La poesía que se atribuye a Hesíodo ofrece un panorama bastante diferente. La hipótesis de que existe una tradición épica que permanece en el continente, y por ello experimenta otra evolución, se ve corroborada por las peculiaridades de sus preocupaciones temáticas. La tradición experimenta así una cierta bifurcación que sirve para completar la comprensión general de la época. La nueva sociedad ha sido capaz también de organizar un todo complejo en el que se integra el mundo fantástico del imaginario primitivo, lleno de seres monstruosos, gigantes y titanes, en constantes luchas entre ellos, presidido por el Caos, para en una compleja genealogía abrir las puertas a un nuevo mundo presidido por Zeus. La nueva jerarquía sirve de modelo a los reyes que presiden en la realidad las comunidades que se han configurado a lo largo de la edad arcaica. "La Teogonía" es el relato del origen de los dioses, pero también el de la creación de una estructuración integrada superadora del mundo primitivo de los seres excesivos. La monarquía impone la unidad, pero es ya el modelo del nuevo basileus, noble aristócrata cuyo poder se ejerce a escala local. Este aristócrata es quien se erige con unos poderes que afectan profundamente al campesino, en el momento en que, a consecuencia del proceso de asentamiento, se define la propiedad. El campesino puede verse desprovisto de su tierra si no trabaja. Por ello, Hesíodo aconseja a su hermano que se afane, no vaya a ser que alguien acapare su tierra. El problema está en esos reyes, devoradores de regalos: dorophagoi. Los campesinos libres corren el riesgo de convertirse en dependientes por este procedimiento. Zeus, el rey monárquico, modelo de los reyes, representa también la unidad perdida, donde los campesinos depositan su confianza en la esperanza de que triunfe Dike, la Justicia. Los actuales reyes emiten sentencias torcidas y Hesíodo aconseja la sumisión, aunque en algún momento se deja arrastrar por la ira y expresa el deseo de no ser tan justo, porque obtiene más justicia el que se comporta más injustamente. Sin embargo, termina triunfando la postura partidaria de la sumisión a ese Zeus, contrapuesto e identificado al mismo tiempo con el poder aristocrático.
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La poesía del siglo XVI es claramente deudora de Petrarca. El neoplatonismo influyó también en los sutiles análisis interpretativos y en el culto al sentimiento de la naturaleza. La temática amorosa, imitando la Arcadia de Sannazaro será constante en el género. En 1543 apareció, impreso por Carles Amorós de Barcelona, uno de los más importantes volúmenes de la literatura española: las obras de Boscán y algunas de Garcilaso de la Vega repartidas en cuatro libros. El cuarto libro comprende la obra de Garcilaso, cuyos papeles, a su muerte, le fueron confiados a Boscán. El libro, reimpreso con frecuencia, se convirtió en el compañero de todo español instruido y sensible. Durante años Boscán y Garcilaso fueron publicados juntos, pero hacia 1570 el deseo de reimprimir a Garcilaso por separado apareció como una necesidad: había alcanzado ya la categoría de un clásico. Garcilaso de la Vega (1501-1536) conoció en Nápoles a humanistas españoles como Juan de Valdés, y a italianos de la talla de Luigi Tansillo y Bernardo Tasso. Miembro admirado de los círculos literarios napolitanos e incluso de otros más amplios, intercambió cartas de mutua admiración con Pietro Bembo, el árbitro de la elegancia literaria italiana de aquellos años. En las Eglogas se encuentra lo mejor del arte de Garcilaso. Hoy se conoce bien la vinculación de la poesía garcilasiana con los clásicos greco-latinos e italianos, destacándose en este sentido tres nombres principales: Virgilio, Petrarca y Sannazaro. La conexión de Garcilaso con la poesía castellana de los cancioneros y con Ausias March es también incuestionable. Merece destacarse la importancia del Cancionero General (Valencia, 1511), una compilación masiva de toda clase de poesía realizada por Hernando del Castillo. La obra alcanzó enseguida un claro éxito comercial con siete ediciones en el siglo XVI. Se da por lo tanto el caso curioso de que la compilación poética del siglo XVI incluía solo obras del XV. La nueva poesía de Garcilaso y Boscán fue aceptada rápidamente por el círculo cortesano, y las ediciones y comentarios que sobre ella hicieron el Brocense (1574) y Herrera (1580) demuestran su pronta difusión. El más sólido oponente a la nueva poesía fue Cristóbal de Castillejo, autor de una Represión contra los poetas que escriben en verso italiano. Otros poetas de la misma filiación fueron Diego Hurtado de Mendoza, Hernando de Acuña y Gutierre de Cetina. Pero los poetas más brillantes de la segunda mitad del siglo XVI fueron Herrera y Aldana. Otro género de enorme proyección en la España de la segunda mitad del siglo XVI fue la épica culta, de imitación italiana. La epopeya se inspiró sobre todo en el Orlando furioso (1516) de Ariosto y Jerusalén liberado de Tasso (1580). Este género se escribió por lo general en octavas reales con un número de cantos que oscilaba de 12 a 24. La obra más famosa en este género es, sin duda, La Araucana de Alonso de Ercilla. Ercilla (1533-1594), noble, luchó en la conquista de Chile, tema de la epopeya. Con el rótulo de literatura espiritual, Cristóbal Cuevas engloba las dos disciplinas clásicas del camino de perfección: la ascética y la mística. La primera busca el dominio de sí mismo y la purificación moral a través de la ejercitación del espíritu, pudiendo ser positiva -práctica de virtudes- y negativa -ruptura con todo lo que implica un desorden ético-. El misticismo, en sentido estricto, es aquella actitud psíquico-religiosa mediante la cual el hombre experimenta una cierta participación en la vida divina; lo característico de todo misticismo es la experiencia -directa y sin intermediarios- de la Divinidad. En la evolución cronológica del misticismo se suelen distinguir cuatro períodos. En primer lugar, un período que algunos han llamado de importación o iniciación y que comprendía desde los orígenes hasta 1500. Algunos autores consideran decisiva la influencia de los místicos árabes y judíos, cuyo fenómeno fue lentamente absorbido durante siglos de larga convivencia entre las tres culturas. Un estudioso competente como H. Hatzfeld considera que Raimundo Lulio sería el eslabón entre el misticismo musulmán y el cristiano. Otros nos hablan de la influencia germánica, en cuyos países habían surgido al final de la Edad Media grandes figuras del misticismo: Eckhart, Tauler, Ruysbroeck, Thomas de Kempis; quizá el Contemptus mundi de este autor (traducido en Zaragoza en 1490) fue el libro más leído entre nuestros espirituales del siglo XV y principios del XVI. Sin duda está operando en todas estas influencias la corriente de la devotio moderna, forma de espiritualidad caracterizada por una piedad íntima, ilustrada, metódica y afectiva, que tiene su origen en los Países Bajos. También hay que tener presente la influencia de la Patrística medieval. El segundo período, de 1500 a 1560, se conoce como el de asimilación y está marcado por la orientación que en él ejerce la figura del cardenal Cisneros, que estimulará la edición de autores espirituales: La Vita Christi de Eiximenis (Granada, 1496), la obra del mismo título de Ludolfo de Sajonia (Alcalá, 1502-1503), el Flos Sanctorum de Jacobo de Vorágine (Toledo, 1511), etc... Los autores representativos de este periodo son Hernando de Zárate, Alonso de Orozco (1500-1591), Francisco de Osuna, Bernardino de Laredo, san Pedro de Alcántara, fray Alonso de Madrid, san Ignacio de Loyola y sus Ejercicios espirituales (1548), Juan de Avila (1500-1549), con cuyo comentario sobre el Audi, filia (1556) podemos considerar terminado este período. Según Sáinz Rodríguez, fray Luis de Granada marca la transición entre este período y el siguiente. Así entramos en el tercer período, de 1560 a 1600, al que el mismo crítico ya citado denomina de aportación y producción nacional. Lo característico de este momento es que sus autores no sólo hablan de mística, sino que la practican y llegan a su elaboración doctrinal más española y original. Su núcleo está formado por los dos santos carmelitas Teresa de Jesús y Juan de la Cruz, así como por los discípulos de aquélla. Por último, nos habla Sáinz Rodríguez de un cuarto período, al que llama de decadencia o compilación doctrinal, de 1600 en adelante. Analizaremos los principales representantes de la literatura espiritual. Fray Luis de León nació en Belmonte (Cuenca) en 1527, de familia oriunda de la Montaña y ascendencia judía, y fue profesor en Salamanca, en cuya facultad sería procesado por la Inquisición con una larga estancia en las cárceles de 1572 a 1576. Sus cuatro grandes obras son: la Exposición del Cantar de los Cantares (redactada en 1561 y 1562 para Isabel Osorio, monja del convento de Sancti Spiritus de Salamanca), en cuyos comentarios se sintetizan todas sus constantes temáticas; de 1583 es La perfecta casada, escrita con motivo de la boda de doña María Varela de Osorio, comentario del Capítulo XXXI de los Proverbios, que alcanzó gran popularidad, aunque no haya tenido por parte de la crítica la atención que se merece; la Exposición del libro de Job, obra de larga redacción (quizás desde 1570 a 1591), que acusa una clara evolución interna ideológica y estilística; y su mejor obra en prosa castellana, el tratado De los nombres de Cristo, síntesis de su pensamiento bíblico, teológico y filosófico y cumbre de su creación literaria. Al encerrar en sí todos los motivos de la obra luisiana, se cumple en este libro el ideal de perfección de su autor, consistente en la reducción de lo múltiple a la unidad. El dominico fray Luis de Granada (1504-1588), nacido en Granada, escribió Guía de Pecadores (Lisboa, 15561557) e Introducción al símbolo de la Fe (Salamanca, 1583). La Guía, por haber sido incluida en el Indice de 1559, exigió unos cambios de una a otra parte. Santa Teresa de Jesús nació en Avila (1515-1582) de familia próspera y ascendencia judaica (su abuelo paterno, converso, había sido penitenciado por el Santo Oficio), se hizo carmelita en 1534 y dedicó su vida a la reforma de la orden. Su estilo se caracterizaba por la búsqueda de la eficacia, su sencillez, esencialidad y falta de afectación, su ausencia de erudición, lo espontáneo de sus ideas y el interés para un público de no letrados. La Vida (acabada en 1562) es una autobiografía espiritual, con momentos de profundo autoanálisis, escrita con tanta viveza como sus cartas. Impresionó profundamente a sus confesores que la estimularon a escribir una obra más sistemática para uso de las monjas: fue entonces cuando compuso Camino de perfección (empezado en 1562). El Libro de las Fundaciones (escrito en 1573) es un relato de la fundación de sus conventos que rivaliza en interés biográfico con su Vida y sus cartas. Las Moradas (escrita en 1570) es la más interesante de sus obras espirituales: describe las siete mansiones o habitaciones del castillo del alma. Las obras de santa Teresa se publicaron con retraso respecto al momento en que fueron escritas; todas ellas fueron póstumas. La culminación del misticismo hispano lo representa san Juan de la Cruz (15421591). Cada vez se acepta menos la imagen de un san Juan de la Cruz milagrosamente original e independiente de toda influencia, viéndosele, con mayor objetividad, en relación más o menos explícita con fuentes ricas y diversas: la Biblia, los clásicos, los místicos musulmanes, los espirituales germánicos y flamencos, algunos contemporáneos como fray Luis de León, e incluso el propio espíritu renacentista o la poesía de Garcilaso a través de la versión a lo divino de Sebastián Córdoba. Cuatro son las obras lírico-doctrinales de san Juan de la Cruz: Subida al Monte Carmelo, Noche oscura del alma, Cántico espiritual y Llama de amor viva. La poesía en el siglo XVII tuvo un enorme desarrollo. La nómina de poetas es amplísima. La primera generación la constituye la nacida hacia 1560 que comienza a escribir en 1580. Es la generación de Góngora, Lope, los Argensola... La segunda generación de los nacidos hacia 1580 produce un gran genio, el de Quevedo, pero es sobre todo la generación de los discípulos de los anteriores (Villamediana, Soto, Esquilache, Medinilla, Jaúregui, etc.). La tercera generación, la de los nacidos hacia 1600, es la de la decadencia. Góngora, el mejor representante del culteranismo, murió en 1627; Lope de Vega en 1635; y Quevedo en 1645. El término de culteranismo fue acuñado a principios del siglo XVII y define un estilo de extrema artificiosidad que en la práctica equivale a una latinización de la sintaxis y del vocabulario, un uso constante de alusiones clásicas y la creación de una dicción poética distintiva lo más alejada posible del lenguaje diario. Herrera desempeñó un papel importante en este desarrollo. Los poetas cultos o culteranos del siglo XVII fueron, sin embargo, mucho más allá que Herrera y escribieron en un estilo de dificultad deliberada con el fin de excluir a la generalidad de los lectores. Góngora se enorgullecía de resultar oscuro a los no iniciados, tal como escribía en una carta a un corresponsal desconocido, en 1613 ó 1614, en respuesta a un ataque a sus Soledades: "Demás que honra me ha acusado de hacerme oscuro a los ignorantes, que ésa es la distinción de los hombres doctos, hablar de manera que a ellos les parezco griego". Esta opinión, de hecho, la había defendido Luis Carrillo de Sotomayor en su Libro de la erudición poética (1611). El estilo culterano suscitó gran polémica en su tiempo. Lope de Vega atacó a Góngora y sus imitadores, a la vez qué Góngora criticó mordazmente su llaneza. La crítica más dura la representa Jáuregui: su Discurso poético ha sido considerado por algunos como el manifiesto del conceptismo por oponer el concepto ingenioso al sonido estupendo, y representa desde luego un diagnóstico en el que se critican las demasías del nuevo estilo, lejos de la llaneza. El primer poeta conceptista en España sería Alonso de Ledesma, aunque su figura más representativa fue Quevedo. La poesía de Quevedo tiene múltiples vertientes: la patriótico-moral, en la que puede expresar la desilusión barroca del paso por la vida y el triste destino de España; la satírica y jocosa, fustigando los peligros de la ciudad, las costumbres femeninas, la ambición de poder, etc, destacando sus romances en jerga de germanía, voluntariamente grotescos y la amorosa, continuando el modelo de Petrarca, con singular delicadeza y ternura. Las obras completas de Quevedo no se publicaron hasta después de su muerte, con el título de Las musas castellanas del Parnaso español divididas en nueve musas castellanas. Por su parte, Góngora quiso editar su obra a instancias del Conde-Duque en 1623, pero murió sin verla publicada. Sólo algunos poemas quedaron impresos en libros de justas, romanceros, florilegios o dedicatorias. Contó con una popularidad evidente, gracias a la trasmisión oral de sus letrillas y romances. Y sus poemas mayores fueron copiados profusamente, constituyendo un caso típico de poeta bien conocido, a pesar de la escasez de impresión de sus obras. Es el único poeta lírico español cuyas obras manuscritas se explotan mercantilmente por los libreros. La abundancia de manuscritos y su pareja disposición hacen pensar en la existencia de un taller especializado en copiar los textos de don Luis. La primera edición de las obras de Góngora fue publicada por Lope de Vicuña en 1627. De su éxito nos dan idea los múltiples Comentarios que suscitó en su tiempo (los más famosos los de García de Salbedo Coronel y José Pellicer). Se ha tendido a establecer dos etapas en la evolución poética de Góngora, de la sencillez a la oscuridad. Dámaso Alonso, su mejor conocedor, señaló la fecha de 1610 como el hito de una evidente intensificación estilística, aunque de modo alguno pueden contraponerse dos estilos diferentes de Góngora. El Góngora más sencillo es el de las composiciones amorosas, romances, letrillas o villancicos. Dos temas destacan en su poesía: lo efímero y mudable de los asuntos humanos y la permanencia y belleza de la naturaleza. A lo largo de su vida alternó lo serio con lo burlesco, mezclando la erudición clásica con materiales propios de carnaval. La máxima expresión del culteranismo gongorino se alcanza con la Fábula de Polifemo y Galatea y las Soledades (la primera escrita, como el Polifemo, en 1613; la segunda, nunca completada). En el Polifemo se observan fuentes grecolatinas, italianas y españolas (Garcilaso y Herrera, especialmente). Asimismo son patentes ciertas analogías entre las Soledades y la Arcadia de Sannazaro. Entre los poetas gongorinos merece mención especial sor Juana Inés de la Cruz, monja mexicana, cuyas obras se publicaron en España en vida de la autora. Su obra más famosa es el Sueño, lleno de felices alegorías. Aunque de Lope hablaremos en detalle al referirnos al teatro, digamos ahora que también fue un poeta notable. La variedad de su poesía es grande. Escribió varias epopeyas (La Dragontea, 1588; La hermosura de Angélica, 1602; Jerusalén conquistada, 1627), así como otros largos poemas (Corona trágica, 1627; La Circe, 1624, Isidro, 1599). Además publicó varios volúmenes de poemas cortos. Su imaginación nunca dejó de crear romances, así como poemas líricos en sus obras de teatro. Numerosos romances de los que se sabe que son de Lope aparecen en el Romancero General (Madrid, 1600).
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El requerimiento, ferozmente criticado por Bartolomé de las Casas, entre otros, simboliza uno de los aspectos más interesantes de la conquista española de América: la polémica desatada en torno a su legitimidad, rasgo original y exclusivo del colonialismo español, pues ningún otro imperio de la época se cuestionó la moralidad de sus acciones. La controversia filosófica fue muy amplia (abarcó tanto la verdadera naturaleza de la donación papal, la propia autoridad papal en tal materia, la racionalidad de los indios, la definición de la guerra justa) y enlaza con la larga lucha por la justicia en la conquista de América, o lucha por la libertad de los indios. Y no fue un asunto académico, sino un problema real, de conciencia para muchos españoles, incluidos los monarcas. Los frailes dominicos se erigieron en portavoces de una enérgica defensa de los indios, desde 1511 cuando uno de ellos, Antonio de Montesinos pronunció en Santo Domingo su admirable sermón, cuyo primer fruto fue la promulgación de las Leyes de Burgos de 1512, con medidas sobre el buen trato al indio. Años después, las denuncias de Bartolomé de las Casas y otros, estimularán las precauciones oficiales regulando las conquistas. La conquista del Perú intensificó la polémica y originó nuevas consultas a teólogos y juristas, entre otros al padre Francisco Vitoria, que en 1539 expone sus ideas al respecto en sus famosas Relecciones, conferencias extraordinarias dictadas en la Universidad de Salamanca. En la titulada Sobre los indios revisa todos los títulos que supuestamente justificaban la conquista, los sintetiza y los refuta siguiendo el método escolástico. Son los llamados falsos títulos, a saber: autoridad temporal del Papa; el emperador es señor del orbe; derecho de descubrimiento y ocupación; infidelidad y resistencia indígena a aceptar el cristianismo; degradación moral o pecados contra natura; aceptación voluntaria de la soberanía; donación especial de Dios o tesis teocrática directa. Niega todo esto y concluye: "En verdad que si no hubiera más títulos que éstos, mal se proveería la salvación del príncipe". Vitoria considera, sin embargo, que sí puede haber títulos legítimos: la sociedad y comunicación natural (toda nación tiene derecho a viajar y comerciar pacíficamente por todo el mundo); la propagación de la religión cristiana (predicar el evangelio, pero no imponerlo pues creer es libre); religión y amistad y sociedad humana (proteger a indios convertidos contra posibles persecuciones para evitar que vuelvan a la idolatría); dar un príncipe cristiano a pueblos ya convertidos (derecho que reconoce al Papa); por razón de humanidad (intervención de un Estado en otro por motivos humanitarios, para evitar tiranías y leyes vejatorias); por verdadera elección voluntaria (libre aceptación de la soberanía española por parte de los indios); intervención por petición de aliados (ayuda a una nación amiga en guerra justa contra sus vecinos, porque los amigos son una sola cosa con nosotros); y un 8° título dudoso: la protección y promoción de los indios, referido a la tutela paternal que gentes civilizadas podían hacer sobre unos pueblos que parece que no son aptos para constituir y administrar una legítima república (título que, dice Vitoria: "yo ni me atrevo a afirmar ni a condenarlo en absoluto"). Además de establecer que la conquista no era moralmente lícita, Vitoria sentará principios de gran importancia para el futuro desarrollo del derecho internacional y de gentes, fundamentados en el principio de la sociabilidad natural humana. Y sus argumentos son a veces realmente sensacionales para la época, por ejemplo cuando niega el derecho de descubrimiento y ocupación porque esas tierras no eran res nullius, pues los indios eran sus verdaderos dueños, tanto pública como privadamente. Las tesis de Vitoria provocan un gran escándalo en el mundo intelectual, y el 10 de noviembre de 1539 Carlos I prohibió a los dominicos "que agora, ni en tiempo alguno, no traten ni prediquen, ni discutan de lo susodicho". La polémica, a la que se sumarán activamente el padre Las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda, entre otros, dará como resultado la promulgación de las Leyes Nuevas en 1542, e incluso en 1549 el emperador ordenará la paralización de las conquistas, que se permiten de nuevo en 1556 pero sólo con fines evangelizadores. En 1573 las Ordenanzas dictadas por Felipe II prohíben definitivamente las empresas de conquista, aunque permiten las de pacificación o poblamiento. Pero a estas alturas, la conquista era un hecho consumado.
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La puesta en práctica de algunas disposiciones trentinas afectó directamente a la policromía de imágenes, manifestándose un cambio radical que inicia la fase contrarreformista. Trento y los Sínodos prohibieron las cosas que causan o pueden causar indecencia e indevoción y pintar historias deshonestas, impidiendo así la representación de motivos fantásticos o grutescos que se vieron sustituidos por un estofado más naturalista a base de niños, pájaros y rameados, trilogía temática repetida hasta el siglo XVII y que los condicionados denominan "cosas bibas". En 1602 el pintor Mateo Martínez de Segura señalaba que en el sagrario de la iglesia de San Juan de Miranda de Ebro debían hacerse... "algunas cosas bibas de todos colores". Todos estos motivos se articulan mediante el rameado o follamen utilizado en la policromía del retablo de Astorga, pintado a partir de 1569 por Gaspar de Hoyos y Gaspar de Palencia. Brocados, damascos, piedras y algunas miniaturas religiosas completan los motivos estofados, pintados a base de una gama reducida de colores, azul ceniza, carmín de indias y verde montaña, la consabida tripleta luminífera. Tanto en el dorado como en las carnaciones predomina el mate, aunque en Astorga es a óleo de pulimento. Estas características se observan en las policromías de los retablos de La Magdalena de Valladolid (1575), Tafalla (1596, Juan Landa) o la catedral de Burgos (1593, Diego de Urbina y Gregorio Martínez).
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Quizás uno de los aspectos de la cultura islámica que más ha estimulado la imaginación de los observadores occidentales ha sido el de la poligamia o, más precisamente, poliginia: la posibilidad del hombre de casarse con cuatro mujeres. Se trata de una costumbre preislámica, que, antes del Corán, no ponía límites al número de esposas. El Corán fue donde se estableció que "Si tenéis miedo de no ser justos con los huérfanos, casaos con las mujeres que os gusten, dos, tres o cuatro. Si tenéis miedo de no ser equitativos, hacedlo sólo con una o tomad (las esclavas) por concubinas". El mismo Muhammad tuvo nueve mujeres, entre esposas y concubinas, si bien otro pasaje del Corán - "No podréis ser equitativos con vuestras mujeres, aunque lo queráis"- sirve también para los detractores de la poligamia, principalmente reformistas y seguidoras del feminismo moderno. No obstante, a pesar de estar permitida, la poliginia no es una práctica común entre los varones islámicos, debido especialmente a la costosa manutención de una familia poligámica. Algunos países como Túnez la han suprimido legalmente, mientras que otros permiten que la mujer imponga una cláusula en el contrato matrimonial exigiendo que el matrimonio sea monógamo o bien que la segunda esposa, caso de haberla, sepa antes de casarse de la existencia de un primer matrimonio legal.
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De este modo se configura la oligarquía de los politai, el conjunto de ciudadanos cuyo derecho a acceder a la tierra les posibilita asimismo el acceso a las funciones colectivas, a la politeia. Su manifestación más importante se lleva a cabo en la asamblea, donde se reúne la colectividad, bajo formas de control variables, según los casos, por parte de la aristocracia que, en la polis, accede a actuar públicamente en el centro, tanto en sentido metafórico como en su sentido real, pues el lugar público de la actuación política constituye igualmente el centro de la ciudad. En torno a este centro, meson, gira la vida de la comunidad, de la koinonía, equilibrio de las desigualdades, elemento superador de la stasis, siempre que los elementos externos, guerra o sumisión de extranjeros, colonización o control de territorios limítrofes, contribuyan como contrapunto a fomentar la solidaridad. La politeia significó el triunfo de los lazos políticos de base económica sobre los lazos de sangre. Sin embargo, los áristoi, que suponían que su excelencia se hallaba asentada en tales lazos, continuaron en líneas generales poseyendo el control real de las instituciones sobre la base de un prestigio reforzado con la consolidación de un sistema ideológico que hacía del pasado la justificación de la identidad presente, que buscaba en él sus propias señas. El ciudadano es el heredero del antiguo aristócrata, con lo que éste recupera una imagen grandiosa que fortalece al nuevo aristócrata en su misión ciudadana cuando es él quien se muestre capaz de patrocinar los cantos públicos que exaltan la figura de los héroes y de acudir como atletas a los juegos panhelénicos para lograr prestigio para su ciudad, pero también para afirmar su propio prestigio dentro de ella. La participación de todos en la politeia, de todos los que disfrutan de la tierra, no impide que de hecho la arché, el poder que se ejerce a través de las magistraturas, el de los árchontes, siga en manos de los poderosos, que también monopolizan la timé, el honor, que viene a identificarse con el poder, como en Roma, donde la identidad latina de los honores con las magistraturas simboliza la identidad del poder fáctico con su nivel ideológico. La contrapartida estaba representada por las leitourgíai, institución por la que los poderosos se ven obligados a desempeñar cargos onerosos, a realizar actos benéficos, en el plano económico y social, que a cambio los convierte en individuos protectores de la comunidad, como para justificar su superioridad política y económica.
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Consecuencia directa del éxito de Hitler es la formación del gran Reich de 80 millones de habitantes, la adquisición de zonas industriales esenciales para la producción metalúrgica y la dislocación del sistema francés de alianzas de retaguardia, a la vez que aumenta el prestigio de la Alemania nazi en la Europa danubiana y balcánica. Asombra que este profundo cambio en la relación de fuerzas entre las grandes potencias europeas se realice mediante la simple amenaza de un acto de fuerza. ¿Por qué permitieron las grandes potencias la expansión alemana de 1938? En el caso austriaco, el Gobierno de Viena piensa, y con razón, que no puede contar, para defenderse de las amenazas alemanas, ni con sus vecinos danubianos ni con las grandes potencias; la única potencia que demostró interés por evitar el Anschluss en 1934 -Italia-, ha cambiado su política en el curso de los dos últimos años con la perspectiva de un conflicto entre sus intereses y los franco-británicos en el Mediterráneo. En el caso de los Sudetes, el Gobierno de Praga, en parte, se resigna a abandonar su resistencia a Alemania a consecuencia de la presión que en este sentido realizan Francia y Gran Bretaña. La política francesa de estos años se muestra vacilante, sin iniciativa, obsesionada por asegurarse previamente el visto bueno y la promesa de ayuda del Gobierno británico; para que Francia hubiera podido desarrollar una política enérgica en favor de Austria y Checoslovaquia, hubiese tenido que contar con la colaboración de Bélgica, Polonia y Rumania, países por los que tendría que pasar el Ejército francés y el de su aliado soviético en el hipotético caso de que Francia decidiese la intervención militar. En ningún momento, ninguno de estos tres países se mostrará dispuesto a permitir un paso de tropas que hubiese sido posible en el marco del Pacto de la Sociedad de Naciones. De esta manera, la tímida y vacilante política francesa se mantiene ajustada a la decisión del Gobierno británico de aplicar al expansionismo alemán su política de apaciguamiento. La constatación, a posteriori, de los errores que encerró la política de apaciguamiento, llevó a los dirigentes políticos que se hicieron adultos en los años treinta a comportarse de una manera radicalmente opuesta cuando se enfrentaron a las crisis internacionales de los años cincuenta y sesenta, considerando que toda política de apaciguamiento era entreguista y conducía a la guerra; así, la experiencia de los años treinta creaba una categoría histórica que operará en la guerra fría. Sin embargo, antes del fracaso de Munich, la política de apaciguamiento había sido otra cosa muy distinta que se puede valorar de una manera o de otra, pero que se debe entender en su contexto. El apaciguamiento no fue una política a la deriva, ni la ausencia de una política; como señala Robert O. Paxton, el apaciguamiento fue un esfuerzo calculado y enérgico de Chamberlain para localizar las raíces de las frustraciones alemanas y remover los puntos peligrosos, uno a uno, negociando, en vez de dejarlos sin control como en 1914. Antes de 1938, apaciguar era simplemente reducir fricciones y conflictos; en este sentido, la política de Chamberlain, política que Francia aceptó, era razonable. Sólo después de que esta política fracasase en su intento de evitar la guerra, apaciguar se convirtió en entregar. La política de Chamberlain se apoyaba en un conjunto de ideas admitidas por muchos. En primer lugar, los supervivientes de la Primera Guerra Mundial estaban convencidos de que Europa no podría sobrevivir a otro baño de sangre similar al que ellos habían vivido. En segundo lugar, numerosos sectores consideraban que el nazismo no era más que una consecuencia política del tratado de Versalles y que Hitler prefería una negociación pacífica para lograr el sueño de 1848 de unir a todos los alemanes bajo la misma bandera. Finalmente, el apaciguamiento descansaba también en consideraciones de orden interno nacidas de lo que podríamos llamar el" síndrome de octubre": el convencimiento de que el "fenómeno guerra" va siempre unido con el de revolución y que Hitler era una buena barrera contra la expansión de la revolución social en la Europa central. Inmediatamente después de concluir el tratado de Versalles, la opinión pública y el Gobierno de la Gran Bretaña empezaron a considerar que ese acuerdo no era bueno y que debía ser revisado.
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Enfrentada desde sus primeros días a adversarios dispuestos a terminar con ella por cualquier medio, la República tuvo que dotarse de instrumentos legales de defensa. Ya el Estatuto Jurídico del Gobierno provisional le otorgaba plenos poderes, si bien con carácter transitorio. Desde las primeras semanas del nuevo régimen, el desarrollo de la política de orden público se basó fundamentalmente en la actuación con carácter represivo de los cuerpos profesionales de policía. Estas dos notas, la profesionalización y la actuación expeditiva, y en muchos casos brutal, de las fuerzas de orden público, se convertirían en los principales elementos definitorios de la gestión del Ministerio de la Gobernación en los sucesivos gabinetes. Contra el parecer de muchos republicanos, que deseaban su desaparición, el Gobierno mantuvo a la militarizada Benemérita como núcleo fundamental de las fuerzas de policía. No obstante, la sublevación de Sanjurjo, en la que tomaron parte miembros del Instituto armado, despertó sospechas sobre su lealtad al régimen, por lo que se suprimió la Dirección General de la Guardia Civil, tan sólo seis días después de la sanjurjada, y se anuló su dependencia del Ministerio de la Guerra en favor del control exclusivo del Ministerio de la Gobernación, a través de la nueva Inspección General del Cuerpo. Para sustituir a los guardias civiles en los conflictos de orden público en las ciudades, el director general de Seguridad, Angel Galarza, había organizado en el verano de 1931 una policía gubernativa, que recibió el poco adecuado nombre de Guardia de Asalto. Armados con porra y revólver y especializados en la represión de los obreros y estudiantes en huelga, los guardias de Asalto debían ser capaces de hacer frente a los desórdenes públicos con medios menos expeditivos que los empleados por la Guardia Civil, demasiado proclive a la utilización del fusil y el sable con resultados no deseados por las autoridades. En su conjunto, las Fuerzas estatales de orden público experimentaron un notable crecimiento en los años de la República. En 1930, la Guardia Civil y el Cuerpo de Carabineros sumaban 43.785 individuos -27.585 guardias civiles y 16.200 carabineros. En 1932, la cifra de agentes ascendía a 55.162, con un incremento de casi el diez por ciento en la Guardia Civil y la incorporación de 10.056 guardias de Asalto. El temor a que un deterioro progresivo del clima social incrementara los problemas de orden público y, sobre todo amenazara la estabilidad del sistema democrático, movió al Gobierno Azaña a presentar a las Cortes, como una de sus primeras iniciativas, una Ley de Defensa de la República que legitimara las actuaciones del Ejecutivo contra los elementos radicales. La ley, presentada a las Cortes con carácter urgente, fue aprobada casi sin discusión el 20 de octubre de 1931, y recogida por la Constitución con carácter transitorio, a fin de evitar que cayera en la inconstitucionalidad. Su texto definía como actos de agresión a la República: la incitación a la resistencia o desobediencia a las leyes o a la fuerza pública; la comisión o incitación de actos de violencia por motivos políticos, religiosos o sociales; la difusión de noticias que perturbaran la paz social; la apología del régimen monárquico; la tenencia ilícita de armas de fuego y explosivos; las huelgas salvajes y la coacción laboral; las subidas injustificadas de precios y la negligencia profesional de los funcionarios públicos. Las penas a aplicar iban desde fuertes multas hasta el confinamiento, el destierro o la pérdida de empleo público. Al ministro de la Gobernación se le otorgaban poderes discrecionales para prohibir actos públicos, suspender medios de comunicación, encarcelar temporalmente a ciudadanos sin mandato judicial, ordenar registros e ilegalizar asociaciones peligrosas para el orden social o investigar la procedencia de sus fondos. La Ley de Defensa era una durísima medida de excepción que permitió al Gobierno actuar contra sus enemigos manifiestos con rapidez y al margen del sistema judicial, anulando de hecho las garantías constitucionales, pero sin violar técnicamente la Constitución. El ministro de la Gobernación, Casares Quiroga, no se quedó corto en su aplicación y abundaron las suspensiones de periódicos, las clausuras de locales sindicales y políticos, y las detenciones y confinamientos de activistas de extrema derecha y extrema izquierda. En este sentido, la Ley fue un instrumento eficaz para defender de sus adversarios un orden democrático y un sistema de libertades pocas veces tan logrados a lo largo de la historia de España. Pero su sola existencia, combatidísima por la oposición, demostraba que algo no marchaba bien en la joven democracia española para que un Gobierno de mayoría liberal tuviera que protegerse de esa manera a los pocos meses del clamoroso triunfo republicano. Por otra parte, la Ley poseía un carácter transitorio, y conforme se fue generalizando su aplicación, se multiplicaron las voces que, desde el mismo campo gubernamental, solicitaban su sustitución por otro texto más acorde con las garantías constitucionales. En abril de 1933, el Gobierno presentó a las Cortes un proyecto de Ley de Orden Público que fue aprobado, no sin fuerte oposición, en el mes de julio. La nueva Ley no poseía una naturaleza puramente represiva, y en su primer artículo se fijaba como objetivo el normal funcionamiento de las instituciones del Estado y el pacífico ejercicio de los derechos individuales, políticos y sociales establecidos por la Constitución. Pero, dada la conflictividad del período republicano, prevalecieron rápidamente los aspectos más autoritarios de la Ley, y especialmente los artículos que facultaban al Gobierno para establecer por Decreto tres grados de excepcionalidad por motivos de orden público: el estado de prevención, que permitía al Ejecutivo adoptar medidas no aplicables en régimen normal durante dos meses, sin necesidad de suspender las garantías constitucionales; el estado de alarma, que se aplicaría en casos de notoria e inminente gravedad, y que facultaba a las autoridades gubernativas para realizar registros y detenciones preventivas, imponer penas de destierro, prohibir actos públicos y disolver asociaciones consideradas peligrosas; y el estado de guerra, destinado a dominar en breve término la agitación y restablecer el orden cuando fuera gravemente alterado. Bajo este estado de excepción, las garantías constitucionales quedaban suspendidas y las Fuerzas Armadas se hacían directamente cargo del orden público. En los tres casos, actuarían los llamados Tribunales de Urgencia, integrados por magistrados de las Audiencias provinciales, aunque no se llegó al extremo de crear un Tribunal de Orden Público de carácter nacional, como establecería posteriormente la dictadura franquista. El estado de guerra sólo fue proclamado una vez, a causa de la Revolución de Octubre (Decreto de 7-10-1934), pero el Poder Ejecutivo utilizó los otros dos grados de excepcionalidad constitucional profusamente.