Mientras que los dogon han permanecido siempre divididos, carentes de cualquier estructura política que unificase varios poblados, los bamana o bambara, más numerosos y dueños de territorios mucho más extensos, se han visto obligados en ocasiones a imitar a sus vecinos islámicos para organizar grandes ejércitos bajo un mando único. Durante los siglos XVII a XIX, llegaron incluso a unirse a los soninke y a los peul, configurando un reino que tuvo por fundador al legendario Baramangolo, señor de Segu. Sin embargo, esta dicotomía política entre dogon y bamana no se traduce en una neta diferenciación en el campo de las artes: los bamana siempre fueron despreciados por los musulmanes que controlaban la corte y la administración, y por tanto permanecieron ajenos al fasto del arte regio, prefiriendo aferrarse a sus tallas animistas tradicionales. Por su trasfondo estético y espiritual, la plástica bamana es muy semejante a la de los dogon, y la común descendencia de las terracotas de Djenné aparece en ella más marcada incluso. Pero basta analizar algunas de sus creaciones más relevantes para observar unos intereses algo peculiares y diversos: las figuras bamana son sin duda variadas -hay antepasados de ambos sexos, parejas de gemelos, marionetas, muñecas que llevan las jóvenes para conseguir la fecundidad-, y hasta hay entre ellas verdaderas obras maestras, muy antiguas en ocasiones; pero, a la hora de recordar el arte bamana, de resumirlo en una o dos piezas, nadie dudaría en evocar sus impresionantes máscaras. Divídense éstas en dos tipos fundamentales, utilizados ambos en los ritos de las sociedades secretas. La máscara momo asombra por su cara humana estilizada, de la que surge hacia arriba toda una fila de cuernos rectos. Pero, a pesar de aparecer a menudo recubierta con placas y tiras de metal recortado -sistema decorativo muy común también en las esculturas-, apenas resiste la comparación con la máscara tyiwara. Esta, que es en realidad una cresta, una figura exenta que se coloca sobre la cabeza del danzante, constituye en efecto una de las cumbres del diseño artístico africano: representó un antílope de poderosa cornamenta, a veces con elementos de otros animales míticos, como el lagarto, y, según las comarcas, puede mostrarse en su versión horizontal o en su versión vertical, aún más decorativa. Las máscaras tyiwara surgen en parejas -el antílope macho, con su decorada crin, y la hembra, con su cría sobre la grupa-, y danzan en el momento de las labores agrícolas, pues simbolizan la fuerza que necesita el campesino para labrar la tierra y extraerle su fruto. El arte bamana, como el propio pueblo que lo sustenta, tiene una fuerte tendencia expansiva. Su estilo, con variantes, se ha difundido por el occidente hasta el Senegal, mientras que, hacia el oriente, llega a entrar en contacto con la plástica dogon después de teñir en parte a los bobo y de convertir a un pueblo menor, los marka de la región de Djenné, en mera provincia artística suya. Incluso logra, hacia el sur, imponer sus sugerencias a ciertas piezas senufo.
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La plástica ugarítica en piedra ha proporcionado hasta el momento pocos ejemplares. Entre ellos hay que señalar una estatua sedente, de gran tamaño (1,19 m; Museo de Aleppo), acéfala, de concepción siria, pero con vestido de influencia mesopotámica, fechada en el siglo XVIII a. C.; otra de pequeño tamaño, del Bronce Medio, que representa a un hombre sentado sobre un trono cúbico, vestido, y con una flor de loto en su mano izquierda, toda ella de clara inspiración egipcia; una estatuilla en alabastro, figurando a un nubio llevando un vaso sobre las espaldas (16,5 cm; Museo de Damasco), y una figurita, en caliza, del siglo XIV a. C., representando un carro tirado por dos caballos al galope y ocupado por un solo personaje. La plástica en piedra se completa con numerosas peas que adoptan variadas formas animalísticas (patos, toros, leones, etc.), de considerable interés. La pobreza de esculturas pétreas se compensa con el relativamente abundante número de estatuillas metálicas, fundidas por lo común en cobre y bronce, y que tanto éxito alcanzaron en los talleres diseminados por el valle del Orontes y las montañas del Líbano. Entre ellas sobresale la de una mujer sentada (24,8 cm; Museo del Louvre), hallada en el Santuario hurrita, en cobre y con hilos de oro y de plomo, vestida a la moda siria y tocada con turbante, que tal vez sea representación de la diosa hurrita Hepa. De parecida tipología es una estatuilla viril, de cobre y en su día recubierta con lámina de oro (17,6 cm; Museo del Louvre), con grandes ojos de piedra blanca incrustada. C. Schaeffer las data entre los siglos XIX y XVII a. C. y señala su similitud con otra esculturilla masculina de Bogaz-koy (en el Museo del Berlín). En una jarra aparecieron dos estatuillas de plata (28 y 16 cm, respectivamente) de tosca factura, representación probable de sendas divinidades, una masculina y otra femenina (Museos de Aleppo y del Louvre), adornadas con minúsculos torques de oro, y fechables entre el 2000 y el 1800 a. C. Muy parecida a éstas es otra que se encontró en Tell Simiriyan, al sur de Ras-Shamra. Correspondientes a la segunda mitad del segundo milenio son dignas de reseñarse unas cuantas estatuillas broncíneas, recubiertas con lámina de oro -del que quedan sólo vestigios- que representaron probablemente al dios Baal, tocado con alta tiara, figurado de pie y en actitud de marcha; la posición de sus brazos parece indicar que portaban mazas, lanzas o hachas de guerra. Los ejemplares son varios, debiendo citar los de Ras-Shamra, Minet el-Beida y Tartous, además de otros similares hallados en Biblos, Kamid el-Loz y Megiddo. Asimismo, nos han llegado bronces representando a dioses -¿o soberanos?- sentados, en actitud de bendecir, gesto tomado indudablemente de la cultura egipcia. Uno de los más divulgados, localizado en Ras-Shamra, representa según C. Schaeffer y M. Dunand, al dios Ilu (en la Biblia El); va tocado con una corona osiriana y cubierto con manto típicamente sirio. Todo él (13,8 cm; Museo de Damasco) estuvo recubierto de oro, conservado casi en su totalidad. Interesante es también la figurita de Minet el-Beida (17,9 cm; Museo del Louvre), de bronce y forrada de oro y plata; va tocada con corona egipcia y adornado su brazo derecho con un anillo o brazalete; el izquierdo lo tiende hacia adelante como lanzando un arma. Menor interés tiene otra estatuilla, también de bronce, de la necrópolis de Minet el-Beida (12 cm; Museo de Aleppo), de desnuda cabeza y ojos incrustados con esmalte y plata, calificada impropiamente como un dios Baal. Semejantes a esta pieza son otras halladas en distintos puntos costeros del Mediterráneo oriental (Biblos, Beth Shan, Tell Abu Hawwan, Tell Sippor, etc.). Se poseen, asimismo, algunas estatuillas femeninas figurando a diosas, hecho comprobado en un taller de la propia Ugarit, en el cual se ideó el tipo de estatuilla de mujer bendiciendo. En una de ellas, de gran calidad, en bronce (25,8 cm; Museo de Damasco), C. Schaeffer creyó reconocer a Asherat del Mar. La pieza estaba inacabada, pues le faltaba el tocado y el brazo izquierdo, así como en algunos sectores la lámina de oro que la recubría. Representada de pie y envuelta en un ajustado manto sirio, tenía su brazo derecho levantado con la palma de la mano abierta, con el típico gesto de la bendición. Otra diosa de Ugarit, del siglo XIV a. C., quizás representación de Elat, la esposa de Ilu, sentada y en actitud de bendecir, presentaba mayores influencias egipcias, visibles en la corona (tipo atef), en los collares y en su plisado vestido. Podemos finalizar este apartado recogiendo una remarcable figurita de toro de pie sobre un zócalo rectangular, que formaría parte, tal vez, de un portaenseñas; una soberbia hacha de guerra en forma de cabeza de leona; y los halcones de bronce, coronados con el "pschent", la doble corona egipcia, hallados en la propia Ugarit (12,7 cm el mayor, Museo del Louvre), que plantean el problema de si fueron importados o fueron elaborados en Ugarit por artistas egipcios. Otro ejemplar (5,5 cm; Museo de Damasco) localizado en Minet el Beida, aunque sin corona, presenta entre sus patas un "uraeus", detalle que lo distingue incluso de los ejemplares fundidos en el propio Egipto.
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A mediados del siglo VI a. C., el panorama artístico etrusco sufre un vuelco completo. Hasta entonces, los sistemas que habían regido la evolución de la cultura tirrena habían sido los comunes en todo fenómeno de aculturación: contactos comerciales, intercambio de ideas, enriquecimiento del pueblo receptor tanto en el campo económico como en los aspectos míticos y religiosos, establecimiento de artesanos aislados y de importancia artística muy secundaria... De repente, sin embargo, se desencadena en el Mediterráneo oriental un fenómeno de enormes consecuencias. La formación del Imperio persa provoca en Asia Menor una situación insostenible: tras un período de tensiones, Ciro derrota a Creso (546 a. C.), borra de un plumazo el reino de Lidia y se presenta con su poderoso ejército a las puertas de las ciudades griegas de Jonia. Cunde una oleada de pánico inmediata, y muchas gentes huyen hacia el occidente; incluso una ciudad entera, Focea, decide embarcarse en masa y dirigirse a su colonia de Alalia, en Córcega. Este amplio movimiento de gentes de todas las clases sociales supone, allí donde llega, una importante conmoción. Los fugitivos se abren camino a veces con las armas en la mano -sabida es la lucha que opuso a etruscos y focenses-, pero, de cualquier modo, logran insertarse en ambientes nuevos, y en ellos introducen sus conocimientos, sus creencias, sus modas y su habilidad artística. Pronto se impondrán en Atenas los gustos y la vestimenta de Jonia, pronto lo jónico teñirá el mundo itálico, y hasta se hará sentir el estilo jónico en la plástica ibérica. Dentro de esta oleada general, no faltan los artistas importantes; y de ellos, no pocos recalarán en las costas tirrenas, deseosos de rehacer allí sus vidas. Esto complica singularmente las aportaciones griegas al arte etrusco: por una parte, la cerámica ática, que ha sustituido a la corintia, predomina ya en las importaciones, y es fuente de inspiración para ciertos artesanos locales; por otra, los artistas inmigrados, portadores de su arte peculiar, atraen la atención y el interés de comerciantes y aristócratas. A corto plazo, son éstos quienes controlarán por completo la producción de calidad. Basta, para darse cuenta, comprobar hasta qué punto las imitaciones de la cerámica ática de figuras negras, en manos del Pintor de Micali o de otros tan toscos como él, muestran su inferioridad artística frente a los talleres de raigambre jónica, como el de la cerámica póntica de Vulci, dirigido por el Pintor de Paris, o, sobre todo, el de las animadas, multicolores y vitalistas hidrias de Caere, sin duda uno de los capítulos más brillantes del arte jónico en el exilio. Para observar claramente la diferencia estilística entre el arte de tradición dórica que dominó la primera mitad del siglo VI y el jónico que toma ahora el relevo, nada mejor que comparar dos estelas de idéntica iconografía: la de Aule Tite, noble guerrero de Volterra, y la de Larth Ninie, procedente de Fiésole. La primera, de hacia 560 a. C., nos muestra un personaje de formas geométricas, cuadrangulares, estables, todo musculatura; su angulosa cabeza ostenta un peinado de pisos característicos. Frente a él, Larth Ninie, que debió de morir treinta o cuarenta años después, resulta esbelto, delgado, con sus músculos en tensión y presto a ponerse en movimiento. Sus facciones alargadas, su cabeza oval de frente huidiza y sus ojos largos, almendrados, se completan con una ondulada cabellera de blandos bucles.
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De la plástica paleoasiria únicamente nos han llegado dos fragmentos de una Estela de la Victoria, tallada en basalto -¿de Mardin?, ¿de Gebel Sinjar?- y hoy en el Louvre, que los especialistas asignan a Shamshi-Adad I. En el fragmento mayor (40 cm de altura) aparece tal rey golpeando con su pica y su hacha de combate a un enemigo caído en tierra; en el otro fragmento, cubierto por una inscripción, se ve al rey asirio (sólo resta su parte inferior) y frente a él un personaje importante, tal vez el rey de Eshnunna, atado por las manos. La talla de ambos fragmentos es buena y la tipología nos recuerda la escena de la Estela de Naram-Sin.
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Los paisajes de Richard Parkes Bonington sirvieron en alguna ocasión a Turner como punto de partida. Al morir Bonington en 1828 el maestro londinense le hace una especie de homenaje en esta tela donde la atmósfera se convierte en la gran protagonista de la composición. Se trata de una atmósfera especial, del atardecer, que envuelve las figuras de los pescadores mientras recogen los anzuelos. El colorido de Turner se ha hecho mucho más claro y luminoso gracias a su intenso contacto con la pintura renacentista italiana durante su segundo viaje a Italia entre 1828 y 1829. La pincelada también ha evolucionado, haciéndola cada vez más suelta y empastada hasta llegar a las manchas que se aprecian en Ostende.
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Durante el verano de 1885 Gauguin realizará una serie de paisajes relacionados con el mar y los bañistas, entre los que destaca éste que contemplamos. En primer plano aparecen las típicas mujeres del Atlántico francés, unos jóvenes bañándose y unos barcos al fondo. La luz del atardecer, con sus tonalidades anaranjadas, definen una escena realizada con un riquísimo colorido de verdes, azules, blancos, morados o grises, utilizando la tradicional paleta impresionista y aplicando el color con pequeñas pinceladas, como si fueran comitas, tanto en el primer plano como en el cielo. Con estas obras Gauguin se reafirma en su afición por el mundo del paisaje aprendido de su maestro Pissarro, siguiendo las pautas del gran paisajista Claude Monet.
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Boudin viajó en numerosas ocasiones a esta playa concreta. Muy dotado como observador y registrador de la naturaleza, supo captar los gestos característicos de la gente. Su pincelada es sutil y libre, salpicada de manchas de color puro, que da los reflejos del mar y del aire. Como en la pintura paisajista holandesa del siglo XVII, el cielo desempeña un papel importante en los cuadros de Boudin, en los que a menudo ocupa dos tercios de la superficie, obligando al espectador a centrarse en las pequeñas figuras de la parte inferior. Boudin ejerció mucha influencia en los Impresionistas, sobre todo en Claude Monet, que pintó esta misma playa unos años después.
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Domínguez Bécquer nos presenta una vista panorámica de la plaza de toros sevillana en un día de corrida. En el centro del ruedo podemos contemplar el desfile de las cuadrillas ante la Presidencia mientras los monosabios terminan de alisar la arena y el subalterno espera la señal del presidente para abrir la puerta de toriles. En las gradas los espectadores se acomodan y jalean a sus ídolos con pañuelos y sombreros. Tras la plaza se aprecia la imponente silueta de la Catedral con sus arbotantes y la imprescindible Giralda. Es ésta una de las vistas urbanas más afortunadas salida de los pinceles de Domínguez Bécquer, conteniendo los elementos identificativos de la ciudad de Sevilla. Como podemos apreciar, el dibujo exhibido por el maestro es muy seguro y firme, demostrando sus virtudes a la hora de realizar detalles, su dominio del color y de la luz, especialmente en los efectos de luces y sombras. Las nubes también son un elemento de interés en la escena al crear sensación de movimiento. La Real maestranza se construyó hacia 1707, durante el reinado de Felipe V, sufriendo sucesivas remodelaciones y demoliciones, especialmente en el siglo XIX cuando se sustituyeron los elementos de madera por otros de piedra.
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Entre las aportaciones más singulares del urbanismo español a la general historia de la ciudad, se encuentra, sin duda alguna, la Plaza Mayor de ordenada arquitectura. Sus orígenes y definición formal no resultan muy claros hasta los años finales de la Edad Media, siendo desde el siglo XVI una realidad urbana que dio lugar a una serie ininterrumpida de modelos y variantes, hasta llegar a las últimas plazas del siglo XIX, con las que se cierra este original episodio de la Plaza Mayor en España. Morfológicamente, dicha Plaza Mayor, en su estadio más evolucionado y tópico, esto es, entendida como una plaza de planta rectangular, de ordenadas fachadas sobre soluciones porticadas formando los característicos soportales, y ofreciendo un conjunto de equilibrado desarrollo en planta y alzados, permite establecer comparaciones con cuantas plazas regulares se han ido produciendo a lo largo de la historia. Sin embargo, no cabe olvidar que junto a esa plaza regular y artificiosa, hija de un único proyecto, se ha de considerar igualmente aquella otra Plaza Mayor de orgánica formación a través del tiempo, donde la subordinación a la topografía y el carácter popular de su arquitectura le presta rasgos de bellísimo pintoresquismo. Su escala, dimensiones y configuración hacen de estas Plazas Mayores-menores, si se permite la expresión, lugares especialmente acogedores, naturales y sin artificio, surgidos con un alto grado de espontaneidad, plazas que son resultado del paso del tiempo y no de un proyecto, plazas sin autor, debidas a la anónima historia local, plazas sin preocupaciones estilísticas pero que exhiben la belleza del sentido común, plazas en definitiva que no han olvidado su humano destino. En ellas gravita de un modo especial el paisaje de su entorno, prestándole los materiales y color con los que resuelve lo que un determinado clima le exige. Ellas forman un amplio telón de fondo que afecta a todas nuestras regiones, donde cada una se expresa con voz propia en el concierto general de las plazas españolas que las hace como castellanas, gallegas o andaluzas. Sobre este plano general de plazas naturales, que supone un rico patrimonio todavía por inventariar, se perfilan aún con mayor fuerza las Plazas Mayores regulares que precisamente intentan vencer el carácter popular de aquéllas, con soluciones propias de la arquitectura culta, incorporándolas al pulso de la historia erudita y desvinculándolas del paisaje local.
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Entre las aportaciones más singulares del urbanismo español a la general historia de la ciudad, se encuentra, sin duda alguna, la Plaza Mayor de ordenada arquitectura. Sus orígenes y definición formal no resultan muy claros hasta los años finales de la Edad Media, siendo desde el siglo XVI una realidad urbana que dio lugar a una serie ininterrumpida de modelos y variantes, hasta llegar a las últimas plazas del siglo XIX, con las que se cierra este original episodio de la Plaza Mayor en España. Morfológicamente, dicha Plaza Mayor, en su estadio más evolucionado y tópico, esto es, entendida como una plaza de planta rectangular, de ordenadas fachadas sobre soluciones porticadas formando los característicos soportales, y ofreciendo un conjunto de equilibrado desarrollo en planta y alzados, permite establecer comparaciones con cuantas plazas regulares se han ido produciendo a lo largo de la historia. Otra cosa distinta es, sin embargo, que los significados y usos permitan llevar esta comparación hasta el final. A este modelo de Plaza Mayor, de carácter cerrado, cuyas fachadas se repiten frente a frente, como mirándose en un espejo, dedicaremos las páginas siguientes. Sin embargo, no cabe olvidar que junto a esa plaza regular y artificiosa, hija de un único proyecto, se ha de considerar igualmente aquella otra Plaza Mayor de orgánica formación a través del tiempo, donde la subordinación a la topografía y el carácter popular de su arquitectura le presta rasgos de bellísimo pintoresquismo. Su escala, dimensiones y configuración hacen de estas Plazas Mayores-menores, si se permite la expresión, lugares especialmente acogedores, naturales y sin artificio, surgidos con un alto grado de espontaneidad, plazas que son resultado del paso del tiempo y no de un proyecto, plazas sin autor, debidas a la anónima historia local, plazas sin preocupaciones estilísticas pero que exhiben la belleza del sentido común, plazas en definitiva que no han olvidado su humano destino. En ellas gravita de un modo especial el paisaje de su entorno, prestándole los materiales y color con los que resuelve lo que un determinado clima le exige. Ello da lugar a una casuística, en extremo matizada, donde lo rural y popular prima frente a la concepción más culta y erudita de las geométricas Plazas Mayores antes mencionadas. Ellas forman un amplio telón de fondo que afecta a todas nuestras regiones, donde cada una se expresa con voz propia en el concierto general de las plazas españolas que las hace como castellanas, gallegas o andaluzas. Sobre este plano general de plazas naturales, que supone un rico patrimonio todavía por inventariar, se perfilan aún con mayor fuerza las Plazas Mayores regulares que precisamente intentan vencer el carácter popular de aquéllas, con soluciones propias de la arquitectura culta, incorporándolas al pulso de la historia erudita y desvinculándolas del paisaje local.