La Europa merovingia y visigótica vivió bajo el signo de la depresión demográfica heredada del Bajo Imperio. Algunos graves coletazos de peste que se han datado aún para los años 742-743, secuelas últimas de las oleadas que, desde unos siglos atrás, sacudieron a Inglaterra (664), Italia (hacia el 680) o la Narbonense (694). Desde mediados del siglo VIII sin embargo, se acostumbra a fechar un cierto enderezamiento demográfico que, se ha sugerido, posibilitó la restauración política impulsada por los primeros carolingios. Algunos estudios como los de P. Toubert para el Lacio, han avalado el auge del poblamiento desde comienzos del IX. Seguirá sosteniéndose a lo largo del siglo X a través de la "multiplicación de los puntos de población y la conquista de nuevos espacios agrícolas". La gran expansión, patente después del Año Mil, dispuso, así, de una buena plataforma de despegue. Se ha hablado de la inseguridad de los tiempos como de un factor retardatario para la recuperación demográfica. En efecto, regiones como las del Mediodía de Francia sufrieron una aguda crisis por ser frecuentemente campo de batalla entre cristianos y musulmanes o entre francos y poderes locales como el de la nobleza aquitana. Las segundas invasiones fueron menos graves que lo que los cronistas del momento pretenden. P. Toubert ha rebajado a la condición de epifenómenos las incursiones magiares o sarracenas sobre la Italia de los sucesores de Carlomagno. Las oleadas de bandolerismo (el de los latrunculi christiani) tienen en más de una ocasión un poder desestabilizador mayor. Por todo ello, hablar de recuperación demográfica para los siglos VIII al X es hablar de un fenómeno extraordinariamente irregular y nada fácil de verificar en su conjunto. La Europa de Carlomagno sigue siendo un continente muy pobremente poblado. Para un millón largo de kilómetros cuadrados los cálculos más prudentes dan entre 15 y 18.000.000 de habitantes. La densidad, por tanto, estaría también entre los 15/18 habitantes por kilómetro cuadrado. Apreciación demasiado ilusoria ya que enormes extensiones de tierra están prácticamente vacías de hombres. La desigualdad en la distribución parece notable. Slicher van Bath ha establecido una escala que sitúa en el nivel superior a la región de París con 35 habitantes por kilómetro cuadrado; el segundo escalón lo facilitaría el Westergoo con 20; el tercero entre nueve y doce sería el de Frisia o Inglaterra; y el más bajo, entre cuatro y cinco, lo daría la zona del Mosela. Datos, como se ve, que no afectan más que a la Europa al Norte del Loira y que, además, muestran profundas diferencias entre regiones cercanas entre sí. Estos cálculos resultan tanto más ilusorios si tenemos en cuenta que, hasta hace poco, han sido resultado de la explotación casi exclusiva de algunos testimonios -muy valiosos, evidentemente- a los que resulta falaz abordar con criterios actuales. Por ejemplo, hablar de densidad de población en París y su región (la mejor dotada) es hablar de datos extraídos de la lectura del "Políptico" del abad Irminón de la abadía de Saint-Germain-des-Près. La densidad deducible es la más alta y permite hablar de un incremento de la población en la región entre los siglos VI y VIII. Sin embargo, como ha observado G. Duby, estos datos optimistas sólo son válidos para nudos de poblamiento, para islotes en los que los hombres tienden a agruparse y entre los cuales quedarían inmensos espacios vacíos... Aparte la inseguridad de los tiempos como factor comprometedor del equilibrio demográfico, es necesario tener en cuenta también otras circunstancias. En primer lugar, la fuerte mortalidad, especialmente infantil. Se ha calculado que representaría hasta un 40 por 100 del conjunto: de cada cinco difuntos uno lo es en edad inferior a un año y dos antes de los catorce. Entre los adultos son las madres jóvenes las más afectadas. La tasa de fertilidad se sitúa entre el 0,22 para las mujeres fallecidas antes de los veinte años y el 2,8 para las que llegan al final del periodo de procreación. El número de hijos por pareja en tiempos de Carlomagno -y siguiendo los datos del ya mencionado "Políptico" de Irminón- no supera los 2,7 en los mejores casos, siendo la media general ligeramente inferior a dos. Estos datos, si es que pueden hacerse extensivos al conjunto del Occidente, nos presentan una sociedad que, en torno al 800, tiene cierta tendencia a quedar bloqueada en sus posibilidades de expansión. Para los años siguientes (siglo IX y comienzos del X) algunos documentos borgoñones permiten hablar de un incremento de la población en torno a un octavo por cada generación. Pese a su carácter eminentemente estático, la sociedad de la Europa carolingia y otoniana presenció también algunos importantes desplazamientos de población. En su reborde meridional ibérico, el siglo IX conoce un proceso de colonización del valle del Duero y la vertiente sur del Pirineo. Iniciativas privadas y repoblaciones oficiales acabarían integrando estas tierras en los primeros conjuntos políticamente coherentes de la España cristiana. Distinto es el caso italiano en donde el incremento de población del siglo X acarrea un nuevo ordenamiento de los espacios habitados: es el llamado incastellamento resultado de la multiplicación de castelli levantados no sólo por razones defensivas sino también con ánimo de dominar un hábitat rural en vías de concentración. De empresa urbanística y de urbanismo aldeano ha calificado P. Toubert este fenómeno. Ello nos llevaría a preguntarnos ¿qué papel desempeña la ciudad en la Europa de los carolingios y sus epígonos? Bajo distintos nombres (urbs, civitas, castrum, burg... ) se conocen en la época aquellas aglomeraciones de población que son centros de poder político o eclesiástico, puntos de defensa o, en algunos casos, centros de intercambios comerciales. La contracción generalizada de la vida urbana en el Alto Medievo contó con algunos paliativos. Vendrán, por ejemplo, de la dinamización de algunos núcleos favorecidos por el poder político como centros de decisión lo fue Aquisgrán bajo Carlomagno, Worms para los otónidas y Oviedo -y más tarde León- para los monarcas hispano-cristianos occidentales. Vendrán del importante papel religioso como sedes episcopales o centros de peregrinación: Roma, aunque reducida urbanísticamente a un simple poblachón, seguía conservando mucho de su viejo prestigio. O vendrán -casos de la Italia del siglo X que han ilustrado Cinzio Violante o Pierre Toubert- del propio dinamismo de los grandes propietarios rurales (laicos o importantes abadías) interesados en extender a los centros urbanos sus circuitos de intercambios. Ciudades como Milán o Pavía se beneficiaron notablemente de este proceso. En último término, las propias necesidades defensivas pueden dar pie a la multiplicación de numerosos puntos de defensa (los boroughs ingleses, por ejemplo) que, a la larga, contribuyan a hacer más tupido el tejido urbano.
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La España de los años treinta era un país mayoritariamente rural y poco poblado en comparación con otros estados de la Europa occidental. No obstante, era perceptible una tendencia a la modernización de las estructuras demográficas, que el crecimiento económico del último período de la Monarquía había contribuido a consolidar. El carácter selectivo de tal proceso, condicionado por el desigual desarrollo capitalista de las primeras décadas del siglo, confería a estos impulsos demográficos una capacidad de dinamización y, a la vez, de generación de tensiones sociales, que les convirtió en un factor de cierta importancia en la vida de la República. A comienzos de 1931, España contaba con 23.563.867 habitantes, con una densidad de 46,7 habitantes por kilómetro cuadrado. En 1936, alcanzó los 24.693.000. Un 48,8 por ciento eran hombres, y un 51,2, mujeres. La población se repartía muy desigualmente por la geografía nacional. Era más densa en las zonas costeras, en el área de Madrid y en Andalucía occidental, mientras que las comarcas montañosas de Aragón y grandes porciones de Castilla la Vieja, León y Extremadura estaban escasamente pobladas. El crecimiento vegetativo era sostenido, en torno a un once por mil anual, y se producía especialmente en Galicia, Extremadura y Andalucía, mientras que las cifras más bajas, aunque no inferiores al 8 por mil, se daban en las provincias mediterráneas. La tasa bruta de natalidad bajó de 28,3 en 1930 a 25,9 por mil en 1935, y la tasa de reproducción -número de hijos por mujer- descendió casi a la mitad, de 1,8 a 1, durante el quinquenio, pero estas cifras se vieron compensadas por la continua bajada de la mortalidad, que siendo de 17,3 por mil habitantes en 1931, llegó a situarse en un 15,7 en 1935. La esperanza de vida, sin embargo, seguía siendo baja, ya que no llegaba a los cincuenta años para los varones y apenas los superaba en las mujeres. La tasa de analfabetos era elevada en 1930, un 30,8 por ciento -23,6 en los varones, 38,1, en las mujeres- pero había descendido once puntos a lo largo de la década anterior, y durante los años treinta lo haría en otro nueve por ciento. En el otro extremo, la enseñanza superior poseía una notable calidad, pero era muy elitista: en 1931 se contaban 35.000 estudiantes en toda España. Como era lógico en un país agrícola, las actividades del sector primario ocupaban a un sector muy grande de la población activa, el 45,5 por ciento en 1931, frente a un 25,5 en el secundario y un 17,6 en los servicios, pero su porcentaje no dejó de disminuir durante los años republicanos. El proceso de urbanización había progresado a buen ritmo en las últimas décadas. En 1930, el 43 por ciento de los españoles vivía en núcleos de más de cien mil habitantes. Las siete principales ciudades -Barcelona, Madrid, Valencia, Sevilla, Málaga, Zaragoza y Bilbao- aumentaron su población en un 23 por ciento durante los años veinte y las dos primeras, que rondaban el millón de habitantes, la cuadruplicaron entre 1900 y 1936. El éxodo a los centros urbanos y a los núcleos industriales sustituía en muchos sitios a la clásica emigración ultramarina y reforzaba en las grandes ciudades la presencia de un proletariado de aluvión, con fuertes raíces campesinas, poco cualificado y sometido a una permanente precariedad en el empleo. Las tradicionales regiones industriales -Barcelona, Vizcaya, Asturias- y los centros de desarrollo más tardío, como Madrid, Valencia o Andalucía occidental, recibieron en las primeras décadas del siglo un flujo inmigratorio indiscriminado, que se orientaba preferentemente hacia la construcción, la minería, la industria textil y el sector servicios. Otra salida tradicional de los excedentes de población, la emigración a América, mostraba por el contrario una tendencia a la disminución desde mediados de la década anterior. Pero estos desarrollos hacia la modernización demográfica se ralentizaron durante los años de la República. Ello obedeció tanto a una situación internacional adversa como a la incapacidad del mercado interior para seguir estimulando ininterrumpidamente unos ritmos de crecimiento económico que posibilitaran un trasvase sostenido de población. La tasa de nupcialidad cayó, con la repercusión consiguiente en la de natalidad. El balance del flujo ultramarino pasó a ser favorable a la inmigración ante las barreras puestas por los países de destino, afectados por la Gran Depresión; entre 1931 y 1934 se efectuaron 106.243 entradas más que salidas, si bien luego se produjo una leve recuperación de la tendencia emigratoria. Por su parte, el saldo neto migratorio inter-regional se redujo a la mitad y el proceso de crecimiento urbano experimentó una notable desaceleración. El retorno de los emigrantes, las dificultades de la industria y la baja episódica de los precios agrarios repercutieron, además, en un aumento del paro que, aunque inferior al de la mayoría de los países industrializados, tuvo efectos muy desfavorables en el terreno social. Pese a que las estadísticas de la época son confusas, se puede afirmar que la tasa de paro se duplicó en el período republicano. Algunas estimaciones dan una cifra total de 389.000 desempleados en enero de 1932, que alcanzaría los 801.322 en junio de 1936, si bien incluyendo a aquellos empleados que trabajaban a tiempo parcial. Los porcentajes por sectores productivos variaban mucho. Las industrias vinculadas a la exportación sufrieron más los efectos de la crisis laboral, especialmente en la de materiales de construcción, la siderurgia y la minería de Madrid, Vizcaya y Asturias, mientras que otros sectores industriales, como el textil, y los servicios se vieron relativamente poco perjudicados. Por este motivo, por ejemplo, en Cataluña la tasa de paro a mediados de 1932 era relativamente marginal, un 5 por ciento, mientras en Andalucía alcanzaba al 12 por ciento de la población laboral, fundamentalmente porque era en el campo donde el problema se tornaba angustioso. En junio de 1932, más de la mitad de los parados eran trabajadores agrícolas, sobre todo en Andalucía y Extremadura, proporción que no dejó de crecer hasta aproximarse a los dos tercios del total. En diciembre de 1934, estas dos regiones soportaban el 38,4 del total nacional de parados. El que los salarios subieran durante esta época hacía aún más patético el contraste entre trabajadores empleados y desempleados. Y el problema se veía agravado por la carencia de un sistema estatal de subsidios y por lo limitado de otros sistemas de seguridad social. La Caja Nacional del Seguro contra el Paro Forzoso, creada en 1931 por el Ministerio de Trabajo, carecía de recursos para socorrer a los parados, ya que sólo recibía el 0,5 por ciento de los presupuestos estatales. La creación en 1935 de la Junta Central contra el Paro, dedicada a promover obras públicas que ocupasen a los desempleados, apenas palió el problema, ya que su asignación equivalía al dos por ciento del gasto público. En definitiva, la relativa suavidad de la recesión económica permitió mantener una tasa de paro discreta, que algunos sitúan en un máximo del 12,9 por ciento de la población activa, mientras otras fuentes la reducen al siete o incluso al seis, muy por debajo de la alemana (más del 30 por ciento) o de la norteamericana (25 por ciento). Pero era un problema cualitativo, más que cuantitativo. La carencia de mecanismos sociales compensatorios dejó en situación sumamente precaria a miles de familias y contribuyó a hacer de las bolsas de paro focos importantes de conflictividad que en ocasiones, como sucedió en Asturias y Vizcaya en octubre de 1934, coadyuvaron a desatar procesos abiertamente revolucionarios.
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Llegar a conocer con exactitud la población que habitaba los reinos hispánicos bajo el gobierno de Carlos I y Felipe II es una operación que, por desgracia, resulta bastante complicada y que parece condenada a moverse en el resbaladizo terreno de las estimaciones. Sin embargo, la causa a la que, en último término, se puede achacar la falta de resolución que padece el análisis demográfico de la época resulta enormemente ilustrativa de su particular construcción social y política. Bien sea por lo mucho que nos enseña acerca del modo en que las teóricas divisiones internas de la sociedad de estados se hacían prácticas y tangibles -vecinos exentos frente a vecinos pecheros, por excelencia-, bien porque documenta la efectiva multiplicidad territorial de la Monarquía Hispánica -traducida, por ejemplo, en una multiplicidad de fuentes documentales que reproducen idéntico esquema-, la demografía histórica constituye, en sus dudas y vacilaciones, una excelente perspectiva desde la que mirar al siglo XVI hispánico en su irrepetible complejidad. Pese a las dificultades que encuentran los estudiosos, sí resulta posible llegar a establecer con cierta precisión la tendencia demográfica general que, en términos seculares, resultó favorable, convirtiendo al XVI en un período de saldo demográfico positivo, aunque quedan por resolver cuestiones como la correcta cuantificación del crecimiento que supuso y el ritmo que adoptó a lo largo de la centuria. Una muestra de lo expansivo del período sería la vitalidad demográfica que testimonian las numerosas nuevas roturaciones de tierras, la fundación de algunas poblaciones de nueva planta, la emigración castellana con destino a las Indias y la recepción aragonesa de inmigrantes transpirenaicos. En suma, el signo demográfico del siglo vendría definido por la capacidad no sólo de recuperarse de los efectos de la crisis tardomedieval, sino también por la posibilidad de afrontar una auténtica repoblación. Al acabar la centuria, la población española en su conjunto rondaría entre los siete y ocho millones de habitantes, lo que supone un elevado crecimiento secular superior al 40 por ciento. Estos, no obstante, son cálculos algo optimistas y que van siendo retocados a la baja a medida que, de un lado, se reinterpretan registros documentales de forma más depurada y que, de otro, cambia la consideración de la crisis del XVII. De hecho, una de las maneras de explicar por qué el siglo XVII no supuso en realidad la sangría demográfica que siempre se le había achacado pasa por reducir el volumen de la población de que se habría partido al comienzo de la centuria. Como se ve, es éste todavía un campo presidido por la necesidad de moverse entre estimaciones y, quizá, lo sea siempre. Sin embargo, el principal escollo para conocer con una exactitud algo mayor la población española del siglo XVI no estriba en que los especialistas no dispongan de suficientes fuentes de valor demográfico para poder contar el número de sus habitantes. Ni tampoco consiste en que las técnicas que se emplearon en la confección de dichos registros fueran poco adecuadas o declaradamente imperfectas, puesto que los demógrafos históricos han desarrollado métodos que les permiten enfrentarse con ciertas garantías a las fuentes de un período caracterizado por su condición pre-estadística -condición esta que no se define tanto por la precariedad o mala realización de su estadística, sino por la existencia de una finalidad que todavía no es con propiedad estadística. El verdadero problema radica en que los recuentos, censos y registros de población hechos en la época pretendían saber algo más que cuál era el número de habitantes que poblaban éste o aquel territorio. Ninguna de las autoridades (eclesiásticas, concejiles y reales) que, de una forma u otra, nos han dejado fuentes cuyo valor demográfico es indudable (libros parroquiales, padrones, vecindarios, censos, etc.), estaba interesada en conocer los movimientos y oscilaciones de población en sentido estricto, tal como los estudia la demografía. Sus fines eran otros y, sin duda, bien alejados de ese objetivo, pues estaban presididos por la consecución de una utilidad concreta y práctica, ya fuera, por poner tres ejemplos, el control de los fieles por sus párrocos, la formación de levas militares o la recaudación fiscal por parte de la Corona o de los concejos. Es cierto que también encontramos muchas noticias sobre el estado y evolución de la población durante este período en las obras de historiadores locales y corógrafos, dedicados éstos a la descripción pormenorizada de ciudades y reinos. A ellas hay que añadir las informaciones que aparecen en los textos de índole política o económica que compusieron los llamados arbitristas. Sin embargo, también en las observaciones, datos y noticias que nos ofrecen unos y otros -por supuesto, después de ser sometidos a la crítica técnica de los demógrafos históricos- no deja de observarse el peso de factores ajenos a lo que se puede tener por estrictamente demográfico. Las historias y descripciones locales se hallan dominadas por la idea de exaltación del propio espacio que describen y, en muchos casos, su génesis responde a un encargo efectuado por las mismas autoridades de esos lugares. No se debe olvidar que una de las creencias más extendidas en la época era suponer que el volumen poblacional de un territorio constituía un índice de su prosperidad y, en consecuencia, la más lastimosa muestra de la decadencia era lo que hoy calificaríamos como escasa densidad de población. Por tanto, la afirmación en las corografías del "estado populoso" -de lo muy pobladas que están o estuvieron- de esta villa o aquel reino puede ser debido tanto a la real objetividad como a la retórica de la glorificación urbana o regnícola. Y, asimismo, la insistencia en la despoblación, que será característica del arbitrismo, le deberá una parte de su vehemencia a esa vinculación ideológica entre potencia, perdida o en riesgo de perderse, y volumen demográfico. En cualquier caso, y en términos generales, la razón última de las dudas y vacilaciones en que se debaten los demógrafos que se ocupan del siglo XVI tiene que ver con el modelo de sociedad de estados entonces imperante. Recuérdese que, en ese modelo de organización, la caracterización social y política de las personas no respondía a lo individual, sino a su condición de miembros de un estado u orden determinados, en función de lo cual compartían un estatuto jurídico particular que, para cada uno de ellos, señalaba deberes y derechos distintos. Se basaba, por tanto, en la desigualdad ante la ley, derivada y expresada en la existencia de privilegios que eran estamentales, es decir, por definición supraindividuales. En esas circunstancias, la escala de percepción social no era el individuo, sino el estado al que éste pertenecía y, por tanto, la manera de concebir el compuesto de la población no se fundamentaba en el habitante, como unidad demográfica individual, sino en categorías como el clero, la nobleza, los pecheros o los padres de familia y vecinos. Si ahora tenemos en cuenta que una de las razones básicas para querer contar la población era de índole tributaria y que gozar de exención fiscal era definitorio de la pertenencia a estamentos privilegiados, entenderemos que la cuantificación de la población se dirigiera con prioridad a aquel segmento -los pecheros, por excelencia- obligado a contribuir y que, a su vez, para efectuar los recuentos y censos se recurriera a una unidad supraindividual como era el fuego (hogar, fogatge), expresión fiscal de la figura del vecino y que podría equivaler a unos 4-4,5 habitantes -o, incluso, algo menos, 3,75, como recomienda Alfredo Alvar en su estudio Demografía y sociedad en la España de los Austrias. El que existiera esta utilidad impositiva resulta hoy de especial importancia gracias a la riqueza y extensión de las averiguaciones que su puesta en práctica llevó aparejadas. Así, las dos mayores fuentes documentales de que se dispone para el conocimiento de la población de la Corona de Castilla (el llamado recuento de 1530 -en realidad 1528-1536- y el gran censo de 1591), tienen su origen en trabajos destinados a preparar la recaudación del servicio y los millones concedidos a Carlos I y a Felipe II por las Cortes castellanas. De esta manera, el recuento de la población se convertía, en realidad, en un recuento de presumibles contribuyentes. Esto hace que para el correcto empleo de las fuentes que tengan este carácter fiscal, que son las más numerosas y las más utilizadas, sea indispensable tener en cuenta quiénes deberían pagar -sólo pecheros; pecheros y exentos- y el sistema de recaudación a que se recurriría para hacer efectivo su cobro. Si la cantidad que iba a ser exigida a una localidad se estimaba sobre el cálculo del número de contribuyentes, se abría el camino a la ocultación, que, por otra parte, no debió ser muy difícil de lograr; por contra, si la cantidad que debía pagarse en un lugar determinado ya estaba fijada de antemano y su cobro se efectuaba mediante el reparto entre vecinos, podía resultar atractivo hacer crecer sobre el papel el número de éstos para, así, obtener una cantidad menor de pago por fuego o unidad contribuyente. Una vez señalado el porqué de tomar tantas reservas y precauciones, recordemos que al terminar el siglo XVI se ha calculado que la población española se habría acercado a los ocho millones de habitantes, aunque todavía debemos tomar la cifra con cierta cautela. Para esas mismas fechas, se ha estimado que, por ejemplo, Francia rondaría los dieciocho millones de habitantes, Italia los trece, Alemania los quince, los Países Bajos los tres y las Islas Británicas los seis. Esto supone que, dada su área, la población española habría sido relativamente baja en comparación con otros territorios de las zonas central y occidental de Europa, cuyo conjunto continental se elevaría hasta unos noventa o cien millones de personas. La densidad de población habría resultado baja en términos generales, pudiéndose considerar como media los 15-16 habitantes por kilómetro cuadrado, llegándose a alcanzar densidades muy superiores, de casi 40 habitantes por kilómetro cuadrado, en comarcas santanderinas, e inferiores en diez puntos, como en numerosas zonas del Reino de Aragón.
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El grupo de población más numeroso estaba constituido por los romanos que vivían en los viejos territorios del Imperio. Si bien seguía existiendo una población autóctona en determinadas regiones que nunca habían sido sometidas, la población romana alcanzaba cifras muy altas con respecto a los otros grupos poblacionales. El cálculo del número total de individuos romanos en la Península es siempre oscilante, desde algunos investigadores que creen en una población de unos siete millones, a otros que la sitúan en unos doce millones. Debemos tener en cuenta que estos datos proceden de la información fragmentaria dada por Plinio el Viejo, correspondiente por tanto a los primeros momentos del Imperio. Las cifras son difíciles de calcular puesto que no existen documentos de la época que den información sobre este tema y tampoco la arqueología ayuda mucho, pues si bien se conocen parcialmente las extensiones de las ciudades y ello permite una aproximación, poco se sabe con respecto a la gente que vivía en las zonas rurales. La gran masa de población se hallaba dispersa por toda la geografía peninsular, a excepción de zonas como la Orospeda, Vasconia y Cantabria, donde sólo existía una presencia militar romana, puesto que, tal como decíamos, estas regiones siempre habían resultado ser reacias a la dominación romana. La mayor densidad de población se hallaría situada en las diferentes provincias de la diocesis Hispaniarum, cuya romanización fue más intensa tanto desde el punto de vista de actividades ciudadanas como de explotación de las tierras. Así destaca la Tarraconensis, con importantes núcleos costeros abiertos al comercio y grandes ciudades de vieja raigambre, como son Emporiae, Gerunda, Barcino y Tarraco. En el interior y básicamente debido a las tierras fértiles debemos recordar Caesaraugusta, Ilerda, Osca y Calagurris. De esta provincia conocemos también algunas grandes explotaciones rurales que debieron seguir existiendo al menos durante el siglo VI. Su presencia en la línea costera es menor que en el valle del Segre y en el valle medio del Ebro. Particularmente denso fue el hábitat romano de la región oriental y meridional de la Carthaginensis, con viejos núcleos urbanos como Saguntum, Valentia, Dianium, Mici, Bigastri, Carthago Spartaria, Acci, Mentesa, Castulo y Oretum. Durante la Antigüedad tardía la Carthaginensis ganó territorios por el norte y el oeste. En ella se ubicaban renombrados centros que -en parte- vertebraron el asentamiento visigodo. Destacan ciudades como Segobriga, Valeria, Ercavica, Complutum, Segontia, Oxoma, Pallentia, Saldania y, por último, cabe citar Toletum, que se convertiría en capital del reino visigodo. Los restos arqueológicos conservados no permiten hablar, por el momento, de grandes explotaciones agrícolas en el sudeste de la Carthaginensis; parece que el sistema agropecuario debió implantarse de una forma diversa, quizá a partir de una parcelación de pequeñas propiedades o bien de comunidades organizadas. Lo contrario ocurre en el extremo norte de la provincia, donde encontramos villae, cuyas estructuras arquitectónicas de la parte residencial denotan la gran riqueza de sus propietarios. Estas explotaciones, dedicadas esencialmente al trigo, debieron estar constituidas por grandes extensiones de tierra, pobladas de un hábitat disperso. Sin lugar a dudas la Baetica es una de las provincias romanas con mayor densidad de población, no sólo por sus centros urbanos, sino también por la fertilidad proporcionada por el valle del Guadalquivir. Entre los tejidos urbanos merecen ser traídos a colación Malaca, Illiberris, Egabrum, Tucci, Astigi, Corduba (una de las ciudades más grandes, pues ocupaba una superficie de unas setenta hectáreas), Hispalis, Italica y Assidona. Esta provincia de la Bética es conocida por sus extensas propiedades, grandes latifundio, dedicadas en su mayoría a la explotación de la vid y el olivo, así como a la cría caballar. La arqueología y la epigrafía han permitido detectar pequeños centros eclesiásticos diseminados por todo el territorio, lo cual indica también una población romana abundante, a la vez que dispersa. La Lusitania, con la presencia de Augusta Emerita, tuvo importantes núcleos urbanos como puede ser el puerto más occidental del mundo conocido, Olisipo, o ciudades como Ossonoba, Pax Iulia y Ebora. En la parte norte de esta provincia se sitúan Egitania, Conimbriga, Viseum, Lamecum, Salmantica y Abela. Tanto Mérida como su territorium parece que estuvieron densamente poblados y así lo atestigua no sólo la propia ciudad con notables arquitecturas urbanas, sino también el gran número de villae e iglesias rurales conocidas gracias a la arqueología y que están actualmente en proceso de excavación. Entre los valles de los ríos Guadiana y Tajo se establecieron también algunas villae de las cuales dependían grandes extensiones de tierras. El valle bajo y medio del Tajo, con grandes pastos, se dedicó fundamentalmente a la cría caballar. Al nordeste de la provincia se documentan también algunos centros de explotación debidos a las tierras fértiles regadas por los afluentes del Tajo y del Duero. En lo que a la Gallaecia respecta, el poblamiento romano fue menos denso y además sus habitantes tuvieron que convivir con un poderoso reino como el suevo. Al parecer, el mayor número de romanos se hallaba establecido en ciudades, tales como Bracara, Lucus y Asturica, por citar sólo las más importantes. Este era aproximadamente el mapa poblacional de Hispania cuando se iniciaron las primeras incursiones bárbaras. Las fuentes históricas y literarias que se conservan permiten entrever el impacto que produjo la presencia de grupos extranjeros, esencialmente godos, además de suevos, alanos y vándalos, en zonas plenamente romanizadas. Si bien estas fuentes hablan de los comportamientos bélicos y devastadores de estos pueblos, con el análisis conjunto de las mismas y matizando las motivaciones de cada uno de los autores, se puede reconstruir -no sin dificultad- el ambiente de aquel momento. Aunque la documentación conservada permite detectar los comportamientos de las altas clases sociales romanas, sin embargo, podemos apuntar respecto a la gran masa de población que no participaba de los privilegios otorgados a dichos estamentos sociales. Bien es sabido que existió una pervivencia de grandes familias hispanorromanas y algunas de linaje senatorial. Este hecho se deduce de que en toda la legislación, y esencialmente en el Breviario de Alarico, se sigue manteniendo el término de senatores e incluso el de honorati que, por regla general, habían utilizado los emperadores y que ahora designaban a los consejeros de la ciudad. Estas familias romanas eran en realidad grandes terratenientes que explotaban sus tierras, tal como hemos visto, distribuidas en las diferentes provincias. Este hecho no implica que viviesen permanentemente en el campo, sino bien al contrario, su vida se desarrollaba en la ciudad, participando de los cargos públicos, por regla general municipales. Probablemente la provincia con una mayor pervivencia de grandes familias pertenecientes a la nobleza senatorial romana sea la Baetica. En ella jugaron un importante papel, no sólo social, sino también político y religioso (recuérdese, por ejemplo, su actuación de apoyo a Hermenegildo). Aunque también importantes, pero con menor peso, fueron las aristocracias senatoriales de la Tarraconense y de la Lusitania. La explotación de las tierras se hacía por medio del control de los actores, siendo este sistema de explotación y control el que perduró a lo largo de todo el reino visigodo toledano. La explotación directa estaba en manos de los conductores o coloni que pagaban sus impuestos, aunque prácticamente siempre los grandes propietarios romanos, perpetuando una vieja tradición, intentaban no cumplir con sus obligaciones tributarias. Recordemos que las cargas fiscales a las que estaban sometidos los romanos eran muy pesadas. El resultado del establecimiento de los visigodos en Hispania fue que las altas clases aristocráticas provinciales romanas llegaron a convivir con los nobles visigodos. Este hecho no permite concluir que todo romano aceptase la presencia bárbara, al contrario, muchos de ellos lucharon en contra de los visigodos y eludieron firmemente el someterse al poder de los recién llegados. Sin embargo, en muchos casos esta convivencia llevó a los romanos a la participación en determinadas cargas gubernamentales y militares e incluso algunos escritores de claro origen romano estuvieron al servicio de la corte. Así, y sólo a título de ejemplo, el caso de Sidonio Apolinar, que redactó el mencionado panegírico de Teodorico II. También resalta, como apuntábamos, la integración de romanos en el aparato estatal, tanto en el primer período de asentamiento como en épocas más tardías. Claudio es un ejemplo de ello pues, como o a pesar de ser romano, fue nombrado dux de la Lusitania por Recaredo y estuvo al frente de las tropas militares.
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La supresión total de la encomienda y el aumento de la productividad agrícola con mano de obra asalariada produjeron una lenta transformación del indio en campesino. El indio seguía pagando el tributo y para eludirlo, así como para adquirir algún dinero, emigraba de su comunidad y se convertía en trabajador a jornal en cualquier hacienda donde se le admitiera. Pese a todo, siguieron existiendo millones de tributarios muchos de los cuales desempeñaban labores de minería mediante la mita peruana y el repartimiento mexicano. En algunas zonas donde faltaba mano de obra esclava y abundaba la indígena, como en Quito, donde los naturales eran el 50,2% de la población, se utilizó el repartimiento para labores agropecuarias o para los obrajes. La Corona pretendió, además, integrarlos a los circuitos mercantiles obligándoles a consumir manufacturas. Los corregidores les vendían toda clase de objetos innecesarios, sobre todo en el Perú, lo que motivó la hostilidad en los naturales. La sublevación de Tupac Amaru se hizo, en gran parte, contra los repartimientos y contra la mita. El caudillo indígena afirmó que los corregidores les imponían la compra de agujas de Cambray, estampitas y otras cosas absurdas (se les repartieron hasta tratados de economía y libros filosóficos). Tras las sublevaciones indígenas de Quito, Perú y Alto Perú a comienzo de los años ochenta, se suavizaron los repartimientos, prohibiéndose venderles las cosas que no deseaban. Finalmente se suprimieron. Aunque los indígenas vivían en un medio predominantemente rural empezaron también a emigrar a las ciudades, constituyendo a fines de la centuria verdaderos cercados en las capitales mesoamericanas y andinas, donde vivían millares de indios urbanizados, con costumbres muy diferentes a las de sus antepasados. Las autoridades españolas trataron de contener esta migración por diversos medios. Los indios del medio rural estaban también muy aculturados, pues no habían pasado en balde trescientos años de evangelización (obligándolos a casarse con una sola mujer y a vestirse), de contacto con la cultura española (herramientas, ganados y plantas alimenticias principalmente) y de dominación del blanco. Finalmente, subsistían aún indios insumisos de algunas zonas fronterizas, como los Apaches, Yaquis y Araucanos (contra los que se hicieron algunas campañas militares) y multitud de grupos aislados en zonas selváticas.
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La población visigoda representó un número de individuos muy bajo frente a la población hispanorromana. Las cifras, al igual que para ésta, son oscilantes, y se mueven entre los 80.000 y los 200.000 individuos, y en ellas se hallan sumadas tanto la población civil como militar. El problema parte de que estos cálculos numéricos se basan en el número de godos que rompió la línea del limes danubiano y asesinó al emperador Valente en el año 378. Esta mítica fecha marca la conocida victoria de Adrianópolis. Pero ya el número de individuos cifrados en ese momento varía y las fuentes escritas son siempre imprecisas a este respecto. En el momento en que los visigodos consiguen el tratado de instalación en la Gallia en el año 418, su número oscila entre 50.000 y 100.000 personas. Esto representaría una cifra aproximada de 70.000 a 90.000 individuos visigodos en el territorio peninsular hispánico durante el siglo VI, teniendo en cuenta que es muy posible que un cierto número de familias se quedara en el territorio aquitano y sin tomar en consideración aquellos que siguieron habitando en la Narbonense, que siempre formó parte integrante del reino visigodo, tanto tolosano como toledano. Como bien han señalado algunos investigadores, entre ellos C. Sánchez Albornoz, se hace difícil sostener la hipótesis de que la cifra que luchó en la batalla de Adrianópolis siguiese constante hasta la batalla de Vouillé en el año 507, e incluso perdurase hasta la batalla del río Guadalete en el año 711. Este historiador considera más verosímil un número aproximado de 200.000 visigodos, tanto civiles como militares, opinión que también es defendida por J. Orlandis que aboga por el incremento de este número con la estabilidad del reino de Toledo. Por el contrario, R. d'Abadal plantea la posibilidad de que la oligarquía aristocrático-militar en el reino visigodo hispánico estuviese en manos de unas 1.500 familias, es decir entre 7.000 y 10.000 personas. Para dicho investigador el ejército representaría un diez por ciento del total de la población visigoda de la Península, por tanto el número global de visigodos estaría en 100.000 individuos. W. Reinhart creyó posible la existencia, en tiempos de Walia, de aproximadamente 80.000 a 100.000 individuos, número que consideró válido para los primeros asentamientos, aunque es de la opinión de que la penetración fue paulatina y se fue realizando por pequeños grupos a lo largo del siglo V y principios del VI. También E.A. Thompson abordó la problemática de forma general y consideró que la cifra de 100.000 visigodos era aceptable. Un cálculo numérico realizado rápidamente, teniendo en cuenta el conocimiento actual de los conjuntos cementeriales de carácter rural, las reutilizaciones de las sepulturas, a la vez que la población de las diferentes comunidades urbanas, arroja una cifra -siempre hipotética- de unas 130.000 personas, que corresponde a unas 20.500 familias. Estas cifras son difíciles de analizar pues corresponden a todo el período del establecimiento visigodo en la Península Ibérica y, esencialmente, a finales del siglo V y a todo el siglo VI, puesto que la problemática en el siglo VII debió ser bastante diferente. El posible incremento de la población con la estabilidad del reino de Toledo es un tema que ha de analizarse, aunque siempre teniendo en cuenta toda la problemática generada por la derogación de los matrimonios mixtos, la cada vez más habitual mezcla de población y lo avanzado del proceso de aculturación mutuo, entre visigodos y romanos. Sin embargo, no podemos olvidar que la peste, las epidemias y las enfermedades fueron sucesos continuos durante la época que nos ocupa y que debieron influir de forma radical en los índices de población. Es muy posible que las primeras fases de los grandes cementerios de la Meseta castellana correspondan efectivamente a las últimas incursiones de finales del siglo V. Estas penetraciones militares permiten creer que vinieron acompañadas de grupos civiles anteriores por tanto a la destrucción del reino visigodo de Tolosa del año 507. A pesar de ello, parece que la verdadera ocupación de la zona central de la Península Ibérica, los territorios situados entre los ríos Duero y Tajo, fueron poblados muy a principios del siglo VI, momento en que empiezan los grandes conjuntos cementeriales con presencia de sepulturas de tradición visigoda -aunque se trata de una serie corta- y que son en realidad el único testimonio palpable de la presencia visigoda en Hispania. Nos referimos a las necrópolis rurales del norte y centro de la Carthaginensis. Destacaremos algunas de ellas como, por ejemplo, la situada más al norte, la de Herrera de Pisuerga (Palencia), y en la región central resaltan Duratón y Castiltierra, en la actual provincia de Segovia. El valle alto del Tajo está poblado por conjuntos más reducidos pero de igual importancia como Villel de Mesa, Palazuelos, Alarilla, Azuqueca y Estables, todos ellos en la actual provincia de Guadalajara. Por último, las necrópolis de Cacera de las Ranas (Aranjuez) y El Carpio de Tajo (Toledo) marcan el límite del poblamiento por el sur. Estos cementerios corresponden, por tanto, a las primeras generaciones de visigodos instalados en la Península y al período de formación e integración del regnum visigothorum hispánico, que no alcanzará su máxima expansión hasta entrado el siglo VII, momento en el cual, como veremos más adelante, se acaba con la presencia militar de las tropas de Justiniano en el sur de la Península, particularmente en las zonas costeras de la Baetica y de la Carthaginensis. Si bien la descripción somera de estos cementerios circunscribe el primer asentamiento visigodo al área central de la Meseta castellana, tampoco podemos olvidar que existen algunos núcleos funerarios de similares características en otras zonas peninsulares. Nos referimos a las necrópolis situadas en la Baetica tales como Brácana y Marugán (ambas en la provincia de Granada). La interpretación del hallazgo de estos conjuntos debe encaminarse hacia la presencia de importantes tropas militares establecidas en esta región, que estarían acompañadas por grupos civiles. Quizá el resultado de este establecimiento permita entrever alguna conexión con el ambicioso proyecto por parte de Teudis de controlar todos los territorios peninsulares, al cual la aristocracia de la Baetica se opuso firmemente. Paradójicamente, casi nunca existe una relación de estas necrópolis con un lugar de hábitat, a excepción del conjunto de El Bovalar (Serós, Lérida), donde aparece un grupo cementerial alrededor y dentro de la iglesia, al cual se yuxtapone el poblado dedicado a la explotación agrícola. Lugares de hábitat como la ciudad de Recópolis, construida a fundamentis por Leovigildo en honor de su hijo Recaredo o el poblado fortificado de Puig Rom (Rosas, Gerona), tampoco han dado luz sobre la posible localización de la necrópolis, y por tanto su relación es desconocida. A pesar de todo ello, no podemos olvidar que toda necrópolis -que es lo más documentado por el momento- se halla asociada a un hábitat -aunque lo desconozcamos- y que está hablándonos, en consecuencia, acerca de una comunidad organizada como grupo jerárquico cuyos lazos de unión son los medios de producción, de lo cual se derivan una serie de connotaciones culturales y económicas. La dispersión de estos conjuntos funerarios del centro de la Meseta se deberá principalmente al proceso de acomodación e integración del pueblo visigodo al romano, a la ya mencionada derogación de la ley de los matrimonios mixtos y a la conversión de la mayoría de la población visigoda al catolicismo. Arqueológicamente estas modificaciones se atestiguan en las inhumaciones por un abandono progresivo de una vestimenta propia visigoda y al mismo tiempo la adopción de una nueva indumentaria y, con ello, unos nuevos objetos de adorno personal. Todos estos factores, unidos a otros que iremos viendo a lo largo de estas páginas, marcarán la total ocupación del territorio hispánico.
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Entre 1877 y 1900 -años en que se efectuaron censos-, la población española creció algo más de dos millones y medio, situándose, al comenzar el siglo XX, en 18 millones y medio de personas. Este crecimiento neto no es en absoluto despreciable, sobre todo si se tiene en cuenta la importancia de la emigración, especialmente después de 1885; sin embargo, los demógrafos no la han considerado suficiente para incluir esta época dentro de lo que llaman transición demográfica -caracterizada por un fuerte aumento de la población, como consecuencia de la acusada diferencia entre las tasas de natalidad y mortalidad-. Por el contrario, juzgan que el antiguo régimen demográfico se mantuvo durante las últimas décadas del siglo XIX (y acabó con ellas) debido, sobre todo, a la elevada tasa de mortalidad, por encima del 30 por mil. Esta alta mortalidad se relaciona con el mantenimiento de mortalidades catastróficas que, a lo largo del siglo XIX, disminuyeron sin llegar a desaparecer -todavía en 1885 tuvo lugar una gran epidemia de cólera-; igualmente tenía que ver con la existencia de una mala alimentación crónica, y con hambres periódicas, a causa de malas cosechas, que son exponente, en definitiva, de la pobreza generalizada y del escaso desarrollo agrario del país. Según Nicolás Sánchez Albornoz, en el período de la Restauración hubo carestías importantes en 1879, 1882, 1887 y 1898. La mortalidad infantil era especialmente elevada: en el período 1886-1892, de cada 1000 nacidos, murieron 429 antes de cumplir los cinco años de edad y, al comenzar el siglo, un 20 por ciento de los que nacían morían en el primer año de su vida. En consecuencia, la esperanza de vida en España era de las más bajas de Europa: 29 años, en 1887, cuando en la misma fecha, en Francia, era de 43, en Inglaterra de 45, y en Suecia de 50 años. El atraso español en este terreno -revelador, por otra parte, de otras carencias fundamentales- era muy destacado. Las tasas de natalidad, aunque altas -entre el 36 y el 34 por mil en todo el período-, en comparación con Francia -que tenía el 21-, eran menos excepcionales en el contexto europeo, próximas a las de Alemania, Austria e Italia que, en 1900, eran del 36, 35 y 33 por mil, respectivamente. En España la natalidad había ido cayendo lentamente desde mediados del siglo XVIII, por la práctica del control voluntario de los nacimientos. A la hora de evaluar el crecimiento de la población española es preciso tener en cuenta la emigración exterior, dada la importancia que ésta tuvo en las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX. La emigración española formó parte de la nueva emigración -cuyo destino preferente fue el continente americano- protagonizada por los pueblos latinos y del este de Europa que, en las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX, se sumó y superó a la emigración tradicional de británicos y nórdicos. Según Blanca Sánchez Alonso, desde 1882 -año en el que se comienzan a publicar las primeras estadísticas oficiales españolas- hasta fin de siglo, salieron de España, aproximadamente, un millón de emigrantes. No se conocen cifras exactas de los años anteriores, pero el número de salidas fue mucho menor. El quinquenio 1885-1889 fue el más intenso de este período. El principal factor de expulsión fue la grave crisis agrícola y pecuaria que comenzó entonces. En la década siguiente el Arancel proteccionista de 1891 reforzado por la depreciación de la peseta que siguió a la guerra de Cuba -al hacer más caras las importaciones-, detuvo la corriente migratoria, que habría de reanudarse en el nuevo siglo, con mucha más fuerza. La emigración del campo a la ciudad también se produjo, aunque en una escala muy pequeña. Según Pérez Moreda, en 1877 "los censados en una provincia distinta a aquella en que habían nacido suponían sólo un 7,7 por 100 (...); este porcentaje fue aumentando lentamente hasta superar el 12 por 100, en 1930, mientras que en Alemania, por ejemplo, era del 48 por 100 a principios de siglo". Si se tiene en cuenta la absorción ejercida por unas pocas grandes ciudades que crecieron considerablemente en estos años -Bilbao, Barcelona, Valencia y Madrid, por este orden- se puede concluir lo escaso, y limitado en el espacio, de los movimientos migratorios interiores. La población urbana era claramente minoritaria. De acuerdo con los datos que proporciona José María Jover, en las trece ciudades españolas más importantes -las que superaban los 50.000 habitantes-, en 1877, vivía el 9,45 por 100 de la población; en 1900, esas ciudades albergaban el 12,06 por 100. En esta última fecha, el 51 por 100 de la población vivía en núcleos de menos de 5.000 habitantes y sólo el 9 por 100 lo hacía en ciudades de más de 100.000. Ciudades que iniciaron o continuaron la construcción de ensanches, que comenzaron a extenderse en barrios residenciales -la Ciudad Lineal, de Arturo Soria, en Madrid, por ejemplo-, cuyo acceso fue facilitado por un nuevo medio de transporte, el tranvía, y en las que la iluminación por gas empezó a ser sustituida por la eléctrica. Por lo demás, la tendencia secular al despoblamiento de la Meseta y a la concentración en el sur y la periferia, con excepción de Galicia, continuó lentamente. La distribución ocupacional de la población muestra igualmente lo limitado de los cambios. La proporción de empleados en la agricultura continuó inalterada -la misma que durante todo el siglo, alrededor del 65 por 100- mientras que aumentó ligeramente la población industrial a costa de la ocupada en el sector terciario de la economía; ambas alcanzaban magnitudes semejantes, en torno al 17 por 100. Se ha señalado el carácter excepcional de Cataluña en todo este cuadro demográfico, tanto por el modelo que siguió y su cronología -más próximos uno y otra a Inglaterra y Gales que al resto de España- como por una distribución ocupacional de su población mucho más equilibrada, entre los tres sectores económicos. En efecto, en Cataluña tuvo lugar un importante crecimiento durante el siglo XVIII y la primera mitad del XIX, gracias al aumento de las tasas de natalidad más que a la disminución de la mortalidad, aunque ésta también se produjo. El aumento de la natalidad fue consecuencia del adelantamiento de la edad de contraer matrimonio, a causa de las mejores perspectivas económicas inherentes al desarrollo de la industria textil, principalmente. En definitiva, Cataluña experimentó la transición demográfica un siglo antes que el resto de España. Otras regiones como Baleares y algunas zonas del País Vasco también presentan desviaciones importantes, respecto al modelo general español.
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El poeta Ausiàs March es el primero que utiliza el catalán como lengua de poesía, sin que nada lo hiciera prever de una manera determinante. Contribuyó a ello el proceso de degradación que sufrió el occitano clásico al ser usado de forma laxa por los poetas catalanes: junto al hecho de tratarse de un escritor aislado, al margen de una dinámica de corte, instalado en una ciudad, Valencia, más abierta a los cambios culturales. Y sin duda, y por encima de todo, el hecho de elaborar una obra muy personal, cuya clave no se encontraba en la historia colectiva, sino en el devenir biográfico e intelectual de quien la estaba componiendo. Si la lengua es ya un importante elemento de ruptura, también lo es el estilo, alejado tanto del virtuosismo técnico como de la reproducción de los recursos que conforman la belleza formal de un poema, como de los conceptos y figuras que la tradición había definido como ajustados a poesía. El propio March afirma, por ejemplo, que al escuchar sus poemas "l'orella d'hom afalac no pot rebre" (ningún oído recibirá halago) y en otra ocasión que sus versos han sido escritos "sens algun art, eixits d'hom foro seny" (sin ningún arte, salidos de alguien sin seso). Declaraciones de este tipo, sin embargo, no deben llevar a la conclusión de que se trata de una obra poco cuidada. Al contrario: la dureza de las palabras inusuales en rima, la ausencia de un mundo amable y artísticamente trabajado según los cánones más reconocidos de belleza, el rechazo, la distorsión o la alteración de muchos de sus temas, y la presencia, en cambio, de un mundo convulso, tenso, representado por personajes marginales y por una naturaleza inquietante son fruto de una radical opción estética que se opone vigorosamente a la tradición. En este sentido, quien proporciona el modelo estético, o al menos indica el camino, que hace preferir las palabras inusuales, duras y sin apenas sanción o connotación lírica, es Dante. Si la obra de March impresiona, incluso en aquellos poemas que la tradición calificó de morales y en los que lo escolástico, aristotélico o senequista prevalece sobre lo poético, es sobre todo por la irrupción avasalladora de un yo único, singular, imposible de ser reconducido hacia cualquier modelo compartible. Esa conciencia de individualidad, esa diferencia aparece en muchos pasos de su obra y en radical oposición a los demás. Estos, impuros o acomodaticios, contrastan con quien completamente solo va sobre "neu descalç ab nua testa" (anda sobre la nieve descalzo y con la cabeza desnuda) o recorre los "sepulcres interrogant ánimes infernades" (los sepulcros interrogando a las almas del infierno). Sus poemas amorosos, dispuestos en cuatro ciclos, darían cuenta de una historia, más especulativa y racionalista que ardorosa y vivencial, que partiendo de una concepción ascética diseña una relación con la dama basada exclusivamente en el contacto intelectual, como consecuencia de la anulación de las pulsiones eróticas. Esta dama, Plena de seny es substituida por otra, Llir entre cards, que sirve para elaborar una relación más allá de la esfera humana del conocimiento, un acceso, en medio de la desaparición total del mundo sensible, a un saber trascendente, sapiencial. Después de narrar, en términos apocalípticos y no siempre claros, el fracaso de estos intentos y de reconocer el poder de la carnalidad, la "carn vol carn, no s'hi pot contradir" (la carne, carne quiere, nada puede oponerse), March, como el enfermo que ignora la causa del mal que le lleva a la muerte "a si mateix tot lo passat recita" (recita a sí mismo todo su pasado). Este tono de autoconfesión se acentúa en los llamados Cants de Mort (Cantos de Muerte), seis poemas que escribió a la muerte de su segunda esposa, y culmina en el denominado Cant espiritual, un poema desgarrado dirigido a Dios por alguien poco habituado a hacerlo, "Perdona mi si follament te parle" (perdóname si te hablo neciamente), dominado por un inmenso aunque impreciso sentimiento de culpa, y desde una fe muy tibia: "Católic só, mas la fe no m'escalfa" (Católico soy, mas la fe no me alienta). El "parlar aspro" de March no tuvo seguidores, y quienes mejor asimilaron su poesía, como el valenciano Lluís de Vilarasa, reintrodujeron sus registros expresivos dentro de un código cortesano. Después de March, y aparte Joan Roís de Corella de quien hablaremos luego, el autor más dotado y más variado, introductor del soneto en nuestra lírica, es el ampurdanés Pere de Torroella (c. 1475), que como Francesc Moner (1469-1492) escribe también en castellano. En todos estos autores la presencia occitana es puramente residual, y no deja de ser significativo que Joan Berenguer de Masdovelles (doc. 1438-1467) traduzca en su Cancionero, que conservamos autógrafo, una canción del occitano al catalán.