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En Sevilla, a fines del siglo XIV se decide derribar la mezquita almohade y realizar un edificio cristiano, conservando sólo el alminar, la famosa Giralda. La sala de oración de la mezquita definirá el ámbito de la nueva catedral. Tendrá cinco naves, con 76 metros de anchura, 116 de longitud,: 36 metros de altura en la nave central y en 26 las laterales, alcanzándose la cota máxima en los 40 metros del crucero. De esta manera, la catedral sevillana se convierte en la mayor en superficie hasta la construcción de San Pedro del Vaticano. En las naves laterales se disponen capillas intercaladas entre los contrafuertes. La cabecera se modificó en época posterior, siendo la capilla de los Reyes del siglo XVI. La primera etapa de la construcción de la catedral de Santa Ana de Las Palmas se desarrolla entre 1497 y 1570. Las obras comienzan en los pies del templo, planteándose una iglesia de tres naves, con capillas entre los contrafuertes y bóvedas de crucería. En el siglo XVIII se continuarán los trabajos, haciéndose cargo de ellos el canónigo Diego Nicolás Eduardo. Se añadieron dos tramos más a las naves, se organizó el crucero y se proyectó la cabecera, siguiendo el lenguaje goticista con el que se inició la construcción. En 1491 el Cabildo de Salamanca plantea la construcción de un templo de mayores proporciones ya que la catedral románica era considerada pequeña y oscura. La construcción del templo se inició el 12 de mayo de 1513, decidiéndose que la nueva catedral fuera adosada a la vieja para, de esta manera, no interrumpir el culto. La catedral fue consagrada el día 10 de agosto de 1733. Presenta planta de cruz latina inscrita en un rectángulo de 100 por 50 metros, tres naves, girola recta al ser plana la cabecera y capillas entre los contrafuertes. La bóveda alcanza una altura de 64 metros. La altura total de la torre de campanas es de 92 metros. La catedral románica de Segovia fue derruida en 1521, debido a la Guerra de las Comunidades. Pronto se iniciaron las obras para construir el nuevo templo, poniéndose la primera piedra en 1525. Juan Gil de Hontañón será el encargado de la edificación, finalizando los trabajos su hijo Rodrigo. El templo presenta planta de cruz latina, con tres naves, crucero y girola a la que se abren capillas poligonales. Entre los contrafuertes también encontramos capillas. El antiguo claustro románico se encuentra adosado a la nueva catedral, siendo trasladado piedra a piedra en 1524.
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Las posteriores Cruzadas no obtuvieron los éxitos militares que había tenido la tercera. La Cuarta Cruzada se lleva a cabo entre 1202 y 1204, y se propondrá no sólo conquistar Tierra Santa, sino tomar el Imperio bizantino, siguiendo intereses comerciales. Las tropas cruzadas, partiendo de Venecia, tomarán Constantinopla en 1203, formando un reino que resultará efímero. Una Cruzada peculiar se produce en 1212, la llamada Cruzada de los Niños. Miles de adolescentes de ambos sexos, arrebatados por el fervor religioso y combativo de las Cruzadas, son embarcados en Marsella, desde donde los armadores los conducen a Alejandría y los venden como esclavos. La Quinta Cruzada tendrá lugar entre 1217 y 1221. Las tropas cristianas capturarán el puerto egipcio de Damieta. Fracasado un ataque contra El Cairo, los cruzados hubieron de rendir Damieta y dispersarse. La Sexta Cruzada, entre 1228 y 1229, será organizada por el emperador Federico II. Sus tropas salen de Italia y llegan hasta San Juan de Acre, haciéndose con el control de Belén, Jerusalén y Nazareth gracias a un tratado con el sultán. Luis IX de Francia será el organizador de las dos últimas Cruzadas. La Séptima se lleva a cabo entre 1248 y 1254. Tras salir de Vézelay, el objetivo será Egipto y la plaza de Damieta resulta ocupada, pero el francés sufre una contundente derrota en Mansura, siendo apresado por sus enemigos. Al ser liberado, san Luis se dirige a Tierra Santa para fortificar San Juan de Acre y regresa a Francia en 1254. Dieciséis años más tarde, en 1270, el mismo Luis IX dirige la que será Octava y última Cruzada, acogida con poco entusiasmo por los nobles franceses. Nuevamente la expedición se inicia en Vézelay, embarcando en Aigües Mortes con destino a Túnez, territorio que se piensa recristianizar. Sin embargo, el mismo monarca muere en Túnez en el verano de 1270, y con él acaba definitivamente el sueño cruzado de dominar Palestina. En 1291 los mamelucos reconquistan San Juan de Acre, el último baluarte cristiano y los cruzados deben evacuar Tiro, Sidón y Beirut. Las islas de Chipre y Rodas se mantendrán bajo dominio de los cruzados hasta el siglo XVI.
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El momento más brillante de este arte colorista es, sin lugar a dudas, el período arcaico: el comercio, la multiplicación de la riqueza, la evolución social y la organización de las ciudades constituyen la base de tal florecimiento. Los artesanos extranjeros -ya tan comunes en los puertos etruscos desde el siglo VIII a. C.- se multiplican, y organizan talleres en expansión. Son a menudo -y conviene no olvidarlo- artistas secundarios de Grecia, que buscan fortuna en un mercado rico y poco exigente; pero a veces también hallamos grandes maestros: gentes huidas de tensiones políticas o de invasiones, hombres capaces de llevar consigo mucho más que el conocimiento de una técnica. Para fortuna suya, estos creadores se encuentran con un medio ávido de bienes de lujo y de elementos culturales más complejos (literatura, mitos, divinidades incluso), como corresponde a una aristocracia rápidamente enriquecida e insatisfecha de sus tradiciones. Hacia el 630 a. C., cuando comienza el despegue, no se puede decir que, estilísticamente, Etruria haya salido del fenómeno orientalizante; incluso se suele llamar Orientalizante Tardío al período 630-580 a. C. Pero lo que sí se esboza es, dentro del enriquecimiento comercial, una sustitución de las aportaciones fenicias y chipriotas por los modelos griegos. El cambio no es, desde luego, inmediato. En el campo de la escultura, por ejemplo, la resistencia de la tradición sirio-fenicia se prolonga hasta los primeros años del siglo VI a. C., aunque las obras sean muy escasas. El mejor ejemplo lo constituyen las destrozadas estatuas de piedra que adornaban la Tumba de la Pietrera, en Vetulonia (630-600 a. C.): varias figuras femeninas (acaso antepasadas, o plañideras), con los brazos sobre el pecho y trenzas de punta retorcida, evidencian un trabajo rudo, con toscas herramientas y a veces inacabado, pero, de cualquier modo, suponen un perfeccionamiento de los ensayos de Ceri. En cuanto a las Estatuillas Castellani, tres figuras de antepasados en terracota que aparecieron en una tumba de Caere, sólo cabe decir que en sus rasgos marcados y finos, en la animación de sus caras y gestos, saben concentrar lo más vivaz de la tradición urartia y asiria. Mejor se observa la sustitución de modelos y el paso a un nuevo lenguaje en los escasos ejemplos conocidos -y hoy prácticamente invisibles, por desgracia- de la pintura de tumbas en este período. Las tumbas de los Animales Pintados y de los Leones Pintados, en Caere, con su iconografía oriental de fieras, héroes que las dominan y palmetas arbóreas, constituyen las últimas manifestaciones de ese gusto por lo meramente decorativo al que nos habían acostumbrado las tumbas principescas; pero ya la Tumba Campana, de Veyes (h. 600 a. C.), parece inclinarse insensiblemente hacia otros planteamientos: sin duda mantiene, y aun multiplica, las figuras zoomorfas y vegetales, pero lo hace con rasgos estilísticos nuevos, acaso de procedencia cretense, y multiplica las figuras humanas, intentando componer escenas. Como en el caso de la urna cineraria de Bisenzio, lo importante no es tanto determinar el sentido de estos grupos (¿cacería?, ¿marcha hacia el más allá?) cuanto apreciar la voluntad del artista etrusco por relatar algo propio de su cultura. En realidad, la llegada de nuevos modelos utilizó como puntos de partida -no podía ser de otro modo- objetos menores, transportables y vendibles, y es en este campo donde la evolución se aprecia antes. Hacia el 630 a. C., las cerámicas griegas orientalizantes -rodia y corintia en particular- comienzan a multiplicarse en los puertos etruscos y, a raíz de su inmediato éxito, ciertos artesanos griegos se instalan en Toscana para imitarlas: el Pintor de las Golondrinas (h. 620-610 a. C.) será el interesante introductor del estilo grecoasiático de las cabras monteses, mientras que, a nivel artístico más modesto, el Pintor de la Esfinge Barbuda dará una versión personal de la cerámica corintia y supondrá el comienzo de los prósperos talleres etrusco-corintios.
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La dinastía Pandya es la gran administradora del sur y la responsable de la creación de la ciudad-santuario. Según la tradición, reinaron en Maduraj desde el siglo I d. C. (ya los comentaristas griegos se refieren a los Pandion y Ptolomeo los cita en su "Geografía"). Los poemas épicos drávidas hablan con admiración de su riqueza y prosperidad gracias al comercio de perlas, de sus soberanos letrados y reconstructores de templos... Marco Polo en 1292 llegó a entrevistarse con Sundara Pandya, uno de los gobernadores pertenecientes al período de esplendor, que va desde el siglo XII al siglo XIV, pues en el año 1310 el general islámico Malik Kafur los derrotó.Los arquitectos Pandya formalizaron muchas ciudades-santuarios, entre las que cabe destacar Kanchipuram, Tiruvannamalai y Chidambaram. Su capital, Madurai (La Aromática) se funda según la leyenda en torno a un lago (el estanque de abluciones de la ciudad-santuario) de néctar, formado por una gota que cae de los cabellos de Siva. Pero el culto popular ancestral se rinde a la diosa Minakshi, la de los ojos de pez, que se casa con Siva y viven juntos: un garbhagrya frente a otro en el centro de la ciudad santuario. Todos los atardeceres se sacan a pasear las imágenes de los dos dioses en sendos palanquines, lo que da lugar a procesiones populares con danzas y cantos que les acompañan en su paseo.Madurai hoy es una de las ciudades sagradas más importantes para los hindúes de toda India, pero poco queda del arte Pandya tras la incursión de Malik Kafur. Afortunadamente, la ciudad fue reconstruida en parte por los Vijayanagar a finales del siglo XIV y completada por los Nayaka durante más de un siglo (1560-1680); desde entonces, su aspecto apenas ha cambiado.Conserva 11 gopuram (3 de 60 m de altura), toda la muralla (rectangular, 254 por 237 m), los dos templos principales de los divinos cónyuges, un gran estanque de abluciones, una espectacular mandapa con 987 pilares esculpidos, y un sinfín de otros templos y mandapas menores, corredores y todo tipo de espacios de servicio. Una actividad febril caracteriza los recintos exteriores, llenos de tiendas de objetos rituales y utilitarios, de viviendas de los servidores del templo, de hospederías para peregrinos... mientras, en el interior (prohibido el acceso a los no hindúes) se respira la calma de la espiritualidad.
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Desde 1688 hasta 1715 un estado de guerra casi interminable sacude al occidente europeo y a los mares y territorios coloniales de Francia, España, Holanda e Inglaterra. Tres de cada cuatro de esos veintisiete últimos años del reinado de Luis el Grande son testigos de enfrentamientos de los ejércitos o de las marinas europeas, en las guerras de la Liga de Augsburgo (1688-1697) y en la de Sucesión a la Corona española (1701-1713). Primero será la Guerra de la Liga de Augsburgo, durante cuyo transcurso se hace patente que ni siquiera la poderosa, bien organizada y poblada Francia es inmune al cansancio de sus hombres, al agotamiento económico de sus recursos y a las hambrunas, como la de 1693-94 que obliga a imponer nuevos tributos y hace ver a los ministros de Luis XIV que es preciso poner fin a la guerra. El escenario de la contienda abarca medio mundo; se combate en el Palatinado (devastado en 1788-89, con destrucción de importantes ciudades como Heidelberg, Worms, Spira y Mannheim); en los Países Bajos y en Holanda; en los territorios norteamericanos (los ingleses intentan apoderarse de Quebec en 1690 infructuosamente pero logran ocupar Port Royal, en la Acadia francesa); en la India; en Saboya; en Cataluña; en los mares circundantes a las islas británicas, a Francia y a Holanda, y en el Caribe. En conjunto, Francia se había defendido bien en el Continente y obtuvo brillantes victorias en Fleurus (1690) y en Neerwinden (1693) sobre austro-neerlandeses e ingleses, respectivamente. Pero sufrió graves reveses en el mar, como la derrota frente al cabo de La Hague (1692). Sobre España estaba, desde luego, en clara situación de vencedora. Cuando, en 1697, se negoció en Ryswick por todos los cansados contendientes una anhelada paz, Francia dominaba una parte notable de los Países Bajos españoles, había obtenido presas en el Caribe y tropas borbónicas ocupaban extensas regiones de Cataluña -incluida Barcelona- y desde esa posición de fuerza sobre España todo parecía presagiar que se repetirían las duras cláusulas que Luis XIV había impuesto a la Monarquía hispánica de los Habsburgo en los Tratados de Aquisgrán (1668), Nimega (1678) y Ratisbona (1684). Pero no fue así. Pensando en la sucesión del trono que había de quedar vacante en Madrid si como era previsible moría Carlos II sin heredero, en la Paz de Ryswick (1697) el rey francés devolvió la mayoría de las conquistas ganadas a España (con la excepción de la parte occidental de la isla de Santo Domingo). También restituyó la mayoría de las adquisiciones obtenidas sobre el Imperio y los príncipes alemanes. Y hubo de reconocer a Guillermo III como rey de Inglaterra, debió renunciar a la Lorena en favor del duque Leopoldo y aceptó la fortificación de las plazas en la Barrera que protegía a los holandeses por el Sur. Desde 1697, un decaído Luis XIV, rodeado de una generación que ya no le entiende, se refugia en Versalles, y pasa de la devoción al luto. Porque la muerte le visitó en su propia carne, en su propia familia, durísimamente, en los últimos años de su vida. En 1711 muere su hijo el gran delfín. Al año siguiente, su nieto, el duque de Borgoña, y el hijo de éste, duque de Bretaña, y su otro nieto Carlos, duque de Berry. De tal forma que en 1715 Luis XIV es un anciano lleno de recuerdos, refugiado en sus propias devociones, incomprendido por los nuevos europeos que, como dijera Paul Hazard al estudiar "La crisis de la conciencia europea (1680-1715)", estaban cambiando profundamente. Se estaba produciendo una revolución en el pensamiento. "¡Qué contraste, qué brusco cambio!... La mayoría de los franceses pensaban como Bossuet; de repente, los franceses piensan como Voltaire." Pese a lo cual, la llegada de su nieto Felipe de Anjou al trono de Madrid le devolvió cierto prestigio porque al fin y a la postre el conflicto que pone fin al siglo de Luis XIV, la Guerra de Sucesión a la Corona de España (1701-1713) se saldó con un triunfo del Rey Sol. Aunque fuese en su ocaso. Esta contienda marca el momento culminante de la lucha de Europa contra Luis XIV. Al rey francés se le plantea un dilema en noviembre de 1700: ¿debe aceptar el testamento de Carlos II de Habsburgo, que legaba todos los territorios de la Monarquía hispánica a su nieto Felipe de Anjou, y enfrentarse, en consecuencia, a Europa? ¿O debe mantener su adhesión al Tratado de Reparto que había firmado meses atrás con Holanda e Inglaterra para dividir los inmensos dominios españoles entre los Habsburgo de Viena y los Borbones? Acaba aceptando el reto por cuatro razones. Por orgullo dinástico. Por considerar que, en cualquiera de los casos, era inevitable el conflicto y siempre sería preferible combatir desde la fuerza añadida que se derivaría de tener en el trono español a su nieto. Por creer que Inglaterra y Holanda no deseaban reanudar tan pronto una nueva guerra, apenas tres años después de Ryswick. Y por las grandes ventajas económicas que Francia podría obtener al abrírsele los grandes mercados de las Indias españolas. Esta decisión, meditada, no estaba tan equivocada en un principio. Durante más de un año la única protesta militar que suscitó la llegada a Madrid del nuevo rey Felipe V de Borbón vino de Austria. En los primeros momentos, Inglaterra y Holanda se limitaron a expresar diplomáticamente su desacuerdo, aunque sin descuidar los aprestos de sus escuadras. Estaban, desde luego, preparados para la guerra, si ésta llegaba. Pero fueron los errores de soberbia y falta de tacto de Luis XIV los que adelantaron la declaración final de guerra de las potencias marítimas a Versalles en la primavera de 1702: recién entronizado Felipe V, los franceses expulsaron a los holandeses de las plazas de la barrera que se interponía entre ambos países; tropas de Luis XIV acudieron a reforzar las endebles guarniciones de los Países Bajos españoles; no se hizo registrar la renuncia del nuevo rey español a sus posibles derechos al trono de Francia; y Felipe V comenzó a otorgar ventajas en el comercio indiano de bienes y esclavos a compañías francesas. Ante tales circunstancias, que anunciaban un eje Versalles-Madrid que se convertiría en un potente bloque económico-militar en Europa y en el mundo, se constituirá la Gran Alianza de La Haya en el invierno de 1701-1702, decidida a evitar esa unión hegemónica de los Borbones. Inglaterra, Holanda y Austria, primero, más Portugal, Saboya y la práctica totalidad de los Estados europeos, después, entraron en pugna contra los franceses y españoles en Europa y en las colonias. Tras combatirse en los primeros momentos en Italia, en los Países Bajos, en las fronteras francesas, en las colonias (los ingleses pretendieron ocupar la Florida española y atacaron a los franceses en Canadá) y en los mares circundantes a la Península Ibérica, la guerra llegó a España y se convirtió, también, en conflicto civil, al desembarcar, en 1705, los ejércitos aliados en las costas de Valencia y Cataluña y provocar el levantamiento contra Felipe V de los habitantes de grandes zonas de la Corona de Aragón, hasta entonces leales, indiferentes o resignados súbditos del rey borbón. Hasta 1704 las victorias son borbónicas, pero entre 1704 y 1709 el retroceso franco-español en los frentes europeos conduce a Luis XIV a una dramática situación, acentuada por el durísimo año agrícola de 1709 que provocó hambrunas y llevó a la desesperación a millones de franceses. Las victorias aliadas en Gibraltar (1704), Hochstädt (1704), Ramillies (1706), Turín (1706), Nápoles (1707), Menorca (1708) y Oudenarde (1708) rompen la hegemonía militar gala. Luis XIV está dispuesto a pedir la paz. Pero las exigencias de los aliados son demasiado duras; quieren Alsacia, Estrasburgo y que sea el propio ejército francés el que expulse del trono de Madrid a Felipe V. Sacando fuerzas de flaqueza, apelando al pueblo desde el púlpito y mostrando, a costa de enormes sacrificios, que Francia aún no estaba derrotada, se produce la milagrosa reacción de los súbditos de Luis XIV, deteniéndose el avance de los aliados en Malplaquet (1709) y Denain (1712). Comprobaron así los enemigos que penetrar en el corazón de la herida Francia les significaría un enorme esfuerzo y su victoria, caso de producirse, sería pírrica. Además, el interés de alguno de los beligerantes y principalmente los británicos- por continuar la contienda había disminuido al producirse en abril de 1711 un cambio sustancial en el esquema de fuerzas motivado por la muerte del emperador José I de Austria. Le sucedía así en el trono imperial de Viena su hermano menor, Carlos, rey de España. Y si habían intervenido para evitar un fuerte poder borbónico Versalles-Madrid que podría convertirse en el bloque hegemónico en Europa, tampoco estaban dispuestos a permanecer indiferentes ante un eje Madrid-Viena, que podía ser regido, doscientos años después, por otro rey-emperador, Carlos de Habsburgo. Mientras tanto, en la Península los borbónicos habían conseguido rehacerse de los fracasos de 1705-1706 (en que Carlos III de Austria llegó a ocupar su capital, Madrid, durante unas semanas). Felipe V volvía a dominar la mayor parte de España; especialmente desde la importantísima victoria de Almansa (abril de 1707) que le abrió las puertas del reino de Valencia y motivó el abandono de Aragón de los seguidores de Carlos de Habsburgo. Tras la retirada de gran parte de los soldados franceses en 1709, requeridos para defender sus propias fronteras, el ejército austracista tiene una reacción victoriosa en 1710, avanza desde Cataluña, vence en Almenar (Lérida) y en Zaragoza, y Carlos vuelve a asentarse unas semanas en la capital de su Monarquía, Madrid. Pero la contraofensiva definitiva de Felipe V comienza en el otoño de 1710 con las victorias de Brihuega y Villaviciosa del Tajuña y lleva a sus ejércitos a arrinconar a los últimos defensores de la causa austracista en Cataluña. Barcelona se defenderá hasta el asalto final de septiembre de 1714. Pero ya hacía muchos meses que los diplomáticos habían terminado unas largas conversaciones de paz, iniciadas en septiembre de 1711, y que condujeron al armisticio entre Francia y Gran Bretaña en agosto de 1712, preparatorio de los Tratados de Utrecht. En esta ciudad neerlandesa, y a lo largo de la primavera y el verano de 1713, se firmaron numerosos tratados entre todos los contendientes en la Guerra de Sucesión a la Corona de España. Y se consagra la política del equilibrio europeo. "Las relaciones de las potencias en la. Europa de los siglos XVI y XVII se habían basado en el principio hegemónico, es decir, en la preponderancia de una de ellas que trataba de imponer a las demás un poder ordenador. Pero las dos últimas grandes coaliciones contra Luis XIV habían tenido por objeto introducir un nuevo sistema basado en la distribución de fuerzas y alianzas en torno a las principales potencias, cuya relación entre sí tendiera al equilibrio de todas, bajo la, garantía directiva de aquéllas. En una palabra, no se trataba de que mandara uno o mandaran todos, sino que fueran unos pocos los que asegurasen el equilibrio (...). El equilibrio se refiere tan sólo a una relación de contrapesos para evitar una hegemonía.. Equilibrio europeo equivalía, a no-hegemonía en el Continente" (Palacio Atard). Inglaterra estará en el fiel de la balanza, Francia y Austria en los platillos, y otros países actuarán de contrapeso: Prusia, Rusia... Es, desde luego, la primera "pax británica": se consagra el predominio inglés en el mar y su papel de muñidor de las alianzas en el Continente, a la vez que extiende sus tentáculos comerciales y estratégicos por el Mediterráneo y el Atlántico. Marca el fin de la hegemonía francesa, se confirma el retroceso de España y anuncia al mundo la aparición de dos pequeños reinos, Prusia y Saboya, que con el tiempo se convertirán en grandes países (Alemania e Italia). Por el Tratado de Utrecht la dinastía de los Hannover es reconocida como la legítima en Gran Bretaña, mientras que Felipe V de Borbón será aceptado como rey de España y de las Indias (aunque el emperador Carlos de Austria siguió autotitulándose soberano de los españoles -alguno de los cuales le siguió a su corte en el exilio- hasta 1725, en que los Tratados de Viena cerraron definitivamente esta contienda sucesoria). Se hizo renuncia expresa por parte de los Borbones a la unión de las Coronas de España y Francia. España pierde, en Europa, todas las posesiones extrapeninsulares: Sicilia se transfiere al naciente Reino de Saboya, en tanto que los Países Bajos, el Milanesado, Nápoles, Cerdeña y los presidios de Toscana pasarán a ser austriacos. Gran Bretaña obtiene de Francia los territorios de la bahía de Hudson, la Acadia y Terranova, y alguna isla en el Caribe. Y de Felipe V recibe Gibraltar y Menorca y los ventajosos tratados del "navío de permiso" (que les permitía vender anualmente en el puerto de Portobelo -en Panamá- 500 toneladas de mercancías) y del "asiento de negros" (que otorgaba a los ingleses durante treinta años el monopolio de la venta de esclavos en las Indias españolas). Holanda, de nuevo, obtiene el derecho a fortificar diversas plazas fuertes en la "barrera" entre su territorio y el de Francia. Pero la gran vencedora es, sin duda alguna, la Gran Bretaña.
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La primera oleada de movimientos heréticos en el Occidente plenomedieval parece haber coincidido en líneas generales con el ambiente milenarista, por lo demás minoritario, del primer tercio del siglo XI. Por desgracia se conocen bastante mal sus perfiles doctrinales, calificados genérica e impropiamente en función de modelos heredados del pasado, como maniqueos o incluso epicúreos, por textos ortodoxos siempre incidentales. Los primeros focos de tensión parecen haber estado en Chalons-sur-Marne (1000), Orleans (1022), Arrás (1025) y Monteforte de Turín (1028), existiendo también indicios de conventículos heréticos para Ravena, Colonia, Maguncia y Goslar. El origen de todos estos brotes permanece bastante oscuro, si bien resulta evidente su desconexión en el tiempo. Tampoco sus perfiles sociales aparecen definidos, ya que mientras que en Chalons el movimiento fue exclusivamente laico (rustici), en Orleans los herejes fueron clérigos y en Monteforte lo encabezaron miembros de la baja nobleza. Doctrinalmente hablando, ciertos autores apoyándose en la calificación de maniqueos aportada por los cronistas de la época, han querido ver en todas estas manifestaciones un precedente del catarismo. Sin embargo, a pesar de algunos elementos de sabor dualista como la exacerbada creencia en el poder del Diablo, los perfiles -siempre difusos- de la mayoría de estos movimientos parecen responder a inquietudes bien distintas. Su exaltado ascetismo, identificado con el cristianismo evangélico, que les hacía rechazar el sexo, el consumo de carne y la percepción del diezmo, parecen conducirnos al ambiente general de renovación iniciado por aquel entonces en Occidente y que alcanzaría con la reforma gregoriana sus definitivos perfiles. Por otro lado, y aparte de posibles influjos especialmente entre los clérigos de la doctrina filopanteísta de Escoto Eriugena (muerto en 880), el riguroso espiritualismo de todos estos grupos parece denotar tonos claramente conservadores en relación a las novedosas prácticas eclesiásticas coetáneas. Este conservadurismo, expresado en el rechazo al naciente culto eucarístico, al crucifijo, al bautismo de los infantes o al poder episcopal de conferir las órdenes, resaltando por el contrario la comunicación directa con Dios, nos habla de un evidente espíritu reaccionario, propio de un gran número de herejías. En cualquier caso, su mínima repercusión social y el auge de la reforma eclesiástica permitieron anular, casi en su nacimiento, estos brotes heterodoxos. La mera intervención diocesana, apoyada en ocasiones por las autoridades laicas, permitió que, a la altura de 1050, todos estos conventículos hubiesen ya desaparecido sin dejar rastro. Carácter asimismo minoritario, pero doctrinalmente mucho más importante, tuvo en cambio la herejía protagonizada por Berengario de Tours (muerto en 1088) durante el pontificado de León IX (1049-1054). Antiguo miembro de la escuela episcopal de Tours y posteriormente arcediano de Angers, Berengario afirmaba la simple presencia espiritual de Cristo en la eucaristía , retomando así la tesis del heresiarca Ratramno (mediados del IX). Condenado repetidamente en los sínodos de Roma, Vercelli (1050) y París (1054), fue en el de Tours (1054) -presidido por el legado pontificio Hildebrando, futuro Gregorio VII- donde abjuró al fin de su doctrina, admitiendo la presencia real de Cristo en el sacramento. Pese a ello, su equivoca actitud hasta la muerte y el hecho de contar con seguidores, motivaron a uno de sus más firmes oponentes, el abad del monasterio de Bec y futuro arzobispo de Canterbury, Lanfranco (muerto en 1089) a redactar su "De corpore et sanguine Christi". En su tratado, Lanfranco definía por primera vez la doctrina de la transubstanciación, que llegaría a alcanzar rango de dogma en el IV Concilio de Letrán.
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En 1993 se estimaba que la población emigrante en el mundo se situaba en torno a los cien millones de personas, incluyendo en esta cifra a los trabajadores legalmente empleados, a sus familiares, a los inmigrantes clandestinos, a los refugiados políticos y a los desplazados por cualquier otra causa. Todos los pronósticos auguraban una tendencia al aumento en el porvenir, en un mundo abierto a los flujos de tecnología, a la comunicación, a los movimientos de capital y de mercancías, generador de imparables movimientos migratorios. Las últimas migraciones se producen en un contexto de interdependencia creciente de los Estados y de las economías y de integración de los sistemas de intercambio a nivel mundial.Este sistema mundial se ve afectado por profundos desequilibrios, que actúan como factores decisivos de la dinámica de las migraciones actuales. Desequilibrios, en primer término, en los balances demográficos. A un lado se sitúan los países del mundo desarrollado, un Primer Mundo de lento crecimiento, con tasas en torno al 0,6% anual, que cuenta con una población reducida y que envejece. Al extremo contrario aparecen los países del Tercer Mundo, de crecimiento demográfico acelerado, con tasas del 2,1% anual, y con una población dinámica, cada vez más joven. A esta dualización de la población mundial se añaden los desequilibrios existentes en la riqueza y el profundo contraste en los niveles de renta por habitante entre los países desarrollados y los subdesarrollados.El imparable crecimiento de la población de estos últimos, unido al reparto cada vez más desigual de los recursos en el planeta, vienen favoreciendo la extensión de flujos migratorios desde el Tercer Mundo en las últimas décadas. Otros muchos factores intervienen a su vez: las catástrofes naturales, la degradación medioambiental (que está haciendo aparecer la figura del refugiado ecológico), las persecuciones políticas, religiosas o étnicas que provocan el aumento día a día del número de refugiados políticos, las guerras... Sin olvidar el atractivo del "way of life" occidental en países integrados a través de los medios de comunicación en el "ethos" consumista mundialmente dominante.La confluencia de estos y otros factores actúa propiciando la consolidación, en el mundo desarrollado, de potentes focos de inmigración. Estados Unidos, Canadá, Australia, buena parte de Europa, la región del Golfo Pérsico, el Japón y el área del Pacífico ven crecer en estos días la afluencia de inmigrantes. La inmigración forma parte del cuerpo social de estas áreas geográficas e, inevitablemente, va transformando nuestras sociedades en pluriculturales y duales, en sociedades étnica y culturalmente plurales e internamente desiguales, dualizadas, divididas entre nacionales e inmigrantes, entre ciudadanos y metecos. Pluralismo y dualidad son rasgos que caracterizan la dinámica de las sociedades desarrolladas de nuestros días, que introducen considerables niveles de inestabilidad social y plantean importantes retos de cara al futuro.Finalizada la II Guerra Mundial, Europa occidental entró en un período de reconstrucción y reestructuración industrial en el que, desde las instancias políticas, se facilitó la entrada masiva de inmigrantes. Al carácter fuertemente expansivo de la actividad económica durante las dos décadas posteriores a 1945 se unía el descenso de las tasas de crecimiento demográfico, dando por resultado un aumento en la demanda de mano de obra. El contexto de intenso crecimiento de la producción y de los intercambios exteriores propició la amplitud de los desplazamientos, sin precedentes en Europa, y la dinámica misma de aquellos movimientos migratorios.En un primer momento, los países más desarrollados de Europa acudieron a sus reservas demográficas internas, formadas básicamente por mujeres y trabajadores agrícolas, así como a los desplazados y refugiados a raíz de la contienda. No obstante, al finalizar los años cuarenta, estas reservas se vieron agotadas a la vez que se incrementaba la oferta de empleo, obligando al uso de nuevas tecnologías menos necesitadas de mano de obra y a la contratación de trabajadores inmigrantes.Algunos países -los que contaban con un importante pasado colonial como Gran Bretaña o Francia- recurrieron a la contratación de trabajadores procedentes de sus antiguas colonias africanas y asiáticas que, desde finales de los años cuarenta, iban llegando de forma autónoma e ininterrumpida a sus antiguas metrópolis. Otros, como es el caso de Alemania, para compensar la desventaja relativa resultante de su carencia de ex colonias, y debido a la consiguiente inexistencia de flujos autónomos de mano de obra procedentes de ellas, pusieron en marcha el sistema "gastarbeiter", la más característica forma de migración laboral producida en Europa occidental durante los años cincuenta y sesenta. El sistema "gastarbeiter" se basaba en un esfuerzo consciente de captación de mano de obra inmigrante por parte de los Estados receptores. Esta captación la llevaron a cabo bien a través de acuerdos bilaterales entre los Estados receptores y los emisores de emigrantes, o por medio de agencias de contratación creadas al efecto. De esta forma, se puso en marcha un dinámico movimiento de trabajadores que acudían desde el Sur de Europa hacia los países más desarrollados del continente. Italianos, españoles, turcos, yugoslavos y posteriormente portugueses y griegos respondieron masivamente a la demanda de empleo, y fueron acogidos por los países receptores como "gastarbeiter" o "trabajadores invitados". Las proporciones alcanzadas por este tipo de contrato suscrito con los inmigrantes fueron considerables: a finales de los años setenta los trabajadores procedentes del Sur de Europa representaban el 56% del total de la población activa en Francia, el 31% en Alemania, el 42% en Bélgica...Aquellos trabajadores "invitados" desempeñaron un papel complementario indispensable en la reconstrucción de las principales economías europeas y en la transformación de su sistema productivo; la aportación de la mano de obra inmigrante fue determinante en la mejora de la productividad y de la competitividad de numerosos sectores industriales. Se trataba de una fuerza de trabajo barata, flexible y contratada con carácter temporal, cuya utilización resultó ser decisiva en la evolución de las economías de los países contratadores. Por un lado contribuían a desacelerar la progresión de los costes salariales en los países receptores, lo que permitía contener la evolución del nivel de los precios. A la vez, la elevada tasa de ahorro del inmigrante presionaba a la baja sobre el nivel de la demanda interna. Estos mecanismos antiinflacionistas se tradujeron pronto en un aumento del volumen de bienes susceptibles de exportación.Tanto los países receptores de inmigrantes como los del Sur de Europa, exportadores de mano de obra, pensaron que el sistema "gastarbeiter" representaba una solución ideal al problema de las fluctuaciones de la actividad económica y del mercado de trabajo. Mientras que los primeros podrían beneficiarse de una mano de obra abundante, económica y flexible, los segundos contarían con las ganancias generadas por las remesas enviadas por los emigrantes, a la vez que su existencia supondría un alivio en la tensión que producía en ellos el excedente de mano de obra autóctona. Alimentados por la ilusión de la temporalidad de los trabajadores "invitados", se consideró el sistema "gastarbeiter" como la mejor fórmula de contrato económico entre éstos y la sociedad de acogida, suponiéndose que ambas partes sacarían provecho -aunque no en la misma proporción- de este género de contrato. La ilusión de temporalidad se basaba en la idea de que, en condiciones de recesión económica, dichos flujos migratorios disminuirían naturalmente e invertirían la tendencia de modo espontáneo.Semejante suposición resultó ser errónea. A partir de la crisis del petróleo de 1973, al iniciarse la recesión económica que habría de acabar generando altos niveles de desempleo, todos los Estados europeos que habían hecho uso del sistema "gastarbeiter" comenzaron a imponer duras restricciones a la entrada y a la contratación de trabajadores extranjeros. Pero no por ello se frenó el flujo sino que, por el contrario, continuó aumentando e incluso se intensificó a lo largo de las dos décadas posteriores. Si a partir de los años setenta la migración neta aportaba entre un cuarto y un tercio del total del crecimiento absoluto de la población de la CEE, en 1990 esta proporción ya superaba a los dos tercios del crecimiento total. El tema de las migraciones empezó a inquietar a los políticos europeos y a la opinión pública en general. Lo que preocupaba no era tanto el aumento de su significación numérica como las características estructurales de las migraciones de este período y sus consecuencias no previstas en la época anterior.La novedad más relevante la constituirá el carácter permanente y estable de la inmigración actual. Fallaron las suposiciones sobre las que se efectuó el sistema "gastarbeiter": el trabajador "invitado" dio muestras, en muchos casos, de no querer marcharse a pesar de la recesión, de desear permanecer como miembro estable en la sociedad que le había recibido como "huésped". El deterioro de la situación económica de los países del Tercer Mundo hacía que los inmigrantes, procedentes cada vez en mayor medida de ellos, descartaran la idea del regreso voluntario. Este asentamiento del inmigrante se veía también impulsado por las políticas migratorias de los años setenta y ochenta que propiciaron la reagrupación familiar, el determinante principal de los movimientos migratorios legales de estas décadas. Con la reagrupación familiar se ponía fin al mito del retorno: los inmigrantes hicieron venir a sus familias, si todavía no habían fundado una en el país de acogida. En lugar del modelo cíclico y rotativo previsto de migración laboral como respuesta a incentivos económicos externos, los Gobiernos europeos se vieron enfrentados a la resistencia de la propia lógica interna de las comunidades inmigrantes que, tras un proceso de progresiva construcción de redes sociales, conectaban a personas y grupos de diferentes lugares facilitando su movilidad, actuaban como sistema de seguridad financiera y como fuente de información política y cultural. "Queríamos trabajadores y vinieron personas", apuntaría con tino el crítico y corrosivo escritor suizo Max Frisch. Habían cometido el error de suponer que existía una mano de obra en estado puro, como si de un fenómeno derivado de la Física se tratase.El reagrupamiento familiar y el carácter permanente de los actuales movimientos migratorios viene acompañado de un cambio en la composición de la población inmigrante en Europa. Ya no son solamente hombres jóvenes, activos para el sector industrial; mujeres, adultos y niños integran los colectivos de inmigrantes en la actualidad.La población extranjera crece mientras que los activos de la misma disminuyen. La nueva estructura de los grupos migratorios supone un coste social creciente para los países receptores: el reagrupamiento familiar acarrea necesidades de escolarización, atención médica, asistencia social, seguro de desempleo... Contra toda previsión aumentaban considerablemente los costos de reproducción de la mano de obra inmigrante en los países desarrollados.A su vez, la presión demográfica y el deterioro de las economías de los países actualmente de emigración, unidos a las políticas restrictivas adoptadas por los receptores de inmigrantes, iban disparando en éstos últimos la presencia de la inmigración ilegal y propiciando la consolidación de comunidades étnicas segregadas en el interior de la comunidad general. Aumenta sin cesar el número de inmigrantes ilegales, que viven atrapados entre dos necesidades difícilmente conciliables: la de subsistir a base de obtener recursos (para lo cual precisan establecer contacto con el medio) y la de exhibirse lo menos posible, con el fin de evitar su detención o expulsión. Ello les conduce a restringir al mínimo su interacción con los nacionales y a vivir en una situación de aislamiento social. Proliferan de esta forma los guetos de inmigrantes, concentrados en reductos urbanos periféricos y profundamente degradados. Los "bidonvilles" que rodean algunas ciudades de Francia resultan ilustrativos al respecto.El proceso de marginación se acentúa con la concentración de buena parte de los inmigrantes ilegales en la economía sumergida, con su asignación a empleos socialmente indeseables y con el crecimiento entre ellos del trabajo autónomo en sus formas más marginales. Al contrario de lo que había ocurrido en la etapa anterior, se produce una desvinculación estructural de la fuerza de trabajo inmigrante del mercado de trabajo. Los inmigrantes se ven empujados hacia actividades abandonadas por los autóctonos, muy precarias y vulnerables a las fluctuaciones del mercado, que tienden a escapar de los mecanismos de regulación y control del mercado laboral. Se desarrolla así un mercado de trabajo segmentado, en el que existe la dualidad inmigrantes/nacionales que, generalmente, no compiten entre sí.El aislamiento social, la carencia de bienes materiales, la localización periférica de la actividad económica inmigrante en el aparato productivo y el bloqueo de los cauces institucionales de participación en la vida social sirven de caldo de cultivo para que se establezcan sociedades endogámicas basadas en afinidades lingüísticas, nacionales o, simplemente, de marginación. Sociedades potencialmente muy conflictivas, obligadas a obtener sus ingresos en un espacio de actividad marginal, que acaban arrojando unas altas tasas de delictividad como consecuencia de su condición segregada. En ellas entra en funcionamiento inevitablemente una red de complicidades que viene a cumplir la función social de proporcionar, por cauces al margen de la legalidad, servicios vitales e imprescindibles que les son denegados por los cauces legales.Finalmente, se asiste en este período a un cambio en términos de origen de la población inmigrante. Desde comienzos de los años ochenta, los países tradicionales de emigración del Sur de Europa se convierten en países de inmigración. El Norte de Africa sustituye al Sur de Europa, que se ve afectado en la actualidad como foco receptor a causa tanto de las políticas restrictivas de los tradicionales países de inmigración como del desarrollo económico experimentado en la zona. A partir de 1989, se disparan los flujos procedentes de la Europa del Este, que vienen a sumarse a los anteriores. En este año los países de la Unión Europea contaban con 13,4 millones de inmigrantes (sin incluir a los que poseían doble nacionalidad, a los solicitantes de asilo ni a los numerosos clandestinos); más de un 70% de ellos, procedente de áreas no desarrolladas. Países que hasta hace poco tenían una imagen de homogeneidad en la población se van convirtiendo en Estados multirraciales y pluriculturales.
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En la última década de su vida, entre otras obras hoy desaparecidas, Covarrubias se ocupó de la remodelación interior de la iglesia de San Clemente el Real (1562), tras un incendio, llevada a cabo por los Corral de Villalpando; su actividad fue fundamentalmente decorativa, limitándose a trazar una nueva ornamentación para las antiguas bóvedas estrelladas y sus arcos fajones, encasetonados y sostenidos por cariátides sobre ménsulas. De 1565 data su intervención en la Puerta de la Presentación de la catedral, en la que vuelve a formas usadas en su juventud y retomadas aquí para adecuarlas al edificio en el que interviene, con un cierto carácter historicista. En 1568 proyectó la arquería baja de la fachada sur del Alcázar, traza en la que intervino Juan Bautista Castello el Bergamasco; no está claro si tal creación se plasmó en la actual galería con arcos de aparejo rústico o es la arquería que aparece en un grabado del siglo XVI. Sea como fuere, ésta fue la última actuación de Alonso de Covarrubias, jubilado por la catedral a mediados de 1566 con todos los honores y retirado de la obra del Alcázar en diciembre de 1569, cinco meses antes de morir.
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Punto culminante de la soberbia maestría de Bernini en cuanto al uso de la luz y el tratamiento de los diversos materiales, sin olvidar la labor de dirección de su escuela, fue la realización de la capilla Fonseca en San Lorenzo in Lucina (hacia 1663-64), para la que ejecutará el busto de Gabriele Fonseca (hacia 1668-75), uno de sus más expresivos retratos parlantes, y la sistematización del puente de Sant'Angelo (1667-71), en donde cambió la balaustrada de mármol por una verja metálica, capturando al paseante con la visualización de los móviles reflejos del agua del río, y dispuso los diez Angeles, con los símbolos de la Pasión, ejecutados según sus diseños por los escultores de su círculo: Guidi, Ferrata, Giorgetti, Morelli, Naldini, Fancelli, Raggi, Lucenti y Cartari, reservándose el Angel con el letrero.Además de la citada Tumba de Alejandro VII (1671-78), en la qué se acusa una mayor simbiosis entre escultura y ámbito arquitectónico, la cumbre entre sus últimas obras es la beata Ludovica Albertoni (hacia 1671-74), en la que con acentuada religiosidad y efectismo teatral mezcla gozo espiritual y pasión sensual. Representada en el momento de su agonía, sobre el altar (convertido así en su sepulcro) de la capilla Altieri, en San Francesco a Ripa, Bernini nos presenta otro cuadro teatral vivo, en donde estudió cuidadosamente los recursos arquitectónicos enmarcantes, los efectos de luz y de las texturas y los colores de los diversos materiales, a los que hace hablar.
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A partir de 1500 no tenemos documentos, pero nadie pone en duda que existen dos grandes empresas que sólo el maestro Gil era capaz de realizar. Además, se diría que ninguna de las dos, o al menos una, fue terminada por él. Por un lado, hablamos del sepulcro de Juan de Padilla, antes en el monasterio jerónimo de Fresdelval, muy cerca de Burgos. Por otro, está el relativamente pequeño retablo de santa Ana en la capilla del Condestable de la catedral burgalesa. El sepulcro del paje Juan de Padilla, al que profesaba especial afecto la reina Isabel, está directamente inspirado en el del infante Alfonso de Miraflores. Sólo una toma de postura estética, que aborrezca los excesos ornamentales del último gótico, puede haber afirmado que estamos ante la obra maestra de Silóe. En realidad, todo hace pensar en algo encargado al artista, y que éste no llegó a ver acabado. La simplificación ornamental no es una virtud sino un signo de ello. Sin que quepa olvidar que estamos ante otra gran obra, todo indica que cualquier comparación, tanto de detalle como general, con el modelo favorece a éste y no al contrario. El orante se aproxima bastante y puede ser aquella parte en la que intervino más directamente Silóe. Antes de ingresar en el Museo Provincial de Burgos sufrió malos tratos en el monasterio de Fresdelval, destrozándose una parte de sus adornos y desapareciendo muchas de las pequeñas esculturas que lo completaban. Tres están en el Museo de Boston, dos en el Metropolitan de Nueva York, y, recientemente, se ha encontrado otra en una colección particular (Gómez Bárcena). Figurillas de menores dimensiones y más desgastadas están en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid (Franco). En todas se pone de relieve la presencia del maestro y de alguno de sus colaboradores. El relieve de la Piedad tiene poco que ver con él. Finalmente, queda el retablo de la capilla del Condestable. Esta se había comenzado en 1482 y en 1499 parece que se quitaron los últimos andamios. Por entonces, Mencía de Mendoza, la viuda del Condestable, debió ponerse en contacto con Silóe. ¿Cuál fue la razón de que le encargara el retablo lateral y no el principal, que más tarde llevarán a cabo Bigarny y su hijo, Diego Silóe? En todo caso la traza vuelve a poseer la originalidad de diseño a que nos tiene acostumbrados, habida cuenta de que la superficie de fondo era muy pequeña. En vez de situarlo en un solo plano lo dividió en tres paños, haciendo avanzar los laterales, al tiempo que presentaba un frente hacia el centro de la capilla. Era el retablo de las santas, por lo que dibujó un basamento con pequeños nichos llenos con menudas figurillas femeninas presididas por la Virgen. Los tres pisos determinan nueve nichos mayores en la zona principal y tres en la que da a la capilla. Cuatro de las figuras son posteriores, seguramente realizados por Diego, pero lo restante es de Gil, siendo una de sus obras más delicadas. Pocas veces llegó a un grado de sensibilidad tal como aquí, cuando únicamente había de representar imágenes femeninas delicadas e idealizadas, sin perder su característico distanciamiento. El centro lo ocupa una santa Ana triple, con la Virgen y el Niño, que está entre sus obras más importantes. El cuerpo de la santa se quiebra por encima de la cadera, como si pretendiera apoyarse más firmemente para sostener a Virgen y Niño, compensando de este modo el desequilibrio que hubiera supuesto su colocación a un lado. Imperativos compositivos hicieron que todos estén en pie en los segundos y terceros pisos. Arriba está santa Catalina, que recuerda la del retablo mayor de Miraflores. Especialmente encantadora es la santa Elena a la derecha de Ana. Las figuras de la zona inferior están sentadas. En todas hay un regusto por los menudos detalles, tanto de vestimenta como de adorno, incrustando piezas de otros materiales en relieve. La suavidad con que está tratado todo es buscada, intentando acomodarse a una temática tan especial como infrecuente. Es de suponer que un retablo de estas características sea el resultado de la voluntad personal de Mencía de Mendoza, que encontró el escultor a veces más solemne para llevarlo a buen fin. ¿Murió Gil de Silóe antes de acabarlo? Parece que la estructura total estaba acabada, incluso con el inmenso dosel de avanzado perfil que lo cobija. Una parte de las esculturas, también. A falta de datos hemos de mantener la hipótesis de que Gil fue incapaz de terminarlo, bien por enfermedad, bien por muerte. Incluso, el hecho de que con posterioridad el diseño del retablo lateral del lado contrario se copiara, hasta en el tipo de dosel que entonces debía resultar muy arcaico, es signo de que el último trabajo de Silóe también había satisfecho a su último y no menos importante cliente. Sin que podamos afirmarlo taxativamente, siempre se dice que Gil murió hacia 1500-1505. Es la segunda fecha la más segura. Hasta el final permaneció fiel a una estética, insensible a cualquier influjo italiano. Contra lo que se dice, no hay que sorprenderse por ello. Nada más destacable que lo que sabía hacer se le ofreció entonces. Ni la llegada de Felipe Bigarny a Burgos ha de creerse que implicaba un cambio profundo. Venía formado en la tradición borgoñona, que apenas se había hecho eco más que de aspectos secundarios del Renacimiento italiano. Bigarny no empezará a darse cuenta de él hasta la vuelta de Diego Silóe de Italia. Por el contrario, Francisco de Colonia en 1505 aún se inspiraba en el retablo de Miraflores, para el suyo de San Nicolás de Burgos, y por entonces trabajaba el maestro del retablo de la iglesia de San Gil o García de Salamanca importaba de Flandes piezas para el retablo de su capilla funeraria en San Lesmes de Burgos. Era una rica tradición que seguía viva.