La población: volumen y distribución
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Datos principales
Rango
Restauración
Desarrollo
Entre 1877 y 1900 -años en que se efectuaron censos-, la población española creció algo más de dos millones y medio, situándose, al comenzar el siglo XX, en 18 millones y medio de personas. Este crecimiento neto no es en absoluto despreciable, sobre todo si se tiene en cuenta la importancia de la emigración, especialmente después de 1885; sin embargo, los demógrafos no la han considerado suficiente para incluir esta época dentro de lo que llaman transición demográfica -caracterizada por un fuerte aumento de la población, como consecuencia de la acusada diferencia entre las tasas de natalidad y mortalidad-. Por el contrario, juzgan que el antiguo régimen demográfico se mantuvo durante las últimas décadas del siglo XIX (y acabó con ellas) debido, sobre todo, a la elevada tasa de mortalidad, por encima del 30 por mil. Esta alta mortalidad se relaciona con el mantenimiento de mortalidades catastróficas que, a lo largo del siglo XIX, disminuyeron sin llegar a desaparecer -todavía en 1885 tuvo lugar una gran epidemia de cólera-; igualmente tenía que ver con la existencia de una mala alimentación crónica, y con hambres periódicas, a causa de malas cosechas, que son exponente, en definitiva, de la pobreza generalizada y del escaso desarrollo agrario del país. Según Nicolás Sánchez Albornoz, en el período de la Restauración hubo carestías importantes en 1879, 1882, 1887 y 1898. La mortalidad infantil era especialmente elevada: en el período 1886-1892, de cada 1000 nacidos, murieron 429 antes de cumplir los cinco años de edad y, al comenzar el siglo, un 20 por ciento de los que nacían morían en el primer año de su vida.
En consecuencia, la esperanza de vida en España era de las más bajas de Europa: 29 años, en 1887, cuando en la misma fecha, en Francia, era de 43, en Inglaterra de 45, y en Suecia de 50 años. El atraso español en este terreno -revelador, por otra parte, de otras carencias fundamentales- era muy destacado. Las tasas de natalidad, aunque altas -entre el 36 y el 34 por mil en todo el período-, en comparación con Francia -que tenía el 21-, eran menos excepcionales en el contexto europeo, próximas a las de Alemania, Austria e Italia que, en 1900, eran del 36, 35 y 33 por mil, respectivamente. En España la natalidad había ido cayendo lentamente desde mediados del siglo XVIII, por la práctica del control voluntario de los nacimientos. A la hora de evaluar el crecimiento de la población española es preciso tener en cuenta la emigración exterior, dada la importancia que ésta tuvo en las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX. La emigración española formó parte de la nueva emigración -cuyo destino preferente fue el continente americano- protagonizada por los pueblos latinos y del este de Europa que, en las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX, se sumó y superó a la emigración tradicional de británicos y nórdicos. Según Blanca Sánchez Alonso, desde 1882 -año en el que se comienzan a publicar las primeras estadísticas oficiales españolas- hasta fin de siglo, salieron de España, aproximadamente, un millón de emigrantes.
No se conocen cifras exactas de los años anteriores, pero el número de salidas fue mucho menor. El quinquenio 1885-1889 fue el más intenso de este período. El principal factor de expulsión fue la grave crisis agrícola y pecuaria que comenzó entonces. En la década siguiente el Arancel proteccionista de 1891 reforzado por la depreciación de la peseta que siguió a la guerra de Cuba -al hacer más caras las importaciones-, detuvo la corriente migratoria, que habría de reanudarse en el nuevo siglo, con mucha más fuerza. La emigración del campo a la ciudad también se produjo, aunque en una escala muy pequeña. Según Pérez Moreda, en 1877 "los censados en una provincia distinta a aquella en que habían nacido suponían sólo un 7,7 por 100 (...); este porcentaje fue aumentando lentamente hasta superar el 12 por 100, en 1930, mientras que en Alemania, por ejemplo, era del 48 por 100 a principios de siglo". Si se tiene en cuenta la absorción ejercida por unas pocas grandes ciudades que crecieron considerablemente en estos años -Bilbao, Barcelona, Valencia y Madrid , por este orden- se puede concluir lo escaso, y limitado en el espacio, de los movimientos migratorios interiores. La población urbana era claramente minoritaria. De acuerdo con los datos que proporciona José María Jover, en las trece ciudades españolas más importantes -las que superaban los 50.000 habitantes-, en 1877, vivía el 9,45 por 100 de la población; en 1900, esas ciudades albergaban el 12,06 por 100.
En esta última fecha, el 51 por 100 de la población vivía en núcleos de menos de 5.000 habitantes y sólo el 9 por 100 lo hacía en ciudades de más de 100.000. Ciudades que iniciaron o continuaron la construcción de ensanches, que comenzaron a extenderse en barrios residenciales -la Ciudad Lineal, de Arturo Soria , en Madrid, por ejemplo-, cuyo acceso fue facilitado por un nuevo medio de transporte, el tranvía, y en las que la iluminación por gas empezó a ser sustituida por la eléctrica. Por lo demás, la tendencia secular al despoblamiento de la Meseta y a la concentración en el sur y la periferia, con excepción de Galicia, continuó lentamente. La distribución ocupacional de la población muestra igualmente lo limitado de los cambios. La proporción de empleados en la agricultura continuó inalterada -la misma que durante todo el siglo, alrededor del 65 por 100- mientras que aumentó ligeramente la población industrial a costa de la ocupada en el sector terciario de la economía; ambas alcanzaban magnitudes semejantes, en torno al 17 por 100. Se ha señalado el carácter excepcional de Cataluña en todo este cuadro demográfico, tanto por el modelo que siguió y su cronología -más próximos uno y otra a Inglaterra y Gales que al resto de España- como por una distribución ocupacional de su población mucho más equilibrada, entre los tres sectores económicos. En efecto, en Cataluña tuvo lugar un importante crecimiento durante el siglo XVIII y la primera mitad del XIX, gracias al aumento de las tasas de natalidad más que a la disminución de la mortalidad, aunque ésta también se produjo. El aumento de la natalidad fue consecuencia del adelantamiento de la edad de contraer matrimonio, a causa de las mejores perspectivas económicas inherentes al desarrollo de la industria textil, principalmente. En definitiva, Cataluña experimentó la transición demográfica un siglo antes que el resto de España. Otras regiones como Baleares y algunas zonas del País Vasco también presentan desviaciones importantes, respecto al modelo general español.
En consecuencia, la esperanza de vida en España era de las más bajas de Europa: 29 años, en 1887, cuando en la misma fecha, en Francia, era de 43, en Inglaterra de 45, y en Suecia de 50 años. El atraso español en este terreno -revelador, por otra parte, de otras carencias fundamentales- era muy destacado. Las tasas de natalidad, aunque altas -entre el 36 y el 34 por mil en todo el período-, en comparación con Francia -que tenía el 21-, eran menos excepcionales en el contexto europeo, próximas a las de Alemania, Austria e Italia que, en 1900, eran del 36, 35 y 33 por mil, respectivamente. En España la natalidad había ido cayendo lentamente desde mediados del siglo XVIII, por la práctica del control voluntario de los nacimientos. A la hora de evaluar el crecimiento de la población española es preciso tener en cuenta la emigración exterior, dada la importancia que ésta tuvo en las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX. La emigración española formó parte de la nueva emigración -cuyo destino preferente fue el continente americano- protagonizada por los pueblos latinos y del este de Europa que, en las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX, se sumó y superó a la emigración tradicional de británicos y nórdicos. Según Blanca Sánchez Alonso, desde 1882 -año en el que se comienzan a publicar las primeras estadísticas oficiales españolas- hasta fin de siglo, salieron de España, aproximadamente, un millón de emigrantes.
No se conocen cifras exactas de los años anteriores, pero el número de salidas fue mucho menor. El quinquenio 1885-1889 fue el más intenso de este período. El principal factor de expulsión fue la grave crisis agrícola y pecuaria que comenzó entonces. En la década siguiente el Arancel proteccionista de 1891 reforzado por la depreciación de la peseta que siguió a la guerra de Cuba -al hacer más caras las importaciones-, detuvo la corriente migratoria, que habría de reanudarse en el nuevo siglo, con mucha más fuerza. La emigración del campo a la ciudad también se produjo, aunque en una escala muy pequeña. Según Pérez Moreda, en 1877 "los censados en una provincia distinta a aquella en que habían nacido suponían sólo un 7,7 por 100 (...); este porcentaje fue aumentando lentamente hasta superar el 12 por 100, en 1930, mientras que en Alemania, por ejemplo, era del 48 por 100 a principios de siglo". Si se tiene en cuenta la absorción ejercida por unas pocas grandes ciudades que crecieron considerablemente en estos años -Bilbao, Barcelona, Valencia y Madrid , por este orden- se puede concluir lo escaso, y limitado en el espacio, de los movimientos migratorios interiores. La población urbana era claramente minoritaria. De acuerdo con los datos que proporciona José María Jover, en las trece ciudades españolas más importantes -las que superaban los 50.000 habitantes-, en 1877, vivía el 9,45 por 100 de la población; en 1900, esas ciudades albergaban el 12,06 por 100.
En esta última fecha, el 51 por 100 de la población vivía en núcleos de menos de 5.000 habitantes y sólo el 9 por 100 lo hacía en ciudades de más de 100.000. Ciudades que iniciaron o continuaron la construcción de ensanches, que comenzaron a extenderse en barrios residenciales -la Ciudad Lineal, de Arturo Soria , en Madrid, por ejemplo-, cuyo acceso fue facilitado por un nuevo medio de transporte, el tranvía, y en las que la iluminación por gas empezó a ser sustituida por la eléctrica. Por lo demás, la tendencia secular al despoblamiento de la Meseta y a la concentración en el sur y la periferia, con excepción de Galicia, continuó lentamente. La distribución ocupacional de la población muestra igualmente lo limitado de los cambios. La proporción de empleados en la agricultura continuó inalterada -la misma que durante todo el siglo, alrededor del 65 por 100- mientras que aumentó ligeramente la población industrial a costa de la ocupada en el sector terciario de la economía; ambas alcanzaban magnitudes semejantes, en torno al 17 por 100. Se ha señalado el carácter excepcional de Cataluña en todo este cuadro demográfico, tanto por el modelo que siguió y su cronología -más próximos uno y otra a Inglaterra y Gales que al resto de España- como por una distribución ocupacional de su población mucho más equilibrada, entre los tres sectores económicos. En efecto, en Cataluña tuvo lugar un importante crecimiento durante el siglo XVIII y la primera mitad del XIX, gracias al aumento de las tasas de natalidad más que a la disminución de la mortalidad, aunque ésta también se produjo. El aumento de la natalidad fue consecuencia del adelantamiento de la edad de contraer matrimonio, a causa de las mejores perspectivas económicas inherentes al desarrollo de la industria textil, principalmente. En definitiva, Cataluña experimentó la transición demográfica un siglo antes que el resto de España. Otras regiones como Baleares y algunas zonas del País Vasco también presentan desviaciones importantes, respecto al modelo general español.