La intensificación de las relaciones comerciales en todos los ámbitos, pero muy especialmente en el internacional, fue una de las principales notas distintivas del siglo XVIII económico. Europa se erigió en el gran motor y beneficiario de este comercio y si hacia 1720, según la conocida estimación de Rostow, realizaba los dos tercios del comercio mundial, en 1780 la proporción se había elevado a las tres cuartas partes. Se afirmó la navegación atlántica y se avanzó en la incorporación de los espacios asiáticos al área de influencia occidental. Inglaterra, en rivalidad con Francia durante buena parte del siglo, consiguió hacerse con la preeminencia en este campo, mientras las Provincias Unidas, primera potencia comercial en el XVII, vivían un declive relativo y otras potencias menores se abrían un hueco en el concierto internacional. El desarrollo cuantitativo estuvo acompañado, además, por un esencial cambio cualitativo, por el que Europa daba un paso irreversible hacia la generalización de la economía mercantil, en la que todo es susceptible de convertirse en mercancía.
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En este tema hay que dejar claramente sentado las grandes diferencias existentes entre la fragmentación de los imperios de España y Portugal. Mientras el proceso emancipador brasileño fue pacífico y acordado con su metrópoli, en la América española las cosas tomaron otros derroteros, y las autoridades, tanto las absolutistas como las liberales, se empeñaron en un principio en la reconquista militar y violenta de sus posesiones perdidas. Está claro que estas circunstancias incidieron totalmente sobre el tipo de relaciones que se establecieron, o se restablecieron posteriormente. En España, en un primer momento la estrategia tanto de absolutistas como liberales consistió en intentar la reconquista armada de las antiguas colonias. Esa situación de enconamiento, más el nuevo papel reservado a Cuba y Puerto Rico, no sólo como productoras de café y azúcar sino también como intermediarias de productos coloniales provenientes de otras partes del continente, complicó enormemente las cosas. También dificultó, a partir de 1836, la posibilidad de que los gobiernos liberales españoles pudieran plantearse políticas más flexibles de reconquista de los mercados perdidos. El mantenimiento de Cuba y Puerto Rico le permitió a España continuar con el ensayo que había comenzado exitosamente en el Caribe de modernizar sus estructuras coloniales. Probablemente de no haber ocurrido el fenómeno emancipador, ese era el camino destinado a otras regiones del continente, pero se trata de un contrafactual de difícil solución. Se suele insistir en el hecho de que tras la emancipación las relaciones comerciales entre los españoles y los hispanoamericanos se interrumpieron totalmente, con las excepciones ya mencionadas. Las cifras de Prados parecen concluyentes. Mientras las exportaciones a Hispanoamérica pasaron de constituir el 39,2 por 100 del total en 1792 a tan sólo el 0,1 por 100 en 1827, las importaciones tuvieron un movimiento similar; del 20,7 al 0,1 por 100 entre las mismas fechas. Más allá de que todavía el fin de las guerras estaba muy cercano (recordemos que Ayacucho se produjo en diciembre de 1824), hay que agregar otro hecho destacable, y es que la falta de estudios cuantitativos sobre el tema es pavorosa. Sin embargo, con independencia de estas cifras, hay algunos elementos que nos hacen pensar en una mayor importancia de ese comercio, algunos de los cuales fueron estudiados recientemente por Josep María Fradera. En primer lugar, el mantenimiento de pautas de consumo en ambos términos del intercambio que garantizaban tanto una demanda de productos peninsulares en América (vinos, aceite de oliva, frutos secos, sal, etc.), como de productos coloniales en España (cacao, tinturas, cueros, etc.). En segundo lugar, el incremento del comercio de Cuba y Puerto Rico con la metrópoli, que como recién señalaba no se debió únicamente al aumento de sus propias exportaciones, sino también a la revalorización de su papel de intermediación. Tercero, el papel jugado por un gran número de comerciantes con una larga especialización en el comercio con América, y que no abandonaron o cambiaron instantáneamente sus actividades. Y por último el contrabando, especialmente el que se realizaba a través de un Gibraltar que en estos años ve crecer su importancia. A esto hay que sumar las cifras disponibles para 1872: las exportaciones españolas a América Latina (excluyendo a Cuba y Puerto Rico) fueron el 5,5 y las importaciones el 3,4 por 100 del total, que están hablando de una importante recuperación, que evidentemente no se produjo de un día para otro. Un circuito que sería importante analizar con mayor profundidad es el que vinculaba a Cádiz, el Río de la Plata y Cuba y Puerto Rico a lo largo de buena parte del siglo XIX. Cádiz abastecía de sal a los saladeros de Buenos Aires y Montevideo. Estos cargamentos solían acompañarse de vinos, frutos secos, alpargatas y textiles y retornaban con cueros, aunque había algunos navíos que continuaban al Perú para cargar guano. Sin embargo, la mayoría de las embarcaciones llevaban carne salada para alimentar a los esclavos de las plantaciones de Cuba y Puerto Rico. En las islas cambiaban la carga por azúcar, tabaco y ron y retornaban a Cádiz. A este hecho hay que agregar la importancia que adquirió el tráfico clandestino de esclavos, con relevancia para ciertas regiones españolas como Cataluña y Galicia.
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A principios de 1797, con Godoy todavía como máximo responsable político, era general la creencia de que el fin de los Estados Pontificios era inminente. El ejército de Bonaparte lograba el 14 de enero la victoria de Rivoli sobre los austriacos y la capitulación de Mantua el 2 de febrero, con lo que la presión sobre Roma era extrema, y la curia pontificia discutía si debía aceptarse una paz sin condiciones o si había que resistir. España fue requerida por el Papa para que mediara pero, pese a lo afirmado en sus Memorias, Godoy se mantuvo reticente a la mediación. Roma, no obstante, se salvó momentáneamente, comprando tiempo a los franceses. El Tratado de Tolentino, firmado entre Napoleón y Pío VI el 19 de febrero, evitó la ocupación de la ciudad, pero imponiendo al pontífice unas condiciones extraordinariamente duras: los Estados Pontificios perdían la Romaña y renunciaban a Aviñón, comprometiéndose al pago de una importante cantidad de dinero a los franceses, cifrada en 46 millones de escudos, además de la entrega de víveres y pertrechos. La posibilidad de alcanzar un objetivo largamente acariciado por el regalismo español, la creación de una Iglesia nacional, era ahora posible. En marzo de 1797, Carlos IV envió a Roma una embajada extraordinaria formada por tres prelados: los arzobispos Rafael Múzquiz, confesor de la reina, y Antonio Despuig, arzobispo de Sevilla tras su breve paso por Valencia, encabezados por el cardenal primado, Consejero de Estado y todavía inquisidor general, el leonés Francisco Antonio de Lorenzana. El propósito de la legación no era demasiado explícito en el texto de la real resolución, donde se indicaba que debía "arreglar con Su Santidad los artículos pendientes y cualesquiera otros que ocurrieran en adelante", pero su objetivo verdadero era negociar con la Santa Sede la devolución a los obispos españoles de las reservas hasta entonces en manos del Pontífice en materia de derechos y jurisdicción. Ante la hipótesis, cada vez más plausible dada la situación italiana, de la ocupación de Roma por los franceses, la dispersión de la Curia romana y el fin de la autoridad temporal del Papa, Godoy acentuó la línea episcopaliano-regalista que rebajaba las prerrogativas pontificias y aumentaba la de los prelados, hasta el punto de constituirse éstos en cabezas de una Iglesia católica nacional. Había en ello una ventaja económica indudable: los españoles obtendrían las gracias y dispensas, sobre todo matrimoniales, en sus diócesis respectivas, y el dinero que obtenía Roma de las correspondientes tasas quedaría en España, lo que no era poco, pues las cantidades ingresadas en las arcas romanas por expedientes matrimoniales tramitados en 1797 ascendieron a cerca de 380.000 escudos romanos, razón por la que Corona Baratech pudo calificar la Dataría y la Cancillería Apostólica, encargadas de conceder gracias y dispensas, verdaderos "manantiales de las riquezas temporales de Roma". El 28 de diciembre se produjo un levantamiento republicano en Roma. En los enfrentamientos habidos, la guardia pontificia penetró en la embajada francesa, resultando muerto el general galo Duphot y teniendo que escapar el embajador, que llamó en su ayuda al ejército francés acampado en las inmediaciones. El ministro Talleyrand, en nombre del Directorio, ordenó ocupar la ciudad. El 15 de febrero de 1798 fue proclamada desde el Capitolio la República Romana, que invitó al Pontífice a abdicar de su soberanía temporal. Pocos días después Pío VI, con 80 años de edad, abandonaba la ciudad hacia un incierto exilio, que pudo ser Mallorca si el gobierno español hubiera aceptado las sugerencias efectuadas por el Directorio en ese sentido, pero que terminó siendo Francia, en donde moriría desterrado el 29 de agosto de 1799, cinco meses después de su llegada. El fin de los Estados Pontificios y la situación caótica que se vivía en sus antiguos territorios llevaron a Godoy a emitir un decreto el 17 de marzo de 1798 que permitía a los jesuitas españoles y americanos, expulsados por Carlos III en abril de 1767, a regresar a España y residir con sus familiares o amigos. Fue un levantamiento temporal del exilio, pues el 20 de marzo de 1801 otro decreto ordenaba de nuevo la salida de España a los jesuitas que se habían acogido a la medida tres años antes. Urquijo consideró que la coyuntura, con el Papa moribundo en manos francesas y los cardenales dispersos, era idónea para alcanzar el objetivo plenamente regalista: levantar una Iglesia nacional, independiente de Roma en materia económica y disciplinaria, y recuperar para los obispos españoles los derechos y facultades que se había reservado Roma. En septiembre de 1798, cuando Pío VI se hallaba todavía en Siena, el Papa había concedido facultades extraordinarias a los prelados de la archidiócesis de Toledo para conceder dispensas matrimoniales por mano del nuncio. Un mes después Urquijo efectuó gestiones para lograr que el Pontífice ampliara la concesión otorgada a Toledo a todas las diócesis de España e Indias y sin intervención del nuncio, pero tuvo que esperar hasta la muerte del Papa en agosto de 1799 para tomar una decisión unilateral que venía a nacionalizar de hecho la Iglesia española. Un real decreto, fechado el 5 de septiembre de ese año, señalaba que Carlos IV, atento a que sus vasallos no carecieran de los auxilios de la religión en una situación excepcional, en la que la Iglesia se hallaba sin Papa y con Roma convertida en república bajo la protección francesa, había decidido que hasta nueva elección de Pontífice, si ésta se producía, "los arzobispos y obispos españoles usen de toda la plenitud de sus facultades, conforme a la antigua disciplina de la Iglesia, para dispensas matrimoniales y demás que les competen; que el Tribunal de la Inquisición siga, como hasta aquí, ejerciendo sus funciones, y el de la Rota sentencie las causas que hasta ahora le estaban encomendadas en virtud de la comisión de los Papas, y que yo quiero ahora continúe por sí. En los demás puntos de consagración de obispos y arzobispos, u otras cualesquiera más graves, que puedan ocurrir, me consultará la Cámara cuando se verifique alguno, por mano de mi primer Secretario de Estado, y entonces determinaré lo conveniente, siendo aquel supremo tribunal el que me lo represente, y a quien acudirán todos los prelados de mis dominios, hasta una orden mía". El rey, pues, asumía, aunque fuera sólo interinamente, la confirmación canónica de los obispos españoles que antes era facultad pontificia; autorizaba al Tribunal de la Rota a suplir a los tribunales romanos; eliminaba al nuncio por superfluo; y concedía a los obispos plenas facultades para conceder dispensas matrimoniales. Por último, se recomendaba a los prelados la observancia del decreto y su lectura en el púlpito. El decreto de 5 de septiembre, calificado por el embajador austríaco en Madrid de sensacional, podía llegar a suponer, caso de mantenerse una vez elegido nuevo Papa, una situación similar a la entonces vigente en Austria, y no cabe calificarlo de cismático, como cierta historiografía heredera de Menéndez y Pelayo ha sostenido exageradamente. Sin embargo, el cónclave reunido con dificultades en Venecia eligió en marzo de 1800 al cardenal Chiaramonti como Pío VII, y ante su negativa a confirmar el decreto de 5 de septiembre del año anterior, éste fue revocado, siendo comunicada esta decisión a todos los obispos españoles por una circular que Carlos IV les dirigió el 29 de marzo.
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A los soviéticos, y en ello están de acuerdo numerosos historiadores, les habría bastado realmente, al parecer, con lo que pedían. El problema de las fronteras entre Rusia -luego la URSS- y la Finlandia sueca -luego Finlandia independiente- se remonta a la Edad Media, a los seis siglos de dominación sueca sobre Finlandia y a los intentos de su rival la Rusia de los zares de salir del Báltico y consolidar una frontera defendible en ese área. Finlandia quedará, así a merced de estas dos grandes potencias. La primera frontera ruso-finlandesa (siglo XIV) pasaba por el Istmo, al este de Vipuri, continuaba hasta el mar, por lo que la ciudad quedaba en tierras finlandesas. En siglos posteriores suecos y finlandeses dirán que la frontera sube hasta el Ártico; los fineses carelios y sus aliados rusos dirán que termina en el golfo de Botnia. Con todo, la población de origen finés superaba las fronteras hacia el Norte y hacia el mar Blanco. En el siglo XVII la frontera va más al este, pero aún separa a poblaciones de lengua finesa. En el XVIII Rusia conserva Viipuri y zonas en torno al lago Ladoga, tras la paz con Suecia de 1721. En 1743 la frontera se traslada un poco al oeste, en beneficio de Rusia. Rusia se apodera de Finlandia en 1808-09, durante las guerras napoleónicas, y la convierte en ducado autónomo, al que el zar restituye algunos territorios arrebatados en el XVIII. La frontera de Laponia se adelanta hacia el este. El nacionalismo finlandés del XIX -contemporáneo de una creciente rusificación busca la independencia total, que llega sólo después de la Primera Guerra Mundial (1917) y se consolida sólo tras una verdadera guerra civil entre los comunistas, apoyados por la URSS, y las derechas, apoyadas por Alemania en un primer momento (1917-18), en la que aparece la figura de Mannerheim, vencedor de los comunistas. Tras la feroz represión contra las izquierdas, el Tratado de Tartu (1920) modifica de nuevo la frontera oriental: la URSS cede Petsamo, en el Ártico, y gran parte del istmo de Carelia, y conserva Carelia oriental (que se convierte en República Autónoma de Carelia) y las dos provincias de Repola y Porajárvi que permiten una defensa mínima de Leningrado. Unas cuantas islas del golfo de Finlandia serán neutralizadas. Desde esta fecha, una serie de tratados y acuerdos definirá las relaciones soviético-finlandesas y zanjará los problemas fronterizos. En 1937 suben al poder en Finlandia los "agrarios", a quienes Moscú da la bienvenida, y que prosiguen la linea Paasikivi de neutralidad, pero la clase dominante no oculta sus simpatías por Hitler y por el fascismo. Añadamos que existían también reclamaciones territoriales finlandesas, expresadas con sordina por los partidos liberales y con mayor ruido por el Movimiento Lapua y otros de carácter fascista. Algunas eran históricamente "razonables", como la de la Carelia oriental; otras fantásticas, como las de vastas extensiones de la URSS hacia el norte y los Urales, donde había minorías de lengua finesa, que el gobierno había patrocinado de 1918 a 1920. El Tratado de Tartu había permitido recuperar una parte de esos territorios sin embargo, sobre todo en la juventud, subsistía la idea de la Gran Finlandia.
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No es un recurso muy frecuente en la pintura de Magritte la utilización de un espejo, aunque en esta ocasión resulta un artificio similar al de los cuadros que, pintados ante una ventana, se llegan a confundir con el paisaje. La imagen que el espejo refleja completa y contradice al mismo tiempo a la imagen que está ocultando. Nos encontramos ante uno de los ejemplos más evidentes de las tradicionales imágenes en conflicto, cuyo objetivo es desconcertar al espectador, revelando la posibilidad de alternativas allí donde todo parecía establecido para siempre. Después de siglos de pintura occidental en trompe l'oeil (engaño a los ojos), Magritte la plantea como un trompe l'esprit (engaño de la mente): "El arte de la pintura es un arte del pensamiento, cuya existencia pone de manifiesto la importancia que tienen en la vida los ojos del cuerpo humano", escribía en "Le vrai art de la peinture".
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Las culturas autóctonas negro-africanas, frecuentemente muy complejas, aparecen ligadas por lo general a cultos de tipo animista (basados en la creencia de la acción voluntaria de seres orgánicos e inorgánicos, incluso de fenómenos de la naturaleza, que se consideran movidos por un alma antropomórfica). En ocasiones, el animismo se concreta en un totem, animal sagrado del que creen que depende la vida de la tribu. Estas formas anteriores a la penetración contemporánea de los europeos no excluyen, sin embargo, la subsistencia de creencias distintas entre las que destaca la del Dios único, creador del mundo (entre tribus bantúes, kikuyus y gabonesas). Samuel Johnson en su History of the Yorubas señala que el dios de éstos significa "el señor del cielo". Le consideran como creador del cielo y de la tierra, pero en un lugar tan elevado que no puede ocuparse directamente de los hombres y de sus asuntos, por lo que deben admitir la existencia de numerosos dioses e intermediarios. Creen en el otro mundo, de donde se deriva el culto de los muertos y su fe en un juicio final.
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Actualmente y desde hace muchos siglos conviven en el Japón dos religiones principales: el sintoísmo y el budismo. Ambas han coexistido e influido recíprocamente durante los últimos quince siglos. El primer culto es originario del Japón, mientras que el budismo nipón es una rama concreta del budismo a nivel mundial. En términos generales, el pensamiento religioso japonés está presidido por el deseo de integrar todas las partes de forma armónica. Al contrario que en el mundo occidental, para el japonés las distintas religiones no son opciones exclusivas. Una misma persona puede venerar a dioses de diferente religión, sin que ello signifique caer en una contradicción. Es habitual que el individuo creyente realice una ofrenda en su altar sinto antes de abandonar su casa y después rece una oración en el templo budista del barrio. Además, también existen recintos religiosos que contienen imágenes de divinidades de religiones distintas, siendo lo más habitual la mezcla de deidades budistas y sintoístas. Incluso, un sacerdote de una religión concreta puede llegar a oficiar ceremonias de otro culto, una mezcolanza que aparece también reflejada en la iconografía, en la que se combinan elementos de distintas religiones. El espíritu japonés busca la armonía de las cosas, y por tanto también de las creencias. Se busca no diferenciar, no hacer de menos, integrar elementos de procedencias diversas que pueden resultar válidos, sin cuestionar su origen, su ortodoxia o su procedencia. Para la cultura japonesa, así como en la Naturaleza coexisten multitud de elementos diversos, integrados en un todo armónico e indivisible, así las religiones han de coexistir, pues la falta de uno de estos elementos rompería el equilibrio y conllevaría el caos.
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Durante los siglos XVI y XVII, Europa vive continuos conflictos a causa de la religión, estando profundamente dividida. La mayoría del territorio es católico, destacando los reinos de España, Francia, Nápoles y Polonia. A éstos se suman Irlanda, Bohemia, Austria, Hungría, Venecia y, por supuesto, los Estados Pontificios. Los seguidores de Lutero se asientan principalmente en el norte de Europa, ocupando buena parte de Alemania, Prusia y parte de los Estados Bálticos. Son también luteranos el reino de Suecia y el de Dinamarca y Noruega. Los partidarios de Calvino están menos extendidos. Ocupan principalmente Suiza, los Países Bajos y Escocia, además de dos extensas regiones en Europa Central. El enfrentamiento entre el rey inglés Enrique VIII y el papa Clemente VII hace que Inglaterra se separe de la obediencia al Vaticano, dando origen a la religión anglicana. El este y sur de Europa están ocupados por poblaciones de religión ortodoxa.
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Como colofón a esta síntesis de la dedicación femenina a la promoción artística hay que señalar el interés volcado por las mujeres dedicadas a la vida religiosa, tanto en comunidad como a título individual. Hay que destacar el gran volumen artístico que generaron, más si se tiene en cuenta, además de su calidad, el reducido número de monjas que vivieron en los conventos más promotores a lo largo de la época moderna. Las comunidades religiosas, con las abadesas a la cabeza, promovieron las obras de mayor envergadura, principalmente arquitectónicas -coros, retablos mayores y reformas- así como muchas religiosas, de forma personal, enriquecieron sobremanera a sus monasterios. Hay que decir de todas maneras que, aun estando pagadas las dotes, las religiosas podían recibir de sus familiares diferentes cantidades a lo largo de los años siguientes, por herencia o simplemente limosna. Gráfico Dentro del mundo de las religiosas se llega a dar el caso de monjas que además realizaban encargos para otros monasterios, como cuando doña Beatriz Suárez, monja del monasterio de San Leandro encargó el tabernáculo del Calvario de la parroquia de San Andrés, ambos de la capital hispalense. Los impedimentos de la clausura hacen que muchas veces no fuesen ellas mismas las que contratasen a los artistas, para lo cual se servían de algún mediador, normalmente religioso, preferentemente familiar o perteneciente a la orden. En general, y aunque muchas lo hacían por continuar con la labor de sus maridos tras su muerte, el número de promotoras artísticas durante la Edad Moderna es bastante alto, aunque no llegue a alcanzar el volumen de sus homónimos masculinos, su labor debe de ser tenida en cuenta, más si contamos con el campo de actuación tan limitado que tenían las mujeres en la época, y más en temas relacionados con el dinero, aunque bien es cierto que con la población masculina de clase alta ocupada en labores diplomáticas y económicas, el campo de la promoción artística quedaba libre para la actuación de las mujeres emprendedoras.
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Pero la guerra aún no había terminado para muchos millares de combatientes. Los esfuerzos del gobierno de Dönitz para ganar días y conducir sus ejércitos de Checoslovaquia y los Balcanes hasta las líneas angloamericanas habían fracasado, pero de cualquier forma hubieran estado condenados a la esterilidad, porque los aliados occidentales se mostraron escrupulosos cumplidores de lo acordado con sus aliados soviéticos. Así ocurrió en Checoslovaquia, donde Schoerner mandaba la mayor fuerza combatiente que aún le quedaba a Alemania. Sus ejércitos, empujados por el I Grupo de Ejércitos de Ucrania (Koniev) y el IV (Petrov) se retiraban lentamente hacia el oeste cuando la inminencia de la firma de la capitulación obligó a sus mandos a una desesperada marcha hacia las líneas americanas. La dramática situación se convirtió en inmensa tragedia para los alemanes establecidos en Praga, para los sudetes y para los soldados que se hallaban en la capital. Allí había oficiado como todopoderoso virrey el sudete Karl-Hermann Frank (10), primero como Secretario de Estado de Bohemia-Moravia y, tras la muerte de Heydrich, como Viceprotector. Pese a su fanatismo y dureza, Frank tenía muy claro en abril de 1945 que Alemania había perdido la guerra y que la única posibilidad de garantizar el porvenir de los alemanes sudetes era conseguir un acuerdo con los nacionalistas checos de la burguesía y la derecha, con quienes se formaría un gobierno provisional, que permitiría la organizada retirada alemana y mantendría los Sudetes dentro del Reich. Los primeros pasos habían sido dados y los nacionalistas checos, que trataban de marginar a los comunistas, contaban con los alemanes para frenar a los rusos mientras llegaban allí los norteamericanos. Pero Frank viajó a Berlín y consultó con Hitler. Este logró convencerle de que todo seguía en pie, de que ganaría la guerra y que las materias primas de Checoslovaquia eran vitales para la victoria. Frank regresó a Praga, retiró sus promesas a los nacionalistas y sembró las calles de amenazas para evitar movimientos populares. El fanatismo de Frank entregó la iniciativa a los comunistas, que movilizaron sus fuerzas contra los alemanes y sacaron a la calle al resto de las fuerzas organizadas cuando hubo noticias de la aproximación de las tropas norteamericanas a las fronteras checas. Praga se convirtió en un campo de batalla. Frank, ya conocedor de la muerte de Hitler, perdió toda su energía, sus fuerzas de policía y de las SS, faltas de decisión y dirección, se vieron metidas en mil combates callejeros, desfavorables en buena parte. Cuando los checos comenzaban ya a desmayar, tuvieron la fortuna de la llegada a Praga de una división alemana formada por los rusos de Vlassov (11), a quienes los checos prometieron asilo político. Un día más tarde se retiraron los soldados de esa división ante la proximidad de las fuerzas soviéticas. Los alemanes que pudieron abandonar la capital checa combatiendo, se unieron al resto de las fuerzas en retirada, pero la mayoría de los soldados alemanes de Praga murieron con las armas en la mano o, cuando se rindieron, fueron ejecutados in situ. Peor fue el destino de los heridos, personal sanitario o fuerzas auxiliares. Dieciocho hospitales fueron asaltados y asesinados los heridos, centenares de médicos y enfermeras fueron masacrados en las tapias del cementerio de Volschan o en el estadio de Strakov... se vio a docenas de mujeres alemanas desnudas arrastrándose por las aceras, con los tendones de aquiles cortados, tratando desesperadamente de huir de una lluvia de patadas. Docenas de miles de checos sudetes o de alemanes establecidos en el país desde hacía generaciones fueron asesinados tras espantosas torturas... Durante casi un mes el Elba llevó en sus aguas centenares de cadáveres, contándose el caso de una familia, padres e hijos, que bajaba por el río en una balsa con todos los miembros clavados a los maderos. Cifras aproximadas hablan de medio millón de alemanes muertos en esa terrible primera semana de mayo. Los últimos combates tuvieron lugar en Praga el día 9 por la tarde, con la entrada de las tropas soviéticas en la ciudad. El fanatismo de Frank y la ceguera aliada entregaron Checoslovaquia a los comunistas, que en aquellos momentos eran menos del 20 por ciento de la población. Entre tanto, los ejércitos de Schoerner caminaban hacia las líneas americanas. El general en jefe, salido de los cuadros nazis, con fama de fanático, inflexible y duro, abandonaba a sus soldados y, vestido con un traje de paisano, tomó una avioneta y se dirigió a Austria. Una avería le obligó al aterrizaje forzoso. Fue reconocido y entregado a los norteamericanos, que se lo pasaron a los soviéticos. Su cobardía originó un mayor caos del normal entre sus ejércitos, que el día 9 alcanzaban en buena parte las líneas americanas. Casi medio millón de soldados alemanes, voluntarios checos, milicias sudetes, letones, cosacos, lituanos, ucranianos, creyeron haber llegado a la salvación cuando sus jefes entraron en contacto con los norteamericanos. Pero las líneas aliadas permanecieron cerradas. No hubo forma de convencerles: los comandantes norteamericanos de los sectores donde se agruparon estas tropas tenían órdenes terminantes de entregarles a los soviéticos, que por su lado ya habían apresado a una cifra similar en sus avances de los cinco últimos días. Otra tragedia de similares proporciones tuvo lugar con las tropas alemanas y sus aliados que retrocedían desde Grecia y los Balcanes. La rendición austriaca les privó de una vía de retirada hacia casa y hubieron de rendirse a las tropas británicas del mariscal Alexander. Ocurrió como en Checoslovaquia. Las tropas alemanas fueron entregadas en su mayor parte a los soviéticos, mientras que los voluntarios -croatas fundamentalmente- que habían colaborado con los alemanes, fueron enviados a Tito. Muy pocos de aquella masa de prisioneros, casi 400.000, logró sobrevivir a los juicios, cárceles y campos de concentración. Curlandia, el ejército olvidado en Letonia, pone punto final a las rendiciones importantes. Aún el 8 de mayo, la marina alemana pudo retirar a 27.000 hombres, pero carecieron de tiempo, de medios y de combustible -Suecia se negó a proporcionar carbón a los buques mercantes alemanes- para evacuar a los 180.000 restantes, que a lo largo del mes de mayo fueron conducidos a los campos de concentración soviéticos de los montes Waldai, cuyas zonas pantanosas debieron desecar durante años de trabajos forzados, en medio de horribles penalidades y de una espantosa mortandad.