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El premier británico Winston Churchill escribía, en 1942, a propósito de ciertas pretensiones soviéticas: "No se puede establecer un trazado de fronteras antes de la conferencia de paz... Sé que el presidente Roosevelt es tan categórico como yo en lo que se refiere a este tema". Lo importante de esta afirmación no es que Churchill hablase de un trazado de fronteras en los primeros días de 1942, cuando aún no se había decidido, por supuesto, la Segunda Guerra Mundial, sino que hiciese mención de una esperada "conferencia de la paz" y que uniese al presidente Roosevelt en sus sentimientos. Esto quiere decir que, en aquella fecha, los grandes del mundo no se habían dado cuenta, todavía, de que las cosas eran muy distintas a anteriormente. Hablar de "conferencia de la paz" significaba creer que la Segunda Guerra Mundial tenía alguna semejanza con la Primera y que, cuando llegase el triunfo aliado, del que no dudaban, habría algo semejante a la Conferencia de Versalles. Churchill olvidaba las críticas al Tratado de Versalles y a la Sociedad de Naciones (SDN) que de él nació. La excesiva democracia de la SDN -se dijo después- había sumido a ésta en una falta de efectividad que fue el principio de su fin. Los tres años inmediatamente siguientes a 1942 sacaron a Churchill de su error. Esa "conferencia de la paz" jamás se celebraría y tampoco habría los actos diplomáticos derivados de la aplicación de un Derecho Internacional en el que parecían confiar aún. De hecho, el Tratado de Paz con Alemania nunca se firmó. La Gran Conferencia de la Paz, que era como el rito que debía poner fin a la guerra, fue sustituida por una serie de conferencias parciales, fijadas y celebradas sin tener en cuenta -aparentemente- el desarrollo de las operaciones bélicas. Además, no estarían en esas conferencias los representantes de todos los países que combatieron en el bando presumiblemente vencedor, sino solamente los que se autodenominaban "Grandes" y, por supuesto, lo eran. Churchill tuvo la primera comprobación de que se estaba jugando a una política de hechos consumados en Teherán, durante la reunión que mantuvieron en la capital iraní el presidente norteamericano Franklin Delano Roosevelt, el soviético Josep Stalin y el propio premier británico. Roosevelt, que sentía una extraña atracción por el generalísimo soviético y que, desde 1941, pretendía reunirse con él, logró su objetivo en la Conferencia de Teherán, desde el 28 de noviembre al 2 de diciembre de 1943. Para entonces, la guerra estaba orientada a la victoria de los aliados. Desde la primavera de 1942, los acontecimientos bélicos se habían vuelto contra Alemania y Japón. En abril, Estados Unidos bombardeó Tokio. Siguieron las derrotas japonesas de Midway y las islas Salomón. Los aliados habían desembarcado en el África francesa y en Sicilia y avanzaban Italia arriba. Se trataba, pues, de dialogar sobre cómo conseguir la victoria del modo más rápido.
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La derrota de Rodrigo, el último rey visigodo, en el año 711, supuso el inicio de la dominación musulmana en la Península. La desaparición de la monarquía visigoda y la entronización del poderío musulmán provocaron la huida de muchos cristianos hacia el norte, buscando refugio y salvación en los montes de Cantabria. Toledo fue tomada sin resistencia, comenzando así los 374 años de convivencia en la ciudad de musulmanes, cristianos y judíos, en lo que se ha denominado como periodo de las Tres Culturas y que, a pesar de ser visto por ciertos historiadores como un periodo sangriento y tenebroso, se caracterizó por la convivencia entre dichas culturas. Efectivamente, hubo levantamientos contra los recién llegados, debido al rechazo de la población cristiana, y sólo fueron sofocados durante el califato de Abd al-Rahman III. Sin embargo, con el tiempo las comunidades cristianas de la ciudad acabaron por arabizarse completamente, no sólo hablando su mismo idioma sino adoptando también su cultura. También existía una comunidad judía numerosa. Durante el periodo califal (929-1031), Toledo se embelleció y enriqueció con nuevos edificios, destacando las dos mezquitas, que todavía hoy se mantienen en pie; la de Bib-Al-Mardum, posteriormente convertida en la ermita del Cristo de la Luz, y la, también convertida, Mezquita de Tornerías. En el año 1031, se produjo la caída del califato, instaurándose los Reinos de Taifas. Toledo fue la capital de uno de ellos hasta que, en el año 1085, Alfonso VI conquistó la ciudad y estableció en ella un régimen de tolerancia con los antiguos pobladores, convirtiéndose Toledo en centro de las culturas musulmana, cristiana y judía, y acudiendo a ella sabios de toda Europa que, en el siglo XII, formaron la Escuela de Traductores de Toledo. Durante la época de los reinos de Taifas se desarrolló en la ciudad una intensa actividad artística y científica. En este tiempo, los reyes y condes cristianos se habían conformado con el cobro de parias o impuestos que debían pagar los musulmanes a los cristianos para no ser atacados por éstos, hasta que el monarca castellano-leonés Alfonso VI llegó a un acuerdo con los toledanos para que, tras cuatro años de asedio castellano, entregaran la antigua capital visigoda después que el rey dio garantías de que se respetarían las personas y bienes musulmanes y de permitirles seguir en posesión de la mezquita mayor. Por su parte, los toledanos se comprometieron a abandonar las fortalezas y el alcázar, renunciando a toda actividad o resistencia militar. Se cumplió, por tanto, uno de los sueños de los monarcas leoneses, es decir, la ocupación de Toledo y el restablecimiento de la sede primada como símbolo de la unidad eclesiástica de los reinos cristianos, mientras que el título imperial utilizado por el monarca reflejaba la unidad política. Para la conquista de la ciudad, Alfonso VI utilizó voluntarios extranjeros, principalmente, franceses, y su conquista cambió la percepción tanto de cristianos como de musulmanes, ya que Toledo fue la primera gran ciudad en caer en manos cristianas desde el inicio de la Reconquista. La ordenación posterior del territorio conquistado fue la misma que la llevada a cabo en otros lugares; se conquistaba el núcleo urbano y se subyugaban los alrededores de ella. El caso de Toledo fue diferente, ya que cuando entraron en ella se encontraron con una ciudad sofisticada, con espléndida tierra agrícola y rodeada de huertos. La sorpresa fue mayor cuando vieron que dentro del núcleo urbano había comunidades de cristianos y judíos viviendo pacíficamente bajo dominio musulmán, habiendo adoptado incluso el lenguaje y la cultura árabes, incluyéndose la forma de vestir y el estilo de vida. Este descubrimiento transformó la vida intelectual al norte de los Pirineos. Los eruditos islámicos aportaron valiosa información en los campos de la medicina, botánica, geografía o farmacología, entre otras ciencias; también se desarrollaron las traducciones de textos del árabe, previamente traducidos del griego, al latín. A partir de los siglos XI-XII, primero los almorávides y después los almohades, llamados por los reyes de taifas para evitar la ocupación cristiana, atacaron la ciudad en reiteradas ocasiones, como cuenta la leyenda de la Peña del Rey Moro, que hoy es recordada por un conjunto de rocas en forma de cabeza humana cubierta por un turbante que, según la leyenda, correspondería a un caudillo almorávide que quiso recuperar la ciudad y murió en el intento sin poder conseguirlo, excavando allí su tumba y esculpiendo su imagen como recuerdo por su perseverancia. Para muchos musulmanes de al-Andalus, la caída de Toledo en manos cristianas se debió al abandono de las costumbres y criterios del Islam. Así pues, una secta del norte de África, los almorávides, fue invitada por algunos gobernantes de los Reinos de Taifas a la Península con la misión de reforzar un mayor cumplimiento de la ley religiosa. Sin embargo, sus reformas se consideraron inadecuadas y en el 1150 fueron sustituidos por una nueva oleada de fanáticos también del norte de África, los almohades. Su momento de mayor gloria se produjo en el año 1195, cuando vencieron a los ejércitos cristianos al sur de Toledo, en la batalla de Alarcos. Sin embargo, esta victoria tuvo escasa repercusión, ya que, en el año 1212, fueron derrotados por los cristianos en la batalla de Navas de Tolosa. Por lo tanto, a partir del siglo XII, Toledo pasó a formar parte del reino de Castilla y León. Bajo el reinado de Fernando III el Santo, se iniciaron las obras de construcción de la catedral y con Alfonso X el Sabio se abrió uno de los periodos de mayor esplendor de la urbe, convirtiéndose en la capital europea de la cultura; se trasladaron allí los restos de la biblioteca de Al Hakam II, cuyos fondos fueron traducidos al latín, se recopilaron obras y se escribieron nuevas en todas las materias (medicina, filosofía, cosmografía, etc.). Durante este periodo la ciudad fue un punto de referencia política y epicentro en las guerras fraticidas entre monarcas cristianos de los siglos XII-XIII y XIV. Además, era punto estratégico de decisiones militares durante las campañas de reconquista del sur de la Península. La ciudad intervino activamente en las luchas entre Pedro I el Cruel y Enrique de Trastámara, a favor del primero, siendo tomada por el segundo en 1369, tras un largo asedio. A lo largo de toda la edad Media el núcleo urbano fue aumentando, adquiriendo en el siglo XIV el Privilegio de Ferias y pasando a ser, un siglo después, una de las principales productoras de Castilla de paños, actividad que se sumó a las ya existentes de acuñación de moneda, fabricación de armas e industria de seda. El colectivo que más ayudó a dicho desarrollo económico fue el de los judíos.
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Las tres edades de la mujer se exhibió por primera vez en la Exposición de Arte de 1908 junto a El Beso, mostrando ambas telas una composición similar ya que las zonas laterales están sin cubrir y el fondo está constituido por manchas cromáticas. En el centro de la escena podemos observar las tres edades de la mujer ante un campo de flores amarillas en el que observamos imperfectas elipses doradas y negras, recordando este fondo a los mosaicos bizantinos de Ravena que tanto atrajeron al maestro. De frente y en primer plano aparece la madre, con su hija en brazos, apoyando su cabeza sobre la de su retoño. Tiene los ojos cerrados y gesto de ensoñación, al igual que la pequeña, cuyo sexo no podemos contemplar al estar su figura apretada contra la madre. Una anciana desnuda, de lado, con el rostro cubierto por el largo cabello, llevándose la mano izquierda hacia la cara, es la representación de la vejez. De esta manera podemos apreciar la representación del nacimiento, la madurez y la decadencia, igual que se muestra en la Filosofía. De nuevo, Klimt evoca el importante papel de la mujer en la vida, aludiendo a su lado femenino, lo que algunos especialistas interpretan como la rebelión de Edipo.El maestro vienés se ha inspirado en una obra de Rodin para la figura de la anciana, manifestando la admiración hacia el escultor francés. Una vez más, encontramos el característico gusto por las líneas onduladas, el soberbio dibujo y el decorativismo que definen la pintura de Klimt, en sintonía con los trabajos del art-nouveau y de la Secession, precisamente el año que se produce una escisión dentro del grupo ante la presión de los "naturalistas", opuestos a la filosofía de arte global que defendían los promotores de los Talleres de Viena, entre ellos el propio Klimt. Las tonalidades brillantes empleadas contrastan con el fondo neutro, apreciándose la renuncia a la perspectiva tradicional que se manifiesta en el maestro vienés.
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La vinculación de Giorgione con círculos neoplátonicos le llevará a desarrollar una iconografía que recoja sus pensamientos sobre el amor, la belleza y el paso del tiempo, como apreciamos en este lienzo protagonizados por tres hombres de diferentes edades, resaltados ante un fondo neutro gracias al empleo de un potente foco de luz que acentúa los contrastes entre luz-sombra y acentúa las brillantes tonalidades utilizadas. El anciano gira su cabeza para dirigir su mirada al espectador, introduciéndonos en la escena protagonizada por el joven que sostiene en sus manos una partitura mientras que el adulto, de perfil, parece mantener una conversación con el muchacho. La sensación atmosférica conseguida gracias a la iluminación es un recuerdo de Leonardo, el maestro que más influyó en la pintura del de Castelfranco, posiblemente más que el propio Giovanni Bellini con el que dio sus primeros pasos. El "sfumato" leonardesco se manifiesta de manera acertada en esta obra, posiblemente una de las últimas realizadas por Giorgione antes de fallecer víctima de la peste.
obra
Esta obra se atribuye indistintamente a los dos hermanos Van Eyck, si bien el arcaísmo de la composición inclina a una parte de los expertos a considerar la obra como hecha por Hubert. La escena está seccionada, es decir, formaba parte de un conjunto mayor. Este se colige a partir de los extraños rayos dorados que salen del borde derecho del marco, indicando que allí había algo resplandeciente, probablemente Cristo resucitado ante las tres Marías. De tal modo, este cuadro pudiera haber sido el ala lateral izquierda de un tríptico. Respecto al cliente que encargó este óleo, podemos decir que el pintor da pistas de su identidad en el collar que se encuentra en el ángulo inferior derecho: el collar de la Orden de San Miguel, que distinguía a Felipe van den Clyte. Este personaje cayó en desgracia ante Carlos el Temerario en 1472, fecha bastante tardía que no invalida la tesis de que la pintura fuera realizada en el segundo cuarto del siglo XV por uno de los Van Eyck.
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La obra gráfica figurativa de los primeros tiempos de la escuela de Glasgow no acusa influencias historicistas en ninguno de los rasgos fundamentales. Sus características distintivas serían la sinceridad y la originalidad. En la linealidad y en los juegos de simetría adoptada por todos ellos latía la influencia de Aubrey Beardsley y Jan Toorop (que había publicado esta obra que contemplamos en la revista "The Studio" en 1893), pero también huellas de origen celta y nombres que provenían de la obra de Maurice Maeterlinck y Dante Gabriel Rossetti.
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Sólo en los dos primeros siglos de la modernidad pudieron las mujeres ser reinas en España. A partir del siglo XVIII, con la introducción de la Ley Sálica procedente de Francia e implantada por Felipe V, las mujeres dejaron de tener este derecho hasta su abolición por parte de Fernando VII en el siglo XIX. La figura de la reina propietaria siempre fue vista en la Época Moderna como un mal menor. Los valores de la sociedad patriarcal alcanzaban también al trono. Se prefería siempre al hombre por encima de la mujer, mucho más cuando se trataba de una posición de la más alta autoridad y responsabilidad como era la realeza, encargada de gobernar y dirigir la sociedad. Para ejercer el poder, como para tantas otras cosas, se consideraba mejor al hombre. En las normas de sucesión se preferían lo varones a las mujeres. Sólo cuando no existía un varón en la familia real para heredar el trono, los intereses dinásticos pasaban por encima del problema que suponía para la mentalidad de la época el que una mujer encarnara la Corona. A finales de la Edad Media y principios de la Edad Moderna existió una gran polémica y en los reinos españoles no había unanimidad sobre este asunto. En la Corona de Aragón, las mujeres no podían ocupar el trono, sólo transmitir los derechos. En la Corona de Castilla, podían ocuparlo, pero también se prefería a los varones. ISABEL LA CATÓLICA, EJEMPLO DE REINA PROPIETARIA. Muy significativo fue el caso de Isabel la Católica que reivindicó sus derechos al trono castellano tras la muerte de su hermano Alfonso, más joven que ella. Ni la complicada situación, ni su juventud, ni su condición de mujer le hicieron vacilar ni un momento. (10) En aquella época, hubo dos movimientos, uno a favor y otro en contra de la joven reina. Este último -explica Pérez Samper- dudaba si Isabel podía asumir por sí misma la corona y conjeturaba que lo apropiado era transmitirla a su marido, reconociendo la superioridad del varón, como afirmaba la ley sálica. El otro movimiento se inclinaba por los derechos femeninos al trono, en el que destacó Hernando del Pulgar: 'Las mujeres eran capaces de heredar, y les pertenecía la herencia de ellos en defecto de heredero varón descendiente por derecha línea, lo cual siempre había sido guardado y usado en Castilla (....) y alegaron que no se hallaría en ningún tiempo, habiendo hija legítima descendiente por derecha línea, que heredase ningún varón nacido por vía transversal...' Retrato de Isabel la Católica Los argumentos en los que se apoyaba eran la tradición de la política castellana y la doctrina cristiana que no admitía diferencia sustancial entre hombre y mujer. Aunque se admitiera la prelación del hombre sobre la mujer en la misma línea y grado de parentesco, no existía motivo para oponerse a que las infantas, a quienes correspondiese, pudieran reinar y reinaran en plenitud. En Castilla se aceptaba desde antiguo que la sucesión recayera en una mujer, siempre que no hubiera varón que ostentara iguales o mejores derechos. Una mujer podía heredar el trono y gobernar como reina propietaria, pero en la práctica esta situación se dio pocas veces. Los dos ejemplos más significativos fueron Urraca I(1109-1126) hija de Alfonso VI y Berenguela, hija de Alfonso VIII, que en 1217 heredó la corona, pero la transmitió rápidamente a su hijo Fernando. En Aragón, por el contrario, se admitía sólo la posibilidad de transmisión de las mujeres de los derechos al trono, pero no la posibilidad de ejercerlos. El problema se solucionó el 15 de enero de 1475 cuando se firmó la llamada Concordia de Segovia que ratificó a Isabel como 'legítima sucesora y propietaria' de la Corona de Castilla y Fernando como su 'legítimo marido'. Pero otro problema, no menor, surgió desde el primer momento, los derechos al trono de la discutida hija de Enrique IV, Juana la Beltraneja. Aquel asunto despertó grandes pasiones que desembocaron en una guerra civil e internacional. Isabel y Fernando tuvieron que enfrentarse a los partidarios de Juana durante más de cinco años. Finalmente la paz de Alcaçovas-Toledo de 1480 puso fin a la contienda y convirtió a Isabel en la reina indiscutida de Castilla. Desde aquellas fechas la nueva reina propietaria se mostró como una excelente gobernadora, estimada por sus súbditos; sin embargo, sus grandes aflicciones, le llegaron en el ámbito doméstico, como esposa, ante las infidelidades de Fernando, y como madre, pues tuvo que sufrir, no sólo la muerte de sus dos primogénitos, entre ellos el heredero, sino también la locura de su hija Juana y la difícil situación de su hija Catalina en Inglaterra. JUANA LA LOCA, EJEMPLO DE REINA QUE NO REINÓ (11) Mientras que Isabel fue una reina que desempeñó el poder real en plenitud y de manera ejemplar, con decisión y energía, su hija Juana, sin embargo, apenas lo ejerció. Lo que hizo imposible su reinado fue, por un lado, la dura competencia que le hicieron los varones de su propia familia y, por otro, sus problemas mentales. Su gobierno fue inédito, lo que hace imposible la comparación con el caso de su madre, modelo de reina por excelencia en la historia de España. Retrato de Juana la Loca La historia de Juana es bien conocida. (12) Quizá la tutela asfixiante de su padre, Fernando el Católico, quien se resistió a dejar el poder que había tenido en la Corona de Castilla durante la vida de su esposa, o quizá también, la usurpación del poder de Juana por parte de su marido Felipe el Hermoso, marcaron su destino. La reina propietaria de Castilla se vio contestada por su padre y su esposo. Muerto prematuramente Felipe el Hermoso, la situación de Juana como viuda, empeoró. Sola, gravemente afectada por la pérdida de su esposo, cayó más que nunca bajo la tutela de su padre, quien en lugar de apoyarla y ayudarla a asumir sus responsabilidades, simplemente se convirtió en regente y la apartó radicalmente del poder y del gobierno. Comenzó entonces su larguísimo encierro en Tordesillas. Finalmente, su hijo Carlos no hizo más que continuar en la misma línea. Dio a su madre por incapacitada y se amparó en la ficción legal de compartir con ella la realeza, asumiendo el gobierno en solitario. Juana fue sacrificada a los intereses de la dinastía y del trono. Pero ella, a pesar de su nublado entendimiento, colaboró con la familia y la dinastía como lo demostró con su actitud ante la rebelión comunera, evitando enfrentarse a su hijo Carlos y contribuir a la división del reino. Más allá del gravísimo problema que representaba para cualquier monarquía la locura del soberano, en el caso de Juana, su condición de mujer influyó negativamente en sus posibilidades de encarnar la realeza y ejercerla. En una sociedad acostumbrada a situar a las mujeres en una posición secundaria, subordinada y dependiente, las reinas no lo tenían fácil y mucho menos una reina que padecía trastornos mentales y carecía de la suficiente fuerza para imponer su autoridad. ISABEL II, REINA QUE PERDIÓ EL TRONO Aunque no se incluya en el periodo de la modernidad, no quedaría completo el cuadro de las reinas españolas propietarias sin citar a Isabel II. En el siglo XIX, esta soberana contribuyó a dividir el reino y perdió el trono. Al comenzar su reinado, cuando todavía era una niña, abrió grandes perspectivas y esperanzas de modernización social y política para la monarquía y para la nación, pues ella encarnaba la causa del liberalismo. Sin embargo, pronto se desvanecieron las esperanzas. Retrato de Isabel II El reinado de Isabel II transcurrió bajo el signo de la división y el enfrentamiento, primero las luchas entre liberales isabelinos y absolutistas carlistas, después entre liberales moderados y liberales progresistas, finalmente entre monárquicos y republicanos. Su conducta no estuvo a la altura de las circunstancias, pues no logró superar las divisiones y discordias, incluso en muchas ocasiones contribuyó a ellas, y acabó perdiendo el trono tras la revolución de 1868. Murió exiliada en París en 1904 después de largos años de destierro. Si no estuvo a la altura como reina propietaria, cumplió su papel asegurando la sucesión. Su hijo Alfonso XII, superando muchas dificultades, recuperó el trono y contribuyó a pacificar la nación y a darle estabilidad y futuro con el sistema de la Restauración.