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Para una de las principales iglesias napolitanas, la del Monte Pío de la Misericordia, Caravaggio realizó en 1606 el gran lienzo de las Siete Obras de la Misericordia. Caravaggio recurre a una escena callejera, con abundantes personajes, para resumir las obras misericordiosas. La llamativa joven amamantando a un anciano es la alegoría de la Caridad Romana, simbolizando al mismo tiempo las dos primeras obras misericordiosas: ir a visitar a los presos y dar de comer a los hambrientos. Tras ellos se ve un diácono y unos enterradores con el extremo de un cadáver en un sudario; aquí se encuentra la tercera obra de caridad, enterrar a los muertos. El joven caído de espaldas y medio desnudo representa la curación de los enfermos. El grupo que está en pie frente a él reúne otras obras: San Martín da su capa a los pobres, simbolizando la quinta obra: vestir a los desnudos. La sexta, alojar a los peregrinos, está implícita en las figuras del grueso tabernero y Santiago como un joven y apuesto caballero con el sombrero ornado por la concha de peregrino. El musculoso personaje vestido con túnica romana del fondo es Sansón, que bebe agua de una quijada de asno, representando así la séptima obra: dar de beber al sediento. En la parte superior de la composición, encontramos un rompimiento de Gloria: dos ángeles entrelazados y con las alas desplegadas anuncian a la Virgen y el Niño que contemplan las Obras de Misericordia. El tono de la luz y los contrastes con la sombra se han vuelto en esta composición más naturales, sin los dramatismos artificiales de sus primeras obras. Los personajes continúan con el rostro y el aspecto de los desfavorecidos, con sus pies sucios en primer plano como muestra de la humildad de su condición
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Ya en la visión de San Juan y los 24 Ancianos pusimos de relieve cuál es el origen social de esta serie de xilografías que Durero dedicó al Apocalipsis de San Juan. En esta imagen tenemos la tremenda visión de los siete ángeles que con sus siete toques de trompeta trajeron las catástrofes a la tierra para destruirla y que renaciera de nuevo, en el reino de Dios.Algunos de los elementos que aparecen están tomados de series anteriores del Apocalipsis, editadas por impresores cercanos a Durero (la Biblia Grüninger y la Biblia Quentell-Koberger -Koberger era el padrino de Durero-). En la escena, un águila se arroja en picado sobre la tierra gritando "Desgracia, desgracia", como símbolo de la ira divina. El Sol y la Luna miran con rostro crispado el fin de la tierra. En el mar, los naufragios acaban con la vida, con el comercio, con toda actividad humana. La tierra se abre en llamaradas y seísmos, y unas manos provenientes del cielo aplastan un volcán contra el mar. Sobre todo el caos, el Dios caracterizado como un anciano contempla con serenidad la destrucción de sus ángeles, esparcidas como la música de sus trompetas sobre los confines del mundo.
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Con la aparición de las Sociedades Económicas de Amigos del País, se reavivó la polémica de la capacidad intelectual de las mujeres, debido al debate que se originó por el posible ingreso de las mujeres en estas asociaciones. Dos ilustrados centraron el debate: Cabarrús y Jovellanos. Cabarrús se opuso al ingreso de las damas de la aristocracia y alta burguesía en las Sociedad Económicas de Amigos del País. Como asiduo lector de la obra de Rouseau se dejó influir por él, de ahí su negativa al ingreso de las damas, que reflejó en su "Discurso sobre la admisión de señoras a la Sociedad Económica de Madrid" (241) "¿Acaso queremos invertir impunemente el orden, tan antiguo como el mundo, que siempre las ha excluido de las deliberaciones públicas?" Y contestando a los que argüían a favor de las mujeres, poniendo de ejemplo a las gobernantes que ilustran la historia, Cabarrús hacía resaltar que "a estas mujeres no se les ha ocurrido tratar con otras mujeres sus guerras, luchas o proyectos. No dieron ninguna nueva autoridad a su propio sexo y los siguieron teniendo reducido a su mundo, que es el doméstico. Si las mujeres importantes no habían cambiado la situación de las otras mujeres ¿por qué habían de hacerlo los hombres? Era pasarse de listos para dar en rematadamente tontos." Jovellanos, por el contrario se presentó como defensor del ingreso de las mujeres en las Sociedades; pero en las páginas finales de su conclusión preveía que: "No nos dejemos alucinar de una vana ilusión. Las damas nunca frecuentan. El recato las alejará perpetuamente de ellas. ¿Cómo permitirá esta delicada virtud que vengan a presentarse en una concurrencia de hombres de tan diversas clases y estados? ¿A mezclarse en nuestras discusiones y lecturas? ¿A confundir su débil voz en el bullicio de nuestras disputas?" (242) Una excepción a todas las reglas y comentarios de la época fue la de Josefa Amar Borbón (1749-¿1833?), a la que se ha considerado la primera feminista de la historia de España, En 1782 fue nombrada socia de mérito de la Real Sociedad Económica Aragonesa de Amigos del País. En 1787 lo fue de la Junta de Damas, vinculada a la Real Sociedad de Madrid, y posteriormente de la Real Sociedad Médica de Barcelona. Hidalga aragonesa, hija del famoso médico de cámara de Fernando VI, José Amar, y de Ignacia de Borbón; emparentada con muy ilustres familias de la región e incluso con el Conde de Aranda. En su familia destacaron médicos y abogados; sus hermanos se dedicaron a la milicia y a la Iglesia. En su educación disfrutó de preceptores eruditos y fue una lectora apasionada. Aprendió latín, griego, italiano, inglés, francés, portugués, catalán y un poco de alemán. También le interesaron las cuestiones bibliográficas. Alcanzó, pues, una erudición más que notable, que ejerció con independencia de juicio y en los parámetros de un europeísmo universalista y no tuvo igual entre las escritoras españolas de su siglo. Conocía toda la obra de los ilustrados e ideólogos franceses y la de John Locke, y su pensamiento pasó de una Ilustración avanzada a un liberalismo convencido. Gracias a su conocimiento de idiomas, se dedicó principalmente a la traducción de obras extranjeras, principalmente científicas. Entre 1782 y 1784 tradujo anotados los seis tomos del Ensayo histórico-apologético de la literatura española contra las opiniones preocupadas de algunos escritores modernos italianos del abate Francisco Javier Lampillas contra Girolamo Tiraboschi (1786). A éste añadió además un Índice de autores y materias. Gráfico La Sociedad de Amigos del País de Zaragoza le encargó además la traducción del Discurso sobre el problema de si corresponde a los párrocos y curas de aldea instruir a los labradores en los elementos de la economía campestre, acompañado del plan de Francesco Griselini. Prologó la edición en 1783. En 1783 estaba escribiendo una Aritmética española y tradujo el Diario de Mequinez. Vivió casi toda su vida en Aragón (Zaragoza, Tarazona, Borja). Defendió en la Real Sociedad Económica Aragonesa de Amigos del País de que formaba parte la independencia y dignidad de la mujer, por medio de su traducción de uno de los libros europeos más famosos sobre el tema, el de Knox, Essay moral and literary, y de varios discursos que escribió y pronunció entre 1786 y 1790: Discurso en defensa del talento de las mugeres (1786), Oración gratulatoria . . . a la junta de Señoras (1787) y Discurso sobre la educación física y moral de las mugeres (1790). En todos estos defiende el feminismo de la igualdad: el cerebro no tiene sexo, y la aptitud de las mujeres para el desempeño de cualquier función política o social. (243)
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Si la relación de los proyectos auspiciados por el poder permite reconocer la importante labor del Estado en la modernización de la cultura española, otro ejemplo de intervencionismo en este ámbito nos permite comprender los propósitos oficiales en la divulgación de las Luces. Se trata del caso de las Sociedades Económicas de Amigos del País, una de las instituciones más originales y más representativas del movimiento ilustrado de la España de la segunda mitad del siglo XVIII. La iniciativa partió también aquí de un grupo de particulares, los caballeritos de Azcoitia, que se reunían para conversar sobre matemáticas, física, geografía e historia, discutir problemas de actualidad y escuchar música. En este tertulia destacaba la personalidad del triunvirato compuesto por Miguel de Altuna, el marqués de Narros y el conde de Peñaflorida, quien ya había puesto por escrito algunas de sus ideas sobre la ciencia moderna en 1758, en un libro significativamente titulado Los aldeanos críticos. En 1764, los animadores del grupo deciden dar un paso más allá y fundan la Sociedad Bascongada de Amigos del País, que recibe al año siguiente el reconocimiento oficial aprobando sus objetivos: el fomento de la agricultura, la industria, el comercio y las ciencias. En esta declaración genérica vemos ya prefigurarse los dos planos en que va a desenvolverse la actividad de la sociedad y la de sus seguidoras: el adelanto de las ciencias, especialmente el de las consideradas útiles, y el fomento de la economía en su área de actuación. Los dos planos estaban íntimamente trabados en cualquier caso, pues la elaboración teórica debía ponerse al servicio de la mejora técnica y de la educación popular y debía repercutir en el progreso de las fuerzas productivas. Los instrumentos esenciales para llevar a cabo la tarea fueron, prácticamente en todos los casos, la redacción de memorias e informes y la creación de escuelas de formación profesional. En este sentido, la Sociedad Bascongada, por una parte, fue un gran centro de recepción de la ciencia europea a través de los viajes al extranjero de sus miembros y de la acogida en su seno de prestigiosos sabios foráneos y, por otra, se embarcó en ambiciosos proyectos educativos, como la adquisición de una granja en San Miguel de Basauri para experiencias agrarias, el intento de fundación de una Escuela de Náutica en San Sebastián, la puesta en funcionamiento de una Escuela gratuita de Dibujo y, sobre todo, la creación del Seminario Patriótico de Vergara. El éxito de los ilustrados vascos indujo al gobierno a apropiarse de su iniciativa. En 1774 Pedro Rodríguez Campomanes enviaba una circular a todos los rincones de la Monarquía, incitando a las autoridades locales a promover la creación de sociedades patrióticas con los mismos fines que la vascongada, que eran recogidos y reinterpretados en la obrita que acompañaba a la comunicación oficial (uno de los testimonios mayores del espíritu del reformismo borbónico, el Discurso sobre el fomento de la industria popular), cuyas líneas maestras serían resaltadas al año siguiente por otro escrito, el Discurso sobre la educación popular de los artesanos y su fomento. El mensaje oficial era diáfano: las nuevas instituciones debían levantar acta de la situación económica de su territorio, proponer las reformas que pareciesen necesarias y ocuparse de la formación profesional de los agricultores y los artesanos, a fin de elevar el nivel de las fuerzas productivas, pero las reformas debían respetar las estructuras básicas de la propiedad agraria y de la estratificación social y el modelo de crecimiento propuesto no debía cuestionar el sistema económico propio del Antiguo Régimen. El llamamiento de Campomanes encontró una respuesta entusiasta, que indicaba que el terreno estaba abonado para una experiencia de este tipo: en quince años, entre 1775 y 1789, se fundaron más de setenta Sociedades Económicas de Amigos del País, que se dispusieron a secundar de la mejor manera posible los deseos del gobierno. La más importante de estas sociedades fue sin duda la Matritense, cuyos estatutos sirvieron de modelo a la mayor parte de las restantes, cuyas escuelas de hilados para niñas fueron imitadas en muchos otros lugares, cuyas memorias e informes alcanzaron un alto grado de calidad y penetración en asuntos de relevancia y cuyas sesiones estuvieron realzadas por la presencia de algunos de los más notables intelectuales de la época, como Francisco de Cabarrús o Gaspar Melchor de Jovellanos. Dentro de su marco institucional tuvo cabida además la incorporación de la mujer a las tareas reformistas, a través de la creación de la Junta de Damas de Honor y de Mérito, donde laboraron en favor de la causa la duquesa de Alba, la condesa de Benavente o la condesa de Montijo y donde destacó como publicista en pro de la educación femenina la aragonesa Josefa Amar y Borbón, una de las figuras más relevantes de la entidad y una de las que más contribuyeron a su fundación. Producto a un tiempo de la iniciativa particular y del dirigismo gubernativo, el significado y la obra de las Sociedades Económicas han sido valorados de manera muy desigual a partir del análisis de sus propósitos y de su composición social. Jean Sarrailh incluyó a los Amigos del País entre los cruzados de la Ilustración, aun reconociendo que nunca pretendieron una transformación profunda de la nación y que al mismo tiempo que difundían las Luces contribuyeron a preparar los ánimos "para aceptar la sana política realizada por los grandes funcionarios estatales". Richard Herr, por su parte, insistió en considerar a las Sociedades Económicas como uno de los principales "conductos de la Ilustración", atribuyendo su fracaso más que al letargo de sus energías iniciales a la presión ejercida por la oposición conservadora. Gonzalo Anes llamó la atención sobre el peso en el seno de las sociedades de los terratenientes, interesados esencialmente en el desarrollo de la agricultura sobre la base de meras reformas técnicas que no afectasen a la intocable distribución de la propiedad de la tierra y en el fomento de la industria doméstica o de la artesanía tradicional en el sector secundario no controlado, directamente por el Estado a través de sus fábricas reales. Sin embargo, el estudio detallado de las sociedades pone de relieve que los Amigos del País fueron un reflejo de la composición social en cada localidad de los grupos dirigentes, que incluían a nobles terratenientes, clérigos ilustrados, empresarios burgueses, miembros de profesiones liberales, intelectuales reformistas y, en definitiva, gentes cultas y de espíritu abierto. Es más, si en algunos casos bien conocidos el impulso partió de algún gran terrateniente, como pudo ocurrir en Osuna, donde el duque fue el protector de la sociedad, los elementos más dinámicos fueron por lo general, como puede mostrar el ejemplo de las sociedades castellanas y leonesas, las autoridades locales, los socios vinculados a la administración y los profesionales con inquietudes. Las Sociedades Económicas de Amigos del País se muestran así como un movimiento extendido a todo lo largo de la nación, del que sólo se desentendieron algunos grupos burgueses bien caracterizados, como parecen demostrar la inexistencia de fundaciones de este tipo en Cádiz y Barcelona, tal vez por falta de sintonía con los planteamientos económicos emanados de los sectores oficiales impulsores por parte de los comerciantes, industriales y navieros, que encontraron un mecanismo alternativo para la defensa de sus intereses en el Consulado o la Junta de Comercio. En cualquier caso, la geografía de las Sociedades Económicas tampoco es exactamente la geografía del subdesarrollo, pues junto a los centros establecidos en las capitales de comarcas estrictamente rurales, existieron muchas otras instaladas en núcleos urbanos expansivos y cuyas preocupaciones iban mucho más allá de la mera promoción de la agricultura. Las Sociedades Económicas de Amigos del País fueron una agrupación de ilustrados de buena voluntad y un instrumento de fomento al servicio del reformismo oficial. En el primer caso, su actuación fue encomiable y contribuyó a despertar la conciencia crítica sobre los males de la nación y a difundir la ilusión de que la supresión del atraso era posible, mientras que en la segunda vertiente los resultados sólo pueden calificarse, salvo algunos logros puntualmente localizados, como decepcionantes. Tomemos un ejemplo, entre otros muchos, la sociedad de Avila, fundada a instancias de Francisco Salernou, un fabricante que era al mismo tiempo diputado del común: su actuación debió ceñirse a abordar el acuciante problema de la pobreza mediante la distribución de sopas económicas, quedando en suspenso sus objetivos más ambiciosos ante los estrechos límites impuestos por una realidad desoladora. El fracaso final de los Amigos del País debe ponerse en relación con la ralentización del empuje reformista del gobierno desde los años finales del siglo, con la incomprensión manifestada por buena parte del entorno social, con la crisis económica finisecular que privó de recursos a las instituciones benéficas o docentes en funcionamiento, pero quizás sobre todo se debió al planteamiento voluntarista subyacente a toda su labor, ya que los medios disponibles nunca hubieran podido poner remedio a una situación de atraso económico y cultural que necesitaba de acciones más enérgicas y radicales y de mayor envergadura que las permitidas en el ámbito local de actuación reservado a los Amigos del País. Las Sociedades Económicas de Amigos del País, en definitiva, fueron uno de los productos más originales del dirigismo cultural de los equipos gobernantes borbónicos. Su historia permite plantear el problema de las relaciones entre el Despotismo Ilustrado y la propagación de corrientes reformistas espontáneas entre los grupos sociales que tenían acceso a la cultura superior. Su historia permite, por tanto, en cuanto fueron en muchos casos el núcleo aglutinador de dichas corrientes, introducir la cuestión del reformismo en provincias, al margen de la incitación directa de la administración madrileña.
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Los meses iniciales del régimen constitucional estuvieron cargados de tensiones a causa de la actitud de los exaltados que querían radicalizar el proceso revolucionario y que provocaron algunas revueltas de carácter popular. En la creación de este ambiente jugaron un papel importante las Sociedades Patrióticas. Estas sociedades surgieron por toda España a partir del triunfo de la Revolución de Riego y eran una especie de clubes cuya función era la de propagar el liberalismo al pueblo en los locales donde celebraban sus sesiones. Las Sociedades Patrióticas tenían como lugares de reunión los recintos más diversos, desde los cafés públicos hasta las casas particulares, los teatros y hasta los conventos desamortizados. Una de las más famosas fue la que tenía como sede La Fontana de Oro en Madrid, y que dio título a una conocida novela de Pérez Galdós sobre esta época. La llamada Amigos de la Libertad, se reunía en el café de Lorencini, también en la capital de España y fue una de las primeras en crearse. Otras sociedades famosas fueron la que se creó en el conocido café madrileño de la calle Caballero de Gracia, La Cruz de Malta, y la sociedad Landaburiana, cuyo nombre procedía del héroe de la libertad Mamerto Landáburu. Proliferaron también estas sociedades en el sur de España, y especialmente en Cádiz, San Fernando, Sevilla, Granada, etc. El profesor Gil Novales ha señalado la tipología de dichas sociedades, que llegaron a fundarse en 164 poblaciones y que alcanzaron el número de 270 en toda España, y ha descrito sus características fundamentales. Para este historiador, las Sociedades Patrióticas jugaron un doble papel. Por una parte mostraron una clara simpatía por el pueblo que, sobre todo a través de las clases artesanales, participaba en las reuniones. Existía un sincero afán de mejorar su forma de vida y de promover su amor por la libertad. Pero por otra, mientras que se reclamaba el voto popular para las clases acomodadas, se trataba de evitar que ese mismo pueblo demandase otros derechos y que se apuntase a otras facciones. Las Sociedades Patrióticas reflejaron una notable diversidad ideológica, de tal manera que, en un momento en el que la confusión y la volubilidad de las diferentes actitudes políticas era la característica que reinaba en el país, resultaría difícil adscribirlas a un credo rígido y monolítico. Diversidad también en el plano regional y local, de acuerdo con las modalidades particulares de cada población española y diferencias según la fecha de su fundación. Gil Novales establece tres periodos cronológicos en su estudio sobre estas Sociedades: El primero, desde sus orígenes hasta la Ley restrictiva de 21 de octubre de 1821. El segundo, el de las Tertulias patrióticas hasta los sucesos del 7 de mayo de 1822 en los que fracasó una intentona absolutista. Y por último, el tercero, desde esta fecha hasta la caída del régimen constitucional. Aunque las Sociedades Patrióticas continuaron existiendo durante todo el siglo XIX, fue durante el Trienio cuando alcanzaron mayor relevancia, pues a pesar de no estar encuadradas en ningún dispositivo político del Estado, llegaron a constituir, como ha escrito Comellas, algo así como un para-poder con una presencia real en la vida pública de aquellos años. No sólo servían de tribuna para dar salida a las opiniones y las inquietudes de los ciudadanos, sino que en sus sedes se organizaban las manifestaciones y asonadas que tuvieron lugar por aquellos años.
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Junto con las Sociedades Patrióticas, las sociedades secretas fueron otro de los elementos que dejaron sentir su influencia en este periodo liberal. Con todo, no conviene magnificar su importancia, como a veces se ha hecho. La masonería, en cuyo seno se había fraguado la Revolución de 1820, no renunció a jugar su papel en el Trienio a pesar de que ya no era necesaria la clandestinidad de los partidarios de la Constitución para entrar en el juego político. Lo que sí cobró la masonería fue un carácter diferente, pues se convirtió en algo así como una plataforma para medrar en la lucha por el poder y por la ocupación de los altos cargos. Alcalá Galiano, aunque no se muestra en sus Memorias muy de acuerdo con su perduración, la justifica por el hecho de que se convirtió en una especie de vigilante de la revolución. En realidad, en el seno de las logias, no sólo se disponía el reparto de los puestos públicos sino que hasta se discutían cuestiones relativas a los proyectos de ley, a las disposiciones del gobierno y a los cambios en los ministerios. El mayor número de logias y las más importantes estaban en la capital. Sus nombres simbólicos, como Libertad, Nuevos Numantinos, o Virtud Triunfante, sólo eran superados en pintoresquismo por la denominación de los afiliados, que ocultaban su verdadera identidad con el apelativo de Trajano, Nerón, Aquiles, Tito Livio, Pitágoras o Napoleón. Aunque las noticias que existen sobre la masonería en esta época son vagas y confusas, hay quien afirma que fue Riego el que pasó a ocupar el cargo de Gran Maestre de la masonería en 1821, para sustituir al conde de Montijo que lo había sido hasta entonces. Según Heron Lepper, esa información no es cierta sino que fue más bien producto de la propaganda de finales de siglo que quiso engrandecer a la masonería vinculándola a héroes del pasado. Otras fuentes, recogidas por Comellas, citan a Agustín de Argüelles como máximo responsable de la masonería española en este momento, pero tampoco lo aseguran con rotundidad. Ferrer Benimeli afirma incluso que ni siquiera el conde de Montijo pudo suceder como Gran Maestre al conde de Aranda en 1789, como se ha repetido con tanta frecuencia. Más difícil aún resulta precisar el número de masones existentes en España en estos años. Comellas se limita a afirmar que debió haber varios miles, algunos muy conocidos, como Flórez Estrada, Quiroga, Arco Agüero, Ballesteros, San Miguel, Agustín de Argüelles o Cayetano Valdés, y reconoce su peso y su participación fundamental en los negocios políticos. Sin embargo, algunos de estos nombres sólo accedieron a la masonería hasta finales de 1820 o comienzos de 1821, sobre todo aquellos de la primera generación liberal que habían participado en las reuniones de las Cortes de Cádiz. Eso provocó una escisión en la masonería, pues los jóvenes que hasta entonces habían dominado las logias se vieron desplazados por los elementos de mayor peso y categoría. Así pues, estos jóvenes masones crearon una sociedad secreta nueva, más radical, más abierta, más netamente española y también más popular y, por lo mismo, menos secreta. La sociedad de Los comuneros -que así se llamó-, no se organizó hasta febrero de 1821, pero la escisión venía ya del verano del año anterior. Pronto creció el número de sus afiliados, que llegó a alcanzar la cifra de los 60.000. Su ideario, aunque extremista, nunca llegó a ser republicano. Su fidelidad a la Constitución de 1812 y al sistema político de la monarquía estaban fuera de toda sospecha. Hubo, eso sí, otras sociedades secretas en España por aquellos años, cuya procedencia y aspiraciones pudieron confundirse con planteamientos políticos más radicales. Tales podían ser los carbonarios, cuyo origen se remontaba a la Italia medieval y que se habían convertido en adalides de la independencia italiana y de la unidad de aquella península. Su internacionalismo en la lucha por las libertades y en contra de la Santa Alianza les llevó a extenderse por la Francia de la Restauración, donde jugaron un papel importante en la oposición contra la Monarquía de Luis XVIII, y también por España, sobre todo a partir de la llegada de algunos refugiados políticos napolitanos, como D'Atelis y Pacchiarotti. No obstante, los carbonarios no arraigaron en nuestro país y las pocas ventas, como se llamaban sus células, que se crearon estaban integradas en su mayor parte por extranjeros. Las sociedades secretas formaban parte del ambiente político que se respiraba en la Europa de estos años. El espíritu sedicioso de la época, el deseo de misterio y ocultamiento, hacen que estas sociedades proliferen de una manera extraordinaria en otros países además de España, como Francia, Italia o Alemania. Se ha comprobado, incluso, cómo los revolucionarios españoles mantenían contactos con los franceses a través de las sociedades secretas y se apoyaban en sus aspiraciones de implantar un régimen liberal cuando las fuerzas conservadoras eran las que estaban en el poder. Incluso, esta corriente afectó a los propios realistas, quienes también organizaron sus propias sociedades secretas para luchar contra los liberales desde la oposición.
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De porcelana, marfil, laca, esmalte, cristal o piedras duras se realizaron a partir del siglo XVII unos pequeños botes utilizados para guardar tabaco, conocidos como tabaqueras. El tabaco lo introdujeron los portugueses en China a fines del siglo XVI, siendo difundido su uso entre las clases elevadas como medicamento para las más diversas curaciones: el asma, las afecciones de garganta, el mal de ojo, el apéndice... tenían cura con estas hierbas extranjeras utilizadas aún en pequeñas dosis. Al convertirse en una moda, pronto aparecieron unos recipientes pequeños que, como objeto cotidiano, acabaron convirtiéndose en obras de arte. La forma de las tabaqueras procede de aquellos frascos destinados a guardar medicamentos, con algunas variaciones para su nuevo uso. De 10 a 15 cm de longitud, su cuerpo globular termina en un cuello alargado, cuya boca se cierra con un botón o tapa, ricamente ornamentado, al que está sujeto una espátula realizada en marfil o asta. Su uso no se generaliza hasta el reinado del emperador Qianlong, si bien existen algunas tabaqueras en porcelana con marcas de Kangxi, consideradas fraudulentas. Estilísticamente son parejas a las obras realizadas coetáneamente destinadas a otros usos, esto es, son reflejo de las vajillas de la época tanto en lo que respecta a los aspectos técnicos, como a los iconográficos. El centro de producción se situó en Beijing, si bien muchas de las realizadas en cristal se manufacturaban en Cantón y posteriormente se decoraban en los talleres de la Ciudad Prohibida. La curiosidad de estas piezas reside en la variedad de materiales, especialmente aquellas realizadas en piedras duras que imitan por su color y veteado al jade, al marfil, al cuerno de rinoceronte, todos ellos de costosa y escasa producción. A partir del siglo XVIII se valoraron las tabaqueras realizadas en cristal y su interior pintado con bellas y delicadas escenas procedentes de la tradición literaria. Como parte de la indumentaria, pendían de los cinturones, junto con la funda de los palillos, los abanicos, etc.
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Hubo pocos cambios tácticos y estratégicos en el siglo XVIII. Como hemos explicado, los ejércitos formaban todavía una masa única e ininterrumpida en el frente, carecían de homogeneidad organizativa, estaban compuestos por elementos nacionales y extranjeros, apenas existía espíritu combativo y existían numerosos motivos de deserción. La decadencia de la maquinaria militar se debía a inadecuados recursos financieros y materiales, a la especial composición social de los mandos, soldados y marineros y, en especial, a la permanencia de los convencionalismos. Las formaciones lineales obligaban a complejos movimientos para alcanzar la mayor eficacia en las acciones de fuego y recarga. Por lo general, los batallones se consideraban estáticos, tras los que se reagrupaba la caballería después de la primera carga, y mantenían la ordenación en cuatro o cinco filas, herencia de los tiempos de la pica, con la consiguiente pérdida de potencial de fuego y lentitud de desplazamientos. Fueron los británicos los primeros en la utilización de los disparos de pelotón, consistente en que cada uno hiciese tres descargas consecutivas, en vez de las andanadas por líneas, compañías o batallones, para, por último, ordenar un asalto de bayoneta. Las ventajas resultaban evidentes: aumento de la continuidad y control de la situación, amplia participación de los suboficiales, importante presión sobre el enemigo porque una tercera parte estaba siempre disparando y facilidad para repeler cualquier ataque sorpresa al disponer de un tercio de las armas cargadas. Pronto estas tácticas se adoptaron en toda Europa y se comprobaron las posibilidades de la ofensiva en los campos de batalla, aunque la inercia de una política defensiva neutralizaba en gran parte esos efectos. Por la vigencia del viejo estilo militar, se utilizaban, especialmente, las tácticas de sitio; así, se impuso la contravalación, o líneas de trincheras dirigidas contra la ciudad sitiada, y la circunvalación, o trincheras defensivas para entorpecer cualquier agresión de un ejército que quisiese liberar una fortaleza. Cuando faltaba una rendición honrosa, el siguiente paso consistía en el asalto directo por la brecha, si bien eran poco frecuentes por las numerosas pérdidas humanas y el acatamiento de los acuerdos internacionales sobre plazos para la claudicación. No cabe duda de que los sitios representaban gastos en preparativos y frenaban la guerra activa, lo mismo que otros procedimientos tácticos habituales, como las inundaciones o los puestos de avanzadilla. En tales ocasiones, la victoria, derrota o el punto muerto de la campaña se debía a la profesionalidad del mando y al número de sus efectivos, pues los equipos, armas y planes se parecían en casi todos los ejércitos. El desarrollo de una campaña comenzaba con la agrupación de las tropas en las cercanías de una fortaleza, aprovisionada durante el invierno anterior. El lugar seleccionado para la concentración era supervisado por un alto cargo, asesorado por oficiales de la totalidad de los regimientos, que determinaba los puestos clave y las líneas de ataque. Los flancos del campamento se destinaban a la caballería, separada por escuadrones, mientras que la infantería se situaba en doble línea de acantonamiento y cada batallón tenía asignado un frente de 100 metros. La artillería quedaba delante o detrás de la posición principal, siendo protegida por una guardia específica. Otras prácticas habituales consistían en la construcción de empalizadas y terraplenes en los campamentos permanentes, la fijación de emblemas y estandartes, la organización de piquetes y cuerpos especiales de vigilancia bajo la supervisión del mariscal de campo, la delimitación de los sectores en el campo de cada regimiento por los suboficiales antes de la llegada del resto del ejército y la colocación de la intendencia en los lugares más accesibles. La planificación de cada día de marcha recaía sobre el lugarteniente de la jornada y el comandante de campo, si bien debía aprobarse por el comandante en jefe. En condiciones normales de avance, la reserva, la artillería y los suministros ocupaban el centro, por los mejores caminos, y las otras columnas seguían sendas paralelas o campo a través, encabezadas por destacamentos de ingenieros. Si existía peligro, los ejércitos caminaban en orden de batalla y su formación dependía de la marcha del enemigo: cuando se situaba delante, se organizaba en alas con la caballería del flanco derecho e izquierdo en columnas y la artillería y la infantería en una columna central; cuando se situaba en el flanco, por líneas y cada columna formaba un orden completo de batalla, la caballería en los extremos y la infantería en el centro. Las tácticas fijas restaban numerosas posibilidades, pues los elaborados planes requerían mucho tiempo y ambos bandos podían retirarse, en caso necesario, a otra posición. Formada la línea de batalla, marchaba con lentitud hacia el frente y rectificaba continuamente la alineación. Por medio de la disciplina se conseguía que la infantería disparase en segundo lugar, después de la enemiga, pues se consideraba pernicioso ser los primeros. Tras la batalla, la preocupación del general era el mantenimiento del orden de combate, muy difícil por las irregularidades de la orografía y el desconcierto. El armamento apenas evolucionó a lo largo del siglo. Sin embargo, se incrementó el uso de la artillería en proporción a las demás armas y más que en ningún otro período. Muy pronto en toda Europa se dotó a cada batallón de dos cañones ligeros de apoyo, lo que favoreció las tácticas, pero no evitaron los inconvenientes de la falta de movilidad. Los distintos calibres artilleros variaban poco entre los ejércitos en tipo y alcance de los cañones y, normalmente, incluían piezas de tres, de seis y de ocho libras, si bien no faltaban las que disparaban proyectiles de hasta 24 libras, con una trayectoria efectiva de 400 a 600 metros. El tren de sitio incluía ingenieros, exploradores, suministros, cañoneros, etc., que no formaban parte integrante del ejército. Los cañones no iban con las tropas, pero estaban protegidos por infantería especial, debido a su pesadez y lentitud de movimientos, a pesar del empleo de plataformas de dos ruedas. Los británicos comprendieron, ya en la Guerra de Sucesión, el valor de la artillería y combinaron el puesto de capitán general con el de maestre general, emplearon las cargas de pólvora preparadas, introdujeron el uso de un carro rápido para facilitar el traslado de suministros y municiones e igualaron a los cañoneros e ingenieros al resto del ejército en honores y ascensos. Ya a mediados del siglo XVIII apreciamos cambios importantes en la artillería: los cañones aumentaron su fuerza explosiva por medio de modificaciones en la fundición, con la utilización del coque en el refuerzo del hierro para la fabricación de cañones terrestres, se hicieron menos pesados al acortar su longitud, ganaron en facilidad de manejo y precisión y los ligeros carros incrementaron su movilidad hasta el punto de sustituirse los bueyes de arrastre por soldados en el traslado de las piezas en el campo de batalla. A partir de entonces la artillería pasó a formar parte integrante de los ejércitos porque podía marchar con la infantería, la caballería y los exploradores, como demostró Federico el Grande, en 1762, cuando se valió con gran éxito de la artillería montada. En consecuencia, aunque el poder del fuego de la infantería había aumentado poco, podía reforzase con las armas pesadas y restablecerse la línea de batalla con buenos resultados antes de un nuevo asalto. No obstante, aún la artillería contaba con grandes inconvenientes de transporte y la clave consistía en hallar el equilibrio entre potencia de fuego y movilidad, pues, en no pocas ocasiones, no compensaba el traslado de los cañones de pequeño calibre. No existía diferencia entre la rigidez y el convencionalismo teórico de la instrucción en la plaza y la evolución táctica en el campo de batalla. La única mejora de cierta importancia en la infantería fue la sustitución de la baqueta de hierro por una de madera, realizada por Leopoldo de Anhalt Dessau en 1740. Las armas cortas únicamente sufrieron algunas modificaciones, se reconoció la mayor precisión de las de cañón estriado, si bien se introdujeron con lentitud, y los rifles toscos y de débil estructura no permitían la adición de la bayoneta. Algunos de los fusiles británicos admitían la bayoneta y la carga trasera, pero producían un humo denso que dificultaba la puntería y pronto quedaron descartados como modelo aconsejable. El principal problema de la infantería consistía en encontrar las formaciones más idóneas para la utilización del fusil y de la bayoneta, de tal modo que una línea de combate estuviese siempre en disposición de disparar. La organización en filas parecía la forma más adecuada, si bien requería movimientos precisos y calculados, con lo que se favorecía la falta de rapidez. En algunos ejércitos, por ejemplo, el prusiano, se pasó de tres a cuatro filas, pero los resultados demostraron que el progresivo aumento sólo dificultaba las maniobras. La instrucción consistía en cargar y disparar con celeridad y en la pronta constitución de la línea de lucha, caminando en columnas divididas en pelotones, pero los flancos quedaban desprotegidos. Esta táctica ocasionó graves pérdidas en las guerras del Setecientos porque el enemigo atacaba por los flancos y la retaguardia. Sólo había dos soluciones: en primer lugar, la disposición de otras hileras en forma de cuadrado con un frente en cada dirección; en segundo lugar, la protección con obstáculos naturales. Táctica y armamento estaban muy interrelacionados y los cambios drásticos en el viejo estilo requerían la invención de nuevas armas. Sin embargo, las escasas innovaciones en este sentido ocasionaron que sólo se mejorasen los antiguos presupuestos tácticos; así, se mantuvo la tercera línea, aunque dos alcanzaban suficiente intensidad de fuego. La creciente potencia de fuego sugirió la adopción de formaciones irregulares en puesto de la ordenación en línea, lo que redundaría en la mayor movilidad y en el mejor aprovechamiento del conocimiento del terreno. En 1780 el combate irregular había sido adoptado en las colonias americanas por los rusos y los austriacos con excelentes resultados. No obstante, el retraso armamentístico impidió su generalización y quedó como una alternativa secundaria cuando la situación aconsejaba las alineaciones cerradas anteriores para la concentración de una fuerza superior sobre los puntos débiles del enemigo. Además, se abrían paso en el ejército las ideas que defendían la importancia de la columna de choque frente al fuego, consistente en la apertura de una brecha en el frente para después destruir al adversario confiado en el poder de los disparos. Efectivamente, la columna parecía el único medio de combinar la habilidad con la formación cerrada, ya que se movía con más rapidez que la línea. El problema estribaba en hallar el modo de pasar con facilidad de la columna a la línea y viceversa. Llegado este momento, se imponía la síntesis de estas opiniones divergentes del pensamiento militar en un modo de actuación único, con el fin de ganar batallas decisivas permitiendo a las tropas las maniobras libres en presencia del rival en lugar de estar obligados a comportarse de acuerdo con una posición y proyecto previo. Se concebía el ataque decisivo como una atosigadora concentración de fuego en columna sobre una parte de la línea del contrario; es decir, existiría una especialización de funciones entre las tropas ligeras encargadas de los disparos y las columnas de choque. Sólo en los años finales tuvo su aplicación y se demostró en la importancia de las batallas, ya entonces definitivas. Como conclusión, entre 1763 y 1792 escasearon las batallas terrestres por los anquilosamientos tácticos, estratégicos y armamentísticos. Algunos ejércitos habían aumentado de tamaño debido al perfeccionamiento administrativo y financiero de los gobiernos y tendieron a convertirse en unidades organizadas y permanentes. Ahora se extendió la idea de la necesidad de reformas y se argumentaba la obligación de aumentar la profesionalidad de las tropas y de los mandos, acabar con los obstáculos burocráticos, superar los recelos de los civiles y de los militares más conservadores e introducir los nuevos métodos y armas, que exigían inteligencia e iniciativa en todos los rangos militares, simplificación de la instrucción y sentimiento del deber como base para las divisiones en destacamentos. A finales de la centuria se habían mejorado ciertas armas, con la consiguiente ampliación de las formaciones para aprovechar al máximo el creciente potencial de fuego. Los altos mandos opinaban que los cambios en el ejército pasaban por los cambios en el Estado, pues, de lo contrario, no surgiría el patriotismo necesario entre la población. No era raro, por tanto, que pensadores militares ilustrados simpatizaran con las reformas generales y defendieran hasta las ideas antiautoritarias. La disciplina cruenta dejó paso a otra más relajada que se apoyaba en la motivación, vocación, mejores condiciones de vida, aumento de la paga y racionalización de la instrucción. Al concluir el siglo, las reformas, de éxito muy desigual, sólo habían tenido cierta importancia en Francia y Austria.
contexto
El mineral argentífero se extrajo, al principio, mediante excavaciones abiertas, que se profundizaban luego con pequeños túneles. Más tarde, se recurrió a los socavones: túneles inclinados que cortaban la mina y tenían alguna ventilación y drenaje. Esto produjo según Brading verdaderas ciudades subterráneas. Las labores se facilitaron gracias al uso de bombas, los malacates (cabrestantes movidos por caballerías que sacaban el agua o el mineral) y las voladuras, muy empleadas ya en Potosí desde el último cuarto del siglo XVII. Se obtenían así cloruros y sulfuros argentíferos, conocidos respectivamente como pacos y negrillos, que era preciso refinar. Para esto se trituraba el mineral en machacadoras de pisones metálicos (movidos por fuerza hidráulica o por animales) o por molinos, y se procedía a extraer su mena. Al principio, se hizo por oxidación o combustión en hornos de tipo castellano aventados por fuelles, pero hacía falta mucho material combustible, escaso en las regiones áridas mineras. En 1555, Bartolomé Medina ensayó con éxito en Pachuca otro procedimiento, el de amalgamación, conocido desde la Antigüedad para el beneficio del oro. Consistía en mezclar el mineral con mercurio y añadirle un reactivo, la sal común. La mezcla se hacía en grandes patios, por lo que fue denominado sistema de patio. Al cabo de 6 u 8 semanas (a veces meses), la amalgama alcanzaba el punto apropiado. Se lavaba y la pella resultante se sometía a la acción del calor para volatilizar el mercurio (parte del cual se recuperaba) y decantar la plata. Todo esto exigía abundantes materiales (sal, madera y leña, hierro), gran cantidad de agua para mover los ingenios hidráulicos y realizar las labores de lavado (en Potosí se construyeron 30 presas interconectadas) y, sobre todo, mercurio. Afortunadamente, la Corona contaba con la gran mina de Almadén, que fue puesta al máximo de producción (con promedios anuales de 148.500 kilos) y pudo también importarlo de Idrija, en Eslovenia, entonces bajo dominio de los Habsburgo. El problema era transportar el escurridizo mineral en unos odres a bordo de los buques azogueros y en cantidad suficiente para atender la demanda. En 1563, Amador Cabrera encontró la mina de mercurio de Huancavélica, no muy lejos del Potosí, lo que alivió la producción peruana de plata. La plata mexicana se beneficiaba con azogue de Almadén y de Idrija, y esporádicamente con el de Huancavélica y China (en 1692 y 1693, se compraron 53 quintales y 42 libras de azogue chino, que era 30 pesos más barato que el español, pero los fletes lo encarecían mucho). Durante la década 1691-1700, México recibió 28.136 quintales de mercurio: 19.136 de Europa y 9.000 del Perú. La Corona controló la producción de mercurio (incluso intentó que Huancavélica fuese realenga) e impuso los precios. Al principio procuró que éstos compensasen los gastos de producción y transporte, resultando a 177 pesos el quintal en México y a 104 en Perú, pero luego tuvo que rebajar el precio hasta los 83 pesos y 97 pesos respectivamente, para evitar que se paralizara la producción de plata. El oro de filón o de veta se extrajo igual que la plata, pero ya dijimos que fue escaso. Lo usual era el oro de aluvión que se obtuviera lavando las arenas auríferas. Se hacía con simples bateas, pero luego se recurrió a los ingenios mecánicos y hasta al desvío de los cauces de los ríos. El mineral extraído, la jagua (formado por óxidos de hierro, fragmentos de roca dura y oro) se purificaba igualmente por amalgamación y fundición.