Los abundantes sellos latericios de todas sus partes garantizan que su construcción no comienza antes del reinado de Caracalla como único augusto (212-218) ni acaba sino al término de los dos últimos miembros de la dinastía: Heliogábalo (218-222) y Alejandro Severo (222-235). Todavía éstos tuvieron poder y recursos para dejar memoria de sí en los monumentos de Roma, y a ellos se debe el períbolo del gran recinto deportivo y recreativo que rodea al inmenso balneario central. La planta de éste, de 220 metros de ancho por 114 de fondo (140 si se le suma la parte saliente de la rotonda del caldarium), se atiene al esquema consagrado por Apolodoro de Damasco para las Termas de Trajano, modelo de las posteriores imperiales, pero eleva sus proporciones, sobre todo en altura, hasta extremos desconocidos hasta entonces y no superados hasta finales de aquel siglo por las Termas de Diocleciano. El edificio central se encontraba en el sector norte de un parque cuadrado, delimitado por el muro del períbolo, cuyos lados pasaban de los 300 metros. En el tramo del nordeste se encontraba la entrada principal; en el opuesto, el del suroeste, detrás de los jardines, un graderío de extremos semicirculares y un saliente ocupado por los depósitos del agua de una cisterna abovedada, por una prolongación del Aqua Marcia, denominada Aqua Antoniniana. En los otros dos lados se abrían exedras que contenían las bibliotecas y dos salas anejas, una absidada y otra cuadrada por el exterior y octogonal por dentro. Esta última goza de merecido renombre por ofrecer el ejemplo más antiguo en Roma de una cúpula de pechinas, imperfectas por no ser casquetes esféricos, ya que tienen una arista vertical en el centro, pero de todos modos un paso hacia la solución que no culminará hasta la cúpula de Santa Sofía. El plano distribuye los patios interiores y las salas del edificio central en dos mitades, perfectamente simétricas, a los lados de un eje que divide en dos las estancias centrales, natatio, frigidarium, tepidarium y la rotonda, cubierta de cúpula hemisférica, del caldarium. El sistema de calefacción por hipocausto hacia llegar el calor deseado a las salas termales, incluidas las del baño turco (laconicum), accesibles por estrechos portillos. El sector de los baños calientes y de sudor se encontraba, como es lógico, en el lado sur, por donde sobresalía el muro cilíndrico del caldarium y al que daban sus grandes ventanales. Los otros dos tercios del edificio se repartían entre vestíbulos, patios de comunicación, palestras, y la gran piscina contigua al muro del norte y embellecida por las hornacinas y estatuas del gran escenario columnado de que hemos hablado. A continuación se encontraba la más suntuosa y probablemente la más alta de todas las salas: el frigidarium, una verdadera basílica, cubierta por tres tramos de bóveda de crucería, apoyada no sólo en los machones de los muros laterales de hormigón, sino en seis arcos de medio punto paralelos a aquéllos y apoyados en columnas gigantescas, coronadas por ménsulas, una maravilla técnica imprescindible ya en edificios de porte colosal que aspiraran a rivalizar con las Termas de Caracalla: las de Diocleciano y la Basílica de Majencio. Los vestíbulos de los dos extremos del frigidarium lo ponían en comunicación con los hemiciclos de las palestras laterales. De estos vestíbulos proceden los célebres mosaicos polícromos de los púgiles del Vaticano; el centro de cada uno de los vestíbulos, por su parte, estaba ocupado por una de las gigantescas bañeras que desde hace siglos sirven de tazas a las fuentes de la Plaza Farnesio. Gala de estos salones fueron también en su día el Toro, la Flora y el Hércules Farnesio, los tres hoy en el Museo de Nápoles.
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A pesar de que la actitud espartana tendía a buscar la concentración de la defensa en el istmo de Corinto, con ánimo de apoyar a los tesalios enemigos de los Alévadas, la liga decidió establecer la defensa en el valle de Tempe, en el norte de Tesalia, con lo que se conseguía defender el territorio de Grecia entera. Varios pudieron ser los motivos por los que hicieron regresar a la expedición allí enviada, desde la estrategia espartana hasta la inseguridad que podían producir la división de los tesalios y las actitudes de los beocios. También pudo tenerse en cuenta que el campo de batalla en la llanura tesalia podía ser favorable a la caballería de los persas. La flota se situó en el canal de Oreo, al norte de la isla de Eubea, cerca del cabo Artemisio. La elección de un lugar estrecho tenía como objetivo impedir que la flota persa, muy superior en número, pudiera desplegarse plenamente. Tras el regreso del ejército de infantería desde Tempe, los griegos decidieron enviar la expedición a las Termópilas, lugar que podía protegerse mejor al norte de Lócride Opuntia, cuyos habitantes también combatieron en la batalla. Era un desfiladero situado a la altura en que estaba colocada la flota de Artemisio. Aquí la batalla naval fue dura e indecisa. Los griegos capturaron primero algunas naves persas, pero luego sufrieron un duro ataque de consecuencias negativas, aunque no determinantes. La debilidad del contingente que el mando espartano envió a las Termópilas hace sospechar que seguían pensando en una defensa centrada principalmente en el Istmo. Además, a consecuencia de una traición que permitió a los persas cogerlos entre dos fuegos, el rey Leónidas redujo aún más el contingente, concentrado en trescientos espartiatas que resistieron valerosamente hasta la muerte.
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Esta cultura, asentada en las montañas mineras del norte de Nigeria, sigue siendo hoy mal conocida, pues la mayor parte de sus hallazgos ha sido casual. Aun así, parece que su cronología puede situarse con cierta seguridad entre 500 a.C. y 200 d.C. -dejando aparte fases previas y prolongaciones-, y, desde luego, hoy por hoy, su arte constituye el verdadero punto de partida del arte africano. La pintura rupestre sahariana había mostrado iconografías -¿qué duda cabe?- que le resultan familiares al africanista: máscaras, adornos y vestimentas, danzas, tocados peculiares, etc., e incluso ha habido investigadores que, ahondando en el tema, han buscado en esta expresión plástica el origen de ritos o temas religiosos de las culturas negras; pero, por lo que se refiere al aspecto puramente plástico, el corte es fundamental. En efecto, la pintura descriptiva del Sahara está mucho más cerca del mundo egipcio. Para quienes conceden gran antigüedad a las fases más antiguas de este arte pictórico (periodo bubalino, periodo de las cabezas redondas, comienzos del propio periodo bovidiano), incluso constituiría el punto de partida del arte faraónico. Pero el arte negro africano seguirá otros derroteros: desaparecerá el sentido espacial, o incluso el propiamente pictórico, en favor de la escultura aislada; lo descriptivo dejará paso al gusto por lo esencial y abstracto; las proporciones, en consecuencia, se harán simbólicas, concediéndole a la cabeza un papel preeminente -desproporcionado, diríamos desde una visión realista-; se desarrollará lo frontal, lo hierático... Y todo eso, a falta de testimonios anteriores que pudieran existir -y que acaso se dieron en la cultura sahariana; que tuvo sin duda máscaras, y acaso escultura en madera- lo hallamos elaborado definitivamente en las terracotas de Nok. Estas obras, generalmente fragmentarias, representan cabezas de hombres y de animales, y, dado lo aleatorio de los hallazgos, ignoramos si son simples restos de figuras de cuerpo entero, de las que sólo nos ha llegado algún que otro ejemplo. Sea como fuere, en estas piezas expresivas hallamos los caracteres recién mencionados: formas geométricas puras -entre las que sobresale el cilindro-; importancia de la cabeza y, dentro de ésta, de los ojos; interés por los adornos y tocados -símbolos a menudo de estatus social o divino-; papel esencial de la boca, abierta o cerrada, para animar la figura, etc. Aún existen rarezas descriptivas -actitudes asimétricas del cuerpo, por ejemplo-, pero hay detalles que impresionan por su fijeza posterior: como se ha repetido a menudo, los ojos en forma de triángulo invertido, y con la pupila bien marcada, son idénticos a los del arte yoruba actual. Y es que, efectivamente, desde que en 1943 un minero halló -y usó como espantapájaros- la primera cabeza Nok de que tuvo noticia el mundo científico, el gran reto de los estudiosos es buscar todos los eslabones culturales y artísticos que permitan entender la relación entre estas viejas terracotas y las obras de nuestra época. Poco a poco, y aunque aislados, además de dispersos por todo el territorio de Nigeria, estos eslabones van surgiendo. El más antiguo, y por ahora el más inseguro, es el constituido por las figuras en terracota de Yelwa, fechables entre el siglo II y el VII d.C.: de ellas, parece que por lo menos alguna sugiere el estilo Nok, aunque simplificado. Hay que esperar a fechas más avanzadas para hallar conjuntos más importantes y asombrosas realizaciones artísticas. Así, pronto destacan los hallazgos de Igbo Ukwu, en el territorio hoy ocupado por los Igbo (o Ibo) en la ribera oriental del bajo Níger. En este punto han podido ser recuperadas numerosas piezas, y hasta varios ajuares, permitiendo, por ejemplo, la reconstrucción ideal de la tumba de un sacerdote del siglo IX ó X, que fue introducido en una cámara, sentado, vestido, y cubierto de atributos de su poder. Entre las obras recogidas, las más sobresalientes son las fundidas en bronce, con las formas más variadas: vasijas, cabezas de hombres, incluso un cráneo de leopardo, etc.: se trata de las primeras esculturas en aleación de cobre que encontramos en Nigeria, y por tanto han de ser consideradas, hoy por hoy, como el punto de partida de una técnica artística destinada a un brillantísimo desarrollo. Acaso pequen de un cierto desequilibrio, al intentar compensar su figurativismo inseguro a fuerza de virtuosismo técnico, pero, antes de su descubrimiento, nadie podía entender las bases del arte regio de Ife.
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No solamente el cortejo supuso una notable revolución en las costumbres: la tertulia, que se celebraba terminado el paseo por El Prado, propiciaba un ambiente apto para la relación con las personas no unidas por vínculos de parentesco, que se completaba con la asistencias a las representaciones teatrales y a las corridas de toros. Cada cual celebraba tertulias según su posición social y sus medios. La aristocracia era la que contaba con los medios suficientes para hacerlos. De todos los lugares de tertulia, los más conocidos y famosos fueron los salones, que llegaron a constituir los únicos espacios y sociedades regidos por mujeres. Teniendo por antecedente los círculos literarios que formaron algunas francesas durante el siglo XVI, el salón nace en 1620 por obra de la marquesa de Rambouillet, quien tenía la costumbre de reunir a sus amigos para conversar en la chambre bleu. En este sentido, puede decirse que ella fue la creadora del término en sus dos acepciones: la de habitación menos formal que la sala y la de institución. Como tal, su número aumentó durante el siglo XVIII al tiempo que lo hacía su importancia como lugar de contacto entre las figuras más conspicuas de la época, de difusión de las ideas ilustradas y científicas, y como centro de actividad política al margen o en contra de la corte. En ellos se hicieron y deshicieron carreras, primero; se cobijó a la oposición y se preparó la revolución, más tarde. Si en los primeros momentos la titularidad de los salones correspondió a las aristócratas, pronto se les unieron mujeres de otros grupos sociales, como Suzanne Necker, hija de vicario y madre de madame Stäel, o madame De Geoffrin (1699-1777), cuyo padre era paje y su marido, industrial heladero. Ambas mantuvieron famas reuniones en su época, lo mismo que lo hicieron la marquesa de Lambert, madame Tencin y mademoiselle De Lespinasse. Aunque las mantenedoras de los salones eran siempre mujeres, su auténtico objetivo eran los hombres, verdaderos protagonistas de aquéllos y de cuya fama dependía, fundamental y paradójicamente, la reputación de las anfitrionas. De ahí, la rivalidad que existía entre ellas, compatible con un compañerismo que les lleva a compartir la compañía de las figuras más importantes y, en ocasiones, a legarse el salón al morir. Desde Francia la moda de los salones se extendió a otros países que les aportaron ciertas peculiaridades. En España fueron, en general, lugares de esparcimiento y recreo, más que antesalas del progreso y carecieron de connotaciones políticas y científicas, pues las aristócratas españolas, a pesar de su formación ilustrada, no desarrollaron el deseo de transformación política. Su reformismo no pasó del meramente cultural e incluso, a veces, sin una coherencia seria y sí con los caracteres de una diversión superficial. (237) Cada uno de estos salones tenía su propia personalidad, reflejo de la de su anfitriona. El de la condesa de Lemos, conocido por la Academia del Buen Gusto, (1749-1751) tuvo un carácter literario. Estuvo dirigida por doña Josefa de Zúñiga y Castro, condesa, viuda, de Lemos y marquesa de Sarria al casarse en segundas nupcias con Nicolás de Carvajal y Lancaster (1749). Las reuniones se celebraban en su palacio de la calle el Turco y estaban especializadas en literatura. En ellas participaron, con periodicidad mensual, nobles encumbrados (duque de Arcos, duque de Medinasidonia, marqués de Casasola, marqués de Montehermoso, duque de Béjar, conde de Saldueña...) e intelectuales de moda, que intervinieron de manera desigual. La "literaria diversión" se compaginaba con algunas costumbres de celebración social: los refrigerios, los bailes y las representaciones dramáticas. Gracias a ciertas informaciones indirectas conocemos también los nombres de algunas de las participantes en este sector femenino: "a ella asistían de vez en cuando la condesa de Ablitas, la duquesa de Santisteban, la marquesa de Estepa, que escribía versos, y otras ilustres damas; pero las que no solían faltar a las sesiones eran la condesa de Lemos, presidenta, y la duquesa viuda de Arcos", especificaba Juan Ignacio de Luzán en la biografía que colocó al frente de la segunda edición de la Poética (1789) de su padre al recordar aquellos años, y que llama a la marquesa de Sarria "señora muy instruida y discreta" (238) El salón de la condesa de Montijo fue de condición más religiosa que literaria. La condesa de Montijo, doña María Francisca de Sales Portocarrero, educada en las Descalzas Reales, se casó con Felipe Palafox y Croy, hijo del marqués de Ariza, con el que disfrutó una relación excelente. Persona de grandes inquietudes intelectuales, fue de carácter cortés y sociable, admirada por familiares y amigos que tuvo en gran número por sus múltiples relaciones sociales y preocupaciones políticas. A su salón tuvieron acceso las personalidades eclesiásticas de la época, planteándose los problemas teológicos que a la condesa preocupaban. Profundamente religiosa, su mayor interés estribaba e transformar la religiosidad fanática y sentimental del español, enseñándole a profundizar en el verdadero pensamiento cristiano. Tradujo del francés las Introducciones sobre el matrimonio de Nicolás Letourneaux, considerado por los jesuitas como jansenista, lo cual dio pie a la intervención de la Inquisición. (239) El salón más recomendado de la corte fue el que reunía la condesa-duquesa de Benavente y de Osuna, doña María Josefa Alonso-Pimentel Téllez-Girón, en su finca El Capricho, palacio campestre trazado en 1784 por los arquitectos Machuca y Medina en las cercanías de Madrid, que disfrutaba de una lujosa decoración de muebles y adornos traídos de Francia, excelentes pinturas de paisajistas franceses, ingleses e italianos. Rodeaba la amplia finca un bello jardín diseñado por expertos galos que habían trabajado en Versalles (Mulot, Provost), embellecido con templetes, estatuas y estanques (240). Tenía además de una excelente biblioteca, en la que se incluían libros importados de Francia ya que el duque de Osuna tenía licencia personal para leer autores prohibidos. Gráfico La duquesa tenía inquietudes intelectuales y sociales, y era colaboradora de la Junta de Damas de la Sociedad Económica Matritense. Fueron asistentes asiduos a este salón el marqués de Manca, Ramón de la Cruz, G. Melchor de Jovellanos, Leandro Fernández de Moratín, asesor de sus lecturas y de las compras para la librería, Tomás de Iriarte, Goya (quien pintó para el palacio numerosos cuadros, retratos de los miembros de la familia, escenas campestres, y algunos de comedias). Alternaban en él las diversiones con las animadas discusiones literarias, los conciertos de música con las representaciones teatrales. El salón de la Benavente fue el más típicamente moderno y activo en las décadas finales de siglo. Prácticamente desapareció cuando el duque fue nombrado en 1790 embajador en Viena y luego en París, de donde regresaron en 1800. En el quicio del siglo fue también renombrada la tertulia que se celebraba en casa de la marquesa de Fuerte-Híjar, María Lorenza de los Ríos, que estaba situada en la Plazuela de Santa Catalina. Su salón fue el centro de reunión de la gente del teatro, debido al cargo que ocupaba su consorte, "Subdelegado de Teatros" desde 1802. El salón fue muy frecuentada por los cómicos del vecino coliseo de los Caños del Peral los días de ensayo, y en ese ambiente, la marquesa escribió alguna pieza de teatro. Una de las mujeres más singulares en el mundo cultural ilustrado de la segunda mitad del siglo XVIII fue Cayetana Silva Álvarez de Toledo (1762 - 1802), decimotercera duquesa de la Casa de Alba. La duquesa, gracias a una esmerada educación y a su matrimonio con su primo José Álvarez de Toledo, mantuvo una intensa vida social. Fueron célebres en la sociedad madrileña las fiestas, tertulias y representaciones teatrales que celebraba en sus viviendas, en el palacio habitual de la calle Barquillo y en el de descanso de la Moncloa, en el que pasaba largas temporadas. Las tertulias de Cayetana competían con las que celebraban el palacio de las Vistillas su gran amiga y rival, la condesa - duquesa de Benavente, entablándose entre ambas una batalla de fastuosidad y de poderío que se mantuvo a lo largo de la vida de las dos figuras femeninas más destacadas de la aristocracia madrileña. Frente al gusto y aire afrancesado que envolvía la tertulia de la condesa duquesa de Benavente y de otras damas de la aristocracia, el salón de la duquesa de Alba fue, quizá, el más ameno y divertido de la corte y se convirtió en el centro de reunión del majismo, movimiento iniciado entre la aristocracia que saturada de cuanto venía de Francia, buscaba en el pueblo madrileño su propia identidad. Este salón se transformó en un oasis al que acudían los intelectuales cansados de las disquisiciones filosóficas que se planteaban en otros salones regentados por damas ilustradas. La duquesa Cayetana, nunca pretendió serlo, aunque no por eso dejó de proteger a artistas, toreros, pintores, entre los que Goya fue siempre el primero y para quien posó en más de una ocasión. Algunos autores han afirmado que fue ella la modelo de La maja desnuda. Cayetana, además, asistía a los sitios populares de diversión, a romerías y verbenas, especialmente a corridas de toro s y teatros, lo que favoreció que fuera adquiriendo gran popularidad por su desenvoltura e ingenio e imponiendo una moda "casticista" en la aristocracia. Eterna rival de la reina María Luisa, la mujer de Carlos IV, la duquesa fue condenada a vivir en sus tierras en Andalucía. Allí murió a los 40 años, bajo la sospecha de que había sido envenenada. Falleció sin llegar a tener descendencia, por lo que el título recayó sobre su sobrino Carlos Fitz James Stuart, duque de Berwick, de Liria y Jérica.
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La región que vamos a comentar bajo este epígrafe se extiende desde el oeste de Cuba hasta la Tierra del Fuego, y desde el Océano Atlántico a los Andes. Dentro de estas fronteras existen grandes islas de bosque tropical e inmensos pantanos, aunque diferencias de clima, suelo y elevación originan tipos distintos de hábitats arbóreos, terrestres y acuáticos. Existen tres cuencas principales: el Orinoco, el Amazonas y el Plata, los cuales tienen tributarios que se originan en los Andes y en las tierras bajas. El Orinoco fluye hacia el norte-noroeste; el Plata hacia el sur y el Amazonas hacia el norte-noreste. Debido a la baja altitud de los territorios y al regimen de lluvias, existen conexiones permanentes entre ellos por medio de sus afluentes. Las principales masas arbóreas se encuentran en las márgenes de estos ríos y circundando amplias zonas de sabana como los Llanos del centro de Venezuela o las Pampas de Argentina y Uruguay. Las Antillas forman un arco que se extiende desde Venezuela al Yucatán; y la Patagonia en el otro extremo es un territorio que se va haciendo cada vez más inhóspito por las condiciones climáticas hasta que se desintegra en un sin fin de islas. El clima de la costa este de la Amazonía es templado y húmedo en el sur, y tropical y árido en el norte, siendo posible establecer cuatro amplias subregiones: Venezuela y Antillas, Amazonía, faja costera y tierras bajas del sur. El área es una de las más desconocidas de la arqueología americana, con trabajos realizados en buena medida hace décadas y enfocados sobre sitios aislados, sin que sea posible conocer en profundidad una región determinada. Otra dificultad añadida es la imposibilidad de obtener fechas de C14 en las tierras bajas tropicales, lo cual ha originado que se hayan trazado historías culturales a partir de tipologías y analogías, enmarañando aún más la situación. Por otra parte, la mayoría de los utensilios de los grupos de bosque tropical son de naturaleza orgánica; por ejemplo, madera, hueso, plumas, semillas, materiales perecederos para edificios y ornamentos, etc., los cuales se han perdido en los suelos ácidos del bosque y dificultan la reconstrucción de las sociedades antiguas. A ello se le añade el hecho de que la cerámica se introdujo de manera irregular y en tiempos tardíos, y de que los asentamientos son de dificil acceso, complicando aún más el panorama de la investigación en la región que han resumido de modo excelente Evans y Meggers, cuyo esquema cronológico seguimos en esta ocasión. En consecuencia, los yacimientos de los que tenemos noticia son sitios de habitación, extensiva y casi sin desechos; cementerios formados a partir de urnas crematorias y ofrendas; y campos de cultivo; en ellos se encontró una cerámica muy sencilla, salvo en las últimas fases en que aparece decorada.
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Las tierras bajas mayas conforman una vasta región con una extensión que se aproxima a los 324.000 km2, ocupando el sureste de Mesoamérica. Es un territorio de formación Terciaria que deja en el sur una rugosa orografía de tierras calizas bien irrigada por ríos que desaguan en el Caribe y en el Golfo de México. El norte, de formación más reciente, es una llanura kárstica de drenaje subterráneo. El regimen de lluvias varía entre 650 cm anuales en el suroeste y 50 cm en el norte de la península de Yucatán. En consecuencia, la vegetación varía desde el bosque tropical alto en el sur, al bosque bajo y matorrales en las regiones semiáridas del norte del Yucatán. La zona fue poblada por agricultores a inicios del Formativo Medio, tanto grupos de procedencia altiplánica, que ocuparon Cuello en el norte de Belice, como comunidades procedentes de los altos de Chiapas que se establecieron en la cuenca del Pasión, en Altar de Sacrificios y Seibal, conocidos como poblados Xe. El Formativo Medio fue una etapa de baja evolución, en la que las poblaciones se dedicaron a ocupar los territorios vacíos de las tierras bajas y desarrollaron una cultura uniforme, fundamentada en el uso de cerámicas de engobe rojo, negro y crema, que definen el periodo Mamom (550-300 a.C.). Por el norte, el Cenote Maní, la Cueva de Loltún -que en estos momentos decoró su fachada con una gran figura de estilo Izapa- y Dzibilchaltún participaron del sistema de vida Mamom. Lo mismo ocurrió con Becán, Tikal, Copán y otros sitios del sur de las tierras bajas. En algunos de estos centros comienza la arquitectura pública y se establece el patrón básico de asentamiento maya: edificios colocados en torno a plazas rectangulares, algunos de naturaleza ritual coronados por templos, y muchos otros de carácter habitacional. Nakbé, en el nororeste del Petén, desarrolló un patrón diferente, al construir grandes plataformas cubiertas con piedras bien cortadas y colocar sobre algunas de ellas un grupo de tres templos, dando lugar a un patrón de arquitectura triádica que se implantará en el sur durante el Formativo Tardío. Esta evolución se inició hacia el 650 a.C. y finalizó en el 250 a.C., de manera que el sitio concentra dos mecanismos que van a caracterizar a toda la civilización maya: la evolución acelerada y la decadencia de sus centros. En definitiva, el Formativo Medio fue un tiempo de baja evolución, caracterizada por la expansión de aldeas y pueblos campesinos que practicaban un sistema extensivo de cultivo, los cuales participaban de tradiciones cerámicas comunes y que, a veces, se integraban en un pequeño sitio con arquitectura pública incipiente. En este sentido, Nakbé fue una excepción, y un anuncio claro de lo que habría de ocurrir en la etapa posterior. El Formativo Tardío (300 a.C.-250 d.C.) fue una etapa de cambio radical, mediante el cual el pueblo maya pasó de un nivel de sociedades igualitarias a la aparición de centros urbanos con una sociedad jerarquizada. Un factor crucial para tal cambio fue el aumento demográfico y el desarrollo de técnicas intensivas del trabajo agrícola. La mayor cantidad de excedentes y la concentración de las poblaciones en torno a los nuevos centros de integración política, dio lugar a la construcción de inmensas estructuras ceremoniales y públicas en las que se alojaron complicados motivos iconográficos, a la formación de redes comerciales a larga distancia y a la aparición de clases intermedias de naturaleza urbana. De un lado a otro de las tierras bajas -Yaxuná, Komchén, El Mirador, Cerros, Lamanai y Tikal- surgieron grandes núcleos urbanos con arquitectura monumental. Algunas de estas estructuras rituales estuvieron decoradas con impresionantes máscaras de estuco colocadas a ambos lados de sus escalinatas de acceso, dando inicio a un estilo artístico muy formalizado y manifestando la existencia de una religión compleja, por medio de la cual los gobernantes se identificaron con el jaguar y con el sol. En algunos sitios se ha detectado la práctica de un sistema de escritura y la utilización del calendario ritual, antecedentes claros de la gran explosión escrituraria del Clásico. El final del Formativo (150-250 d. C.) constituye un momento de transición hacia el Clásico y el pleno desarrollo de la civilización maya, por lo que algunos autores lo han denominado Protoclásico. A lo largo de él los centros ceremoniales se transforman en verdaderas ciudades con arquitectura monumental abovedada, adquieren un sistema de escritura y de calendario muy evolucionado e introducen delicadas cerámicas polícromas. Algunos estudiosos sugieren que la explosión del volcán Ilopango en el área de Chalchuapa originó una migración hacia el este y centro de las tierras bajas; otros destacan la influencia de la evolucionada civilización izapense y otros aún defienden un proceso interno como origen del Clásico. Sea como fuere, el caso es que para el 150 d.C. la civilización maya es una realidad e inicia un periodo de gran esplendor que se mantendrá hasta el 1.200 d.C. Las causas para esta gran transformación no están del todo claras, debido a la dispersión de la documentación existente sobre este particular. Se han esgrimido modelos en los que el motor principal es el comercio, la explosión demográfica, la competición por el territorio, la guerra y el desarrollo de las instituciones políticas, religiosas e ideológicas; pero aún no hemos llegado a la formulación de un modelo explicativo en el que encajen todos los datos del rompecabezas que es el ascenso de la cultura maya al nivel de civilización y estado.
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La desproporción existente en la distribución de la población entre la ciudad y el campo refleja la importancia que desempeña la agricultura, contemplada tanto en sí misma como en su influencia en el desarrollo de las demás ramas de las producción. Durante el Alto Imperio se intensifican y se extienden procesos de transformación en la agricultura hispana que habían estado presentes de forma geográficamente limitada durante el período republicano, al mismo tiempo que se introducen otros nuevos en clara relación con la situación del Imperio. Las puntuales fundaciones de colonias del período republicano y su ulterior ampliación por el programa de César, habían transformado el paisaje agrario hispano mediante la introducción de nuevas formas de propiedad y la reorganización del sistema productivo. La fundación de una colonia implica la adscripción al nuevo centro urbano de un territorio (ager) que, delimitado del resto del territorio provincial (limitatio), constituye uno de los planos donde se expresa la autonomía que ostentan las ciudades en el interior del Imperio. Del territorio adscrito a la colonia se hace un triple uso, que está constituido por su distribución (assignatio) a los colonos que participan en la fundación como propiedad privada, la consideración de parte del ager como propiedad pública de la colonia, susceptible de ser utilizada por el conjunto de los ciudadanos (ager publicus) y de ser objeto de concesiones usufructuarias mediante arrendamientos, y, finalmente, la estimación del resto del territorio como tierra no catastrada. Todo este complejo proceso se proyecta de forma pormenorizada en los correspondientes mapas catastrales (formae) y, de modo puntual, en las leyes fundacionales como ocurre, pese a su carácter fragmentario, en la Colonia Julia Genetiva Urbanorum Urso (Osuna). La intensificación del proceso de urbanización en época triunviral y el desarrollo del programa de fundaciones coloniales y de promociones municipales de Augusto, proyecta este modelo de organización del territorio de la ciudad a los correspondientes ámbitos provinciales. El resultado está constituido por la remodelación del paisaje agrario, en el que desempeña un papel esencial, como consecuencia de la distribución de parcelas entre los colonos, la centuriación (centuriatio) del territorio; ésta consiste en la distribución de una zona previamente delimitada en forma rectangular o cuadrada en cien lotes, de donde se deriva el nombre con el que se conoce. Originariamente, el territorio distribuido obedece a criterios homogeneizados de tal forma que cada una de las parcelas resultantes de la distribución consta, según las medidas romanas, de dos yugueras (1 yuguera =0,252 Ha.), equivalentes a su vez a 4 actus (1 actus = 0,126 Ha.); el resultado correspondiente es la creación de una centuria de 50,4 Ha., dividida en 100 lotes (heredium) asignados a los colonos que participan en la fundación, lo que implica una propiedad privada de aproximadamente media hectárea. La proyección de este sistema en Hispania se encuentra socialmente documentada mediante datos indirectos ofrecidos por la documentación epigráfica, que aluden concretamente a la presencia de determinadas asociaciones de agrimensores (collegia agrimensorum), encargados de realizar los correspondientes mapas catastrales, como ocurre concretamente en Carmo (Carmona), o la frontera concreta del territorio de una ciudad, expresada en hitos terminales como los descubiertos en Valdecaballeros o en Montemolín, o a los límites de una determinada parte de la centuriación como ocurre en Ostippo (Estepa), donde se documenta durante el reinado de Claudio, en el 48 d.C., la presencia de unos termini agrorum decumanorum, que constatan, de la misma forma que la teoría de los agrimensores latinos, la organización de la centuriación conforme al modelo ortogonal que estructura el propio espacio urbano, es decir, mediante dos ejes con dirección norte-sur (cardo) y este-oeste (decumanus). Sobre las peculiaridades de la aplicación de este sistema en Hispania, poseemos dos informaciones de carácter literario y epigráfico, referentes a las centuriaciones de Emerita y de otro territorio de la Betica en su límite con la Lusitania, que se ha propuesto adscribir a la colonia de Ucubi. Concretamente, la centuriatio de Emerita es reseñada por los agrónomos latinos por su excepcionalidad. Higino, que vive a fines del siglo I y comienzos del II d.C., nos informa que las centurias de la colonia de Emerita poseen dimensiones superiores a lo usual ya que ocupan un área de 400 yugueras, es decir, aproximadamente 100 Ha., equivalentes a la extensión de una superficie cuadrada de 20 x 40 actus. Unas medidas superiores se constatan también en un documento excepcional recientemente publicado, constituido por un pequeño fragmento de bronce del mapa catastral correspondiente posiblemente al territorio de la Colonia Claritas Iulia Ucubi (Espejo), que pudo tener una proyección geográfica discontinua; en él se aprecia la especificación de la localización del catastro mediante la explícita mención del territorio de la ciudad de Lacinimurga (Villavieja) con el que limita y del río Anas (Guadiana) que lo atraviesa; a su vez, su organización se proyecta en el dibujo de las correspondientes parcelas con la anotación de sus dimensiones constituidas por 275 yugueras, lo que equivale a una superficie de 20 x 25 actus. En consecuencia, en este catastro la centuria posee una forma rectangular, fenómeno que se aprecia asimismo en los dibujos presentes en el fragmento conservado. La amplitud alcanzada por la proyección del sistema comienza a vislumbrarse mediante los estudios del paisaje agrario donde ha quedado fosilizado. En algunos casos, como ocurre en la colonia de Ilici, no cabe la menor duda de su existencia, ya que la red de caminos, las conducciones de agua, los propios límites actuales de las parcelas documentan su planta; en otros, su carácter romano puede discutirse al existir colonizaciones de época moderna organizadas de forma análoga. Poseemos algunas indicaciones que nos informan sobre el volumen y las limitaciones que tiene la proyección del sistema en las ciudades de Hispania; así ocurre con el contraste observable en las estimaciones del territorio centuriado en dos colonias augústeas como son Emerita e Ilici. Las investigaciones de campo han permitido estimar que las centuriaciones de Emerita ocupan una extensión global de 60.000 Ha. (equivalentes a 1.200 centurias) en la zona sur de su territorio y de 30.000 Ha. en la zona norte; en el caso de Ilici tan sólo se constata una sola centuriación relativamente reducida de 225 centurias; la explicación de semejante contraste puede encontrarse en el distinto carácter que asume la deductio de la colonia, ya que mientras que en el primer caso la fundación se produce ex nihilo, en el segundo existe un poblamiento indígena previo. Esta redistribución de la propiedad está también presente en ciudades que se vieron afectadas por la promoción jurídica inherente al proceso de municipalización. No obstante, no se puede sustentar la existencia de una proyección generalizada de la centuriación, ya que la propia literatura agronómica reseña para algunas ciudades hispanas la existencia de territorios que tan sólo han sido delimitados periféricamente sin ninguna reorganización interna, como ocurre con las indicaciones que Frontino nos proporciona a fines del siglo I sobre el territorio de Salmantica (Salamanca) y Palantia (Palencia); precisamente, este otro tipo de delimitación del ager de determinadas ciudades permite la subsistencia en ellas de sistemas de propiedad ajenos al mundo romano. La nueva organización del territorio derivada de la reestructuración inherente a la fundación de una colonia puede observarse en la información que los agrónomos latinos nos ofrecen sobre el caso de Emerita. En la amplia dimensión de su territorio, las extensas centurias distribuidas entre sus veteranos se ubican en su periferia, llegando a constituir tres distritos administrativos (praefectura); uno de ellos se localiza en Turgalium (Trujillo), a 70 km. del centro de la colonia; en cambio, amplias zonas en los alrededores de la ciudad fueron consideradas como ager publicus de la colonia y se le asignaron en ocasiones funciones religiosas, como ocurre con un bosque de 250 Ha. consagrado a la diosa Feronia; entre ambos tipos de propiedad, una amplia zona quedó sin asignar, constituyendo territorios considerados jurídicamente como subcesiva. La función militar originaria de control de pueblos sometidos que desempeñan las colonias romanas no es ajena a esta planificación, que en el caso concreto de Hispania viene condicionada en cada caso por el contexto en el que se produce la fundación. Semejante reorganización de la propiedad agraria vinculada al proceso de fundaciones coloniales y de municipalización no permanece tras su creación en una inmovilidad ahistórica; en realidad, mediante diversos procedimientos, que pueden oscilar desde los sociales (matrimonios, adopciones) a los mercantiles, se genera una progresiva concentración de la propiedad, que facilita la implantación de propiedades de mediana y gran extensión en el período altoimperial. Junto con las transformaciones que se operan en el período inmediatamente posterior a la conquista y la centuriación del territorio, dos factores más convergen en la ulterior evolución del sistema de propiedad; de ellos, uno está constituido por la práctica de ocupación por particulares de tierras no distribuidas que, conceptualizada en el derecho romano con el término de occupatio, tiene una amplia tradición histórica en Roma desde los primeros momentos de su expansión en la península italiana. El otro medio dinamizador lo constituye la compra de tierras sin adscribir, es decir, de los territorios conceptualizados como subcesiva. Poseemos algunos datos aislados referidos a la proyección de esta medida en Hispania por los emperadores que de esta forma intentan solucionar las crisis económicas que se abaten sobre el fisco imperial; concretamente, conocemos que Vespasiano procede a la venta de este tipo de agri como medio de compensar la deuda de 4.000 millones de sextercios generada por la guerra civil. Entre las zonas afectadas se encuentran el territorio de Emerita, donde la reacción de sus habitantes evitó la enajenación. Pese a su éxito, el mantenimiento de los subcesiva de Emerita debe de considerarse más como excepción que como regla; de hecho, la movilidad de la propiedad agraria mediante la compraventa viene estimulada por la importancia que la agricultura posee en el ordenamiento económico y por las concepciones que genera. Por ello, debemos aceptar que parte de la riqueza acumulada por particulares en las explotaciones mineras, reseñadas con toda crudeza por Diodoro de Sicilia, se destinan a la compra de propiedades agrarias y a la creación de instalaciones que permiten una rentable explotación. Todos estos cambios en la propiedad, ya presentes en Hispania durante el período republicano, van acompañados de transformaciones en el sistema productivo. El resultado lo constituye la implantación en Hispania de un nuevo tipo de explotación agraria, presente en Italia desde el siglo III a. C., al que conocemos con el nombre de villa. En sentido estricto, la villa define el hábitat de la explotación rural, que consta de la parte edificada (villa) y del correspondiente terreno que es objeto de explotación desde ella (fundus); pero, por extensión, conocemos con el término de villa a todo el conjunto. Durante el período altoimperial, las villae constituyen propiedades de mediana y gran extensión, con un tipo de producción semiespecializada que, al mismo tiempo que le proporciona los medios necesarios para su existencia, contribuye mediante la comercialización de determinados productos a satisfacer las necesidades de las ciudades en cuyo territorio se ubican y en algunos casos de los centros consumidores del Imperio, entre los que se encuentran Roma y las fronteras. La evolución del sistema puede apreciarse en el volumen constructivo de las villae, que desde meras casas de labor evolucionan hasta convertirse en edificios complejos, donde cabe diferenciar, como documenta el agrónomo gaditano Columela, tres partes: residencia del propietario (dominus), estancias de esclavos y personal vinculado a la gestión de la explotación, y almacenaje de la producción, a las que se le denomina respectivamente como urbana, rustica y frumentaria; precisamente, la parte más noble, dedicada a residencia ocasional del propietario, reproduce en gran medida el esquema de casa mediterránea de patio central con peristilo organizador de distintas estancias funcionalmente diferenciadas, propias también de las grandes domus de la ciudad, donde habitualmente residen sus propietarios durante los siglos I y II d.C. La difusión de este sistema, aunque con una expresión urbanística elemental, se había proyectado en época republicana, y especialmente desde el inicio de las guerras civiles, a comienzos del siglo I a.C., a zonas concretas de Cataluña, especialmente a los valle del Penedés y Maresme y zonas de Tarragona, donde se observa la transformación de los centros indígenas existentes en nuevas explotaciones en un contexto de fuerte influencia campana observable en la correspondiente cultura material. En el resto de Hispania, si exceptuamos determinadas zonas de los alrededores de Carthago Nova, cuyas explotaciones mineras y factorías de salazones atraen a emigrantes itálicos que introducen las nuevas formas de explotación agraria presentes en Italia, no se encuentra proyectado el sistema de la villa en época republicana; y de hecho, en la Betica se observa una continuidad en el poblamiento indígena, que no excluye la existencia de ricos propietarios agrarios absentistas, residentes en los abundantes centros urbanos. La implantación del sistema tiene su punto de referencia en los años comprendidos entre el 20 a.C. y el 20 d.C., en clara correspondencia con la intensificación del proceso de urbanización que se produce durante el principado de Augusto. En la Betica la difusión de las villae se constata arqueológicamente en el valle del Guadalquivir, con gran intensidad en la zona comprendida entre Italica-Hispalis y Carmo y en el territorio adscrito a determinadas colonias fundadas por Augusto como la Colonia Augusta Gemella Tucci (Martos). En la Tarraconense se intensifica el proceso en la zona afectada por este tipo de explotación en época republicana y se proyecta tímidamente a otras nuevas como la cuenca del Ebro, mientras que en la Ulterior Lusitania el sistema comienza a difundirse en los territorios de Emerita y de Metellinum (Medellín). Durante el resto del siglo I d. C., a tenor de los datos arqueológicos, se observa una intensificación de su implantación en la costa catalana y en el curso medio del Guadalquivir, al mismo tiempo que su consolidación en el curso del Ebro y su difusión en las cuencas del Guadiana, Tajo y Duero. En el siglo y medio posterior se produce la eclosión del sistema, que sigue extendiéndose por los territorios más urbanizados de las provincias hispanas y termina por conquistar la Meseta y zonas del Noroeste. La mayor parte de las villae hispanas de fines de la República y del Alto Imperio perdura en épocas posteriores; su progresivo desarrollo urbanístico y las transformaciones que se operan durante la Tardía Antigüedad implican el que lo conservado en la mayoría de ellas corresponda a las últimas etapas de su vigencia.
contexto
Las trece colonias inglesas de Norteamérica tuvieron el desarrollo más espectacular del Continente. Crecieron en población, en economía y en extensión, convirtiéndose en una seria amenaza para la otra gran colonia del hemisferio, que era la Nueva España. Su demografía aumentó a saltos. Desde 210.000 habitantes en 1690, pasó a 1.600.000 en 1760 y a 2.121.376 en 1770. Fue lógicamente un crecimiento impuesto por la emigración masiva, voluntaria y forzosa, de blancos y esclavos. Entre los primeros, destacaron los alemanes, irlandeses, franceses y escoceses, que rompieron la imagen monolítica de una sociedad anglizada, en la cual introdujeron muchas variantes. Se calcula que sobrepasaron el medio millón de europeos. Estos emigrantes fueron una gran inversión, ya que llegaban en la plenitud de su edad laboral (su período de formación lo habían pagado sus países de origen) y dispuestos a rendir al máximo para abonar los gastos de su pasaje (se hacía usualmente mediante una servidumbre temporal) y para convertirse pronto en propietarios agrícolas u hombres de negocios. Los blancos tuvieron también un crecimiento vegetativo nada despreciable, consecuencia de varios factores como los matrimonios más tempranos, la necesidad de tener gran número de hijos para sostener la producción agrícola familiar, y la dispersión de la población, que evitaba los grandes estragos de las epidemias. En 1770, los blancos sumaban 1.664.279 (78,5%) y los negros 457.097 (21,5% ). Un fenómeno peculiar de estos últimos es el de su crecimiento vegetativo, que no se registró en Brasil ni en Saint-Domingue, como vimos. El número de esclavos existente duplicaba a los importados, que eran apenas unos 250.000. El 90% de los mismos vivía en las colonias sureñas. En Virginia había casi tantos esclavos como en Cuba, pero con un ínfimo porcentaje de libres (apenas el 10%). Casi la mitad de los 2.121.376 habitantes existentes en vísperas de la independencia estaban en las colonias meridionales: 994.434, que representaban el 46,9% del total. En las septentrionales había 571.038 habitantes o el 26,9%, y en las centrales 555.904 o el 26,2%. Ahora bien, en las norteñas los blancos sumaban 555.696, que representaban el 97,3% de su población subregional, en las centrales 520.975 o el 93,7% de la suya, y en las sureñas 587.608 o el 59% de su población subregional. Existía casi un blanqueamiento en función de los paralelos. Las ciudades más populosas eran, no obstante, las septentrionales y centrales, como Filadelfia, New York y Boston, lo que perfilaba un horizonte de población urbana al norte y rural al sur. La sociedad perdió su rigidez moral de los primeros tiempos y su sentido comunitario. La llegada de grandes contingentes de emigrantes con religiones diversas y costumbres muy diferentes, impuso una convivencia basada en la tolerancia y en la pluralidad. Los emigrantes llegaban dispuestos a ganar dinero lo antes posible, no a resucitar la Nueva Jerusalén. El mercantilismo comercial se expandió enormemente por todas las colonias y el dinero fue el único elemento clasificatorio de su sociedad, mucho más igualitaria por tanto que la europea. La posesión de la tierra seguía siendo un factor de prestigio, pese a todo, especialmente en las colonias sureñas, donde predominaban elementos aristocráticos. La clase alta estaba formada por los comerciantes, plantadores y burgueses. Debajo de ella venía un sector medio de pequeños propietarios agrícolas y comerciales, artesanos y profesionales. En la parte inferior estaban los siervos y los esclavos. Los desheredados huían frecuentemente a la frontera en busca de nuevas oportunidades. Uno de los mejores logros de las colonias norteamericanas fue la educación. El predominio de religiones protestantes, que exigían leer e interpretar la Biblia, sumado a la dispersión de la población en pequeñas comunidades y a la necesidad de trabajar de los padres de familia, impuso la creación de escuelas en casi todos los pueblos, subvencionadas por los vecinos, donde se enseñaba a los niños a leer, escribir y contar. Los niveles de analfabetismo resultaron así muy bajos, del 10% en el norte y del 50% en el sur, situación envidiable que no alcanzaban los más cultos países europeos. Casi todos los colonos tenían, así, una formación básica que les permitía leer periódicos y tomar actitudes frente a los grandes acontecimientos que se vivían en el mundo. También mejoró notablemente la educación superior, fomentada por las distintas iglesias, que construyeron ocho colegios en los primeros setenta años del siglo, a los que se sumaba otro laico en Pennsylvania. En ellos se enseñaban las artes liberales tradicionales, pero a fines de la colonia se introdujeron en ellos los estudios de lenguas modernas, medicina, historia y gramática inglesa. En cuanto a la prensa, se centraba en la edición de libros religiosos, existiendo además un gran periodismo informativo. Desde el punto de vista administrativo, continuó el traspaso de las colonias al realengo. En 1752, once de ellas estaban ya controladas por el Rey, quedando sólo en manos de propietarios particulares las dos de Maryland y Pennsylvania. La colonia de Georgia, última de las trece como dijimos, se fundó en el siglo XVIII y pasó a ser realenga precisamente en 1752. Contaba con 1.735 habitantes blancos y 349 negros. La administración se realizaba usualmente por medio de un Gobernador, al que asesoraba un consejo y una asamblea de representantes de los colonos, donde primaban la defensa de los intereses locales. La política exterior metropolitana fue aceptada bien por los colonos, por coincidir en líneas generales con sus propios intereses (guerras con los franceses, españoles e indios), pero esta circunstancia empezó a cambiar tras la paz de París, cuando el monarca inglés defraudó las esperanzas de los colonos al organizar el Canadá de forma diferente a como ellos pensaban. Londres afirmó, además, su proyección colonialista en 1768 al crear la Secretaría Americana, a cuyo frente estaba un Secretario de Estado para las colonias. En política interna los colonos estaban en total desacuerdo con el monarca inglés, que prohibía la construcción de fábricas y obstaculizaba el libre comercio. El problema se acentuó en vísperas de la independencia, cuando la metrópoli acentuó los impuestos para subvencionar con ellos los gastos de manutención de una escuadra y tropas con que preservar a las colonias. Los colonos norteamericanos entendieron siempre que esto se relacionaba con la política hegemónica inglesa que ellos no tenían por qué pagar. La economía de las Trece Colonias era excelente, con una buena agricultura y ganadería, un artesanado apreciable, una pesca importante y un gran comercio. La agricultura era notable tanto en la producción de excedentes comercializables, como en los de subsistencia. La primera se practicaba, sobre todo, en las colonias sureñas y se centraba en el tabaco (a mediados de la década de los setenta Virginia producía unos 28 millones de libras), el añil (cultivado en tierras altas) y arroz (en las bajas). El tabaco requería mucha mano de obra, esclava o alquilada, y agotaba la tierra, por lo que era preciso barbechar. Afortunadamente había tierra en abundancia. Cuando ésta empezó a escasear, se penetró hacia las tierras vírgenes del oeste. En las colonias centrales se sembraba principalmente trigo, maíz, cebada, centeno, avena, frutas y hortalizas. Los emigrantes alemanes y holandeses eran magníficos agricultores y la existencia de grandes ciudades garantizaba la colocación de los productos. El cultivo del trigo dio grandes excedentes, exportados como harina hacia mercados hispanoamericanos, donde tenían gran demanda. Para que no se estropeara durante la travesía, se empacaba en bolsas enceradas y guardadas en barricas de roble. El éxito de las exportaciones de harinas norteamericanas se debió más a la forma de envasarla que a la calidad del producto, pues llegaba a los destinatarios en buenas condiciones. La producción agrícola se hacía usualmente en pequeñas o medianas propiedades y con mano de obra familiar, complementada a veces con siervos o algunos jornaleros. La agricultura en las colonias del norte tropezaba con la dificultad de suelos pobres y se centraba en cultivos de subsistencia: maíz, legumbres y frutas. Su ganadería era importante, por el contrario, destacando la cría de animales de tiro, de transporte y de carne o leche. Se fabricaban buenos quesos y mantequillas con destino al exterior. La unidad agrícola productiva era pequeña y familiar. Otra riqueza de estas colonias era la pesca, que permitía una industria de salazones. El artesanado atendía las necesidades fundamentales de las poblaciones. La existencia de minas de hierro y carbón permitió crear abundantes ferrerías. También se hicieron algunas fábricas textiles en Massachusetts, así como de papel, de vidrio, etc. Especial importancia tuvieron la elaboración de rones con melazas traídas de las colonias francesas del Caribe, la fabricación de sombreros aprovechando las pieles intercambiadas con los indios y la construcción de barcos. Estos últimos se hicieron en astilleros de casi todas las ciudades portuarias, principalmente en Boston. Inglaterra temió un desarrollo industrial que hiciera sombra a sus exportaciones y puso limitaciones al mismo. Prohibió exportar artículos de hierro (sólo podían exportarse barras de hierro), textiles de lana con destino a la metrópoli o a otras colonias inglesas (desde fines del siglo XVII) y sombreros (desde 1732). En cuanto a la elaboración de rones obligó a fabricarlos con melazas de las propias islas inglesas (acta de melazas). El comercio exterior tenía numerosas trabas, como acabamos de ver, con objeto de proteger la industria metropolitana. Todo el comercio debía hacerse en buques ingleses o norteamericanos y con determinados ámbitos señalados. Las Trece Colonias se convirtieron en el mejor mercado colonial inglés en los lustros previos a la Independencia, pasando del 16 al 33% del monto global de las exportaciones. Las colonias realizaban, simultáneamente, un intenso tráfico de contrabando con puertos españoles y franceses que minaba el negocio inglés. Tras la Paz de París, la Corona inglesa acentuó la vigilancia contra el contrabando, aumentó los impuestos y pretendió utilizar las colonias como mercado para algunos productos que no encontraban fácil colocación en su mercado. Esta política condujo inexorablemente a la rebelión de las colonias.
contexto
El siglo XVII trajo mejor suerte para los ingleses, que pudieron establecer varias colonias en América. Entre todas, destacaron las 13 que fundaron en Norteamérica. Las circunstancias de la época de Jacobo I (1603-1625) eran muy favorables para la colonización. El país había consolidado su hegemonía en el mar tras la victoria sobre la invencible, había liquidado el poder de la nobleza y del alto clero, había afirmado el poder del anglicanismo sobre otros grupos protestantes, había enriquecido a su burguesía con las propiedades de los católicos (dinero que ahora se necesitaba moralizar), y había transformado su economía, sustituyendo la estructura agraria por la ganadera y preindustrial. Todo esto se hizo a costa de un pueblo que quedó empobrecido y traumatizado por los problemas religiosos. Isabel I había canalizado a los desheredados hacia la piratería y el corso, pero su sucesor decidió hacer algo mas útil, empleándolos en colonizaciones. El capitalismo comercial se brindó a ayudarle, especialmente las dos compañías de Londres y de Plymouth, a las que el monarca les ofreció un territorio americano que los españoles no habían ocupado: el existente al norte de la Florida, entre los 34 y los 45 de latitud N (la costa actual desde Carolina del Norte hasta Maine). Las Compañías se ofrecieron a trasladar allí a los colonos, que pagarían luego su pasaje con el trabajo. Era una variante de los "engagé" o siervos que los franceses enviaban también a las colonias de América. La colonización en Norteamérica empezó y terminó en las colonias del sur, que fueron cinco: Maryland, Virginia, Carolina del Norte, Carolina del Sur y Georgia. Virginia fue la primera. El 26 de abril de 1607, llegaron a la bahía de Chesapeake (Virginia) tres barcos con 105 colonos mandados allí por la Compañía de Londres. Buscando un lugar donde establecerse subieron un río, al que bautizaron como James, en honor a su Rey. En sus orillas, 40 km arriba, fundaron una ciudad el 24 de mayo a la que bautizaron corno Jamestown. El hambre y las enfermedades redujeron los colonos a 32 en siete meses. El resto pudo sobrevivir gracias a los alimentos que el legendario capitán John Smith logró sustraerles a los indios. La situación se volvió dramática, pues la Compañía no pudo enviar refuerzos. Sus accionistas se negaron a pagar los plazos sucesivos y tampoco surgieron muchos voluntarios que quisieran ir a América para trabajar tierras ajenas. En 1612, un colono llamado John Rolfe injertó una cepa de tabaco nativo con otra traída de las Antillas y obtuvo un producto de excelente calidad: ¡había nacido el tabaco de Virginia! Se cultivó prolijamente y se vendió a buen precio en Inglaterra. La colonia prosperó gracias a esto (más tarde, se consiguió el monopolio de tabaco para Inglaterra) y a la llegada de nuevos colonos, cuando la Compañía transigió al fin (1618) con la propiedad privada, ofreciendo 100 acres a cada emigrante y 50 más por cada miembro de su familia al que pagara el pasaje. En 1619, Virginia tenía más de mil habitantes y el Gobernador Yeardley, representante de la Compañía, solicitó permiso a ésta para tener unos auxiliares administrativos. Se le autorizó a hacerlo. Yeardley les escogió por el mismo procedimiento usado en Inglaterra: cada uno de los 11 distritos de la colonia eligió dos representantes (llamados burgesses u "hombres libres"), que formaron una especie de parlamento local para ayudar al Gobernador en su labor. Fue la primera asamblea electiva de las colonias inglesas. El mismo año de 1619, llegó a Virginia un buque holandés con 20 esclavos negros, que se vendieron con gran facilidad. A partir de entonces, comenzó la compra masiva de esclavos para las plantaciones de tabaco. La usurpación sistemática de las tierras de los indios obligó a éstos a defenderse. El 22 de marzo de 1622 mataron a algunos colonos. Los ingleses hablaron de masacre y prepararon un castigo ejemplar: en 1625 mataron a más de mil indios. Esto se convirtió ya en un modelo a repetir posteriormente en todas las colonias: usurpación de las tierras de los naturales, ataque desesperado de los indios y castigo ejemplar, con el que se conseguía exterminarles o expulsarles definitivamente de su territorio. La Compañía de Virginia entró en bancarrota en 1624 (perdió unas doscientas mil libras) y fue disuelta por el rey. Virginia se convirtió en una colonia real. Maryland fue la segunda de este grupo. En 1632, Sir George Calvert, Lord Baltimore, logró que el rey Carlos I le donara un territorio en América para llevar a ella los católicos ingleses que desearan emigrar. Se le otorgó la parte de Virginia que estaba al norte del río Potomac. La donación llevaba implícita la cesión a Calvert del poder político y del control del comercio. En 1634, llegaron allí 220 colonos (entre ellos dos jesuitas) con el hijo de Lord Baltimore y fundaron la ciudad de Saint Mary, en honor a la Virgen. Su colonia la bautizaron como Maryland o Tierra de María. Los colonos de Maryland tuvieron pronto conflictos con sus vecinos protestantes de Virginia y con los nuevos inmigrantes. Para ponerles freno, acordaron proclamar el Acta de Tolerancia (1649), por el cual se permitió practicar cualquier religión que reconociera la Trinidad. Esto equivalía a admitir a todos los cristianos, pero no así a los hebreos. Los Calvert aceptaron el Acta y permitieron, además, que existiera una representación de los colonos mediante una asamblea de burgueses, y favorecieron la emigración otorgando 100 acres a cada cabeza de familia que emigrara y 50 más por su mujer y por cada hijo. Esto hizo que acudieran a Maryland muchos emigrantes pobres de otras regiones. En 1715, los propietarios de la colonia renunciaron a su catolicismo. Carolina (del Norte) fue poblada, en 1653, por un grupo de virginianos. Diez años después ocho promotores, entre ellos Sir Anthony Ashley Cooper, lograron que Carlos II les cediera tierras situadas entre los 31 y 36 grados de latitud, para cultivar allí morera, vino, aceitunas, etc. La colonia fue bautizada entonces como Carolina, en honor al rey, y Ashley condujo el primer gran grupo de colonos. En 1670, estos pobladores marcharon hacia el sur y fundaron Charlestown (1672). Carolina sufrió muchos problemas derivados del enfrentamiento entre los colonos y los señores. En 1669, se implantó una especie de constitución en la que colaboró John Locke, de carácter aristocrático, que creó una nobleza latifundista y reservó la asamblea colonial a los nobles y propietarios. El establecimiento de escoceses e irlandeses en el sur de Carolina motivó nuevos conflictos que condujeron al monarca, en 1729, a dividir la colonia en Carolina del Norte y del Sur, cada una de ellas con un gobernador real. Georgia fue la última de las colonias. Data del siglo XVIII. El rey George II concedió permiso, en 1732, al diputado James Ogelthorpe para establecer una colonia con presidiarios ingleses entre los ríos Altamaha y Savannah, en frontera con los españoles de Florida. Al año siguiente, Ogelthorpe estableció varios cientos de colonos en Savannah, a orillas del río del mismo nombre. Las colonias del norte fueron cuatro: New Hampshire, Nueva Inglaterra, Rhode Island y Connecticut. Simbolizan un sistema de colonización opuesto al de las colonias del sur, creando un antagonismo vital que subsistirá largos años. Nueva Inglaterra, la colonia que se creó en el actual estado de Massachusetts, tiene para los norteamericanos una importancia excepcional, pues se sienten más vinculados a ella que a las demás por sus características spenglerianas, ya que sus colonizadores consideraron América como una Nueva Jerusalén o Tierra Prometida donde podían vivir las gentes que en Europa eran perseguidas por sus ideas religiosas. Estos colonos fueron los puritanos o defensores de una auténtica reforma protestante que purificase la Iglesia anglicana de los vestigios católicos que aún quedaban en ella. Eran calvinistas, creían en la predestinación (el éxito en la vida reflejaba la elección divina de pertenecer a los que irían al Paraíso después de morir), eran extremadamente laboriosos y practicaban una moral social muy rígida, marcada por la austeridad y la frugalidad. Acosados por sus compatriotas anglicanos, muchos de ellos huyeron a Holanda y se radicaron en Leyden y Amsterdam(1609). Allí, sus líderes William Brewster y John Robinson negociaron con la compañía de Londres el transporte de los puritanos a Virginia a cambio de trabajar siete años para pagar a los banqueros y comerciantes el pasaje. Los peregrinos -llamados así porque teóricamente eran apátridas- abandonaron Leyden en el buque Speedwell y se trasladaron a Plymouth, donde se les unieron otros correligionarios. El 16 de septiembre de 1620, embarcaron en el Mayflower, un buque de 33 metros de largo y 180 toneladas. A bordo del mismo iban 35 pasajeros de Leyden y 66 de Londres y Southhampton: 101 peregrinos en total. El 9 de noviembre de 1620 arribaron a América. Al tomar la latitud, comprobaron que se habían equivocado de sitio: aquello no era Virginia. Habían llegado, en efecto, al cabo Cod, en Massachusetts, una tierra bautizada anteriormente como Nueva Inglaterra por el capitán John Smith. Los emigrantes se reunieron para deliberar sobre su situación y acordaron establecerse allí, elegir su propio gobierno, trabajar unidos y buscar la alianza con los indios. El 26 de diciembre desembarcaron y construyeron unas rústicas cabañas para guarecerse del frío. Así nació Plymouth. Aquel invierno perecieron la mitad de los peregrinos, incluido el gobernador que habían elegido. Al llegar la primavera, un indio llamado Squanto les enseñó a cultivar maíz. En el otoño de 1621 pudieron recoger su primera cosecha. Lo celebraron con una gran fiesta que duró tres días, y que es la que los norteamericanos rememoran como Thanksgiving Day o Día de Acción de Gracias. La colonia de Nueva Inglaterra fue prosperando. En 1626, los colonos pudieron pagar a la Compañía de Londres las 81.800 libras que les había costado su viaje, dividiéndose la tierra. En 1628, un grupo de ellos dirigido por John Endecott fundó Salem. Dos años después, se estableció la ciudad de Boston, que pronto fue la más importante de Nueva Inglaterra. En 1633, arribaron casi mil puritanos huyendo de Inglaterra ante la hostilidad del obispo Laud, nuevo primado de la Iglesia Anglicana. La migración continuó sin cesar. En 1640, Nueva Inglaterra tenía ya 22.500 habitantes, frente a los 5.000 de Virginia y Maryland. También progresó el sistema gubernativo. En 1629 se estableció un Consejo General, el que cinco años después se encargó de las cuestiones legislativas (estaba formado con representantes de los hombres libres de cada población), dividiéndose posteriormente en dos cámaras. En 1641, se adoptó un Código de libertades que incluía el juicio por jurados, los impuestos votados por representantes de los ciudadanos, el proceso para los casos de pena capital, la prohibición de tortura o de castigos bárbaros y la igualdad para los extranjeros. La sociedad reflejaba, sin embargo, el espíritu puritano que seguía el ejemplo de las primeros cristianos. La tierra fue repartida por comunidades y redistribuida por éstas entre sus miembros. Los colonos trabajaban, oraban y resolvían sus problemas conjuntamente, bajo liderazgo religioso. La moral imperante condenaba el excesivo enriquecimiento individual: en 1639 se juzgó al comerciante Robert Keayne por encarecer demasiado los artículos que vendía, resultando multado por ello. La rígida disciplina produjo pronto disidencias e infinitos problemas. Dos ministros religiosos, John Cotton y Thomas Hooker prefirieron exilarse antes que aceptar el poder oligárquico de los líderes religiosos, fundando Withersfield y Hartford (1636). Al año siguiente, el reverendo John Davenport y el comerciante Theophilus Eaton fundaron New Haven, en Connecticut. Puntos de vista disidentes sobre la jerarquía religiosa motivaron la expulsión de Anne Hutchinson (1637) y otros, que se establecieron en Portsmouth (Rhode Island). Nueva Inglaterra era ya una colonia importante por entonces y estaba necesitada de centros educativos. Una ayuda de 400 libras había permitido abrir una escuela al norte del río Carlos, pero se carecía de recursos para sacarla adelante. En 1638, murió de tuberculosis un pastor llamado John Harvard, quien dejó toda su fortuna a la escuela: unas 700 libras y una biblioteca de 400 volúmenes, un verdadero tesoro para entonces. La escuela decidió llamarse Colegio de Harvard y se constituyó como la primera institución de enseñanza en las colonias inglesas. También en 1639, se introdujo la imprenta en el pueblecito de Cambridge, donde se publicó al año siguiente un libro de salmos. En 1660, los calvinistas perdieron el monopolio de gobierno sobre la comunidad y la colonia se volvió más mundana y próspera. En 1691, la Corona asumió el control de la Colonia. New Hampshire fue poblado en 1622, año en que Sir Ferdinando Georges y John Mason obtuvieron permiso de Nueva Inglaterra para fundar entre los ríos Merrimack y Kennebec. Mason había vivido en Inglaterra en el condado de Hamphsire, de donde trasplantó el nombre. Connecticut fue explorado por colonos de Massachussets a partir de 1632, cuando se realizó la primera marcha hacia al Oeste de la historia norteamericana. En 1635 se estableció Saybrook, en la boca del río Connecticut. En esta colonia se realizó la primera gran matanza de indios en 1637. Unos colonos encerraron a 600 pequot (hombres, mujeres y niños) en un baluarte y le prendieron fuego, quemándolos vivos. En realidad la conquista inglesa, se parecía bastante a la española, como vemos. Todas las conquistas son iguales. Rhode Island nació gracias al celo del puritano Roger Williams, que llegó a Boston, en 1631, y encontró muchas dificultades para el ejercicio de su apostolado, ya que predicaba una reforma religiosa con separación de la iglesia y el Estado. Fue desterrado de Nueva Inglaterra, en 1635, y se dirigió al sur, donde fundó Providence. La colonia se expandió luego por numerosas islas cercanas. La mayor de ellas había sido bautizada como Rodas por el descubridor Verrazzano, un siglo y cuarto antes, tomando por ello la colonia el nombre de Rhode Island y Providence. Con el tiempo terminó por llamarse sólo Rhode Island. En 1647, comprendía Providence, Newport y Portsmouth. Si las colonias del sur y del norte representaron dos formas contrapuestas de colonización inglesa, las del centro (Nueva York, Nueva Jersey, Delaware y Pennsylvania) simbolizaron, en cambio, otras colonizaciones europeas. Nueva Holanda, llamada luego Nueva York, se originó como una colonizacion holandesa. El interés de la Compañía de las Indias Orientales holandesa por hallar un paso interoceánico en Norteamérica la llevó a contratar los servicios del navegante inglés Henry Hudson, quien llegó en 1609 a la isla de Manhattan y a la desembocadura del río que lleva su nombre. Hudson contó excelencias de aquella zona a su regreso y numerosos holandeses empezaron a viajar hacia ella para comerciar con los indios. Una de las primeras expediciones fue la de Adriaan Block. Arribó a Manhattan en 1613 y tuvo que quedarse allí, ya que se le quemó el barco. Las cabañas que construyó para invernar constituyeron el primer poblamiento europeo en la famosa isla. Pronto fueron tantas que formaron una aldea. La Compañía holandesa de las Indias Occidentales, que acababa de constituirse (1621), reclamó el territorio existente entre el Cabo Cod y el río Delaware. En 1624, colonos holandeses fundaron los fuertes Orange (Albany) y Nassau. Al año siguiente, se construyó el fuerte Amsterdam, en la isla de Manhattan, bajo la dirección del ingeniero Cryn Fredericksz. En 1626, Peter Minuit fue enviado por la Compañía para organizar dicha colonia y compró la isla de Manhattan a los indios por unas baratijas (telas chillonas, collares, etc.) valoradas en unos 60 florines. Manhattan se convirtió en el centro de una próspera colonia llamada Nueva Holanda. Su pequeña aldea de Nueva Amsterdam acogió pronto a gentes de todos los países, ya que los emigrantes holandeses eran escasos. En 1643, un jesuita que pasó por allí dijo que se hablaban 18 lenguas diferentes. Era un presagio de su futuro. Los holandeses poblaron las regiones cercanas a la isla. Brooklyn y Harlem fueron nombres de ciudades holandesas. Fundaron, además, numerosas ciudades, como Swanendael, Beverwyck, Gravezande, Heemstede, Vliessingen, Yonkers, etc. La colonia prosperó gracias a la libertad de comercio de pieles y, en 1653, tenía ya dos mil habitantes. Tuvo varios gobernadores holandeses entre los que destacó Peter Stuyvesant. Delaware nació como Nueva Suecia y fue el sueño del rey Gustavo Adolfo. Murió en 1632 sin verlo realizado, pero poco después se creó la Compañía de la Nueva Suecia, que puso en marcha la empresa. Reunió unos colonos y contrató los servicios de Peter Minuit, que se había convertido en socio de la Compañía sueca, para que los condujera a América. La expedición llegó en 1638 a la bahía de Delaware, donde había un pequeño establecimiento de 22 colonos holandeses y procedió a fundar allí la colonia. El 29 de marzo de 1638, erigieron Fuerte Cristina (cerca de la actual Wilmington), en honor a la reina sueca. La Nueva Suecia tuvo varios cientos de colonos suecos y finlandeses. En 1643, el nuevo gobernador sueco Johan Bjornsson construyó nuevos emplazamientos en Varkenskill, Upland y Nueva Cristina, mientras los pastores luteranos trataban de evangelizar a los indios. Estas colonias fueron a parar a manos inglesas. Primero, hubo problemas entre los colonos holandeses y suecos, que terminaron en 1655, cuando los primeros ocuparon la Nueva Suecia, integrándola a Nueva Holanda. Luego surgieron otros entre los ingleses y los holandeses, derivados de la lucha por la supremacía en el mar. El rey Carlos II de Inglaterra decidió concederle las colonias holandesas en América a su hermano Jacobo, Duque de York. Este organizó una flota que se presentó en Nueva Amsterdam, el 29 de agosto de 1664, exigiendo su rendición. El gobernador Stuyvesant tuvo que capitular el 7 de septiembre y los ingleses ocuparon Nueva Amsterdam, que rebautizaron como Nueva York. A Fuerte Orange lo denominaron Albany, etc. Así quedó todo anglizado. Cuando el Duque de York se convirtió en Jacobo II, transformó el territorio en colonia real (1685). Holanda reconoció la pérdida territorial de Nueva Holanda en el Tratado de Breda de 1667. New Jersey tuvo una colonización más compleja. Tras la ocupación de Nueva Holanda, el Duque de York cedió a sus amigos George Carteret y Lord John Berkeley algunas tierras situadas entre los ríos Delaware y Hudson (1664). En las condiciones de la cesión se estipuló que los propietarios nombrarían un gobernador, que se ayudaría en su trabajo con un consejo, y que habría asamblea electiva y libertad religiosa. Carteret, que había defendido la isla inglesa de Jersey contra los parlamentaristas de Cromwell, pudo llamar a la nueva colonia Nueva Jersey. El mismo año envió a colonizar a su sobrino Philiph Carteret, que fundó la población de Elizabethtown (1665) en honor a su señora. Las mercedes territoriales de Carteret y Berkeley se unieron en 1702, integrando una colonia real. En cuanto a Lord Berkeley, vendió sus derechos en New Jersey a dos cuáqueros (1674). Pennsylvania fue una colonia fundada por los cuáqueros, grupo protestante que practicaba una doctrina igualitarista, pacifista y de plena libertad de conciencia, que horrorizaba a los anglicanos. El fundador de la secta fue George Fox y sus seguidores fueron, principalmente, gentes pobres de los suburbios urbanos. El nombre de cuáqueros les vino porque decían temblar -quaquer, en inglés- ante el poder de la palabra divina, que cada uno escuchaba dentro de sí (rechazaban la jerarquía eclesiástica). El problema cuáquero adquirió importancia cuando se convirtió a dicha religión un personaje notable, William Penn, hijo del almirante del mismo nombre. Penn Jr. heredó con la fortuna paterna un pagaré por valor de 16.000 libras contra el Rey de Inglaterra y propuso a Carlos II amortizarlo a cambio de un territorio en Norteamérica donde pudiera instalar a sus hermanos de religión. El Rey aceptó encantado, en 1681, no tanto por librarse de la deuda como por quitarse de encima a los cuáqueros y le otorgó la región situada entre los 40 y 43 grados de latitud norte (1681). Al año siguiente, los cuáqueros arribaron al río Delaware y lo remontaron hasta un lugar que pareció ideal para fundar una ciudad en la que realizar su Holy Experiment o Santo Experimento. Se llamó Filadelfia y fue proyectada con un trazado modelo. Penn vendió parcelas de hasta 8.000 hectáreas por un precio bajo, más un censo anual y arrendó otras a los colonos que no tenían dinero. Como no quiso cometer el mismo error de las compañías de gobernar la colonia desde Inglaterra, pese a ser propietario del terreno, redactó una especie de constitución y una declaración de derechos (Frame of Government y la Charter of Liberties) que reconocían la autonomía colonial y garantizaban la libertad religiosa. Pennsylvania siguió siendo propiedad de la familia Penn hasta la revolución independentista.