Los procesos revolucionarios que se generalizaron en Europa durante el primer semestre de 1848 marcaron un nuevo avance del liberalismo y de las corrientes nacionalistas, aunque estos avances se vieron también acompañados por exigencias de carácter democrático (sufragio universal) y reclamaciones de reforma social que protegiera los intereses de las clases trabajadoras, especialmente el derecho al trabajo.Las revoluciones tuvieron lugar en una Europa en la que el liberalismo no había dejado de avanzar desde la oleada revolucionaria de 1830. El Reino Unido y Francia ejercían un indudable liderazgo en este aspecto, que había permitido la creación de Bélgica, bajo la forma de una monarquía liberal, y los procesos de implantación de regímenes liberales en Portugal y España, superando costosas guerras civiles en ambos casos. También eran varios los Estados alemanes que contaban con Constituciones liberales.Frente a ese mapa del liberalismo, los principales regímenes absolutistas eran Rusia, Prusia y Austria, que extendían su influencia desde la península italiana hasta el noreste de Europa. De todas maneras, como ha recordado Roger Price, las estructuras sociales y económicas de carácter preindustrial seguían casi intactas en la mayoría de los Estados europeos y la sacudida revolucionaria de estos años brindó la oportunidad de que alcanzasen protagonismo sectores sociales que hasta entonces habían permanecido al margen.En los momentos álgidos de la revolución (primavera y verano de 1848) pudo pensarse que se había producido una profunda alteración del orden político establecido en 1815, y de los principios que lo habían alentado, pero la evolución de los acontecimientos aconseja no magnificar las consecuencias de los movimientos revolucionarios. La fuerte represión que siguió a los estallidos revolucionarios ha hecho que algunos historiadores (W. Fortescue, Price) opinen que 1848 contribuyó al mantenimiento de un orden social y político conservador que perduró hasta el estallido de la primera guerra mundial. Algunas innovaciones políticas significativas (unificaciones de Italia y Alemania) se hicieron bajo el signo conservador y casi no quedó otro movimiento revolucionario que el anarquismo. Las grandes conmociones revolucionarias de los años siguientes (Comuna de París, revolución rusa de 1905) se explican más como reacciones a desastres militares que como verdaderas propuestas de transformación política profunda.
Busqueda de contenidos
obra
El ambiente carcelario de esta imagen se pone en relación con Por que fue sensible. Una joven duerme acompañada de tres enigmáticas figuras que podrían ser frailes o monjas, aludiendo por lo tanto a la feroz crítica anticlerical existente en numerosos círculos de la Ilustración. Si no están relacionadas con el clero podría tratarse de celestinas, volviendo al mundo de la prostitución.
contexto
Para los mercaderes de los reinos peninsulares de la Corona, Cerdeña, Sicilia, Nápoles y el norte de Africa eran mucho más que escalas del comercio con el Mediterráneo oriental. Desde el siglo XIII los mercaderes catalanes controlaron buena parte del comercio en la zona, preponderancia económica que se reforzó con el dominio político. Puesto que se trataba de países con escaso desarrollo industrial, resultaron excelentes compradores de productos manufacturados y proveedores de primeras materias. En suma: la prosperidad del gran comercio catalanoaragonés se forjó tanto en el Ultramar de las especias (el Mediterráneo oriental) como en las escalas de la llamada diagonal insular (el Mediterráneo occidental). Los mercados de Cerdeña debían ser los menos atractivos. La economía de la isla, ha dicho M. Del Treppo, tenía connotaciones coloniales. Era, en efecto, una especie de dominio colonial de los catalanes. Habitada por una clientela más bien pobre y poco numerosa, constituía una escala de la navegación catalana. Es posible, por tanto, que su conquista obedeciera más a razones de estrategia política que a imperativos comerciales. Con todo, los mercaderes no desaprovechaban la ocasión para comerciar: descargaban un poco de todo y en pequeñas cantidades y adquirían trigo, coral, y en menor cuantía sal, queso, cueros, pieles y metales. Para los mercaderes de la Corona, el reino de Nápoles era sobre todo un mercado consumidor y una zona internacional de intercambio (ferias de Nápoles, Gaeta y Salerno), todo lo cual no parece justificar la tardía y costosa conquista de Alfonso el Magnánimo, a mediados del siglo XV. El montante de las importaciones de tierras napolitanas era modesto (trigo, algodón, azufre, esclavos y vino), no así las ventas. Los mercaderes catalanes vendían en el reino de Nápoles lana, cueros, azafrán, cera, sal de Ibiza, algunos productos sicilianos (azúcar, queso) y, sobre todo, paños de la industria catalana, valenciana y mallorquina. La mayor parte de estos productos exportados a Nápoles debían ser reexportados por mercaderes italianos (genoveses y venecianos) y por catalanes que operaban en Ultramar, y que así se proveían cómodamente en los mercados napolitanos. Como indica J. Heers, Nápoles no era más que una etapa del gran tráfico hacia el Levante mediterráneo, a lo largo del eje catalán Barcelona-Nápoles-Sicilia-Rodas. El norte de Africa fue el taller experimental del comercio catalanoaragonés y el ámbito de creación de las primeras fortunas mercantiles de la Corona. Siempre fue una ruta relativamente modesta, en cierto sentido popular, hecha de un comercio de pequeñas cantidades y muchas comandas. No obstante, y a pesar del riesgo del corsarismo (vinculado al comercio de esclavos), en esta zona se sumaban ventajas económicas y políticas: la debilidad de las flotas africanas dejaba el transporte en manos catalanas, y las divisiones y rivalidades entre los sultanes facilitaban la imposición de una especie de protectorado militar del rey de Aragón en la zona. Los mercaderes de Barcelona, Valencia, Mallorca y Sicilia iban a los mercados del norte de Africa (Túnez, Bona, Bugía, Argel) a vender paños y productos muy diversos, agrícolas e industriales, y adquirir cera, cuero, coral, esclavos y oro, además de productos exóticos. La ruta ofrecía un saldo favorable, y proporcionaba primeras materias para los talleres catalanes y oro para las compras de especias en el Mediterráneo oriental. Sicilia, aunque incorporada a la Corona por intereses puramente dinásticos de la monarquía, desde finales del siglo XIII ocupó un lugar destacado en la navegación y el comercio exterior catalanoaragonés. Los monarcas otorgaron privilegios a los mercaderes catalanes, que formaron colonias numerosas (en Palermo, Mesina, Catania y Siracusa) y, desde hacia 1350, dieron preponderancia al comercio catalán en la isla, donde practicaron la compraventa, el comercio del dinero y el negocio de los seguros. Compraban trigo, coral, seda, azúcar y algodón, y vendían productos catalanoaragoneses (paños, azafrán, cueros) y de reexportación (tejidos de lujo ingleses y flamencos). Para los catalanes la balanza comercial era favorable y la isla se situaba en el centro de su compleja red de intercambios, ya sea como eslabón de la ruta de las especias o larga diagonal insular, ya sea como parte de relaciones triangulares en el Mediterráneo occidental. Más allá de Sicilia y del estrecho de Mesina empezaba el Mediterráneo oriental, el ámbito que las fuentes llaman Oriente, Levante y Ultramar, esencialmente delimitado por Constantinopla al norte y Alejandría al sur, y formado por las costas griegas, Asia Menor, las islas de Creta, Quíos, Rodas y Chipre y los puertos sirios de Jaffa y Beirut. En este ámbito había dos rutas, la del Imperio bizantino o Romanía, y la de Siria y Egipto. La del Imperio bizantino, con centro en Constantinopla, era la menos frecuentada. Aquí los mercaderes de la Corona, generalmente catalanes, vendían productos agrícolas (azafrán, aceite) y de fabricación (paños, armas, coral trabajado) y adquirían primeras materias (cera, alumbre, cobre, algodón) y esclavos. "La ruta más importante del comercio internacional de Barcelona, que le debía todas sus fortunas y la prosperidad de su clase dirigente" (M. Del Treppo) era la de Siria y Egipto. En esta ruta, Rodas, con una importante colonia de mercaderes catalanes, era escala y almacén. En función de la coyuntura política, los mercaderes se dirigían a Siria (Beirut, Damasco) o a Egipto (Alejandría), con el objetivo principal de adquirir especias (gengibre, pimienta, canela, laca, incienso) y secundariamente productos industriales de lujo (tejidos finos) y materias primas (lino, algodón). A cambio vendían coral y paños, productos de reexportación (estaño, telas de cáñamo) y algunos productos agropecuarios (miel, fruta seca, aceite). En las rutas de Ultramar se invertían sumas considerables, pero de este comercio dependía, en gran medida, la prosperidad de los mercaderes catalanes y de otros sectores sociales y pueblos de la Corona: las especias de Oriente, reexportadas hacia Flandes, Languedoc, Provenza, Aragón y Castilla, servían para comprar lana, trigo, azafrán (en parte en Aragón y Valencia) y tejidos ricos (en las rutas continentales y del Atlántico norte), productos que en parte eran consumidos en la Corona, en parte transformados (fabricación de paños) y en parte reexportados (ventas de azafrán en el Languedoc, de lana en Venecia y de paños en todo el Mediterráneo), y claro está, con los ingresos de las ventas de lana y paños, trabajaban los talleres textiles rurales y urbanos, y de ello vivían, al menos parcialmente, mercaderes, artesanos y campesinos de todos los reinos de la Corona. Se trataba de un sistema económico complejo cuyo funcionamiento dependía de muchos factores engarzados. El fallo de una pieza importante, como el aprovisionamiento o la venta de especias, azafrán o paños, ponía en peligro a todo el conjunto, que es lo que sucedió en distintos momentos durante el siglo XV.
contexto
El clero femenino -wabet- ya existía en el Imperio Antiguo, en contra de lo mencionado por Herodoto. Sus funciones eran diversas: bailar, cantar y tocar música para los dioses, así como tareas más complejas, como guardar el tesoro. Este sacerdocio femenino hubo de ser creado en paralelo al masculino, estando integrado por mujeres de la nobleza, así como esposas e hijas de los sacerdotes, que asumen sus funciones, sobre todo al principio y hasta el I Periodo Intermedio, centradas en asuntos de tipo funerario. Durante el Imperio Medio el sacerdocio femenino decreció en importancia, continuando sólo los títulos religiosos de manera más simbólica que funcional. Sólo cantoras y músicas tuvieron una cierta relevancia, que se incrementó durante el Imperio Nuevo, como las cantoras de Amón. También en este periodo tuvieron relieve las concubinas del dios -hekeret-.
contexto
Parece que las funciones religiosas estaban monopolizadas en las mujeres. En la lengua kampanga eran llamadas katulungan, término que los españoles traducían como catolonan. La raíz de esta palabra aparece en oficios o tareas que se hacen para ayudar o asistir a otros. Las catolonan asistían y ayudaban a la comunidad propiciando la benevolencia de los espíritus y mediando entre el mundo de los vivos y el de los difuntos. Los filipinos consideraban natural esta dedicación femenina puesto que las mujeres podían ser más persuasivas en el trato con los espíritus. En una religión donde la danza ritual ocupaba un lugar importante, los gráciles movimientos de las mujeres podían atraer de modo más favorable la atención de los dioses. Estas sacerdotisas curaban enfermedades, hacían amuletos y conjuros, guardaban y recitaban la historia de las genealogías de los barangay, pacificaban a los dioses y presentaban las peticiones y acciones de gracias de los fieles. Existía una especie de jerarquía entre ellas, pues estaban sujetas a la autoridad de la sonat. Era la que tenía más experiencia y su función principal consistía en asistir en la hora de la muerte y predecir si un alma había alcanzado la salvación o si se condenaba. En el caso de las pueblos de Mindanao y Zambales las mujeres no desempeñaban estas funciones religiosas, porque en su mayoría eran musulmanes.
contexto
A partir de la promulgación por Constantino en el 313 del Edicto de Milán, el cristianismo se divide en innumerables sectas y disidencias, lo que sin duda influye en la disgregación del Imperio, ya que con Constantino los destinos de la Iglesia y del Imperio se habían unido. La Iglesia había empezado proporcionando al Imperio el consenso que todo poder político precisa. Ya se vio cómo la Iglesia había tomado en muchas ocasiones el relevo de las antiguas instituciones ciudadanas (como la del patronato municipal o la asistencia social, por ejemplo). El propio Constantino juzgó oportuno servirse de las instituciones implantadas por la Iglesia episcopal, ante la imposibilidad de sustituir y revitalizar las antiguas instituciones. Pero la Iglesia fracasó en su intento de extenderse y unificar a los pueblos del Imperio. El reclutamiento local del clero los convertía en defensores de los privilegios de sus regiones pero, salvo raras excepciones, carecieron de miras más universales. Desde el año 314 al 316, el movimiento disidente de la Iglesia africana, el donatismo, marcó las dificultades de la colaboración Iglesia-Estado. Los mismos obispos que habían solicitado la intervención del emperador sólo pensaban aceptar su sentencia en caso de que les fuera favorable. Como no lo fue, volvieron a sus antiguas posiciones de resistencia al gobierno. Tras el Concilio de Nicea (año 325), Eusebio de Nicomedia y los demás obispos perdedores solicitaron al emperador el recurso de casación. Una vez reintegrados, llegaron incluso a deponer y exiliar a los jefes del partido contrario. Como la victoria de los arrianos se debía al emperador, éste, Constancio II, pasó a detentar un enorme poder en materia de dogma y disciplina. Desde entonces se perfilan dos posiciones: los arrianos admiten posiciones cesaropapistas y los trinitarios defienden el poder espiritual y la infalibilidad de los concilios de los obispos. Los años que siguieron a la muerte de Constancio II y el pagano Juliano, fueron años victoriosos para el partido católico, que aprovechó para impulsar sus ventajas y asegurarse el monopolio de la religión. Después del fracaso y el descrédito del cesaropapismo, el Estado (en alianza con la Iglesia católica) estaba condenado a seguir la misma suerte que sufriera la unidad de esta Iglesia. Puesto que las decisiones conciliares eran infalibles, la Iglesia católica fue apartando y condenando a todos aquellos grupos cristianos que disentían de ellos. Es significativo que, una vez condenados por la Iglesia, el propio emperador -principalmente Teodosio- los condenase mediante disposiciones jurídicas, prohibiéndoles reunirse, confiscando sus bienes, etc. Las escisiones fueron múltiples: el novacianismo, los arrianos, el pelagianismo, el donatismo, los luciferianos, etc. En Hispania conocemos la existencia de obispos arrianos, entre ellos Gregorio de Elvira y Potamio de Lisboa -quien primero fue trinitario, luego arriano y posteriormente luciferiano-. No eran raros en los ambientes cristianos de esta época los casos de defección, conversión y reconversión. Estos cambios de actitud obedecían casi siempre a no poder resistir las presiones del ambiente, del pueblo, de las autoridades civiles y eclesiásticas y aun del propio emperador. Un personaje destacado en la Iglesia de esta época fue Osio de Córdoba, que jugó un papel fundamental en el Concilio de Nicea defendiendo los postulados trinitarios. Cuando Constancio II, arriano, accedió al poder logró que el anciano obispo escribiese un documento en el que abjuraba de sus anteriores creencias y se adhería al credo arriano. También conocemos la existencia de grupos montanistas y maniqueístas, aunque estas pequeñas comunidades disidentes nunca llegaron a un grado de expansión preocupante para la Iglesia hispana.
contexto
Entre los diversos grupos judíos había algunos que por sus particularidades doctrinales y de acción merecen la denominación de sectas. Todas eran igualmente judías, porque salvaguardaban el contenido fundamental de la creencia y la práctica del judaísmo; pero sus diferencias eran profundas, su irreductibilidad, evidente; su presencia en el pueblo, muy visible, y la influencia, considerable. Flavio Josefo cita cuatro: la de los saduceos, la de los fariseos, la de los zelotas y la de los esenios. Las tres primeras han sido ya mencionadas anteriormente; la cuarta tiene la importancia que le confiere el afortunado hallazgo de una rica documentación en papiro encontrada en cuevas cercanas al mar Muerto y correspondiente al monacato esenio de la zona. El grupo esenio era una segregación que hacía vida aparte, defendiendo la pureza tal cual ellos la interpretaban. Los zelotas traducían sus vivencias judías en un nacionalismo antirromano violento, más cargado de política que de religiosidad. Los saduceos y los fariseos eran dos modalidades del judaísmo oficial: la sacerdotal y la sinagogal; la del templo y la de la ley. Los saduceos pretendían una vinculación directa a Sadoc, el sumo sacerdote a quien David pusiera al frente del templo de Yahvé; eran una derivación del sacerdocio sadocita, el legítimo. Al igual que habían sido conformistas con los dominadores helenísticos, lo eran ahora con los romanos. Dominaban el Sanedrín y los sacerdocios, y tenían la responsabilidad del culto a Yahvé en el templo de Jerusalén. Su más destacada peculiaridad doctrinal era el rechazo del más allá y, consecuentemente, de la resurrección. Los fariseos eran hombres dedicados al estudio e interpretación de la ley, que respetaban más en la letra que en el espíritu. Desarrollaron una riquísima casuística, desde la que se desprendían pautas para la observancia. Eran enemigos de los romanos, de la misma forma que rechazaron con anterioridad las imposiciones helenizantes. Controlaban la religiosidad de las sinagogas y las escuelas rabínicas tanto elementales como superiores. Los zelotas, nacionalistas a ultranza, pudieron nacer con el movimiento rebelde de Judas el Galileo; pretendían la constitución de un estado teocrático, que pasaba por la eliminación de los paganos y el odio a todo extranjero que se interfiriera. Propugnaban la acción violenta, y serían el fermento que haría posible la crisis de la primera guerra judaica. Conocíamos a los esenios por lo que de ellos nos dicen el judío Flavio Josefo y el romano Plinio el Viejo. Ahora sabemos mucho más de ellos gracias a los descubrimientos de Qumrám. Era una secta hiperpurista, tal vez heredera de los hasidim intransigentes del período helenístico, descontenta y segregada. Hacían vida cenobítica a las puertas del desierto, creían que el templo de Jerusalén estaba mancillado por un sacerdocio indigno y se consideraban lo que quedaba del auténtico Israel, autoatribuyéndose la denominación de "el resto". Las cuatro sectas tienen su importancia. La de los saduceos porque representaba el culto sacrificial de Jerusalén e integraba los órganos visibles del judaísmo y su autonomía. Los zelotas, por su lucha antirromana y porque acabarían provocando la catástrofe. Los esenios, porque los hallazgos de sus escritos explican importantes aspectos del judaísmo palestinense y porque al menos algunos autores creen que también iluminan facetas del primitivo cristianismo. Los fariseos, porque su enseñanza de la ley tenía carácter oficial, o lo adquiriría, y porque serían los únicos en sobrevivir tras la destrucción de Jerusalén y el templo en 70 d.C., de tal forma que el rabinismo talmúdico posterior sería empresa exclusivamente suya. Y cabría, para cierre, una brevísima referencia más: la que merece la secta judía que nace de la aceptación de Jesús como mesías; el judeocristianismo, que es rama sin desgajar del judaísmo hasta que se inicia, no sin temores y dudas, la apertura de la Iglesia primitiva a la gentilidad, gracias especialmente a San Pablo; quedan abandonadas prácticas de la ley, y acaban el cristiano y el judío por no reconocerse en la doctrina fundamental del otro, y sobre todo se disuelve o pierde significación la Iglesia-madre de Jerusalén con la destrucción del año 70.
contexto
Una vez restituida, la dote podía servir para que la viuda saliese adelante, tal vez sola, o tal vez reinvirtiéndola en un nuevo matrimonio. Al fin y al cabo, tras muchos de los matrimonios en segundas nupcias se escondía la lucha por la supervivencia: el matrimonio no era sólo la unión de dos personas, era la conjunción de dos fuerzas productivas. En el mundo agrario este hecho se hacía más que evidente: al tratarse de trabajos estacionales hombres y mujeres combinaban sus esfuerzos para sacar adelante la tierra. Lo mismo ocurría en el caso de las esposas de artesanos: la mujer era un elemento importante en el negocio familiar, se encargaba de las cuentas, de la atención al público y era conocedora del proceso de fabricación. Cuando el maestro moría, algunas viudas decidían permanecer solas y sacar la tienda adelante, pero muchas otras escogían a miembros del gremio al que había pertenecido su difunto esposo para contraer segundas nupcias. Además, las segundas nupcias entre la aristocracia suponían en muchas ocasiones una forma de sellar nuevas alianzas: una viuda joven representaba para la familia de origen una nueva oportunidad de afianzar lazos estratégicos con otras familias importantes. Pero en otras ocasiones las mujeres que habían perdido a sus esposos contaban con recursos económicos suficientes, con negocios familiares o con otros recursos para salir adelante. Por otro lado, en los contratos matrimoniales estudiados no parece que la presencia de los familiares pesase mucho en la decisión de tomar un nuevo esposo. De hecho, mientras que en las primeras nupcias la familia tenía mucho peso, la decisión de contraer un segundo matrimonio fue un acto más libre, donde los contrayentes eran los principales protagonistas. Por lo tanto, y teniendo en cuenta todas estas circunstancias, sería un error pensar que las únicas motivaciones de una viuda eran las económicas o las productivas. La cuestión emocional importó mucho peso a la hora tomar un nuevo esposo. Sea como fuere, amor, alianza, supervivencia o todas ellas a la vez, las segundas nupcias no dejaron de ser un recurso de subsistencia al que las viudas acudieron con relativa frecuencia. No sólo las viudas; en los primeros siglos de la Edad Moderna una de las constantes en los matrimonios en los que al menos uno de los cónyuges había estado casado fue la alta frecuencia con la que éstos se producían. La historiografía demográfica considera que era una forma de aliviar las crisis demográficas de aquellos siglos. No hay que olvidar que la elevada tasa de mortalidad dio lugar a numerosas mujeres viudas que ocuparon el mercado matrimonial y que éstas habían accedido al matrimonio jóvenes. Por lo tanto, al enviudar, muchas de ellas eran todavía aptas para contraer nuevas nupcias. Aunque la nupcialidad entre aquellos que habían perdido a sus cónyuges fue muy frecuente, ésta variaba en función del género, siendo más elevada entre los hombres que entre las mujeres. Además, los viudos no sólo se casaban más que las viudas, sino que lo hacían en un alto porcentaje a todas las edades y dejando un intervalo de tiempo entre matrimonio y matrimonio menor que el de las viudas. Para las mujeres, por el contrario, la barrera de los 40 a veces fue infranqueable. No fue ésta la única diferencia entre hombres y mujeres: mientras que aquellas viudas que tenían niños tuvieron más dificultades para encontrar compañero que las que no tenían vástagos a su cargo, los viudos con niños se casaron más a menudo y más rápido que el resto de hombres que habían perdido a su esposa y no tenían hijos. Esta diferencia en la nupcialidad entre viudos y viudas se debió a varios factores: en primer lugar, la alta mortalidad entre las mujeres que daban a luz dio lugar a un mayor número de viudos jóvenes; por otra parte, el arco temporal para casarse era más breve en el caso de las mujeres -la citada barrera de la fertilidad o el aumento de la esperanza de vida que generaba viudas cada vez mayores-; si a esto sumamos que las mujeres que habían perdido a su esposo esperaban más tiempo que los hombres para encontrar un nuevo cónyuge -ínterin principalmente marcado por cuestiones morales- el marco temporal se limitaba aún más; finalmente los hombres encontraban una sustituta para su difunta esposa con mayor rapidez que las mujeres porque la ausencia de la compañera era más difícil de superar que la del esposo. Es decir, socialmente una mujer podía hacerse cargo de sus hijos y trabajar para mantenerlos, pero era impensable que un hombre realizase labores definidas como "femeninas". Puesto que los viudos con hijos necesitaban una madre para sus vástagos, podemos concluir que las viudas fueron, en este sentido, más autosuficientes. Gráfico Pero, a pesar de la alta frecuencia de este tipo de matrimonios, llama la atención que las segundas nupcias nunca terminaron de ser aceptadas ni por parte de la Iglesia, ni por parte de la comunidad. Esta dicotomía, entre la frecuencia y el rechazo, se dio ya en la Antigüedad. Así, por ejemplo en Roma se permitían los segundos matrimonios tanto en caso de fallecimiento como en caso de divorcio y, de hecho, eran habituales. Tanto es así que el emperador Augusto llegó a castigar con inhabilitaciones sucesorias a aquellos viudos que no volvían a casarse. Pero a pesar de la política imperial, las mujeres romanas que permanecieron fieles a la memoria de sus esposos fueron especialmente alabadas. La Iglesia, por su parte, también mostró una actitud ambigua desde sus inicios. El origen lo encontramos en la Epístola a los Corintios (VII, 9) de San Pablo. Éste consideraba que la mujer estaba limitada mientras su marido viviera y que la muerte del esposo era una suerte de liberación, pues, apartada de las obligaciones debidas al cónyuge, podría dedicarse completamente a Dios. Es decir, Pablo animaba intensamente a las viudas y viudos a que permanecieran solos tras la muerte de sus primeros compañeros, pero no negaba la posibilidad de que se volvieran a casar. Su principal preocupación eran las jóvenes viudas -más frágiles ante las tentaciones de la carne-, su consejo para ellas era casi una orden: para evitar los peligros de una falsa viudedad debían volcarse en un nuevo esposo, ejerciendo la maternidad, el gobierno de la casa y la vida cristiana. Así pues, aunque las primeras comunidades cristianas tolerasen las segundas nupcias, aquellas viudas que decidían no casarse eran más respetadas que las que sí lo hacían. Siguiendo la doctrina de San Agustín y de los primeros padres, se entendió que el segundo matrimonio era un remedio para la fornicación, una concesión a la fragilidad humana. Con el paso de los siglos, y al tiempo que las leyes canónicas medievales comenzaron a alcanzar madurez, retomaron la cuestión de las segundas nupcias para discutir si éstas se podían considerar como un sacramento. Tantos siglos de rechazo habían dejado un poso en la liturgia. Así, a pesar de que en general los canonistas coincidían en que la bendición sacerdotal no era imprescindible para que un matrimonio fuera válido, ni siquiera para considerase un sacramento, muchos se negaron a conceder la bendición nupcial sobre las viudas bínubas -bendición que no se negó a los viudos que se casaban con doncellas-. Así, llegados a la Edad Moderna, las segundas nupcias fueron aceptadas por la Iglesia como válidas, aunque sobre éstas siempre cayó el peso de tantos siglos de debate. La comunidad, por su parte, tuvo su propia respuesta a las segundas nupcias: las cencerradas. Fue la forma que la comunidad encontró de hacer suyos estos mensajes contrapuestos y de traducirlos a través de su propio lenguaje. Este fenómeno, propio de toda la Europa moderna, adquirió diferentes nombres según el territorio: charivari en Francia; las llamadas cencerradas en la Monarquía hispánica; la mattinata italiana; o skimmington ride o rough music en Inglaterra. Estas conductas eran comunes tanto en el campo como en la ciudad y compartían ciertas formas: instrumentos, ruidos, canciones, palabras groseras y, a veces, disfraces. El objeto de las burlas de la escandalosa comitiva (generalmente formada por jóvenes, aunque no sólo) podía ser cualquier miembro de la comunidad que hubiera infringido las reglas de conducta del grupo y, entre otros, las viudas fueron uno de los blancos preferidos. De hecho fue un indicativo más del descontento que las segundas nupcias de viudas, y no tanto de viudos, generaban entre la población. ¿Por qué este rechazo? En parte las segundas nupcias de las viudas se vieron como un ataque a la seguridad de los hijos del primer matrimonio. No olvidemos, que la viuda que volvía a casarse debía renunciar a la tutela de sus pequeños. Así pues, las madres que optaban por un nuevo matrimonio no despertaban la simpatía de sus convecinos y podían ser percibidas como malas madres que anteponían su voluntad de casarse al bienestar de sus propios hijos. Pero el rechazo a este tipo de matrimonios se producía también como una forma de reivindicar la memoria y el honor del difunto esposo. Además, era habitual que las viudas y viudos se casasen con solteros más jóvenes que ellos. Por lo que las cencerradas y el descontento de la sociedad podían ser también una forma de protesta por el nuevo matrimonio de un hombre o una mujer mayores con un miembro más joven de la comunidad y, hasta ese momento, soltero. Esto se entiende porque ese tipo de matrimonios podía suponer una merma del mercado matrimonial para aquellos otros solteros que buscaban su oportunidad. Finalmente, se entiende que las cencerradas fueron la forma por la cual la comunidad aplicó su propia justicia en un intento por fortalecer el orden local.