son más difíciles de precisar. Aunque pueda hablarse de universidades fundadas desde cero, al calor de la iniciativa regia o pontificia -así Toulouse, Nápoles, Salamanca, Lérida, etc.- parece sin embargo que las primeras en aparecer y también las que alcanzaron mayor relevancia, fueron aquellas que partieron de la experiencia de escuelas episcopales con cierto nivel ya en el siglo XII, como París, Oxford y Bolonia. La constitución de un grupo profesional de intelectuales organizado corporativamente en el seno de la ciudad, implicaba la conquista de un creciente grado de autonomía que chocaba con las tradicionales prerrogativas de los obispos sobre las escuelas diocesanas. También la organización municipal podía ver con recelo la aparición de estas corporaciones docentes, tratando, como los prelados, de regular su desarrollo y funcionamiento. El conflicto se solventó normalmente mediante la sumisión a Roma, que si bien a largo plazo iba a suponer una fuente de nuevos problemas, permitió también asentar de manera irreversible la autonomía y privilegios universitarios frente a la ciudad y sus autoridades. De un total de 44 universidades europeas antes de 1400, al menos 31 contaron en efecto con un documento fundacional pontificio, lo que subrayaba tanto el carácter supranacional de estas instituciones como su condición eclesiástica. Jurídicamente los universitarios eran clérigos, por más que en la práctica no se comportasen como tales e incluso sus planteamientos favoreciesen el laicismo. Esta dependencia de Roma hizo que muy pronto los Pontífices intentaran utilizar al movimiento universitario en favor de los objetivos de la reforma. En la bula "Parens Scientarum" (1231) Gregorio IX recordó la directa dependencia de las universidades respecto de la Santa Sede, por encima de cualquier jurisdicción civil o episcopal. Aunque este carácter pontificio implicaba una fuerte garantía frente a terceros, podía también provocar, como de hecho así sucedió, infinidad de conflictos si la postura romana tendente a rebajar a la Universidad al papel de mero instrumento de gobierno, chocaba con las ansias autonomistas de la propia institución. Para la ciudad como para el Estado o la Iglesia, la corporación universitaria era en suma tan atípica como inconveniente. Desde el punto de vista interno la Universidad no dejaba de ser una agrupación de profesionales en defensa de sus intereses. De hecho en la Edad Media el término "Universitas" servía para designar, no a la institución docente que hoy conocemos, sino a cualquier organismo gremial o corporativo, siendo así sinónimo de "hábeas", "societas", "consortium", "communio", etc. "Nos Universitas magistrorum et scholarium Parisiensium", decía orgullosa de sí misma en 1221 la Universidad de París, recalcando la asociación de profesores y alumnos. Y algunos años más tarde, con idéntico sentido, las "Partidas" definían el "Estudio General" como el "Ayuntamiento de maestros et de escolares, que es fecho en algunt logar con voluntad et con entendimiento de aprender los saberes". Fue esta denominación de "Studium generale" la que prevaleció de hecho hasta el siglo XV, en que empezó a utilizarse ya la de "Universitas" o "Universae facultates" con el sentido actual. Con el calificativo general se subrayaba por otro lado la procedencia internacional de los miembros de la corporación y la validez, también supranacional, de sus titulaciones (licentia ubique terrarum" o "licentia ubique docendi), que sólo el Papa y, con el tiempo, también el emperador y los reyes -previo permiso pontificio- podían conceder. La Universidad fue el medio natural en el que llegó a su madurez el intelectual del Medievo. A lo largo del siglo XIII su profesionalización había avanzado tanto que puede hablarse, con toda propiedad, de la aparición de un verdadero "homo scholasticus". Durante la anterior centuria la denominación "scholasticus", con el sentido de hombre sabio o instruido (eruditus, litteratus, sapiens, etc.), se había reservado al canónigo director de la escuela episcopal o maestrescuela. Pero con la aparición de las universidades, los "Doctores scholastici" fueron ya simplemente todos los profesores titulares de cátedra y "doctrina scholae" el saber por ellos impartido. De este modo, Escolástica y Universidad vinieron prácticamente a confundirse. Tres rasgos distinguían sociológicamente al "homo scholasticus": el respeto, a menudo reverencial, a las "auctoritates", consideradas fuente de todo conocimiento; el dominio del método dialéctico aplicado al comentario de textos, lo que hacia despreciar el recurso a la vía experimental y, finalmente, la vocación ecuménica de las doctrinas y saberes, por encima de cualquier inclinación nacionalista (Chelini). Desde el punto de vista ideológico la escolástica se situaba además en una perspectiva conscientemente cristiana, incluso en su sentido más descalificador, por cuanto aparte de no admitir ningún postulado contrario al dogma oficial, concebía a la filosofía como un mero instrumento racional en la explicación de la fe (Philosophia ancilla Theologiae). La vocación pedagógica, su excesiva sistematización formal y la inclinación radicalmente aristotélica, hacían finalmente de la filosofía escolástica una disciplina tan rigurosa como conservadora e impersonal. Respecto al método escolástico, no era sino la culminación de los avances logrados en el campo de la lógica durante el siglo XII, en especial tras la completa recepción del pensamiento de Aristóteles. Como siempre, el punto de partida del método escolástico, también llamado silogístico por basarse en el silogismo y en sus reglas de razonamiento, era la "lectio". El "magíster" o "lector" leía en clase el texto de un "auctor" determinado, del que se pretendía extraer su significado profundo o "sententia auctoris". Para ello, tras formular el tema, el "magíster" lo dividía en diferentes "quaestiones", formadas a su vez por diversos artículos que analizaba pormenorizadamente, aduciendo razones en pro y en contra y siempre de acuerdo con el método silogístico (disputatio ordinaria). A menudo el desarrollo de esta fase tenía carácter público (disputatio publica) y podía ser encomendado a un bachiller asistido por un maestro, que actuaba como presidente. En el transcurso de este verdadero torneo intelectual, seguido atentamente por el alumnado, todos los contrincantes hacían alarde de sus profundos conocimientos lógicos, hasta que el maestro ponía fin a la disputa resumiendo brevemente el tema y señalando la conclusión (determinatio magistri). A menudo estas conclusiones se conservaban por escrito, al objeto de darlas a conocer a las futuras promociones de estudiantes. A diferencia de la "lectio", la "disputatio publica" no tenía carácter ordinario, si bien se consideraba obligatoria y recurrente pare los bachilleres que optasen al grado doctoral. A partir de 1230 se extendió por la Universidad de París la costumbre, por parte de algunos maestros, de someterse a las preguntas del alumnado sobre cualquier tema. Las "quaestiones quodlibetales" servían así para alejar cualquier sombra de rutina y demostraban desde luego la talla intelectual de los maestros.
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Las mujeres fueron entrando muy lentamente en la educación superior. En el curso académico 1919-1920 había en España 345 mujeres que estudiaban en la Universidad. En el curso 1929-1930 el número era ya de 1.744. La Universidad de Madrid iba a la cabeza en cuanto a número de muchachas. Tenemos datos comparativos de la matrícula femenina de todas las Universidades españolas durante 1927-28. Ese año, de las 1.681 chicas que cursaban en España estudios de Facultad, 799 lo hacían en la Universidad Central de Madrid. Gráfico Las que más se aproximaban a ella numéricamente eran, por este orden, Barcelona, Granada, Zaragoza y Santiago de Compostela.
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En 1930-31 había en la Universidad española 2.246 alumnas, lo que suponía el 6,3% de la población estudiantil. En 1935-36 la cifra total era de 2.588 y el porcentaje de 8,8%. El crecimiento seguía, pero también continuaba siendo lento. De todas formas, algunas mujeres lograron consolidar interesantes trayectorias profesionales en estos años. Gráfico
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La reacción ante la desvalorización de la forma planteada por Rodin vendrá de la mano de Bourdelle, atraído por el arte griego arcaico como observamos en su Hércules arquero. Maillol también buscará la inspiración en el arcaísmo griego y en la escultura egipcia, interesándose por el cuerpo femenino como tema central. Igualmente Matisse se interesó por la figura femenina como observamos en el Desnudo reclinado, apreciándose su admiración por el arabesco. La revolución que supuso el cubismo en pintura también se traslada a la escultura, como observamos en la Cabeza femenina o el Vaso de ajenjo, donde Picasso ya incorpora el ensamblaje de objetos cotidianos, en este caso una cuchara. Archipenko introduce en sus obras estructuras cóncavas con las que el espacio vacío se convierte en elemento escultórico, jugando con las formas cóncavas y convexas. Duchamp-Villon en su Caballo se interesa especialmente por el movimiento y la máquina, iniciando el proceso simplificador que alcanza su máxima expresión con Brancusi, quien renuncian a todo lo anecdótico y convierte sus creaciones en verdaderos símbolos, especialmente el ovoide. Boccioni continúa el interés de Duchamp-Villon por el movimiento, introduciendo el espacio en sus figuras y llevando el dinamismo incluso al bodegón. Laurens se dedica a metamorfosear la figura humana para expresar mejor su idea, suavizando las formas cubistas, de la misma manera que hace Lipchitz, como observamos en su Mujer recostada con guitarra. El constructivismo fija su interés en los objetos mecánicos y aspira a desarrollar su propia creación. El impulso más decisivo viene de la mano de los constructivistas rusos, cuyo objetivo es la creación de espacio por medio de estructuras espaciales, utilizando los más diversos materiales. Hacia 1930 el constructivismo empieza a perder vigor y se inicia la etapa surrealista. Arp gusta de crear formas fluidas, como si se tratara de plasmas cósmicos en proceso de crecimiento. Henry Moore también se siente atraído por los fluidos, introduciendo en sus obras grandes huecos. En esta frase se resume toda su obra: "Toda buena obra de arte encierra elementos abstractos y elementos surrealistas, orden y sorpresa, inteligencia e imaginación, conciencia y subconciencia" Calder se interesará por las estructura móviles, empleando en sus trabajos alambres y lóbulos que parecen animales o plantas simétricas e inestables.